Opus 77 (AdN) - Alexis Ragougneau - E-Book

Opus 77 (AdN) E-Book

Alexis Ragougneau

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Beschreibung

La familia Claessens lleva la música en la sangre. El padre es un director de orquesta que lo ha sacrificado todo para impulsar su carrera hasta lo más alto de la jerarquía musical y conseguir, al fin, la codiciada batuta. Ariane, la hija y narradora de la historia, es una pianista de gran talento, conocida a nivel mundial por la inteligente perfección y la sutileza de sus interpretaciones. Pero hay otro miembro de la familia Claessens que está en boca de todos los melómanos y los músicos profesionales: David, el hijo, que osa lo impensable en el prestigioso Concurso Reina Isabel, trampolín para la carrera de los jóvenes talentos más prometedores. Después de participar, rompe definitiva e irreversiblemente con su padre. Al morir el padre, Ariane hace una confesión tan sincera como objetiva. Al hilo de sus recuerdos, trata de comprender por qué su hermano actuó como lo hizo. ¿Qué motivó que, en una fracción de segundo, echara por tierra su inmenso talento y todos los años de dedicación? ¿Qué la impulsó a ella a adoptar ese papel de solista que se aísla mediante el respeto y la intriga que inspira su fría y enigmática belleza?

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Seitenzahl: 312

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Nocturno

Georg se asombró de lo oscura que estaba la habitación del padre incluso en aquella mañana soleada1.

FRANZ KAFKA, La condena

1[espacio]Traducción de Carmen Gauger, Madrid, Alianza Editorial, 2015.

Empezamos con un silencio.

Pero los minutos de silencio, como bien saben ustedes, nunca duran sesenta segundos enteros, ni siquiera en el recogimiento de una basílica ginebrina un día de funeral. La impaciencia no tarda en despuntar, por mucho que el grueso de los asistentes sean músicos de la OSR que, por definición, respetan el tempo que les impone su director. Esta vez, Claessens no está en el podio. Está tumbado en el ataúd, delante del altar, bajo la afanosa mirada de un cura imbuido de su misión. Ensalzar al artista. Dejar caer un par de palabras sobre una posible inspiración divina; nunca se sabe, tampoco cuesta nada y, al difunto, un poco de proselitismo daño no le va a hacer. Y lo que es su hija, sentada al piano unos metros más allá, seguramente no dirá nada, de lo ensimismada que parece.

Por encima del teclado, anidada en la piedra, hay una Virgen con el Niño. En su rostro, vuelto hacia la vidriera, se queda prendida la luz del día. Jesús, un angelote mofletudo de pelo rizado, me mira fijamente con sus ojos de alabastro. No hay forma de saber lo que está pensando; debajo de la Madre y el Hijo, con el vestido de seda negro demasiado escotado para la ocasión y la melena cobriza colgando sobre las teclas de marfil, debo de quedar fatal, como una auténtica María Magdalena. He venido a tocar una pieza en el entierro de mi padre. No se me ha ocurrido nada mejor para ponerme que el primer vestido de concierto que he encontrado en el fondo de un armario. Allí, en la segunda fila, hay alguien sorbiendo por la nariz y llorando que empieza a sacarme de quicio. Me siento rarísima, casi extranjera, como si estuviera dando un concierto al otro lado del mundo, en Sídney o en Tokio, aún atontada por el desfase horario.

Esta mañana temprano, cuando la iglesia aún estaba vacía de espectadores, vino un afinador para poner a punto el Bösendorfer (o, al menos, eso me ha asegurado el sacerdote). Me hubiese gustado cruzar unas palabras con él, charlar de ajustes y de mecánica (me encanta hablar con los artífices de instrumentos, técnicos, afinadores…). No pude: me estaban esperando en el tanatorio.

Qué arrugado estaba Claessens. Qué viejo, metido en el ataúd. Ya era una momia. Como si todos los esfuerzos que se había consentido para preservar la juventud, las cremas, los implantes capilares y el bisturí se hubiesen quedado en nada por la muerte y la enfermedad. Justo antes de que cerraran el féretro, metí dentro la batuta, pensando que se quedaría más tranquilo teniéndola, para poder marcar el compás allá donde va, a dos metros bajo tierra y a ningún otro lugar.

En la nave, los músicos de la orquesta se han sentado espontáneamente en formación de concierto. «La jauría», así los llamaba Claessens: «Dispuesta a escaparse en cuanto muestres la menor señal de debilidad, no lo olvides nunca, hija mía». No lo olvido, papá. Noche tras noche, cuando tengo que tocar un concierto de Rajmáninov, de Beethoven o de Mozart, jamás lo olvido. La cuerda en las primeras filas. Violines a la izquierda y violas en el centro; a la derecha, los de mayor cilindrada, violonchelos y contrabajos. Más allá, la «charanga», clarinetes y fagots, flautas y oboes, trompas, trompetas, trombones y tubas. Y por último, al fondo del todo, los que pasan inadvertidos o casi, los percusionistas, que son mi picoteo favorito para después del concierto y los autógrafos, para después de los actos mundanos, en Nueva York, Milán o Berlín, cuando llega la hora de volver al hotel. Entre los lobos que aúllan siempre escojo al más sumiso, al más insignificante, y lo invito a tomar la última, para que los machos alfa se vuelvan locos, de celos y de ira.

