Un reencuentro perfecto - No puedo dejarte ir - Sarah M. Anderson - E-Book

Un reencuentro perfecto - No puedo dejarte ir E-Book

Sarah M. Anderson

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Beschreibung

Un reencuentro perfecto Nick Longhair se había marchado de la reserva sin mirar atrás y le había pedido varias veces a Tanya Rattling Blanket que lo acompañase, pero Nick no suplicaba. Cuando el trabajo lo llevó de vuelta a la tierra de sus ancestros, comprendió lo que había perdido a cambio de dinero y poder. Mientras él estaba en Chicago, Tanya había tenido un hijo suyo, al que no conocía. Decidido a darle lo mejor, Nick pensó que no volvería a marcharse, al menos solo, pero eso significaba volver a ganarse el amor de aquellos a los que había dejado atrás. No puedo dejarte ir La carrera de la productora de cine Thalia Thorne estaba en la cuerda floja. Había prometido convencer a James Robert Bradley para que volviera a ponerse bajo los focos, costara lo que costara. Pero, una vez en Montana, se encontró con que J. R. llevaba una nueva vida como cowboy y le resultó imposible resistirse al hombre en que se había convertido. Entonces quedaron atrapados por una tormenta de nieve. Cuando la nieve se derritiera, ella iba a tener que elegir entre volver a la gran ciudad o sacrificarlo todo por el hombre que siempre había deseado.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 432 - octubre 2019

 

© 2012 Sarah M. Anderson

Un reencuentro perfecto

Título original: A Man of Distinction

 

© 2013 Sarah M. Anderson

No puedo dejarte ir

Título original: A Real Cowboy

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-726-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Un reencuentro perfecto

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

No puedo dejarte ir

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Nick Longhair salió de su Jaguar, sus zapatos italianos crujieron al tocar el suelo de piedra blanca del aparcamiento de la sede central de la tribu Red Creek Lakota. El edificio había recibido una mano de pintura en los últimos años, pero el resto seguía siendo tal y como recordaba. Tenía las mismas ventanas estrechas, los mismos techos bajos y, en general, seguía siendo igual de deprimente.

Él llevaba dos años trabajando en uno de los edificios más caros de Chicago, con suelos de mármol, muebles de diseño y enormes ventanales con vistas al lago Michigan. Cosa que demostraba lo lejos que había llegado.

Miró a su alrededor y vio cojear a un perro que solo tenía tres patas. El resto de coches que había en aquel aparcamiento no eran Bentleys ni Audis ni Mercedes, sino polvorientas camionetas y coches viejos, con piezas de diferentes colores y plásticos en las ventanillas. Aquello no demostraba lo lejos que él había llegado, sino lo bajo que había caído.

Siempre había querido marcharse de la reserva. Todavía recordaba cómo había descubierto, viendo la televisión en casa de un amigo, que la gente vivía en casas grandes, en las que los niños tenían su propia habitación, con agua corriente y electricidad. La sorpresa había hecho que viese su niñez de manera diferente. No era normal tener una camioneta vieja con plásticos en las ventanillas. Ni era normal tener que compartir la cama con su hermano y su madre. Tampoco lo era tener que ir a por agua al arroyo y beberla con la esperanza de no enfermar. No era normal. Ni siquiera era aceptable.

Sonaba mal decir que una serie de televisión le había cambiado la vida a mejor, pero con ocho años se había dado cuenta de que había una vida diferente fuera de la reserva y que quería tener una casa grande, un coche bonito y buena ropa. Lo quería todo. Y se había esforzado mucho para conseguirlo.

Por eso se sentía fatal por tener que volver a la reserva. No estaría allí si no le hubiesen obligado a aceptar el caso. Tal vez hubiese debido dimitir, en vez de aceptarlo. No quería que se le volviese a pegar a la piel el olor de la pobreza. Le había costado años quitárselo. Pero era el mejor en lo suyo, en llevar demandas contra compañías energéticas. Era un caso que no podía rechazar. Era el tipo de caso que forjaba una carrera.

Sacudió la cabeza y se obligó a centrarse en lo que había ido a hacer allí.

Era el socio más joven de la historia del bufete Sutcliffe, Watkins and Monroe, y había ganado juicios contra BP por sus vertidos en el golfo, contra minas de carbón por contaminación de las aguas subterráneas e incluso contra centrales nucleares con medidas de seguridad laxas. En los últimos cinco años, se había vuelto muy bueno y muy rico defendiendo el medioambiente. Y se había hecho un nombre en aquel oficio.

Entonces, su tribu, Red Creek Lakota, había contratado a Sutcliffe, Watkins and Monroe para demandar a Midwest Energy Company por contaminar el río Dakota al utilizar la fracturación hidráulica para extraer gas natural. La tribu afirmaba que los productos químicos utilizados se habían filtrado a los acuíferos subterráneos y habían contaminado el Dakota, y quería que la empresa lo limpiase e indemnizase a las personas cuya salud se hubiese visto perjudicada a causa de dicha contaminación. Pero el caso se le quedaba grande a la abogada de la tribu, Rosebud Armstrong, que había solicitado la ayuda de alguien especializado en el tema. Y ese alguien era Nick.

