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Dinamarca, 1943: Niels Rasmussen conoce a la pelirroja Sarah. Es entonces cuando se une a la Resistencia y se convierte en un saboteador excepcional que remodela la ciudad ocupada a golpe de explosivos. Cuando el conflicto mundial concluye, Sarah está esperando un hijo suyo y los héroes están listos para recibir los laureles. Pero una hoja del periódico " Le Parisien Libéré " metida en un sobre anónimo va a trastocar este destino. En la sección «Depuraciones», Niels lee lo siguiente: «El 7 de mayo se celebra en el tribunal de Seine el juicio contra el dramaturgo Jean-François Canonnier, que actualmente está detenido en Fresnes. El abogado defensor es el señor Bianchi». A pesar de la incomprensión que suscita su empeño por salvar a su «amigo fraterno», Niels emprende una odisea que lo llevará a replantearse todas sus convicciones sobre el heroísmo, la cobardía, la Resistencia y el colaboracionismo. " Niels " , novela de aventuras a la par que indagación introspectiva, rompe los moldes de los géneros literarios y nos plantea la siguiente pregunta: y tú, ¿qué habrías hecho?
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Seitenzahl: 439
Veröffentlichungsjahr: 2018
Primer acto
Segundo acto
Tercer acto
Cuarto acto
Quinto acto
Créditos
¿Cómo es la noche ahora?Está hundiendo sus fuerzas en el día.
Shakespeare, Macbeth1
Al amigo danés
1 Traducción del Instituto Shakespeare de Valencia (N. de la T.).
La silueta, en cuclillas, se meneaba como un crío empujando un juguete con ruedas.
La luz del faro, que marcaba la entrada de estribor de la dársena norte, dibujó un relámpago sobre las aguas tranquilas y luego lamió el muelle. Rasmussen se puso de pie y, de nuevo con su estatura de hombre, pudo contemplar el cemento que estaba a sus pies; una pintada con letras blancas rezaba: DO IT WELL AND DO IT NOW. Satisfecho, el danés hundió la brocha en la lata de pintura y se apoyó en la armazón de la grúa; allí, bajo el inmenso Mecano dormido, surcó la noche con la mirada. Delante de él, amarrado, se alzaba el Nürnberg.
Acompasó la respiración con la rotación de la luz mientras se apretaba las correas en los hombros: la mochila pesaba más de veinte kilos. Entre el torno y el agua se extendía el muelle al descubierto. Tendría que recorrerlo durante los valiosísimos segundos de oscuridad que le ofrecía el faro. Rasmussen cogió una última bocanada de aire.
Con el impulso, estuvo a punto de caerse en la dársena; se enderezó in extremis, derrapó en el borde y echó cuerpo a tierra detrás de un bolardo de amarre. Un poco de gravilla chapoteó en las olitas que rompían veinte metros más abajo. En el crucero no se movió nada ni nadie. Rasmussen sabía exactamente cuántos centinelas había de guardia, los turnos de las torres de vigilancia y hasta los apodos con los que se llamaban los hombres de la tripulación de puente a puente. Había anotado todos estos detalles en una libreta rayada con su redondilla de colegial mientras observaba el terreno desde lo alto de la grúa, la misma que tenía intención de volar para que se derrumbase encima del buque de guerra.
Una escalerilla incrustada en el cemento bajaba hasta el agua. Palpó con los dedos las barras corroídas por la sal mientras se deslizaba entre el casco y el embarcadero. Llegó a una galería horizontal, a media altura del muelle, por la que se adentró metiendo primero la cabeza. Tumbado en el conducto pudo, por fin, sacar la linternita de bolsillo.
Tenía las manos ardiendo y el contacto del metal en la palma lo transportó a esos momentos de después de los ensayos, cuando apagaba los focos, los que habían esculpido el escenario y sublimado a los actores, y en cuyo haz brillaban las partículas de polvo suspendidas en el aire. Cuando el teatro se quedaba a oscuras, había que calibrar cuán intensa era esa oscuridad para luego, guiándose con el halo de la linterna, subir a lo largo de las filas de butacas hasta llegar a la salida al mismo tiempo que la luz del día. Pero esa era otra historia, lejana, superada. En el momento presente, la lucecita trazaba su camino incierto por debajo de una araña de acero inmensa plantada directamente en el muelle de la dársena norte del puerto franco de Copenhague.
Llegó por fin al núcleo de los cimientos y abrió la mochila de tela. Le invadió las fosas nasales un efluvio de almendra amarga que en sus recuerdos era tan valioso como el de los bizcochos de manzana de su madre, tan indispensable como la pelambrera suave de su hermana pequeña. Era el olor del 808, el explosivo plástico que le habían proporcionado los agentes del Special Operations Executive británico y que Rasmussen había usado sin mesura los dos últimos años.
Cogió cinco cargas, de dos kilos cada una, que pegó en la bóveda, y luego un par de detonadores lapicero cuyos extremos aplastó con el mango de la linterna. En los cilindros de cobre, el ácido liberado ya estaba royendo el cable del percutor. El danés disponía de unos diez minutos para concluir la misión y ponerse a cubierto. La explosión abriría un cráter en el muelle y volcaría la grúa encima del Nürnberg. El estruendo desgarraría la noche. Con un poco de suerte, el buque estaría inutilizado una semana por lo menos. No hacía falta más.
La Alemania nazi estaba agonizando. A la guerra no le quedaban más que unos días. Estadounidenses, británicos y rusos remataban su labor de poda en Europa obligando al ejército del Reich a retroceder sin tregua hacia el norte. Y, en el fondo de ese callejón sin salida, estaba Dinamarca, que oficialmente seguía bajo la férula de la Wehrmacht.
En realidad, todo era un «sálvese quien pueda» indescriptible. Las tropas de ocupación parecía que se evaporaban, que se disolvían en el Báltico. Habían requisado hasta los peores botes para usarlos en una desbandada imposible hacia Noruega. En las calles de Copenhague, cada cierto tiempo estallaba un tiroteo. Eran enfrentamientos entre daneses (resistentes contra milicianos, partisanos contra colaboracionistas a la fuga), a falta de una auténtica oposición en el bando alemán. El ocupante ya era solo uno. Los ultimísimos uniformes color caqui se refugiaban en los cuarteles, en los edificios oficiales convertidos en búnkeres, a veces en sus barcos.
Los dos cruceros de la Kriegsmarine, el Nürnberg y el Prinz Eugen, ya no salían del puerto. La Royal Air Force era quien controlaba ahora el cielo. Hacerse a la mar suponía exponerse al acoso de los cazas ingleses. La potencia de fuego de los buques enemigos constituía, no obstante, una amenaza para la Resistencia danesa en su empeño por reconquistar la capital. Precisamente por eso había que atizarles a cada uno con cien toneladas de chatarra en toda la cara.
