No desaproveches tu vida - Anselm Grün - E-Book

No desaproveches tu vida E-Book

Anselm Grün

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Beschreibung

"Quien desaprovecha una ocasión deja escapar algo importante. Deja escapar la vida, porque no se ajusta a lo que piensa. Veo frecuentemente a personas que desaprovechan la vida, porque sencillamente no encaja con lo que piensan. Pero por mucho que esperen, nunca encontrarán lo que se ajusta a sus expectativas. Siempre hay que dejar algo. Y porque la vida no coincide con lo imaginado, se la deja pasar. Así se renuncia a jugar el juego mismo de la vida. Es importante para mí mostrar un camino para tener constantemente el valor de arriesgar nuestra vida. Intento encontrar este camino en el comportamiento de Jesús, en su actitud interior, en sus palabras y en sus acciones. Él es para mí alguien con una personalidad llena de fuerza. Vivió su vida de verdad. Arriesgó su vida por nosotros. Dio todo de sí, y pagó con la vida su misión. Pero precisamente por eso es un desafío para que nosotros arriesguemos nuestra vida, para que nos liberemos de la pasividad del desaprovechamiento y asumamos la vida como auténticos protagonistas." Anselm Grün nos enseña en este libro cómo podemos superar nuestras dudas y temores, y asumir con determinación los riesgos que implica vivir. Nos anima a traspasar los límites y a aprovechar con valentía y alegría cada instante de nuestra vida.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Contenido

Introducción

Buscar la propia seguridad

La falta de sentido

Falsa comprensión de la contemplación

Dar vueltas en torno a uno mismo

Acomodarse en la mitad de la vida

Personas mayores que no han vivido

He desaprovechado algo

Los psicofármacos como sucedáneo

No desaprovechar el amor

La virtud cristiana de la esperanza

Conclusión: Seguir adelante en el mar de la vida

Bibliografía

Créditos

Introducción

Últimamente suelo hablar a menudo con personas que desaprovechan su vida, que no se ponen en marcha por pura seguridad. Primero, antes de emprender la dura tarea de encontrar un puesto de trabajo, necesitan una u otra formación. Y llegan incluso a hacer otros estudios de formación profesional con cuarenta años, pero nunca han trabajado de verdad.

Se trata, sobre todo, de jóvenes de quienes tengo la impresión de que desaprovechan su vida. En muchos de ellos no percibo ninguna inquietud. Aún recuerdo cuando yo terminé el bachillerato y aprobé la selectividad. Era el año 1964. Yo quería cambiar el mundo. Yo quería cambiar la Iglesia. Yo quería proclamar el mensaje de Jesús con un nuevo lenguaje. Me impulsaba la pasión, una pasión que hoy echo de menos en muchos jóvenes. Mejor dicho, más bien percibo un ambiente de desilusión: ¡es todo tan complicado...! No hay coraje para tomar las riendas.

De todas formas, no quiero generalizar. También hay muchos jóvenes que arriesgan la vida, que durante sus primeros años se van al extranjero un tiempo y se mueven realmente, como nosotros en nuestra juventud. Tienen el valor de estudiar en España, Dinamarca, Estados Unidos, Asia, y de trabajar en esos lugares durante unos años. Son personas de mundo, como nosotros lo éramos entonces.

Por otro lado, me encuentro también constantemente con personas mayores que dicen que nunca han vivido. Se lamentan por lo que no han vivido. Ya mayores tienen el sentimiento de que han desaprovechado su vida. Están a menudo llenas de sentimientos de culpa y de amargura porque sienten que han vivido de espaldas a sí mismas y no han hecho nada por su vida. No han vivido absolutamente nada. Una señora de ochenta años me decía, quejándose, que nunca había vivido su vida, que solamente se había amoldado a las circunstancias. Se sentía triste ante esta percepción, pues nunca había tenido en cuenta sus sentimientos ni había perseguido sus deseos. Intenté transmitirle que nunca es demasiado tarde para comenzar a vivir. Para ello era necesario que valorase su vida hasta ese momento, aunque tuviera la impresión de que no era una vida de verdad. Pero por lo menos había conseguido llegar a cumplir ochenta años. A pesar de lo no vivido, tiene que apreciar lo que ha experimentado y quizá lo que sí ha vivido realmente. Solo teniendo en cuenta el trasfondo de su vida, podrá grabar su huella personal en este mundo. Si comienza a vivir ahora, lo no vivido llegará a ser también parte de su vida y de su vitalidad.

