Ni dioses ni amos - M. C. Roig - E-Book

Ni dioses ni amos E-Book

M. C. Roig

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Beschreibung

Un mundo paralelo que coexiste con nosotros en el mismo espacio y tiempo sin ser visto, al alcance de la mano y sin embargo más allá de la imaginación. Un plan trazado mucho tiempo atrás. Entes feroces, peligros ocultos en una civilización elegante y misteriosa protegida por criaturas poderosas. Y, como base de todo, ambición, malentendidos, rencor, amor. Ni dioses ni amos es un viaje a un universo imaginario habitado por criaturas portentosas, y sin embargo sustentado por los sentimientos más humanos. Una mezcla irresistible en una novela fascinante.

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Primera edición digital: septiembre 2020 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Raquel Pérez Maquetación: Javier Cervilla Corrección: María Luisa Toribio Revisión: Inmaculada Rego

Versión digital realizada por Libros.com

© 2020 M. C. Roig © 2020 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18261-12-1

M. C. Roig

Ni dioses ni amos

Crónicas de Iroel Libro primero

Dedicado a todos aquellos que me han apoyado y han mantenido su fe en mí durante todo este tiempo…

«Ahora ven, escríbelo en una tablilla sellada, grábalo como un libro; para que sea un testimonio hasta el último día, un testimonio para siempre».

Isaías 30,8

 

«No sois los únicos seres inteligentes que habitáis el planeta, ni fuisteis los primeros ni habéis estado nunca solos. Vuestros ojos están puestos en la inmensidad del espacio, buscando respuestas que siempre han estado frente a vosotros».

Iroel. Cronista Mayor del Sistema Crónicas Spetur Tercer Cristal (SpCIII)

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Citas

Nota de la autora

Prólogo

 

Primera parte. Apertura abierta, caza del rey

1. Sin descanso

2. Busca y encuentra

3. La petición

4. Dudas

5. El bien mayor

6. Hermano, hermana

7. Acercamiento

8. Caprichos del destino

9. Giros inesperados

10. Despertar

11. Las apariencias engañan

12. Nergal

13. Cara a cara

14. Corrigiendo errores

15. Decisiones

16. Recuperando el equilibrio

17. La telaraña que crece

 

Segunda parte. Estrategia y enroque

18. Cambios

19. El juramento

20. Un sorprendente descubrimiento

21. Estableciendo prioridades

22. Dual

23. Preguntas y respuestas

24. Corazonadas

25. Negociando

26. Llegó la hora

27. El inexorable avance del tiempo

28. Conflictos fraternales

29. Ten cuidado

30. Revelaciones

 

Tercera parte. Triangulación y jaque al descubierto

31. Preliminares

32. La reunión

33. Bajo asedio

34. Entre dos frentes

35. En un suspiro

36. Cambios

37. El ritual

38. Felicidad efímera

39. Distancias

40. Largos años

41. Al descubierto

42. La realidad negada

43. La caída del velo

44. Un futuro incierto

45. El Rej Nesu

 

Epílogo

Glosario

Guía de nombres, pronunciación y descripción

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Otros títulos publicados

Nota de la autora

 

Quisiera dejar unas palabras para el lector.

Me considero una contadora de historias y así me gustaría que se me conociera. Quiero aclarar que esto es una obra de ficción, no una guía de viajes ni una enciclopedia histórica o lingüística, por mucho que me haya esforzado en que haya coherencia en lo escrito. Aunque la geografía que se detalla en este relato no es del todo imaginaria —muchos de los lugares que aparecen en este manuscrito se pueden verificar en la vida real— me he tomado algunas libertades en las descripciones. También podréis comprobar que la mayoría de los nombres, caracteres, lugares e incidentes son producto de mi imaginación o han sido usados de forma ficticia, y cualquier parecido con personas actuales, vivas o muertas, establecimientos, acontecimientos, o lugares reales es pura coincidencia.

La mayoría de los personajes son de invención propia, pero podréis reconocer algunos si os gusta la mitología, y tanto las lenguas usadas en el manuscrito como la mayoría de los nombres han sido creados a partir de lenguas y vocablos antiguos. Me he tomado grandes licencias al aplicar sus reglas y muchas de las palabras que aquí encontraréis han sido distorsionadas o modificadas según las necesidades de la historia. Los personajes hablan entre sí usando el medu, el lenguaje unificado, y en cursiva aparecen las palabras que pertenecerían a la lengua propia o materna de cada personaje. Todos los vocablos pueden encontrarse en el glosario de términos para entender su significado.

M. C. RoigOctubre de 2019

Prólogo

 

Hace once mil años

—¿Por qué? —La voz de su hermano, tranquila y profunda, le hizo abandonar su tarea por unos instantes. Los cristales perdieron su brillo al desaparecer el contacto—. Cuando todo suceda, necesitarán saber los motivos para decidir qué camino recorrer.

Su hermano negó. No estaba de acuerdo, al igual que el resto de su familia.

—No estarán preparados para ello. Les bastará con obedecer; la fe hará el resto.

Iroel suspiró profundamente.

—¿La fe? ¿Vamos a usar el mismo recurso de aquellos a los que hemos condenado? ¿No es eso una incongruencia?

—Es el recurso que va a usar el enemigo. Tendremos que usar sus mismas armas para poder vencerlo definitivamente.

Su hermano no tenía razón, ninguna. Ellos no necesitaban ciegos adoradores, ellos defendían la iluminación a través del conocimiento.

—Nada justifica que los convirtamos en aquello contra lo que tanto hemos luchado… No podemos decidir algo así.

—Entiendo la lógica de tu argumentación, Iroel, pero hemos deliberado largo y tendido y se ha establecido otra vía igual de eficiente que traerá los resultados esperados. No se te está pidiendo que dejes de hacer tu trabajo; debes seguir haciéndolo, eres un Cronista, pero los archivos deben seguir siendo única y exclusivamente para la Coalición. Es más, va a prohibirse que se distribuya esta información en los registros primarios, solamente se podrá acceder a ellos cuando se haya alcanzado cierto nivel evolutivo.

Iroel cerró los ojos.

—Estamos sumiendo a muchas especies en la oscuridad por algo que ha sucedido en un solo mundo.

—La restricción a los registros primarios solo sucederá en la Tierra, declarada ya en cuarentena. El resto de los sistemas planetarios continuará ligado a la red.

—Sigo sin estar de acuerdo. Somos sus Guardianes y ese nombramiento implica asegurar la evolución de nuestros protegidos. Se han clausurado los portales; sin ayuda externa solo nos tienen a nosotros.

—Somos Guardianes y Cronistas, no Facilitadores. No hemos recibido dispensa para hacerlo.

—Las crónicas son el instrumento para continuar la evolución. Fueron sus antecesores quienes violaron las leyes, no ellos. Si desde que recibimos la dispensa hubiéramos tomado el papel de agentes en vez de actuar de forma sutil, nada habría sucedido.

—Tú lo has dicho, Iroel; son sus descendientes y su genética les condena. Te has encariñado con aquellos a los que debes observar y eso sesga tu juicio.

Quizás hubiera algo de razón en aquel alegato. Tanto él como sus hermanos habían descendido, y sin embargo no compartían sus mismas inquietudes ni tenían la misma visión.

—Los aral provienen de la Fuente, al igual que nosotros, y eso les confiere derechos a pesar de ser extranjeros. Les detuvimos, les juzgamos. Pagaron muy caros sus errores. ¿No es eso suficiente para exculpar a su línea genética, una línea que no participó en los crímenes? Todos hemos tomado decisiones difíciles y no os importó el estado de mi juicio cuando tuve que encargarme del trabajo sucio. —Los aral habían sido controlados y expulsados del planeta; el verdadero peligro tenía otro origen.

