Mujeres matemáticas - Joaquín Navarro - E-Book

Mujeres matemáticas E-Book

Joaquín Navarro

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Desde el siglo IV a. C. y hasta nuestros días, son muchas las mujeres que han aportado conocimiento al mundo matemático. Hipatia de Alejandría mejoró el astrolabio y creó el higrómetro; Caroline Lucretia Herschel descubrió dos mil estrellas dobles y demostró sus sistemas binarios; Sofia Kovalevskaya formuló el teorema de Cauchy-Kovalevski y ganó el reputado Premio Bordin. Este libro nos descubre a grandes mujeres, de todas las épocas, que, superando los más arraigados prejuicios, marcaron la evolución y la historia de las ciencias matemáticas.

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© Joaquín Navarro, 2011.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2019. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO421

ISBN: 9788491873242

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prefacio

Horizontes lejanos

El Siglo de las Luces

Un intermedio celestial

El siglo XIX

Amalie «Emmy» Noether, reina sin corona

Horizontes cercanos

Epílogo

Lecturas recomendadas

Prefacio

El tratamiento que se le ha dado al libro es cronológico, como es casi obligatorio en un libro histórico de biografías. El capítulo 1 narra las aventuras y desventuras de Hipatia y Lucrezia Piscopia. Las figuras descollantes del llamado Siglo de las Luces, son objeto de estudio en el capítulo 2. Dos figuras de perfil astronómico, Caroline Herschel y Mary Somerville, han sido elegidas para darle una cierta unidad al capítulo 3, que precede además, de modo lógico, a la era victoriana, tratada en el capítulo 4 y personificada en Ada Lovelace, Florence Nightingale y la más matemática de las tres, Sofia Kovalevskaya, un talento intelectual premonitorio de la gran reina por llegar. Nos referimos, como es natural, a la gran Emmy Noether, que ocupa todo el capítulo 5. Nos hubiera gustado dedicarle más espacio, pero Emmy se movía en alturas de abstracción cercanas al ataúd de Mahoma, suspendido, como es sabido, entre el cielo y la tierra. Explicar, de modo comprensible para todos, los conceptos noetherianos y el por qué de los mismos hubiera sido algo fantástico, pero se hubiera necesitado un libro entero para desarrollar sólo el capítulo 5. Por fortuna, hay muchas monografías dedicadas a Noether, así que quien esté interesado puede acudir a ellas.

El capítulo 6 ya ve aparecer las computadoras en la persona de Grace Hopper, una estadounidense que llegó a contralmirante de la Navy. Y concluye con Julia Robinson, un talento natural que se quedó a pocos centímetros de resolver el décimo problema de Hilbert. Y no se ha seguido por dos razones: la primera, y más importante, que ya no había espacio para más, y la segunda, que llegados al siglo XXI, ni con la mejor voluntad hubiéramos podido hacer entender el contenido científico a un público amplio. Hay algún concepto matemático —sobre todo en el caso de Noether— que si se explica bien es incomprensible para la mayoría, y si es comprensible para la mayoría es que no se ha explicado bien. O mejor dicho, si se entiende bien es porque el narrador elige voluntariamente olvidarse del rigor con el loable fin de que se le entienda, aunque lo que diga esté un tanto escaso de sustancia. Las mujeres matemáticas son, en definitiva, tan incomprensibles como los hombres cuando se dedican a las mismas cosas.

En el trasfondo de este libro existe una cuestión candente que no se trata en él sino de manera tangencial: ¿padecen las mujeres algún tipo de condicionante intelectual que les haga más difícil destacar en matemáticas? Por ejemplo, ¿qué hay de cierto en el aserto de que las mujeres tienen mayores dificultades que los hombres para el razonamiento abstracto? Parece que nada. Los estudios llevados a cabo en amplias muestras de la población escolar han demostrado que la capacidad matemática de uno y otro sexo es pareja. Por tanto, el hecho de que las mujeres destaquen menos en matemáticas que los hombres se debe, casi con toda seguridad, a razones sociológicas.

En el presente libro —y en muchos otros— las mujeres aparecen como los animales en la granja de Orwell: hombres y mujeres son iguales, pero unos son más iguales que otros. Históricamente los hombres son más iguales que las mujeres: las mujeres eran socialmente seres inferiores. Es por ello que las figuras glosadas en el presente volumen son dignas de una admiración todavía mayor que la que despiertan sus logros científicos: no se trata solamente de grandes matemáticas, sino de personas capaces de superar los más arraigados prejuicios.

