Nada Sobra, Carlos Ingham - Red de alimentos - kostenlos E-Book

Nada Sobra, Carlos Ingham E-Book

Red de alimentos

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Beschreibung

Hace diecisiete años Carlos Ingham quiso crear el primer banco de alimentos en Chile. La motivación era una: evitar la destrucción de bienes que pueden ser usados o consumidos por personas que los necesitan. Pero el camino para lograrlo estuvo lleno de obstáculos, desde una ley que no daba cabida a la donación de alimentos, hasta una sociedad que cerraba los ojos ante el hambre de miles de personas. Hizo falta mucho esfuerzo, dedicación y el compromiso de un grupo de personas que no descansaron ante la convicción de que nada sobra, y que el sueño de acabar con el hambre en Chile es un objetivo alcanzable. Este libro hace memoria y recuerda el camino recorrido desde el primer día.

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A María José, Gregorio y Magdalena.

La publicación de este libro estuvo a cargo de Editorial Zig-Zag, como un aporte a la valiosa labor de La Red de Alimentos.

I.S.B.N.: 978-956-12-3543-4

I.S.B.N. digital: 978-956-12-3606-6

Desarrollo de contenido:

Andrea Viu S. y Rodrigo Díaz C.

Edición, diagramación y coordinación editorial: Editorial Zig-Zag

Diseño portadas y portadillas:

Strong Chile

Fotografías:

Red de Alimentos

Algunos pasajes y diálogos fueron construidos o adaptados con fines literarios.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Tabla de Contenido

Prefacio

Prólogo

1. El ansia

Cita a ciegas

La gran muralla

2. Ciudadano Ingham

Odisea 2003

Odisea 2004

Odisea 2005

Odisea 2006

Odisea 2007

Odisea 2008

Odisea 2009

3. Negocios riesgosos

¡Acción!

Mad Men

Vestida para matar

Miss Sloan

El contador

Los donantes

Gente como uno

Leones por corderos

Cambio de hábito

4. Cadena de favores

La nouvelle vague

Y el Óscar es para…

El color del dinero

La red social

La otra red social

La fiesta inolvidable

La mano de Lagos

Punto de quiebre

5. El largo brazo de la red

6. Misión imposible

Parte 1: Ad Astra

Parte 2: Recursos Humanos

Parte 3: El vuelo del fénix

Parte 4: El código enigma

Parte 5: La red

Parte 6: Repercusión

7. El mecanismo

Poder Privado

Poder Ejecutivo

Poder Legislativo

Final feliz

El brindis

La dura realidad

Impacto profundo

Lo que vendrá

8. El año que vivimos en peligro

Operación Trueno

Contagio

Los (no) olvidados

Resultado final

9. Post data

Anexos

Hidden Figures

De Biobío con amor

Nuestros socios 2020

Cartas y editoriales publicadas en El Mercurio

Selección de fotos

Capital humano

Equipo ejecutivo Red 2020

Consejo asesor 2010-2020

Campañas Agencia Strong

Índice Onomástico

Prefacio

Han pasado diecisiete años desde que en 2003 surgió la idea de crear el primer banco de alimentos en Chile tras ver la experiencia de lo realizado por el Banco de Alimentos de Buenos Aires. En ese momento me embarqué en un camino que pensé era sencillo y terminó siendo una odisea, como cruzar el desierto.

Fueron muchos años de contactar y golpear puertas para explicar la necesidad e importancia de concretar una iniciativa como esta. No fue fácil, sobre todo tratar de entender lo inentendible, porque ver a miles de personas sufriendo hambre y malnutrición mientras se destruían y desperdiciaban miles de toneladas de alimentos, no tenía ningún sentido.

Pero el problema era mayor, porque esta práctica estaba entreverada en la reglamentación tributaria. Por eso fueron años y años de conversaciones y tratativas para dar el primer paso: lograr que el Servicio de Impuestos Internos acogiera la idea de que los alimentos por destruir se entregaran a organizaciones sociales sin fines de lucro, sin que eso fuese considerado gasto rechazado. Este importante paso demoró casi siete años.

Recién entonces pudimos crear la Red de Alimentos, una corporación sin fines de lucro, con un horizonte claro: ser la alternativa sostenible a la destrucción de bienes que pueden ser usados o consumidos por personas que los necesitan. En eso hemos trabajado los últimos diez años con mucho esfuerzo y dedicación, desarrollando un modelo sostenible de triple impacto: social, medioambiental y económico.