—Agradecemos enormemente tu dedicación a la causa, Iroel, pero no vamos a permitir que las Crónicas caigan en manos equivocadas. Nuestro enemigo ya tiene suficiente poder como para permitirle el acceso a información fundamental que puede inclinar la balanza de su lado.

—¿Quién dice que serán las equivocadas? Modifiquemos el acceso para que solo…

—Has llegado a la misma conclusión que nosotros.

—Las demás especies no son culpables de…

—Son daños colaterales. Hay que contener al enemigo, Iroel; el daño que puede provocar será mucho mayor que el beneficio de otorgar a unos pocos el privilegio de la ascensión.

—¡Eso es aberrante, hermano! ¿Cómo puedes estar de acuerdo con algo así?

—¿Cómo puedes tú no estarlo, hermano? Has perdido tanto como nosotros: a tu compañera, a nuestras hermanas. No podemos permitirnos más pérdidas. Hay que confinar al enemigo definitivamente y ese plano intermedio no podrá contenerlo para siempre.

—No podemos condenar a toda la humanidad por lo que vaya a hacer una parte.

Su hermano no ocultó su perplejidad.

—Ya condenamos a un planeta entero por lo que hizo una sola especie. Las leyes son claras: todos deben ser uno. Además, el Principio Universal de No Intervención nos ata de pies y manos.

—¿Ahora nos ata?

—Debemos volver a nuestros preceptos iniciales si queremos continuar con nuestra labor y no ser relevados y degradados. No pasará mucho tiempo antes de que seamos evaluados por nuestros superiores. Cuanto antes nos ciñamos a nuestros deberes y volvamos a nuestros orígenes, menos causa habrá cuando nos juzguen.

Se le partió el corazón al pensar en todo lo que habían hecho. El papel original de su estirpe era puramente observacional y sus órdenes iniciales no incluían el ser proactivos. Todo eso cambió cuando recibieron la dispensa del Principio Universal de No Intervención.

—Buscáis redención.

—Eso significaría que somos culpables de algo; todo se hizo en bien de la mayoría. Tus creencias no son realidades, hermano. Hazme caso: cambia la codificación de las Crónicas y clasifícalas para entrelazamientos cuánticos elevados. Si no lo haces tú, lo hará otro Cronista.

A Iroel no le quedaba otra opción que seguir aquellas indicaciones, pero eso no significaba que no hubiera otros caminos. Se le consideraba el estratega del Alto Consejo y encontraría la manera de puentear aquella orden.

Siempre lo hacía. Era su especialidad.

Primera parte

Apertura abierta, caza del rey

1. Sin descanso

 

Damasco. Julio de 2010 d. C.

Las estrellas resplandecían en el firmamento, y el aire, seco y caliente, arrastraba distintos aromas. Se podían identificar claramente la mirra y las especias, también la polución de la que no se salvaba ninguna calle de la antiquísima ciudadela.

Con seis mil años de antigüedad, la urbe, constituida por una inquietante mezcla de culturas, continuaba de noche con la misma bulliciosa actividad que en las horas diurnas. La ciudad no cerraba, los restaurantes no tenían horario y Damasco, de noche, era todo un espectáculo para todo aquel que quisiera sumergirse en ella.

Egim y su compañera habían dejado atrás la muralla romana; frente a ellos se extendían por fin las amplias avenidas rodeadas de edificios y salpicadas de palmeras e hibiscos. El cambio topográfico del camino era bueno; al menos ahora podrían perseguir a sus objetivos sin tener que esquivar cuanto encontraba a su paso, incluidos los damascenos.

Él entendía el placer de la cacería —¡dioses, él amaba por encima de todas las cosas su trabajo!—, pero seguía sin comprender por qué no interceptaban a sus presas y acababan rápidamente con ellas.

«¿Por qué no dirijo yo esto?», y renegó por enésima vez de la imposibilidad de usar sus implantes, que, con un solo pensamiento, lo colocarían cortándoles el paso.

La respuesta era simple.

«Por cortesía. Este no es mi territorio».

Su compañera estaba cazando a la vieja usanza y él no iba a abandonarla solo por eso. Gracias a los dioses, su presencia era imperceptible para los habitantes de la ciudad.

Los de la clase de Egim se movían entre planos, y sus presas, a pesar ser incapaces de desplazarse a nivel cuántico, eran capaces de volverse invisibles al ojo humano.

Sinceramente, a él le daba igual lo que pensaran los humanos o si vivían o morían, pero las reglas eran las reglas.

Cuando el rastro se desvió hacia la derecha, su compañera se detuvo frente a una callejuela y le avisó con un gesto de que guardara silencio. Él enfocó su visión mientras se recordaba a sí mismo por qué acataba órdenes de alguien a quien no conocía de nada en una ciudad extranjera.

—Céntrate, cazador —le dijo ella dándole un codazo.

¿Acababa de golpearle? ¿A él?

«Dioses, dadme paciencia».

Él no era un simple cazador, y muchísimo menos alguien bajo el mando de nadie. Él dirigía a los mejores, y que en ese momento anduviera junto a ella era un hecho circunstancial.

La mujer, que apenas tenía que levantar los ojos para mirarle y tenía la constitución física de un soldado, anchos hombros y fuertes brazos, señaló hacia la oscuridad.

—Es una trampa.

—¿Y eso lo has deducido antes o después de atravesar media ciudad? —Había sido obvio para él kilómetros atrás—. Este callejón es muy estrecho y perfecto para una emboscada. Tendrán ventaja cuando entremos.

—Cierto, pero no cuentan con que yo aparezca a su espalda cuando tú entres de frente y los distraigas.

¿No era encantador que la tipa ya hubiese ideado un plan y hubiera decidido ponerlo a él como cebo? Un plan muy infantil, por cierto; sus objetivos no eran tan ingenuos. Cómo le decía su tutora de niño, eso le pasaba por juntarse con quien no debía.

—¿No te atreves? —le desafió ella—. ¿Prefieres que entre yo primero y te haga de escudo?

Definitivamente, la mujer era medio orán; la raza de los Iluminados tenía la innata capacidad de tocarle los cojones.

—¿Es esta tu manera de agradecerme que esté arriesgando mi culo por vosotros? Te recuerdo que estoy aquí ahora porque quiero, pero quizá sea el momento de darme la vuelta.

Ella lo fulminó con una mirada que le resultó extrañamente familiar.

—Entonces vete. Puedo hacer esto sola.

—Hazlo. Adelante.

Era un farol, por supuesto. No estaba en su naturaleza dejar a ningún compañero en la estacada, pero tampoco lo estaba seguir órdenes. Normalmente él era quien dirigía y no el que hacía de cebo.

La mujer respiró profundamente.

—No soy una desagradecida; sé perfectamente a quién le debo la supervivencia de mi equipo esta noche. No quería ofenderte, solo motivarte.

—Pues lo haces de pena.

Aquella discusión no ayudaba; tenían que centrarse.

—Mira, rubita, dime lo que tienes pensado y veré como puedo actuar.

—Podría entrar ahí dentro yo sola, rubito, pero no soy estúpida. Si es una trampa, puede haber sorpresas y quizá mis habilidades no sean suficientes. Cualquier ayuda que me ofrezcas será bienvenida.

Tampoco esperaba una petición de matrimonio ni nada parecido, así que aquellas palabras valdrían para él.

—¡Qué diablos! No voy a dejar que te quedes con toda la diversión. ¿Quieres que haga de carnaza? Lo haré. ¡Me gusta vivir al límite!

—Te llevarás la peor parte cuando entres. —De repente su mano se empezó a cubrir de unos extraños zarcillos que habían salido de la gema de su palma.

Una lanza de metro y medio tomó forma.

—¿Estás bien con tu papel?