Horizontes lejanos

Hay otra forma de tentación todavía más peligrosa:

la afección de la curiosidad.

Agustín de Hipona, obispo y santo

Poco es lo que se conoce realmente de las matemáticas más antiguas, pues partes sustanciales de sus escritos se han perdido o son muy difíciles de localizar. Separar la realidad de la ficción no es tarea fácil, en especial porque tratándose de un tema delicado, con implicaciones en nuestro caso sociológicas, existe una tendencia natural a embellecer a las figuras y cuesta bastante ser objetivo. En cualquier caso hay matemáticas cuya aportación y cuya fama están, como en la obra teatral de Dario Fo, por encima de toda sospecha.

HIPATIA DE ALEJANDRÍA (CA. 370-CA. 415)

El visitante de los museos del Vaticano, ansioso por ver sus tesoros, llega un momento en que se enfrenta, maravillado, con un fresco enorme, de 5×7,7 m: se denomina La escuela de Atenas y lo pintó Rafael Sanzio, más conocido como Rafael a secas; es una de sus obras maestras que corta la respiración por su tamaño y belleza. En este cuadro dedicado a las mayores perlas del pensamiento griego, una representación donde puede identificarse a Platón, Euclides, Arquímedes, Aristóteles, Sócrates, etc., entre esos titanes figura algo distinto, una personalidad que estéticamente liga mal con el resto. Todo son hombres, menos una figura rubia, que aparece medio de espaldas, como si pidiera disculpas por la gran osadía que representa estar entre los mejores, a la altura de los gigantes. Es, en efecto, una mujer, Hipatia de Alejandría. En medio de una asamblea gloriosa e intimidante de filósofos, matemáticos y astrónomos figura Hipatia, mirando directamente al espectador; Hipatia, que era filósofo, matemático y astrónomo, solo que… mujer.

Pocos homenajes se han tributado de la envergadura de éste. Cierto, los astrónomos le han hecho a Hipatia su particular homenaje y decidieron que un cráter de la Luna se llamara Hipatia y que un valle próximo de 180 km se denominara Rimae Hypatia; también le dieron su nombre a un asteroide. Pero aún siendo tal bautizo un homenaje notable, lo de Rafael es un honor para el que no se necesita un atlas estelar, pues está al alcance de todos a través de la gigantesca válvula de resonancia que es el arte.

La escuela de Atenas, de Rafael. Junto a él aparece destacada la imagen de Hipatia de Alejandría, tal como la representó el pintor renacentista.

La trayectoria vital de Hipatia puede ayudar a hacernos entender cómo un científico accede a la inmortalidad de las enciclopedias e incluso al cine, que es mucho más importante en eso de dictar patentes de inmortalidad.

Hipatia pertenecía a una familia de muy buena extracción; su padre, Teón (ca. 335-ca. 405), fue el responsable del museo de Alejandría —mouseion era como se denominaba al Templo de las Musas—, institución de la que dependía la gran biblioteca del Templo de Serapis, heredera empobrecida de la Biblioteca de Alejandría, joya del mundo helénico, la misma que, destruida por una revuelta unos siglos antes, privó al mundo de un contenido inestimable y, seguramente, atrasó bastantes años el progreso humano. En el 391 el arzobispo Teófilo ordenó quemar también el Templo de Serapis.

Teón fue también un notable matemático. La contribución de Hipatia a las actividades paternas parece indiscutible; por ejemplo, aunque Teón no inventó el astrolabio, sí que participó en su desarrollo y perfeccionamiento, y a Hipatia se la relaciona ampliamente con este instrumento. Los comentarios realizados por Teón sobre la obra magna de Ptolomeo (ca. 100-ca. 170), el Almagesto (un texto reverenciado, de nombre real He Megále Síntaxis, o sea El gran tratado) vienen también de la mano, en gran parte, de su amante hija. Teón la consideraba superior a él en matemáticas.

