No dudes de mí - Sigue tus sueños - Sarah M. Anderson - E-Book
SONDERANGEBOT

No dudes de mí - Sigue tus sueños E-Book

Sarah M. Anderson

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

No dudes de mí Sarah M. Anderson La abogada Rosebud Donnelly tenía un caso que ganar. Sin embargo, su primera reunión con Dan Armstrong no salió según lo planeado. Nadie la había avisado de que el director de operaciones de la compañía a la que se enfrentaba era tan… masculino. Desde sus ojos grises a las impecables botas, Dan era un vaquero muy atractivo. Pero ¿era sincero? El deseo de Rosebud por el ejecutivo texano iba contra toda lógica, contra la lealtad familiar y contra todas sus creencias. Y, aun así, cuando Dan la abrazaba, Rosebud estaba dispuesta a arriesgarlo todo por besarlo otra vez. Sigue tus sueños Sarah M. Anderson El aristocrático abogado James Carlson estaba trabajando en el caso más importante de su vida. La victoria en aquel juicio sería el pistoletazo de salida a su carrera política. Nada, ni mucho menos, nadie, le haría apartarse de su camino. Hasta que conoció a su testigo, Maggie Eagle Heart, que hizo que se cuestionara todo: su familia, sus objetivos, su futuro. Era la mujer que deseaba, pero estaba fuera de su alcance. Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos por mantener una relación puramente profesional, la atracción entre ellos era innegable e irresistible. James siempre había hecho lo que se esperaba de él… Hasta aquel momento.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 337

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 420 - abril 2019

 

© 2011 Sarah M. Anderson

No dudes de mí

Título original: A Man of His Word

 

© 2012 Sarah M. Anderson

Sigue tus sueños

Título original: A Man of Privilege

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-940-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

No dudes de mí

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Epílogo

Sigue tus sueños

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Aquella mañana, Dan Armstrong había elegido un revolver de seis cartuchos cuando su tío le advirtió que no fuera a montar desarmado, y aunque en el momento le había parecido una precaución innecesaria, en aquel instante se alegró de tenerlo consigo.

Había algo en el bosque que estaba atravesando que hacía pensar en el viejo oeste y que hacía volar la imaginación. El rancho de Dan en Fort Worth era maravilloso, pero en Texas no había aquellos magníficos pinares, ni un río de escarpadas riberas rocosas como el Dakota.

Era una lástima que aquel paisaje fuera a transformarse cuando su empresa concluyera su trabajo. Su tío, Cecil Armstrong, que poseía el cincuenta por ciento de la compañía, quería cortar los pinos de varias hectáreas antes de construir una reserva de agua a medio kilómetro río arriba. Y aunque Dan estaba de acuerdo con él en que valía la pena aprovechar los beneficios que podría obtener de la madera, lamentaba que aquel bosque tuviera que desaparecer.

Estaba convencido de que aquel paisaje permanecía intacto desde los tiempos en que indios y vaqueros habitaban la cordillera. Si cerraba los ojos, podía oír el retumbar de los cascos de las cabalgaduras.

Se giró sobre la montura y escudriñó entre los troncos, convencido de que había oído un caballo de verdad. El sonido cesó en cuanto se movió, y para cuando se protegió del sol del atardecer con el Stetson, solo vio una nube de polvo a varios metros de distancia, en el camino que acababa de recorrer.

Instintivamente, posó la mano en la culata del revolver. El polvo se asentó, dejando ver una figura a la que el reflejo del sol parecía rodear de un aura. Dan cerró los ojos, pero al abrirlos, la figura seguía allí.

Se trataba de una princesa india sobre un caballo pinto. Su largo cabello flotaba en una brisa que Dan, demasiado sorprendido, ni siquiera sentía.

El caballo de la mujer dio un paso adelante. Ella llevaba un sencillo vestido de cuero que dejaba al descubierto sus piernas, cuyos pies estaban cubiertos por mocasines. Por su actitud relajada, era obvio que acostumbraba a montar sin silla. El caballo llevaba la cabeza pintada de rojo, lo que hizo pensar a Dan que se trataba de pintura de guerra.

¿Estaría soñando? Aquella mujer parecía proceder del pasado y ser tan pura como la tierra que la rodeaba. Dan había visto a algunos indios lakota en los tres días que llevaba por allí, pero ninguno se parecía a ella.

Ninguno lo había mirado como lo hacía ella. Con una mano sostenía las riendas y la otra la posaba sobre el muslo. Ladeó la cabeza y su cabello negro le cayó por un costado. Era preciosa. Dan sintió que el corazón se le aceleraba y quitó la mano del revolver. Cecil le había advertido que los lakota que quedaban en la región eran una panda de borrachos vagos, pero no había mencionado a las mujeres. La mirada de orgullo con la que aquella mujer clavaba sus ojos claros en él y su elegante pose no se correspondían con aquellos adjetivos. Nunca había visto una mujer tan espectacular.

Ella se inclinó hacia adelante y Dan pudo percibir la forma de sus senos contra el vestido.

La princesa le dedicó una amplia sonrisa. Entonces, súbitamente, pasó de la quietud al movimiento, y el caballo salió al galope al tiempo que ella levantaba una mano.