Cuando empecé a reflexionar sobre el tema del desaprovechamiento de la vida, pensaba que el verbo versäumen («desaprovechar», «desperdiciar») estaba relacionado con el Saum («dobladillo») de la costura. Sin embargo, el diccionario Duden me aclaró mejor el término. La palabra säumen («coser un dobladillo») con el significado de zögern («dudar», «vacilar») tiene un origen desconocido. Está relacionada con la palabra altomedieval alemana sumen, que se refería a alguien o algo con el sentido de «evitar», «apartar», «impedir», «detener». De ella procede la palabra versumen, también altomedieval. Así pues, versäumen significa «desperdiciar algo», «desaprovechar», «pasar de alguien». Y de este verbo surgen los términos säumig, «atrasado», «lento», «perezoso», «retrasado», y Säumnis, «retraso», «demora».

En el Grimmsche Wörterbuch encontramos muchas expresiones en las que aparece el verbo versäumen. Martín Lutero dice que se «pasa» de los niños y a los jóvenes, es decir, que los adultos se despreocupan de ellos. Y también comenta que algunos desperdician su juventud, que no viven la vitalidad de la juventud porque se amoldan a las expectativas de los demás. Lutero también aplica el verbo a cosas y acontecimientos: no debe desaprovecharse la liturgia, ni hay que desperdiciar la gracia de Dios, pues de lo contrario se desaprovecha algo esencial en la vida. Y Lutero conoce personas que «desprecian el bien», que desaprovechan, dejan escapar y desatienden el bien, y por eso viven de espaldas a sí mismas.

Quien desaprovecha una ocasión deja escapar algo importante. Deja escapar la vida porque no se ajusta a lo que piensa. El término verpassen, «dejar escapar», se empleaba en el siglo XVII especialmente en el juego de la baraja. Con él se expresaba que uno pasaba de una ronda, que renunciaba a participar en ella. Aún hoy, cuando se juega al skat se dice «yo paso» cuando no se quiere participar en una apuesta.

Veo con cierta frecuencia a personas que desaprovechan la vida porque sencillamente no encaja con lo que piensan. Pero por mucho que esperen, nunca encontrarán lo que se ajusta a sus expectativas, pues siempre hay que dejar algo. Como la vida no coincide con lo imaginado, esas personas la dejan pasar. Y así renuncian a participar en el juego de la vida.

La palabra alemana säumen se dice en latín tardare; deriva de tardus, que significa «lento», «vacilante», «apático», «indiferente». El verbo tardare significa «detener o impedir algo». Si tardo en tomar las riendas de algo, desaprovecharé mi vida. El Antiguo Testamento conoce esta actitud, y la crítica. Jesús ben Sira advierte:

«No tardes en convertirte al Señor, no lo dejes de un día para otro» (Eclesiástico 5,7).

El desaprovechamiento se vincula aquí con el aplazamiento, que constituye una plaga que muchas personas conocen. Aplazan decisiones importantes. Postergan lo que no les agrada. Pero cuanto más lo posterguen, más grande se hará la montaña ante la que finalmente se encontrarán. Y, después, nunca comenzarán a aplanarla.

El ser humano no debe demorarse, pero también hay que pedir a Dios que nos ayude a ello. Así suplica el salmo 40: «Noli tardare», es decir, «¡no tardes!». El versículo completo dice:

«Tú eres mi auxilio y mi salvador. Dios mío, ¡no tardes!» (Sal 40,18).

En un curso del ciclo «Erwachsen auf Kurs», dirigido a unos setenta jóvenes adultos que vinieron a la abadía en Nochevieja, di una conferencia sobre «El trabajador fronterizo», que era el tema de aquel año. En la conferencia también les comenté que estaba escribiendo un nuevo libro. Al decirles que el título era No desaproveches tu vida, muchos preguntaron enseguida: «¿Cuándo se publicará?». Percibí que el tema interesaba a muchos de ellos. La reacción de los participantes me reforzó en la escritura del libro, que sería un intento de describir un fenómeno que hoy se percibe en muchas personas.

Así pues, en este libro quiero reflexionar sobre el tema del desaprovechamiento. Quiero explicar lo que he pensado sobre él hablando con las personas. No deseo culpar a nadie, sino únicamente describir el fenómeno tal como lo observo. Y, asimismo, también es importante para mí mostrar un camino para tener constantemente el valor de arriesgar nuestra vida.