Rasmussen se giró como pudo en el conducto de hormigón. El tiempo apremiaba. Los detonadores pronto activarían los explosivos. En la mochila llevaba aún cinco cargas que reservaba para el Prinz Eugen. En el extremo opuesto parecía como si el blindaje oscuro del Nürnberg hubiese taponado el túnel. Sintió un escalofrío y se puso a reptar hacia la salida.
Arriba del todo, en el hueco que quedaba entre el casco y el muelle, las estrellas habían atravesado las nubes y la noche. Rasmussen se aupó hasta el borde sujetándose a las barras. No había subido ni diez escalones cuando una sombra se le vino encima. Se quedó suspendido entre el cielo y el mar. En la mochila, además de los explosivos, la linterna y la brújula, llevaba la Luger Parabellum, la de la Casa de la Montaña. Por primera vez desde hacía nueve meses, quizá tuviera que usarla; enseguida se percató de lo absurda que resultaba esa idea. Lo que llevaba a la espalda ya no era un arma de fuego, sino más bien una reliquia o, por qué no decirlo, un memento mori.
La silueta, con las prisas, perdió pie en un peldaño. Rasmussen creyó que iba a arrastrarlo en su caída y, por instinto, tensó los músculos. Pero el otro, milagrosamente, logró agarrarse con una mano. El danés vio cómo iban creciendo aquellas posaderas a medida que se le acercaban. Silbó entre dientes. Una cabeza apareció por encima de ese culo tirando a gordo que le impedía ver el cielo estrellado. Los pantalones tenían un desgarrón que cruzaba la nalga derecha hasta la parte superior del muslo; por fuera le colgaba un jirón del forro.
—¿Munk?
—¿Niels? ¿Eres tú?
—Por Dios, Munk, ¿quién va a ser si no?
—¿Ya has colocado los explosivos?
—¿Qué estás haciendo aquí?
—No sabía por cuál ibas a empezar. Contigo nunca se sabe.
—¿Cómo me has encontrado?
—Por la pintada en el suelo, Niels. La reivindicación. La pintura todavía estaba fresca.
—Siempre exiges que la pintemos antes de cada voladura.
—Así es como te he encontrado en el muelle.
—De haber llegado unos minutos más tarde, saltas por los aires.
—¿Ya has colocado los explosivos?
—Acabo de activar los detonadores.
—Carajo, Niels. Vas adelantado.
—Tengo ganas de reventarlo todo. Para eso estoy aquí.
—Vuelve abajo. Se cancela la operación. Hay que descebar.
—¿Qué dices?
—Cancelamos.
—¿A qué viene eso?
—Vuelve abajo. Te espero debajo de la grúa para contártelo.
Se comunicaban con susurros y ahorrando palabras, encajonados entre el muelle y las ocho mil toneladas del Nürnberg. Se oyó una voz que venía del buque de guerra y los dos hombres se pegaron contra la pared. Una colilla incandescente pasó a menos de un metro de la escalera y chisporroteó debajo de ellos. Esperaron, tan minerales como la piedra. Cuando Rasmussen alzó la cabeza, Munk se había desvanecido en la oscuridad.
Volvió a la galería de debajo del muelle.
Munk nunca intervenía en el escenario de las operaciones. Se limitaba a establecer los objetivos en colaboración con los ingleses, a coordinar lo mejor posible las acciones con los partisanos comunistas, a captar cómplices in situ y a suministrarles a los artificieros tanto información como explosivos.En casi dos años de resistencia, Rasmussen no lo había visto ni una sola vez a menos de un kilómetro de una bomba a punto de estallar. Lo suyo era la logística. La estrategia. En pocas palabras: era un político.
Por su parte, desde que ingresó en el grupo Holger Danske*, Rasmussen resultó ser un manitas y un electricista excepcional, con gran habilidad para camuflar los artefactos explosivos dentro de elementos de apariencia inofensiva y, en ocasiones, casi poéticos: un aparato de radio, una casita para pájaros, un costurero, una sombrerera… Munk lo envió a Suecia para aprender los métodos de sabotaje del SOE. Al regresar, voló el pabellón de exposiciones Forum en el barrio de Frederiksberg, que a la sazón se usaba como cuartel, ingeniándoselas para ocultar la bomba en una caja de cervezas que él mismo entregó en mano. Desde entonces, las cristaleras arrasadas del pabellón se erguían, en pleno centro urbano, como un inmenso esqueleto de hierro con un calado de encaje. Aquel éxito apocalíptico lo consagró como un artificiero muy ducho que remodelaba las zonas industriales de la periferia y la red ferroviaria de Copenhague a golpe de explosivo 808. Los dos compinches habían organizado innumerables operaciones. La reciprocidad de su relación se había acentuado desde que los aliados desembarcaron en Normandía. Los sabotajes proliferaban (hasta veinte explosiones en una noche) para impedir que la Wehrmacht trasladara las tropas de Noruega a las zonas de combate francesas. Así y todo, el papel de cada uno seguía siendo muy claro e inmutable: en aquel cuerpo de resistente, Munk era la cabeza y Rasmussen, el brazo armado.
Con mil precauciones, retiró los detonadores de las cargas de plástico y los observó, ya inutilizados, a la luz de la linterna. Munk acababa de pitar el final del recreo. Lo único que le quedaba por hacer era tirarlos al agua del puerto como simples colillas.
Los dos hombres se reunieron al amparo de la grúa que ya no iba a destrozar el crucero enemigo. A sus espaldas dormía el Nürnberg.
—¿Por qué se ha cancelado la operación?
—Esta vez es el final, Niels. Lo ha anunciado la BBC: Friedeburg ha pedido el armisticio en el frente occidental.
—La BBC difundió un mensaje cifrado justo antes de que yo saliera. Mañana por la noche está prevista una entrega de armas. Así que ¿qué me estás contando?
—Montgomery ha aceptado la rendición de las fuerzas alemanas del norte. Es oficial.
—¿Se ha terminado la guerra?
—No del todo. Aún queda la capitulación final. Mañana los ingleses van a trasladar a Friedeburg a Francia, al cuartel general de Eisenhower. El armisticio se va a firmar allí, lo sé de buena tinta.
—Entonces, no se ha terminado del todo.
—Que sí, Niels. Para nosotros, se ha terminado. Desde esta noche, Dinamarca vuelve a estar en paz. Y hemos ganado nosotros.
—Me podrías haber dejado terminar. Como un broche final, eso es lo que habría pasado aquí. Dos cruceros convertidos en chatarra y palmeras luminosas en el cielo.
—¿Para qué? Ahora, esos barcos son nuestros. Mañana por la mañana voy a mandar un grupo para que tome posesión en nombre de la Resistencia. Vamos a dejar la cortesía british a la altura del betún. Tendremos una posición de fuerza para negociar la entrega a los aliados.
—¿Les vas a dar nuestros cruceros a los ingleses?
—De todas formas, se van a quedar con ellos. Las tropas de Montgomery ya han cruzado la frontera. Más vale que los reciban de los daneses que de los fritzs. Tenemos que demostrarles que aquí las riendas las volvemos a llevar nosotros.
—Aun así. Podrías haberme dejado rematar la obra.