El sombrero de Dan salió volando a la vez que un disparo resonaba en el valle. Su caballo, Smokey, se encabritó y Dan tuvo que dominarlo a la vez que se agachaba para protegerse.

Para cuando controló al caballo y se giró, la mujer había desaparecido. Sin pensárselo, Dan clavó las espuelas en Smokey y tomó el sendero por el que la había visto desaparecer. Por muy hermosa que fuera, nadie osaba dispararle.

Oyó ruido de ramas rotas hacia un lado y dedujo que había abandonado el sendero. Dan aguzó la mirada y le pareció ver algo blanco. Su furia se incrementó según avanzaba. En el mundo del petróleo se había topado con tipos siniestros, pero nunca había recibido un disparo. No tenía enemigos porque evitaba tenerlos, Ni era un pistolero, ni vivía en el pasado. Él era un hombre de negocios y creía en el honor de la palabra.

Vio algo blanco de nuevo y se quedó paralizado. Un ciervo de cola blanca se alejaba de él. Dejando escapar una maldición, Dan se preguntó qué había sucedido, y habría creído que se trataba de su imaginación de no ser por el agujero en su sombrero.

Volvió al punto donde lo había perdido, lo recogió y se le heló la sangre. Tenía un agujero a unos centímetros de donde había descansado sobre su cabeza.

Aquella hermosa mujer le había disparado.

Alguien tendría que darle una explicación.

Dan seguía furioso para cuando llegó al rancho. Por algún motivo que se le escapaba, su tío había decidido instalar la sección hidráulica de Armstrong Holdings en una mansión que había construido un ganadero en 1880. Era un edificio precioso, con balaustradas y vidrieras, pero que no tenía nada de oficina central. Dan nunca había sabido por qué Cecil había elegido aquel lugar en medio de la nada en lugar de las oficinas que él tenía en Sioux Falls, pero Cecil siempre daba la impresión de querer esconderse.

Como jefe de operaciones de Armstrong Holdings, el negocio familiar que su padre y su tío Cecil habían creado cuarenta años atrás, Dan era dueño de la mitad de aquella casa. Técnicamente, también le correspondían la mitad de los derechos del agua del río Dakota, por los que la tribu lakota he habían demandado. Era dueño de la mitad del precioso valle donde acababan de dispararle, y socio a partes iguales del negocio de la futura presa.

No estaba dispuesto a que Cecil destruyera la compañía que tanto le había costado expandir. Cecil nunca había sido demasiado sutil para los negocios, tal y como había demostrado la semana anterior, pidiéndole que fuera a South Dakota. Tenía un problema con la presa que llevaba cinco años tratando de construir y le había dicho que Armstrong Holdings perdería millones de dólares en contratos con el gobierno si no se presentaba allí aquella misma semana.

A Dan no le gustaba que su tío creyera tenerlo a su disposición, pero había decidido que era una buena oportunidad para contrastar algunos desajustes en los informes financieros de la empresa. Entretanto, tendría que soportar a Cecil mientras siguiera siendo director ejecutivo.

Recordó que su tío le había dicho que tenía problemas con algunos indios, pero no había llegado a explicarle que esos problemas exigieran que llevara un chaleco antibalas.

Dan entró con paso firme en la casa, sobresaltando al ama de llaves.

–¿Está bien, señor Armstrong? –preguntó María, con su fuerte acento mejicano.

Dan se apaciguó. Cecil trataba a aquella mujer despóticamente, lo que le obligaba a él a ser particularmente amable con ella. Además de saber que la mejor manera de obtener información era tener de su parte al servicio.

–María –preguntó con calma–. ¿Tenéis problemas por aquí?

La mujer se ruborizó.

–¿A qué se refiere, señor?

–A problemas con los indios.

La expresión de sorpresa de María le hizo dudar, pero el agujero de su sombrero no tenía nada de imaginario. Se lo mostró.

María abrió los ojos desmesuradamente.

–¡Dios mío! No, señor, no tenemos ningún problema.

Dan tuvo la seguridad de que María decía la verdad.

–Si oye algo, me lo contará ¿verdad? –dijo, dedicándole una sonrisa amable.

–Claro, señor –dijo ella, retrocediendo hacia la cocina.

Dan fue al despacho de su tío. Como hombre de negocios, Cecil había sido un visionario que tras hacerse con el monopolio de petróleo en Texas, había diversificado la actividad hacia las presas hidráulicas. Esa era la razón de que se hubiera instalado en Dakota del Sur. Donde los derechos del agua eran baratos y había un enorme potencial. Armstrong Hydro se había hecho con todo el negocio de la zona.

A Dan nunca le había gustado Cecil, y solo podía librarse de él si presentaba pruebas irrefutables a la junta directiva de algún tipo de malversación, lo que era una de las razones de aquel viaje.

Entró en el despacho sin llamar. Cecil alzó la mirada. Dan, que nunca le había visto sonreír, dejó caer el sombrero en su escritorio.

–Alguien me ha disparado.

Cecil estudió el agujero.

–¿Los has pillado? –preguntó sin mostrar ninguna sorpresa.

–No. La he perdido.