Aquí, en esta basílica, veo que varios músicos de la Orquesta de la Suisse Romande, sobre quienes reinaba mi padre, se han puesto el frac de las noches importantes. El minuto de silencio aún no ha concluido, pero ya quieren acelerar el tempo, pasar a la ceremonia religiosa propiamente dicha. Los veo desde el teclado, veo cómo rebullen en la silla, cruzan y descruzan la piernas; oigo cómo carraspean, se chascan las articulaciones y se suenan de forma más o menos discreta (hay que decir que estamos en invierno: fría, fría y húmeda Ginebra). No saben qué hacer sin un instrumento entre las manos. El silencio les resulta insoportable.

Pero antes, todavía les queda escucharme.

Anoche me dejaron claro (quién, ya no lo sé, un tío con traje oscuro de raya diplomática, ¿el administrador de la OSR, tal vez?) que estaría bien que yo interpretase una obra en la iglesia, en memoria de mi padre. Me pilló desprevenida. Yo, Ariane Claessens, no sabía qué tocar.

Estos últimos días, en el centro de cuidados paliativos, me había convertido en la espectadora de su muerte inminente. Ni me acordaba de los conciertos. Intentaba alimentarlo con cucharilla, darle de beber, pero siempre se negaba. Me quedaba observando a las auxiliares de enfermería cambiarle los pañales y arreglarle la cama, y una en concreto, también pelirroja, pero de mentira, no paraba de decir: «Déjeme a mí, señorita Claessens, no le corresponde a usted mancharse las manos» (cito sus palabras), y yo: «Que sí, mujer, que sí, puedo echarle una mano». Solo que no me movía del rincón.

Primero, me van a tener que escuchar, queridos espectadores vestidos de negro.

Cuando llegué aquí, tenía pensado tocar Funérailles, de Liszt. Un programa de circunstancia. Y además me gusta tocar los pasajes forte, ensañándome con el teclado hasta la extenuación. Algo para desfogarme con el instrumento en un día y un ambiente como estos. Pero antes de la ceremonia tuve que recibir los pésames en la escalinata de la iglesia, delante de un puñado de periodistas aferrados al paraguas (fuera está lloviendo a cántaros; fría, fría y lluviosa Ginebra). Estaba predestinada, ¿comprenden?, a recibir las sentidas condolencias de la profesión. Yo, la última superviviente, o casi; la última mohicana o, más bien, la última Claessens. Ariane, un cuarto de siglo bien colmado. Detrás del cutis de melocotón y el pelo de fuego, debo de tener por lo menos cien años.

El primer apretón de manos me lo dio un percusionista. Uno de esos tíos del fondo, junto al radiador: «Ay, Ariane, ha pasado todo tan deprisa. —¿En serio? ¿Tan deprisa? Más bien se ha ido desafinando lenta y prolongadamente ¿no?—. Si antes del verano estuvimos hablando con tu padre de la próxima temporada. Sí, la verdad, tan deprisa».

Este, por muy percusionista que sea, obviamente nunca me ha tocado. La OSR es familia. No te llevas a tu madrina de copas a las dos de la madrugada pasadas, tendría algo de incestuoso; más tarde les contaré el asunto ese del amadrinamiento. Desfilaron todos delante de mí, en la escalinata de Nuestra Señora de Ginebra, a unos cientos de metros de la estación; todos me dieron un apretón de manos siguiendo, por así decirlo, el orden protocolario o, mejor aún, siguiendo la formación de una orquesta sinfónica. Hasta el violín al que mi padre degradara muchos años antes (de primero a segundo) se acercó con todos los dientes fuera, sin que me quedara muy claro si era para sonreír o para hincármelos en las carnes. «Un músico inmenso. Una inmensa pérdida para la música. Te lo digo como lo siento, Ariane, hijita.» Y luego hace ademán de entrar en la basílica, donde el órgano se mantiene mudo porque soy yo quien, dentro de un rato, va a aporrear el Bösendorfer a modo de marcha fúnebre; pero, en el último momento, parece que se lo piensa mejor; ahora solo quedamos fuera él y yo, mientras sigue lloviendo a más y mejor (fría, fría y siniestra Ginebra), y el segundo violín me susurra al oído, pianissimo: «¿Tu hermano no viene? Después de todo, tampoco me sorprende».Entonces le digo: «¿Qué no te sorprende?».Y él dice: «Que ni siquiera se digne venir a despedirse de su padre. No consigue encajarlo, ¿verdad? Si es que David nunca ha sabido encajar ninguna presión. Ya era así de antes, pero desde lo de Bruselas, cómo no, ha ido a peor».