Al menos ella había tenido la delicadeza de preguntárselo esta vez.

—Sobreviviré —respondió él secamente sacando las dos Glocks ocultas bajo su chaqueta de cuero.

Egim era un fanático de las armas creadas por los humanos en el último siglo y las modificaba —las suyas emitían energía— para que le fueran útiles, aunque tenía claro que, cuando todo esto hubiera terminado, se haría con una cosa de esas que ella llevaba en la mano. La tecnología de gemas era muy escasa en esta parte del universo.

—Voy a vaciarles un par de cargadores —añadió él comprobando su munición. La combinación de láser y proyectiles era infalible—. ¿Será suficiente distracción para que consigas hacer tu parte del trabajo?

Una decidida afirmación de cabeza fue todo lo que él necesitó.

Egim entró disparando en el callejón y, simultáneamente, su compañera apareció en el fondo, blandiendo la lanza como si fuera una extensión de ella misma.

Que les estuvieran esperando y se hubieran multiplicado no fue ninguna sorpresa.

Los kurga eran el enemigo ancestral de la especie de Egim y, gracias a los dioses, no se parecía en nada a ellos. Aquellos bípedos de aspecto insectoide y provistos de un rígido y negro exoesqueleto eran más feos que un pecado. Parecía que los creadores de la criatura de Alien, el octavo pasajero, una película humana que él consideraba de culto, se habían inspirado en la forma de un kurga para dar vida a su monstruo.

Los kurga no provenían de ninguna de las cepas con las que se creó a los seres humanoides de la Tierra; habían sido engendrados por otros ahora encerrados en el infierno y a saber de qué abominación habían surgido.

Aunque hablar de demonios e infierno era utilizar términos incorrectos. El infierno era una dimensión intermedia de difícil acceso y los demonios no eran más que seres de otra especie, muy feos y con muy malas intenciones. El resto de los términos usados en el folclore —diablos, ángeles y demás— no eran más que ideas para justificar lo que la mente humana no entendía.

Los kurga eran, como Egim y el resto de los habitantes de la Tierra, seres de carne y hueso, y, como tales, podían matarse.

Le recibieron con una lluvia de proyectiles lanzados desde las protuberancias de sus exoesqueletos, y aunque Egim se movió muy rápido, algunos de los dardos impactaron en su chaqueta. No le preocupó. Su ropa era en realidad una armadura que se ajustaba como una segunda piel. Si cualquier cosa conseguía traspasarla, algo muy improbable, la capacidad regenerativa de su cuerpo lo sanaría rápidamente.

Durante unos minutos se limitó a saltar y esquivar, saltar y esquivar y vuelta a saltar —ese era el plan, mantenerlos distraídos—, pero tuvo que dejar de hacer de cebo en cuanto sus oponentes se lanzaron contra él.

Cambió de arma. Su laruss, transformado en sable, silbó en el aire y la escasa luz que entraba en el callejón se reflejó sobre la hoja varias veces. Miembros de color negro volaron en todas direcciones, cuerpos cayeron sin vida en el suelo, ninguno humanoide.

La reyerta no duró mucho. En cinco minutos su autoritaria compañera y él acabaron con todo lo que se puso a su alcance y no tuviera aspecto humano.

Egim prefería, sin ninguna duda, la lucha cuerpo a cuerpo. Se inclinaba por la honorabilidad de usar un arma que requería de valentía y coraje para su uso.

«Demasiado extraño, demasiado fácil», se dijo a sí mismo en cuanto todo hubo terminado. Normalmente, un ataque kurga se parecía más a una emboscada sin opción a defensa, como había sucedido una hora antes, y no a un paseo por el parque, como acababa de suceder.

El chirrido de unos neumáticos le hizo volverse. Gracias a los dioses, era su SUV entrando por la bocacalle.

—¡Hey! —exclamó Adael en cuanto llegó hasta ellos—. ¿Necesitáis a la caballería?

Su compañero de viaje se había quedado atrás ocupándose de los heridos.

—Ha sido demasiado fácil —remarcó la mujer al mismo tiempo que su lanza se retraía sobre sí misma, dejando solo la gema y esos extraños zarcillos en la palma de su mano.

—Has tenido ayuda.

Con una mueca, ella respondió bastante airada.

—Obvio, Adael, pero eso no explica tu forma de actuar. ¡Por el amor de la Fuente! ¿Cómo se te ha ocurrido?

De ojos y expresión adusta, con su cabello recogido en una larga trenza, la mujer parecía estar a punto de saltar sobre él.

—¿Quieres explicarme por qué tendría que respetar su vida cuando nuestras leyes me obligan a quitársela? —demandó ella señalándole con el dedo, un gesto que Egim entendió cómo una amenaza.

Actuó por instinto.

En un abrir y cerrar de ojos, Egim apuntó a la mujer con una de sus armas mientras tenía en el punto de mira de la otra a los heridos del vehículo. No era una acción muy honorable, pero él era un superviviente nato.

—Puedo disparar a tres blancos antes de que tú seas capaz de pestañear. Yo que tú no movería ni un músculo.

—Egim, baja el arma —exigió su colega en vez de ponerse de su lado.

Ella parecía furiosa en lugar de asustada, pero no se movió.

—Ha dicho que tiene que matarnos.

—Tiene que matarte a ti —puntualizó el orán—, pero no va a hacerlo.

—¿Cómo estás tan seguro?

Adael suspiró.

—Lo estoy. Ningún nephesh osaría desafiarme, ¿verdad, Helel?

No podría decir si fueron segundos o minutos los que ella tardó en reaccionar, pero Egim juraría que pudo oír cómo a la mujer le rechinaron los dientes antes de hablar.

—No sabes la suerte que tienes de que me aten unas leyes que he jurado acatar, shin’a. Si no fuese así, ahora mismo no serías más que polvo. ¡Adael! —ladró ella—. ¿Vas a explicarme todo esto?

2. Busca y encuentra

 

Damasco. Una hora antes

—¿Estás seguro de que es aquí? —preguntó Egim.

Sentado a su lado, Adael se encogió de hombros mientras observaba una empinada calle surcada de modestas tiendas ya cerradas.

—Les presiento cerca.

No era una gran respuesta, pero sí del tipo que solía dar Adael, personaje por el cual Egim no sentía mucha simpatía aunque ahora fuesen compañeros de viaje.

Él y su colega tenían muy poco en común: pertenecían a especies distintas —Adael era un orán, algo que nadie sabía exactamente qué significaba, y Egim pertenecía a una raza que descendía directamente de los aral, antiguos gobernantes del planeta— y aunque tenían cierto parecido externo que los podía hacer pasar por hermanos, rubios y altos, en realidad tenían muy poco en común.

Egim lucía orgullosamente una barba rasa y el cabello por los hombros, mientras Adael prefería mostrar el rostro despejado y una larga cabellera como si fuera un león. Los ojos grises del kilmar contrastaban con los verdes del orán, y luego estaba el tema de su indumentaria. Adael se decantaba por túnicas, pantalones negros y sandalias, un estilo hippie de los setenta que cubriera su tonificado pero delgado cuerpo, todo lo contrario a Egim, que prefería vestir su gran envergadura con la universal apariencia de motero que le abría las puertas de los barrios bajos de cualquier parte del mundo si lo requería.

¿Y cómo habían acabado ellos dos juntos tan lejos de casa?

Buscando una cura para la misteriosa enfermedad de Neit, la hermana de Egim.

Al parecer, Sheir, su madre, había tenido otra hija que podría ser la salvación de su querida sunet.

Nadie se explicaba cómo las artes curativas de su gente, a pesar de ser muy avanzadas, estuvieran siendo inútiles en el caso de la enfermedad de Neit, en la que el ADN se recombinaba y degradaba a una velocidad inquietante.