Hipatia era, pues, hija de un personaje notable y se movía como pez en el agua en un mundo de hombres, muestra de un carácter excepcional. Su apariencia física exacta se desconoce, aunque testimonios cercanos la describen como agraciada. Era también una excelente oradora e impartía clases; tras la destrucción del Templo de Serapis lo hacía sólo en su casa. Su fama llevó a muchos estudiantes a desplazarse hasta Alejandría. Muy probablemente fue, en su tiempo, el ser humano número uno del mundo en matemáticas.

Como filósofa cultivaba una variante propia del neoplatonismo, cosa un tanto irrelevante para nuestros propósitos biográficos. Quizá lo más significativo que pueda decirse sobre sus creencias es que era una pagana —muy tibia— viviendo en un mundo predominantemente cristiano; este hecho infortunado es el que determinó su muerte, tan horrible como novelesca.

La trágica muerte de Hipatia

Resumiendo mucho lo acontecido entonces, parece que el prefecto romano Orestes —que se había bautizado para evitar problemas— y el recién nombrado patriarca Cirilo se llevaban mal. Hipatia era correligionaria de Orestes y buena amiga y ex profesora suya, así que la antipatía de los cristianos se la ganó por transitividad. Por otra parte, como astrónoma y matemática estaba anatemizada por éstos, pues se miraba a los astrónomos como astrólogos que se pasaban la vida escribiendo horóscopos. Además, siguiendo la inevitable ley del péndulo, los antes perseguidos y minoritarios cristianos se habían convertido en mayoritarios y perseguidores.

Cirilo decidió expulsar a los judíos de Alejandría, lo que horrorizó a Orestes, que se opuso a ello: ¡no iba a renunciar, por un capricho religioso de Cirilo, a recaudar tributos de un cuarto de la población! La intolerancia reinaba en aquellos tiempos, la lucha por el poder estaba a la orden del día y la situación evolucionó en forma de atentado. Cirilo intrigó para matar a Orestes, pero éste sobrevivió al atentado. Ante la imposibilidad de asesinarlo, Cirilo buscó seguramente una segunda opción más fácil, y esta opción resultó obvia: una mujer famosa, que era un ser anormal ya que osaba filosofar, que era una bruja que se dedicaba a los horóscopos y a la nefasta costumbre de razonar, una infiel pagana y, para colmo, amiga de Orestes, que quién sabe qué maléfica influencia ejercía sobre el gobernador. Total, que Hipatia era la candidata ideal para el martirologio, solo que al revés, desde el bando equivocado.

Las turbas cristianas, instigadas por Cirilo, raptaron a Hipatia, que circulaba en su carro, la golpearon, la desnudaron y, bajo el techo del Templo de Cesáreo la descuartizaron, separando la carne de los huesos utilizando óstraka. Se ignora si se trataba de conchas de ostra o fragmentos cortantes de teja porque el mismo término griego los describe a ambos. En cualquier caso, la discusión es algo académica; la muerte debió de ser atroz. Para terminar, incineraron sus restos.

La multitud asalta el carro de Hipatia antes de matarla.

EL ASTROLABIO

En griego clásico, astro significa «estrella» y labio se traduce por «el que busca», así que un astrolabio es un buscador de estrellas. Se trata de un artilugio mecánico pensado para reproducir el aparentemente complicado movimiento de los objetos celestes. Se basa, en esencia, en la proyección estereográfica de la esfera celeste, solo que no se tomaba como centro de proyección un polo —que es la proyección conforme matemáticamente aceptada hoy día—, sino el observador; como es natural, el astrolabio se limitaba a describir la situación y movimiento de los astros de un solo hemisferio, el del observador. El movimiento astral que se observa en tres dimensiones se proyecta en el plano del astrolabio, de dimensión dos. Si se desea tener a mano las tres dimensiones hay que recurrir a la esfera armilar y a artilugios semejantes, auténticas réplicas de la esfera celeste. No entraremos a discutir en detalle las tripas y el funcionamiento de un astrolabio, pues podría llevarnos horas y sería una tarea por completo inútil si no se tienen los conocimientos astronómicos previos suficientes. Lo ideó alguien, no se sabe con certeza quién, pero los fundamentos teóricos los puso Ptolomeo. El aparato se fue complicando hasta llegar, bastante perfeccionado, a las manos de Teón. Un alumno de Hipatia, Sinesio, expone en una carta que ésta le ayudó a construir y comprender el funcionamiento de un astrolabio. El astrolabio lleva una argolla que permite colgarlo verticalmente y tomar medidas con él. Sin ánimo de describirlo por completo y simplificando un poco, digamos que un astrolabio consiste en un disco circular o placa madre (se habla de uno de Tycho Brahe que llegó a medir tres metros) con un borde o limbo graduado. Por un lado la placa tiene una regla o alidada con la que se miden los ángulos sobre el horizonte. El otro lado, llamado faz, contiene a su vez dos placas circulares, ambas con graduación y marcas especiales: son el tímpano (que es específico de cada latitud) y la araña o red; este último círculo es giratorio. Es frecuente que en esta cara figure también una regla. Apoyándose en las medidas y las marcas previas es posible —pero complicado— determinar la hora solar, la hora de salida de las estrellas, la posición de un objeto (por ejemplo, un planeta) y hacer otras cosas prácticas, como medir distancias.

