Muñeca Rusa - Rita Iglesias - E-Book

Muñeca Rusa E-Book

Rita Iglesias

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Beschreibung

Son historias de mujeres: son muchas, son todas, son una. Es una gran mujer gran, vista a través de un prisma. Entendiéndola fundamentalmente como un sujeto atravesado por la "Palabra". Y para ello la palabra tiene que ser bella, cargada de sensibilidad, la cual crea la prosa desde el "Índice poema" hasta el fin. A medida que avanzan los relatos, los temas que barrenan la figura femenina son: la identidad nacional y sexual, la maternidad, la locura, el cuerpo, la independencia, el vacío y la ausencia, los amores perdidos y soñados, los modelos femeninos, la pertenencia, la fe, la multiplicidad, el futuro, la fundación, y la repetición; entre otros. La narradora y los personajes principales parecen ser la misma. Las mujeres que componen cada uno de los cuentos son una gran MUÑECA RUSA que contienen de manera replicada un sinfín de muchas otras que van más allá del tiempo y del espacio. Toda la MUÑECA RUSA se disemina buscando su lugar (en ella misma y en el afuera) y su voz propia, sufriendo y enloqueciendo en los fallidos, de la primera a la última de sus mujeres encastres. Esta MUÑECA RUSA tiene poco de muñeca objeto. Es una "gran madre devoradora", rol que sofoca al resto que se transmuta y transmigra desesperadamente en la palabra como salvación de la identidad. La palabra redime y revela en homenaje epílogo "Ellas" a aquellas mujeres que definitivamente erigieron la femina sapiens frente a los mandatos y la imposición.

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Seitenzahl: 120

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Iglesias, Rita

Muñeca rusa / Rita Iglesias. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-909-6

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A las mujeres de mi vida...

Índice Poema

Palabra

Nosotros, los victorianos

Semilla

Fluir…

Desmadre

El día que se cayó la tierra

La operación

El rumor

Días de sangre

Objetos

Nuestro cuerpo de cada día

Las tres edades

Dos personas

La procesión

La dependencia de servicio

La coiffure

Una voz en el teléfono

El pendiente

Banquete

Maestras

Las leonas

La redención

Muñeca rusa

Una mujer como tú

El fin del mundo

La venganza

La revelación

Epílogo

Ellas…

Y todos tenemos guardadas distintas versiones de nuestras vidas, aunque nos las contemos solo a nosotros mismos, en silencio. Y las corregimos a medida que avanzamos.

Prólogo de Un día es un día,Margaret Atwood.

¿Normal? ¿Qué es normal? En mi opinión, lo normal es solo lo ordinario, lo mediocre. La vida pertenece a aquellos individuos raros y excepcionales que se atreven a ser diferentes.

Oscar Wilde

Palabra

Ma patrie, c’est la langue française.

Albert Camus

Mes premières patries ont été les livres.

Marguerite Yourcenar

“¡Callate, gallego!”, le recriminan la verbosidad a mi hijo sus abuelos paternos.

Yo tuve abuelos gallegos que sobrevivieron a una guerra y con austeridad… ni las palabras se salvaron de ella.

Yo tuve abuelos gallegos que marcaron a mi padre con la misma carencia, la cual entendí tiempo después, cuando escuché decir a Beckett por ahí: “Después de la guerra, ¿para qué sirven las palabras?”.

Yo tuve abuelos gallegos por quienes hoy voy en busca de las letras: en los libros, en la escritura, en el diálogo sincero. Yo tuve abuelos gallegos a quienes les debo lo que soy: palabra.

Nosotros, los victorianos

“Lo que no apunta a la procreación o está transfigurado por ella ya no tiene sitio ni ley. No puede expresarse. Se encuentra a la vez expulsado, negado y reducido al silencio. No solo no existe, sino que no debe existir y se lo hará desaparecer a la menor manifestación –actos y palabras–”.

“Nosotros, los victorianos”.La voluntad de saberenHistoria de la sexualidad.Foucault

“Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en los guardacantones, la gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío”.

Madame Bovary,Flaubert

Cuando cierro los ojos, no sé si es producto de la imaginación, el deseo o la hipnosis.

Las gaitas se oyen a los lejos. Calientan, calientan el viento. Y después de un rato, se quedan en silencio y comienzan de a poco, de a una, con timidez, a hacer garabatos con el aire.

Y lloro. Cuando explotan en una muñeira, o en una jota y yo, pequeña vestida de gallega, y los flashes cuadrados de mi padre y mis abuelos intentando dejar huella en el tiempo de mis cortos saltos. Y a ellos también se les humedecen los ojos, con la fuerte esperanza de atrapar el tiempo, la vida que fue, la tierra... en otra tierra, lejana, del Gran Buenos Aires, en el centro gallego que los reúne como esporas.

Y yo, a medio camino, de un país que no conocí, de una lengua diferente a la mía, con un vestido distinto al mío. Como un mono haciendo la gracia, tan importante la gracia para mis abuelos. Un eslabón extraño, la desarraigada, en la búsqueda me encuentro en sueños hablando otro idioma que no es el mío y el de ellos tampoco.

Y comienzo a hablar en francés, con más habilidad de las que tengo en la vigilia. Y comienzo a contar en detalle cuando Emma Bovary se pierde en el carruaje desde la Resurrección, el Juicio Final, el paraíso, el rey David hasta los réprobos en las llamas del infierno. Y hablo de otras calles en un pueblo perdido de Galicia. ¿Ella habrá recorrido Ricobelo como Emma, Rouen?

“Emmène moi, loin, très loin”, dijo la muchacha llena de organdí a su cochero español, y nueve meses después la tradición victoriana de su familia la purificó de su hijo. Y allí quedó mi abuelo, libre de todo pecado y lleno de todo abandono en el seno de una familia pobre de hambre. Iglesias era el apellido para esos, para los desamparados… para los “sin nombre”, en España.

Y ese fue el apellido de mi padre, no el de mi hijo, por supuesto (aunque conozco una mujer que a su hija le puso el apellido de su padre, y así tuvo una hermana). Victorio canta en italiano en su clase. Y en casa, le pedimos como si fuera una estrella de rock que cante, que cante en italiano y su bisabuela le aplaude el donaire y dice que pronuncia como ninguno.

Y entonces, me recuerdo en el centro gallego (no sé si por producto de la imaginación, el deseo, o del ensueño) hace más de treinta años ya, haciendo la mueca, la farsa de lo que no soy, de lo que nuestros ancestros pudieron ser, o no quisieron perder, en una tierra que es la mía. “Es todo por hoy, Iglesias”, me dijo la terapeuta. Creo que me llama con mucho propósito por ese apellido.

Semilla

Me falta una semilla. Hace tanto que la compré que ya no recuerdo el nombre. Con apenas un resto en la bolsa, “el vendedor va a saber orientarme”. Llego a la dietética y no hay nadie como no es costumbre. Al vendedor no lo conozco y las refacciones que hicieron al lugar tampoco. Es algo afectado y solemne, pero atento a los detalles, él también: me ofrece unossouvenirsdel lugar, algunas lapiceras y pines. Yo los acepto muy gustosa y con ganas de agarrar más. “A caballo regalado…”. Él me dice que esa semilla (de la que aún no recuerdo el nombre) la tiene en su huerta, que está ubicada en esa misma cuadra. Yo espero en el lugar y observo. El local parece más una biblioteca que un comercio: tiene techos muy altos y paredes repletas de estantes con todo tipo de especias; aun así no hay perfume de ellas, tan característico de esos sitios. Miro hacia el viejo mostrador de madera tallado y alto (mis hombros llegan a su mesada) y miro lossouvenirsque están en una pequeña canasta. “¿Si me agarro una lapicera más? No, mejor no… eso sería robar”. Para matar el tiempo, decido ir a caminar hasta encontrar la huerta. A unos pasos, en la vía pública y ante la vista de todos, encuentro al hombre con las manos entre las plantas, tal como me lo había anticipado. Lo veo, él también a mí, y siento que hay algo malo en lo que hice, no sé si por haberme querido robar algunos de los objetos para recordar, o por mi ansiedad que hizo que me acercara hasta allí sin haber sido invitada. Regresé rápidamente al local que era una de las habitaciones que daban a la calle y formaban parte de una casa. Esperé en el zaguán con olor a humedad y lleno de sombras, sentada en un banco de piedra trabajada. De repente, se abrió la puerta, junto con un viento frío entró mi miedo, y apareció él. Ya no era ese hombre lánguido de melena romántica y vestido con levita, sino un ente blanco: su piel, sus pocos cabellos y su vestido eran completamente albos. A medida que se acercaba mi estupor crecía porque pude distinguir su rostro purulento. “¡Es un muerto!… ¿Es mi padre muerto?”. Y se acercaba con dificultad, expandiendo las manos debajo de su túnica, y cuando ya estaba lo suficientemente cerca de mí y casi sobre mí, cerré los ojos aterrados. Y en esa oscuridad de los párpados apretados pude ver, porque escuché, un hongo de humo diseminándose en el cielo con volutas espesas y negras.

Y en la ceguera y la sordera, todavía no puedo pronunciar el nombre de la semilla que no tengo.

Fluir…

Celina sintió un fluido tibio entre las piernas y comenzó a llorar de alegría mientras esperaba el colectivo. No le gustaba esperar, sobre todo, cuando hacía frío… o mucho calor. Y fue entonces cuando comenzó a llover y ella a bailar.

Siete años antes, el chico nació, pero la vejiga estaba en un espasmo tal que allí se quedó diez horas a punto de explotar y luego se vació por una sonda. Cuatro años antes de aquello había explotado su virginidad a los 31 años, ¡casi 32!, en manos del mejor postor.

Todavía recuerda cuando su madre la tomó por la parte de atrás de la remera y la separó de su amiga con quien se besaba, con quien jugaba a besarse como en las novelas. Y por ese recuerdo, deja al chico disfrazarse de mujer, de princesa… para que pueda resolver por el juego lo que ella no pudo resolver más que con los años, la duda, la tristeza y por las letras, a secas y a tientas.

A los nueve creía tener una certeza: su abuelo muerto y con ello la liberación de la culpa a través de la poesía. Recorrió con sus poemas todos los campeonatos interescolares. Se sentía tan bien cuando en las fiestas familiares todos se sentaban a su alrededor para escucharla leer. Pero otra vez, la interrupción y a estudiar algo que le diera de comer. Como si la mujer solo necesitara de la comida para vivir.

“Y no bosteces, y no silbes, y no utilices ese vocabulario, pero acabá, ¡acabá como si fuera la última vez!”. Así era Héctor, acostumbraba a reprimir en público, pero no en privado. Aunque él acababa en dos o tres veces, como si hiciera una entrega contingente de lo que podía dar. Lo peor del caso es que Celina estaba acostumbrada, se sentía tan segura con lo impuesto que lo aceptaba sin objetar. Y así estuvo mucho tiempo sin bostezar por completo, y sin silbar, o silbando sola cuando sabía que nadie podía escucharla. “Y no cantes, no ronques, no grites, no estornudes sin taparte”, en cambio, a Héctor le importaba un bledo.

Hasta que una noche, esas en las que hacía el deporte y no el amor, Celina tuvo un orgasmo de erupción líquida tan contundente que manchó las sábanas de algo así como esperma femenino y luego revoleó el anillo, el que había adquirido en una ceremonia en la cual ni siquiera creía.

“Y desde entonces, hablo como se me canta, como solo yo sé hablar, como quiero hablar frente a la gente que no sabe leerme. Y después eructo como esos volcanes que largan lava y miseria cada un buen número de años. Y exploto yo, en lo que soy, en mi valentía, en mi desprecio… ¿Perdón? A veces, creo que puedo pedirlo, pero no me sale… Y me importa una mierda si te gusto o no. Yo soy esto: una pájara con un ala y atrofiada, que canta, canta fuerte contra el viento… en contra”.

… en la tormenta

Levantarse y comenzar a trabajar. Limpiar, ¡limpiar!, acomodar, cocinar. Odiaba bañar a los chicos. Limpiar el baño era lo que menos le gustaba, sobre todo lavar el inodoro. Levantar la ropa tirada por toda la casa, ¡eso sí que lo detestaba! Aunque podría haber hecho lo que quisiera, pero eligió hacer la cama… completa. Así todo el día, hasta la noche.

Le gustaba el sonido de la lluvia, del agua golpeando cualquier tipo de superficie. Los sonidos eran múltiples por las notas que tocan las gotas. Y era en esos momentos cuando la felicidad existía leyendo o tomando un café. Ella tenía un libro, uno que le habían traído de París. Era una edición de bolsillo, y tal vez, porque era un expatriado, lo cuidaba con más dedicación. Sus hijos lo sabían, y gozando de ese saber, una tarde, en esas donde las gotas de lluvia hacían estruendos contra el toldo de policarbonato, encontró tiradoLe Petit Robert, a la orilla de la puerta, allí como un cuerpo que minutos antes hubiera tratado de escapar de la tortura y la muerte. Ajado, cuarteadas muchas de sus páginas, pero una en particular, rota, completamente rota la hoja del libro que conjugaba los verbos reír y escribir (en francés).

Y se contuvo, se contuvo una vez más. Pero no tardó en llegar a la profundidad de la aflicción, y la desesperación que la volvía un monstruo de ira sin culpa, la misma que horas después arremetía contra la conciencia. Pero aquella vez no los golpeó. No era suficiente. Estaba comprobado que nada les era suficiente. Para ella tampoco, entonces. Había dejado de reír, escribir, dormir, hacer el amor… Estaba cansada, agotada de tanta culpa. “Completar, concluir, finalizar, ultimar, acabar, liquidar, rematar”; todos los sinónimos de “terminar” que con pesar encontró (en francés) en lo que quedaba del diccionario. Y fue corriendo a la cocina a agarrar la cuchilla que desde hacía un tiempo había dejado al alcance de los chicos…

“Celina, soy Celina”, se dijo mientras bailaba bajo la tormenta y le pareció escuchar una sirena de policía, como esas que sonaban por todo París, acercarse.

Desmadre

Me miré al espejo. Tenía unas cuantas canas nuevas. Me di cuenta de que había dejado de ser hija, hacía apenas unas horas. Tal vez, no. Tal vez, volvería y todo esto sería una idea que había pergeñado alguna vez, tanto ella como yo.

“Paaa”, llamé a Darío desde el baño para que me mirara la cabeza y me confirmara el descubrimiento. Y en el instante de la última “a”, recordé cuando llamaba a mi padre del mismo modo para que me sacara los piojos.

“Maaa”, me llamaron los chicos. Me quitan los pensamientos, cada vez que quieren comer, a toda hora y a todo grito. Bajé diez kilos. Percibo que llamo a mis hijos, y sobre todo cuando estoy enojada, con los apelativos de ma y pa, como si fueran sentencias desgraciadas de dioses mitológicos que hacen de nuestras vidas repeticiones fatídicas e irreparables.