–¿Has dejado escapar a una mujer? –preguntó Cecil, despectivo–. Nunca se ha visto a una mujer. Me pregunto si tiene algo que ver con los sabotajes que se han producido en las obras.

Dan sabía algo de eso, pero por boca de un ingeniero. Era otro de tantos temas que Cecil prefería mantener ocultos.

Tenía experiencia con ecoterroristas, con los que había alcanzado acuerdos en diversas ocasiones. Pero nunca se había enfrentado a una preciosa princesa nativa que actuaba a la luz del día.

Sin transición, Cecil dejó el sombrero y tomó un papel.

–Tengo un recado para ti.

A Dan siempre le irritaba que lo tratara como a un muchacho y no como a un socio.

–¿Van a volver a dispararme? –preguntó, irritado.

–Quiero que vayas a ver a los indios. Se te da mejor hablar a ti que a mí.

Dan pensó que era lógico, puesto que Cecil no hablaba, solo impartía órdenes.

–¿Para qué? –preguntó.

–Creen que pueden impugnar la construcción de la presa aduciendo no sé qué derechos sobre el agua, cuando soy yo quien los posee.

–Eso no es una novedad. ¿Por qué no envías a nuestros abogados?

–Porque tienen una abogada, Rosebud Donnelly, que ya ha acabado con tres de ellos –dijo Cecil con desdén.

Dan pensó que alguien que despertaba tal animadversión en su tío era digno de admiración.

–¿Y?

Cecil lo miró de arriba abajo.

–Tú eres un hombre atractivo y sabes cómo tratar a las mujeres.

–¿Quieres que la seduzca para que olvide la demanda? –preguntó Dan con sarcasmo.

–Solo pretendo que la distraigas y que si puedes acceder a sus documentos…

Dan tomó bruscamente los papeles que Cecil tenía en la mano. Cuanto antes se fuera, mejor.

–¿Cuándo es la cita?

–Mañana a las diez, en la reserva –dijo Cecil, despidiéndolo con un ademán de la mano.

Por segunda vez en aquel día, Dan estaba tan furioso que se le nubló la vista. Cecil debía haber intuido que corría peligro si iba al bosque. Y aunque fuera inconcebible, se preguntó si no habría sido él quien había mandado a alguien a matarlo.

Miró los papeles. Aunque le irritaba que su tío creyera que podía mandarlo a hacer el trabajo sucio, por otro lado, cabía la posibilidad de que los indios supieran algo que él pudiera usar en su contra. Además, la reserva era el mejor lugar donde buscar a una princesa india.

Pero antes, tendría que entrevistarse con Rosebud Donnelly.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Rosebud Donnelly miró por encima del borde de las gafas a Judy, la recepcionista, que la miraba desde la puerta con expresión de ansiedad.

–Está aquí.

–¿Johnson quiere que lo noquee de nuevo?

En la privacidad de su oficina, aunque fuera poco más que un armario, Rosebud sonrió al pensar en aquel patético abogado al que había sido tan fácil quebrar.

–No –Judy abrió los ojos.

–¿No será él, verdad? –le costaba imaginar que Cecil Armstrong fuera a presentarse en público, a plena luz del día, cuando era un vampiro que, en lugar de sangre, quería alimentarse del agua de la reserva.

–Dice que es Dan Armstrong, el sobrino de Cecil.

Rosebud sintió una íntima satisfacción. Él cambiaba de táctica. Ya no mandaba abogados que no tenían ni idea de legislación tribal, sino a miembros de su familia, como si creyera que ella cedería al chantaje emocional.

–¿Es una réplica de su tío?

–No. Es muy distinto –dijo Judy–. Debes tener cuidado con él, Rosebud.

–Siempre lo tengo –dijo Rosebud, sorprendida por la inquietud de Judy–. Haz que se siente y dale mucho café. Y avísame cuando lleguen Joe y Emily.

Cuando Judy se fue, Rosebud tomó su viejo neceser de maquillaje. Su aspecto era solo una de sus armas, pero solía ser la mejor en un primer encuentro. Tras tres años como representante legal de la tribu en su enfrentamiento con Armstrong Holding, había perfeccionado su estrategia. Johnson había sido la última víctima. A lo largo de tres semanas, Rosebud se había comportado como una inepta, lo bastante como para que Johnson creyera que había ganado y para conseguir pruebas que lo incriminaban en un asunto turbio de venta de analgésicos prohibidos. Aunque había intentado defenderse, finalmente, había optado por desaparecer.

«¡Hombres!», pensó con desprecio. Sobre todo los blancos, que creían que todo el mundo debía regirse por sus normas. Se hizo una trenza y se la recogió en un moño para proyectar una imagen inocente y severa a un tiempo. Para sujetarlo, usó dos palillos de cuyo extremo colgaban unas cuentas verdes. Eran el único objeto que conservaba de su madre.

Tras pintarse los labios, tomó unas carpetas. No tenía la menor esperanza de que Dan Armstrong fuera distinto a los anteriores, pero siempre cabía la posibilidad de que se le escapara algo que le permitiera establecer una conexión con su hermano, Tanner.

