Navegando por la tentación - Lorraine Heath - E-Book
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Navegando por la tentación E-Book

Lorraine Heath

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Beschreibung

Tres jóvenes herederos encerrados por un despiadado tío escaparon en dirección al mar, a las calles o a guerras lejanas, esperando el día en que pudieran regresar y reclamar sus derechos de herencia. Érase una vez un noble, lord Tristan Easton, convertido en Crimson Jack, un corsario que no rendía cuentas ante nadie y cuyo único amor era el mar. Pero todo eso cambió cuando la exquisita lady Anne Hayworth contrató sus servicios para llevarla a un viaje de peligro y seducción… La desesperación llevó a Anne hasta el bucanero de ojos azules y piel morena. Después de que el capitán le pidiera un beso como único pago, el deseo fue lo que la mantuvo a su lado. Jamás había experimentado una tentación de esa magnitud, pero, para proteger su corazón, sabía que debía continuar su camino sin él. Sin embargo, Tristan no consiguió olvidarla, y, cuando se volvieron a encontrar en un baile en Londres, se juró que no volvería a perderla. Reavivada la llama de una salvaje pasión, empezó a arrastrarlos hacia unas aguas inexploradas, capaces de conducir al lord perdido a casa… "Los libros de Lorraine Heath son siempre mágicos". Cathy Maxwell

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Jan Nowasky

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Navegando por la tentación, n.º 212 - septiembre 2016

Título original: Lord of Temptation

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Traductor: Amparo Sánchez Hoyos

Imagen de cubierta: Chris Cocozza

I.S.B.N.: 978-84-687-8669-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Epílogo

Nota

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

Yorkshire, invierno de 1844

Huían para salvar sus vidas.

Con apenas catorce años, Tristan Easton ya era muy consciente de este hecho mientras corría detrás de su hermano gemelo por los muelles. No permanecerían juntos por mucho más tiempo. Era demasiado peligroso. Eran como dos gotas de agua y sus ojos, de un color azul claro, los delataban. «Ojos de fantasma», los había llamado aquella gitana, que los identificaba como lores de Pembrook. Estando juntos se convertían en un blanco fácil para quien quisiera hacerles daño.

A través de la bruma de la medianoche, apenas iluminados por una farola ocasional, Sebastian los guiaba, porque era el mayor por veintidós minutos. Y por tanto se había convertido en el legítimo duque de Keswick tras la muerte, asesinato, de su padre, sin duda a manos de su malvado tío que aspiraba a poseer los títulos y propiedades de la familia. Y los tres muchachos se interponían en su camino. Pero no sería Tristan quien se apartara de ese camino.

Aunque su corazón galopaba salvajemente ante la visión del enorme navío que se alzaba frente a ellos, meciéndose en las aguas, envuelto en la niebla, la amarga bilis ascendió por su garganta al percibir el olor a salmuera mezclado con peces podridos.

Sebastian se detuvo y se volvió. Los negros cabellos le taparon los ojos mientras agarraba a Tristan por los hombros.

—Entiende que no tengo otra opción. Debemos hacerlo.

Eran las mismas palabras que había repetido a su hermano pequeño, Rafe, antes de entregarlo a un hospicio. Pero Rafe no lo había comprendido, no exactamente. Tenía cuatro años menos que ellos y había reaccionado como solía hacer siempre que los gemelos ideaban un plan que no le incluía a él: lloriqueaba, balbuceaba y suplicaba que no lo dejaran atrás. ¡Enano llorica!

Tristan no iba a comportarse del mismo modo, aunque el miedo ante lo que el futuro le depararía casi le impedía respirar, aunque tenía que apretar los dientes con fuerza para que el castañeteo no delatara que temblaba de miedo. Los pequeños escalofríos habían demostrado ser peores que una fuerte sacudida de miedo, pero no estaba dispuesto a agravar las preocupaciones de Sebastian. Se comportaría como un hombre, demostraría su valía.

Deseó que Sebastian no se hubiera detenido, que no le hubiera proporcionado tiempo para pensar en lo que estaba sucediendo. Su tío, Lord David Easton, los había encerrado en la oscura y fría torre de Pembrook en cuanto habían concluido los funerales por su padre. Su madre hacía años que había fallecido. Por tanto habían pasado a estar al cuidado de su tío, y, al parecer, sus intenciones eran las de deshacerse de ellos.

Aún seguirían temblando de frío en esa celda si Mary, la hija del vecino, no les hubiera ayudado a escapar. Tristan había propuesto aprovechar la oportunidad para liquidar a su tío, deshacerse del molesto bastardo, pero Sebastian prefería esperar hasta que fueran hombres, adultos capaces de dominar la situación. Desgraciadamente, el plan implicaba esconderse. ¿Y dónde mejor que lejos de las costas inglesas?

Tristan asintió a modo de respuesta a las palabras de su hermano y cerró los puños con fuerza para no agarrar la camisa de Sebastian en un último y vano intento por evitar la inminente separación.

—No lo olvides —los dedos de Sebastian se hundieron dolorosamente en los hombros de Tristan—, dentro de diez años, el día del aniversario de nuestra huida, nos encontraremos en las ruinas de la abadía. Conseguiremos nuestra venganza, te lo juro sobre las tumbas de padre y madre.

Tristan volvió a asentir.

—De acuerdo entonces.

El duque reanudó su camino por el muelle hasta alcanzar el descomunal barco que crujía en la oscuridad de la noche. Un hombre corpulento estaba de pie junto a la pasarela. La brisa proveniente del mar apenas movía el gabán que portaba. Una cicatriz que atravesaba el lado izquierdo de su rostro le confería a su boca un desagradable rictus. Los ojos eran negros como el más negro de los pecados.

Un escalofrío recorrió la columna de Tristan. Quería darse media vuelta y correr hacia los establos donde habían amarrado a los caballos. Quería subirse a Molly y alejarse cabalgando de allí, sin detenerse jamás. Sin embargo, se obligó a permanecer junto a su hermano y enfrentarse al capitán con el que Sebastian ya había hablado antes en una taberna.

—¿Tienes las monedas? —preguntó su hermano.

—Sí —el capitán del navío lanzó una bolsita de cuero al aire y la volvió a agarrar. Las monedas tintinearon—. ¿Seguro que es esto lo que quieres, muchacho? ¿Ser mi grumete?

Tristan asintió.

—La vida en un barco es muy dura. Ninguno de los dos parecéis acostumbrados a la vida dura.

Tristan seguía sin poder articular palabra.

—Él no tiene miedo —le aseguró Sebastian con confianza.

Tristan agradeció las palabras de su hermano, pues le permitían ocultar el hecho de que estaba aterrorizado.