Hoy me llena de orgullo mirar lo logrado en esta década: hemos rescatado más de cuarenta millones de kilos de alimentos y más de cuatro millones de unidades de artículos de higiene personal, de aseo y pañales, beneficiando a cientos de miles de personas. Asimismo, contribuimos a la lucha contra el cambio climático evitando la emisión de más de 90.000 toneladas de CO2.

Nada de esto sería posible sin la convicción, el apoyo y el compromiso de centenares de personas y empresas que han hecho su aporte para construir esta gran red de solidaridad. Por eso, con este libro queremos hacer memoria y recordar el camino recorrido desde el primer día.

Quiero agradecer a todos quienes me han acompañado en esta odisea. A quienes confiaron en este proyecto desde el comienzo, a los que se fueron sumando en el camino, a los que ayudaron de forma desinteresada, sin esperar nada a cambio, a los que nos dieron una palabra de aliento en los momentos más difíciles, a los que nos impulsaron a crecer y a tantos otros que han sido partícipes de esta maravillosa historia.

Gracias también a todos quienes aportan a que la Red siga funcionando día a día y enfrentando los nuevos desafíos: gracias a los trabajadores por su dedicada labor diaria; gracias a las 245 empresas socias y contribuyentes por su valioso aporte y por creer en nuestra causa; gracias a las organizaciones sociales por permitirnos llegar de forma directa a miles de personas desde Arica a Punta Arenas; gracias a las autoridades –de diversos colores e ideologías– que han ayudado a impulsar políticas públicas y regulaciones para combatir el desperdicio de alimentos y productos de primera necesidad; y gracias a todas las personas que, de forma anónima, aportan su granito de arena a nuestra institución.

A todos, simplemente ¡gracias!

Carlos Ingham

Fundador y presidente Red de Alimentos

Santiago, septiembre de 2020

Prólogo

En la historia de la humanidad, hombres y mujeres han realizado grandes obras que han trascendido hasta el día de hoy. Sin embargo, para que este legado lo recordemos en la actualidad, tuvieron que pasar numerosas etapas antes de que pudieran concretar y ver los frutos de sus iniciativas. Lo primero fue encontrar una causa que los hiciera soñar y que de ella surgiera una idea a desarrollar. Muchas de estas causas nacieron del dolor ante un sufrimiento que parecía difícil de superar.

Esta etapa inicial a veces queda en un simple sueño y no se logra dar el primer paso para embarcarse en un nuevo proyecto. Los capaces de sortear esta primera valla son pocos y después deben enfrentarse a diversos obstáculos: negativas, cierre de puertas, falta de apoyo, frustraciones, entre otros factores. Eso hace que finalmente muchos desistan de sus sueños en el camino. A su vez, también hay personas que persisten y, generalmente, lo hacen junto a otras que comparten el mismo ideal y están dispuestas a sumarse al desafío. Caen y se desaniman, pero se vuelven a levantar con más fuerza para seguir intentándolo y así lograr su cometido. Esto se realiza de manera colectiva, y cada integrante del grupo asume las tareas que corresponden a sus capacidades particulares. Así es como se forjan los legados y este libro es el fiel reflejo de ello.

Hace diecisiete años surgió la idea de crear el primer banco de alimentos en Chile. Esta iniciativa se fundamenta en una causa potente: rescatar alimentos para distribuirlos entre los más vulnerables del país. Más específicamente aún, la idea era contribuir al combate contra el hambre y la malnutrición que afectaba –y sigue afectando– a miles de personas día a día. Por más que hoy parezca un proyecto muy loable, trascendente y de gran impacto social, en su momento parecía imposible de concretar por diversos motivos. Fue un largo camino con muchos obstáculos, pero también con importantes aliados que le fueron dando cuerpo y realidad. Algunos no lo veían plausible por el sistema y el marco regulatorio, mientras que otros mostraban su incredulidad frente a la causa: “¿Hay hambre en Chile?”, preguntaban. Sin embargo, la perseverancia y el contacto con la realidad de la pobreza más extrema no dejaron de motivar y movilizar a quienes se involucraron en este sueño.

Para 2003, Chile llevaba trece años desde que había recuperado la democracia. La década del noventa había sido el decenio más exitoso de la historia del país. Esto lo demuestran todos los indicadores económicos, como el aumento del ingreso per cápita y la disminución de la pobreza. Así fue como nos autodenominamos “los jaguares de América Latina”. La vanidad es siempre una mala consejera, ya que impide ver la realidad en su integridad y solo se centra en fragmentos de ella.