Yo me quedé impertérrita, que es algo que se me da muy bien, mientras por dentro me inundaban la tristeza y la ira. Entonces supe que no iba a tocar las Funérailles de Liszt, sino una obra mucho más larga, de cuatro movimientos, sin contar la cadencia del solista. Una composición para violín y orquesta, cuya transcripción para piano me sabía de memoria por haberla ensayado mil veces con mi hermano.

El Opus 77.

Ya ha pasado el minuto de silencio, más o menos, y me llega el turno de tocar. Me desnudan con la mirada, me clavan en el ataúd de madera negra que lleva el marchamo de Bösendorfer. «¿Qué nos va a interpretar? Apenas hace tres meses estaba encandilando a Salzburgo. Ovación de seis minutos, reloj en mano, y cuatro llamadas a escena. Y luego, de vuelta a Suiza para cuidar de Claessens.» Como verán, dicho sea de paso, siempre hay alguien esperándome a la vuelta de la esquina; incluso cuando levanto la tapa de un teclado en el entierro de mi padre, los críticos presentes en la sala tienen que sacar el bolígrafo y la libreta. Oigo silbar desde aquí su lengua viperina. «¿Estará a la altura en un día tan peculiar? ¿Se abrirá por fin, se soltará, se nos mostrará por fin al desnudo a los que estamos en el ajo? ¿O se refugiará tras el habitual y pasmoso virtuosismo que constantemente la vuelve inaccesible?» De todas formas, para esa gente solo soy un fenómeno de feria.

Inspiro hondo antes de empezar. Es como zambullirse en las profundidades a pulmón libre. Cierro los párpados y echo la melena hacia atrás para darles a todos la oportunidad de verme brevemente el hermoso rostro salpicado de pecas. Mis dedos acarician las teclas (la fa mi la, la bemol sol fa do, si mi do la, sol la fa sostenido re). Tardan cinco segundos en reconocer el opus ruso. «¿Qué? ¡Shostakóvich! ¿Pretende tocarnos eso? ¿Un concierto para violín sin violinista?¿Así que hoy, la solista de talla internacional va a ser una mera repertorista? ¿Eso es lo que quiere que oigamos? ¿Un vacío? ¿Una ausencia? ¿Una transparencia?»

Sí, señoras. Sí, señores. Exactamente eso. Yo solita seré una orquesta al servicio del etéreo de mi hermano. Ha habido que esperar a que David se quedara en silencio para que yo volviera a tomar la palabra al fin. Les ruego que se comporten con un mínimo de dignidad delante de los despojos de mi padre. Créanme si les digo que ser pacientes tiene su recompensa. Ahora, escuchen atentamente, escuchen nuestra historia; la de mi madre, la de mi hermano y la de Ariane Claessens, que toca para ustedes de memoria; esta vez, se lo garantizo, me verán desnuda como el día en que nací.

***

Uno de mis recuerdos más lejanos es un recuerdo que no me pertenece. Debo de tener cuatro años y David, seis. Desde hace dos o tres meses, en cualquier caso, desde que llegamos a Ginebra, todas las mañanas mi hermano toquetea el Steinway del salón, después de comerse el cuenco de cereales y antes de irse al colegio, ante los ojos arrobados de Claessens. Mi madre, por su parte, ya ha empezado a encerrarse en su habitación en cuanto alguien abre la tapa del instrumento. Incluso un crío de seis años la aterroriza. Incluso su propio hijo tocando, en el sentido primigenio, como un niño entretenido con un juguete enorme y lacado de doscientos mil francos suizos.

En mi memoria, falta muy poco para las cuatro de la tarde. Lo sé porque es la hora de ir a buscar a David al colegio. Se suele encargar la niñera,pero hoy, a saber por qué, Yaël surge de su cuarto como un huracán, con los labios y los párpados pintarrajeados, embutida en un vestido rojo, con el que cualquiera diría que se está preparando para subir de nuevo al escenario en qué sé yo qué producción kitsch de Carmen. Es hoy, compréndanlo, cuando ha reunido valor para salir. Yo, como siempre, estoy metida debajo del piano; empujo un cochecito por los motivos geométricos de la alfombra iraní (nunca he sido muy de Barbies). Yaël se lanza hacia mi refugio, taconeando por el suelo con unos zapatos tan acharolados como el instrumento. «¿Vienes, cariño?» «¿Adónde, mamá?» «¿Pues adónde va a ser? A buscar a tu hermano. Luego le haremos una visita sorpresa a papá.» Sigue teniendo ese acento pedregoso. No lo pierde o no consigue disimularlo más que cuando canta, porque entonces tiene la posibilidad de pronunciar las erres vibrantes. Pero mi madre la soprano cada vez canta menos.

Pasamos como una exhalación por el colegio. Qué cara puso David al ver aparecer a mamá con pintas de árbol de Navidad y conmigo colgando de su mano como un paquete al que arrastran de tienda en tienda. Qué cara puso David, insisto.

