Música popular chilena de autor - Juan Pablo González - E-Book

Música popular chilena de autor E-Book

Juan Pablo González

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Beschreibung

En el volumen final de una larga historia de la música popular chilena del siglo XX, Juan Pablo González termina como solista un proyecto iniciado como dúo y luego como trío. Se trata de un solista con acompañamiento, pues suma a un octeto de profesionales con los que aborda la canción de autor como producto intermedial, enfocándose en treinta bandas chilenas activas en la década del noventa. Al mismo tiempo, el libro detalla el fortalecimiento de la industria discográfica y de la música en vivo en el país luego de que Santiago se sumara a Buenos Aires, Sao Paulo y Río de Janeiro en el circuito sudamericano de las grandes bandas y solistas de fines de siglo. Es así como se intensificaba el contacto de Chile con el mundo mientras se diversificaban los referentes de identidad para un público ávido de nuevas propuestas sonoras.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

MÚSICA POPULAR CHILENA DE AUTOR

industria y ciudadanía a fines del siglo xx

Juan Pablo González

© Inscripción N° 2022-A-7665

Derechos reservados

Septiembre 2022

ISBN 978-956-14-3001-3

ISBN digital 978-956-14-3002-0

Fotografía de portada: Aditya Chinchure / unsplash.com

Dirección de arte: Salvador Verdejo Vicencio

Diseño y diagramación: versión productora gráfica SpA

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

González Rodríguez, Juan Pablo, autor.

Música popular chilena autoral : industria y ciudadanía a fines del siglo XX /Juan Pablo González.

Incluye bibliografía.

1. Música popular – Chile – Historia y crítica.

2. Musicología – Chile – Historia.

I. Tít.

2022 780.983+DDC23 RDA

Proyecto Fondecyt N° 1190028 (2019-2022).

Diagramación digital: ebooks [email protected]

A la memoria de mis maestros Cirilo Vila, Ernesto Quezaday Samuel Claro, por su gentileza y rigor.

ÍNDICE

PRÓLOGO

I. MUSICOLOGÍA POPULAR

Géneros autorales

Antología

Músicos en transición

Fuentes

Intermedia de la canción

II. INDUSTRIAS DE LA MÚSICA

Los noventa

Música en vivo

Venues en Santiago

Grandes conciertos

Industria discográfica

La grabación a fines de siglo

Los sellos del fin del mundo

III. NUEVA-CANCIÓN: Irrupción de la memoria

Inti-Illimani, Andadas (Alerce 1993)

Quilapayún, Al horizonte (Warner Music 1999)

Isabel Parra, Como dos ríos (Alerce 1994)

Illapu, Vuelvo amor… vuelvo vida (EMI 1990)

IV. FUSIÓN LATINOAMERICANA: Raíces y modernidad

Los Jaivas, Hijos de la tierra (Sony Music 1995)

Congreso y Nicanor Parra, Pichanga. Profecías a falta de ecuaciones (Alerce 1992)

Joe Vasconcellos, Toque (EMI 1995)

Entrama, Entrama (Mundovivo 1998)

La Marraqueta, Sayhueque (Caleta Records/Fondart 1999)

Christian Gálvez, Christian Gálvez (Bolchevique Records 2000)

V. CONTRACORRIENTES: Industria y vanguardia

Fulano, El infierno de los payasos (Alerce 1993)

Andreas Bodenhofer y Vicente Huidobro, Besando el abismo (Alerce 1993)

Mauricio Redolés, ¿Quién mató a Gaete? (Sony Music/Krater 1996)

Carlos Cabezas, El resplandor (EMI 1997)

VI. POP-ROCK: Cosmopolitismo tardío

Los Prisioneros, Corazones (EMI 1990)

Jorge González, Jorge González (EMI 1993)

Los Tres, La espada & la pared (Sony Music 1995)

Javiera y Los Imposibles, Corte en trámite (BMG 1995)

La Ley, Doble opuesto (Polygram/EMI 1991)

Lucybell, Peces (EMI 1995)

VII. PUNK / GRUNGE: Diseño y contingencia

Parkinson, De rey a mendigo (EMI/Virgin 1992)

Fiskales Ad-Hok, Fiskales Ad-Hok (Batuta Records/Alerce 1993)

Los Miserables, Miserables (Warner Music/Bizarro Records 1998)

Los Peores de Chile, Los Peores de Chile (BMG/Culebra 1994)

Pánico, Rayo al ojo (Combo Discos 1998)

Los Ex, Caída libre (BMG/Culebra 1996)

VIII. FUNK / HIP-HOP: Nuevas identidades

Los Tetas, Mama funk (EMI 1995) / Cha Cha Cha EP (EMI 1997)

Chancho en Piedra, La dieta del lagarto (Alerce 1997)

Tiro de Gracia, Ser humano!! (EMI 1997)

Makiza, Aerolíneas Makiza (Sony Music 1999)

EPÍLOGO

Cover autoral

Sampling

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES

Prensa

Discografía

Documentales

Videoclips

Sitios

Conversaciones

ÍNDICE ONOMÁSTICO

PRÓLOGO

Escribo este libro desde la triple condición de fanático, crítico y académico. Fanático que ama una porción del inmenso campo de la música popular, que toma distancia de otra, y que puede sentir indiferencia ante una porción mayor1; que atesora los discos de vinilo, compactos y casetes que fue comprando a lo largo de su vida, aunque en la actualidad utilice el streaming para acceder a la música en forma cotidiana2; y que asiste a los conciertos de sus estrellas favoritas –pero menos de lo que quisiera– y se conmueve con el contacto directo con los músicos que estudia y admira, donde lo uno lleva a lo otro. Crítico que en los años noventa puso su pluma y oído al servicio de la revista Rock & Pop, escribiendo reseñas críticas sobre producciones chilenas, lo que le permitió descubrir gran parte de la música autoral del momento. Académico que ahora se enfrenta a esa crítica como fuente de época, entre muchas otras, que debe modular su condición de fanático, y que completa una larga historia de la música popular del siglo XX en Chile y sus esferas de influencia, llegando a la última década, con los protagonistas vigentes y la memoria viva3.

La naturaleza académica que posee este libro se expresa en el manejo de fuentes, el uso de marcos teóricos y metodológicos, su soporte bibliográfico, y la búsqueda de conclusiones y propuestas propias. Sin embargo, eso no impide el uso de un relato directo y hasta ameno, al que las propias publicaciones sobre música popular nos tienen acostumbrados. De este modo, Música popular chilena de autor: industria y ciudadaníaa fines del siglo XX, se puede leer desde estas tres condiciones y sus posibles combinaciones. Si es desde la condición del fanático, es posible ir directamente al capítulo o apartado que aborda el género, la banda, el disco o la canción que amamos. Desde la condición académica, en cambio, se puede empezar por revisar la bibliografía y las fuentes, para continuar con este prólogo y el primer capítulo, que ofrecen el marco histórico, teórico y metodológico para abordar los estudios de caso que nutren este volumen. Finalmente, desde la condición de crítico, pueden resultar de interés los juicios de valor de la propia crítica, los músicos y el público, sobre los álbumes y sus sencillos recogidos a lo largo de este libro.

La amplitud del campo de los estudios en música popular, una música que desde sus letras, identidades y formas de consumo ha convocado múltiples modos de abordaje, me lleva a reflexionar sobre el papel que cumpliría la musicología en este campo. Una musicología que ha estado enfocada en la música como expresión artística y práctica cultural. Es así que cuando hemos hablado de música desde esta disciplina, hemos hablado de una música surgida en Europa, replicada y reinventada en América Latina –con mayor o menor éxito–, pero siempre entendida como trabajo autoral. Se trata de una música fundadora de discursividad, como diría Michel Foucault (2010), que posibilita y reglamenta la creación de otras músicas.