Este apodo surgió de la elite empresarial que veía con gran optimismo el boom económico y lo comparaba con el de los cuatro tigres asiáticos –Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur–, los que se encontraban en una etapa de gran crecimiento e industrialización. Embriagados por el éxito de las macrocifras y los promedios, las prioridades eran otras y así surgían este tipo de comparaciones que nos ilusionaban en transformarnos en un país desarrollado, algo inédito en la historia sudamericana.

Efectivamente, habíamos pasado de tener un 38,6% de personas que vivían en situación de pobreza en 1990 a un 18,7% en 2003. Fue un tremendo avance que logramos entre todos como país y que fuimos mejorando año tras año. Pero cerca de un quinto de la población aún vivía bajo el umbral de la pobreza. Y quienes se encuentran en esta situación no solamente tienen un pequeño monto de dinero para vivir –o sobrevivir–, sino que también están expuestos al hambre, la malnutrición, a un acceso limitado a servicios básicos y a la falta de una vivienda digna, entre otros flagelos.

Ese “quinto de la población” no era un simple número, no era una mera estadística. Eran miles de personas, sus familias y sus comunidades, que sufrían y estaban a la espera de que este país pujante, este jaguar de América Latina, les diera una oportunidad para salir de la pobreza. Algunos lo lograron, pero muchos otros siguen aguardando. De la misma forma, hoy, persisten quienes creen que en Chile no hay hambre.

Por eso fue tan importante la perseverancia y el compromiso para concretar el sueño de crear el primer banco de alimentos en nuestro país. Un modelo que existe desde los años sesenta en Estados Unidos y que se fue extendiendo por todo el mundo, pero que en Chile recién comenzó a funcionar en 2010. Ha pasado una década y las siguientes páginas son el testimonio del gran trabajo y avance realizado por la Red de Alimentos.

El hambre y la malnutrición son problemas de los cuales tenemos que seguir haciéndonos cargo de forma sistemática. El contexto de la pandemia sirvió para visibilizar con mayor fuerza la realidad de las ollas comunes y comedores sociales, que empezaron a proliferar con la crisis sanitaria y económica que azota al país. No obstante, su existencia venía desde mucho tiempo atrás. Por lo mismo, la labor que cumple esta corporación es fundamental. Y no solo por la causa que la sostiene, sino también por su capacidad de tender amplias redes entre las comunidades, sus organizaciones sociales y las empresas privadas.

En este sentido, Chile hoy posee un importante músculo que ha desarrollado con los años. Se trata de la sociedad civil organizada en su conjunto, cada vez más activa y participativa, que ha tomado diversos espacios para aportar y contribuir a un mejor país. Una sociedad civil que saca a relucir toda la solidaridad en los momentos más complejos, cuando Chile se ve azotado por catástrofes naturales como terremotos, aluviones o inundaciones, pero que también sigue trabajando en tiempos de relativa normalidad.

Complementario a eso, hay que valorar los avances que ha tenido la empresa privada en desarrollar una mayor conciencia y responsabilidad social. Muchas organizaciones han entendido que su capital financiero tiene que estar vinculado con el capital social que genera a través de la confianza y las acciones concretas. Y para eso hay que involucrarse con las comunidades y los territorios, escuchando, dialogando y colaborando, según las necesidades que surgen de una población determinada y no con planes impuestos a la fuerza.

La Red de Alimentos ha logrado posicionar durante esta década el hambre como un tema que no podemos olvidar en diversas empresas y fundaciones, para llegar a organizaciones que atienden a cientos de miles de beneficiarios, de Arica a Magallanes. En este sentido, la Red no solo ha presentado una causa, sino que también ha logrado establecer una cadena de ayuda sólida. Con trabajo, profesionalismo, transparencia, dedicación y mucho amor, se ha ganado la confianza de las comunidades más excluidas y de sus organizaciones; del sector público y del privado. De esta manera, y tras diez años, la Red de Alimentos tiene un papel preponderante.

Hoy, cuando en Chile estamos discutiendo construir un nuevo pacto social que marcará el futuro de las próximas generaciones, es de suma importancia impulsar y fortalecer en nuestro tejido social organizaciones como la Red de Alimentos, que impacta de forma positiva, colaborativa y solidaria al país. Esta hermosa nación la construimos entre todas y todos, y la Red de Alimentos es un ejemplo de lo bien que nos hace trabajar por el bien común y concretar un sueño que sí es posible de alcanzar: que cada persona que nazca en Chile pueda recibir el alimento necesario para un desarrollo pleno y feliz.