Judy llamó a la puerta con los nudillos. Rosebud miró la hora y vio que había pasado media hora. Perfecto.

–Ya están aquí.

–¿Qué tal estoy? –preguntó Rosebud, parpadeando.

–Ten cuidado –la avisó Judy de nuevo.

Rosebud sintió curiosidad por el hombre que inquietaba tanto a Judy. Se encontró con Joe White Thunder y Emily Mankiller fuera de la sala de reuniones.

–¿Os ha dicho Judy que es un tipo nuevo? –preguntó, besando a su tía.

Los ojos de Joe brillaron y Rosebud pudo intuir al hombre que había pasado tiempo en Alcatraz. A veces deseaba haber conocido a aquel Joe pero también valoraba al del presente: un anciano de la tribu cuyo consejo era fundamental.

–Ya sabía yo que el último no estaba a tu altura –dijo él.

Y Rosebud se ruborizó ante el cumplido a pesar de que Emily, que siempre había estado en contra de la desobediencia, civil o de cualquier otro tipo, sacudía la cabeza con desaprobación.

–Que no se te suba a la cabeza, querida –le advirtió.

–Lo sé –dijo Rosebud–. ¿Os acordáis de lo que tenéis que hacer?

Joe la miró con expresión risueña.

–Claro que saber –dijo, y puso rostro inexpresivo para representar el estereotipo de indio estoico.

Joe no abriría la boca. Representaba el silencio intimidatorio. Ni siquiera miraría a Dan Armstrong. Si había algo que odiaban los abogados engreídos era que los ignoraran. Lograba inquietarlos, y un abogado inquieto era un abogado derrotado.

La tía Emily suspiró. Rosebud sabía que odiaba aquellas reuniones y que Joe actuara como un indio ficticio. Pero aún más odiaba la idea de que Armstrong Holdings inundara la reserva.

–Listos.

«Allá vamos», pensó Rosebud al tiempo que abría la puerta con el corazón palpitante. Un nuevo adversario significaba una nueva batalla. Aunque no sabía si podría ganar la guerra, al menos sí podía retrasar la victoria de Cecil Armstrong.

Lo primero que observó y que la irritó levemente fue que Dan Armstrong estaba de pie, mirando por la estrecha ventana, en lugar de sentado en la silla que tenían preparada para las víctimas, un poco más baja que las demás y con una rueda inestable.

Lo que percibió a continuación, borró su irritación. Dan Armstrong era alto y fuerte. Llevaba una cazadora gastada y su cabello, corto aunque se rizaba en la nuca, era castaño claro, casi rubio bajo la luz del sol. Hacía mucho que no veía un hombre tan… hombre.

Entonces se volvió y Rosebud contuvo el aliento. De pronto se sintió vulnerable, con la vulnerabilidad de quien, habiendo cometido un error del que creía haber escapado ilesa, era descubierto con las manos en la masa. Estaba perdida.

Él debió notar su confusión, porque la sonrió como un hombre consciente del efecto que tenía en las mujeres. Pero al no parecer que la reconociera, sacó a Rosebud de su turbación. Si él no la reconocía y no había testigos, ¿podía decirse que se hubiera cometido un crimen?

–Señor… Armstrong, ¿verdad? –dijo, como si no se hubiera molestado en recordar su nombre–. Soy Rosebud Donnelly, la abogada de la reserva de los indios lakota.

–Es un placer conocerla.

Tenía una voz peligrosamente acariciadora. Armstrong alzó la mano hacia el sombrero, pero entonces pareció darse cuenta de que no lo llevaba puesto. Así que le tendió la mano. Rosebud se preguntó si habría recuperado el que había salido volando con el disparo y decidió ir a buscarlo aquella noche. Sin sombrero, no habría pruebas.

Estaba desconcertada. Ninguno de los tres abogados previos había hecho el menor esfuerzo por ser cordial. Esperó unos segundos a estrechar la mano de Dan. Normalmente, la daba con debilidad, para engañar a sus oponentes. Pero en aquella ocasión, la estrechó con firmeza para sentir que mantenía el control. La mano de Armstrong estaba caliente pero no sudorosa. No estaba nervioso. Y él la observó con aparente respeto con sus ojos verde grisáceos. No quería ni imaginar lo que su tío le habría contado de ella, y por un segundo estuvo tentada de decirle que no era verdad, lo que era completamente absurdo. Por fin comprendía las advertencias de Judy.

Retiró la mano, que él retuvo unos segundos más de lo imprescindible. Estremeciéndose, Rosebud se obligó a seguir adelante.

–Este es Joseph White Thunder, un anciano de la tribu; y Emily Mankiller, mujer del consejo.

Emily debió notar el titubeo de Rosebud, porque tomó la palabra mientras Joe se sentaba sin estrecharle la mano.

–Señor Armstrong, ¿conoce usted los términos del tratado de 1877 entre el gobierno de los Estados Unidos y las tribus lakota,dakota y nakota de Dakota del Sur?

Armstrong inclinó la cabeza con respeto a la vez que se sentaba. Rosebud sonrió al ver que necesitaba agarrarse a la mesa para no perder el equilibrio. Aun así, dijo, imperturbable:

–Mentiría si dijera que sí.