Yo intento encontrar este camino en el comportamiento de Jesús, en su actitud interior, en sus palabras y en sus acciones. Él es para mí alguien con una personalidad llena de fuerza. Vivió su vida de verdad. Arriesgó su vida por nosotros. Dio todo de sí y pagó con la vida su misión. Pero precisamente por eso es un desafío para que nosotros arriesguemos nuestra vida, para que nos liberemos de la pasividad del desaprovechamiento y asumamos la vida como auténticos protagonistas.

BUSCAR LA PROPIA SEGURIDAD

Un maestro japonés de zen me contó la experiencia que tuvo con unos jóvenes que habían acudido a él para reflexionar sobre el modo de planificar su vida. Quedó aterrorizado al escucharles hablar. En lugar de arriesgar la vida y comprometerse en una profesión, le expresaron todas sus inquietudes: el mundo no es seguro. Si me meto en esta empresa, ¿quién me pagará la jubilación? Aunque eran jóvenes, ya estaban pensando en la jubilación, en lugar de embarcarse en la arriesgada empresa de la vida.

Ciertamente, se trata de un ejemplo extremo, pero he comprobado que algunos jóvenes dan más prioridad a la duda que al valor de arriesgar algo. Una mujer me contó que un estudiante de veintiséis años se había hecho ya un seguro de defunción para garantizarse una sepultura en el cementerio de su ciudad. Esta mujer le animó a que pensara más en vivir su vida que en hacerse ese seguro. Pero a él le sorprendía que los demás no se hubieran hecho aún ese seguro. Pensaba ya en el final, pasando por alto su vida.

Las dudas se extienden a diferentes ámbitos, y entre ellos destaca el miedo a no estar suficientemente preparado para la vida. De ahí la necesidad de formarse antes en una u otra carrera. Entre todas las ofertas que existen para formarse bien, no se termina nunca.

Hay personas que aún siguen formándose con cuarenta años y que nunca han trabajado de verdad. Se han saltado una fase importante de su vida. Creen que cuando acaben de formarse se pondrán a hacer algo con ímpetu, pero albergo mis dudas cuando oigo decir eso. A menudo, nunca empiezan a hacer algo. Están en formación permanente y se habitúan tanto al perfeccionamiento que no pueden comprometerse en un trabajo concreto.

En ciencias empresariales se habla de input (entrada) y output (salida), es decir, que algo tenemos que invertir en la empresa para que salga algo. Esto también es aplicable a nuestra vida personal. Debemos aprender a admitir algo en nosotros para que después pueda surgir algo de nosotros. Sin embargo, tengo la impresión de que algunos se atragantan de puro input. Siempre necesitan más y más información. Se sientan ante el ordenador y exploran a fondo Internet buscando informaciones interesantes, pero por mucha información que tengan, nunca llegan a asumir su protagonismo y forjar este mundo.

Su sed continua de conocimientos, de informaciones y de seguridad se expresa también en su forma de pensar: creen que necesitan aún este o aquel perfeccionamiento. Cada vez me encuentro con más personas que desaprovechan la vida por su deseo de perfeccionamiento. Sus perfeccionamientos no les han ayudado a que fluya su vida. Su vida no da ningún fruto. De tanto regar, ahogan a las plantas, en lugar de hacerlas crecer.

Yo no puedo vivir únicamente de informaciones. La vida solo se mantiene en equilibrio si hay una correspondencia recíproca entre input y output. Si nunca sale nada de mí –o si dedico muy poca energía a mi vida–, entonces bloqueo la duración de la energía en mi interior. Veo personas que continuamente están enfermas. ¿Por qué? Porque la energía que no puede fluir hacia fuera termina volviéndose contra ellas.

La seguridad excesiva tiene también grandes desventajas en la práctica. Si uno se forma demasiado, le resultará difícil encontrar un empleo en el mercado laboral, pues está demasiado cualificado. Nadie le contratará, sencillamente porque tiene una cualificación excesiva. El empleador temerá tener que pagarle un sueldo elevado por una actividad que no vale tanto. Y, así, personas que poseen muchos títulos se ven en una situación contraria a la que se imaginaban. No encuentran ningún puesto de trabajo y desaprovechan de nuevo mucho tiempo buscando un empleo adecuado.

A veces, en el fondo de este perfeccionamiento permanente se encuentra una imagen exagerada del yo o, al contrario, una falta de confianza en uno mismo. Algunos se sienten demasiado buenos para los trabajos normales. Tienen un ego tan elevado que no pueden dejarse involucrar en la medianía de la vida. Se sienten directores de departamento y ya de entrada se niegan a hacer los trabajos más sencillos para de este modo ir ascendiendo. Otros necesitan un perfeccionamiento tras otro porque no se encuentran nada capacitados. Piensan que mediante el perfeccionamiento serán capaces de llevar a cabo este o aquel trabajo, pero esta actitud solo aumenta el miedo a no estar, pese a todo, a la altura de las exigencias de ese trabajo.