Benito Baranda

Santiago, septiembre de 2020

Cita a ciegas

Corría abril de 2003 y Carlos Ingham, conocido por todos como Calú, acababa de llegar de Argentina, donde gracias a la casual invitación de un amigo a una cena de beneficencia, descubrió un nuevo giro donde aplicar su experiencia laboral y de vida. El evento conmemoraba el segundo aniversario del Banco de Alimentos de Buenos Aires y las más de 1.200 personas congregadas en el recinto ferial de La Rural evidenciaban que el proyecto ya era todo un éxito. En esa cena Calú conoció a Steve Camilli1, uno de los fundadores de la Red Argentina de Bancos de Alimentos.

–Steve, estoy muy impresionado con este proyecto, ¿te puedo llamar después para que me cuentes cómo lo hicieron acá? Quiero hacer esto mismo en Chile –le dijo Calú.

Para colmo de coincidencias y motivaciones, en esa época el director ejecutivo de este banco de alimentos era Alan Manoukian2, quien había sido compañero de colegio de Calú.

Después de esta cena, el entusiasmo se apoderó de él de inmediato. “Esto lo armo en Chile en dos patadas, conozco a todo el mundo…”, pensó. La lógica económica del problema le pareció evidente: por un lado, hay personas que pasan hambre a diario y, por el otro, hay tanto alimento que se desperdicia. “Solo hay que juntar las dos puntas”.

Un par de semanas más tarde, Carlos se reunió en Santiago con Horacio Parga, uno de los fundadores del Banco de Alimentos de Córdoba (Argentina). Lo había invitado para que lo acompañara a una reunión en la cual había convocado a algunos de los ejecutivos más importantes de la industria alimenticia chilena y en la que también había incluido –vía telefónica– a Steve Camilli desde Buenos Aires.

–Calú, ya están todos. Te están esperando –le dijo su secretaria.

–¡Excelente, Jeanette! Llama a Steve y pasa la llamada a la sala de reuniones para ponerlo por el altavoz.

–Altiro.

Carlos se levantó del sofá en el que estaba conversando con Parga y juntos se dirigieron a la sala de reuniones de JP Morgan.

–¡Holá, holá! ¿Qué hacén? ¿Cómo andán? –Calú se acercó a sus invitados y los saludó uno por uno con cariñosos abrazos, estrechones de mano y palmetazos en la espalda.

La conversación se inició con temas triviales y así continuó por un rato. En eso entró su secretaria.

–Calú, Steve Camilli al teléfono. ¿Paso la llamada al altavoz?

–Muchas gracias, Jeanette. No, lo hago yo mismo, no te preocupes –le dijo Calú, quien se puso de pie, se acercó al altavoz, presionó un botón y se prendió la luz roja–. Holá, Steve, ¿cómo andás? Che, te agradezco mucho que te hayás hecho el tiempo para conectarte con nosotros. Sé que vos estás muy ocupado por estos días.

–Hola, Carlos –le respondió Steve–, todo okey por acá. No problema, un gusto por mí colaborar en lo que “podiera”.

–Ok, Steve, gracias. Te cuento que estamos reunidos aquí con varios de los ejecutivos más importantes de la industria de alimentos en Chile, para presentarles el proyecto e incentivarlos a participar. Así que voy a partir.

–Okey –se escuchó del otro lado.

–Queridos amigos, les he pedido que vengan hoy porque quiero invitarlos a ser partícipes de un proyecto que no existe en Chile, pero sí en muchas otras partes del mundo. Es un concepto muy bonito que, estoy seguro, les conmoverá y hará tanto sentido como a mí, ya que consiste en aprovechar recursos que actualmente se están desperdiciando, para hacerlos llegar a algunas de las personas más necesitadas del país.

–¿Y de qué se trata? –preguntó uno, interpretando las caras de perplejidad de los demás.

–Se trata de que los alimentos que a ustedes les sobran, esos que se pierden o botan por merma, falla o cualquier otra razón, pero que están buenos y son perfectamente comestibles, los donen al Banco de Alimentos que queremos formar, igual a los que existen en Argentina, México, Europa, Estados Unidos y en tantos sitios más, para hacerlos llegar a un montón de instituciones que albergan a ancianos, niños y gente necesitada que los pueden aprovechar.

–Pero, Calú, ¡eso no se puede hacer! –le lanzó sin anestesia uno de los ejecutivos.

–Carlos, no podemos regalar los alimentos en vez de destruirlos, porque eso es gasto rechazado –aclaró otro que era abogado.

–Y, además, no podríamos recuperar el IVA de esos alimentos –agregó un ingeniero comercial.