—Vámonos, Niels. Volvemos a casa.
Salieron de la dársena norte y bordearon la alambrada de espino que delimitaba la zona portuaria. Rasmussen había abierto en ella, esa misma noche, antes de todo lo demás, un hueco por el que se había colado sin permitirse ni un solo rasguño. Cuando Munk se coló a su vez, se dejó un trozo de pantalón. Rasmussen pasó de largo sin siquiera fijarse. A cien metros estaba la entrada del puerto, protegida de las amenazas exteriores con una barrera, dos garitas tricolores, una ametralladora pesada y cuatro soldados con casco y fusil en bandolera.
Munk dirigió a su compañero un susurro desabrido:
—¿Qué haces? La salida está aquí.
Rasmussen se inmovilizó a plena luz.
—¿No has dicho que volvemos a estar en paz? Entonces, ¿para qué arriesgarse a que te hagas otro siete en el pantalón?
Munk se puso pálido. Le echó una última ojeada a alambrada de espino cortada y, como si fuera uno de esos autómatas que los feriantes exhibían antes de la guerra en los jardines de Tivoli, siguió andando detrás de Rasmussen. Iban a cuerpo descubierto, desafiando la suerte y a los centinelas. ¿Les habrían comunicado siquiera que su bando se había rendido?
Rasmussen pasó entre ellos, con las manos en los bolsillos, silbando una musiquilla alegre. Les lanzó un «Hallo, wie geht’s?»mientras su compañero le seguía, con la frente chorreando. Ante aquellos tipos tan raros que habían surgido de la nada, los cuatro alemanes se miraron intrigados, sin esbozar ni un movimiento. Para entonces, Rasmussen ya estaba cruzando las vías del tren. Había dejado de silbar.
Dos bicicletas los esperaban en la esquina de la calle de Århusgade. Cada uno se subió a la suya sin decir palabra y se adentraron en la ciudad, dejando a sus espaldas el mar y el viento. Munk se situó a la altura de su compañero. Gracias al aire fresco que le daba de frente, su cara volvía a tener un color normal.
—Casi nos matan por tu culpa. Lo sabes, ¿no?
Rasmussen imponía un ritmo constante.
—¿Niels? ¿Me estás escuchando, al menos?
Pedaleaba cada vez más deprisa; los hombros le oscilaban siguiendo el movimiento de las ruedas.
—¿Qué pretendías demostrar? ¿Lo valiente que eres? ¿O lo inconsciente? ¿O que tienes impulsos suicidas? Me pregunto qué le habría parecido esto a Sarah…
Munk iba un cuerpo por detrás de Rasmussen. Alzó la voz para que este lo oyera mientras cruzaban por el bulevar de Strandboulevarden, que estaba desierto.
—¡Niels! Has arriesgado mi vida para nada.
Rasmussen machacó los apoyamanos de los frenos sin previo aviso. El neumático de atrás chirrió sobre la grava y la bicicleta que llevaba detrás estuvo a punto de chocar con él. Munk y él se quedaron parados delante del localito de un peluquero, en cuya fachada colgaba un par de tijeras gigantescas.
—Eso es lo que has hecho durante dos años, Munk. Arriesgar la vida de los demás. Unas veces para algo y otras, para nada.
—Esas eran las reglas del juego, lo sabes de sobra.
—La próxima vez vas a ser tú quien vuelva al túnel para descebar la carga.
Munk se quedó mirando el rastro que habían dejado en la grava al frenar.
—No habrá una próxima vez, Niels. Tanto si te gusta como si no, la guerra se ha acabado del todo.
En el preciso instante que concluyó la frase, unos disparos resonaron en la noche. A lo lejos, hacia la Ópera, un grupo de colaboracionistas de la Hilfspolizei llevaban defendiéndose de los ataques de los partisanos desde el atardecer. De vez en cuando, los tiroteos cesaban y daba la impresión de que el barrio ya estaba limpio de una vez por todas. Un puñado de vecinos se atrevía a salir a la calle, pegándose a las paredes y evitando la luz de las farolas. De repente, una ráfaga tableteaba en un tejado. Todo el mundo corría a refugiarse en las puertas cocheras. Los policías HIPO* ahora iban de paisano y, sin el uniforme negro, era difícil distinguirlos de los resistentes. Algunos, acorralados al borde de un canalón, preferían saltar al vacío antes que dejarse atrapar. Tres o cuatro segundos de caída libre en lugar de una ejecución sumarísima.
Los dos ciclistas iban bordeando los lagos. Parecía como si los separase una luna de cristal. A la altura del jardín botánico, en la planta baja de un edificio de ladrillo, se abrió una puerta y una familia entera se desparramó por el pavimento. Las calles se iban animando como si fuera de día. Todo el mundo apretaba el paso en la misma dirección. Las bicicletas se sumaban a los peatones. Los timbres repicaban en los manillares. Era la una de la madrugada del 5 de mayo de 1945. Copenhague se despertaba al anunciarse su liberación.
Delante del palacio de Amalienborg se formaban corrillos bajo las ventanas del rey. Esta vez, Dinamarca volvía a estar en paz. En las fachadas de color ocre y rojo se entornaban las cortinas. Las terrazas y las ventanas se poblaban de velas. Era una consigna de la BBC. Todos seguían, eufóricos, las órdenes de un aparato de radio, de una voz que venía de fuera. La noche danesa se engalanaba con miles de estrellas más.
Cuando los dos hombres llegaron a la altura de la estación central, torcieron hacia la calle de Istedgade y Rasmussen por fin redujo la velocidad vertiginosa. Dejó que lo invadiera una paz que no tenía nada que ver con la noticia de la victoria, que no dependía en absoluto de un papel firmado ni de un apretón de manos entre militares.
Regresaba al barrio de su infancia, al de los matarifes y los carniceros, a cuyo alrededor se entrelazaban las vías de ferrocarril. El barrio donde disputaban carreras de persecución al fondo de un solar y jugaban al escondite en las callejuelas populares. El barrio donde escondían, en un sótano oscuro o en el retrete del fondo del patio, los tesoros de botellas de cerveza, cajetillas de tabaco y sostenes de encaje arrancados de la cuerda de tender de la vecina. El barrio idóneo para, al entrar en la edad adulta, imprimir periódicos clandestinos, ocultar armas y explosivos, y montar refugios donde emboscarse después de descarrilar un tren. Durante cinco años, Vesterbro se había guarecido de la ocupación. Cuando una patrulla se arriesgaba a entrar, las ventanas se abrían y una lluvia de orinales caía sobre los soldados enemigos.
Munk y Rasmussen frenaron delante de la tienda de radios que hacía las veces de enlace para la red. La gente había pasado meses reuniéndose detrás de la fachada azul para oír la BBC muy en secreto. Esta vez, habían sacado a la acera un megáfono que vociferaba las últimas noticias que llegaban del frente.
Los dos hombres dejaron las bicicletas y se metieron en un edificio de ladrillo rojo. Por el hueco de la escalera, los vecinos brindaban a la salud de los combatientes victoriosos.