Al girar el oído de la musicología hacia la música popular, en cambio, el concepto de música se ensancha, haciéndose más abarcador, con expresiones múltiples y contrapuestas. En algunas de ellas, la autoralidad no será tan relevante –como en muchas cumbias–, en otras sí lo será –como en muchos tangos–, pero con frecuencia estará repartida entre varios individuos, medios y funciones. De este modo, los estudios en música popular enfrentan una música sin autoralidad –en el sentido de Foucault– o con muchas autoralidades en juego, lo que resulta poco habitual para una musicología nacida en gran medida a partir del estudio de la obra de “los grandes maestros”.

Quizás sea por eso que la música popular monoautoral, la de los cantautores, haya ocupado un lugar tan central en la musicología popular. Esto ocurre desde el estudio fundacional sobre Bob Dylan del musicólogo británico Wilfrid Mellers (1984), hasta las tesis y artículos sobre los protagonistas de la MPB –Música Popular Brasileña–, el Canto Popular Uruguayo, el Nuevo Cancionero Argentino, y la Nueva Canción Chilena en nuestra región. La propia autoría en la música secular de Occidente se habría iniciado con los trovadores del siglo XII, que podemos considerar como los referentes históricos de los cantautores actuales. El tratamiento autoral de la música popular, o al menos el comportamiento autoral dentro del marco impuesto por el género –tal como en la música clásica–, es lo que le permitiría a esta música despertar el interés de la musicología. Este interés resulta evidente al observar la predominancia que ha tenido el estudio del samba, del tango, del folklore de autor, y de la cantautoría en la musicología sudamericana desde los años ochenta, junto a sus compositores, letristas, arregladores e intérpretes más relevantes. El estudio del rock latinoamericano, en cambio, género con una dependencia mayor de su matriz anglo, permaneció más cercano a la sociología, la historia y el periodismo hasta hace pocos años atrás.

Las limitaciones de los recursos teóricos y analíticos que la musicología presentaba para el estudio de una música popular conformada por distintas medialidades, como veremos en este libro, llevó a algunos investigadores a desistir de ese camino y prestarle más atención al modo en que esta música era socialmente construida4. Esto ocurría al amparo del giro social experimentado por las humanidades en la segunda mitad del siglo, lo que permitía enfatizar el papel de la música popular en procesos de modernización social, como la liberación del cuerpo y las relaciones intergenéricas; la incorporación de la alteridad negra y mestiza a las culturas blancas dominantes; la naturaleza participativa o ciudadana de esta música; su papel en la construcción de identidades juveniles; y su estrecha relación con las industrias culturales.

Esta tendencia democratizadora de un objeto de estudio democratizador por excelencia, fue enfatizada durante la posmodernidad tardía y la creciente presencia de las ciencias sociales en los estudios en música popular. Es así como, por ejemplo, en el segundo volumen del libro Músicas populares. Aproximaciones teóricas, metodológicas y analíticas en la musicología argentina (2008), sus editores, Héctor Rubio y Federico Sammartino, reconocen el énfasis social y cultural en estos estudios “que privilegian el conocimiento del contexto por encima de las manifestaciones sonoras mismas”5. Si bien podremos celebrar la multidisciplinaridad con la que ha sido abordado este campo cultural, como musicólogos no podemos dejar pasar la ausencia de la propia música y el sonido en estos estudios, ni tampoco la falta de resolución de la dicotomía entre la canción como texto autónomo y como texto social, algo que el libro editado por Gilbert y Liut (2018) resuelve muy bien para la música popular argentina, integrando textos literarios y musicales a sus usos, escuchas, historicidades y memorias.

Mi intención es hacer una distinción en los modos de escucha académica de la música popular autoral, considerando las posibilidades y limitaciones de la disciplina de la cual formo parte, que está anclada en la historia y por consiguiente en el campo crítico e interpretativo de las humanidades. De este modo, no me referiré a la forma en que disciplinas enraizadas en las ciencias sociales legitiman el estudio de la música popular en general, como tampoco a los aportes provenientes de la teoría de la música al estudio de repertorios orales llevados al pentagrama. Necesito más bien regresar al campo de lo que a mediados de los noventa Stan Hawkins llamó popular musicology6. Esta musicología popular surgía luego de enfrentar las dificultades de aplicar criterios de estudio procedentes de una disciplina más enfocada en el pasado y en una música más abstraída del cuerpo, como es la música clásica. El estudio musicológico de la música popular, en cambio, enfrentará el tiempo presente, y una expresión de masas que apela fuertemente a la experiencia corporal.

Es así como este estudio está inserto en una disciplina que le ha prestado poca atención a la música popular, que más bien ha estado rodeada de un contingente de disciplinas que la abordan estudiando letras, industrias y narrativas de identidad, por un lado, y acordes, patrones rítmicos y modos de interpretación por el otro. De hecho, conocí pocos musicólogos en los congresos de la Asociación Internacional de Estudios en Música Popular, IASPM en Europa, Estados Unidos y América Latina a los que asistí entre 1990 y 2008, donde además completaban la agenda las legítimas inquietudes artísticas y pedagógicas de los propios músicos. No es que esté en contra de todo esto, solo pretendo destacar el lugar desde el que busco abordar el estudio de la música popular: una musicología concebida en las humanidades.

El problema se acentúa al estudiar la música popular del presente, pues aquella de los siglos pasados ya ha sido legitimada por la historia como objeto de estudio, lo que sucede con danzas populares como el virelay del siglo XIII o la contradanza del XVIII, por ejemplo. No hay musicólogo que se resista a un manuscrito de setecientos años, y no hay nada que el paso del tiempo no valore. Sin embargo, sumándonos al giro de la historia hacia el tiempo presente, tendríamos que asumir que nuestro objeto de estudio posee también una dimensión estética, no solo social. Es así como deberíamos evaluar si se trata de una música con distintos grados de autonomía con respecto a una poderosa industria musical que también la define, y considerar la soberanía del músico sobre el material en el que trabaja, y su consciencia sobre sus usos y posibilidades. Todo esto lo sintetizo bajo el concepto de música popular autoral, algo más o menos obvio en música clásica, pero para nada de obvio en música popular.

El auge de los estudios en música popular desde los años ochenta ha coincidido con el auge del pop-rock en el mundo y su sonido amplificado, algo que ha afectado el modo en que concebimos la música popular en general en cuanto forma de crearla, tocarla, producirla y escucharla. Esto dentro de un lenguaje alimentado por el blues, el rhythm & blues, el rock and roll, el rock, y el pop y derivados. Escribir sobre música popular, entonces, es subscribir esta historia y utilizar una terminología que no viene completamente del conservatorio ni del folklore, y que está en su mayor parte en inglés. Es así como podemos encontrar más de sesenta términos anglosajones que son de uso habitual al hacer, producir, difundir, consumir y estudiar música y cultura popular en distintas partes del mundo. Estos son:

Show, performance, venue, star system, fan-club, front(wo)man, roadie, cover, crossover, world music, world beat, mainstream, under(ground), riff, groove, fill, shuffle, intro/outro, middle-8, home studio, pad, drum machine, backline, demo, remake, remix, unplugged, fade in/out, tight, flow, sample, loop, low/hi-fi, overdubbing, mastering, DJ, A&R, Big Five, major, minor, indie, single, EP, LP, track, ranking, chart, Top 40, publishing, commodity, best seller, blockbuster, showcase, making-of, playlist, setlist, biopic, merchandising, booking, ticketing, marketing, sponsor.