Solo puedo encontrar un empleo si reúno la suficiente humildad para comprometerme inicialmente con trabajos de poca monta. Si me comprometo, puedo cambiar mi trabajo, aportar nuevas ideas y ascender a un empleo «más importante». En el evangelio de Lucas, Jesús lo expresa así:

«Quien es de confiar en lo pequeño, también lo es en lo grande, y quien es injusto en lo pequeño, también lo es lo grande» (Lucas 16,10).

Todas las empresas quieren probar primero a sus empleados en lo pequeño antes de confiarles tareas más grandes e importantes.

Otros tienen miedo a agobiarse con una determinada profesión o un determinado trabajo. Quieren asegurarse de que no van a quemarse si aceptan ese trabajo. Cuando queda trabajo por hacer, lo primero que piensan es si no será demasiado para ellos. Algunos hacen los cálculos inmediatamente: «Esto supone el 40% de mi volumen de trabajo, y lo otro, el 60%. Por consiguiente, no puedo cargarme más». Se aseguran de que no se les exija por encima de sus límites, pero así nunca descubrirán sus capacidades. Marcan demasiado pronto los límites en los que quieren vivir, y así jamás saldrán de ellos. Su vida girará siempre dentro de esos estrechos límites que ellos mismos se han fijado.

Y es que, de entrada, no sé cuáles son mis límites si no los he sobrepasado. Recuerdo que cuando asumí la responsabilidad de la administración de la abadía no me pregunté si era demasiado trabajo. Simplemente, quería echar una mano. Quería poner algo en movimiento. Quería, en primer lugar, probar mis fuerzas, para descubrir en cualquier momento mis límites y admitirlos. Mi lema era: primero, darme rienda suelta antes de empezar a discernir qué es verdaderamente importante y qué puedo dejar. Solo después de darme rienda suelta podré fijar mejor los límites.

Evidentemente, es importante fijar unos límites. El que trabaja sin mesura se verá envuelto fácilmente en una exigencia excesiva e incluso es posible que llegue a quemarse. Pero el que fija demasiado pronto sus límites nunca se pondrá realmente en movimiento. Siempre trabajará con el freno de mano puesto. Y el que está constantemente frenando, solo avanza con gran dificultad. Necesita mucha energía para frenar y le ocurre como cuando se conduce: le falta esa energía precisamente para conducir.

El miedo a quemarse se expresa en las conversaciones permanentes sobre el estrés. Las personas se sienten ya estresadas en cualquier pequeña tarea. En lugar de comprometerse con ellas, sienten anticipadamente el estrés que pueden provocarles. Algunos se quejan del estrés al que se exponen ante las mínimas exigencias. En psicología se habla actualmente también de un estrés provocado por la hospitalización.

Cuando me pongo en el lugar de los jóvenes que ansían la última seguridad, intento entenderlos. Es evidente que necesitan seguridad en este mundo inseguro. Antes, bastaba con comenzar en una empresa y trabajar bien en ella para tener un puesto de trabajo seguro, pero actualmente no se tiene la garantía de si la empresa se mantendrá o se reestructurará y se suprimirá el propio puesto de trabajo. No se tiene ninguna seguridad de si uno permanecerá en su lugar o será enviado a otra parte del mundo para trabajar allí. Esta inseguridad no solo afecta a la propia persona, sino también a la familia que, no obstante, se quiere probablemente crear. La inseguridad tiene asimismo repercusiones en la elección de pareja, en la educación de los niños y en su crecimiento en un entorno bueno. Como la inseguridad es mayor, también aumenta la necesidad de seguridad, que ciertamente es más grande que cuando yo era joven.

Mi padre dejó con veinticinco años la región del Ruhr para irse a vivir a la católica Baviera sin tener ningún trabajo. Se buscó la vida en la construcción hasta que montó su propio negocio. Después de la guerra tuvo que declararse en quiebra, pues no pudo hacer frente al pago de las facturas por la reforma monetaria. Luego, tuvo que esforzarse para poner de nuevo en marcha su negocio. Las condiciones exteriores eran también inseguras, pero él tenía claro que debía luchar. A comienzos de los años sesenta se mantenía la lucha. Tenía que adaptarse continuamente a las nuevas situaciones del mercado.

En los años cincuenta y sesenta se adueñó de Alemania un ambiente de renovación. Y ese ambiente repercutió en mí y en mis compañeros: ya no queríamos crecer económicamente, sino cambiar el mundo con nuevas ideas. Y para mis compañeros y para mí, eso significaba sobre todo renovar la Iglesia, aportar nuevas ideas a la Iglesia, proclamar el mensaje de un modo nuevo. Teníamos ganas de probar algo nuevo. No nos satisfacía seguir adelante con lo que había.

Evidentemente, también en muchos jóvenes de hoy existe este deseo de novedad y de riesgo, de adentrarse en lo desconocido. No obstante, observo que muchos que han terminado sus estudios de bachillerato no tienen nada claro lo que quieren. Miran con desaliento el futuro. Quieren asegurarse. Dudan si comenzar una carrera universitaria. Prefieren hacer primero una pausa.

Recuerdo que cuando era joven no pensé en hacer una pausa después del bachillerato. Deseaba iniciar algo nuevo. Así que, tras el bachillerato, ingresé inmediatamente en el noviciado. Lo nuevo era lo que me desafiaba permanentemente. Y durante la carrera ardía en deseos de estudiar todo lo posible para poder anunciar el mensaje de Jesús con un lenguaje nuevo. Me empleaba a fondo en la biblioteca y estudiaba a los filósofos modernos. Y aunque luego caía en los límites del entendimiento, quería saber cómo pensaban estos filósofos y cómo podía anunciar el mensaje cristiano contando con este pensamiento.

Una madre me contó que su hijo quería hacer una pausa de un año después del bachillerato para ir a Australia y conocer ese continente. La madre estaba totalmente de acuerdo, pero decía que no podía ni quería costear el año entero. Estaba dispuesta a pagarle medio año, pero luego él mismo tenía que buscar allí algo para poder vivir. Así que el joven empezó a planear su viaje, pero al final no encontró ningún trabajo. Y todavía sigue ante su ordenador mirando todas las posibilidades. No ha encontrado ninguna vía para planificar bien su pausa, ni mucho menos para llevarla a cabo. Está desaprovechando su tiempo con la planificación, pero no resuelve nada.

Evidentemente, también encontramos ejemplos opuestos. Así, el que se marcha para probar algo nuevo puede perderse en la búsqueda de lo supuestamente perfecto. Una joven me contó que había pasado un año en Australia. Trabajó en varias granjas y visitó el país. Actualmente ejerce de nuevo, desde hace dos años, su profesión de enfermera, pero le atrae volver a irse. Para ella, todo está demasiado limitado en Alemania. No obstante, durante su estancia en el extranjero experimentó que Australia no es el lugar en el que vivir para siempre. Y por eso está buscando otros países que le den la sensación de amplitud y de libertad, y, al mismo tiempo, de seguridad. Es una joven totalmente osada, pero tengo la impresión de que desaprovecha su vida por puro miedo a no encontrar el lugar adecuado para vivir en nuestro planeta.

En efecto, el país ideal no existe. Yo no puedo encontrar al mismo tiempo seguridad, libertad y amplitud. Siempre habrá algo que me resulte demasiado limitado o demasiado inseguro. La joven quiere probar todas las posibilidades, pero sin comprometerse. Algún día será demasiado tarde para pensar en una familia y seguir progresando en su profesión.

Después de hablar con la joven, me sentí fascinado, por una parte, por su valor para irse a tierras lejanas y probar suerte en ellas, pero también tuve un mal presentimiento: ¿se hará cargo alguna vez realmente de su vida? ¿Qué le lleva a probar siempre algo nuevo, sin comprometerse, sin entregarse a algo durante un período de tiempo largo? Quizá sea el temor a limitar demasiado su vida. Puedo entender perfectamente este temor. También yo tenía de joven el temor permanente a aburguesarme. Quería mantenerme lleno de vida, pero me vinculé, me comprometí con una comunidad. Me «angosté» para que mi vida se ampliara. Antes de terminar el bachillerato, tenía la duda de si la comunidad de Münsterschwarzach no sería demasiado limitada para mí. Me sentía fascinado por los científicos con los que contaba la Compañía de Jesús. Era algo que me atraía, pero luego, no obstante, me arriesgué a ingresar en la comunidad monástica. Tenía la esperanza de que mediante ella me mandarían a vivir al amplio mundo, lo más lejos posible –por ejemplo, a Corea–, para poner algo en marcha allí.



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