Se atribuyen a Hipatia citas como «Preserva tu derecho a pensar; más vale que corras el riesgo de equivocarte que cometas el pecado de no pensar», o «Terrible cosa es el enseñar supersticiones como si fueran verdades». El corte de tales frases denota un pensamiento quizá demasiado moderno. Es posible que sean apócrifas, aunque tal como se dice en la Encyclopædia Britannica, hubieran irritado muy mucho a san Cirilo. Porque el final de esa macabra historia de intolerancia y sangre es que el patriarca Cirilo fue santificado en el año 444. Además, es un doctor de la Iglesia. Obispos e historiadores cristianos posteriores coincidieron en que la culpa de todo fue de la satánica bruja Hipatia y que Cirilo obró bien, del modo adecuado. La Iglesia incluso creó la contrafigura —basada en un personaje inexistente— de santa Catalina de Alejandría para crear confusión entre los creyentes. A santa Catalina se le atribuían los hechos truculentos de la historia de Hipatia, pero narrándolos al revés, como si unos malvados terceros en discordia —por supuesto herejes ajenos al cristianismo— la hubiesen martirizado descuartizándola con conchas de ostra. Tan grotesca era la historia de santa Catalina que la propia Iglesia anuló posteriormente su existencia y, como es natural, su presunta santidad.

Un último apunte biográfico que haremos aquí se refiere a la edad de Hipatia en el momento de su muerte: hoy día se cree que la matemática fue asesinada cuando tenía o estaba cerca de los 60 años.

El futuro ha hecho de Hipatia un icono del feminismo y de la tolerancia, por lo que se le han dedicado panfletos, epigramas, denominaciones linneanas de polillas, novelas, cómics, tipos de letra, cuadros, congresos, obras teatrales, cooperativas, fotografías de Julia Margaret Cameron (ya en 1887), comentarios de Marcel Proust, artículos, libros biográficos y, lo que es más importante, películas. La más reciente, filmada en 2009, es Ágora, de Alejandro Amenábar. Aunque dotada de ciertas «licencias artísticas» en su guión, el filme de Amenábar fue incluso mostrado al Vaticano para su aprobación, superando el examen sin mayores críticas. En él Hipatia muere de modo voluntario y relativamente indoloro a manos de un esclavo obediente, antes de ser lapidada y «ostrificada». Nunca sabremos si fue así, como nunca sabremos si, tal como se cuenta en la película tirando de la verdad hasta casi la ruptura, la afición que sentía Hipatia por las cónicas y por el sistema de Aristarco la llevaron a suponer que los planetas describían elipses y que el sistema solar era heliocéntrico. Ambas cosas se postulan en el filme de Amenábar.

El sistema solar de Aristarco de Samos (ca. 310 a.C.– ca. 230 a.C.) era heliocéntrico, es decir que suponía que el Sol ocupaba el centro de la esfera celeste y la Tierra orbitaba en torno a él. En tal sistema las trayectorias celestes eran complicadas de explicar y debía recurrirse a inventos un tanto extraños, como los epiciclos. Hipatia era partidaria del sistema de Aristarco y no es descartable que sus críticas a Ptolomeo (que propugnaba en el Almagesto un sistema geocéntrico) influyeran, siglos después, en Copérnico.