Si bien se pueden traducir algunos de estos conceptos –como lugar, estrellato, club de fanáticos, independiente, bucle, apretado, sobregrabación, sencillo o cuarenta principales,– otros no, por lo que en varios casos resulta preferible usarlos en inglés y sin cursivas –como tampoco las usamos para escribir jazz, rock, funk o hip-hop–, pues corresponden a términos inherentes al estudio de la música popular de fines del siglo XX y en distintas lenguas.

La atención a la música popular de una década en particular, en este caso la de los noventa, es una práctica que se ha acentuado a partir del estudio de los años sesenta iniciado en los ochenta, lo que manifiesta la tendencia a considerar la memoria como fuente primordial en las publicaciones sobre esta música. La última década del siglo posee un valor en sí misma como cierre y balance de una época, sumado a que también culminaba un milenio y que comenzaba una larga transición a la democracia en Chile. El fin del milenio, del siglo y de la década, traía un sinnúmero de balances desde distintos puntos de escucha, con una activa participación de las industrias del disco y del vivo. Si para la revista estadounidense Wall of Sound el mejor sencillo del siglo era “Hotel California” (1977) de The Eagles, para la BBC de Londres era “Yesterday” (1965) de Los Beatles7. Por su parte, la revista Rolling Stone, tomaba un poco más de distancia y recién en 2004 publicó su lista de grandes canciones de rock, encabezada por “Like a Rolling Stone” (1965) de Bob Dylan. Sin embargo, expresando los cambios de la sociedad contemporánea, la revista modificó su listado en 2021, y dejó en primer lugar a una mujer afrodescendiente, Aretha Franklin, y una canción que pedía respeto hacia ellas, “Respect” (1967), reivindicando al mismo tiempo los aportes afroamericanos al rock8. Con estas elecciones, quedaba en evidencia, entonces, que no se trata de una, sino que de múltiples historias de la música popular, de acuerdo a la “naturaleza contingente y respondida de la explicación histórica”, como señala Roy Shuker9.

El pasado musical popular es administrado y validado en la memoria de las personas por la prensa, las revistas especializadas, los memoriales, los biopics –películas biográficas– y documentales, los archivos, los museos y salones de la fama. La industria discográfica también ha participado de esta historización múltiple, con ediciones especiales, colecciones, reediciones, compilados y homenajes, a lo que se suma la industria del vivo con sus cumbres, balances, y premiaciones que juntan a grandes bandas de una escena en particular o que recorren la historia de un festival. En el concierto El último rock del milenio realizado en el Estadio Chile a fines de 1999, por ejemplo, se juntaron bandas chilenas de rock de los sesenta y setenta con bandas metaleras de los ochenta y grupos debutantes, legitimándose los unos con los otros10.

El XLI Festival de la Canción de Viña del Mar de 2000 también realizó su balance de fin de siglo, haciendo competir una selección de canciones que ya habían ganado o que fueron finalistas en las ediciones anteriores, resultando elegidas “Laisse-moi le temps” (1973) en la competencia internacional y “El corralero” (1965) en la competencia folklórica. Ninguna de estas dos canciones había ganado en los años en que compitieron, demostrando cómo el paso del tiempo puede revalorizar un producto cultural11. Las discotecas también aportaban en los noventa a la administración del pasado popular, con fiestas temáticas de los setenta y ochenta o celebrando cumpleaños de grandes estrellas del pop. Al mismo tiempo, algunas bandas de los ochenta intentaban reagruparse a fines de siglo, sumándose a la nostalgia de un público que ahora tenía más recursos para el tiempo libre12. Todo esto complementa y extiende las historias impresas de la música popular al ámbito sonoro y a la propia experiencia del público.

Géneros como el tango y el vals peruano suelen referirse a su propio pasado en las letras, mientras que sus exponentes ordenan su desarrollo en guardias viejas y nuevas, lo que se habría acentuado a partir del concepto de los “locos años veinte”. Desde entonces, la historia de la música popular comenzó a ordenarse por décadas, con bastante injerencia del periodismo en esa periodización, como en muchas categorizaciones de la música popular. En uno de los balances musicales de fin de siglo, Las Últimas Noticias juntaba a exponentes del pop-rock chileno de los ochenta y de los noventa a confrontar cómo se percibían unos a otros. Los de los ochenta destacaban su espíritu de unidad bajo la adversidad de la dictadura, frente al individualismo consumista de los noventa, cuando todo parecía más fácil. Además, debido a la apertura a múltiples influencias foráneas, en los noventa había menos autenticidad, afirma Claudio Millán de Viena. Por su parte, los músicos de los noventa observan los ochenta como una década de alegato inocente, “se perseguía un sueño utópico en un medio que no daba para nada”, afirma Claudio Valenzuela de Lucybell. Su compañero de banda Cristián Arrollo agrega: “somos continuadores, pero oponiéndonos”13.

La pregunta es cómo influye la prensa y la crítica en la recepción de los géneros y de los músicos; desde la más superficial y efímera hasta la “escritura académica vernácula”, como define Shuker al trabajo realizado por investigadores independientes, periodistas especializados, críticos de rock y fanáticos ilustrados, como veremos al final del primer capítulo. Revistas como Rolling Stone y Cream en Estados Unidos y New Musical Express –NME– en Gran Bretaña, recogieron parte de esa escritura académica vernácula, de autores como Greil Marcus, Lester Bangs y Jon Savage14. Estas revistas eran consultadas por los incipientes periodistas musicales chilenos de fines de los ochenta en institutos binacionales de Santiago, a lo que se sumaba el préstamo de grabaciones que no circulaban comercialmente en Chile. De este modo, ellos alimentaban tanto su formación profesional como su sed de fanáticos, dejándolos mejor conectados con el mundo, al empezar a reportear la activa escena musical chilena de los noventa, beneficiando, además, al público en general y a músicos e investigadores15.

La apertura democrática chilena ha sido estudiada más desde una perspectiva social y política que cultural, frente a lo cual es necesario destacar que este período favoreció la aparición y desarrollo de medios de prensa escritos, radiales y de televisión enfocados en el segmento juvenil, consumidor de una música popular cada vez más diversa y globalizada. La paulatina desaparición de la censura, permitió darle cabida a esta creciente pluralidad de voces que se asomaba en la escena musical nacional: ahora se podían decir más cosas y ser más crítico a la vez. De este modo, el periodismo musical encontraría mejores condiciones de desarrollo mientras aumentaban los suplementos de espectáculo, las revistas juveniles y los fanzines. Es así como se intensificaba el acercamiento iniciado en los años ochenta hacia el pop-rock, la canción de autor y las contracorrientes de la música popular. En los noventa, aparecen textos más extensos y bien documentados, pues el periodismo en música se profesionalizaba, respondiendo a los requerimientos de más músicos chilenos que ahora eran estrellas internacionales y a una industria musical cada vez más globalizada y compleja16.

Contar con un periodismo especializado en música popular en Chile fue un proceso que tomó un tiempo, especialmente por las dificultades que tuvo para su desarrollo durante la dictadura. Una columna de La Época de fines de 1994 se refería a la excesiva dependencia del periodismo local, de publicaciones periódicas extranjeras para abordar a las grandes estrellas del rock, lo que llevaba a la prensa a repetir lugares comunes o a trabajar con fuentes de tercera mano. Los editores de los medios nacionales tampoco ayudaban demasiado, pues restringían los espacios para que el periodismo local pudiera orientar mejor a una audiencia ávida de sonidos nuevos y que podía confundirse ante la variopinta oferta de la industria del pop-rock17. De todos modos, a comienzos de los noventa se estaban fraguando importantes cambios en el periodismo de espectáculos y una nueva generación de periodistas contribuiría a guiar la escucha del nuevo público. Esto ocurría bajo el respaldo de una prensa que empezaba a ponerse al día con la magnitud y profundidad que había alcanzado el fenómeno de la música popular en el mundo.