—¿Cómo han podido estar ahí sin nosotros saberlo? Hablamos de cientos de años, y jamás nos los hemos encontrado. ¿Es el miedo lo que les hace esconderse de nosotros? —le preguntó al orán.

—¿Por qué los humanos ignoran vuestra existencia?

Una pregunta para responder a otra y la respuesta era obvia: ellos lo habían querido así.

—No entiendo por qué nuestra mwt nos ocultaría esta información.

—Eso deberías preguntárselo a ella —respondió de forma cortante su compañero, que parecía más pendiente de lo que sucedía en el exterior del vehículo que en la conversación.

Egim no se sorprendió por aquellas escuetas respuestas, algo habitual en la especie del orán. Siempre había sospechado que Adael y el resto de sus congéneres ocultaban mucho más de lo que revelaban; no proporcionaban mucha información acerca de sí mismos y suponían un verdadero enigma para todos.

—No hay secreto que el tiempo no desvele —replicó—. El hecho es que esta gente que ahora estamos buscando comparte mucho con nosotros e ignorábamos su existencia.

—Se hizo así para protegerlos. Hay muchas cosas que desconoces y todo tiene un porqué.

Egim no sabía si alegrarse porque al fin había atraído la atención de su compañero o preocuparse de haberlo conseguido.

La gente de Adael era muy antigua, casi tanto como los ancestros de Egim, y aunque él hubiese estudiado los archivos milenarios aral de cabo a rabo, en realidad sabía poco de lo sucedido en los albores del tiempo. Sheir, su madre, siempre había sido muy hermética, y él sospechaba que la información archivada estaba incompleta. Ahora tenía enfrente a alguien que podía arrojar algo de luz en las sombras que envolvían sus orígenes… si ese fuera su deseo.

Los orán —o Iluminados, como también se les conocía— eran famosos por ser muy crípticos y poco dados a la conversación.

—Existen leyes y reglas que todos debemos cumplir, incluso nosotros —continuó su compañero sacándolo de sus pensamientos—. El ser corpóreos nos cuesta un precio, y necesitamos agentes de carne y hueso que nos ayuden en nuestra labor.

A pesar de los términos utilizados, unos que Egim no usaba normalmente, captó perfectamente la esencia de lo que se le estaba relatando.

—Son una extensión de vuestra voluntad, los que sangran y libran vuestras batallas. Mano de obra.

—Ese punto de vista no es del todo acertado. Nuestros vástagos nacen como soldados, no como esclavos.

A Egim no le afectó en absoluto la alusión a la especie creada por sus antepasados.

Él no era humano; su raza descendía directamente de los aral y había gobernado el planeta en la antigüedad. Que su madre fuera una miembro de la nobleza lo convertía a él en mucho más. Además, durante el tiempo transcurrido, la humanidad había olvidado la existencia de los aral, los antiguos dioses, y el mundo había cambiado.

—Son vuestra primera línea de defensa —criticó—. Nacidos para luchar y morir. Hay formas de esclavitud que no precisan grilletes.

—¿Es muy distinto a lo que haces tú?

Durante un segundo, Egim se quedó sin replica. Aquello que ahora criticaba con tanto fervor era lo mismo para lo que él y sus hermanos habían nacido.

—Quizá ya habríamos ganado esta guerra si hubiéramos sabido de ellos. ¿Sabes cuántos de nosotros han muerto durante este tiempo?

—Las cosas son como han de ser —zanjó Adael, y un instante después su semblante cambió—. Detecto algo. ¡Vamos! —Abrió la puerta y saltó del vehículo—. ¡Están a pocas manzanas de aquí! ¡Sígueme!

—Pero ¿qué…?

Egim apenas tuvo tiempo de reaccionar activando sus armas y observando atónito cómo su compañero corría ya calle abajo.

Le siguió, renegando de sí mismo por dejarse llevar de esa manera. Normalmente, a pesar de ser un tipo de acción, no solía actuar precipitadamente.

¿A qué venía aquella carrera cuando lo más fácil era materializarse directamente en el lugar elegido? Es más, ¿por qué el orán había insistido tanto en traer un vehículo humano cuando, obviamente, ninguno de los dos lo necesitaba para desplazarse?

De repente el olor a azufre inundó sus fosas nasales y sus oídos fueron asaltados por ruidos familiares.

Kurga.

Los dos se detuvieron frente a un estrecho callejón que daba a una vieja fábrica en ruinas. En medio de los escombros y la basura, un numeroso grupo de seres bien conocidos por Egim tenía cercados a tres individuos que debían ser aquellos que andaban buscando.

Los kurga se acercaban violentamente a los hombres, golpeaban y luego se retiraban para atacar de nuevo desde otro flanco, entrando y saliendo constantemente de su campo de visión.

Egim conocía muy bien esa táctica, que no era más que un macabro juego que conduciría a la muerte del grupo si no se hacía algo al respecto. El trío repelía al enemigo con competencia, pero la minoría numérica estaba resultando un serio inconveniente.

Él no necesitó más que esa certeza.

Sorprendió a los demonios materializándose en su retaguardia. Su laruss, transformado en sable, distribuyó golpes y tajos en articulaciones básicas… Todo un despliegue de lo que era para él algo tan automático como el respirar.

Un par de golpes en su columna lo desestabilizaron; se dio la vuelta gritando y cortó de cuajo la extremidad de un demonio que había conseguido ponerse a su espalda. ¡Jodidos bichos! Eran tenaces como las cucarachas y tenían su mismo instinto de supervivencia.

Adael apareció a su derecha y empezó a deshacerse de los que se acercaban por ese flanco usando un báculo de extremos afilados.

¿Desde cuándo los orán usaban armas? Y si Adael había elegido ese momento para dejar de ser un hippie flower-power, ¿por qué no acababa de golpe con todos, cuando era capaz de moldear energía y materia?

El enemigo se multiplicó a su alrededor y Egim se obligó a centrarse.

Como era habitual, un grupo se había mantenido oculto. Típico. Seguramente habría un tercero esperando su oportunidad.

Con un grito de guerra, Egim fue a por el kurga más cercano. Fue un buen golpe, directo a la cabeza, y recuperó su arma —ahora convertida en espada corta—rasgando para permitir que el filo terminara de hacer su trabajo.

Otro kurga aulló arrastrándose por el suelo, tratando de herirle con una de sus garras. Egim le pateó la cara y luego aplastó su cráneo con contundencia, dejando que la sangre manchara la piel de sus botas. Se dio la vuelta y entonces uno de los soldados cayó al suelo. Parecía herido. Fue a por él mientras Adael se interponía entre ellos y los demonios. Levantándolo por la cintura, arrastró al joven combatiente hacia la protección física de unos contenedores.

—¿Cómo de grave es? —preguntó al chaval mientras lo depositaba en el suelo. Un kilmar aguantaría dependiendo de las heridas—. ¿Podrás resistir mientras termino ahí fuera?

El chico afirmó con la cabeza esbozando una mueca de dolor.

—¿Tienes un móvil?

Egim asintió con extrañeza.

¿Esos híbridos usaban dispositivos humanos? Quizá los usaran para emergencias, como hacía él. Normalmente, el intercomunicador situado en su oído interno suplía perfectamente al aparato terrestre para ponerse en contacto con su base, pero ahora, por ejemplo, no funcionaba. Le lanzó el teléfono al chico y volvió a la reyerta.

Tres engendros rezumando sangre verde trataron de interceptarlo. Él les devolvió el ataque eliminándolos rápidamente, luego ayudó a Adael con otros cuatro. Noqueó de un puñetazo a uno, tomó aire tras recibir un golpe en la caja torácica y contraatacó cortando la extremidad de otro.

No parecía haber avance por ninguna de las dos partes, demasiado igualadas.