–Olvídate, Calú, acá eso es imposible –añadió un tercero–. La idea es muy bonita. De hecho, sé que nuestra empresa colabora con bancos de alimentos en otras partes del mundo, pero aquí no se puede hacer nada al respecto.

–Pero ¿cómo no se va a poder, che? –preguntó el fundador del Banco de Alimentos de Córdoba– ¡Esto es absurdo! Seguro que hay mucha gente que pasa hambre en Chile, al igual que en el resto de América Latina.

–Pero, Calú, anda al mall y cuenta cuántos flacos hay –dijo un ejecutivo–. A mí no me parece que ellos pasen hambre.

–Sí, es que en Chile ya casi no hay pobres, Calú… y los que quedan están en el campo, no en las ciudades –complementó un director de empresa.

–Ya, okey –dijo el argentino–, pero supongan por un rato que vamos a hablar con el Servicio de Impuestos Internos y logramos revertir este inconveniente, ¿les interesaría sumarse a esta iniciativa? ¿Cómo lo ven?

–Lo siento, Calú, pero tratar de convencer al Servicio de Impuestos Internos de que cambie una norma es prácticamente imposible –remató otro ejecutivo.

–Mira, nosotros podríamos evaluarlo, pero siempre y cuando el banco de alimentos llevara el nombre de nuestra empresa.

–En Estahos Unihos (sic) eso no ser así. En los bancos de alimentos están Coca-Cola y Pepsi, Visa y Mastercard, American y United –interrumpió desde el altavoz Steve Camilli, con un acento mezcla de inglés y argentino no muy entendible para los chilenos presentes.

–¿Qué dijo?

–Que estos son proyectos-país, que en EE. UU. todas las empresas participan, aunque sean competidoras, porque para hacer algo bueno no hay por qué eliminar a tu competencia, al contrario, se unen… –agregó Calú, claramente mosqueado, ya que para entonces había entendido que de esta reunión no saldría ningún apoyo… “Se pudrió todo”, pensó.

En los minutos siguientes, la conversación se hizo cada vez más insostenible y se dio por terminada la reunión. Al final, solo quedaban Carlos y Horacio, y Steve por el altavoz, todos desilusionados de la ley y de la falta de incentivos para impulsar una economía solidaria en Chile.

La gran muralla

En esa época, Carlos Ingham era el gerente general de JP Morgan Chile3. Titulado en administración de empresas de la Universidad Católica de Argentina4, nacido en Buenos Aires, pero de sangre sueco-alemana y con vasta experiencia internacional, para 2003, ya llevaba casi diez años establecido con su mujer en Santiago, donde nacieron sus dos hijos. Durante ese lapso, en su calidad de “banquero”, había tenido la oportunidad de conocer a la mayoría de los ejecutivos y dueños de las grandes empresas en Chile. Por eso, cuando vio lo que hacía el Banco de Alimentos de Buenos Aires pensó “por qué no hacer esto en Chile”.

Al regresar de ese viaje a Argentina, la iniciativa le hizo mucho sentido. Pensó que era algo que había que hacer. De alguna manera se sentía obligado. Y, por otra parte, lo impulsaba el desafío; eso de que “no se podía” no iba con él. Era algo que le habían inculcado sus padres (“alguien tiene que hacer las cosas”). Así que se puso manos a la obra para echar a andar el plan que tenía en mente: crear el primer banco de alimentos de Chile.

La única pregunta que Carlos –un hombre de experiencia en los emprendimientos y negocios– no se hizo fue: ¿por qué nadie ha hecho esto aún en Chile?

La razón la explica Aníbal Larraín, accionista y presidente de Watt’s, quien, cuando se realizó aquella primera reunión convocada por Calú en las oficinas de JP Morgan, era miembro del directorio de Watt’s:

Chile entonces era un país donde donar era una actividad por la cual había que pagar impuestos, a no ser que fuesen excepciones, las que eran contadas. Para donar pagabas el mismo impuesto que a la herencia. En el caso de los alimentos, también debías pagar por donar. Por eso hasta antes de que Calú lograra cambiar la normativa, era más conveniente botarlos.

La situación respondía a que el Servicio de Impuestos Internos (SII) permitía a las empresas considerar como gasto todos aquellos desembolsos de dinero que son propios del negocio, los cuales, al restarlos de las ventas, permiten obtener el monto de las utilidades y, a partir de estas, se calcula el impuesto a pagar5. Así, por ejemplo, una empresa que se dedica a la venta de juguetes no puede considerar como gasto necesario para conseguir su renta la compra de vehículos para sus ejecutivos, dado que esa adquisición no es propia del negocio o –lo que es lo mismo– no es necesaria para generar utilidades. De hacer esa compra y presentarla como gasto, este sería rechazado por el SII, lo cual aumentaría las utilidades y, con ello, el impuesto a pagar.