Llegaron al ático oliendo a cerveza y a aguardiente; a la mesa de una cocina improvisada con un hornillo de alcohol, un cazo sin mango y una sartén, estaba sentada una joven. Los rizos pelirrojos le caían sobre un vestido primaveral. Llevaba puesta una chaqueta militar vieja e iba calzada con botines claveteados. Alzó la mirada hacia los recién llegados y los cristales de sus gafas relampaguearon brevemente. Tenía en el regazo la culata de un fusil Enfield a medio desmontar, que el vientre abultado como un globo tapaba a medias.
Se puso de pie con esfuerzo y Rasmussen la abrazó. Sarah apenas le llegaba hasta los hombros. Sentía el vientre redondo presionándole el sexo. Le pareció notar que el niño se movía.
—Dicen que se ha terminado.
—Munk me lo ha dicho, sí.
—Hace un rato, bajé a la tienda para oír la radio.
—No deberías haberlo hecho. Ha sido una imprudencia.
—Lo han dicho, Niels, en inglés y en danés. Eran las nueve de la noche y acababas de irte.
—No he podido volarlos. No he podido destruir los dos cruceros.
—Ahora ¿qué importa ya?
Rasmussen deshizo el abrazo y vació encima de la mesa la mochila cargada de explosivos.
—¿Y tú? ¿Estabas limpiando el fusil? ¿Para qué?
—No lo sé. Por costumbre. Porque estaba preocupada esperando que volvieras.
Rasmussen miró las cargas de plástico y los detonadores ya inútiles que habían caído entre las piezas del Enfield, aceitadas y brillantes, y los enseres de cocina. Desde la acera, el altavoz de la tienda emitía una melodía de jazz.
—Tienes razón. Total, ¿qué importa ya?
Munk se había apostado en la claraboya y escudriñaba la calle, cuatro pisos más abajo. Había encendido un pitillo y dejaba que se le consumiera entre los dedos. Ese refugio ofrecía una perspectiva sin obstáculos de la calle de Istedgade, desde la estación central hasta la parada del tranvía 3 de la plaza de Enghave Plads. Habían pasado varios meses allí emboscados, hablando de planificar sabotajes y atentados. Entre Sarah y Rasmussen también hubo palabras de amor. Y mientras abajo la ciudad celebraba la victoria, allí arriba ya no tenían nada que decirse.
Sarah rebuscó en la chaqueta y le alargó un sobre.
—Ha llegado esta noche, para ti.
—¿Aquí?
—A la tienda, abajo.
—¿Quién lo ha traído?
—Tu hermana. Lo recibió ayer.
—¿En casa de mi madre?
—En casa de tu madre.
Munk dio una calada al pitillo y la brasa brilló con un chisporroteo.
—¿Tu hermana sabía las señas de nuestro enlace?
Rasmussen daba vueltas y más vueltas al sobre entre los dedos.
—Viene de Francia.
—¿Le diste las señas del refugio a tu hermana?
—El matasellos es del 27 de abril. Distrito I de París.
—¿Niels? ¿Cometiste semejante imprudencia?
Rasmussen, que era mucho más alto que su superior, se lo quedó mirando fijamente.
—¿Y qué más da ahora, Munk? ¿Qué más da?
Abajo, la radio daba un nuevo parte; Munk entornó la claraboya.
Sarah alargó a Rasmussen un cuchillo de sierra.
—¿No lo abres?
Él rasgó el sobre con el pulgar. Dentro había una hoja de periódico muy doblada. Se acercó a la única bombilla, que colgaba de una viga.
—Es Le Parisien libéré.
—¿Quién te lo manda?
—Ni idea.
—¿No trae ninguna carta?
Rasmussen tradujo mascullando.
—«Capitulación alemana en la Selva Negra. Caen Bremen, Stettin y Brno. Desbandada general en Italia. Mussolini en manos de los patriotas.»
—Todo eso ya es historia, Niels.
—Ya lo sé, Munk. El periódico es de hace más de una semana.
—Ya no tiene ningún interés. Es mejor que oigas la radio.
—«Pétain, detenido ayer en la frontera suiza, enviado de vuelta a París hoy al amanecer.»
Le dio la vuelta a la hoja suelta y continuó. Sarah esperaba sin decir palabra, con la culata del fusil en una mano y la tripa apoyada en la otra.
—«Avituallamiento: los cupones 1, 2, 3 y 4 de la cartilla de marzo que equivalen a un total de 100 g de queso han caducado… Regresan nuestros prisioneros: estación del Este, el sábado a las 14.13 horas, 858 presos de los Stalag VA, VB y VE, nueve internos del campo de Buchenwald, además de seis deportados… Alineación de la selección de Francia de rugby que se enfrentará a Inglaterra: Alvarez jugará de apertura… En los campos de concentración se fabricaban pantallas de lámpara con piel humana… Teatro de París: dos horas de carcajadas con la alegre comedia Mi bebé. El nuevo espectáculo del Grand Guignol es un éxito: El laboratorio de los horrores y otras tres obras para morirse de miedo…»
Cuando estaba a punto de volver a doblar la hoja, se lo pensó mejor. Le había llamado la atención un recuadro. Todo su rostro desapareció detrás de la hoja de papel.
—«Depuraciones: 7 de mayo, fecha definitiva para el juicio en el tribunal del Sena contra el dramaturgo Jean-François Canonnier, actualmente detenido en Fresnes. Su abogado defensor es el señor Bianchi.»
Los titulares en caracteres gruesos bajaron. El halo mortecino de la bombilla le marcaba los rasgos. Se quedó un rato inmóvil, con Le Parisien libéré desplegado en el regazo. Fuera, el altavoz se había callado, como si la ciudad entera estuviera esperando a que descifrara ese periódico francés de una semana de antigüedad.
Munk fumaba en silencio, con los ojos fijos en Sarah. Ella fue la primera en reaccionar.
—«¿Depuraciones?» ¿Crees que tiene algo de lo que arrepentirse? ¿Qué crees que podría haber hecho?
Munk le dio la última calada al cigarrillo y lo tiró a la calle. Volvió a cerrar la claraboya y el silencio se hizo más denso.
—¿Quién es el Canonnier ese?
—Un amigo de Niels, de cuando vivía en Francia. Montaron un par de obras juntos. Yo no lo he visto nunca. Fue antes de conocernos.
Rasmussen volvió a doblar el periódico.
—Tres.
—¿Qué dices?
—Jean-François y yo montamos tres obras en el Teatro del Olivo. Las islas Kerguelen, Krankenstein y Alboroto. 1936, 1937 y 1938. Tres temporadas seguidas. Luego volví a Dinamarca y perdimos el contacto.
Munk había cogido el periódico y hacía como que le interesaba la cartelera.
—¿Todo eso fue en París?
—Sí, en París.
—Niels estuvo viviendo allí cuatro años, Munk. Fue donde realizó sus primeros montajes.