Inesperadamente, notaron algo detrás ellos y tres de los monstruos eligieron ese momento para dirigirse hacia los contenedores. Egim se interpuso en su camino y su sexto sentido le hizo esquivar algo que pasó silbando cerca de su oído derecho.

Un haz de luz impactó entre los ojos de uno de los tres engendros, desintegrándolo. Dos ráfagas más siguieron a la primera, acabando con el resto.

Atónito, Egim se dio la vuelta.

A unos diez metros de distancia, el extremo de una flecha luminosa apuntaba directamente a su cabeza.

Mierda.

La mujer que esgrimía el arco no dudó en disparar de nuevo.

Doble mierda.

Egim reaccionó instintivamente. Cuando se materializó varios metros a su izquierda, varios demonios que habían aparecido a su espalda estaban ya evaporándose. Aquellos proyectiles habían atravesado el lugar en el que él había estado un segundo antes. Maldiciendo por dentro, se dio la vuelta, bloqueando en el último momento una garra que iba directa a su carótida.

Eso había estado demasiado cerca. Tenía que centrarse y aprovechar la ventaja que le estaba dando esa sejmet[1] surgida de la nada que de momento no le atacaba a él.

Embistió con ferocidad, como si estuviera enfrentándose él solo a sus oponentes, y uno a uno fueron cayendo bajo sus golpes. Sangre verdosa fluía por el filo de su espada, tenía salpicaduras por el rostro y le habían herido en el costado, pero se mantuvo firme, avanzando.

Pronto no quedó en pie ninguno de sus contrincantes y, con el último lamento, el caos y el griterío cesaron. La recién llegada se agachó para inspeccionar con curiosidad los restos de uno de los demonios.

—¿Informe? —le preguntó al chico más cercano. El tercero yacía sin vida en el suelo.

—Sobreviviré —respondió el chaval con una mueca de dolor—. Estoy sangrando, pero no es nada grave. Mitch está peor que yo. ¡Gracias al cielo que apareciste!

—El cielo no ha tenido nada que ver; él me llamó. —La mujer se levantó y se dirigió hacia el orán—. ¿Te importaría cauterizarle la herida mientras yo me encargo de mi otro soldado?

Así que ella lideraba los equipos. Interesante.

—Por supuesto.

Egim observó no sin sorpresa que los nepheshi poseían largos colmillos que les permitían beber la sangre de sus semejantes y restituir así la que habían perdido. También sanaban tan rápidamente como su propia especie.

—Creía que solo nosotros y los hijos de Tarish podíamos restablecernos de esa manera —le comentó a Adael.

Sus primos genéticos, mal llamados vampiros en diferentes culturas, eran los más conocidos de todos los descendientes de los aral. Se cruzaban poco en su camino, y cuando lo hacían, existía un pacto de no agresión que todos respetaban.

—Son mestizos, Egim —le confirmó Adael—, y llevan los genes de tu especie. En cierta manera, son tus parientes.

Egim se sentía intranquilo y no precisamente por la extraña familiaridad con la que Adael y la mujer se estaban tratando. Su inquietud provenía del hecho de que normalmente un tercer grupo de kurga solía estar oculto —en los miles de años que llevaba cazándolos, sus enemigos no habían cambiado mucho sus tácticas—, pero sus sentidos no detectaban nada.

Algo no cuadraba.

Cuando terminó de atender al chico, la guerrera se lamió las incisiones de la muñeca, pero el ruido de un objeto metálico les puso a todos sobre aviso.

Al fondo de la calle algo les observaba.

Más demonios. El tercer grupo se revelaba. ¿Cómo era posible que él no los hubiera detectado?

La sorpresa en Egim creció cuando los engendros, en vez de atacarles directamente como habitualmente hacían, emprendieron la huida, dejando atrás un insólito margen para perseguirlos. Aquello apestaba a trampa, pero su compañera no pensó lo mismo o no le importó. Salió tras ellos sin avisar.

Egim maldijo en todos los idiomas que sabía. ¿En qué diablos estaba pensando la mujer? Hizo lo único que podía hacer: seguirla y rezar para alcanzarla antes de que cayese en una emboscada más que segura. No estaba en su naturaleza dejar a nadie en la estacada, y menos a un compañero.

Un momento, ¿desde cuándo ella se había convertido en un compañero?

Adael observó a la pareja desaparecer entre las callejuelas de la parte antigua de la ciudad. Cuando fue en busca del vehículo para cargar a los heridos, no pudo evitar sonreír satisfecho. Todo estaba saliendo según lo previsto.

3. La petición

 

Damasco. Dos horas después

A Helel iba a estallarle la cabeza y se frotó las sienes en un intento de calmar aquella súbita jaqueca que le martilleaba las sienes mientras observaba a los dos tipos que tenía enfrente.

Los sucesos de la noche habían convertido el día en una ruina.

El mayor desastre de todos había sido perder a uno de sus hombres. El siguiente había sido la reaparición de Adael, salido de la nada, acompañado de un kilmar. ¡Un shin’a, nada menos! Y eso no era lo peor. La guinda del pastel había sido que había traído al susodicho extranjero a sus dominios en busca de una cura. Y si eso no era lo suficientemente extraño, ¡sorpresa!, el shin’a, su hermana enferma y ella compartían la misma madre.

Los tres eran hijos de Sheir. ¡Ah! Y ella era la cura que ellos buscaban.

Sí; realmente, un día encantador, pero nada de ello justificaba que Adael hubiera revelado su existencia a otra especie y menos a una considerada inferior. Había muchas incógnitas, tantas como cosas que no encajaban.

¿Por qué Sheir o sus sacerdotes, conocidos por sus habilidades de curación, no habían sanado a su supuesta medio hermana? ¿Qué enfermedad podía ser tan grave que un orán no pudiese erradicar? ¿Qué quería realmente Adael? Muchas preguntas, y poco la ayudaba que no consiguiera centrar sus pensamientos teniéndole tan cerca.

¿Qué había esperado? ¿Que ya no reaccionaría cuando lo volviera a ver? Él siempre sería el mismo y ella no podría borrarle nunca de su memoria. Siendo sincera consigo misma, la aparición de su hermano era lo que en realidad le había provocado la jaqueca. Ojalá todo lo que acababan de contarle fuese mentira, eso haría mucho más llevadera la situación, pero no era así. Tenía frente a ella a un hijo biológico de Sheir, como lo era ella.

—¿Os envía ella? —Quizá la bruja de su madre había notado algo parecido a un sentimiento en su oscuro y frío corazón.

Adael negó.

—Todo esto fue idea mía. Sé lo que puedes hacer por tu hermana, sobre todo al compartir gran cantidad de su código genético.

¿Compartir gran cantidad de código genético? Maldito Adael. Sabía perfectamente que compartían casi la totalidad de ese código. Lo que ella seguía sin entender era por qué él mismo no había sanado a la joven. Conocía sus habilidades, así que no estaba jugando limpio.

¿Habría vuelto a sus dominios con una excusa para verla otra vez? Lo dudaba. Él se había marchado por voluntad propia hacía ya muchos años. Fuese como fuese, la estaba poniendo en una situación delicada.

—No me puedo creer que siendo quien eres hayas hecho esto —espetó, profundamente decepcionada—. Sabes que no deseo tener nada que ver con esta gente… Sus problemas son suyos, no míos. No tenemos nada en común.

—Tu hermana, al igual que tú, no pidió tener a la madre que le tocó en suerte, y necesita tu ayuda.

—Escúchanos, por favor —les interrumpió su supuesto medio hermano, que hasta ese momento se había mantenido en silencio tras haberse sorprendido tanto como ella durante las presentaciones—. Entiendo tu aversión por nuestra mwt, pero no estoy aquí por ella. Neit es mi única preocupación.