—De acuerdo entonces —el capitán arrojó la bolsita de cuero a las manos de Sebastian, que la atrapó con ambas manos, como si pesara más de lo que hacía, como si incluyera el peso de su conciencia—. Subamos a bordo.

El capitán se volvió y empezó a subir por la pasarela. Tristan dio un paso, pero su hermano lo detuvo con un fuerte abrazo.

—Debes ser fuerte.

Los ojos de Tristan ardían. ¡Maldito fuera! No iba a llorar. No iba a comportarse como un bebé, como hacía Rafe. Asintió y, tras darle una fuerte palmada a su hermano en la espalda, subió corriendo la pasarela y saltó a cubierta.

Al volverse vio la sombra del duque desaparecer en la oscuridad. Deseaba correr tras él, acompañarlo. No quería quedarse allí. Aquello no era lo que deseaba.

La enorme mano del capitán, más bien una zarpa, aterrizó sobre su hombro con la suficiente fuerza como para hacerle perder el equilibrio.

—Me llamo Marlow. ¿Tienes un nombre, muchacho?

—Lo… —se detuvo. No podía confesar que era lord Tristan Easton, segundo en la línea de sucesión al ducado de Keswick. Hasta que recuperaran sus derechos de nacimiento, no era más que un plebeyo—. Tristan —contestó tras aclararse la garganta.

—Bueno, Lo Tristan, ¿de quién huyes?

El joven apretó los labios con fuerza. El capitán había descubierto su mentira y se burlaba de él. No volvería a mostrarse tan descuidado. Iba a tener que convertirse en un maestro del secretismo.

—De acuerdo —asintió Marlow—. Te llamaré Jack.

—¿Por qué? —Tristan miró al corpulento hombre.

—Cuando uno se esconde, muchacho, debe esconderlo todo.

Tristan volvió a mirar hacia el enorme agujero negro por el que había desaparecido su hermano. Lo haría. Enterraría su vida. Se convertiría en otra persona. Sería otra persona.

Tan solo esperaba que, llegado el momento, lograra volverse a encontrar.

Capítulo 1

Siempre había oído que los ojos eran la ventana del alma. Al contemplar los suyos, no fui capaz de determinar si esas ventanas estaban cerradas o si los rumores que corrían sobre él eran ciertos: que carecía de alma porque se la había vendido al demonio a cambio de su inmortalidad. De ser así, la vida que llevaba debería haberlo conducido a la tumba hacía tiempo. Pero ahí estaba, la fantasmagórica mirada azul imperturbable, desafiante… peligrosa. Llegaría un día en que me cuestionaría el buen acierto de no alejarme. Yo deseaba más de lo que tenía, y por eso me mantuve firme, negándome a ser ignorada. A menudo regreso a esa noche tormentosa y me pregunto cómo habría sido mi vida ahora que comprendo que el camino por el que él me iba a llevar era un camino por el que, pronto descubriría, no deseaba transitar.

Diario secreto de una dama aventurera

Londres, abril de 1858

No tenía aspecto de héroe.

Lady Anne Hayworth había esperado que fuera, al menos, aseado. Jamás había visto a un hombre tan desastrado. Llevaba desabrochados tres botones de la camisa que revelaban un torso que, para su sorpresa, parecía tan bronceado como sus manos. Estaba sentado, solo, en una mesa de un rincón de la taberna, como si fuera el dueño del establecimiento, aunque ella sabía muy bien que no lo era. Al menos no creía que lo fuera. Los detalles de su vida eran tan difíciles de encontrar como el hombre mismo.

De pie ante él, estuvo tentada de aplicar unas buenas tijeras a esos cabellos del color del ébano que le llegaban hasta los hombros, y una cuchilla a la incipiente barba que oscurecía su mandíbula.

Estaba acostumbrada a que los caballeros se pusieran en pie cuando ella se acercaba, pero ese hombre continuó tirado en la silla, acariciando la jarra de cerveza que tenía en la mano mientras la miraba fijamente, como si estuviera imaginándose cómo sería acariciarla a ella en lugar de la jarra. Una idea absurda que no sabía de dónde había surgido. No estaba acostumbrada a que los hombres la miraran descaradamente, como si estuvieran considerando hacer alguna travesura con ella.

No, ese hombre no parecía estar hecho del material de los héroes.

Quizás el caballero de la puerta al que había interrogado lo había señalado para gastarle una desafortunada broma. De ser así, le exigiría la devolución del soberano que le había pagado por su ayuda. Sin embargo, por si acaso…

—Estoy buscando al capitán Jack Crimson —anunció tras aclararse la garganta.

—Crimson Jack —y lo ha encontrado.

—Entiendo. ¿El capitán Crimson Jack, el aventurero?

—Eso depende —las comisuras de los labios del hombre se torcieron en una sonrisa burlona—. ¿Qué clase de aventura está buscando, princesa?

—No soy una princesa. Mi padre es conde, no un príncipe o un rey. Él —la joven se interrumpió. Las particularidades de su herencia, de nada en realidad, no eran de su incumbencia—. Me han dicho que usted podría ayudarme.

Tristan deslizó una mirada cargada de insolencia sobre la mujer, que sintió encogerse el estómago mientras apretaba los puños enguantados para evitar que temblaran.

—Eso depende de qué clase de ayuda necesite —insistió él—. Si se trata de una aventura entre las sábanas…

—¡Desde luego que no! —espetó ella ante ese sinvergüenza arrogante.

—Qué lástima.

¿Lástima? Era evidente que ese hombre carecía de principios. Ella era muy consciente de no ser una belleza. Le faltaba color. Sus cabellos eran rubios, casi blancos, los ojos de color plata, la nariz demasiado pequeña y los labios demasiado carnosos. Sabía que debería buscar ayuda en otra parte, pero el capitán le había sido muy recomendado.

—¿Puedo sentarme? —preguntó en lugar de darse media vuelta y marcharse.

La silla que tenía delante se movió repentinamente y ella comprendió que él la había empujado con el pie. «Mequetrefe sin modales», pensó. Aun así no podía olvidar el hecho de que le habían asegurado que no solo podría confiarle su vida, también su virtud. No tenía por costumbre violar a las mujeres, claro que, basándose en sus atractivos rasgos, por no mencionar esa traviesa sonrisa, sospechaba que las mujeres debían meterse voluntariamente en su cama. Ella, sin embargo, no sería una de ellas.

—Soy lady Anne —tras sacar un poco más la silla, se sentó y se quedó en silencio. Su padre y hermanos no aprobarían sus planes, y por eso mismo había elegido la vía del secretismo—. Quiero contratarle para que me lleve a Scutari.