—Es verdad, se me había olvidado que tu madre es francesa… Oye, Niels, qué de teatros tienen en París. Los anuncios para las dichosas obras ocupan más que los artículos sobre el frente. Por no hablar de las variedades. ¿Los franceses no tienen otra cosa que hacer más que ir a ver espectáculos?
Rasmussen le quitó la hoja de las manos y releyó el recuadro atentamente.
—Tú mismo lo has dicho, Munk: la guerra ha terminado. Y París ya no está ocupado desde hace casi nueve meses. Fíjate, lo pone aquí arriba con letras gordas: Le Parisien libéré. ¿Lo ves?
Los alaridos de un claxon llegaron desde la calle y Munk fue corriendo a la ventana.
—Me largo. Nos vemos luego.
Ya estaba en el umbral cuando Sarah lo detuvo.
—¿Has quedado?
Al pie del edificio, un automóvil abollado y pintado de camuflaje había aparcado encima de la acera. Dos resistentes muy jóvenes esperaban en el maletero de la parte de atrás, con el cañón de los fusiles hacia arriba. El vehículo ya empezaba a estar rodeado de mirones que les ofrecían un trago a los que iban dentro.
Sarah seguía reteniendo a Munk con la mirada.
—¿Y bien? ¿A dónde te vas tan de repente?
—No puedo darte esa información.
—¿Cómo dices?
—Lo que has oído. No es asunto tuyo.
—Espera un momento a que termine de montar el fusil.
—¿Qué estás diciendo?
—Niels y yo vamos contigo.
Restalló el cerrojo del Enfield y se apoyó la culata en la cadera. El ombligo prominente de embarazada se marcaba debajo del vestido de flores como la cabeza de un obús apuntado hacia Munk.
—Ni hablar, Sarah. De todas formas, no estás en situación.
—Entonces, dinos dónde vas.
Munk titubeó.
—A Kastrup.
—¿Y para qué tienes que ir al aeropuerto?
—Para ver a unos del SOE británico. Quieren hacer una inspección del estado de las pistas. Solo es un encuentro preparatorio. De aquí a dos horas se habrán vuelto a ir para dar parte a su estado mayor.
—¿Preparatorio para qué?
—Para cuando lleguen las tropas.
Sarah buscó a Rasmussen con la mirada. Él estaba algo ausente, leyendo entre dos dedos los pliegues de Le Parisien libéré. Sarah optó por soltar el arma. Con el peso de la tripa se le resentía la espalda. Era solo cuestión de días que el niño saliera al mundo.
—¿Son muchas las tropas inglesas?
—Sí, bastantes.
—¿Quién va a venir mañana? ¿Al mando de quién van a estar?
—No lo sé, Sarah.
—Montgomery, ¿a que sí? ¿Le vas a dar jabón personalmente?
—No digas bobadas. Será algún jefecillo, lo más probable.
—¿Cómo se llama?
—Dewing o algo parecido.
—Es un general, Munk, lo sabes tan bien como yo.
—Puede que sí. Pero la cuestión no es esa.
—Y entonces, ¿cuál es?
—Nuestra red tiene que estar representada en el aeropuerto. Los partisanos comunistas seguro que ya están allí. ¿Lo entiendes, Sarah?
—Lo que entiendo, sobre todo, es que quieres situarte bien.
—Está visto que no te enteras. ¿No has oído los rumores? Dicen que podrían haber lanzado a soldados rusos en paracaídas al sur de Copenhague. No me apetece nada despertarme mañana por la mañana debajo de la bota de Rokossovski. Con cinco años de ocupación tengo más que de sobra. La posguerra empezó hace ya cuatro horas. Ya no se trata de volar fábricas o descarrilar trenes. Es una carrera contrarreloj y ya vamos con retraso.
—¿Con retraso para qué?
—Para hacernos con el poder.
Rasmussen pareció espabilarse al oír estas palabras.
—Voy contigo, Munk. Tanto si quieres como si no.
Sarah se desplomó en la silla. El fusil cayó al suelo con un ruido seco. Sarah se quitó las gafas y el mundo se volvió borroso. Aquel hombre que estaba a pocos centímetros y de repente parecía querer hacer un inventario de su mochila, aquel hombre que apestaba a explosivos y la había dejado preñada en septiembre, aquel hombre era lo único que veía con claridad. Le dieron ganas de apoyar la frente contra cualquier parte de su cuerpo, para notar su calor, pero se contuvo. Aunque no lo distinguiera bien, no por ello notaba menos la mirada de Munk, que la traspasaba desde el otro extremo de la habitación.
Rasmussen cerró las hebillas de la mochila y se la puso a la espalda.
—Mejor que no te muevas de aquí, Sarah.
Ahí estaban los tres, muy quietos; se conocían a fondo, habían pasado juntos las peores pruebas, y ninguno se dignaba a dar el primer paso.
Rasmussen le pasó los dedos a Sarah por los rizos pelirrojos y soltó a través de la habitación:
—Vete yendo. Yo te alcanzo enseguida.
Munk rebuscó en el bolsillo y se encendió otro cigarro con toda la calma mientras, abajo, el claxon los llamaba otra vez al orden.
—Tienes dos minutos. Después, me voy al aeropuerto yo solo.
Sus pasos retumbaron en el hueco de la escalera y se confundieron con el rumor de fuera. El humo del cigarrillo flotaba en la habitación. Sarah apoyó la cabeza en la cadera de su hombre.
—Vigílalo, Niels. En cierto modo, tiene razón. A partir de ahora, las cosas ya no se arreglan con explosiones, sino con discursos y apretones de mano.
—Eso se le da mejor a él que a mí.
Le acariciaba el pelo muy despacio. Fue lo primero que le gustó de ella cuando la vio de lejos en el cine: la pelambrera de fuego que la oscuridad no lograba apagar; durante una hora, las imágenes que se movían en la pantalla no consiguieron que apartara de ella la mirada ni una vez.
—Soy tan torpe con las palabras, Sarah…
—Aprende a su lado igual que él aprendió a ser valiente al tuyo. Ya verás. No es tan difícil. Munk te hará de profesor aun sin proponérselo. No le dejes acaparar toda la gloria. Tienes derecho a la parte que te corresponde. Te has jugado el tipo mucho más que él. Piensa en nosotros, piensa en el niño. Piensa en los días que vendrán tras la guerra. Mañana, toda Copenhague se echará a la calle para celebrar la Liberación. Has pasado dos años peleando como un león, toda la ciudad sabe quién eres; tienes que utilizar tu aura de resistente.
—Eso es exactamente lo que pienso hacer.
La miró cara a cara, se detuvo en las pecas que le moteaban el dorso de la nariz. Ella había cerrado los ojos y se dejaba masajear la nuca con deleite.
—Me preocupa Jean-François. Allí, en Francia, no se andan con chiquitas para fusilar a los colaboracionistas, ¿sabes?
Sarah se puso otra vez las gafas.
—Ten confianza en la justicia francesa y céntrate en lo tuyo. Si ha traicionado a su país, le meterán doce balas en el cuerpo y le estará bien empleado.
Las caricias cesaron, la mano emergió de la melena pelirroja y desapareció en un bolsillo.
—Tengo que irme. Munk es capaz de marcharse sin mí.
Sarah se frotó la tripa gigantesca encajada entre los muslos.
—¿No te despides de él?
Rasmussen colocó la mano encima de aquel globo que contenía un mundo en miniatura. Se embriagó por última vez del perfume de Sarah. La escalera se lo tragó sin un solo crujido. Durante la guerra, se había acostumbrado a andar sin hacer ruido.
Sarah se tuvo que apoyar en la mesa para levantarse y se acercó a la claraboya. Rasmussen se había reunido con Munk en la acera. Los dos atravesaron la multitud regocijada. El altavoz colgado de la fachada, con el volumen al máximo, emitía un programa en inglés. Solo se entendía una palabra de cada dos de las voces entrecortadas. Munk iba dando apretones de manos. La gente le aplaudía. Rasmussen iba detrás, con la consabida mochila a la espalda. Parecía un colegial que había crecido demasiado deprisa. A Sarah le entraron ganas de bajar corriendo, de saltarse los peldaños de cuatro en cuatro para abrazarlo antes de que desapareciese dentro del coche marcado con las iniciales de la Resistencia. El niño se lo impedía. Quiso hacerle un gesto, pero él no alzó la mirada.
Los dos héroes del barrio se sentaron en el asiento trasero. Dos hombres sobreexcitados palmeaban los flancos de chapa como si fueran caballos a punto de correr una carrera. El coche se liberó de la muchedumbre y se encaminó hacia la estación. Del maletero de atrás asomaban dos fusiles y dos pares de pantorrillas que daban tumbos al ritmo del traqueteo; esas piernas fueron lo último que vio Sarah cuando el automóvil se desvaneció en la noche. En las ventanas de los edificios, por todos los alrededores, seguían encendiéndose miles de velas.
* El caballero Holger Danske (Ogier el Danés) es un personaje legendario que, supuestamente, se despierta cuando Dinamarca corre peligro. (A menos que se indique lo contrario, las notas son del autor.)
*HIPO-korpset: cuerpo de policía auxiliar de la Gestapo en la Dinamarca ocupada. «HIPO» es la contracción de Hilfspolizei (N. de la T.).
Munk había manipulado las palabras. Holger Danske había tomado el control del aeropuerto días antes; los resistentes se aglomeraban para recibir a los primeros oficiales aliados. En lo que a las pistas se refiere, no habían sufrido bombardeo alguno. Bastaba con echarles un vistazo para comprobar que estaban en perfecto estado, listas para recibir con las primeras luces a la horda de británicos que, en principio, tenía que supervisar la evacuación de las tropas de ocupación.
El coche se detuvo al borde de la pista. Un soldado inglés de mediana edad, algo panzudo, deambulaba por la losa de hormigón delante de una ristra de combatientes daneses con brazalete y metralleta en bandolera. Munk abrió la portezuela y la luz del techo le iluminó los rasgos.
—Lo reconozco, no era necesario que yo viniera para inspeccionar la pista. Además, no tengo ni idea de aviones. He venido a saludar al comandante Turnbull. Nos hemos pasado dos años decidiendo juntos qué objetivos tenías que destruir. Es ese de ahí, mira. ¿Y tú?
—¿Qué pasa conmigo?
—¿A qué has venido, Niels? Dime. Además de para darle gusto a Sarah.
Salió del coche sin esperar la respuesta; escoltado por los dos adolescentes que habían viajado en el maletero, avanzó en el haz de los faros, con la mano tendida hacia la del oficial inglés. La portezuela se cerró y la luz del techo se apagó. Niels se quedó solo en la oscuridad.
El rostro del comandante se iluminó cuando Rasmussen atravesó a su vez el grupo de combatientes. No hubo apretón de manos; los dos hombres se observaron sonrientes y ese silencio era como un discurso entero. Munk no pudo ocultar su contrariedad cuando el inglés alargó la cajetilla de Lucky Strike al recién llegado.
—¿Se conocían?
—Niels y yo coincidimos en Suecia, hará año y medio. Le enseñé mantenimiento de explosivos. El alumno más brillante que he tenido en toda la guerra. Un verdadero artista de la catástrofe. ¿No fue usted quien lo mandó con el SOE?
Munk también sacó sus cigarrillos, para mantener la calma.
—Bueno, comandante, ¿qué le parece el aeropuerto? ¿Ya está más tranquilo con el estado de las pistas?
—Para ser franco, ese tema no me preocupaba lo más mínimo. El general Montgomery me despachó aquí para hacer balance de la situación en Copenhague. Tengo que redactarle un informe completo del estado de las tropas presentes.
—Como habrá podido observar, comandante, lo tenemos todo bajo control. La Resistencia lleva las riendas de la ciudad menos en algunos núcleos aislados que estamos reduciendo. Le puedo garantizar que los fritzs están tan mansos como caniches.
Turnbull dio la última calada y tiró la colilla en la hierba.
—No estaba hablando de los alemanes. Dice usted que la Resistencia controla Copenhague. ¿Pero cuál? Esa es la pregunta que hay que hacerse.
—¿Le preocupan los partisanos comunistas? Tienen muy poco arraigo entre la población. En cuanto estén desarmados no supondrán ningún problema. Nosotros somos los interlocutores que necesita, comandante, puede estar seguro. Yo, concretamente.
Turnbull miró de reojo a Rasmussen.
—Eso me tranquiliza por completo. Sin embargo, la situación sigue siendo inestable. Como ya le comuniqué, hay un rumor persistente que sitúa a paracaidistas soviéticos en Selandia. Eso sin contar con que el número de «caniches», como los llama usted, asciende a doscientos mil en todo el país. Son motivos suficientes para mantener la prudencia, estará de acuerdo. A las nueve treinta, dentro de un rato, van a aterrizar cuatro Spitfires para un reconocimiento inicial. A las dieciséis treinta los seguirán doce Dakotas cargados de tropas bajo el mando del general Dewing en persona; cuento con un usted para recibirlo como se merece. Por la noche llegarán unos treinta Curtiss llenos de comandos. Y el ritmo se mantendrá más o menos igual en los próximos días.
—Pero, comandante, ¿no cree usted que…, cómo decirlo, ha exagerado la amenaza? Le aseguro una vez más que la Resistencia…
—Es por mera precaución, querido Munk, mera precaución. En las acciones de guerra, como en medicina, más vale prevenir que curar… Por cierto, ¿en qué punto está con los dos cruceros que hay amarrados en el puerto?
Esta vez fue Munk quien miró de reojo a Rasmussen, que fumaba en silencio y tenía los ojos fijos en una grieta de la losa de hormigón.
—En cuanto amanezca mandaré a dos equipos para que tomen posesión, comandante. Es lo que estaba previsto desde que se anuló la operación.
—Ambos capitanes se negarán a entregarle el buque, de eso puede estar seguro. Déjenoslo a nosotros, Munk. Estos asuntos se liquidan entre militares. Un saludo, un taconazo y a su Prinz Eugen lo podremos rebautizar como Princess Elizabeth.
Se colocó bien la gorra y dio un apretón de manos a todos los combatientes.
—Están haciendo un trabajo excelente, caballeros, sigan así. Estamos a su lado para ayudarles a restaurar una Dinamarca libre, democrática y, claro está, probritánica.
Por último, se despidió de Rasmussen haciendo un gesto con la barbilla.
—Echo de menos nuestras conversaciones sobre Shakespeare, Niels. En cuanto pongamos orden en este cajón de sastre, tendremos que retomarlas donde las dejamos.
Rasmussen había dejado de lado la grieta de la pista. El oficial ya se alejaba camino de un avioncito de reconocimiento de la RAF.
—¿Y por qué no ahora, señor?
—¿Cómo dice?
—¿Qué rumbo lleva su vuelo?
—Luneburgo, al sur de Hamburgo. Ahí es donde está Montgomery. Tengo que darle parte de lo que hay aquí dentro de dos horas. Ya voy con retraso.
—¿Y luego?
—Es difícil saberlo. ¿A qué viene esa pregunta?
—Dicen que el armisticio se va a firmar en Francia.
—Eisenhower está en Reims. Eso es todo lo que puedo decirle.
—Dicen que al almirante Von Friedeburg lo van a trasladar en las próximas horas del cuartel general de Montgomery al de Eisenhower.
—¿Quién le ha contado eso?
—Munk, por supuesto.
Turnbull gesticuló con regocijo.
—¡Pero bueno, Munk! ¡Menudo portero está usted hecho! ¿Lo que hablábamos por radio no era confidencial? En fin, tampoco importa tanto. Es un secreto a voces. Está previsto que el armisticio se firme en Reims, en efecto.
A Munk no le dio tiempo a justificarse. Rasmussen se dirigía hacia el aparato del comandante.
—Si va a Francia, ¿podría llevarme?
El inglés pasó de sonreír a quedarse con la boca abierta.
—¡Por Dios, Niels! ¿Se ha creído que este cacharro es un taxi o qué?
—Tengo que ir a Francia a toda costa.
—Pero ¿qué es eso tan urgente que tiene que hacer allí? Los frenchies están más ocupados que nunca sacándose los ojos, ¿sabe? Gaullistas contra comunistas, comunistas contra pétainistas, pétainistas contra gaullistas… Peleas de gallos interminables. Ganará el más encrestado del corral.
—De eso se trata, comandante. De ayudar a un amigo. Un amigo que está en apuros.
Turnbull titubeó un momento. A pocos metros, Munk, callado, no les quitaba ojo. El oficial bajó la voz.
—Niels, es aquí donde se decide lo que va a ser de usted. Los próximos días seguramente serán decisivos para el futuro de su país. Y para quienes se han jugado el tipo por él. Hacerse un sitio va a ser caro. ¿Seguro que es el mejor momento para irse?
Los ojos de Rasmussen barrieron las pistas. Las primeras luces del día ya teñían de rojo el horizonte. El piloto de Turnbull, subido en la cabina, había arrancado el motor. El danés agarró por el brazo al oficial.
—Lléveme. Al menos, hará feliz a alguien. Fíjese en Munk. Solo desea una cosa: que yo me quite de en medio.
—¿Y quién es ese amigo que tiene en Francia?
—Alguien con quien trabajé en el teatro, hace mucho, en París.
Turnbull se quedó rígido.
—¿En el teatro? ¡Entonces ese asunto suyo tiene máxima prioridad! Se lo advierto, querido amigo, este cacharro es incomodísimo. Y el sitio le va a costar una botella de brandi.
El avión esperaba en el extremo de la pista, mirando al mar. Turnbull se puso un casco de cuero endurecido y las arrugas de la frente le cayeron como un acordeón sobre las pobladas cejas. Trepó por la escalerilla soldada al flanco del avión. Rasmussen se agarró a ella a su vez. Las turbulencias que provocaba la hélice le causaban la misma sensación que una tormenta invernal. A sus pies les costaba separarse del suelo, ya no era más que una espiga de trigo a merced del viento, aferrado a sus raíces, a su país, desgarrado entre la tierra que amaba y lo desconocido. Alguien le puso la mano en el hombro. Era Munk. El soplo de las palas se llevó sus palabras.
—¿Qué le digo a Sarah?
—Que estaré de vuelta para el parto. No dejes de decírselo.
Las barras vibraban frenéticamente. Le pareció que se le iba a desgarrar el vientre cuando se despegó de la losa de hormigón. Se sentó en un transportín de tela mugrienta y se encinchó detrás del piloto inglés. Las rodillas le llegaban hasta la barbilla. Estaba temblando, de frío o de miedo, no habría podido decirlo.
Turnbull, risueño, hizo un ademán hacia la pista:
—¡Mañana, esto parecerá Piccadilly Circus!
Bajó la cubierta de vidrio por encima de la cabeza de los tres y el aire dejó de agitarse. La tormenta continuaba dentro del cráneo de Rasmussen. Munk seguía ahí fuera, con un pie en la pista y el otro en la hierba húmeda. Cruzaron la mirada; Rasmussen supo que no le transmitiría el mensaje a Sarah.
El avión, un Westland manejable y ligero que los británicos habían utilizado para suministrar explosivos por toda la Europa ocupada, fue rodando hacia el amanecer. Tras rebotar una vez, se elevó en el aire e inició un prolongado viraje sobre el ala. Se estabilizó encima del mar, rozando las aguas negras, como si quisiera darle la espalda a la luz. Se adentraron en las tinieblas después de haber rozado la luz del día. Rasmussen estuvo a punto de gritarle al oído a Turnbull; tenía que aterrizar con suma urgencia, dejar de correr, de destruir, de sabotear, de volar cosas en mil pedazos. Se acordó de los rizos pelirrojos de Sarah en el ático de Istedgade, del vientre redondo que albergaba a su hijo. Lo notó moverse bajo sus dedos ateridos. Como si hubiera oído ese grito silencioso en el estruendo de la cabina, el comandante se dio media vuelta en el asiento y apareció su rostro bonachón fruncido debajo del casco de cuero. En la mano sujetaba una petaca plateada. El danés bebió un trago. Notó que el alcohol le invadía las entrañas como una lengua de lava. No había comido nada en las últimas veinticuatro horas. Los nervios, el peligro, la perspectiva de las voladuras en el muelle. Era como concederse un rato para olvidar, un puñado de segundos en los que la vida parecía más densa, lo que duraba el resplandor de unos fuegos artificiales. Pero esta vez no había llegado a disfrutarlo. Por culpa de Munk. Por culpa de los alemanes y de los ingleses. Por culpa del armisticio y de la paz.
Cerró los ojos y notó cómo se iba mareando. La falta de sueño se juntaba con el hambre, acentuaba cada sacudida del Westland, transformaba la mínima turbulencia en una montaña rusa. Miró a través del cristal. El avión volaba a ras del agua. Una tenue claridad les prestaba vida a las ondas, creando una apariencia de relieve. A lo lejos, a la derecha, los acantilados blancos de Selandia emergían en la noche.
Rasmussen devolvió el brandi al oficial inglés. Este hizo un brindis antes de echarse al coleto un buen trago.
—¡Por Dinamarca! —Repitió el gesto sin dejar de mirar a Rasmussen—. ¡Por Francia! ¡La patria de Molière! ¡Y de la amistad!
Los surcos de la frente se le marcaban aún más con el destello pálido de los instrumentos de vuelo; en los ojos le brillaba una curiosidad intensa.
—Entonces, cuénteme. Ese amigo suyo de París… ¿qué es lo que ha hecho exactamente?
—A decir verdad, no lo sé, comandante. Lo van a juzgar el lunes.
—¿Sabe quién dirige la acusación?
—No. Pero en el periódico aparece en la sección «Depuraciones».
—¿Sabe al menos en qué jurisdicción lo juzgan?
—En el tribunal del Sena. Es lo que ponía en el breve del periódico.
El inglés hizo una mueca y la cara se arrugó aún más.
—Esos tribunales se han constituido con carácter de excepción para juzgar hechos muy graves de colaboracionismo. De Gaulle los creó hace menos de un año; la consigna que les ha dado es que castiguen con rapidez y contundencia. Si su compañero comparece ante uno de ellos, es que lo acusan de entenderse con el enemigo. ¿Era actor?
—No, escritor. Yo he dirigido tres obras suyas.
—Espero que dé con los argumentos adecuados para defenderse. Más le vale que sus respuestas hagan diana, porque puedo garantizarle que las salas de lo criminal de París no son precisamente blandas. Ahora mismo, nuestros amigos franceses están haciendo una limpieza a fondo. Lo que quieren es soterrar los disparates del colaboracionismo debajo de una avalancha de condenas.
—No me imagino a Jean-François compinchándose con los alemanes. Tiene que ser un error. Y eso es lo que pretendo descubrir.
—No va a ser fácil aclarar las cosas. En Francia, como en todas partes, hay gente con mucho de lo que arrepentirse que se las apaña para difuminar los límites. Antiguos colaboracionistas que se inventan un pasado glorioso en la Resistencia y llegan incluso a insinuar que eran agentes del SOE infiltrados. Esos, por lo general, no son capaces de citar ni un solo nombre, ni un solo contacto en Londres, aparte de algún improbable capitán Smith o sargento Taylor… Otros, que no han hecho nada en toda la guerra, entran en acción cuando ya es tarde y compensan sus cuatro años de pasividad convirtiéndose en feroces depuradores. Se va a meter en una verdadera batalla campal, Niels. Espero que le sea leve… A ese amigo suyo, ¿lo conocía bien?
—¿Por qué habla en pasado, comandante?
—La gente cambia, ¿sabe? La ocupación, a la postre, no ha hecho más que alinear a los hombres en una frontera. Algunos han actuado como héroes. Otros, ¿cómo decirlo?, se han aventurado en la zona oscura.
—Lo único que le interesaba era escribir. No me imagino a un tribunal condenando a un hombre por unas palabras.
Turnbull había vuelto a sacar la petaca. Echó un trago antes de inclinarse hacia Rasmussen; el aliento aguardentoso le caldeó el rostro al danés.
—¿Sabe, Niels? Hace apenas tres meses que fusilaron a uno de sus escritorzuelos. Brasillach. Era un imbécil y una cagarruta, dicho lo cual, en realidad, lo único que había hecho fue alinear frases en una hoja de papel. En Francia, donde tanto gustan las ideas, a los escritores se les da un trato aparte. Las palabras pueden matar. Y también pueden ser motivo de que condenen a muerte a sus autores.
Se dio la vuelta en el asiento, brindándole a Rasmussen la visión del absurdo casco de cuero endurecido coronándole la nuca. El Báltico desfilaba bajo sus pies. Muy lejos, al fondo del todo, un hilo de araña se perfilaba en el horizonte. Era Alemania, que en parte aún estaba en guerra, hacia donde volaban raudos a doscientos kilómetros por hora.
Rasmussen rebuscó en la mochila que había dejado entre las piernas. A tientas, pasó revista a sus escasas pertenencias, que constituían un edificante resumen de la vida que había llevado en los dos últimos años: la linterna de bolsillo, la brújula militar, una navaja suiza, algunas mudas, su libreta rayada, una estilográfica Parker (regalo de Sarah por su trigésimo cumpleaños) y, por último, la Luger cargada. Y, como siempre, ese olor a almendras que impregnaba todas sus cosas y lo seguía constantemente, como un perro de caza.
Sostuvo la brújula en la palma de la mano y la expuso a la luz del sol naciente. No se tomó la molestia de levantar la tapa y se conformó con acariciar la superficie de latón liso. Sabía dónde iba. Confiaba plenamente en el piloto inglés. Su vista alcanzaba mucho más allá de Alemania. Pensaba en París. La brújula se iba calentando poco a poco con el contacto de la carne. Lo retrotraía a diez años antes, a una época en la que aún nadie se planteaba ir a la guerra, en la que su universo era el teatro y en la que era posible meter el mundo entre cuatro paredes forradas de terciopelo rojo.
Se había plantado en París bien provisto de fe y juventud, y sin más experiencia que algunos papeles de criado o de alabardero en un oscuro café cantante de Vesterbro. Una noche, llegó incluso a interpretar sobre la marcha a una condesa. Llevaba en el bolsillo dos direcciones. La primera era la de una prima de su madre, en el bulevar de Montparnasse, en cuya casa iba a alojarse. La segunda, que había copiado con esmero aunque se la sabía de memoria (calle de Boudreau, 7, en el distrito IX), era la de L’Athénée. El teatro de Louis Jouvet.
Jouvet. El ídolo. El modelo. El fundador del Cartel des Quatre junto con Baty, Dullin y Pitoëff, que aspiraba a darle la espalda al teatro comercial y a las comedias de enredo. Jouvet, que promovía un repertorio literario, empalmaba un montaje con otro, representaba tantas obras de autores nuevos como de los clásicos. Jouvet, que combatía el histrionismo y quería actores que estuvieran al servicio del texto. Jouvet, que apostaba por el escenario vacío para que destacaran más los actores y los autores, desterrando las colgaduras grotescas de bulevar. El Jouvet aquel que un Rasmussen aún adolescente, deslumbrado, conmovido, maravillado, al que su madre llevaba por vez primera al Teatro Real de Copenhague, había descubierto durante una gira en la ciudad. Ese era el Jouvet, casado, por cierto, con una danesa, al que se moría por conocer e imitar.
Fue precisamente en L’Athénée donde conoció, una noche otoñal de 1935, a Jean-François Canonnier. A costa de muchos sacrificios, había podido permitirse una entrada para el estreno de No habrá guerra de Troya