Emily era una de las pocas persona en la reserva con una licenciatura en Historia de América, y su papel consistía en agotar al adversario con una minuciosa enumeración de las injusticias sufridas por los lakota a manos del gobierno y de corporaciones como Armstrong Holdings. Rosebud tenía unos cuarenta minutos para aclarar su mente.

Emily avanzó en la explicación mientras Joe miraba a un punto fijo en la pared por encima de la cabeza de Armstrong, y Rosebud revisaba las notas de sus reuniones con Johnson.

Apenas tenía nada nuevo. Al contrario que en el caso de su abogado, no conseguía obtener ninguna información con la que atacar a Cecil Armstrong. Se relacionaba con ambos partidos políticos, visitaba dos veces al mes a una respetable divorciada y no tenía secretaria personal. Eso era todo lo que había averiguado en tres años, y cada vez estaba más frustrada.

Miró de reojo a Armstrong y, asombrada, vio que tomaba notas y que incluso hacía algunas preguntas. Era evidente que no era abogado, porque a estos no les interesaban las clases de historia.

Una vez Emily concluyó, le llegó a ella el turno.

–Señor Armstrong, ¿es usted consciente de que su empresa pretende embalsar el río Dakota?

–Sí, señora –dijo él, intentando apoyarse en el respaldo sin caerse–. A unos cuatro kilómetros de aquí. La empresa posee los derechos del agua y tiene los permisos correspondientes para empezar a construir la presa en otoño.

–¿Y sabe que para ello ha de anegar más de mil cuatrocientas hectáreas de la reserva?

–Tenía entendido que la presa se construiría en terreno deshabitado –dijo él, mirándola con curiosidad.

Rosebud recordó lo atractivo que estaba sobre el caballo. Su error había sido querer verlo mejor. En lugar de disparar desde la espesura, se había acercado demasiado y él la había visto. Había estado a punto de matarlo, y todo porque era guapo. Por eso mismo debía recordarse que ella no era una mujer, sino una abogada. La ley era lo único que contaba.

–Entonces está haciéndonos perder el tiempo –dijo, a la vez que empezaba a recoger papeles. Emily y Joe se pusieron de pie.

–Señorita Donnelly, por favor –Armstrong se puso en pie a su vez. Rosebud evitó mirarlo a los ojos, pero al fijarse en su mentón vio que era firme y que estaba recién afeitado–. Edúqueme.

Súbitamente, Rosebud supo lo peligroso que era Dan Armstrong. Ella estaba acostumbrada abogados fríos y calculadores, no a un hombre que mostraba interés y compasión.

–De acuerdo –dijo, sonando aun más irritada de lo que pretendía–. Cecil ha sido una maldición para esta tierra desde el día que llegó, hace cinco años. Ha expulsado a lo rancheros locales a base de amenazas para conseguir su tierra y los derechos del agua. Ha denunciado a la tribu por trivialidades, y pretende expropiarnos con la excusa de que la presa es un bien común.

Armstrong tomaba notas frenéticamente y Rosebud decidió que esa era la nueva estrategia: mostrar el rostro compasivo de Armstrong Holdings.

–Ha sometido a la tribu a una campaña de intimidación –continuó. Aunque no tenían pruebas, ningún otro podía ser responsable de los disparos a la casa de Emily, de las ruedas pinchadas de Joe o del mapache despellejado que habían dejado en su porche hacía tres días. Nadie los odiaba con tanta pasión como Cecil Armstrong.

–Esa es una acusación muy seria –dijo Dan sin dar la menor muestra de no creerlo posible.

–Han muerto varios hombres –Rosebud notó que se le quebraba la voz, y se irritó consigo misma. Emily le posó una mano en el brazo.

Dan la observó atentamente.

–¿Tiene pruebas?

Pareció una pregunta sincera, no retadora. Pero la respuesta era complicada.

–El FBI dijo que se trataba de casos de suicidio.

El dinero lo compraba todo y Cecil tenía mucho. Los casos se cerraron como suicidios de indios borrachos. Pero Tanner jamás había bebido. Sin embargo, había cometido el error de ser su hermano.

Dan la observó a ella y el gesto de consuelo de su tía.

–Lamento su pérdida –dijo. Y Rosebud sintió que el suelo se abría bajo sus pies al percibir la sinceridad de sus condolencias. Dan continuó–: Como he dicho, son cargos muy serios. Me gustaría estudiar la documentación.

Rosebud se alegró de volver a un terreno impersonal.

–Comprenderá que no podemos consentir que los documentos abandonen el edificio.

–Por supuesto. ¿Puede proporcionarme una copia?

–Su predecesor tenía una.

–Lo sé. Pero parece que ha desaparecido de su coche hace una semana, junto con su ordenador, un iPod y tres chocolatinas.

Rosebud asumió que el autor del robo sería Matt, que se consideraba el sucesor ideológico de Tanner cuando no era más que un delincuente. Aparentó sorprenderse, pero la sonrisa de Dan le indicó que no le engañaba.

–¡Qué mala suerte! Me temo que no podemos hacer otra copia porque la fotocopiadora se ha roto hace unos días –dijo. Lo que era parcialmente verdad porque llevaba dos años estropeada.

–Entonces, si me da su permiso, solo queda una posibilidad: que venga a estudiarlos aquí.

Rosebud miró a Emily, que pareció considerar la petición.

–Está bien, señor Amrstrong, pero bajo ciertas condiciones.

–Por supuesto –dijo él, sonriendo con la satisfacción de quien solía salirse con la suya–. Imagino que querrá que alguien me supervise.

La implicación era evidente para Rosebud. Acababa de atraparla, y él lo sabía. Solo ella conocía la importancia de aquellos documentos, y era la única que podría asegurarse de que ningún documento relevante saliera de la oficina.

Tenía que admitir que era un gran adversario.

Emily tomó de nuevo la palabra, explicando que la tribu solo quería seguir en paz y ser respetada. Mientras hablaba, Rosebud observó las manos de Dan, cuyos callos demostraban que había trabajado duro para llegar a donde estaba. Tanto su ropa como su calzado parecían hechos a mano, extremadamente caros. Pero era evidente que no pasaba el día en una oficina, y Rosebud sospechaba que si necesitaba algo, iba él mismo a conseguirlo.

Debía tener cuidado o se daría cuenta que lo observaba. ¿Qué habría estado haciendo en el bosque? El sentimiento de culpa la golpeó. Había asumido que era otro de los mercenarios de Cecil Armstrong, con lo que había incurrido en un segundo error.

Cuando Emily llegaba al final de su charla, Armstrong empezó a revolverse en la silla. El café empezaba a surtir efecto. En cualquier otra ocasión, Rosebud habría aprovechado para noquearlo, pero aquel día estaba ansiosa por dejar la habitación, alejarse de aquel hombre y decidir cuál debía ser su siguiente paso.

Cuando Dan salió, Joe tampoco le estrechó la mano, pero Emily sí lo hizo. A continuación, él estrechó la de Rosebud con fuerza, al tiempo que decía:

–Estoy deseando trabajar con usted.

El calor de su mano se propagó por el brazo de Rosebud tanto que esta temió ruborizarse.

Pero mucho peor fue darse cuenta de que también ella lo estaba deseando.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Rosebud dejó las carpetas en el despacho y salió a airearse. Expuso el rostro al sol y cerró los ojos. La brisa conservaba el frescor de la primavera y le ayudó a despejar la mente.

La situación no estaba fuera de control aunque Dan Armstrong representara un tipo nuevo de peligro. Una mujer no se hacía abogada sin saber cómo ocuparse de un hombre. Lo fundamental era recordar a quién representaba y no dejarse engañar por su aparente respeto y consideración.

–¿Estás bien, Rosie? –pregunto Joe, posando una mano en su hombro.

–Perfectamente –dijo ella. Nunca admitía ninguna debilidad. Abrió los ojos y vio a Emily ante sí–. ¿Qué pasa?

Emily miró a Joe y suspiró.

–Ese hombre…

–Puedo ocuparme de él.

Emily la miró con inquietud. Luego se inclinó para quitarle los palillos del moño y su cabello cayó como una cortina de seda.

–Es muy guapo. Y tú eres una mujer hermosa.

Algo en el tono de tía Emily hizo que Rosebud se pusiera en guardia.

–¿Qué quieres decir?

–Mantén a tus amigos cerca, pero aún más cerca a tus enemigos –dijo Joe en tono solemne a la vez que intensificaba la presión sobre su hombro.

–¿Pretendéis que… que me acueste con él? –al ver que Emily no contestaba, Rosebud fue a dar un paso atrás, pero Joe estaba a su espalda. La brisa que antes le parecía fresca, se tornó heladora y le congeló los huesos–. ¿Queréis que me acueste con él? –preguntó de nuevo, indignada.

De todo lo que le habían pedido que hiciera: estudiar Derecho en lugar de Arte; olvidarse de tener una vida normal para dedicarse de pleno a la estrategia legal contra Armstrong Holdings, saberse amenazada, haber perdido a su hermano… Nada le resultaba tan espantoso como acostarse con su enemigo, por muy atractivo que este fuera.

Había dado su alma a la tribu, pero no siendo bastante, le pedían su cuerpo.

–No, no –protestó Joe–. Solo decimos que una mujer hermosa puede ofuscar a un hombre.

–Puede que esta sea la oportunidad que hemos estado esperando, querida –añadió Emily con cautela–. Cabe la posibilidad de que se le escape algo sobre su tío, que sepa algo sobre Tanner.

Ese era un golpe bajo y Rosebud tuvo la tentación de abofetear a su tía. Pero al instante, se dio cuenta de que tenía razón. Dan Armstrong representaba la posibilidad de hacer un poco de espionaje. Si conseguía hacer responsable a algún Armstrong de la muerte de su hermano, podría volver a conciliar el sueño, y hasta podía descubrir la manera de impedir que se construyera la presa.

Emily le dedicó una sonrisa forzada.

–Es lo que Tanner habría hecho –le quitó las gafas y se las metió en el bolsillo del único traje de chaqueta que poseía–. Hazlo por él.

Rosebud sintió que las lágrimas que siempre ocultaba amenazaban con desbordarse.