—¿Nuestra mwt ? —Ella le miró directamente a los ojos. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Eran unos ojos que reconocía de toda una vida, unos ojos gris acerado que la diferenciaban del resto de sus hermanos—. Yo no tuve ni tengo mwt. La que tú llamas así no es nada para mí. Su útero me engendró; nada más.

—Comprendo tus sentimientos —continuó él—, y en cierta manera los comparto, a Neit y a mí nos criaron los sacerdotes del templo, pero te ruego que no tengas en cuenta quién es nuestra madre; es lo que menos me importa en estos momentos.

Un kilmar era uno de los seres más orgullosos del planeta, cortesía del linaje de Sheir, y que estuviera rogándole era señal de su desesperación. Tenía suerte de que ella no fuera de las que disfrutaban con la humillación de los demás. Si no había motivos para ello, claro.

—¿Es ese tu único interés? —le preguntó a su hermano.

Cuando él respondiera a su pregunta, ella sabría la verdad. No se podía engañar a un nephesh, y menos a ella.

—No estoy interesado en nada más. solo quiero que Neit se recupere; es sangre de mi sangre «y moriría si a ella le sucediese algo pudiendo haberlo evitado».

Egim había proyectado esos pensamientos sin darse cuenta y para ella fue suficiente. La sangre era sagrada y el amor fraternal lo era aún más. Lanzando un largo suspiro, finalmente Helel claudicó.

Iba a tener muchos problemas con el Concilio, el órgano legislativo de su pueblo, pero ya batallaría con eso más tarde. Además, si todo se torcía, solo tenía que alterar la memoria de su medio hermano o, en su defecto, matarlo.

—Creo que este no es el mejor lugar para hablar. Se está haciendo tarde, los humanos están despertando y tengo una ceremonia de paso que oficiar. Vayamos a un lugar más tranquilo. —Luego echó un vistazo a sus hombres—. No podéis saltar hasta la Colonia en esas condiciones y menos con esas interferencias que han estado bloqueándonos durante toda la noche. —Sus soldados habían sido emboscados y sus comunicaciones interceptadas, y si no hubiera sido por la repentina aparición de Adael y el shin’a…

—Hemos venido en mi coche. Podemos usarlo.

Egim parecía perplejo por haber lanzado esa propuesta él mismo.

Helel interrogó a Adael con la mirada.

Lo lógico sería que este se los llevara a todos a la Colonia—ella había conseguido llegar hasta su equipo gracias a la ayuda de otro orán—, pero, por alguna razón, Adael no se estaba ofreciendo, como tampoco le estaba dando ninguna respuesta.

No se extrañó. La especie de su padre solía dar muy pocas explicaciones de lo que hacían, y siempre tenían razones, que casi nadie entendía, muy poderosas para actuar. O al menos era lo que siempre decían.

—Una suerte que vinierais en él, ahora mismo es lo que nos hace falta —comentó, señalando con la cabeza el transporte—. Por culpa de las interferencias que rodean la zona, nuestra capacidad de salto está totalmente imposibilitada.

—Insistencia del rubito —explicó su hermano encogiéndose de hombros—, algo que no entendí en su momento, pero que ahora tiene sentido. Vamos, os llevo donde sea.

Ella no dudaba de que Adael hubiera sabido de antemano que iban a necesitar un medio de transporte convencional para desplazarse. También estaba cansada y, ya que iba a enfrentarse al Concilio por permitir a un foráneo seguir con vida tras conocer su existencia, que al menos fuera tras restituir sus fuerzas.

—Nuestro hogar está oculto y necesitamos que siga así durante mucho tiempo. ¿Tu vehículo tiene la capacidad de no ser visto por los humanos? Egim negó.

—Bien —continuó ella—, entonces no nos queda más remedio que usar mi silej para ello. Conduzco yo.

A regañadientes —no podía ser de otra forma, un kilmar y el orgullo iban de la mano—, su hermano se adjudicó el asiento del copiloto y después salieron derrapando del callejón.

Mientras se incorporaban a la ya creciente circulación de esas horas, Helel se encargó de embotar los sentidos periféricos del kilmar para evitar que recordara el trayecto. No tenía ni idea de cuán poderosa sería la mente de su hermano, pero si había heredado algo de su madre, quizá no fuera capaz de borrarle los recuerdos después. No iba a exponer a su gente más de lo necesario.

A medida que iban avanzando por la carretera, Egim se fue desorientando, algo que normalmente nunca le pasaba. Dedujo que algo estaba pasando con sus sentidos para provocarle esa horrible sensación de mareo que solo cesó cuando el vehículo se detuvo.

¿Dónde estaban? ¿Cuándo habían dejado atrás la ciudad? ¿Se hallaban en medio del jodido desierto? Tampoco podía decir cuánto tiempo había transcurrido, le resultaba difícil hacer el cálculo cuando sus sensores internos y externos parecían haberse ido de paseo; el sol estaba bien alto, así que debía ser ya mediodía. No tenía ni idea de qué o quién había conseguido reblandecerle la sesera, pero había hecho bien su trabajo.

—Estamos ya cerca —escuchó decir mientras trataba de enfocarse.

Cuando por fin el mundo se aclaró del todo, lo único que vio fue una enorme montaña frente a ellos, y a su alrededor rocas en un entorno desértico.

—Entraremos tras desactivar el sistema de seguridad.

Su hermana seguía al volante, mirándolo con una sonrisa que le gustó muy poco.

Sin previo aviso, ella aceleró y se lanzó contra la pared. Para su asombro, el coche atravesó limpiamente el muro de roca montañosa, continuando por un ancho túnel que se adentraba hacia el interior.

—¿Pero… qué?

—Hay que mantener alejados a los curiosos. De todas maneras, has atravesado también una barrera dimensional; para los humanos la montaña es totalmente maciza.

—¿No podríais haberme avisado?

Su hermana sonrió de oreja a oreja mientras conducía.

—Naaaa… Ha sido muy divertido. Tendrías que haberte visto la cara.

Mil y una réplicas, ninguna cortés, atravesaron la mente de Egim, pero consiguió controlarlas mientras observaba cómo se adentraban en una enorme cavidad desde la que podía verse la inmensidad del cielo diurno.

No estaban en el interior de una montaña, sino en el cráter de un enorme volcán apagado. En el centro, en una planicie cubierta de árboles y abundante vegetación, se encontraba situada una gran villa de varios pisos de alto rodeada de otras construcciones más pequeñas; parecían viviendas, almacenes, tiendas… un pequeño pueblo.

La estructura central se elevaba varios pisos por encima del suelo y el sol la hacía brillar como una columna de marfil. La luz, gracias a su naturaleza, podía atravesar las barreras de muchas dimensiones intermedias.

Su hermana condujo hacia un amplio anexo de la construcción principal donde aparcó el vehículo. Era un almacén para todo tipo de transportes, algunos de ellos desconocidos para Egim y de apariencia claramente no humana.

—Por aquí, por favor —les indicó ella, señalándoles un enorme arco por el que cruzaron. Los guio a través de un largo pasillo de paredes metalizadas hasta llegar a un ascensor por el que descendieron varias plantas. Mientras iban adentrándose en el interior de la tierra, Egim iba preguntándose cuántos pisos habría realmente en el edificio; al parecer, los suficientes para albergar una gran comunidad.

A la salida del ascensor el panorama cambió.

Lo metalizado quedó atrás y la decoración pasó a ser mucho más rústica: paredes de madera y telas blancas por doquier. Pronto llegaron hasta una grandiosa sala con una gran mesa ovalada en su centro. Parecía una biblioteca con una de sus paredes completamente tapizada de libros. Dicha pared servía de fondo a un escritorio tallado en madera oscura con varios sillones al frente.

—Vosotros dos id a la sala de sanación —ordenó la nephesh a sus soldados—. Que terminen de curar vuestras heridas, luego id a preparar a nuestro hermano para la ceremonia.

Una vez estuvieron solos, mostrándose nada ortodoxa, Helel se sentó en el borde de la mesa frente a ellos y les invitó a sentarse en los sillones.

—Os creo —continuó—. Sé que estáis diciéndome la verdad; de todos modos, comprenderéis que no acepte tan fácilmente lo que me estáis pidiendo.—Neit, nuestra hermana, necesita tu ayuda —le recordó Egim, aceptando la invitación al mismo tiempo que Adael—, y nuestro común amigo aquí presente nos informó de que tu sangre podría estabilizar su ADN. Esa desconocida enfermedad lo está alterando de forma inexplicable.

La información no provocó el efecto deseado, ya que ella se mostró indignada en vez de compasiva.

—¿Cómo se te ha ocurrido desvelar algo así, Adael? —Ella se pasó las manos por el pelo, colocando hebras sueltas detrás de las orejas, un gesto que le resultó familiar a Egim; Neit hacía lo mismo cuando estaba enfadada o nerviosa—. ¿Cómo has sido capaz de ponerme en una situación tan comprometida? —Luego su mirada giró airada hacia él—. ¿Te ha dicho lo que me costará hacer lo que me pedís?

Por supuesto, su amigo no lo había hecho.

—Lo que me estás pidiendo —aclaró ella con resignación—, dejar que uséis mi sangre para modificar la suya, está penado con la muerte. Mi muerte. No se nos permite intercambiar sangre fuera de nuestra especie.

¿Por qué no le sorprendió a Egim que se hubiera omitido un dato tan importante?

—Teniendo en cuenta las circunstancias y que Neit es tu hermana, podría hacerse una excepción si yo hablo en tu favor —alegó Adael con su habitual y templado tono—, aunque ella sea considerada una extranjera.

—¿Y esas circunstancias justifican saltarnos una de nuestras principales leyes? —preguntó ella cruzándose de brazos—. No te recordaba tan osado. Siempre fuiste muy respetuoso en cuanto a las normas y preceptos.

—Las justifica si con ello puedes salvar a tu hermana, sangre de tu sangre.

—Sangre de mi sangre —repitió ella en voz baja—. Eso no significa nada en este contexto, Adael. Todos los kilmar son sangre de mi sangre si nos atenemos a mi procedencia, y francamente, me importa muy poco cuál sea el destino de la raza que creó mi madre. Sin querer ofender, hermano. Distinto sería si supiera de quién me estáis hablando; si esa mujer no me fuera indiferente.

—Ven a conocerla —interrumpió Egim—. Si tu única objeción es que no la conoces, eso puede solucionarse fácilmente. Acompáñanos a Kilmarke.

4. Dudas

 

Eran las cuatro de la tarde, hora local, cuando Helel consiguió por fin volver a su habitación.

Mientras avanzaba por su cuarto y se iba desvistiendo, sus ojos se dirigieron hacia el lugar donde habitualmente la esperaban una jarra de agua y unas hierbas aromáticas. En un día normal, habría realizado una pequeña ceremonia para templar su espíritu, pero en ese momento no tenía energía ni ganas para rituales. Se limitó a calentar ella misma el agua con sus manos y a mezclarla con las hierbas, luego se dirigió al baño que la esperaba, otra cosa que al parecer se había convertido en costumbre. Derramó la mezcla de hierbas en la bañera y se sumergió en el agua caliente, dejando que el calor penetrara en sus doloridos músculos. ¿De qué le servía tener unos progenitores excepcionales si al final de una dura jornada su cuerpo notaba los excesos del esfuerzo físico como le ocurría a cualquier otro ser terrenal?

Mejor no pensar en lo obvio y centrarse en los sucesos del día.

Había perdido a uno de sus hombres en los equipos desplegados esa noche, excelente guerrero y gran amigo suyo. Oficiar una ceremonia de paso siempre era duro, al igual que ver a los más allegados mantener el temple durante el ritual cuando se veía en sus rostros que estaban destrozados por la pérdida. La vida para los de su especie no era fácil, y aunque la muerte se considerara algo natural y el comienzo de un nuevo camino, seguía siendo difícil seguir adelante para los que se quedaban en este lado. Cada vez que ella perdía a un miembro de su equipo, era como si perdiera a un hermano, un ser querido.

Un ser querido… como Adael. Volver a verle había removido recuerdos que creía enterrados. En el pasado había creído que había encontrado en él a su compañero de alma o alma gemela, aquella con la que todos los de su especie soñaban, pero evidentemente se había equivocado. A él le había sido muy fácil dejarla sin una explicación y ella creía haberlo superado con la misma facilidad. O al menos eso había pensado hasta hoy. Con él habían regresado las mariposas en el estómago y un montón de preguntas.

Conocer a Egim la había afectado. Si quería ocultarlo a los demás, no habría problema, pero intentar escondérselo a sí misma era una soberana estupidez. Lo que en realidad la conmocionaba era cobrar conciencia de que siempre había tenido una familia de la que no había podido disfrutar. Era una tremenda ironía sentirse ahora abrumada por algo que siempre había anhelado.

De repente, notó una intromisión mental muy familiar en su cabeza a la que dio la bienvenida.

«At», saludó mentalmente.

Era usual que padre e hija se comunicaran de esa manera.

«¿Cómo estás, mi enu?», le respondió su mentor con cariño.

Su padre siempre se había esforzado en tratarla como lo haría uno mundano y ella apreciaba cada gramo de esfuerzo que él dedicaba a ello. Tener un padre de su nivel era todo un honor, aunque significara no poder verle la mayoría de las veces.

«¿Cuando sea vieja y tenga arrugas seguirás llamándome así?».

«Siempre, mi reswt, siempre».

Ella suspiró y se dejó envolver por su voz.

«Estás preocupada». Su padre siempre iba al grano, pocas veces daba rodeos y menos con las cosas que le concernían a ella.

«¿Estuviste allí cuando hablaba con ellos?», preguntó, sabiendo la respuesta. Su mentor nunca la dejaba realmente sola por mucho que se esforzara en parecer ausente.

«Sí», contestó él, y ella sintió la inmensa ternura que le era transmitida en ese momento, algo que necesitaba.

«Y bien, ¿qué piensas?».

«No se trata de lo que yo piense, sat. La cuestión es: ¿qué quieres hacer tú?».

«Realmente no lo sé», respondió angustiada. «¿Por qué me siento como si de esta decisión dependiera todo mi futuro?».

«Quizá porque así es».

Su padre no hacía afirmaciones de ese tipo a la ligera.

«Nunca me ha interesado lo que les suceda, ¿por qué iba a importarme ahora?».

«Fue una elección que hiciste en su momento, que respeté pero que no compartí. Jamás te oculté mi desacuerdo».

«Y te agradezco la infinita paciencia que has tenido conmigo. Ahora ya no estoy tan segura de haber obrado bien, ni de querer mantener esa decisión».

«Tienes curiosidad». ¿Por qué se sentía un poco avergonzada al escucharle? Con él no tenía motivos para ello. «Y te sientes sola».

«Sí». Era inútil escondérselo; la conocía demasiado bien.

—¿Qué te detiene? —preguntó él con aquella envolvente voz que le caracterizaba. No era extraño entre ellos pasar de la comunicación mental a la oral durante sus conversaciones—. El destino te ha enviado lo que necesitas; hace ya tiempo que le dabas vueltas a la idea de marcharte.

Era cierto, hacía mucho que sentía que estaba perdiendo el tiempo en la Colonia, que ya no tenía nada más que aportar, pero eran ideas que no se permitía expresar porque también provocaban en ella un profundo sentimiento de traición.

—Será tan solo por unos días —continuó su padre—. Tus hermanos podrán sobrevivir sin ti durante ese breve espacio de tiempo. —Aunque no fueran hijos de los mismos padres, los nepheshi se llamaban entre sí hermanos.

—No me necesitan a mí para eso, at. La sociedad es totalmente compacta. —Entonces, ¿por qué seguía teniendo dudas?

—Necesitas que alguien te diga lo que no eres capaz de reconocer por ti misma.

—¿Y eso es…?

Aunque su padre fuese cómo una extensión de ella misma en su mente, eso no significaba que le diera las respuestas que ella buscaba. Nada era fácil con él.

—Los hijos no tienen que pagar por los pecados de sus padres. ¿Por qué han de pagar tus hermanos por lo que tú sientes por vuestra madre? Si tu hermana te necesita, ¿por qué no ayudarla?

Su padre siempre usaba la lógica cuando argumentaba; su lógica, por supuesto.

—No es eso lo que he tratado de enseñarte durante todos estos años —continuó—. ¿En esto te he convertido? Quizá tengas más de tu madre de lo que quieres aceptar.

—¡No! —exclamó indignada; eso jamás.

—¿Realmente te quedarás tranquila negándote en redondo a ayudar a alguien sabiendo que perecerá si no lo haces?

—No creo que todo dependa de mí, padre. Adael puede ayudarla. —Estaba segura de que su antiguo compañero podía hacerlo; por qué no lo hacía, era un misterio.

—Tiene la capacidad de hacerlo, pero no la usará. Se le ha ordenado que no intervenga.

—¿Cómo? —sorprendida, respingó dentro del agua y el silencio se hizo pesado en su cabeza.

—He dicho ya demasiado, Helel. —El suspiro mental de su padre la hizo estremecer—. Eres tú la que debes decidir, pero debes saber que es importante que ayudes a tu hermana. El futuro de todos depende de ello.

Eso sí que consiguió asustarla e hizo que su corazón saltara en su pecho. El aviso de un orán era algo muy a tener en cuenta, y si ese orán era su padre… mucho más todavía.

Necesitaba pensar en otra cosa, en lo que fuera, en algo que no la hiciera estremecerse de miedo, y apareció de repente en su cabeza una pregunta que siempre se había hecho.

—¿La quisiste?

—¿Qué? —El que parecía ahora perplejo era su padre.

—Si la quisiste, a mi madre.

Durante unos segundos reinó el silencio entre los dos, luego la voz de su padre retumbó en su cabeza.

—Lo nuestro fue un acuerdo.

No era la respuesta que ella había esperado. Su padre siempre estaba hablando de amor, la base del intercambio energético y espiritual; el sexo sin sentimientos no era admisible para él, aunque lo respetara en las especies inferiores.

—Así que yo nací de un acto que aborreces.

—Yo no he dicho eso. Fuiste engendrada de forma consciente tanto por mi parte como por la suya, así debía ser, así que en cierta manera hubo amor por nuestra parte. Queríamos que nacieras.

Eso sí que sorprendió a Helel. Durante toda su vida había creído en el rechazo de su madre y dio por supuesto que se había producido desde el momento de su concepción, algo a lo que la aral había sido obligada como condena por un acto delictivo previo. Nunca se lo habían ocultado.

—No fue así —le aclaró su padre. Eso era lo malo de tener a alguien como él en su cabeza, que leía incluso los pensamientos que no se proyectaban—. Jamás te he negado una respuesta, pero tú nunca has querido hacer las preguntas.

De nuevo el silencio los envolvió; su padre siempre le daba el tiempo que necesitaba para reflexionar.

—Debo dejarte, hija mía. Hay asuntos que debo atender, pero sabes que siempre estoy contigo. Solo tienes que llamarme. Te quiero, nesijah —un apelativo que usaban los humanos con sus hijas y que él se empeñaba en usar por muchas veces que ella le hubiera recordado que no era ninguna princesa.

—Yo también te quiero, at.

En el momento en que sintió cómo la consciencia de su padre se alejaba, ella supo qué tenía que hacer.

6. Hermano, hermana

 

Egim se levantó de la cama a las pocas horas de haberse acostado. ¿Cómo podría él descansar mientras su hermana se estaba marchitando lentamente a kilómetros de distancia?

Trató por enésima vez de contactar con su gente a través sus implantes y volvió a fallar; evidentemente lo tenían bloqueado, porque hasta esas últimas horas, sin contar las interferencias en Damasco, su tecnología había fallado, pero, maldita sea, no estaba en posición de exigir nada. Necesitaba una muestra sanguínea de su medio hermana, y si para ello tenía que tragarse parte de su orgullo y dejar que le tratasen como a un prisionero, lo haría.

Se metió en la ducha. Bajo el chorro de agua sus pensamientos no dejaron de dar vueltas a cómo conseguir lo que había venido a buscar si se lo negaban.

Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus cavilaciones.

—Soy Helel. ¿Estás despierto ya?

Qué pregunta más estúpida. Si no lo estaba, lo estaría con esos porrazos que habría oído hasta el mismísimo señor de los infiernos.

—¡Un momento! —gritó saliendo de debajo del agua y colocándose su coraza en tiempo récord, moldeándola mentalmente como una camiseta y unos jeans negros.

Gracias a sus antepasados, su ropa de combate era maleable, de un tejido hidrófugo que no solo repelía el agua, sino que también secaba su cuerpo y regulaba su temperatura corporal.

Tras reunirse con su hermana en el pasillo, la acompañó en un vespertino paseo.

—¿Ha sido la estancia de tu agrado? —le preguntó ella.

No tenía que olvidar que la mujer podía detectar cuándo alguien le mentía.

—La verdad, hubiera preferido otra.

Tanto blanco le enfurecía, y el color que imperaba en aquel lugar era ese.

—No puedo dormir —continuó él intentando no sonar tan contrariado como se sentía— cuando mi hermana se está muriendo y yo estoy lejos, en una habitación que me recuerda al lugar en el que ella agoniza. Por cierto, no he podido comunicar con mi base. ¿Sois vosotros los que me lo impedís?

—La barrera impide el envío de señales; es por seguridad, pero puedo hacer que recibas mensajes. Con respecto a la habitación, discúlpame. Entiendo que estés enfadado.

—¿Enfadado? No estoy enfadado. —Y era cierto, estaba frustrado, pero ¿enfadado? No; la verdad era que la preocupación no le permitía pensar en otra cosa.

—¿Qué sabes de los orán, Egim?

Él se encogió de hombros.

—Nadie sabe mucho de ellos. Sabemos que existen, pero poco más. Adael es muy hermético, al igual que el resto de los que he conocido.

—Ajá —confirmó ella—, lo son. Nosotros tenemos la suerte de conocerlos mejor porque son nuestros padres.

—¿Solo padres? ¿No hay hembras en esa especie?

—Nunca hemos visto una, pero eso no niega su existencia. Quizá las haya.

—¿Nunca habéis preguntado?

Ella sonrió afablemente.

—Hay preguntas que a veces no se responden dependiendo de a quién las formules. La respuesta llega cuando debe hacerlo. Así nos han enseñado.

¿Los nepheshi eran tan sumisos que no cuestionaban nada de lo que les decían sus superiores? ¿O quizás ella estaba eludiendo responderle directamente? Si así era, poco lograría si presionaba demasiado.

—Acompáñame, por favor —le invitó ella en cuanto llegaron al comedor-biblioteca en el que se habían reunido el día anterior.

Esta vez se sentaron a la gran mesa. Egim la obedeció sin protestar, decidido a que esos momentos sirvieran para convencerla de que le diera lo que había ido a buscar.