Pero el tema, en el caso de las productoras de alimentos, es que, al igual que todas las demás industrias, tienen mermas, ya sea por fallas de diseño, de empaque, sobreproducción, errores de etiquetado, etcétera, y estos productos con “fallas” no se pueden comercializar. Lo mismo ocurre con aquellos alimentos que ya están relativamente cercanos a la fecha de su vencimiento, y los locales comerciales –ni qué decir los supermercados– no los ponen a la venta porque los consumidores prefieren productos con fechas de vencimiento más lejanas. Es decir, hay productos que son perfectamente consumibles, pero ya no se pueden vender.

¿Y qué se hacía con esos productos? Se destruían. Sí, tal cual: se destruían o botaban en un vertedero en presencia de un fiscalizador del SII, de otra forma serían considerados gastos rechazados. Por ejemplo, cuando una partida de yogurt con sabor a vainilla era etiquetada como “sabor a frambuesa”, esos yogurts se podían comer, no tenían nada malo, pero ningún comercio los iba a aceptar para la venta. Lo mismo ocurría con las conservas de frutas, gaseosas, pan de molde, etcétera, con algún error de etiquetado. Y dado que no se podían vender, se destruían para poder contabilizarlos como gastos. Ese era el incentivo tributario.

Pero eso no era todo. Para destruir productos clasificados como “fallados”, las empresas debían pedir hora para su destrucción, almacenarlos en sus bodegas y solicitar un inspector del SII para que verificara el proceso. Recién entonces podían llevar toda la merma al vertedero, previo pago por dicho ingreso y, finalmente, se eliminaba en presencia del inspector del SII, quien emitía un certificado para que los gastos incurridos en la producción de esos alimentos ya destruidos, así como el IVA correspondiente a los insumos adquiridos para producirlos, pudieran ser considerados en la contabilidad como gastos y no fueran considerados por el SII como “gastos rechazados”.

Por esa época, Calú llamó al abogado de JP Morgan Alberto Pulido y le comentó sobre la frustración que sentía ante la falta de avances.

–Alberto, ¿cómo es posible que no se pueda hacer nada con lo de los gastos rechazados?

–Qué quieres que te diga, Calú. El Servicio de Impuestos Internos es totalmente independiente, no lo manda nadie; ni siquiera el ministro de Hacienda –dijo Alberto.

–Me extraña que los empresarios, los directores, los ejecutivos de empresas sean tan renuentes a donar. Que tengan tan poca sensibilidad sobre el tema. Que no haya ni una iniciativa al respecto. O muy pocas. Incluso, mirá lo que te voy a decir ¡cómo alguien puede pensar que en Chile nadie pasa hambre, que este tema está resuelto!... ¡Pero, viejo, si este país no es Suecia!

–Sí. Tienes razón. No somos Suecia. Pero es que la legislación tributaria en Chile no es profilantropía –contestó Alberto.

Algo de razón tenía Alberto Pulido porque –de acuerdo con los resultados de las encuestas Casen– en Chile, la situación de pobreza –medida por ingresos– cambió radicalmente con el regreso a la democracia. En 1990, el país registraba un 38,6% de hogares pobres. En 2003, esa tasa había bajado al 18,7% con solo 4,7% calificados como indigentes [ver gráfico].

En esos años, Chile tenía unos 16 millones de habitantes con un promedio aproximado de cuatro personas por hogar. Entonces había unos cuatro millones de hogares, de los cuales el 4,7% estaba en situación de indigencia, lo que equivale a unas 188.000 personas.

Comparando con el número de indigentes que existía antes de 1990, la pobreza extrema efectivamente casi había desaparecido. Pero visto persona a persona y, más aún, considerando que los que habían salido de la indigencia seguían siendo pobres o estaban muy al filo de la navaja, las personas con dificultad para satisfacer sus necesidades básicas en Chile seguían y siguen existiendo.

En 2009, justo antes de que se fundara la Red de Alimentos, la tasa de hogares pobres había descendido a 12,8%. Y según el último dato disponible (2017)6, esta alcanzó al 7,6%7 de los hogares, con 2,2% de hogares en situación de indigencia, es decir, familias con ingresos mensuales por debajo de los $107.085.