Nos paramos en el Remor para merendar y entonces lo oigo (mi hermano es testigo); oigo a Yaël canturrear Casta diva mientras el camarero trae la bollería y el cacao caliente. Con la tripa llena y un bigote de chocolate en los labios, ya solo tenemos que cruzar el bulevar. Los coches frenan en seco, los insultos se disparan por debajo de los bocinazos («¿Quién es la loca esa de los niños?»). Más allá, la puerta principal, impresionante; debajo de los nombres de todos ellos, los padres fundadores. A la izquierda, Haendel, Bach, Mendelssohn, Mozart y Schumann; a la derecha, Wag­ner, Liszt, Beethoven, Chopin y Berlioz. Es mi padre el que me ha enseñado a descifrarlos.

Una vez dentro, en el foyer, donde se oyen relentes de música, y enseguida los aseos (como tan a menudo aquí, a David le duele la tripa; «Por culpa del cacao demasiado caliente», aventura mi madre). Luego, las escaleras de piedra. Por último, la sala engalanada de dorados y terciopelo carmesí. El Victoria Hall: una bombonera rococó metida en una caja de zapatos con pinta de búnker.

Y allí arriba, encima del escenario, suspendida entre el cielo y la tierra, la Orquesta de la Suisse Romande y su director recién estrenado, mi padre. No tengo el mínimo recuerdo de lo que están ensayando. Un concierto para piano, eso seguro, porque Claessens está delante del teclado. Estamos en la época en que mi padre dirigirá desde el instrumento durante unos meses todavía. Creo saber (o notar) que hay concierto esa noche. Tiene que ver con el nivel de concentración, un algo inquieto e inquietante en el aire. Nos muestra primero su perfil, pertrechado tras el paquebote enorme y negro; pero enseguida se vuelve hacia su derecha, alertado (¿quién sabe?) por la mirada sorprendida o divertida de un músico (¿o puede que sea una alarma que le suena por dentro cada vez que mi madre entra en algún sitio?). Claessens gira sobre la banqueta y hunde los ojos en la sala mientras sus manos continúan tocando como el pollo que no deja de corretear después de que lo haya decapitado la granjera. Qué cara puso Claessens al vernos irrumpir en el pasillo. Yaël la Roja encaramada a los tacones, con un mocoso en cada mano y sin dejar de canturrear Norma. Qué cara puso Claessens, insisto. No se me olvidará, papá.

El piano mecánico se interrumpe e, inmediatamente, la orquesta se disgrega. Las notas caen sobre el escenario como un chaparrón de blancas y negras. Los instrumentos retornan a la chicha de un muslo o al mador de una axila.

Lo que sucede a continuación es precisamente esto. Se lo describo como si fuera a cámara lenta porque así lo percibí yo. Ya ven, queridos espectadores, para mis ojos de niña, esta escena duró realmente mil horas. Puede incluso que aún dure.

David se suelta de la mano de Yaël y echa a correr por el pasillo. Ya solo se oye el golpeteo sordo de sus pasos en la moqueta porque la orquesta está en silencio. Mi hermano llega a la escalera de la derecha, trepa hasta el escenario y el rostro de Claessens pasa al instante de la sombra a la luz, como si el regidor acabase de enfocarle los dientes blancos con el proyector más potente. Delante de la OSR al completo, David galopa por las tablas; Claessens sonríe como en un anuncio de dentífrico; hinca una rodilla en el suelo y abre los brazos de par en par para recibir contra su pecho el cuerpecito, la carne de su carne, su reproducción en miniatura. Pero David pasa alegremente del pianista y el piano; se lanza hacia el lado izquierdo entre los segundos violines; se apodera de uno de ellos (me refiero al instrumento, no al músico); se lo encaja como puede en el hueco del cuellecito que no le da para albergar el pedazo de madera inmenso, y, por último, con el arco se pone a serrar furiosamente las cuatro cuerdas.

Desde el escenario del Victoria Hall, por el que han pasado Kogan, Menuhin, Milstein o Ferras, se alza un revoltijo de notas, un solo de chirridos sobrecogedores que emite un crío de seis años de carita risueña. Ya está, es cosa hecha; David Claessens acaba de escoger su instrumento: será violinista.

Su padre se ha levantado y se sacude el pantalón como para limpiarse un polvo invisible. En su rostro se ha apagado el proyector. La sonrisa publicitaria ha desaparecido.

En la sala, por el pasillo central, mi madre, completamente ida, sigue canturreando Casta diva.

***

Sucedió una noche, hace unos tres meses, en pleno concierto. Mi padre se quedó en blanco.

Pero eso no es ninguna tragedia, dirán ustedes. Quedarse en blanco es humano. ¿De verdad hay que verlo como el principio del fin? ¿Cuántos miles de notas llega a hacerle tocar un director a su orquesta a lo largo de toda una carrera? Si se le olvidan dos, tres o hasta diez compases, ¿qué más da? Solo tiene que consultar la partitura, ¿no?

No.

Permítanme rectificar, pues.

Esa noche, Claessens se quedó en blanco.