Las obras de Hipatia citadas en casi todas las fuentes son comentarios a textos preexistentes. Lo que se debe entender por «comentarios» es una mezcla entre el texto de la obra original y las aportaciones puntuales propias del comentarista, un poco al estilo de lo que acostumbraba a hacer Fermat en los márgenes de los libros que leía. En concreto, elaboró comentarios sobre el Almagesto de Ptolomeo, las Cónicas de Apolonio de Pérgamo (ca. 262 a.C.-ca. 190 a.C.), la Aritmética de Diofanto de Alejandría (entre 200 y 214-entre 284 y 298), y un Canon astronómico que se supone que consistía sobre todo en un conjunto de tablas estelares. Junto con su padre trabajó en el Almagesto de Ptolomeo, en el astrolabio y en comentarios a los Elementos de geometría de Euclides. De hecho, la fuente de origen árabe, traducida al latín en el siglo XII, de la que proviene la versión moderna de dicho monumento matemático es, por una carambola del destino, la obra original con los comentarios de Teón e Hipatia.

Hipatia, por su cuenta, ideó un higrómetro, instrumento mecánico con el que se consigue determinar la densidad y el peso de los líquidos.

Ahora bien, no se ha encontrado escrito alguno inequívocamente suyo. Sus comentarios, o se han perdido, o están incrustados en la obra original y es inviable separarlos de ella. Eso sí, era considerada por sus contemporáneos la más destacada mente matemática de su tiempo.

LAS CÓNICAS

Éste era el nombre que recibían en el mundo clásico tres curvas muy comunes: la elipse, la hipérbola y la parábola. Se obtienen cuando un plano corta un cono de revolución, por lo que se denominan también secciones cónicas. El plano puede ser paralelo o no a la arista del cono, con lo que se obtiene una parábola u otra de las dos cónicas. Un caso límite de la elipse es el de la circunferencia, que es una elipse sin excentricidad, originada por un corte plano perpendicular a la línea central del cono.

Aunque fueron introducidas por Menecmo (ca. 380 a.C.–ca. 320 a.C.), se considera a Apolonio de Pérgamo como el padre de las cónicas, pues fue él quien les dio el nombre y el que las estudió detenidamente en ocho libros que Hipatia comentó parcialmente. Su importancia reside en el hecho de que, como comprobó Kepler y demostró Newton, los cuerpos celestes describen en su movimiento órbitas que son curvas cónicas.

Las ecuaciones diofánticas

Hipatia, como se ha dicho, dedicó mucho esfuerzo a comentar a Diofanto. Lo que describe y estudia Diofanto en sus 13 libros (de los que han sobrevivido 6) es muy parecido a lo que hoy se denominan, muy justamente, ecuaciones diofánticas: aquellas ecuaciones algebraicas a coeficiente enteros y sus eventuales soluciones enteras; ecuaciones en los anillos [x1, x2,…, xn], diríamos en el algo pedante lenguaje moderno.

Como es natural, podríamos hablar largo y tendido acerca de tales ecuaciones, pero dicen que un buen ejemplo vale por mil explicaciones, así que recurriremos a un ejemplo conocido y pasablemente divertido que narró por primera vez el escritor Ben Ames Williams, autor de los bestsellers Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven) y Todos los hermanos eran valientes (All the Brothers Were Valiant): el problema del mono, los marineros y los cocos. Dice así:

Tras un naufragio, llegan a una isla desierta del trópico cinco marineros hambrientos. Como sólo parece haber cocos como alimento comestible, se dedican a recolectarlos hasta que anochece; tan negra es la noche que deciden hacer el reparto al día siguiente e irse a dormir. Le dan humorísticamente las buenas noches a un mico, que parece ser el único habitante antropomorfo de la isla, y se echan sobre la arena de la playa. Al poco rato ya roncan.

Pero roncan también sus intestinos y el hambre despierta a un marinero. Se va hacia el montón de cocos, lo divide en cinco partes iguales (pongamos que hay a cocos en cada montón) y se come la suya. Como le sobra un coco, se lo da al mico. Terminado el banquete, se vuelve a dormir. Al poco, un segundo marinero se despierta y obra como el primero. Reparte los cocos restantes —pues ignora que ya faltan cocos—, se come su parte (por ejemplo, b cocos) y, como sobra un coco en el reparto, se lo da al mono. Y así hasta el último marinero, al que también le sobra un coco y también se lo adjudica al mono. La pregunta es, como era de esperar, ¿cuántos cocos había al inicio?