–Está bien –dijo, cerrando los ojos para contenerlas.

Emily la besó a modo de bendición.

–Descubre lo que puedas y no dejes que descubran nada.

–Haz todo lo que puedas –dijo Joe, retirando la mano de su hombro.

Rosebud llevaba haciendo todo lo que podía desde hacía tres años, pero nada era suficiente, y a veces dudaba de que llegara a serlo.

Oyó cerrarse las puertas de los dos coches y cómo se alejaban, pero mantuvo los ojos cerrados. La brisa le removió el cabello, y el sol pareció querer reconfortarla y decirle que todo iría bien. Pero Rosebud no estaba convencida de ello.

Al morir Tanner, juró averiguar quién le había puesto la pistola en la mano y había apretado el gatillo, pero no se le había pasado por la cabeza que eso incluyera seducir al sobrino de Cecil Armstrong.

–¿Señorita Donnelly?

–Señor Armstrong –dijo ella sin volverse. ¿Cómo iba a sembrar la confusión en él si ella misma sentía la mente nublada?–. Gracias por haber venido.

Rosebud percibió que se colocaba a su lado y, lentamente, abrió los ojos para mirarlo. Al mismo tiempo, el aire le arremolinó el cabello y la mirada de Armstrong pasó de la curiosidad al reconocimiento. Las aletas de su nariz se dilataron y su barbilla se tensó. Rosebud ya no tenía ante sí a un hombre compasivo. Cualquier observador se habría dado cuenta de que estaba furioso.

–¿Monta a caballo, señorita Donnelly –preguntó él entre dientes.

Rosebud supo al instante que tenía que aparentar inocencia.

–Por supuesto. Todo el mundo monta a caballo en esta tierra. ¿Usted?

Armstrong entrecerraba los ojos de tal manera que apenas eran dos rayas. No la creía.

–Claro. ¿Qué tipo de caballo monta?

–Scout es un pinto –Rosebud habría querido esconderse, pero mantuvo la mirada de Armstrong–. ¿El suyo?

–Palomino –Armstrong pasó a su lado tan bruscamente que la sobresaltó–. De hecho, el otro día lo monté en un bonito valle, cerca de donde se va a construir la presa.

–¿Ah, si? –fue todo lo que ella pudo decir al ver que se dirigía a una enorme ranchera negra y sacaba bruscamente un sombrero… con un agujero de bala.

Por primera vez en su vida creyó que se desmayaría. Solo la sostuvo saber que hacerlo sería tanto como confesarse culpable.

Armstrong la observaba con frío interés.

–Alguien disparó contra mí.

Rosebud tragó y compuso un gesto de sorpresa.

–¡Qué espanto! ¿Vio quién lo hizo?

Él dio un paso hacia ella escrutando su rostro con tal concentración que el verde de sus ojos se transformó en negro y Rosebud pensó que parecía más un espíritu que un ser humano.

–Fue una mujer, una espectacular india con el cabello muy largo y negro –dijo él, a la vez que enredaba un mechón entre sus dedos y la obligaba a mirarlo a la cara–. Llevaba un vestido de ante y mocasines, montaba un caballo pinto con la cabeza pintada.

–¡Qué extraño! –dijo ella, esforzándose por mostrar incredulidad–. Lo normal es que vistamos con vaqueros y camisetas –antes de que Dan añadiera algo, dijo con firmeza–: Haré averiguaciones, señor Armstrong. Que no aprobemos el comportamiento de su tío, no justifica que se cometa un asesinato.

–Espero que pueda darme una explicación lo antes posible –Dan se inclinó hacia ella con una sonrisa sarcástica–. Quiero respuestas.

Mantener a los amigos cerca y a los enemigos aun más. Al percibir que Armstrong fijaba la mirada en sus labios, Rosebud preguntó:

–¿Va a besarme?

Irritada, notó que en lugar de sonar como una abogada, le salió voz de mujer fatal de película, pero confió en haber reaccionado adecuadamente.

Debió ser así, porque él apretó los dientes y con la mano que tenía libre le retiró un mechón que revoloteaba sobre su rostro, acariciándoselo levemente. Rosebud se estremeció y él esbozó una sonrisa. Pero no había dicho la última palabra.

–¿Piensa volver a dispararme?

–No sé de qué me está hablando –Rosebud no consiguió sonar indignada sino que la voz le salió como un susurro, más propio del beso que no se habían llegado a dar.

Él tensó aún más su cabello. Estaba claro que no iba a dejarla ir tan fácilmente.

–Creía que los abogados sabían mentir.

Rosebud agradeció que volviera a un terreno que le resultaba más familiar. Sin embargo, el primer pensamiento que se le pasó por la cabeza fue ordenarle que la besara, como una reacción automática, primitiva, que no tenía nada que ver con una estrategia, ni con su tía Emily.

Ni siquiera recordaba la última vez que la habían besado o que había estado junto a un hombre tan atractivo y que oliera tan bien, a una mezcla de hierba, cuero… sándalo.