Pero resulta que esto es lo que hacía Claessens cuando salía a escena, su modus operandi. Concierto,ópera, sinfonía…, el ritual no se había alterado en más de veinte años, desde que dejó de tocar para dedicarse únicamente a dirigir. El director iba hacia al podio con paso apresurado, como si estuviera deseando tener a la sala tras de sí lo antes posible. No actuaba así por desprecio ni esnobismo (todo el mundo lo entendía y no se lo tomaba en cuenta), sino para mantener el misterio, su misterio. El director es un hombre que se mantiene de espaldas al público. Es una silueta imbuida de su arte. A los espectadores no les está permitido verle el rostro inundado de luz y de sudor hasta el final del todo, cuando la última nota se ha apagado, cuando los aplausos rompen a crepitar, como la lluvia de una tormenta contra la acera, para concluir en triunfo, en el bramido de un trueno que se expande desde los palcos hasta el patio de butacas.

Claessens le daba la espalda a la masa y le plantaba cara a la orquesta. Bajo sus ojos, el atril donde se encontraba la partitura, abierta por la última página. Así le pedía al regidor que se la colocaran. Esperaba, con las manos cruzadas sobre el pubis, a que cesaran los aplausos y aprovechaba para mirar a cada uno de los músicos directamente a los ojos. Luego, cuando se posaba el silencio, cerraba la partitura procurando que se oyera bien el golpe. Y, con un gesto eminentemente ostentoso, la empujaba hacia el borde del atril para que todos vieran, tanto en la orquesta como en la sala, que dirigía de memoria.

Un día (aún no tenía ni diez años) que le pregunté por qué le imponía al técnico que abriera la partitura inútil, me contestó: «Para que el golpe suene mejor en los oídos del público. Por el peso de las páginas, ¿entiendes, panochita? El peso de la notas. Ese es el momento en que empieza el concierto». La memoria de Claessens era prodigiosa. Se tenía por el relicario de las obras maestras de la música clásica.

Cuando aquella noche perdió el hilo, la orquesta siguió adelante sin él. Se quedó meneando los brazos como si nada, pero no había duda de que la OSR se le había escapado, un tren desbocado, fuera de control, que decidía por sí mismo qué tempo seguir y convertía a su director en un pelele descarnado, un autómata vestido de frac. En la propia orquesta todos se guardaron muy mucho de echarle nada en cara, tanto más cuanto que la noche siguiente transcurrió sin contratiempos. Pero aquello, sobre todo entre los violines, dio que pensar.

La semana siguiente, Claessens tuvo otro tropiezo, en un pasaje que no presentaba ninguna dificultad, y, por primera vez en su carrera, hojeó la partitura en pleno concierto.

Al final de la velada, en el camerino, perdió el equilibrio al salir de la ducha. El administrador, con su invariable traje de sepulturero, se lo encontró tirado en las baldosas, desnudo, tembloroso y reluciente como un recién nacido.

Lo llevaron a urgencias, detrás de Plainpalais, y allí pasó la noche en observación. Al día siguiente le realizaron una serie de pruebas, entre ellas un escáner cerebral.

Cuando me llamó desde la habitación del hospital para relatarme sus últimas veinticuatro horas, ya era de noche. Yo estaba en París y salía de ensayar en la sala Cortot para una grabación radiofónica. Quise volver a casa a pie porque hacía bueno.

Por teléfono me dijo con voz inexpresiva que tenía que aplazar el concierto de la noche siguiente. Sine die.

***

A veces doy clases magistrales. Me suele invitar alguna prestigiosa fundación estadounidense asociada a algún prestigioso conservatorio, a los que se les ha antojado lucir, por espacio de una hora, el aura de un prestigioso solista. Todas las partes salimos ganando y tampoco hay que deseñar el aspecto económico. Es una actividad sustanciosamente remunerada. Alumnos brillantes, nerviosos y respetuosos en exceso; y eso que ellos y yo tenemos casi la misma edad. Yo he cruzado ese abismo que la mayoría nunca pasará, el de la fama. Se convertirán en músicos excelentes, algunos en solistas de talla internacional, pero pocos se alzarán hasta el nivel en el que estoy yo.

Cuando, bajo la mirada de las cámaras y de un público escogidísimo, estudiamos la sonata en si bemol de Schubert (que un gran pianista ruso definió con una sola palabra: horror), siempre les noto ese interrogante mudo en los ojos y, quizá más aún, en las manos. Tienen esa porción de arrogancia propia de la juventud. A veces vienen de muy lejos, del otro lado del mundo, de Rusia, de Argentina o de China, para aprender el arte del teclado de los mejores profesores. Hay una competencia feroz. El volumen de estudio es tremendo y la entrega, absoluta, obligatoria, sine qua non. Y detrás de cada uno de los fraseados que analizamos y retomamos juntos se esconde la pregunta invariable: «¿Cómo lo has hecho tú, tan fuerte y tan sosegada, para llegar hasta la cima?».