Esta situación se ve muy lejana desde el punto de vista del grupo socioeconómico más pudiente del país (ABC1a)8, cuyo ingreso promedio por hogar es del orden de los $3 millones9. Quizás a ello se deba la percepción de que la pobreza fuese tan baja según la clase acomodada. Hay que pensar que también había un sector medio que crecía muy rápida y exitosamente. Y si era un problema, pensaban, era del Estado, no de ellos.

Esta es una de las causas de por qué en Chile, en el año 2003, cuando Carlos Ingham inició sus gestiones para crear la Red de Alimentos, había poca sensibilidad frente al hambre y pocos incentivos para donar. Pero ayer y hoy sigue habiendo chilenas/os que sufren de inseguridad alimentaria, es decir, que sienten hambre o que se alimentan mal. Aunque haya algunos que no lo quieran ver.

Odisea 2003

Corría el mes de julio cuando Calú se dio cuenta de que no podía seguir solo en este proyecto; sus obligaciones al mando de JP Morgan en el Cono Sur le consumían el día a día. Decidió entonces contratar a alguien para que fuera su alter ego en las gestiones para la creación del primer banco de alimentos de Chile.

El elegido fue Gonzalo Aspillaga, un profesional joven que trabajaba en una compañía multinacional y del cual Calú había recibido buenas referencias. Su primera misión fue viajar a Argentina a familiarizarse con el funcionamiento del Banco de Alimentos de Buenos Aires. Estuvo una semana en la capital trasandina y a su regreso comenzó las gestiones para que el SII recogiera la idea de permitir que la entrega de alimentos por destruir no fuera considerada un gasto rechazado.

En otra vereda, Calú inició una serie de reuniones con el abogado tributario Francisco Lyon –del estudio Philippi– para ver si él lograba visualizar alguna otra línea de acción a fin de obtener el cambio normativo.

–Calú, si quieres que la norma cambie, vas a tener que hablar con autoridades del gobierno. El ministro de Hacienda sería el más indicado, pero Eyzaguirre no es fácil de convencer –le dijo Lyon.

–Tendré que intentar hablar con Lagos, entonces –dijo Calú.

–¡Pucha! Si logras hablar con él sería genial. Aunque algo más realista sería reunirse con el director del Servicio de Impuestos Internos. Quizás con ellos logres avanzar algo. No te digo que vayas a solucionar el problema, pero tal vez consigas luces sobre el camino a seguir –le recomendó el abogado.

–Gracias, Francisco. Buen consejo.

Y así Calú –a veces solo, a veces con Gonzalo– empezó a peregrinar por una serie de oficinas públicas del barrio cívico de Santiago. Consiguieron reuniones con diversas autoridades del mundo financiero: ministros y subsecretarios de Hacienda y Economía, y diferentes reguladores.

Pero doce meses más tarde, y luego de no haber conseguido el más mínimo avance, Calú decidió que no tenía sentido que Gonzalo siguiera en esto; le podía estar cortando las alas a su carrera y la falta de logros los estaba frustrando a ambos.

Llegó entonces a dos conclusiones: una, que no podía seguir botando plata de su bolsillo y, dos, que necesitaba nuevos aliados.

El primero que se sumó a sus esfuerzos fue el abogado Roberto Peralta, también del estudio Philippi, quien se entusiasmó de inmediato con el proyecto y se abocó a estudiar alternativas al tema tributario y a la búsqueda de una solución para involucrar a las organizaciones sin fines de lucro (OSFL).

Odisea 2004

Nada presagiaba una luz al final del túnel. Después de cada reunión, Calú salía indefectiblemente refunfuñando para sus adentros. “¿Cómo puede ser que en este país –que se supone es el más moderno de Sudamérica– no se pueda hacer un banco de alimentos?”.

En ese entonces, la sociedad chilena parecía no estar preparada para acoger acciones de apoyo social que ya eran norma en los países más desarrollados. De hecho, si uno mira las memorias anuales de las grandes empresas en Chile a comienzos del siglo XXI, muy pocas hablan de Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Y cuando se mencionaba el tema era porque aparecía la fotografía de algún gerente junto a un(a) religioso(a) en un evento de beneficencia esporádico. El concepto aún no se entendía bien y, por esos años, su uso era casi cosmético. Incluso, algún empresario manifestaba abiertamente que su labor social era dar trabajo.

No fue hasta después del escándalo de corrupción en La Polar, la aparición del ranking de transparencia corporativa, el levantamiento de la sostenibilidad como tema social de cargo de las corporaciones y la presión de los jóvenes por el cambio climático y las problemáticas sociales, que la sensibilidad por estas materias hizo mayor eco en ejecutivos, directores y accionistas de las grandes empresas.