—No es un lugar muy agradable para pasar las vacaciones. ¿Qué le parece si la llevo a Brighton mejor?

—Mi prometido no se encuentra en Brighton —espetó ella antes de cerrar los ojos con fuerza ante las ardientes lágrimas que pugnaban por derramarse.

Su familia opinaba que no era buena idea dirigirse a ese lugar en el que tantos soldados habían fallecido durante la guerra de Crimea, ni visitar el hospital y los campos donde Florence Nightingale había luchado por salvar tantas vidas. En realidad no se trataba de un deseo de ir a ese lugar. Simplemente tenía que ir.

Abrió los ojos para encontrarse con el inexpresivo rostro de ese hombre sentado frente a ella. Si tenía una opinión sobre su estallido, no lo demostró.

—No necesita que yo la lleve a Scutari. Puede adquirir un pasaje…

—Quiero viajar con mis propios horarios. Quiero llegar pronto. Mi intención no es quedarme mucho tiempo, pero es imprescindible que yo… —esas malditas lágrimas amenazaban de nuevo. Ella era mucho más fuerte. Sería mucho más fuerte. Tragó nerviosamente—, yo pretendo visitar a mi prometido y regresar a casa antes de que comience la temporada de bailes.

Ante ella apareció un pañuelo, sorprendentemente blanco y planchado, sujeto por una áspera mano. La joven lo aceptó y se secó delicadamente las lágrimas antes de levantar la mirada.

—No esperaba que esta parte resultara tan complicada.

—¿Cuánto hace que no lo ve?

—Cuatro años. Lo despedí en la estación de tren la mañana en que él, y tantos otros al servicio de la reina, iniciaron su viaje a Crimea. Se le veía tan gallardo, con tanta confianza en sí mismo. Prometió regresar a casa a tiempo para la caza del faisán… —ella se aclaró la garganta—. Lo siento mucho. No sé por qué le cuento todas estas cosas.

Sobre todo porque la mirada de ese hombre no encerraba ni un ápice de compasión, de calidez. Se preguntó para qué le había ofrecido el pañuelo, a no ser que no soportara la visión de las lágrimas.

—¿Alguna vez le han separado de algo o alguien que le resultara querido?

Tristan apretó con fuerza la mandíbula y ella sacudió la cabeza.

—Lo siento, ha sido una pregunta estúpida. Usted es un hombre de mar. Estoy segura de que su vida ha estado plagada de separaciones.

—En lo que a mí respecta, no esté segura de nada, princesa.

—Ya le he explicado que no soy…

Anne vio el triunfo iluminar los ojos azules. Le había puesto una trampa y su rabia había apartado la tristeza a un lado. ¿Qué clase de hombre era? En un momento compasivo y, al siguiente, distante.

Dobló el pañuelo con primor y se lo devolvió.

—Quédeselo.

—Lo siento —ella volvió a sacudir la cabeza—. No he manejado bien este encuentro. Tal y como le he explicado, me gustaría contratarle para que me llevara a Scutari. Tengo entendido que su barco es increíblemente veloz y que usted es un capitán excepcional.

—Ambas cosas son ciertas. Pero transporto mercancías, no personas.

—Estoy dispuesta a pagar generosamente por su barco y servicios: doscientas libras.

Enseguida comprendió que había llamado su atención. Lo percibió por el modo en que deslizaba lentamente su mirada sobre ella, sin insolencia, pero con una nueva medida de respeto, como si la viera por primera vez.

—Eso es mucho dinero —observó al fin.

—Lo bastante para convencerle de que me lleve a Scutari, capitán… —Anne volvió a sacudir la cabeza—. ¿Cuál es su apellido si no es Crimson?

—Llámeme Jack.

—No podría tratarle con tanta informalidad.

—Deme la mano —él dejó caer un brazo sobre la mesa, con la palma de la mano hacia arriba.

—¿Disculpe?

—Su mano.

En los ojos azules había un desafío inconfundible y no vio ningún mal en hacer lo que le pedía. A fin de cuentas llevaba guantes. Respirando hondo, posó su mano sobre la suya.

Antes de poder pestañear, él le agarró la muñeca y, lentamente, muy lentamente, empezó a desabrochar los botones del guante con la otra mano.

—Capitán…

—Silencio.

Ella contempló con horrorizada fascinación cómo ese hombre le quitaba lentamente el guante y lo dejaba a un lado. Sin pedir permiso, deslizó sus dedos sobre la palma de la mano de Anne, siguiendo las líneas como si esperara que lo condujeran a algún lugar. Tenía unos dedos callosos, ásperos, llenos de cicatrices. Dudaba mucho que llevara guantes alguna vez.

—Tiene una piel de seda. Su prometido es un hombre muy afortunado —anunció él con voz repentinamente ronca.

—No tan afortunado como podría pensar.

—En mi barco hay muy poco espacio para las formalidades —Tristan no le pidió ninguna aclaración. Parecía fascinado por las líneas de la mano—. Va a tener que dormir en mi camarote.

—Mientras usted no se encuentre allí…

Sin ninguna prisa, él alzó la vista. El corazón de Anne latía con tanta fuerza que se preguntaba si él lo notaría en la muñeca.

—No estaré siempre, pero al menos comeré allí. Estudiaré allí mis cartas de navegación —hubo un instante de silencio—. Me bañaré allí.

Ella tragó nerviosamente. Mientras él se bañaba, podría subir a cubierta. Además, ¿cuántos baños necesitaba ese hombre durante la semana que les llevaría llegar a su destino?

—Estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo.

—Trae mala suerte llevar a una mujer a bordo. A mis hombres no les va a agradar su presencia. Va a tener que permanecer pegada a mí para que pueda ofrecerle protección.

Tristan intentaba manipularla, intimidarla, hacer que desconfiara. Pero ella tenía cuatro hermanos. Sabía jugar a su juego.

—Le busqué porque pensaba que era una especie de héroe.

Tristan encajó la mandíbula y entornó los ojos. Era evidente que no le había gustado el comentario.

—Aunque no supe los detalles de sus heroicidades. Sin embargo, me aseguraron que controla a sus hombres. Si les ordena que se comporten, lo harán.

—Ante la posibilidad de recibir un beso suyo, sospecho que estarían dispuestos a arriesgarse al mordisco del látigo.

—Yo no regalo mis besos.

—Y yo no necesito sus doscientas libras. De modo que, dígame, princesa, ¿qué más está dispuesta a ofrecerme?

Lord Tristan Easton, más conocido en los muelles como Crimson Jack, no pudo evitar sonreír mientras la joven daba un respingo y apartaba la delicada mano. No recordaba haber tocado jamás una piel tan sedosa. Ni haber visto tanto fuego en los ojos de una mujer. Claro que tampoco tenía costumbre de provocar a las damas. Sin embargo, algo en ella despertaba al diablo que llevaba dentro.

—Es usted un canalla —espetó ella.

—Jamás he pretendido ser otra cosa —e iba a colgar del penol al miembro de su tripulación que hubiera difundido la leyenda de que era un héroe. No lo era. No como su hermano, Sebastian, que había luchado en las batallas más sangrientas, y apenas sobrevivido para contarlo—. Me está pidiendo que vaya a un lugar al que no deseo ir. Tiene que merecer la pena para que me moleste en ello.

Y sin embargo, en esos momentos no tenía ningún otro compromiso, aparte de levantar jarra tras jarra de cerveza y hacer lo que le apeteciera.

—Es evidente que no es cierto lo que he oído contar de usted, pues no es un hombre de honor.

Tristan se resistía a reconocer lo mucho que le afectaban esas palabras. Hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparle lo que los demás pensaban de él, ¿por qué demonios iba a importarle lo que ella opinara?

—Siento haber desperdiciado su tiempo y el mío —ella se levantó elegantemente de la silla—. Que tenga buenas noches, caballero.

Con una furiosa sacudida de la falda, ella se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Alguien se levantó de un salto para abrirla, y de repente se encontró en medio de la tormenta.

Una lástima.

Tristan desvió la mirada hasta una mesa vecina donde un chico de dieciséis años intentaba sentar a una camarera en su regazo.

—¡Ratón! —rugió.

—¿Sí, capitán? —el chico se puso firme de inmediato.

—Quiero saber adónde va —él asintió hacia la puerta.

Sin quejarse ni demorarse, el chico partió. Si alguien podía seguirla, ese era él.

Tristan percibió la mirada de desilusión de la camarera y le hizo una seña para que le sirviera otra jarra. Cuando la tuvo sobre la mesa, tomó un sorbo y echó la silla hacia atrás hasta que topó con la pared. Era su postura de pensar.

Últimamente se aburría muchísimo. Dos años atrás, él y sus hermanos al fin habían cumplido su promesa. Aunque algo tarde, habían regresado a Londres, encontrado a su tío y reclamado sus derechos como lores de Pembrook.

Pero la sociedad de Londres no se había apresurado a recibir de buen grado a los lores. En cuanto la posición de Sebastian como duque de Keswick estuvo asegurada, y su tío muerto, Tristan había regresado al amor que había reemplazado a Pembrook en su corazón: el mar.

Pero tras casi veinte meses de lucha contra tempestades y galeras, había regresado a las costas de Inglaterra con la sensación de haber sido liberado de sus ataduras. No sentía ningún deseo de regresar a los tediosos salones de baile de Londres. Cierto que encontraba a muchas mujeres dispuestas a calentar su cama, pero todas estaban cortadas por el mismo patrón: satén, seda y encaje. Les atraía el peligro que él representaba. Le bastaba con sonreír para que cayeran en sus brazos. No suponían ningún desafío.

Sin embargo, la dama que había estado sentada frente a él era diferente. Había entrado por la puerta como si fuera la dueña de la noche, como si hubiera llamado a la lluvia, ordenado que los truenos retumbaran. Y con los movimientos más elegantes que hubiera visto jamás, había echado a un lado la empapada capucha de su capa.

El endurecimiento de su cuerpo ante el exquisito rostro que se le había revelado había sido rápido, casi brutal. De pómulos altos y piel inmaculada, sus cabellos recogidos sobre la cabeza no eran exactamente rubios, no exactamente blancos, sino del tono más pálido que pudiera haber.

Había hablado con un hombre y Tristan, que jamás había sentido celos de otro hombre, los sintió. Cuando la dama empezó a avanzar hacia él, había sentido una anticipación que hacía mucho no experimentaba. Incluso había apostado contra sí mismo por el color de sus ojos. Verdes, había pensado. Pero había perdido la apuesta, pues eran de un pálido y fantasmagórico tono plateado. Esos ojos habían conocido la tragedia, de eso no le cabía duda.

Y sin embargo, no habían sido conquistados nunca, algo que, de repente, había sentido la imperiosa necesidad de hacer. Su prometido era un imbécil de marca mayor por marcharse a la guerra teniéndola a ella para calentar su cama.

Sebastian había luchado en Crimea. En aquel campo de batalla había dejado medio rostro, quizás incluso una parte de su alma, hasta que Mary había regresado a su vida para convertirlo de nuevo en un hombre entero. De modo que Tristan no sentía ningún cariño por esa parte del mundo, por los problemas que le había causado a su hermano, aunque la perspectiva de llevar a lady Anne a bordo de su barco le intrigaba. No le agradaba la idea de entregarla a otro hombre, prefería conservarla para él mismo, al menos durante un tiempo. Solo para divertirse un poco.

No le sorprendió que ella no lo hubiera reconocido. No estaba considerado un caballero. También era posible que, dado que estaba prometida, no hubiera asistido a los dos bailes en los que él y sus hermanos habían irrumpido escandalosamente tras regresar a Londres. Ya les valía seguir vivos y no haber sido devorados por los lobos. A pesar de que Sebastian seguramente frecuentaba esos círculos, hacía falta un ojo muy avezado para reconocer las similitudes entre ellos dos. La mayoría de las personas no miraba más allá del rostro desfigurado del duque.

A Tristan le gustaba que esa mujer no supiera cómo encajaba en su vida. Si la verdad salía a la luz, sería incómodo. Se había ocupado de ocultarlo bien con sonrisas, risas y bromas, pero no tenía ningún deseo de regresar a la sociedad londinense. Rafe había acertado, pues lo mejor era quedarse oculto entre las sombras donde se sentían cómodos. Llevaban demasiado tiempo alejados de manifestaciones de cortesía, una mortaja que le oprimía y no le gustaba tener que llevar.

Tenía un sexto sentido para descubrir tesoros enterrados. Deseaba a esa lady Anne que había osado abordarlo y ofrecerle dinero. Podría haberlo aceptado para luego seducirla una vez estuviera en su barco, pero eso sería demasiado fácil.

Acarició el guante que se había dejado sobre la mesa. Con las prisas por marcharse, lo había olvidado. Tristan se moría por un desafío.

Y estaba bastante seguro de que ella se lo proporcionaría. Uno que jamás olvidaría.

Capítulo 2

—¿Y bien? —preguntó Martha en cuanto Anne se instaló cómodamente en el carruaje y este arrancó.

—Desgraciadamente tu hermano se equivocó —contestó ella a la doncella—. No tiene en absoluto las hechuras de un héroe y, desde luego, no es un hombre honorable.

—¿Seguro que habló con la persona correcta?

—Desde luego.

—No lo entiendo. Johnny navegó con él y hablaba maravillas…

—Bueno, pues yo te aseguro que no tengo ningún deseo de asociarme con ese hombre —Anne apretó el puño con fuerza.

¡Maldita fuera! Se había dejado el guante. La mano seguía caliente tras el contacto de los ásperos dedos del marinero y ni se había acordado del estúpido guante. Jamás había sentido una caricia tan sensual. Era peligroso. Muy peligroso.

—Por favor, habla con tu hermano y pídele que me recomiende a otra persona.

—¿No sería mejor simplemente reservar un pasaje?

—Lo haré si no tengo más remedio —no deseaba una estancia prolongada. Le bastaría con unos pocos días junto a Walter para despedirse. Pero al mencionar ese hecho a su padre y hermanos, el viaje les había parecido una idea horrible. No lo comprendían, ¿cómo podrían hacerlo? Amaba a Walter, pero, durante la última noche que habían pasado juntos antes de su marcha, ella le había herido de palabra y acto. Quizás, de no haberlo hecho, él habría regresado a casa. Necesitaba disculparse. Necesitaba su perdón.

Todos los meses le había enviado su salario. No era gran cosa, pero ella había reinvertido los fondos para ellos, para su futuro. Y eran esos los fondos que iba a emplear para visitarlo. Dejaría una nota para que su padre la encontrara cuando ya se hubiera marchado. Si contrataba un viaje convencional, con horarios e itinerarios, sería más fácil que su familia la descubriera y le impidiera irse.

Pero un barco a su servicio… zarparían en medio de la noche y para cuando su familia descubriera su marcha ya estarían en alta mar.

Miró por la ventana e intentó no recordar cómo Crimson Jack seguramente reinaba en la noche igual que lo hacía en el mar. Sin duda estaba acostumbrado a las mujeres revoloteando a su alrededor, colándose en su cama sin el menor remordimiento. Su lado más travieso, uno que se resistía a reconocer, apenas lograba culparlas por ello.

Ese hombre era espectacularmente atractivo y con cierto aire noble. Sin embargo, le había arruinado toda ilusión al negarse a llevarla en su barco a cambio de dinero y pedirle alguna otra cosa en pago. La tórrida mirada había revelado exactamente lo que tenía en mente.

Algo que no le había dado a Walter, y que, desde luego no iba a dar a un rudo capitán de barco, aunque a su mente aparecieran imágenes de ambos revolcándose bajo las sábanas. Y había bastado con un ligero roce de su mano. Era un hombre terrenal y duro. Un bárbaro. Un hombre para el que la lujuria era algo normal. Le interesaba la conquista, pero el interés se desvanecía en cuanto la dama era conquistada.

Y ella no tenía ningún interés en ser conquistada.

Encontraría a otro capitán más adecuado. Uno de mayor edad, con más experiencia. Uno que fuera lo bastante feo como para no hacer revolotear su corazón. Uno que fuera lo bastante pobre como para necesitar su dinero.

El capitán Crimson Jack seguramente se creía tentador, y no le cabía la menor duda de que sería un delicioso bocado de hombría, pero ella estaba hecha de otro material y no iba a dejarse engatusar por unos ojos tentadores o la promesa de pasión que encerraban. Al fin y al cabo se había resistido a Walter, aun cuando lo había amado con todo su corazón. Día y noche lamentaba la separación. Necesitaba ir a Scutari para poder aliviar su culpa y encontrar la felicidad, si no con él, con otra persona.

—¿Qué sabes del conde de Blackwood? —preguntó Tristan desde la puerta. El reloj acababa de dar la medianoche y sabía que encontraría a su hermano en el estudio. Los lugares de vicio siempre estaban más activos cuando las personas decentes dormían.

—Hace dos años que no te veo y ni siquiera te molestas en saludar adecuadamente —Rafe levantó la vista de los libros de cuentas.

—Hola —empezó de nuevo Tristan antes de entrar en la estancia y mirar a su alrededor.

Su hermano había añadido un nuevo globo terráqueo a la colección. Interesante. Se preguntó por qué le gustaban tanto.

—¿Cuánto tiempo llevas en Londres? —quiso saber Rafe.

—Un mes, más o menos. ¿Blackwood?

Bendito Ratón y sus ansias por demostrarle a Tristan su valía a cambio de un puesto en su barco. No solo había seguido a la dama a su casa, había conseguido hablar con un sirviente que le había proporcionado algunos detalles de la familia. El conde tenía cuatro hijos y una hija.

Rafe se reclinó en el asiento y estudió atentamente a su hermano mientras se frotaba la bien afeitada barbilla, haciendo que Tristan deseara haberse arreglado un poco. En los muelles, cuanto más duro parecías, más duro creían que eras, y Tristan se había ganado fama de ser tremendamente duro, sospechaba. Seguramente podía lucir camisolas de encaje y nadie se metería con él. Al menos no con Crimson Jack.

—¿Sabe Sebastian que has vuelto?

—No le he avisado de mi regreso —Tristan suspiró y se dejó caer en una silla frente a Rafe.

—Supongo que sabes que tiene un heredero.

Tristan esperó a que su hermano le sirviera una copa de whisky que vació de un trago.

—No tenía ni idea, pero me alegro. Me quita presión.

—¿No te gustaría ser duque?

—En absoluto.

—¿No vas a seguir los pasos del tío e intentar arrebatarle el ducado?

—Opino que el comportamiento de nuestro tío evidenciaba que estaba loco. Yo no lo estoy. Me alegro de su muerte

Sobre todo porque su último acto fue un intento de matar a Mary. Atacar a los hermanos era una cosa, pero desviar su sed de sangre hacia la dulce Mary…

—Sebastian y Mary llegarán pronto para la temporada de bailes —le informó Rafe.

—Pensé que se quedarían en Pembrook para siempre —Tristan intentó disimular su sorpresa.

—Creo que Mary le convenció de que debía ser aceptado en sociedad por el bien de su heredero, y cualquier otro hijo que pudiera seguirle.

Podrían serle útiles en su intento de seducir a lady Anne, pero no quería esperar a que la joven hubiera regresado de su viaje, en otro barco.

—¿Y bien? ¿Blackwood? ¿Qué sabes de él? —insistió en un intento de lograr que la conversación regresara al propósito de su visita a Rafe.

—No pertenece a mi club, aunque los dos hijos pequeños sí. El mío no es un club tan exclusivo como otros y atrae más a los jóvenes que no se preocupan tanto por guardar las apariencias.

—¿Y su hija? ¿Qué sabes de ella?

—Dudo mucho que sea un miembro de mi club —Rafe enarcó exageradamente una ceja.

—¡Muy gracioso! Ya veo que en los meses que hemos estado separados no te has vuelto más comunicativo.

—¿Por qué te interesas por ella?

—Quiere contratarme para que la lleve a Scutari.

—¿Por qué? La guerra ha terminado. Nightingale ya no está allí para atraer a las enfermeras.

—Quiere ir a ver a su prometido.

—¿Y vas a llevarla?

—Solo si está dispuesta a pagar mi precio.

—¿Y qué precio es ese?

—Eso queda entre la dama y yo —Tristan le ofreció una sonrisa lobuna.

—Veo que tú tampoco te has vuelto más comunicativo —Rafe frunció el ceño—. Pero si es una dama, y está prometida, no sería muy inteligente por tu parte coquetear con ella. Sobre todo porque tiene cuatro fornidos hermanos. Podrías encontrarte en dificultades.

—No creo que haya compartido con ellos su deseo de hacer este viaje.

—¿Y qué te hace pensar eso?

—Tiene un halo de misterio, y es casi tan hermética como tú. Tengo la sensación de que se calló muchas cosas. Me encanta desvelar misterios.

—Déjala, hermano.

—¿Por qué?

—Mis instintos me dicen que, si sigues por ese camino, solo encontrarás problemas.

—Sin duda tienes razón.

Sin embargo, por su experiencia, los problemas solían ser de todo menos aburridos.

Pasó una semana hasta que regresó a la taberna. Tristan sabía que, tarde o temprano, lo buscaría de nuevo. Lo que le sorprendió fue lo rápido que prendió el deseo en él en cuanto la vio aparecer. Sabía, como caballero que era, que debería ponerse de pie para saludarla, pero entonces todos se darían cuenta de lo mucho que la deseaba. De modo que se quedó recostado en la silla, deslizando un dedo por la jarra de cerveza, como le gustaría deslizarlo por la húmeda piel de esa joven después de una buena sesión en la cama.

Lady Anne avanzó con la fuerza de una galera, decidida. El fuego hacía llamear los ojos de plata convirtiéndolos en estaño. El pulso se marcaba en el delicado cuello, reflejando su enfado. Los altos pómulos estaban teñidos de rojo y los labios fruncidos. Cómo le gustaría separar esos labios para hundir la lengua entre ellos y saborear el dulce néctar de su boca.

Jamás en su vida había reaccionado con tal violencia ante una mujer a la que apenas conocía. La deseaba, no lo iba a negar. Pero había algo más que atracción física. ¿Qué clase de mujer arriesgaría su vida y su reputación para viajar al encuentro de un hombre al que no había visto en cuatro años?

Tristan no creía en el amor, y nunca había amado a una mujer hasta el punto de arriesgarlo todo por ella. El amor pertenecía a los poetas, y quizás a Sebastian. La última vez que lo había visto, le había asegurado que amaba a Mary. Si bien él mismo sentía cariño hacia ella, no daría su vida por ella. Una emoción tan profunda le resultaba incomprensible.

—¡Canalla! —espetó la joven.

—Buenas noches tenga usted también, lady Anne —Tristan enarcó una ceja y sonrió burlonamente.

—He abordado a cinco capitanes para comprar un pasaje en sus barcos. Todos me han rechazado.

—Ya se lo dije: se considera mala suerte llevar mujeres a bordo. Los marineros son supersticiosos. Dudo que encuentre a alguien dispuesto a arriesgarse.

—Sobre todo cuando usted les ofrece el doble de lo que estoy dispuesta a pagar por rechazarme.

Tristan intentó disimular la sorpresa que le producía el que ella lo hubiera descubierto.

—¿Por qué? —lady Anne se acercó a la mesa y agarró el respaldo de la silla con las manos enguantadas mientras se inclinaba hacia delante—. ¿Por qué intenta arruinar mis esfuerzos? ¿Por qué le importa?

—Porque la quiero en mi barco —¡maldita fuera! Su intención había sido jugar con ella un poco más. La amarga confesión había sido provocada por los ojos grises. Por la tristeza que reflejaban ante la incomprensión, el dolor, que a él tanto le gustaría aliviar.

—Pero no quiere aceptar mi dinero.

—No.

—Quiere que le pague de otra forma.

—Sí.

—Sé exactamente lo que quiere y jamás lo tendrá.

—Cuidado, princesa —él ladeó la cabeza ligeramente—. Eso me ha parecido un desafío, y yo jamás he rechazado un desafío ni lo he perdido.

—Ojalá se pudra en el infierno.

Lady Anne se dio media vuelta y salió de la taberna con la ferocidad de la peor de las tormentas. ¡Por Dios que debería haber aceptado su oferta! Debería haber aceptado su dinero, cualquier cosa para que subiera a su barco. Una vez en alta mar, ya no se podría marchar.

Una vez en alta mar, la haría suya.

Anne estaba furiosa, tanto que se arrancaría el cabello. Pero no, eso no serviría de nada. Autolesionarse era ridículo. Estaba lo bastante furiosa como para arrancarle los cabellos a él, y eso debería haber hecho. Debería haberse abalanzado sobre la mesa y tirado de uno de esos largos mechones de color ébano. Así comprendería que no era una dama con la que se pudiera jugar.

—No lo comprendo —murmuró Martha con un hilillo de voz, como si temiera que Anne volcara su ira sobre ella—. Mi hermano habla maravillas del capitán.

—Sí, bueno, es evidente que no trata a sus hombres del mismo modo en que trata a las damas.

Pero ¿por qué ofrecer el doble de lo que ofrecía ella para asegurarse de que ningún capitán aceptara llevarla? Ese hombre podía tener a cualquier mujer que deseara tener. ¿Por qué ella? ¿Por qué la quería a bordo de su barco? ¿Para poder levantarle las faldas? Pues iba a descubrir que estaban hechas de plomo.

—Dile a tu hermano que me busque otro capitán. Le ofrezco quinientas libras.

—Milady —Martha dio un respingo—. Esto está yendo demasiado lejos.

Anne ni siquiera se molestó en explicarle a su doncella que se había sobrepasado. Llevaban tanto tiempo juntas que no iba a regañarla, sobre todo cuando sabía que tenía razón.

—Ya veremos si el capitán Crimson Jack está dispuesto a pagar mil libras.

Martha tomó la mano de su señora.

—Hable de nuevo con su padre, explíquele por qué necesita hacer este viaje. Seguro que él se encargará.

—Me llevará más tiempo si viajo según el itinerario de otra persona.

—No mucho más.

—No, no mucho más —Anne suspiró resignada—. Estoy siendo muy obstinada, lo sé —el capitán la había enfurecido y cambiar sus planes de viaje sería como aceptar que él había ganado.

—Sería más seguro —insistió Martha.

¿Lo sería? ¿Una mujer viajando sola con su doncella? Podría tropezarse con algún conocido y desatar toda clase de rumores. No quería que nadie lo supiera, esa era la cuestión. Se trataba de un asunto que solo le concernía a ella.

—Lo que quiero es hacer este viaje a mi manera.

—A lord Walter no le importará.

—No, no le importará —asintió ella con lágrimas en los ojos.

La furia se transformó en tristeza. Prosiguieron el camino en silencio mientras el carruaje atravesaba las neblinosas calles de Londres. Querido Walter. Ansiaba verlo de nuevo, oír su risa, permitir que bromeara con ella, que la abrazara y la arrastrara por el salón de baile al ritmo de la música. Desde su partida, había evitado los bailes, las veladas y las cenas. Junto con la hermana de Florence Nightingale, había dedicado su vida a reunir los muy necesitados suministros para los hospitales de Crimea. Había visitado en el hospital a los soldados que habían regresado, llevándoles todo el consuelo que pudo. Y por último había iniciado un duelo al saber de la muerte de Walter. Cualquier oportunidad para ser perdonada había muerto con él.

Dos años. Había pasado dos años muerta en vida, sin sentir nada. Caminando como un espectro. Había perdido peso y no conseguía disfrutar con nada, ni siquiera con su pasatiempo favorito: la lectura. Acababa los libros sin acordarse siquiera del tema de la novela, a pesar de haber pasado página tras página, concentrada en la tarea. Olvidaba con mucha facilidad.

Y un mes atrás, su padre le había ordenado que saliera de su melancolía, como si fuera un guisante al que se pudiera separar de la vaina de su vida, dejando únicamente el alma. Le ordenó que regresara a la sociedad, que buscara otro marido antes de que se hiciera demasiado mayor. Tenía veintitrés años. Daba miedo echar la vista atrás y recordar lo joven que había sido cuando Walter se había marchado.

Y se sentía tremendamente vieja.

Sabía que su padre tenía razón. Necesitaba seguir adelante con su vida. Walter no iba a regresar a su lado, pero necesitaba despedirse de él, a su manera.

Lo echaba muchísimo de menos. Muchísimo. Incluso después de los años transcurridos.

Se negaba a admitir lo bien que le había sentado el estallido de ira de aquella noche. Hacía mucho tiempo que no sentía otra cosa que no fuera pena. Bueno, salvo la noche en que había conocido a Crimson Jack y había sentido un ligero cosquilleo de, ¿deseo?, cuando le había quitado el guante, al tocarla. Posteriormente, se había alegrado de que él hubiera declinado su oferta. No se imaginaba permanecer encerrada en un pequeño barco con ese hombre. Por supuesto que Martha estaría con ella. Quizás incluso una segunda doncella. La sensualidad que emanaba de ese hombre requeriría un ejército de doncellas para protegerla.

Y de nuevo se descubría pensando en él, en ese canalla. Había empezado a invadir sus sueños, sus momentos de vigilia. Todavía era incapaz de leer un libro y recordar la trama, pues de inmediato sus pensamientos vagaban hacia él. No pensaba nunca en el capitán más viejo, ni en el de la cicatriz, o en el desdentado, a todos los había abordado para proponerles el mismo trato. Ni siquiera pensaba en ese otro más atractivo que había mantenido a una exuberante pelirroja sentada en su regazo durante la entrevista. Su risa era escandalosa y su sonrisa fácil, pero no era en él en quien pensaba. Solo pensaba en el capitán de gélidos ojos azules que parecían derretirse cuanto más hablaban. El hombre que le hacía preguntarse cómo sería deslizar un dedo por la mandíbula sin afeitar.

Walter jamás se había mostrado ante ella sin afeitar. Los botones siempre estaban perfectamente abrochados. Ni un solo mechón de los dorados cabellos estaba nunca descolocado. Eran dos hombres totalmente opuestos. El capitán no era en absoluto su tipo. Entonces, ¿por qué la obsesionaba tanto?

No tenía respuesta para esa pregunta. El carruaje se detuvo frente a su residencia y, de repente, se sintió muy cansada. Al parecer, solo era capaz de desprender energía cuando se encontraba en presencia de Crimson Jack.

Un mayordomo la ayudó a bajar del carruaje y subió las escaleras de piedra, cada peldaño más trabajoso que el anterior. Una vez dentro de la casa sintió el opresivo peso de la desesperación. Hablaría con su padre. No deseaba participar de la temporada en Londres. Ese año no. Quizás el siguiente.

—Martha, necesito media hora a solas, después tráeme un poco de chocolate caliente.

—Sí, milady.

Agarrada a la barandilla, Anne subió las escaleras. La melancolía la asaltaba sin previo aviso. Simplemente parecía golpearla por voluntad propia. No le gustaba, no lo quería. Necesitaba a Walter para superarlo. Su padre no lo entendía. Él nunca había necesitado a nadie, ni siquiera a su madre. El suyo había sido un matrimonio de conveniencia. A ambos les había complacido, pero, cuando su madre había fallecido de gripe tres años atrás, su padre simplemente había seguido con su vida.

Anne desearía ser tan fuerte, pero al parecer el amor la debilitaba y se hundía sin remedio cuando el objeto de su afecto abandonaba el mundo.

Avanzó por el largo pasillo hasta la habitación del fondo, la suya. Las lámparas estaban encendidas, pero todo estaba en silencio. No se oía ni un ronquido, ni el crujir de una cama. Sus hermanos habían salido y su padre, al parecer, también. ¿Por qué los hombres disponían de lugares a los que acudir de noche y las mujeres no?

Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre una silla cercana antes de quitarse los guantes sin querer recordar la deliciosa sensación que le había provocado el capitán al quitárselo él mismo. Por suerte poseía varios pares, aunque no le gustaba haberse dejado uno. Arrojó los guantes sobre el abrigo y caminó hasta el armario de caoba. Alargó una mano hasta el fondo, donde guardaba la botella de brandy que había tomado de la colección de su padre. Las damas no bebían licores, pero la muerte de Walter le había dejado una sensación de frío tan intensa que había buscado el calor. Y lo había encontrado una noche en el armario de las bebidas de su padre.

Se sirvió una generosa copa.

—La acompaño.

Sobresaltada, Anne se volvió y la licorera resbaló de sus manos. Si no cayó al suelo haciéndose añicos, fue porque Crimson Jack la agarró a tiempo.

—¿Qué hace aquí? —preguntó ella con la respiración entrecortada.

Tristan depositó la licorera sobre la cómoda antes de levantar una mano frente a ella. Una mano que sujetaba el guante que se había dejado en la taberna aquella fatídica noche, el guante que con tanta delicadeza le había quitado.

—Vine a devolverle el guante.

—¿Cómo ha entrado aquí?

Él la miró detenidamente y ella se sintió repentinamente desnuda. Quería recular, pero no deseaba ser vista como una cobarde.

—Hay un árbol junto a la ventana. Para un hombre acostumbrado a trepar por el mástil en medio de una tormenta, unas cuantas ramas no suponen ningún desafío.

—Si grito, mi padre y mis hermanos…

—Están en sus respectivos clubes. Dudo mucho que la oigan.

—Los sirvientes…

—Para cuando lleguen, ya me habré marchado.

—Y eso es exactamente lo que quiero que haga. Apártese.

Con una ligera reverencia, él hizo lo que le pidió. Sin tener que aspirar su aroma, Anne consiguió respirar un poco mejor. Curiosamente, el aroma le resultaba fuerte y limpio. Punzante, como una naranja.

—No debería estar aquí —insistió ella mientras se preguntaba si no debería gritar y por qué aún no lo había hecho.

—Suelo hacer un montón de cosas que no debería —Tristan le ofreció el guante.

—Gracias —Anne se lo arrebató de las manos—. Ahora ya puede marcharse.

—Había pensado hablar sobre el viaje a Scutari.

—Dado que no le voy a contratar para efectuarlo, no veo ninguna necesidad de ello.

—No encontrará a ningún capitán dispuesto a llevarla.

—¿Ni siquiera por quinientas libras? —ella ladeó la cabeza con altivez.

Vio un ligero destello de admiración asomar a los ojos azules y supo que le estaba ganando por la mano. El siguiente capitán que abordara…

—Ni siquiera por quinientas libras —contestó él.

—¿Por qué no? —qué satisfacción sería poderle arrancar los cabellos.

—Ya se lo dije. La quiero en mi barco.

—Sí, y en su cama, estoy bastante segura de ello. Pues no va a suceder. Jamás. Me asquea su sugerencia de entregarle mi bien más preciado.

—¿Ese bien más preciado no debería ser su prometido?

El estallido de la palma de su mano al estrellarse contra la mejilla de Tristan resonó a su alrededor. El capitán no había intentado detenerla, aunque después de ver la rapidez con la que había agarrado la licorera estaba segura de que podría haberlo hecho. Sus reflejos eran agudos y ágiles. ¿Por qué se había quedado allí, recibiendo la bofetada? ¿Por qué no se había apartado, o la había agarrado de la muñeca, o empujado a un lado?

—Por favor, márchese —Anne reculó hasta chocar contra el armario.

Le fastidiaba el tono suplicante de su voz. Sin embargo, el capitán tenía razón. Walter debería haber sido más querido para ella que su propia virginidad. Él la había deseado, la noche antes de partir, y ella había sido demasiado puritana para entregársela. Y ya jamás conocería sus caricias y, peor aún, Walter había muerto sin conocer las suyas.

El capitán se limitó a quedarse de pie delante de ella, mirándola como si fuera capaz de descifrar cada uno de los pensamientos que pasaban por su cabeza. Y ella lo odió. Lo odió desesperadamente.

—Voy a llamar a los criados —anunció tras cuadrarse de hombros.

Anne arrojó el guante sobre la cómoda y se dirigió hacia la puerta.

—Un beso.

—¿Disculpe? —ella se volvió bruscamente.

—Un beso. Es el pago que deseo por llevarla en mi barco.

—¿Un beso? ¿Nada más? ¿Un beso? —sin duda lo había entendido mal.

Lentamente, Tristan avanzó hacia ella, silencioso sobre la gruesa alfombra, hasta detenerse muy cerca, fijando la ardiente mirada en los carnosos labios, manteniéndola cautiva como si la hubiera atado con cintas de seda.

—Un beso largo, lento, pausado —susurró él con una voz sedosa y sensual que provocó en Anne un escalofrío muy parecido al placer—. En mi barco, cuando yo decida. Si se niega, añadiré otro beso más, hasta que decida que ha concluido.

—Un beso —repitió ella—. No puede ser eso lo único que desea.

—No, no es lo único que deseo, pero me contentaré con ello. Cualquier otra cosa, deberá estar dispuesta a dármela.

—Sus palabras son halagadoras, y están diseñadas para atraerme —Anne sacudió la cabeza—, pero yo sé que espera tenerme en su cama.

—No —él le acarició los labios con un dedo—. Lo que espero es un beso, nada más.

—Entonces, ¿por qué no recibirlo ahora? ¿Por qué no terminamos de una vez con este asunto?

—Porque quiero atormentarla, como me atormenta a mí.

—¿Yo lo atormento? —ella no pudo ignorar el regocijo que le produjo la confesión del capitán.

—Desde el instante en que cruzó la puerta de la taberna aquella noche tormentosa. No sé por qué. Solo sé que lo hace.

—Porque sabe que no puede tenerme.

—Quizás.

—¿Y cómo sé yo que, una vez a bordo del barco no intentará forzarme? —Anne volvió a sacudir la cabeza.

—Hágase acompañar por su doncella, por una docena de doncellas. A pesar de mi comportamiento, le aseguro que, cuando se trata de una dama, soy un hombre de honor. Podría haberle impedido abofetearme. No lo hice, porque me lo merecía. Mis palabras estuvieron fuera de lugar —él le mostró una brillante navaja—. Llévela encima. Si decide hundirla en mi corazón, no se lo impediré.

—Eso es fácil de decir ahora.

—Un beso, princesa, es lo único que pido para llevarla junto a su prometido en Scutari.

Seguramente era una locura confiar en él. Aun así…

—¿Cuándo podemos zarpar?

—¿Cuándo le gustaría zarpar?

—Mañana. A medianoche.

—Estaré listo.

De haberle sonreído burlonamente, o bufado en tono triunfal, ella lo habría dejado plantado en los muelles. Sin embargo, Tristan se limitó a entregarle un trozo de papel.

—Estas son las instrucciones para localizar mi barco en el puerto.

—Parece que estaba muy seguro de que iba a aceptar sus condiciones.

—En absoluto, pero me gusta estar preparado —Tristan se acercó a la ventana.

—¿Capitán?

Él se detuvo en seco y se volvió.

—Puede salir por la puerta.

La sonrisa fue arrebatadoramente sensual y los ojos desprendieron un brillante destello.

—¿Y qué desafío habría en ello?

Un instante después, había desaparecido.