Le había sorprendido que la tribu pudiese permitirse el lujo de pagar su bufete, pero recientemente habían construido una presa y gracias a los ingresos derivados de la venta de hidroelectricidad, la tribu estaba económicamente mejor que nunca. Y, cómo no, había escogido su bufete. No le habría sorprendido que Rosebud lo hubiese buscado a él, pero no podía evitar que le molestase. La tribu no había querido saber nada de él cuando había sido solo un chico pobre.

La cosa había cambiado al convertirse en alguien importante. Nadie lo había echado de menos cuando se había marchado, ni siquiera Tanya Rattling Blanket, su novia del instituto, pero en esos momentos lo necesitaban y querían que volviese a casa. Nick había sido informado de que el consejo tribal quería que trabajase desde allí. Así que no solo tenía que trabajar para unas personas que lo habían rechazado, sino que, además, tenía que volver a vivir con ellas.

Marcus Sutcliffe, el fundador del bufete, nunca rechazaba a un cliente, así que lo había obligado a aceptar el caso.

–Es tu gente –le había dicho con desprecio–. Ocúpate de ella.

Y, con un ademán, Marcus había vuelto a reducirlo a un indio. Sus victorias jurídicas, su título, sus años de experiencia y de dedicación al bufete no valían nada. Había luchado muchos años para que se le reconociese por lo que hacía, no por sus orígenes, pero, al parecer, todavía le quedaba mucho camino por recorrer.

Lo que no sabía Nick era si Rissa Sutcliffe, la hija de Marcus, pensaba igual que su padre. A él le parecía que no. Llevaba casi dos años saliendo con Rissa.

En cualquier caso, lo cierto era que si ganaba aquel caso se situaría el primero en la línea para suceder a Marcus cuando se jubilase, para lo que solo faltaban un par de años. Así que lo había aceptado con una sonrisa. Siempre era mejor eso que dejárselo a Jenkins, su rival en el bufete.

Así que no estaba allí por la reserva, sino por su carrera. Cuanto antes ganase aquel caso, antes podría volver a Chicago.

Respiró hondo, olía a hierba mojada y aquel era un olor que no encontraba en Chicago. La noche anterior se había sentado en el porche de su nueva casa y había hecho algo que había estado dos años sin poder hacer: observar las estrellas.

Tal vez le viniese bien pasar algo de tiempo alejado del bufete y de sus rencillas con Jenkins, que últimamente le ocupaban demasiado tiempo.

Y eso no era lo único que le preocupaba. Además, Rissa llevaba varios meses comprando revistas de novias y hablando de las ventajas y los inconvenientes de casarse en verano o en invierno. Incluso Marcus lo llamaba «hijo» cada vez más. En realidad, ese había sido su plan, casarse con la hija del jefe y hacerse con el negocio. Y sabía que lo habría conseguido.

Tenía que habérselo pedido a Rissa antes de marcharse, pero no lo había hecho. Siempre había disfrutado con su compañía, pero no podía hacerse a la idea de que iba a casarse con ella y volver a la reserva al mismo tiempo. Rissa no era excesivamente cara de mantener, pero requería ciertos cuidados: ir de compras, de balneario, tener servicio doméstico. Y él había disfrutado con ello, pero cuando la tribu había vuelto a su vida, aquel modo de vida tan caro le había parecido de repente demasiado artificial. Casi irreal. Como poco, falso. Hasta ese momento había tenido claro su plan, pero ya no sabía si quería a Rissa por quien era o por ser una Sutcliffe. Lo que significaba que corría el riesgo de ser el mayor hipócrita del mundo.

Así que había aceptado el caso y le había dicho a Rissa que les vendría bien estar una época separados para darse cuenta de si querían pasar el resto de sus vidas juntos. Esta se lo había tomado bastante bien y le había dicho que, entonces, no le importaría que saliese con Jenkins.

Y él, que siempre había estado a favor de las rupturas limpias, le había contestado que podía salir con quien quisiese y que, cuando él volviese, ya verían cómo estaba la relación. Él necesitaba alejarse de todos: de Jenkins, de Rissa y de Marcus. Y a pesar de pensar que estaba de vuelta en la reserva de manera involuntaria, en el fondo era un alivio estar allí. Aunque no fuese el mismo hombre que cuando se había marchado, todavía se sentía más él mismo estando allí.

El caso duraría un año, tal vez dos. Así que tendría tiempo de ponerse al día con su familia. También con Tanya Rattling Blanket, a la que hacía casi dos años que no veía. No obstante, sabía que seguía allí porque era una persona idealista que había decidido quedarse en la reserva cuando salían juntos. Y si ella seguía allí y él había vuelto, no había ningún motivo para que no pudiesen estar juntos.