Como la prensa también juega un papel en los procesos de promoción y legitimación cultural de aquello que visibiliza, el estudio de la música popular del pasado debe tener presente su agenda al usarla como fuente. Por tal motivo, en este libro intentamos consultar la prensa no solo como fuente de información, sino que como medio de interpretación de una época, en la medida en que, junto con promover el consumo musical, posibilita la construcción de sentidos y significados. A partir del impacto del rock y de la cantautoría en el mundo, la prensa de espectáculos enfrentó el desafío de tener que abordar a estos nuevos artistas intelectualizados, que expresaban su opinión crítica sobre el estado de las cosas. Estoy pensando en lo que decía Violeta Parra desde sus canciones y argumentos, pero también Jorge González y Mauricio Redolés desde su performance arriba y abajo del escenario. Todo esto, acompañado de una música popular que aumentaba sus grados de complejidad y autoralidad en los noventa, generando una recepción crítica que contribuía a orientar y generar corrientes de opinión.

Esto hizo que el discurso crítico sobre música popular en el Chile de los noventa llegara a tener un respaldo mediático importante y una circulación a nivel nacional en tirajes grandes, y con aportes de periodistas jóvenes de oficio y talento. Entre ellos destacan Marisol García, David Ponce, Sergio Fortuño, Julio Osses, Paula Molina, Cristóbal Peña, Gabriela Bade y Pablo Márquez, junto a Jazmín Lolas, María José Viera-Gallo, Leslie Ames, Ana María Hurtado, Iván Valenzuela, Jorge Leiva y Víctor Fuentes, entre otros, muchos de ellos activos hasta la actualidad y con varios libros publicados. Sus columnas, críticas y reportajes alimentan en gran medida este estudio, aportando la dimensión del discurso crítico en torno a la canción popular autoral18. Luego del discutido “apagón cultural” de los años ochenta –fértil, sin embargo, para el desarrollo de contracorrientes en la música nacional–, aparecía esta primera generación de periodistas chilenos especializados en música, desarrollando justamente una noción de generación, con proyectos comunes y apoyo entre pares. Se trata de periodistas que suman una dimensión intelectual y política a su quehacer como comunicadores y que logran cercanía con la variedad y cantidad de músicos activos tanto en Chile como en el extranjero. Su sensibilidad y cultura musical era notoria, y músicos como Carlos Cabezas reconocían esto, al referirse a un proceso de depuración de la crítica musical chilena en los noventa con la aparición de gente joven talentosa “que sabe, entiende, ha escuchado más música y se suelta más en el análisis”, señala. “De repente hay una mezcla de mateísmo y obsesión con el trabajo, lo que redunda en análisis más descarnados”, concluye19.

A la autoridad crítica en música popular de los periodistas especializados, se suma la de los fanáticos ilustrados, los músicos, los DJs, y las personalidades de la industria musical. Todos ellos agregan el capital cultural de su saber y experiencia, y el compromiso con el género o el artista, lo que de cierta forma les da la autoridad del insider. El crítico que toma distancia del fenómeno que aborda, como un outsider, parece imposible en música popular. De hecho, al haberse originado en disciplinas que no consideran el juicio estético, como la sociología y la historia social, el estudio de la cultura popular ha prescindido de este tipo de juicio, afirma Simon Frith20. El valor de la música popular sería, entonces, funcional más que estético o centrado “en sí mismo”, pues residiría en su eficacia para emocionar, para hacer bailar o saltar, cantar o gritar al público en un recital, y en sus niveles de venta y de consumo. Charts, ratings, best sellers, Top 40 nos dicen lo que la gente quiere y lo que la industria quiere que quiera, pues los indicadores de consumo también son inductores de consumo. Las propuestas más innovadoras y contraculturales –llamadas contracorrientes en este estudio– solo serían celebradas por una élite cultural o académica, señala Frith, celebración de la que este libro se siente partícipe21.

Como veremos, son muchos los elementos que conforman una canción grabada, por lo que ha sido necesario recurrir a la colaboración de múltiples profesionales que las han abordado desde sus propios puntos de vista y de escucha. Este libro pone a dialogar esas miradas y escuchas, contribuyendo a construir el campo transdisciplinario e interprofesional de los estudios en música popular. Es por eso que agradezco la colaboración de Ana Lea-Plaza en el análisis de las letras de las canciones; de Gonzalo Cuadra en el estudio de las vocalidades con las que esas letras son cantadas; de Paloma Martin y Benjamín Griffiths en la revisión de los análisis musicales que realicé de esas canciones; de Miguel Bahamonde en el análisis crítico de la grabación, mezcla y/o masterización de los discos; de Joaquín García en el análisis de las variaciones en el volumen percibido –sonoridad o loudness– de estos fonogramas, así como en la asesoría con el uso de conceptos de sonido; de Carlos Moena en el estudio crítico de los videoclips; y de Carlos Barboza en los análisis del arte de carátula. Aprendí mucho de ellos, estableciendo fructíferos diálogos inter-profesionales que nutren este libro.

Al mismo tiempo, agradezco a Javier Osorio su asesoría en aspectos históricos de la investigación; a Nelia Figueroa, quien codificó la iconografía de los discos abordados; y a los ayudantes de investigación Rodrigo Arrey, Martín Fisher, Evelyn Corral, Javier Paredes y Sebastián Carrillo, junto a los tesistas del Magíster de Musicología Latinoamericana de la Universidad Alberto Hurtado, UAH, Jorge Leiva, David Morales, Diego Videla, Manuel Arce y Gustavo Zavala. Además, agradezco a mis estudiantes del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile y del Instituto de Música de la UAH por sus aportes al proyecto22; y muy especialmente al centenar de músicos, productores, ingenieros, artistas e investigadores con los que sostuve conversaciones durante el proceso de investigación y escritura, que están referidos tanto en el transcurso como al final del texto. Este libro, entonces, es como un disco o una película cuyos créditos y agradecimientos develan un cúmulo de aportes individuales que han hecho posible una obra colaborativa y mayor.

1 Si las categorías del juicio en música popular fueran: excelente, insoportable e indiferente, esta última sería la mayoritaria (Van der Merwe 1989: 3).

2 Mi primer disco fue el sencillo “Pata-pata”/“Balada de los jóvenes tristes” (1967) de Miriam Makeba, comprado por mi madre en una disquería en Talca.

3 Este libro es resultado del proyecto Fondecyt N° 1190028 (2019-2022) y fue terminado gracias a un sabático otorgado por la Universidad Alberto Hurtado y al Programa de Ayudas María Zambrano para la atracción de talento internacional de la Universidad de Oviedo, Asturias, dentro del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, Next Generation EU.

4 Brackett 2000: ix.

5 Rubio y Sammartino 2008: 14.

6 Hawkins 1996; González 2001.

7La Tercera, 28/12/1999: 42.

8www.rollingstone.com/music/music-lists/best-songs-of-all-time-1224767/aretha-franklin-respect-2-1225337/ [9/21].

9 Shuker 2012: 176. Justamente “Historias de la música chilena” es el subtítulo que usa Mauricio Jürgensen (2017) en su libro de entrevistas a medio centenar de músicos populares chilenos, no necesariamente vinculadas entre sí.

10 Estos fueron Los Jockers, Los Trapos, Arena Movediza, Massacre, Panzer y Dracma (El Metropolitano, 28/12/1999: 28).

11Las Últimas Noticias, 28/ 8/1999: 39.

12 Aunque Jorge González hubiera espetado la siguiente frase a las doce mil personas reunidas en la Quinta Vergara para el concierto Hecho en Chile: “Yo no sé de qué mierda tienen nostalgia de los ochenta, si era una época en que no pasaba nada” (Tercer Tiempo, La Tercera, 23/ 4/1999: 2-3).

13Las Últimas Noticias, 5/ 2/1999: 41.

14 Shuker 2012: 223.

15 Ver testimonios en Hernández y Tapia 2017: 40-42. Además, la revista norteamericana Keyboard era usada por programadores de hip-hop en Chile para estar al día con tecnología, equipamiento y librerías de sonido (Patricio Loaiza, 8/ 3/2021).

16 Ver recuento de Ana María Hurtado de la prensa musical juvenil impresa y radial entre los años sesenta y ochenta en Rock & Pop 26, 7/1996: 14-15.

17 Alejandro Flores, La Época, 6/12/1994: s/p.

18 Ver testimonios de Ponce y García de su labor periodística en los noventa en Hernández y Tapia 2017: 162-168.

19 En Escárate, 1999: 324.

20 Frith 2014: 40.

21 Frith 2014: 45-46.

22 Nicolás Campos y Javier López de la UC, y Alan García, Esteban Rojas y Javiera Ruz de la UAH. También participaron Juan Sebastián Cayo, Víctor Tapia y Julio Osses en la revisión del manuscrito, y Camila González en el procesamiento de gráficos de sonido y análisis iconográfico.

I

MUSICOLOGÍA POPULAR

La música popular chilena de fines del siglo XX ha sido estudiada por partes separadas. Unos estudian el punk, otros la nueva-canción, algunos el hip-hop. Esto ciertamente ha permitido profundizar en estos géneros fundamentales de la música popular autoral, pero también los ha desconectado entre ellos, como si no tuvieran vínculos, no habitaran espacios similares, ni tuvieran problemas en común, o como si los gustos y repertorios de su público no saltaran de aquí para allá. Es por eso que este libro intenta abordar estos géneros en conjunto, aunque siempre respetando sus especificidades. Medio centenar de músicos y bandas activas en la década de 1990 pueden ser catalogadas como autorales. Sin embargo, al observar desde la distancia histórica la trascendencia de sus aportes, este universo de artistas se reduce, pues solo un grupo de ellos se comportaría autoralmente, como veremos más adelante, y solamente algunos han mantenido una actividad musical sostenida en el tiempo. Esto se debe a que venían grabando discos desde los años sesenta, como en el caso de los músicos de la nueva-canción, o a que continuaron activos en el siglo XXI, demostrando su férrea vocación musical.

Definir una música popular como autoral tiene varias complejidades, entre ellas, que las categorías de lo autoral y lo no autoral habitualmente tienden a superponerse, y que la dependencia del baile que tiene la música popular –se baile o no– y del formato discográfico/radial de tres minutos y medio, la sitúa en territorios funcionales e industriales con menos autonomía, donde el juicio estético a lo Kant tendría poca cabida. El problema surge al querer valorar una música que posee grados de funcionalidad, es decir, que sirve para algo. Como señala Carl Dahlhaus, el juicio estético “presupone un concepto objetivo del fenómeno sonoro y además la pretensión de éste de ser escuchado por sí mismo”1. Sin embargo, una porción de la música popular autoral compartiría ciertos rasgos con la música no funcional, como los niveles de complejidad y de especulación formal, y la intelectualidad de exponentes que poseen conciencia del estado del material y de la historicidad de los lenguajes y géneros, como afirma Omar Corrado. Desde una escucha racional, la propuesta autoral deberá demostrar oficio, manejo de la forma, organización, innovación o progreso, pero también, y especialmente en la canción popular, deberá propiciar una escucha sensorial, cercana a la afectividad y al cuerpo, con capas o superficies sonoras que apelen a nuestros sentidos2. De todos modos, a pesar de que una parte de la música popular roce el juicio kantiano, seguirá sometida a leyes de lenguaje y mercado que podrá transgredir, pero no ignorar.

Este juicio, que supone una satisfacción desinteresada de quien juzga, en el que no existe finalidad en lo observado, fue extrapolado a la cultura de masas por estudiosos como Frith, basándose en Stuart Hall, para validar el juicio estético desde el consumidor y el fanático, en un giro social que viene dando tanto la historia como la filosofía. Es así como Frith no cesa de asombrarnos en su búsqueda de principios de evaluación coincidentes entre el arte y la cultura de masas, señalando que “el impulso utópico, la negación de la vida cotidiana, el impulso estético que Adorno reconoció en el arte culto también debe ser parte del arte popular”, lo que efectivamente observamos en las corrientes autorales de la música popular abordadas en este libro3.

Debido a los procesos de desfuncionalización ocurridos en la música popular, la pregunta es si esta podría entrar al campo del juicio estético según fue concebido y ha sido aplicado a lo largo de casi tres siglos. Ahora bien, la escucha estética a la Kant, solo sería posible para sectores ilustrados, que entienden que se puede escuchar un concierto o un disco sin otra finalidad que escucharlo. Otros grupos utilizarían la música más bien como catalizadora de su energía, como expresión de descontento o como marca y vehículo de experiencias grupales4. Entonces, si por un lado es la propia canción la que debiera mostrar grados de originalidad y autonomía de género para ser definida como autoral, por otro lado, deberíamos considerar quiénes están o no están escuchando esa música y por qué lo hacen. Es por eso que este libro apela al académico, al crítico y al fanático.

El horizonte canónico de la música popular es mucho más corto que el de la música clásica, ya que se trata de una música altamente dependiente de modas y tecnologías, y administrada por una industria que requiere promover productos nuevos. Además, las sucesivas generaciones van construyendo identidades autónomas en base a repertorios que surgen –o que son revividos– en su propio tiempo, especialmente la adolescencia. Sobre todo, la música popular es una música que depende de la memoria afectiva del público. Como esta música se organiza en base a décadas que han ido configurando su historia, el hecho de estar a tres décadas de distancia de los repertorios que intentamos dilucidar, al menos nos otorga la garantía de que han sobrevivido en la memoria y que comparten espacios con esos nuevos repertorios que tienden a dejar obsoletos a los anteriores.

Junto al complejo escenario político que se vivía en Chile al final de la dictadura cívico-militar (1973-1989), la década de 1990 marcaba la culminación del exitoso modelo productivo impuesto por la industria discográfica desde los años treinta, organizada en torno a un puñado de grandes compañías transnacionales. Estas compañías, llamadas majors, instalaron el enorme mercado del disco en el mundo, que potenció el desarrollo de la música masiva, mediatizada y modernizante que ha inundado casi la totalidad de nuestras vidas y que también jugó un papel en la transición posdictatorial en Chile. Dentro del amplio y variopinto campo musical de los años noventa, en que las majors hicieron importantes inversiones en el país, hay géneros y repertorios en los que no solo imperó el valor comercial impuesto por la industria, sino también un valor estético propuesto por los propios músicos y respaldado por sus audiencias. Estos repertorios, que podemos denominar autorales, han formado parte de las narrativas de identidad de los chilenos durante y después de su aparición. Se trata de propuestas agrupadas en géneros surgidos en Chile o en el mundo anglo, pero de vasta presencia internacional, según el espíritu cosmopolita de la música popular.

La definición de lo autoral se había instalado con claridad en la cultura de masas en los años sesenta en el cine, la moda y la cocina, con Francia en el epicentro de esta tendencia. Es así como aparecía el concepto de cine de autor, en el que el director escribe su propio guion y plasma su obra expresando ideas y opiniones propias y venciendo las exigencias comerciales de la industria de su tiempo. Esto ocurría desde la época del cine mudo, es cierto, pero fue problematizado a partir de la obra de realizadores de la llamada nouvelle vague francesa y también de producciones hollywoodenses como las de Alfred Hitchcock5. Las reflexiones de Sergio Fortuño en la carátula del compilado Rock delfín del mundo (1999) sirve como ejemplo del modo en que la propia industria independiente define lo que entendemos por autoralidad, combinando factura, industria e identidad. Fortuño afirma que el disco incluye “producciones cuidadas, que combinan su legítimo interés por adaptarse a las exigencias de un mercado internacional –y prueba de ello es que la gran mayoría constituyeron hits radiales– con los giros propios que definan su identidad”. Debido a que desde una perspectiva cultural amplia o relativista se puede afirmar que toda música tiene autor, ya sea anónimo o producto de un programador, apelo a Foucault, para quien un autor supone un nombre que agrupa determinadas obras y excluye otras, que revelan un linaje o una propiedad –y que genera derechos–. A estos requisitos, Foucault agrega el de ser “fundadores de discursividad”, refiriéndose a sujetos que posibilitan y reglamentan la creación de otras obras, en nuestro caso, fundadores de lenguajes populares6.

El concepto de autoría en música popular, es remitido por Middleton a la aparición de figuras como el compositor/instrumentista Chuck Berry, quien estampa en el rhythm & blues una impronta personal de riffs y solos, y de Buddy Holly, quien producía los primeros discos de composición integrada en colaboración con su grupo Los Crickets y su productor discográfico Norman Petty. Estas dos modalidades habrían sido las desarrolladas por Bob Dylan como compositor/cantante y por Los Beatles como composición grupal en los años sesenta, mantiene Middleton. La autoría colectiva en música popular es especialmente relevante, y muchas bandas de fines del siglo XX, como Nirvana, R.E.M. o Radiohead, otorgaban créditos colectivos a sus canciones, con referencias a sus miembros y también con grandes agradecimientos a otros músicos participantes, ingenieros y productores7.

Una música popular autoral será entonces una música fundante, aquella que manifiesta grados apreciables de originalidad y autonomía respecto a los géneros en los cuales se basa y que expresa conciencia y control del artista sobre el material con el que trabaja. Todo esto, en diálogo con los requerimientos de la industria y su cadena productiva, es decir, sin abandonar su articulación con la cultura de masas. “Uno va buscando el género –señala Andreas Bodenhofer–, pero el género uno siempre lo va torciendo un poco, la gracia es torcer un poco la música y no hacer simplemente una musicalización [de un texto]”8. De este modo, una música popular autoral debiera cumplir al menos tres requisitos: aportar innovación, tener permanencia en el tiempo y poseer interés biográfico. Aportar innovación en el lenguaje, el repertorio y/o la producción; tener permanencia en el tiempo debido a sus reediciones, versiones, o permanencia en la memoria; y poseer interés biográfico por provenir de artistas reconocidos, con discos que constituyen hitos en su carrera, como las producciones que marcaron el retorno de músicos a Chile desde fines de los ochenta, por ejemplo, que son casi la mitad de las abordadas en este estudio.

Haciendo un balance de la música chilena de fin de siglo, Pablo Ugarte de Los Ex, piensa que muy pocos músicos tienen una propuesta capaz de proyectarse al siglo siguiente. Destaca a Mauricio Redolés, quien estaría en una búsqueda permanente, junto a Álvaro Henríquez, quien ha sido siempre él mismo, haga lo que haga, señala Ugarte. Sin embargo, cree que la gran mayoría de los músicos no cuenta con un planteamiento teórico de lo que están haciendo –¿conciencia del estado del material?–, aunque sean muy buenos músicos y consecuentes consigo mismos9. Los músicos nombrados por Ugarte manifiestan grados máximos de autoralidad en la música chilena de los noventa, pero dentro de cada género podemos encontrar varios más, como veremos a lo largo de este libro.

El interés de los músicos de rock por la búsqueda y la renovación del lenguaje, se habría despertado históricamente en Gran Bretaña a partir de su contacto con artistas de otras disciplinas en escuelas secundarias artísticas. Este contacto con compañeros que cuestionaban aspectos del lenguaje visual y escénico de fines de los años cincuenta, los habría llevado a ser más conscientes del material sobre el que trabajaban, dejando a un lado la preocupación exclusiva por hacer bailar o entretener al público, como venía ocurriendo en la música popular desde siempre. Esto habría marcado el paso del rock and roll al rock10. En América Latina, podemos encontrar desplazamientos similares a mediados de los años sesenta con movimientos como la nueva-canción, en los que se observa una suerte de estetización de las propuestas musicales, cruzadas también por agendas políticas y, a diferencia del rock anglosajón, sin el baile como eje central de la propuesta. De hecho, estas tendencias no se asocian directamente a géneros musicales específicos, sino que a un conglomerado de ellos o a ninguno en particular, como también ocurre en la MPB. Es como si el agotamiento de los esquemas formales de la música clásica a comienzos del siglo XX le hubiera abierto la puerta a la música popular a un fenómeno similar. Sería entonces la problematización del género una de las claves para buscar los trazos autorales de esta música.

Shuker comprende al autor como un constructo ideológico basado en las nociones de creatividad y valor estético, aplicado al cine y a otras formas de cultura popular, como ya hemos visto. En música popular el concepto de autor le permite al músico diferenciarse de los intereses dominantes de la cultura de masas, su deseo de escapismo y su búsqueda de mera entretención. Desde una escucha musicológica, con la música autoral estamos frente a una expansión de formas culturales que desafían a las audiencias. Si bien la autoría ha sido atribuida primeramente a cantautores, también lo ha sido a autores de canciones, productores, realizadores y DJs11. El concepto de autor se ubica en la cima del panteón de los músicos, y este enfoque jerárquico es usado por fanáticos, críticos y músicos para organizar su visión del desarrollo histórico de la música popular. Sin embargo, debido a que la música es un producto social, los músicos están bajo la constante presión de entregar a sus audiencias más de la música que les atrajo en primer lugar. Por eso los cambios en la dirección de un solista o de una banda a menudo producen pérdidas en las audiencias establecidas, aunque pueden atraer nuevas o transformar las ya existentes, como ocurriría en los casos de Jorge González o de Pánico, por ejemplo.

Los problemas que surgen al intentar acotar el campo de una música popular autoral son varios. En especial, porque estamos ante una música cuyos aportes autorales no surgen solamente de una persona, como en la música clásica, sino que pueden surgir de múltiples individuos. De este modo en una simple canción de tres minutos, pueden estar involucrados un compositor, un autor, un arreglador, un cantante, varios músicos, un productor y uno o dos ingenieros. Estos múltiples actores son los responsables del producto estético final, a diferencia de la música clásica, que no requiere de esta cadena humana para plasmar una obra como tal. Un compositor clásico termina su obra al concluir el último compás de la partitura, muchas veces fechándola y firmándola, tal como un pintor finaliza un cuadro. No estoy afirmando que en la partitura resida “la música”, solamente que la labor creativa ha finalizado con el último compás escrito o revisado. En el caso de la música popular, en cambio, dicha labor termina cuando se masteriza la grabación. Hasta ese momento se pueden tomar decisiones estéticas sobre una canción, que no solo circula o se escucha grabada, sino que es creada en el proceso de ser grabada, mezclada y masterizada.

A partir de las posibilidades de manipulación del sonido brindadas por la grabación multipista en los años sesenta, que contaba con la capacidad de mezclar –y corregir– voces e instrumentos por separado, agregándoles distintos efectos a lo largo de la canción y ubicándolos en distintos lugares del cubo sonoro –espacio sonoro virtual–, la autoralidad se fragmentó en el estudio de grabación. Como afirma Chanan, esto llevó a disputas sobre el control estético del producto final, en un momento en que las responsabilidades de los técnicos empezaban a ser repensadas12. Los propios ingenieros chilenos activos en los noventa han reivindicado autoría sobre mezclas y masterizaciones, que sin embargo el marco legal vigente no les reconoce.