A pesar del diagnóstico poco auspicioso, Calú no se resignaba: ¿Cómo algo que es evidentemente beneficioso para los más necesitados –y además es de todo sentido– no se permite y ¡nadie hace nada al respecto!? Esto le molestaba, pero a la vez lo estimulaba a dar la pelea. La ética luterana-sueca que le inculcaron desde niño, aquella según la cual “lo que uno empieza, lo termina y bien”, se hacía presente en cada una de las células de su cuerpo. Así que, sin importar el tiempo ni los esfuerzos, sabía que necesitaba encontrar la manera de que se modificara la famosa norma tributaria.

Odisea 2005

Una luz de esperanza se abrió recién a fines de septiembre de 2005, cuando Calú recibió una llamada telefónica.

–¿Calú, te interesaría ir a Nueva York con el Presidente? Así le podrías presentar al presidente Lagos al CEO de JP Morgan –decía Karen Poniachik, vicepresidenta del Comité de Inversiones Extranjeras, quien estaba al otro lado del teléfono.

–Sí, claro, por supuesto, Karen. Decime cómo y cuándo, y ahí estaré –respondió Calú.

–Salimos el jueves 6 de madrugada, en el avión presidencial. No es nada fancy (te advierto), es como ir en turista. Y regresamos a la noche siguiente.

–Viajé mucho en turista. No tengo problema con eso.

–Estupendo. Al presidente Lagos le va a hacer un homenaje el Council of the Americas, en Nueva York. Ahí van a estar todos, entre otros, Rockefeller y tu CEO de JP Morgan para Latinoamérica.

–Ah, pero qué fantástico, ¡che! –dijo Calú, mientras pensaba “Lagos… esta es LA oportunidad”.

–¡Ah! Una cosa más. Tienes que llevar esmoquin –le dijo Karen–. La ceremonia es súper formal.

–Por supuesto, Karen. No hay problema –dijo Calú.

El día del viaje, cuando Calú se subió al avión, había poca gente: prensa acreditada, Karen Poniachik, el doctor de la presidencia José Miguel Puccio y el director de la Agencia de Cooperación Internacional Marcelo Rozas, una persona de seguridad, Luisa Durán y Ricardo Lagos. Calú buscó su asiento y se acomodó. De inmediato comenzaron las conversaciones de pasillo, nada importante.

Una vez que el avión se estabilizó en el aire, el presidente Lagos invitó a Calú a cenar.

Mientras disfrutaban la comida, y con ese desenfado propio de los argentinos, Calú le pidió permiso al mandatario para interrumpirlo con un tema importante. En un breve pero entusiasta discurso, le explicó el proyecto y los problemas que estaba enfrentando.

–Mire qué interesante lo que usted plantea, mi amigo. No sabía que se destruían los alimentos en Chile –dijo Lagos.

–Es terrible. Quizás usted podría gestionar un cambio, Presidente –le sugirió Calú.

–Algo hice una vez con el SII y unas obras de arte. Pero ahora, que en seis meses se acaba mi gobierno, no creo que alcancemos.

Calú lo miró sin saber muy bien qué decir. En eso alguien le hizo una pregunta al Presidente y el tema se fue para otro lado. La cena y la conversación se devoraron las siguientes dos horas, luego de lo cual la señora Luisa se disculpó y se fue a dormir. La sobremesa con Marcelo Rozas, José Miguel Puccio y el presidente Lagos fue más distendida gracias a las anécdotas y el acostumbrado buen humor del Ciudadano Lagos.

Después, todos se fueron a sus asientos y trataron de dormir. Por la mañana, el servicio secreto de EE. UU. había instalado tres camionetas en la losa de JFK junto al avión. De ahí salieron con escolta policial hacia NYC. Esa mañana, Ricardo Lagos fue –acompañado de Calú y Karen Poniachik– a conocer al CEO del banco de inversión de JP Morgan.

A las 18:00 horas en punto llegaron al 680 de Park Avenue, sede del Council of the Americas. La ceremonia transcurrió como cualquier otra gala para los estadounidenses, pero era algo muy especial para la delegación chilena. Lagos iba a recibir un reconocimiento de manos de David Rockefeller10. Incluso se leyó una carta enviada por Fernando Henrique Cardoso, expresidente de Brasil11.

Calú disfrutó la velada. Al rato, todos partieron directamente de regreso al avión. Y justo cuando Calú iba hacia su asiento, el Presidente –quien ya se encontraba sentado revisando unos apuntes en su escritorio– le dijo: