Neurociencia en la escuela - Andrea Goldin - E-Book

Neurociencia en la escuela E-Book

Andrea Goldin

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Beschreibung

Las neurociencias están de moda. En su nombre, con el dedo en alto y tono profético, se les dice a los docentes lo que deben hacer y cómo hacerlo para lograr el tan anhelado tesoro: que los estudiantes aprendan. ¿Cuánto hay de cierto y cuánto de mito en lo que se pregona? ¿Es puro palabrerío para vestir con nuevas ropas a las mismas recetas de siempre? Aprender es modificar el cerebro, dice la autora de este libro. Y es que el cerebro tiene una propiedad deslumbrante: se transforma con la experiencia. Pero para que el aprendizaje ocurra hace falta que se den ciertas condiciones. Algunas circunstancias pueden facilitarlo y otras, hacerlo más difícil. Lo cierto es que en las últimas décadas las neurociencias crearon un cuerpo de conocimiento sólido sobre los procesos que nos permiten a nosotros, humanitas y humanitos, incorporar saberes, desarrollar habilidades, resolver problemas y pensar creativamente. Es por eso que, con toda prudencia y respeto por la labor y el saber de los educadores, hoy hay un montón de ciencia que puede ayudar a pensar el trabajo en el aula y ofrecer herramientas valiosas. Joven pionera en esto de combatir mitos y acercar la ciencia del cerebro a la educación, Andrea Goldin nos ayuda a entender, en términos simples y amables, qué pasa cuando aprendemos, tanto en la escuela como a lo largo de toda la vida. Sin falsas promesas y sobre todo sin arrogancia, responde a las preguntas centrales: ¿Por qué la nutrición, el sueño o el juego son fundamentales? ¿Cómo funciona la memoria y qué papel cumple la atención? ¿Qué es la flexibilidad? ¿Cómo decidimos qué información procesamos y cuál dejamos pasar? ¿Cómo intervienen las emociones? También, cosas mucho más prácticas y concretas: ¿Por qué algunos aprendizajes son más profundos? ¿Qué hace que un recuerdo sea perdurable? ¿Sirve estudiar de memoria? Y hasta cómo conviene periodizar el estudio. Pero Neurociencia en la escuela no se concentra solo en el aprendizaje: propone también una neurociencia de la enseñanza, que ubica al docente en el centro. Y lo mejor de todo es que, sobre la base de estos conocimientos, maestros y maestras (¡y todos en general!) podemos hacer mucho en nuestra búsqueda de aprender y enseñar mejor.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Este libro (y estas colecciones) (Melina Furman, Diego Golombek)

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción

1. Aprender es modificar el cerebro

El cerebro cambia constantemente

Huellas en el cerebro

La neuroeducación se presenta

De círculos virtuosos y viciosos

La plasticidad permite la reversibilidad (o por qué no debemos darnos por vencidos ni bajar la persiana)

El mito de los tres primeros años

La importancia del nivel inicial

2. La gran directora: la corteza prefrontal

¡Ah, el amor, el amor!

Las funciones ejecutivas van a la escuela

Las funciones ejecutivas: un reflejo de la cognición

A procrastinar, que se acaba el tiempo

Durmiendo con el enemigo

La procrastinación va a la escuela

Atención, atención

La atención aplicada (parte I): el caso de las horas de clase

3. ¿Y qué tengo que ver yo con la modificación de mi cerebro?

Como, luego aprendo

Yo ejercito, tú ejercitas

De cómo la actividad física puede ayudar a aprender

Dormir o no dormir, esa es la cuestión

Dormir es necesario para aprender

¡Es muy temprano, mamá!

La palabra en clave es luz

Tiempo de jugar, que es el mejor

El juego facilita el aprendizaje

Por favor, ¿me lo da suelto y no enjaulado?

El problema (o no) del estrés

Estrés, plasticidad y resiliencia

Desestresar o no desestresar, esa es la cuestión

De verdad, no cielo de postal

Neurociencia para garantizar equidad desde el Estado

4. Memoria y aprendizaje

La construcción de un recuerdo

Una memoria, muchas memorias

Piloto automático

Tu nombre en clave es memoria

Armando esquemas: la mente organizada

Reorganizar el rompecabezas

Qué sé sobre lo que aprendí: el mundo de la metacognición

Otro mito más (y van…): los estilos de aprendizaje

Para terminar, una reflexión sobre el multitasking (mientras hablamos de memorias)

5. Ser docente

De expertos y novatos

Experto ¿se hace o se nace?

Ponerse en el lugar del otro

La distancia entre el aprendedor y el educador

La maldición del conocimiento

Yerrar es humano

El docente experto

La atención aplicada (parte II)

Con una pequeña ayuda de mis amigos: ¿cómo hacer una presentación exitosa?

Con otra pequeña ayuda de mis amigos: ¿cómo interactuar con una presentación exitosa?

6. Qué nos dicen las neurociencias sobre cómo conviene estudiar (o lo que nadie hace)

Empezar a armar el rompecabezas

Hay que evaluar (que me perdone mi alumna interior)

No da lo mismo cualquier evaluación

La clave es el tiempo

Mechar contenidos

Ay, los alumnos, los alumnos

Definir qué tema estudiar y cuánto tiempo dedicarle

La importancia de explicar (metacognición aplicada)

¿Y ahora, qué hacemos? Algunas estrategias para educar(nos) mejor

Bonus track: partes del cerebro

Epílogo

Referencias

Andrea Goldin

NEUROCIENCIA EN LA ESCUELA

Guía amigable (y sin bla bla) para entender cómo funciona el cerebro durante el aprendizaje

Goldin, Andrea

Neurociencia en la escuela / Andrea Goldin.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.

Libro digital, EPUB.- (Educación que Ladra)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-163-9

1. Neurociencias. I. Título.

CDD 571.028

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de colección y de portada: Pablo Font

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: mayo de 2022

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-163-9

Este libro (y estas colecciones)

Educar es lo mismo que poner un motor a una barca, hay que medir, pensar, equilibrar, y poner todo en marcha.

Gabriel Celaya

Sin repetir y sin soplar: neuroeconomía, neuroarte, neurogimnasia, neurolingüística, neuromagia, neurogastronomía, neuro… ¿educación?

Nadie podría culparnos de considerar la mirada neurocientífica sobre la educación como otra moda o, quizá, otra exageración. Sin ir más lejos: ¿qué tienen que ver las neuronas, los experimentos con ratones o las imágenes cerebrales con lo que ocurre en las aulas, en los pupitres y los pizarrones? Esa misma pregunta se hacía un investigador hace más de dos décadas: ¿será que entre la neurociencia de laboratorio y las escuelas hay “un puente demasiado lejos”?[1] Y tal vez tenía algo de razón: había –y hay– mucho camino entre los electrodos pinchacerebros y los estudiantes de todos los días. Pero… ha pasado mucha agua bajo ese mismo puente, y hace menos años otros investigadores –entre los que se encuentra la autora de este mismísimo libro– recogían el guante y el desafío y afirmaban que “era el momento de construir el puente”.[2] Y también tenían razón. De a poco ese casamiento quimérico entre la neurociencia y la educación comienza a rendir frutos palpables y aplicables: un mundo en que científicos y docentes pueden tratar de entenderse y buscar puntos en común para mejorarse la vida unos a otros y, sobre todo, a las alumnas y los alumnos que luchan contra la tabla del siete, la letra cursiva o la competencia desleal de las pantallas. Ojo: de ninguna manera se trata de que la neurociencia vaya a reemplazar lo que funciona y lo que ya sabemos del trabajo que hacen docentes y pedagogos; se trata, por el contrario, de complementar, de acercar humildemente ideas y resultados que puedan encontrar su camino del laboratorio al aula o el patio de la escuela. En resumen, cruzar el puente.

Y este libro es, justamente, ese puente: un análisis de los diferentes ríos y mares de la neurociencia donde la educación puede mojarse los pies (¡y viceversa!). Pero es, sobre todo, un libro de ciencia, que nos ayuda a entender qué sucede en el cerebro cuando aprendemos y analiza las evidencias experimentales detrás de cada propuesta y cada posibilidad de interacción en la búsqueda de aprender y enseñar mejor.

Sabemos que en el cerebro… cambia, todo cambia. En el conocimiento de esos cambios radica la posibilidad de aprender, desaprender, reaprender. Parece obvio, pero es fundamental que las maestras, los maestros y los estudiantes entiendan cuáles son los mecanismos de la memoria y el aprendizaje, ya que, como dice la autora, “aprender es modificar el cerebro”. Esos cambios son viejos conocidos de la neurociencia: se trata de la llamada plasticidad cerebral, cómo la experiencia se cuela a través de los sentidos y se vuelve una arruguita más de la corteza, un cambio en el circuito por el que charlan miles de neuronas. Claro que, a lo largo del camino, para entender los cambios que se producen en el cerebro habrá que derribar mitos, como el de las ventanas absolutas del aprendizaje (que algunos denominan “períodos críticos”), que afirma que, si no aprendemos en un momento determinado, se nos fue el tren. No: el destino no existe de forma absoluta (ni el de grandeza ni el de miseria); educar, entonces, es brindar esqueletos y alas para crecer y volar. Para lograrlo, los estímulos tempranos son fundamentales, tanto como la educación continua que nos sigue esculpiendo para convertirnos en quienes somos.

Un capítulo especial de este puente lo constituyen las funciones ejecutivas, que se ponen en juego a lo largo de toda la vida educativa (y de la otra vida también). Allí estarán la atención, la memoria de trabajo, la concentración, la inteligencia (sea lo que sea), la capacidad de planear y anticiparnos; en fin, todo lo que hace que podamos funcionar como humanos. Y esto, contrariamente a lo que podamos pensar, no nos viene “de fábrica”: se puede (y vale la pena) aprender y, por supuesto, enseñar. Tal vez este sea el secreto mejor guardado para lograr el éxito educativo, porque nos da las bases para aprender lo que nos propongamos y sostener el esfuerzo cuando la cosa se pone difícil. Y algo más, esas funciones ejecutivas no dependen solamente del cerebro: somos un cuerpo que piensa, reflexiona, aprende. Así, el libro dedica varias páginas a enseñarnos cómo nutrir el cuerpo, y analiza la fundamental importancia de comer, dormir, hacer ejercicio o jugar, a la hora de fomentar las redes neuronales que pondremos en juego cuando nos toque estudiar.

Estudiar, decíamos, pero también enseñar. Quizá otro de los hallazgos de este texto sea no concentrarse únicamente en el aprendizaje, sino proponer también una neurociencia de la enseñanza, poner al docente (y su cerebro, y su cuerpo) en el centro de la discusión y, una vez más, considerar los aportes de la neurociencia para ofrecer nuevas herramientas a las maestras y los maestros nuestros de cada día. De este modo, Andrea Goldin intenta dibujar una ruta para aprender a aprender, enseñar a enseñar. Y lo logra.

Va a ser tan lindo hacer un puente.

“Educación que aprende” y “Ciencia que ladra” son dos colecciones que buscan saber de qué se trata el mundo de la ciencia y de la educación, que prometen preguntas antes que respuestas, curiosos antes que sabelotodos, mundos que se abren y no puertas cerradas. Los libros que comparten ambas colecciones representan un universo en el que la ciencia, la cultura y la educación se unen para que todos vivamos mejor.

Melina Furman

Diego Golombek

[1] John T. Bruer, “Education and the brain: A bridge too far”, Educational Researcher, vol. 26, n° 8, 1997, pp. 4-16.

[2] Mariano Sigman y otros, “Neuroscience and education: Prime time to build the bridge“, Nature Neuroscience, vol. 17, n° 4, 2014, pp. 497-502.

A papá Chendo, por las alas

Agradecimientos

A Ju. Por enseñarme, acompañarme, apoyarme, cuidarme, amarme y confiar ciegamente en mí. Por empujarme y ayudarme a ver que había otro camino posible. Infinitas gracias, mi amor.

A Oli. Por todo el amor del universo. Y porque me permitió ver en vivo lo que dicen los papers y maravillarme y asombrarme y sorprenderme y enloquecerme con los vericuetos de la mente en desarrollo y lo transparente que puede ser la conducta para inferir funcionamiento cerebral.

A mi hermosa mamá, la primera que me enseñó cosas. A Ale, Mai y Luchi, les mejores hermanis del mundo, por educarme tanto, siempre. A Manu y Cami, que me dejan ver la velocidad del aprendizaje. A María, por haberme regalado tiempo para poder escribir parte de este libro. A mi baba, por haber estado. A les belles Ivu y tíis, a mi adorada Cuqui, a mis preciosas cuñis Ceci y Juli, y a mis fami-amigues Marce, Pe y Ame, por compartir la vida.

A mis amigas del alma Lu, Ce, Mar, Caro y Vic, porque no hemos parado de acompañarnos en los aprendizajes (¡y que no paremos nunca!).

A mis amigues de la ciencia, Ceci Martínez, Ceci Calero, Juli Hermida, Juli Leone, Pe Bekinschtein, Petu Goldweic, Die Shalom, Caro Gattei, Lupe Nogués, Lu Luccina, Chu Gónzalez Gadea, Lore Rela, Twanalysis y Les Geducites.

A Expedición Ciencia, la asociación civil más genial, graciosa, loca, soñadora, apasionada, rigurosa y educadora que conozco. A todes todes todes y, con especial amor, a Gabi Gellon, Pau “Pira” González Giqueaux, Jose Casarini, Pao Corrales, Rodri Laje, Gabi de Simone, Vero Seara, Dofi Capdevila, Fer Román, Gus Vasen, Mile R.(osenzvit), Tami Niella, Jony Modernel, Marito Cuello, Pablo Salomón y Euge Cavallero.

Al gran equipo que hace e hizo Mate Marote y a todos y todas con quienes laburo a diario en este y otros proyectos, por dejarme aprender tanto; principalmente a Meli Vladisauskas, Emi Clément, Gabi Paz, March, Dani Macario Cabral, Diego Fernández Slezak, Vero Nin, Fer Peloso, Cin Apelbaum, Clara Gonzales Chaves, Lao Belloli, Ale Carboni, Juan Valle Lisboa, Pau Abramovich, Fer Schapachnik, Judit González, Guada Rodríguez Ferrante, Marti Tokatlian, Diego de la Hera, Ani Taboh, Joaco Navajas, Agus Gravano, Marti Boscolo y Jesús Guillén.

La ciencia es una construcción colectiva y progresiva. Este libro no podría haberse escrito sin los aportes de muchísimas personas. Gracias al Laboratorio de Neurociencia de la Universidad Torcuato Di Tella y a la increíble gente que lo conforma. Gracias a la Sociedad Argentina de Investigación en Neurociencias y a toda la comunidad neurocientífica nacional e internacional. Gracias infinitas a la hermosa, apasionada e inspiradora LASchool4education.

Gracias a todo Siglo XXI, los más grosos del mundo mundial. A Yami y Marisa, que hicieron de este un libro como corresponde. A Carlos, por la generosa confianza. Y muy especiales gracias a Meli Furman por pensar y sentir que este libro valía la pena.

La vida es formación continua, pero hay algunes que experimentaron la ardua tarea de acompañar mis primeros pasos en el mundo científico formal. Gracias enormes a Diego Golombek, Ruth Rosenstein, Jorge Medina, Sebas Lipina y Mariano Sigman. Definitivamente, no sería quien soy sin ustedes.

A mis escuelas primarias, la Benjamín Matienzo y la Presidente Uriburu, y a mi querido Pelle, por enseñarme a aprender. A la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, por formarme incansablemente; a su gente, por el amor y la pasión. Al Conicet y al Estado argentino, por confiar en mí y en que la ciencia hecha acá es valiosa y nos da soberanía.

A mis increíbles docentes, a quienes recuerdo desde sala de 4. Lea, María Elena, Tati, Ruth, Hilario, Candia, Moreno Frers, Ghio, Márquez, Pesci, De María. Hay muchos y muchas más. De algunos no recuerdo el nombre; de la mayoría no recuerdo la cara ni las clases, pero todos, absolutamente todos, cada cual a su manera, aportaron sus granotes de arena para que yo sea quien soy hoy.

Introducción

Las neurociencias venden. Tal vez sea porque todos tenemos un cerebro dentro y eso nos genera curiosidad, o porque alguna vez nos hemos visto engañados en nuestra buena fe por ilusiones ópticas (y de otros tipos). El problema no es que las neurociencias vendan, sino que las compremos sin cuestionar; o que por exceso de cuestionamiento no nos permitamos siquiera espiar un poquito lo que nos ofrecen. Creo que el problema, como muchas veces en la vida, son los extremos. Ni muy muy, ni tan tan. Pero no lo digo por tibia sino por cuestionadora racional serial. “Lo que me están diciendo, dadas estas circunstancias concretas, ¿sirve o no sirve?”

Las neurociencias, las ciencias que estudian el funcionamiento del sistema nervioso, la mente y el cerebro inmersos en un cuerpo y en una sociedad con sus propias culturas e idiosincrasias, son una herramienta, ni más ni menos. Una herramienta que puede utilizarse a la hora de educar (tanto a otros como a uno mismo). Una herramienta que puede ser potente y que, como toda herramienta, puede usarse para el bien o no, según quién la emplee. Así, a lo largo de este libro veremos ejemplos concretos de la utilización de las neurociencias y trataremos de entender las investigaciones que hay detrás, que algunas veces los sustentan y otras nos recuerdan que nunca hay que bajar la guardia, ya sea que el mensaje provenga de la publicidad de un yogur muy nutritivo o de una película monumental, porque estamos rodeados de neuromitos. Tal vez uno de los más extendidos en el campo educacional, aunque no se lo considera explícitamente un mito, es el de la racionalidad que tiene nuestro cerebro. La apelación a la racionalidad lleva a pensar que hablar de neurociencias en educación implica obviar las emociones y la individualidad de cada aprendedor, pero ¡nada más alejado de la realidad!

Las emociones tiñen todo (por suerte). Cada cosa que recordamos, aprendemos, pensamos o simplemente miramos (consciente o inconscientemente) depende de nuestro estado mental, de cómo nos sentimos en el momento y de cómo hemos llegado hasta ahí, de las cosas que nos sucedieron a lo largo de la vida y que forjaron nuestras diferentes capacidades (tengamos pocos días o muchas décadas). Las emociones conforman una parte inseparable de nuestra cognición. Tal vez la confusión venga de que mucha gente atribuye la racionalidad al cerebro y la emocionalidad al alma. ¡El tema es que, si existe, el alma está en el cerebro! Así como los pulmones son el órgano responsable de que podamos respirar y el corazón se ocupa de bombear sangre, el cerebro es, entre otras cosas, el órgano encargado de sentir, por donde pasan también las emociones. Eso no es ni bueno ni malo: es así, nomás. Creo que a nadie se le ocurriría pensar que podemos respirar solo con los pulmones, que no necesitamos un cuerpo alrededor y que el funcionamiento de los pulmones es independiente del cuerpo y del ámbito en el cual ese cuerpo está inmerso. Lo mismo pasa con el cerebro: interactúa con el cuerpo y con la sociedad en la que vive y se va armando y desarmando en función de esta interrelación compleja.

Al comienzo decíamos que las neurociencias venden. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que, a veces, engañan. A veces, el hecho de ver un cerebro, leer terminología complicada o escuchar a un neurocientífico o neurocientífica hace que confiemos más en la información, que la creamos con mayor facilidad. Como sucede con cualquier principio de autoridad, bah. Es más probable que le creamos por el mero hecho de que quien habla parece serio, aparenta tener sustento y posee ciertas credenciales. En lo personal, creo que la única manera de luchar contra esto es empoderar a las personas, darles herramientas que las ayuden a utilizar su propio razonamiento crítico para evaluar, en cada caso, si lo que les muestran es plausible o un disparate.

A lo largo de estas páginas no verán muchos términos raros ni hablaremos demasiado de estructuras cerebrales, porque considero que los nombres confunden más de lo que aportan,[3] y que lo que más debe importar a un educador es entender el proceso por el cual se llega a aprender (o no). Porque es ahí, en esa instancia, donde se puede hacer el cambio. Ojo, que la idea tampoco es que haya que hacer un gran cambio. Iremos discutiendo pequeñas modificaciones que pueden incorporarse en la cotidianeidad del aula (van a encontrarlas en apartados diferenciados). Les propongo que hagan marcas y se dejen notitas para aprovechar las ideas que quieran recuperar cuando estén dando clase. A veces solo se trata de prestar atención a un aspecto en particular; otras, de hacer lo mismo que hacíamos antes pero en otro orden. La idea no es generar un problema, sino ayudar a entender el trasfondo de cómo funcionamos para que cada educador (formal o informal, de sí mismo o de otres) pueda apropiarse del contenido y moldearlo para lo que necesite. ¿Me acompañan?

[3] Pero como soy nerd y neurocientífica, y considero que esa información es también superinteresante, al final del libro van a encontrar notas explicativas, ilustraciones del cerebro y referencias a artículos relacionados para quienes tengan ganas de ahondar más.

1. Aprender es modificar el cerebro

El cerebro cambia constantemente

¿Pensaron alguna vez cómo serían si tuvieran otro color de pelo, otros rasgos, si hubiesen nacido en otra cultura? Cuando tenemos estas fantasías, usualmente nos imaginamos a nosotros mismos pelirrojos, o con los ojos rasgados, o viviendo en Australia. Pero, en algún sentido, nos imaginamos tal como somos, apenas trasladados de lugar o con un mínimo cambio en una parte de nuestra fisonomía, como si fuéramos muñecos que podemos decorar a piaccere. Se trata de un ejercicio que, por razones obvias, no es posible verificar. Pero si jugáramos a dilucidar qué sucedería, el resultado sería casi inimaginable, porque somos una mezcla de la información que tenemos en los genes –que vino de madres, padres, abuelas, tatarabuelos– y de la que proviene del ambiente, del contexto, de lo que percibimos, entendimos y vivimos a lo largo de nuestra existencia. Así, somos quienes somos, entre otras cuestiones, porque tenemos el pelo marrón, los ojos redondos y nacimos donde nacimos, bien lejos de Australia. Y si algo de eso hubiese cambiado, “nosotros” no seríamos “nosotros”, sino ¡“otros nosotros”! ¿Me explico?

Por ejemplo, un pelo de otro color podría haber llamado la atención de un compañero burlón en el primer grado de la escuela. Y el resultado podría ser que nos convirtiéramos en expertos en contraatacar con ironías, o en restarle importancia a lo que dicen los demás, o en ir a parar siempre a la Dirección. Parecen nimiedades pero, desde chiquitos, vamos forjando nuestra forma de ser, de pensar y de sentir. Incluso algo en apariencia tan insignificante como el color de pelo o el compañero de banco puede tener una gran influencia, no solo en la forma de reaccionar ante ciertas situaciones, sino en cómo nos ven los demás y cómo nos vemos a nosotros mismos. Cual bola de nieve, eso que pasó solo durante un año –porque luego el compañero burlón se cambió de escuela– nos afectará en segundo grado, y en tercero, ¡y en nuestra vida adulta! O tal vez ese cambio en el color de pelo lograba que el compañerito que tanto nos gustaba quisiera ser nuestro novio. ¡O que no quisiera!

Si ustedes han estado en contacto con personas en distintos momentos del desarrollo, es posible que ya hayan pensado en esto que comento. Es posible que ya sepan que aquello que nos sucede de niños[4] puede marcarnos por el resto de la vida. Me refiero a situaciones que, por alguna razón, muchas veces desconocida para nosotros mismos e incluso hasta irracional o inconsciente, resultan relevantes para comenzar un proceso que podría dejar una huella marcada en nuestro cerebro. Es que con el cerebro pensamos, entendemos, razonamos; pero gracias a él también sentimos, tenemos deseos, expectativas, impulsos. Ojo, que con esto no quiero decir que seamos un cerebro y nada más. Nuestro cerebro está, se desarrolla y ha desarrollado dentro de un cuerpo particular, en una sociedad y cultura particulares. Y, como veremos a lo largo de este capítulo y de este libro, abordar ese cóctel es fundamental a la hora de comprender cómo aprendemos y enseñamos.

El efecto Pigmalión

Hace más de cincuenta años Robert Rosenthal, un psicólogo experimental de los Estados Unidos, comenzó, casi por casualidad, una línea de trabajo que me resulta fascinante y muy iluminadora. A raíz de varios resultados obtenidos en el laboratorio, se le ocurrió investigar si las creencias (incluso implícitas) que los docentes tienen sobre los alumnos podrían impactar en su aprendizaje. A través de una serie de estudios en escuelas (pioneros en esto de la neurociencia educacional) encontró que, si un docente esperaba que algunos niños en particular aprendieran y entendieran más que sus compañeros, eso era lo que finalmente sucedía. Lo llamó “efecto de la expectativa interpersonal” y se trata, ni más ni menos, de lo que coloquialmente conocemos como “profecía autocumplida”. Demostró que las expectativas (fabricadas) en las mentes de los profesores sobre el potencial (oculto) de determinados alumnos podían conducir a la mejora de su rendimiento intelectual.

Esto quiere decir que, si un docente tiene altas expectativas sobre un alumno, este terminará teniendo un mejor desempeño. Ustedes podrán pensar que esto se debe a una suerte de preselección, a la buena lectura que hace un docente cuando entiende quién tiene un “techo” más alto. Pero, justamente, Rosenthal demostró que no es así: se trata de una manipulación, inconsciente, por supuesto, que hace el docente según sus prejuicios (buenos o malos). ¿Y cómo se explica que suceda? Mayoritariamente, por conductas no verbales, por mejores interacciones de aprendizaje con ciertos estudiantes (más frecuentes, largas, emocionales y de mejor calidad). Estos factores llevan a que los docentes logren enseñarles más rápido conceptos más complejos.

Y termina repercutiendo en que aquellos alumnos de quienes se esperaba más, logren más. Por el contrario, bajas expectativas docentes peligrosamente conducirán a un peor rendimiento estudiantil.

Quiero ser muy clara en lo que este resultado implica, porque me parece una demostración muy concreta del nivel de responsabilidad que tenemos a la hora de educar. Si un docente cree que un alumno tiene problemas y que no puede esperarse mucho de él, va a actuar de un modo muy diferente que si creyera que es sobresaliente. ¿Y cuál sería el resultado final? En el primer caso, el alumno aprenderá mucho menos, mientras que en el segundo llegará mucho más lejos. Y atención que en este ejemplo hipotético hablamos del mismo alumno y del mismo docente.

Esta idea de que las expectativas son tan poderosas que terminan moldeando la realidad recibe el nombre de “efecto Pigmalión” (personaje de la mitología griega, rey y escultor, que se enamora de una estatua que él había tallado). Pero también se la conoce como “efecto Rosenthal-Jacobson”, en honor a sus descubridores. ¿Y quién es Jacobson? Lenore, la directora de la escuela donde Rosenthal hizo estos primeros descubrimientos. Es que la neurociencia educacional solo puede avanzar en la interdisciplina, si hay una relación real, productiva y franca entre la comunidad científica y la educativa.

El cerebro es un órgano que nos permite interactuar con el mundo: la información ingresa a través de los sentidos, la mayor parte de las veces llega al cerebro y allí termina de procesarse y de entenderse, en función de nuestras emociones, experiencias previas y expectativas. Después de eso, tal vez actuemos en consecuencia: podríamos mover alguna parte del cuerpo, generar un nuevo pensamiento o una emoción, o incluso transpirar. El tema de fondo es que la inmensa mayoría de las cosas que nos suceden pasan a través del cerebro. Y esto permite también explicar las marcas de por vida que nos dejó aquel compañerito cuyo nombre ni siquiera recordamos. Esa realidad se debe a una característica distintiva, única, del cerebro: cambia como consecuencia de las experiencias que le toca atravesar. ¿No les parece maravilloso? (Por supuesto, también va cambiando por el propio desarrollo, se modifica a medida que crecemos.) Esa capacidad se denomina plasticidad.[5] Decir que el cerebro es plástico significa, ni más ni menos, que puede modificarse por la experiencia. Y no se trata de una manera de decir, porque esa modificación es literal, o sea que es física, tangible. El cerebro cambia. De hecho, su propio cerebro, querido lector, lectora, lectorcito, está cambiando en este preciso momento. No debido a estas palabras en particular (aunque, si soy lo suficientemente interesante o, al menos, ingeniosa, el proceso habrá comenzado y eso sucederá dentro de un tiempo), sino a muchísimas otras cosas que rondan sus cabezas, tengan ustedes registro de ellas o no.

Mente y cerebro

La dualidad mente-cerebro es un tema de discusión desde los orígenes de la filosofía, en Grecia. Para simplificar, aquí nos referiremos al cerebro como al órgano tangible, mientras que la mente son los procesos que suceden en él, el “pensamiento”. No obstante, como veremos más adelante, una de las particularidades del cerebro es que puede modificarse debido a las cosas que nos pasan. De este modo, el cerebro cambia y, en consecuencia, también cambia lo que pensamos y sentimos, lo que a su vez puede generar modificaciones en el sistema nervioso. Y así sucesivamente.

Huellas en el cerebro

La plasticidad funciona de manera lenta y progresiva. La primera vez que nos enfrentamos a una situación nuestro cerebro presenta determinadas características. Si esa situación tiene algo de impacto, nuestro cerebro cambiará (un poquititito, apenas). La próxima vez que nos enfrentemos a la misma situación, nuestro cerebro, que será ligerísimamente diferente al de la primera vez, podrá cambiar de nuevo. Entonces, ya será un cerebro “distinto” del “original”. Y si nos enfrentamos a una situación equivalente por tercera vez, el cambio será aún mayor (aunque la diferencia seguirá siendo prácticamente imperceptible, al menos a nivel físico). Y así podremos seguir hasta que en algún momento la situación ya no tenga nada de interesante ni de novedoso ni de nada y deje de producir impacto en nuestro cerebro. (O, peor aún, que nos aburra supinamente y eso, como veremos más adelante, puede ser muy malo para el aprendizaje.)

Podemos pensarlo mediante un ejemplo concreto. Doy por sentado que ustedes no saben chino (si llegan a saber, cambien el idioma por el que más curiosidad les dé). Imaginen que tienen un vecino nuevo, nacido en China, que no habla una pizca de español. Ustedes suben al ascensor, lo saludan, y él responde en algo que debe ser chino. La situación los toma por sorpresa y ni siquiera son capaces de imitar el sonido para demostrar buena educación. Como consecuencia, se sienten un poco mal. Es muy posible que esa situación haya disparado un mecanismo por el cual ustedes terminarán aprendiendo al menos esa palabra. Pero claro, sería un espanto si en ese momento les tomaran un examen de chino. Unos días después se lo cruzan de nuevo, sus cerebros no son los mismos y, cuando lo ven, ya saben que él los va a saludar en chino y que estaría bueno responder al saludo. Pero se les escapa la palabra, el vecino habla demasiado rápido y cerrado. No obstante, sus cerebros siguieron cambiando. Pasan algunos días más y comparten ascensor por tercera vez. Ahora ustedes están muy preparados, ya saben lo que viene. Lo miran, el chino se acerca, dice una palabra y ustedes… responden lo que pueden. Pero lograron escuchar lo que el vecino dijo y repetirlo, aunque ambas cosas les hayan salido horribles. De a poco, la cuarta, quinta, decimotercera vez que se crucen, lograrán perfeccionar esa palabra. Se sentirán orgullosísimos. Y en algún momento, ¡ustedes saludarán al chino en chino antes de que el chino hable! Claramente, durante todo este proceso, ustedes habrán estado aprendiendo. Pero no solo habrán aprendido la palabra en cuestión (que confiamos en que haya sido “hola” o algo así, y no un improperio). Aprendieron que el vecino saluda en chino, que habla cerrado y hay que prestar atención, que ustedes quieren devolver ese saludo; aprendieron a colocar la lengua, la garganta y los labios para decir esos sonidos. Ustedes, sus cerebros, aprendieron muchísimas cosas durante el proceso. Si en sucesivos exámenes hubiésemos evaluado esas pequeñas cosas, entonces ustedes habrían aprobado. Si, por el contrario, solo evaluamos qué tal pronuncian esa palabra, es decir, el resultado final, entonces solo habrían aprobado en la última instancia. Y he aquí la cuestión de qué es el aprendizaje.

La neuroeducación se presenta

Aquí comenzamos el libro en serio. Porque la plasticidad es un concepto crucial para la educación: aprender implica modificar el cerebro. Dicho de manera más “técnica”, implica plasticidad. ¡Ojo! Hay aprendizajes que no requieren modificaciones cerebrales estructurales. Pero la mayor parte de lo que coloquialmente consideramos como aprendizajes, sí. Empecemos por el principio: ¿qué significa aprender, en términos neurocientíficos? Lo que en la vida cotidiana llamamos “aprendizaje” se refiere a la extracción de propiedades particulares, en ciertas situaciones, que podrían permitirnos modificar nuestras conductas en el futuro. Esto suena medio pomposo, pero léanlo de nuevo: cualquier cosa que consideremos aprendida cumplirá con esa definición. Incluso tal vez sea una definición demasiado amplia. Imaginen –o recuerden– la situación de intentar explicar algo a otra persona luego de haberlo aprendido. ¿Cuántas veces pasamos por el clásico “yo lo entiendo, pero no sé cómo explicarlo”? En ese caso, si no podemos explicarlo, si no podemos cambiar la conducta por la nueva información, ¿lo aprendimos o no lo aprendimos? Los sistemas de evaluación usuales consideran que el concepto en cuestión no fue aprendido (y debemos reprobar al alumno, bah). No obstante, nuestra definición dice que es posible que haya habido cierto grado de aprendizaje, aunque no con la suficiente profundidad como para poder explicarlo. Es posible que se hayan producido cambios estructurales en su cerebro que podrían manifestarse como una modificación en el comportamiento, aunque no se haya alcanzado el objetivo máximo que estábamos esperando: poder explicar todo con claridad; porque, como veremos más adelante, organizar pensamientos para poder explicar es un atributo de la comprensión. Pero algo cambió.

Antes de meternos en los detalles de este proceso, les pido que, por lo menos hasta el capítulo 4, nos pongamos de acuerdo en aceptar nuestra definición: aprender implica extraer propiedades que potencialmente podrían modificar nuestra conducta futura. Esas modificaciones físicas en el cerebro generan cambios en el comportamiento, ya sean “pequeños” (saber que el vecino hablará chino) o más significativos (lograr decir más o menos decentemente una palabra en otro idioma). Hablamos de cambios potenciales porque sus cerebros ya estaban listos para ese cambio, incluso antes de que fuese observable. Por ejemplo, si el tercer viaje en ascensor hubiese ocurrido un día antes, ustedes muy posiblemente habrían reaccionado de manera similar. Pero como el encuentro no fue ese día, nadie se enteró de que su conducta ya había cambiado.

Volvamos unas líneas más arriba. En particular, a la parte de “Y en algún momento, ¡ustedes saludarán al chino en chino antes de que el chino hable!”. ¿Cuándo debería ser ese momento? Les propongo que dejen de leer por un instante, que cierren el libro (usen un dedo para marcar la página) y piensen: ¿cuándo les parece que debería suceder ese momento?, ¿cuántas veces necesitarán cruzarse con el vecino hasta que el saludo les salga respetable? ¿Se animan a arriesgar un número? Vamos, vamos, cierren el libro y jueguen un poco, que ya seguimos.

¿Y, qué les parece? Espero no desilusionarlos, pero no tengo una respuesta para esta pregunta. Nadie la tiene. No existe un tiempo fijo, determinado, universal para los aprendizajes. Pero esto nos deja una conclusión importante, de la cual debemos tomar nota: cada persona aprende a su ritmo. Más aún: cada persona aprende distintas cosas a diferentes ritmos. Mucho más aún: en cada momento de la vida aprendemos con ritmos diferentes. Esto, que cualquier educador experimentado ha vivenciado, se explica a nivel neural porque la plasticidad tiene distintos tiempos, según las capacidades involucradas, la persona, su edad, sus circunstancias de vida.

Quien planteó que el aprendizaje tiene bases neurales fue Donald Hebb, un psicólogo canadiense que en 1949 publicó la idea de que el aprendizaje no es algo pasivo, sino que implica procesos por los que el cerebro se modifica. Además, explicó un mecanismo simple mediante el cual el cerebro organiza sus circuitos según los patrones de actividad que recibe. Cabe aclarar que la plasticidad hebbiana no se verifica siempre, pero se trata de un buen acercamiento y nos permite entender la plasticidad de manera sencilla.

Aquí hay que hacer un alto para mencionar dos conceptos clave: neuronas y sinapsis. El sistema nervioso, como todos nuestros tejidos, está conformado por células, algunas de las cuales se llaman neuronas. Las neuronas se especializan en transmitir información. ¿A quién? La mayoría de ellas, a otras neuronas (aunque también a células efectoras, en glándulas o músculos). Las comunicaciones que se dan entre las neuronas se llaman sinapsis. Una sinapsis es una charla entre dos neuronas, ni más ni menos.

Ahora sí, vamos con la plasticidad hebbiana. Lo que estamos por contar ya ha sucedido en sus propias cabezas varias veces durante este día (no se alarmen, también en la mía, en la de su suegra, en la de su cantante favorito). Es algo así. Imaginen que, ahora mismo, sucede “algo” que hace que algunas de sus neuronas se “activen”. Ese “algo” puede ser cualquier cosa: una idea que se les “disparó” a raíz de una línea que leyeron en este libro, un pensamiento que se les cruzó sin razón aparente, una melodía salida de un auto que pasó por la vereda y que escucharon por casualidad. Cualquier cosa, bah. No importa si a ustedes les parece relevante o no, ni siquiera es necesario que se den cuenta de que “la cosa” sucedió. Entonces, como decíamos, “algo” sucede y nosotros tomamos una foto de un pedacito de sus cerebros justo en ese momento. En la figura 1, la “activación” de la neurona A está representada en el tiempo 1.

Hebb planteaba que, si se tomara una nueva foto a ese mismo pedacito de cerebro un tiempo después, veríamos lo que se muestra en el tiempo 2. Aquellas conexiones que habían generado una charla a raíz de “la cosa”, ahora serían más eficientes, permitirían que ambas neuronas se comunicaran mejor (las neuronas A y B de la figura 1). En cambio, con aquellas que no fueron provocadas por la experiencia de “la cosa” sucedería lo contrario (neuronas A y C).

Figura 1. La figura muestra tres neuronas (A, B y C). Si miran con atención, verán que algunos extremos de la neurona A casi se tocan con algunas partes de las neuronas B y C. Esas son sinapsis. Esto significa que la neurona A puede mantener una charla (tiene abierto un canal de diálogo, digamos) con la B o con la C. En el tiempo 1 sucede “algo” que genera mayor comunicación entre las neuronas A y B. Si vuelven a mirar el conjunto de tres neuronas un tiempo después –en el tiempo 2–, verán que las sinapsis entre las neuronas A y B se reforzaron, lo que implica que esa comunicación preexistente es ahora más eficiente. Y lo opuesto ha ocurrido para la comunicación entre la A y la C.

Pero no se inquieten. Las conexiones que se pierden no implican muerte neuronal (de todos modos, la muerte neuronal no es mala per se; de hecho, durante algunos momentos del desarrollo es fundamental que muchas células del cerebro mueran; que en paz descansen). El ejemplo de la figura 1 es una sobresimplificación; no queda claro cuántas neuronas tenemos, pero el número es enorme. Volviendo al ejemplo, cada una de estas tres neuronas se conecta con muchísimas otras. Por lo tanto, habrá otras “cosas” que reforzarán las conexiones de la neurona C con otras neuronas (conexiones y neuronas que aquí no estamos viendo). De igual manera, habrá “cosas” que no generarán nada en otras sinapsis entre la neurona B y otras neuronas. Y lo mismo sucederá con muchísimas conexiones de A que tampoco se observan en la figura 1. Insisto en que esta caricatura es un ejemplo muy simplificado, pero sirve para entender cómo funciona esa capacidad del cerebro que nos permite tanto.

¿Cuántas neuronas son muchas neuronas?

Suele decirse, en términos poéticos, que “tenemos más neuronas que estrellas en el universo” (porque los neurocientíficos ¡somos unos locos…!). En la actualidad, creemos que la cantidad ronda entre los 14.000 y los 86.000 millones de neuronas, cada una de las cuales realiza, en promedio, miles de sinapsis. El número es difícil (o imposible) de imaginar, y la variación en la estimación es enorme, porque la verdad es que contar neuronas no resulta tan fácil.

De círculos virtuosos y viciosos