Al mismo tiempo, es tal la impronta autoral del cantante popular, que una artista como Mercedes Sosa ha sido considerada parte del movimiento de cantautores latinoamericanos, aunque no escriba las canciones que interpreta. “Cantar no es llegar y abrir la boca, es mucho más difícil”, afirmaba antes de sus presentaciones en el Festival de Viña del Mar y en el Estadio Chile a comienzos de 1993. “Significa seleccionar un repertorio, comprender cada letra, los colores que tienen las canciones, cómo usted va a llegar a la gente”, develando una parte del proceso autoral de la interpretación13. Algo similar sucedía con João Gilberto, considerado el padre del bossa nova, pero cuyo repertorio fundamental fue compuesto por Antonio Carlos Jobim. Más aún, en la primera mitad del siglo XX era habitual promocionar las canciones como “creación de” tal o cual cantante, más que de su compositor. Además, como señala Middleton, debido que a partir del rock and roll el disco empezó a ser considerado como la canción, será difícil restarle responsabilidad al cantante en su creación14. Sin duda, los siete pilares en el proceso creativo popular –compositor, autor, arreglador, músicos, cantante, productor e ingeniero– también pueden recaer en menos personas, que en ese caso asumen más de una función. Esto ocurre con la autonomía artística de cantautores y bandas que hacen sus propios arreglos, muchas veces en forma de taller, y producen sus propios discos. El desafío del estudio de la música popular autoral, entonces, es sopesar los niveles de autoría de cada uno de estos pilares desde nuestra validación musicológica.

La dimensión autoral del productor fue siendo conquistada a medida que la tecnología brindaba nuevas posibilidades de manejo del sonido grabado. Al comienzo se trataba de supervisar y dirigir la grabación de un disco para que todo resultara perfecto. Sin embargo, los productores más exitosos de los años sesenta comenzaron a presionar a los sellos para obtener créditos y royalties por las grabaciones. Los llamados productores de estudio ya eran figuras autorales a mediados de los sesenta: artistas que empleaban la multipista y el estéreo para hacer del disco “una forma de composición en sí misma más que un simple medio para documentar una performance”, como mantiene Keith Negus15. Más aún, Middleton eleva al rango de autor a algunos DJs y re-mezcladores por ejercer un alto nivel de control sobre el resultado final de la producción a fines del siglo XX, un rasgo autoral que la música no había alcanzado hasta entonces16. La capacidad creativa o autoral del DJ se devela en el comentario de María José Viera-Gallo sobre las primeras fiestas electrónicas de mediados de los noventa en Santiago, en el que describe al DJ como “un chamán, un sacerdote, un canalizador de energía que controla los viajes mentales de la gente a través de su música y de su habilidad para manipularla, muchas veces tan solo trabajando con simples beats, sampleos y estímulos visuales que elevan a niveles alterados de percepción psíquica y física”17.

En géneros como el pop, la autoría podría aparecer con más claridad en la producción y la interpretación que en la composición o el arreglo, más estandarizados internacionalmente. En otros géneros, como la nueva-canción, la fusión y las contracorrientes, sería la composición/arreglo/interpretación lo más autoralmente relevante. De todos modos, a partir de la llamada era del vinilo, las historias de la música popular han sido historias del disco. Bandas y solistas nacen cuando un público escucha un sonido particular plasmado en un fonograma, que es dado a conocer en giras, distribuido en tiendas y tocado en la radio. De esas historias trata este libro.

Géneros autorales

Cuando vivía en Los Ángeles, California, a fines de los años ochenta, me llamaba la atención que las tiendas de videos clasificaran sus películas en las categorías de: terror, románticas, suspenso, aventuras, ciencia ficción, familiares y extranjeras. ¿Es que las películas realizadas fuera de Estados Unidos no participaban también de todas esas categorías? La literatura nos tenía acostumbrados a la clasificación aristotélica en términos de sintaxis de las obras: la poesía, por ejemplo, se dividía en épica, lírica y dramática. De este modo, el foco de la clasificación se basaba más en el modo en que algo estaba enunciado que en el efecto que producía en sus lectores18. Esta lógica era lo que las tiendas de video de Los Ángeles desafiaban a fines de los ochenta, pues finalmente parecía más relevante advertirle al público californiano que había un grupo de películas que –para bien o para mal– probablemente no se ceñirían a las convenciones hollywoodenses a las que dicha audiencia estaba acostumbrada. En todo caso, habría que preguntarse el modo en que Aristóteles habría clasificado la poesía de su tiempo si hubiera conocido la literatura maya, la china o la hindú: ¿la habría dividido en épica, lírica, dramática y extranjera?

Escribir sobre música popular es referirse a géneros musicales en particular, lo que viene siendo discutido desde comienzos de los años ochenta por una incipiente musicología popular que ya tenía algunos giros a cuestas. Era el momento en que se pasaba de la partitura de una hoja al disco como objeto analítico, es decir, de la lectura de una reducción musical a la escucha de una totalidad sonora. Entonces, las discusiones sobre esta música comenzaron a interrogar la manera en que sus géneros habían sido conformados y negociados; su locación y translocación; sus problemas de texto y contexto; y sus connotaciones de identidad cultural19.

A pesar de las controversias académicas que se han podido desarrollar en torno a la categoría de género, este ha sido un concepto útil, un atajo efectivo para hacer, escuchar, discutir y promover música, como señala Frith20. El género no ha estado en discusión entre los A&R y las oficinas de marketing de los sellos, ni en la información recolectada por la industria, el Billbord y los charts; los formatos de radio y MTV, la venta de música y el discurso de la prensa y los fanáticos21. Tampoco se han discutido desde la educación musical ni desde las editoriales, donde abundan los libros con títulos cuya palabra principal es un género.

De hecho, resulta innegable que los músicos utilizan conceptos de género para comunicarse entre ellos; que los fanáticos los usan para reconocer qué música van a consumir; que los propios críticos y musicólogos usan, adaptan o crean categorías de género para mediar entre productores y lectores; y que la industria hace sus propias apuestas sobre quiénes consumen qué tipo de música en base a clasificaciones de género. De este modo, músicos, industrias, académicos y fanáticos, hacen, producen, estudian y consumen música desde la estabilidad que proporciona la noción de género musical, permitiéndoles crear y reforzar alianzas nuevas o preexistentes entre géneros y audiencias22. Si bien los géneros parecían resultar evidentes para productores y receptores y no ha sido necesario ni práctico levantar interrogantes al respecto, las divisiones entre ellos siempre han sido fluidas, pues ningún género está totalmente aislado del resto, y los músicos acostumbran a tomar elementos de prácticas preexistentes incorporándolas a las nuevas. Es aquí donde podemos situar la escucha de la musicología popular23.

Los géneros no son ensamblajes estáticos de características musicales empíricamente comprobables –señala Brackett–, están en un estado de cambio constante, y traen consigo connotaciones sociales sobre identidad cultural. De hecho, […] la división del campo popular en diferentes géneros se ha basado en información sobre productores, consumidores, discurso crítico e industrias de la música (Brackett 2015: 190)24.

A este respecto, resulta útil el intento propuesto por Franco Fabbri a comienzos de los años ochenta de definir el género musical como una unidad cultural. Fabbri propone la articulación entre aspectos musicales y usos sociales –texto y contexto– en la definición de género, señalando que un género musical es “un conjunto de hechos musicales, reales y posibles, cuyo desarrollo se rige por un conjunto definido de normas socialmente aceptadas”. De este modo, Fabbri suma pautas formales, técnicas, semióticas, de comportamiento, sociales, ideológicas, económicas y hasta jurídicas en su definición de género. Finalmente son las comunidades musicales las que deciden y cambian las normas de un género, incluso de manera contradictoria, y las que van creando sus etiquetas25. Ampliando esta idea, Roy Shuker propone la categoría de metagénero, pues muchos géneros están asociados a aspectos “paramusicales” como el arte de carátula, formas de fotografías de los músicos, vestimentas, cortes de pelo y hasta maquillaje –también adoptados por los fanáticos–, junto a determinadas venues o lugares para sus conciertos y estructuras de sus performances26. La categoría de metagénero está muy presente en este libro al abordar la intermedia que conforma una canción, como veremos al final de este capítulo.

A pesar de que el género ha sido un marco estable para la expresión de los músicos, la producción y difusión de su obra y el consumo de los fanáticos, algunos creadores latinoamericanos comenzaron a interrogarlo a mediados de los años cincuenta, mucho antes de que lo hiciera la academia. Es así como Astor Piazzolla, Antonio Carlos Jobim, y Violeta Parra despojaron de su funcionalidad bailable al tango, al samba y a la cueca, con el nuevo tango, el bossa-nova y la anti-cueca, respectivamente. Estas nuevas propuestas manifestaban conciencia del género, de su historicidad, su estado y potencialidad, evidenciando el enfoque autoral de estos músicos. De este modo se rompía la lógica de la música popular como una música de baile cantada, algo que, por cierto, harían Los Beatles en la segunda mitad de los sesenta, abriendo una dimensión estética o de escucha no funcional, en el rock y el pop. Este es el llamado “efecto Beethoven” al que se refiere Diego Fischerman27. Efectivamente, la música popular se ha desarrollado en gran medida asociada al baile, como hemos visto, como si bailar formara parte de su esencia. Desde el siglo XV, las dicotomías lento/rápido, ternario/binario, y luego suelto/enlazado, negro/blanco o rural/urbano han definido al baile a lo largo de su desarrollo y, por consiguiente, a la propia música popular. Solo en un segundo plano esta música se ha desenvuelto en torno a la canción, que estuvo más cercana a la poesía con los trovadores y madrigalistas, a la escena con la ópera y sus derivados, y al lied con la música de cámara. Fue a comienzos del siglo XX que baile y canción se encontrarían en la pista de baile a través del uso del micrófono, luego de haberse encontrado en el folklore.

En los años sesenta, el rock, con todas sus industrias asociadas e impacto mundial, continuaba diversificando los caminos de la música popular, incrementando los niveles de mezcla con las músicas de raíz, siempre en un complejo equilibrio con los apetitos de la industria. Si entendemos el rock como una manifestación autoral surgida del impacto de Los Beatles, pero también del recorrido del folk al rock de Bob Dylan, y el experimentalismo de Jimi Hendrix, la segmentación que este género experimentó en los años setenta aumentaba sus posibilidades no solo comerciales, sino que también autorales. Todo esto circulará en forma creciente por el mundo, con un Chile que, a partir de mediados de los años ochenta, también quiso participar del festín. Es así como algunos géneros de lo que llamaremos el archipiélago del pop-rock, producto de la diversificación del rock en los setenta, fueron también “criados” en Santiago, Valparaíso o Concepción en los años noventa, adquiriendo rasgos locales. Junto al pop-rock propiamente tal, me refiero también al punk, al hip-hop, y al funk, todos incluidos en este estudio. Como señala Pablo Ugarte, el rock “como lenguaje de 4/4 de guitarra distorsionada, es un código común que existe en todos los países del mundo. A lo nuestro, con letras en español, con la forma de cantar de Colombina [Parra], le damos una cadencia y una gestualidad que tiene que ver con el país donde vivimos”28.

En cambio, géneros como el thrash-metal, el grunge, el reggae o el brit-pop, habrían logrado menos autonomía con respecto a sus matrices anglo en el Chile de los noventa –se percibe incluso un retroceso en relación a los ochenta en el caso del metal–, lo cual disminuyó los márgenes de acción autoral para músicos y productores locales29. El simple traslado y apropiación lingüística del reggae o del pop, no sería suficiente para considerarlo un aporte autoral, pues la apropiación es solo un requisito para dar el paso siguiente: me refiero a su relectura30.

Los metaleros siempre lo hacían todo como lo veían en las revistas gringas –afirma Álvaro España–, entonces todo era en inglés, todo tenía la misma tipografía gringa y las hueás gringas, siempre hacían crossoverse invitaban bandas hardcore o punk. Entonces acá hacían lo mismo y nos invitaban a esas tocatas [en el Gimnasio Manuel Plaza], creo que también alguna vez invitaron a Los Miserables. Era para ponerle la inclusividad a la hueá (en Hernández y Tapia 2017: 52).

Los géneros de la música popular se hacen visibles a partir de las etiquetas que pone la industria y los medios a prácticas musicales preexistentes, que se amoldan a las posibilidades e intereses sociales de su tiempo. Al hablar del pop-rock y sus derivados, estamos hablando de géneros de baile, ajenos a la escucha atenta, silenciosa y abstraída de la corporalidad que impuso a su audiencia la música clásica, la música más autoral de todas. Es por eso que, al no ser músicas de baile, la nueva-canción, la cantautoría, la fusión y las contracorrientes estarían más cerca de la autoralidad iniciada en la música popular latinoamericana de los años cincuenta, como hemos visto. Esto es así, a pesar de que tales géneros se basen en parte en músicas de baile, como ocurría con la suite de danzas barrocas, por ejemplo, o con las mazurkas de Frédéric Chopin y los valses de Johannes Brahms, que tampoco se bailaban. Al mismo tiempo, los propios Prisioneros establecieron un cruce entre baile y reflexión que le permitió al pop-rock chileno entrar al campo de la música autoral desde los años ochenta. Algo similar habría ocurrido con el punk y el hip-hop en Chile, sumado al estallido de creatividad que acompañó el desarrollo del funk en el país, como veremos en el último capítulo.

Junto a los distintos grados de conciencia sobre el estado del material de los músicos que denominamos autorales, debemos considerar que se trata de artistas a los que el público les demanda honestidad emocional y autenticidad, algo que por cierto también es artísticamente construido, como Violeta Parra se encargó de demostrar31. Más aún, Allan Moore propone que esa construcción proviene del acto de la escucha, como si voluntariamente el auditor quisiera escuchar como auténtico aquello a lo que le otorga dicho atributo. Es así que para musicólogos populares como Shuker la pregunta sería cómo –o desde dónde– es construida la autenticidad en determinados géneros y artistas, interrogando las estrategias involucradas en ello32. A los músicos de carácter autoral también se les pide inteligencia o una mirada crítica sobre su tiempo. Incluso en su definición de la MPB, Trotta recurre al concepto de artistas intelectualizados para definir a exponentes como Chico Buarque, Caetano Veloso o Milton Nascimento33.

Considerando las variables de autenticidad e intelectualidad, entonces, la canción autoral será percibida por el auditor como reflejo de una vivencia u opinión de quien la canta, lo que daría relevancia a los aspectos biográficos del músico al momento de descifrar su propuesta. Es por eso que resultan tan centrales los libros y películas biográficas de músicos en la producción, consumo y comprensión de la música popular. En el caso de los músicos autorales, su intelectualidad se expresará tanto en las letras y arreglos de sus canciones como en un discurso que tiene mayor profundidad que el de los artistas pop, y que también puede manifestar grados de irreverencia beatle, como forma de crítica al propio sistema imperante –la performatividad (arriba y abajo del escenario) es el mensaje–.