Una vez de cada cien me topo con algún alumno que se sale del montón. Técnica excepcional, inteligencia y madurez interpretativa a pesar de los pocos años. Es ya un auténtico creador, un músico que interioriza sin rechistar el material en bruto que deja el compositor, que lo hace suyo con respeto, pero sin complejos, para producir un sonido que destaca entre los demás. Y, por encima de cualquier otra cosa, ese carisma en ciernes que tendrá que cultivar como su bien más preciado. A ese, tan escaso y tan único, me tienta confesárselo todo. Delante de sus compañeros brillantes a la par que mediocres, delante de ese público rendido de antemano, esas cámaras que inmortalizan mis rizos pelirrojos y mis enseñanzas, tengo la tentación irresistible de ir a sentarme a su lado y de abrazarlo muy muy fuerte, para que pueda notar mi corazón debajo de la armadura de hierro, mi corazón a punto de estallar de lo rápido que late.

A veces incluso lo hago, o al menos el ademán: voy a sentarme al lado del joven alumno en la banqueta, muy muy cerca, tanto que nos tocamos con el hombro, con la cadera o con el muslo. Finjo que estoy consultando la partitura y espero a que termine la frase, con una ejecución tan sólida que dan ganas de llorar, para volverme hacia él y abrazarlo. Pero algo me detiene. En su hombro, en su cadera o en su muslo noto el mismo temblor, el mismo espanto, y comprendo que ya lo sabe; él y yo somos viejos cómplices.

El verdadero virtuoso internacional es el que se mea de miedo, pero sale solo delante de tres mil espectadores para tocar a Ravel, Chopin o Rajmáninov sin pestañear.

***

De inmediato pasé por mi casa para echar algunos efectos en una bolsa; cogí la llaves del Porsche del cajón de la entrada y, de paso, el llavero del piso de Les Tranchées. Ni siquiera comprobé si quedaba algún tren o algún vuelo con destino a Suiza. Necesitaba conducir, recorrer yo misma esos quinientos cincuenta kilómetros que me separaban de mi padre, dejar atrás uno a uno los carteles de carretera que iban desvelando mis faros.

Conduzco un 911 Targa verde metalizado de 1977.

El Porsche es como una tradición para muchos solistas internacionales. Para algunos directores, también. Ignoro si, como dicen, fue Karajan el que inició esta moda. El suyo era famoso porque le contaba a todo el que quisiera oírlo que le gustaba conducir justo antes de los conciertos. Luego, en el escenario, se esforzaba por igualar la perfección técnica de su coche deportivo. Al menos esa era la historia que les servía a los periodistas.

A mí me pasa más bien lo contrario. Me gusta conducir mi Targa en plena noche después de exhibirme. Me gusta volver a los asientos baquet de cuero beis aún con la cabeza ebria de aplausos y el corazón inundado de insatisfacción, del anhelo de mejorar, de rozar el límite desde un poco más cerca, ese parapeto bajo el que solo está el vacío abisal.

Pero me preguntarán, ¿por qué haber comprado una antigüedad en lugar de un bólido nuevecito y flamante? Por el dinero no será, ¿o sí?

No.

El 911 contemporáneo es una joya de la modernidad, una flecha de acero atiborrada de electrónica y de equipamientos de seguridad. El sistema de gestión estabiliza el chasis en todas las situaciones peligrosas. El par motor permite cambios de trayectoria descabellados. Hoy en día todos los 911 cuentan con un sistema de barras de protección lateral ultrarrígido. Los frenos, gracias a las pinzas de cuatro pistones monobloque, son sencillamente fenomenales. Y en los modelos de tracción trasera, un servofreno de vacío de diez pulgadas reduce el esfuerzo en caso de emergencia. Todo está pensado para garantizarles una protección óptima a los pasajeros.

Precisamente.

Bajo el capó de mi Porsche de 1977 hay una bomba en miniatura de tres litros y seis cilindros horizontales que suministran ciento noventa y cinco caballos. Pero ningún sistema de seguridad. Nada de control de estabilidad. Bajo la lluvia, este coche es como una pastilla de jabón. Ni airbagsni sensores antivuelco. Y lo que es el cinturón de seguridad siempre se me olvida abrochármelo. No me acuerdo ni cuando veo un gendarme.

En plena noche, después del concierto, sobre todo en una carretera sinuosa y mojada, me encanta conducir a tumba abierta.

Me metí en la circunvalación por la Port d’Asnières. Eran casi las once de la noche. Sin apearme del carril izquierdo y a base de dar luces, rodeé París en menos tiempo del que se tarda en decirlo. Previendo una parada para hacer pis a la altura de Dijon, tardaría menos de cuatro horas. Ese trayecto me lo sabía de memoria. Siempre el mismo tempo, una vez cada quince días, desde hacía años, en invierno y en verano, fuera cual fuera el programa de mis conciertos, París-Ginebra un lunes de cada dos.

Intenté avisar a mi hermano.

En Suiza, incluida la zona francófona, el mensaje que te avisa de que la línea no funciona está en alemán: «Bitte rufen Sie später an, der gewünschte Teilnehmer kann momentan nicht erreicht werden».

La autopista estaba casi desierta. El volante me vibraba en los dedos. Puse la Suite inglesa n.º 2 que grabó Argerich en 1979 a todo volumen dentro del coche y forcé la máquina sin compasión. Las farolas viales empezaron a desfilar por encima del parabrisas de vidrio cada vez más deprisa a medida que me alejaba de París. Y, de repente, desaparecieron de la mediana y me encontré sola en la oscuridad, cortando la noche con el haz de los faros. Puse el coche encima de la línea blanca discontinua y pisé el acelerador un poco más aún.

Me hallaba en un cuarto con las paredes encaladas. Podría haber sido la habitación de un hospital de otra época, una especie de blockhaus de cuando la guerra o la celda de un monasterio. Al fondo, en la esquina, un armario metálico cerrado con un candado. En la pared, un perchero con tres ganchos. En uno de ellos, una trenca de color pardo colgada por la capucha. Le falta un alamar en la solapa. No hay más ropa (puede que esté en el armario). Una mesa fijada debajo de una claraboya diminuta o, más exactamente, un tragaluz hermético hecho con bloques de vidrio, que arroja una luz crepuscular sobre un mazo de hojas cubiertas con una escritura prieta. Varios lápices y una navajita suiza tirados por encima. Un flexo y una silla con el asiento de enea, o puede que un reclinatorio, completan la naturaleza muerta de esa esquina de la habitación.

También hay, en el otro extremo, del lado de la puerta, una cama muy sencilla. En lugar de somier, una tabla de madera debajo del colchón individual, apoyada en cuatro bloques de hormigón. La cama está cubierta con un edredón beis de tacto áspero. Una cajón de madera, que hace las veces de mesilla, lleva escrito Frágil. Ahí también hay un flexo. El mobiliario, espartano, tiene el inconfundible sello de la reutilización, el rastrillo y el almacén de centro social; puede que algunos objetos hasta los hayan recogido de la basura.

Me dejaba lo más importante.

Justo encima de la cama, en la pared blanca encalada, colgado de la voluta a un clavo y un cordel, hay un violín, dispuesto en el lugar del habitual crucifijo.

«Bitte rufen Sie später an, der gewünschte Teilnehmer kann momentan nicht erreicht werden.» En ese preciso instante, el brillo de una luz giratoria pintó de azul las paredes del búnker de mi hermano. Colgué el teléfono, me abroché el cinturón y bajé los ojos hacia el velocímetro, que indicaba ciento setenta y cinco kilómetros por hora. Entonces, un motorista de uniforme apareció al lado de la ventanilla y me indicó por señas que cogiera la siguiente salida hacia Avallon.

***

También me acuerdo de lo que pasó justo después de la semifinal de Bruselas. Tu recital fue, sencillamente, deslumbrante. Había que esperar a que el presidente del jurado proclamase, esa misma noche, los doce elegidos. Estos, seleccionados por sus decanos, entrarían en la mítica Chapelle Musicale para preparar, durante siete días y en la más estricta soledad, la final del concurso. Luego, en el escenario del Palais des Beaux-Arts interpretarían un concierto que determinaría su carrera, es decir, su vida.

Por lo pronto, los observadores más sagaces te situaban de buena gana entre los finalistas; había quien empezaba a hablar de ti como un firme candidato a un accésit. Desde luego, estaba ese coreano que, ya en las eliminatorias, se había situado; había pedido cita, como quien dice, con el primer premio, el que abría todas las puertas de una carrera de solista internacional, alfombra roja y contrato con una importante discográfica para rematar. ¿Se conformarían los demás con las migajas? ¿La situación daría un vuelco en la final? ¿Tendrían que recoger velas los que opinaban que ese año la prueba de violín ya estaba cantada?

Ese tal David Claessens, por ejemplo, que nadie sabía exactamente si era francés, belga o suizo («El hijo del director de orquesta, segurísimo»); ese joven Claessens tenía una forma de interpretar muy suya que podía traer sorpresas. Una especie de originalidad, una sensibilidad a flor de piel sumada a una técnica tremenda. Pero, cuando llegara a la final, además de conquistar al jurado tendría que saber dominar los nervios, y el coreano, que tenía un nombre que nadie sabía pronunciar, pero cuya sangre fría estaba en boca de todos, parecía inoxidable en ese punto.

En los pasillos del Studio 4, en la plaza de Flagey, donde tenían lugar las semifinales, proliferaban los pronósticos. El Reina Isabel debe de ser el único concurso musical del mundo en el que, por su prestigio, pero también por el entusiasmo popular que genera, se apuesta por músicos jóvenes como si fueran caballos de carrera.

Y tú, en medio de esa efervescencia, mientras los demás pululaban en todas direcciones, ¿qué hacías tú?

Vuelvo a verte en aquel foyer reservado a los músicos y a las personas acreditadas, con el estuche del violín pulcramente colocado entre los pies. Estás remojando una bolsita de té en una taza de flores. En el cuello, la marca roja, ese hierro que llevan todos los violinistas de alto nivel, donde el violín se apoya contra la piel, testimonio de las innumerables horas de ensayo antes de que llegue el concierto. Vuelves la cabeza y te me quedas mirando con esos ojos negros. Yo sé, porque te conozco al dedillo, que es una invitación para sentarme.

No te gusta hablar inmediatamente después de haber tocado. (Es, entre otras muchas cosas, lo que nos une, al hermano mayor y a la hermana pequeña, esa actitud casi muda, durante media hora larga, de la que nadie logra sacarnos.) El silencio nos hace cómplices, desde la niñez, desde la noche de los tiempos. Aunque saquearan la ciudad a sangre y fuego, los dos Claessens seguirían teniendo ese reflejo compartido, ese periodo de latencia antes de empezar, ese tiempo de resonancia después de haber tocado, que nos distancia del mundo, que convierte nuestra fraternidad en una ciudad de pleno derecho, con fronteras controladas muy de cerca y entradas complejas. Entre esos dos silencios, por dentro, construimos una fortaleza de notas, infranqueable e inexpugnable, que, sin embargo, suena tan hermosa desde fuera.

La bolsita de té entra y sale del baño hirviendo y colorea el agua de un tono caoba que se parece al de tu instrumento, el que te regaló Krikorian y que tú decidiste tocar aquí, en Bruselas. El Vuillaume de Claessens, el que costó un ojo de la cara, como sabe todo el mundo, lo has dejado en Suiza, metido en un armario. Te decides a beber un sorbo. Yo miro cómo te vuelve el color. También a mí me gustaría beberte o comerte.

La mayoría de los violinistas sudan a chorros durante los conciertos. La tensión, el esfuerzo, el calor de los focos… A menudo se enjugan la frente entre dos movimientos. A los directores de cine o de documentales, y a los escritores a veces, les encanta mostrar las gotas de sudor iluminadas, salpicando a cámara lenta. A ti, desde que tengo memoria, desde tus primeras actuaciones en público siendo niño, siempre te he visto seco como un esparto y pálido como un muerto. Desde el primer día, los peliculeros y plumíferos no tuvieron nada que hacer contigo. En cierta ocasión llegué incluso a preguntarte el porqué de esa palidez, creyendo que por fuerza tenía que existir una respuesta sensata a esa duda mía (era una cría cuando te la planteé); te quedaste pensando un buen rato y al cabo dijiste, con la mayor seriedad del mundo: «Es porque la sangre me llega hasta el violín».

Un hombre mayor vestido de tweed que apestaba a puro se acercó a nosotros y preguntó si podía sentarse. «Muchos de los entendidos que hay por aquí se preguntan sobre el violín que toca usted. Un sonido excepcional a la altura de su talento. Un instrumento italiano, ¿verdad?» Mi hermano siguió remojando la bolsita en la taza sin hacer ni un ademán hacia el estuche. El hombre sacó una tarjeta de visita y la deslizó despacio por encima de la mesa hasta que tocó el platillo. Por entonces (tenía dieciséis años y tú, dieciocho), aún no me había iniciado en el mundillo; fuera de Ginebra tenía muy pocos contactos en el círculo musical y, sin embargo, ya conocía ese nombre: Miroslav Bogatt. Nadie, absolutamente nadie, podía ignorarlo, ni siquiera tú. «Esa forma que tiene de tocar, David, no se la he oído nunca a nadie. Ese estilo tan suyo. Si tiene usted un momentito, me gustaría que lo habláramos.»

Después de mi victoria en Nueva York, dos años más tarde, Bogatt se convirtió en mi agente. Fue él quien me dio a conocer, quien hizo de mí una estrella internacional. Lleva ya nueve años velando por mis intereses (y, ya de paso, por los suyos). Juntos hemos dado cerca de mil conciertos, ganado mucho dinero, viajado por todo el mundo, pasado días enteros codo con codo en un avión y cogido unas curdas memorables también. Ahí estaba yo cuando lo avisaron de que habían detenido a uno de sus pupilos, un barítono, borracho perdido, por exhibicionismo en un supermercado de Bayreuth; allí estaba yo cuando lo llamaron para comunicarle que la orquesta de Filadelfia al completo se había puesto en huelga una hora antes de que se abriera la temporada; y allí estaba yo también la primera vez que se enteró de que habían ingresado a su hija por sobredosis. Y no obstante, nunca, lo que se dice nunca, lo he visto tan sorprendido (sorprendido no, más bien pasmado, patidifuso, patitieso) como ese día en Bruselas, después de la semifinal, cuando le dijiste, con una voz de lo más neutra y cortés, que de momento no tenías ganas de hablar y que se pasara de nuevo al cabo de una hora.

***

Llegué a altas horas de la noche, con siete puntos menos en el carné de conducir, una multa de trescientos setenta y cinco euros de pago a cuarenta y cinco días y el número de móvil del policía, por si se me antojaba ir a tomar algo en el trayecto de vuelta.