A la parte de sí que llevaba demasiado tiempo sola, le daba lo mismo que se tratara del enemigo, o que ella hubiera estado a punto de matarlo. Solo le importaba que le estuviera tocando el cabello, que su rostro estuviera a unos centímetros del suyo, y que pareciera capaz de ver más allá que su impostada personalidad de abogada.

«Bésame», pensó.

Pero él no lo hizo. Alzando la cabeza bruscamente, le soltó el cabello y retrocedió. Y al instante, Rosebud sintió una irracional mezcla de alivio y añoranza.

Pero todavía no estaba a salvo. Armstrong seguía escudriñando su rostro en busca de alguna reacción.

–No me gusta convertirme en una diana –dijo él finalmente.

–No creo que le guste a nadie –dijo ella, retirándose el cabello a la espalda con un movimiento de cabeza. ¿Por qué no la habría besado?–. Si me entero de algo, se lo contaré.

Armstrong se humedeció el labio inferior y Rosebud pensó que Joe tenía razón: una mujer podía llegar a crear la confusión en un hombre. Él sacó una cartera del bolsillo trasero y de esta, una tarjeta.

–Si descubre algo –dijo, dándosela–, llámeme. Quiero denunciarlo. La dirección es incorrecta, pero el teléfono móvil es el correcto.

«Armstrong Holdings, Jefe de Operaciones, Wichita Falls, Texas».

Rosebud se mordió el labio. Así que no era un don nadie, sino la persona al mando de la empresa. ¿Incluiría la sección de la empresa interesada en construir la presa?

–Claro –dijo ella con calma, al tiempo que guardaba la tarjeta en el bolsillo.

No le preocupaba especialmente que Armstrong pusiera una denunciaba, pero en cambio le interesaba saber dónde se alojaba.

–¿Dónde se ha instalado?

Él suavizó su mirada, y volvió a sonreír con arrogancia.

–En casa de mi tío –tras mirarla detenidamente, añadió–: Debería venir a cenar un día de estos

–¿Qué?

Era la sugerencia más inesperada que podía haber hecho.

–Comprendo que no tenga especial aprecio a mi tío, pero no es tan malo como cree. Debería conocerlo en persona –dijo él.

Así que aquel hijo de Satanás no era tan malo como aparentaba. Ni siquiera Dan parecía creerlo. Rosebud consiguió reprimir a duras penas un resoplido sarcástico. Debía recordar que una invitación era precisamente lo que estaba buscando. O eso era lo que Joe y Emily pensaban. Era una gran oportunidad para averiguar algo que pudieran usar en su contra.

Armstrong estaba cayendo en su trampa… ¿O ella en la de él? Después de todo, era posible que los dos estuvieran jugando a lo mismo.

Él arqueó una ceja y ella sonrió mientras fingía pensárselo.

–Así que es usted un pacificador, señor Armstrong.

–El señor Armstrong es mi tío –dijo él, dedicándole una amplia sonrisa–. Por favor, llámeme Dan, señorita Rosebud.

Súbitamente, Rosebud decidió que quizá no era tan mala idea jugar a aquel juego. Después de todo, podía seducirlo con un poco de coquetería y un beso, sin darle nada a cambio, ni siquiera su cuerpo. Lo importante era mantener la posición de poder.

–Solo si tú me llamas Rosebud –dijo ella, pestañeando y consiguiendo ruborizarse levemente.

La sonrisa de Dan se hizo aún más cálida, o eso pensó ella.

–¿Te va bien el sábado por la noche? –preguntó él.

¿Dos días más tarde? Era evidente que no le gustaba perder el tiempo. Eso no le daría la oportunidad de averiguar nada sobre él antes de la cena. Eso la conduciría a la cueva del monstruo con su ingenio y su aspecto como únicas armas. Pero a veces, pensó, eso era bastante.

–Muy bien, hasta el sábado.

Si no tenía cuidado, la sonrisa de Dan iba a acabar con ella.

–¿Quieres que te recoja? –preguntó él.

Por lo visto, la caballerosidad era otra de sus características. Pero Rosebud no podía permitir que en la reserva los vieran juntos.

–No hace falta. Sé dónde está.

Él asintió en silencio, y Rosebud pudo sentir el calor que irradiaba a pesar de la distancia. Definitivamente, había un beso en el aire. Un beso que tendría que servirle para los siguientes tres años. ¿Era demasiado pedir?

–Muy bien. Nos vemos allí.

Rosebud no supo si se trataba de una amenaza o de una promesa.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Dan estaba sentado en la ranchera mientras dominaba el impulso de ir a montar a Smokey. Sabiendo que los días con Cecil no serían particularmente agradables, había decidido llevar su caballo para al menos poder escapar. Un mal día siempre mejoraba tras una cabalgada, tal y como solía hacer al atardecer para revisar las torres de perforación. Aunque pagaba a sus empleados para que funcionaran con autonomía, le gustaba visitarlos en persona, mancharse las manos en el terreno. Normalmente para cuando volvía a casa, o había relativizado la importancia de un problema o había encontrado una solución.

En aquel momento, Dan necesitaba ambas cosas respecto a la cuestión del disparo, aunque casi prefería volver al lugar donde se había producido el suceso que ir a hacer un resumen de la reunión que acababa de tener y hablar de Rosebud Donnelly.