Llamando N a dicho número, el rompecabezas se resuelve con un sistema de ecuaciones diofánticas —nada evidente— que van reflejando la odisea de los cocos, como una secuencia de muñecas rusas, unas dentro de otras:

N=5a+1

N–a–15b+1

N–a–b–25c+1

N–a–b–c–35d+1

N–a–b–c–d–45e+1.

Donde a, b, c, d y e son el número de cocos que se van comiendo los hambrientos marineros. Sustituyendo paso a paso se llega a la expresión

1.024N=15.625e+11.529

y a un número infinito de soluciones, calculable con simples métodos algebraicos elementales (le dejamos los detalles al lector para que demuestre sus dotes matemáticas) y que resulta ser:

N=15.625λ – 4 con λ ∈.

Para conocer las soluciones basta con dar a λ todos los valores enteros. Como es natural, la menor solución de cocos reales, de los que pueden comerse, ha de ser forzosamente positiva. Poniendo λ1 se obtiene tal solución, N=15.621, que es la menor posible. Otro simple cálculo muestra que los marineros se comieron, por este orden, 3.124, 2.499, 1.999, 1.599 y 1.279 cocos. Tenían apetito, sin duda. O les gustaban mucho los cocos.

ELENA LUCREZIA CORNARO PISCOPIA (1646-1684)

Existe una ópera de Donizetti en la que acaecen las aventuras —más bien las desventuras— de Caterina Cornaro, una noble veneciana que llegó a reinar en Chipre y Armenia allá por el año 1500. La ópera sería casi desconocida si no fuera porque la desenterró Montserrat Caballé e incluso grabó una versión con José Carreras en 1972.

Trinos y agudos aparte, el apellido Cornaro se valoró siempre en Venecia como una señal de distinción, pues lo ostentaban familias del más rancio abolengo, personajes que llegaron a cardenales, papas... e incluso pintores.

La figura que nos ocupa es Elena Lucrezia Cornaro Piscopia, que llevaba el ilustre apelativo Cornaro pero no fue reina terrenal de lugar alguno como no fuera de su notable intelecto; quizá podríamos coronarla reina de las matemáticas de su tiempo. No sería exagerado: Lucrezia Piscopia, como se la conoce abreviadamente en la mayoría de enciclopedias, figura en ellas por ser la primera mujer de Occidente a quien sus contemporáneos otorgaron el título de doctor. Conociendo cómo era Occidente en su tiempo y cuál era la situación general de la mujer, la cosa tiene su mérito, un gran mérito.

Retrato anónimo de Lucrezia Piscopia que se conserva en la Biblioteca Ambrosiana de Milán.

Lucrezia nació en Venecia, en el palacio Loredano, en una familia noble, de un padre, Giovanni Battista Cornaro-Piscopia, que era procurador de San Marcos y de una madre, Zanetta Boni, que era de humilde extracción. El hecho de pertenecer a una familia rica y noble, una familia que vivía en la legendaria Plaza de San Marcos, determinó que a ella, una mujer, se le diera una educación esmerada en todos los campos. Quizá no habría sido así si Lucrezia hubiera respondido de un modo menos espectacular, pero es que el talento de la alumna era bastante inusual, digamos que asombroso. Dominaba con facilidad los idiomas, que empezó a estudiar a los siete años y en cuyo campo pronto se hizo acreedora del título de oraculum septilingue, ya que hablaba con naturalidad en latín, griego, árabe, francés, hebreo, español y en su lengua propia. También tenía aficiones musicales: componía y tocaba el arpa, el clavicémbalo, el clavicordio y el violín, o sea, casi todos los instrumentos señoriales que podían tocarse en su época. En sus estudios propiamente dichos no andaba nada mal, pues progresaba mucho en filosofía —literatura, retórica y lógica—, teología, ciencias y, cómo no, en matemáticas, incluyendo astronomía. Sus grandes amores eran la filosofía y la teología.

En lo único que no progresaba era en interesarse por las vanidades de este mundo: a pesar de que no le faltaron halagüeñas propuestas de casamiento, Lucrezia las fue eludiendo una tras otra, pues su vocación secreta era tomar los hábitos y hacerse monja. En 1665 ya consiguió hacerse oblata, aunque no monja de pleno derecho. Pero mucho antes, a los 14 años, ya había hecho votos de castidad; nada de aventuras estilo Romeo y Julieta.