Nick la recordaba como a una mujer inteligente, divertida y con una belleza natural incomparable. No se había dado cuenta de lo mucho que la había echado de menos hasta que no había entrado en el estado de Dakota del Sur.

Perdido en sus pensamientos, entró en la sede central de la tribu.

–Buenos días, señor Longhair.

Nick se quedó inmóvil al oír aquella voz. Levantó la vista y vio a Tanya sentada delante del mostrador, con una sonrisa falsa en los labios y una camisa rosa clara.

–¿Cómo está? –añadió esta.

Durante unos segundos, lo único que Nick pudo hacer fue mirarla. No la había visto desde la última vez que había estado en la reserva, para celebrar la graduación de su hermano pequeño. Tanya había estado también allí, más radiante que nunca. Lo habían celebrado juntos, una vez más, por los viejos tiempos. Y aunque habían pasado casi dos años, Nick se sintió como si hubiese sido la noche anterior. Se le aceleró el corazón. Cómo no se había dado cuenta antes de lo mucho que la echaba de menos.

–¿Tanya? ¿Qué estás haciendo aquí?

Ella forzó la sonrisa todavía más.

–Soy la recepcionista. ¿Quieres un café?

Habían salido juntos durante los años de instituto, pero después el contacto había sido esporádico. Intenso. Gratificante. Pero solo cuando él había vuelto a la reserva. Siempre se había alegrado de verla y aquella ocasión no fue una excepción.

Salvo que, esa vez, ella no parecía contenta.

¿Estaría enfadada porque no la había llamado? Aunque parecía furiosa y no era normal. ¿Y si le tiraba el café a la cara o, peor, a los pantalones?

–No, gracias.

Ella siguió fulminándolo con la mirada unos segundos más y luego le dijo:

–La señora Armstrong va a llegar tarde. Me ha pedido que te enseñe el edificio.

Cuando había estado allí, Tanya y él habían tenido la relación más intensa y apasionada de su vida. Al principio, en especial cuando habían empezado a tener sexo, Nick había soñado con llevársela de allí con él, pero Tanya no era de las que seguía a un chico hasta el fin del mundo. Y había querido que fuese él el que se quedase en la reserva. Habían discutido mucho de ese tema y después se habían reconciliado con un sexo tan espectacular que a Nick le habían dado ganas de darle la razón.

Pero al final el sexo y los sentimientos que tenía por ella no habían sido suficiente. Se había marchado. Ella se había quedado. Y ambos tenían que vivir con su decisión.

No obstante, eso no explicaba que estuviese tan enfadada. La última vez que la había visto lo había recibido con los brazos abiertos… y mucho más. El sexo había sido increíble. Y Nick había esperado el mismo recibimiento, pero era evidente que no lo iba a tener.

Se puso recto. Se le daba bien fingir que pertenecía a un lugar en el que, en realidad, no era bienvenido.

–De acuerdo, señorita Rattling Blanket –respondió.

No necesitaba que le enseñase el edificio, ya lo conocía, pero no se iba a quedar esperando en el recibidor, con semejante tensión.

Ella se levantó con la mirada agachada. Llevaba puesta una falda gris ajustada que se ceñía a unas curvas que Nick no recordaba. Sus pechos también parecían más generosos, el trasero más dulce. Llevaba el pelo retirado de la cara, pero suelto a la espalda. Nick tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla. Si lo intentaba, lo más probable era que Tanya lo rechazara.

–Por aquí –le dijo, recorriendo el pasillo y abriendo una puerta a su derecha–. La sala de conferencias.

¿Por qué no se alegraba de verlo? Nick entró en la habitación. Su instinto le dijo que mantuviese las distancias, pero no pudo evitarlo. Su aroma lo envolvía. Cada vez la echaba más de menos. De repente, se preguntó cómo había podido sobrevivir dos años sin su olor, sin su voz, sin ver su rostro. ¿Cómo había podido sobrevivir sin ella?

–Quiero hablar contigo –le susurró al oído.

Tanya se ruborizó y él tuvo la sensación de que irradiaba calor. Ella también lo había echado de menos. Lo sabía por cómo se le dilataban las pupilas y cómo se le aceleraba la respiración. Conocía esa mirada. Siempre lo había mirado así, a menudo, antes de empezar a quitarle la ropa. Podía fingir que estaba enfadada con él por haberse marchado de la reserva, pero no podía negar la atracción que habían sentido desde que eran adolescentes.

Aunque era evidente que iba a intentar negarlo.

Tanya se aclaró la garganta.

–Como puedes ver, la mesa y las sillas son nuevas –le dijo, apartándolo–. Es el despacho de la consejera Emily Mankiller.

A Nick estaba empezando a molestarle que lo tratase como si fuese un extraño.

–Sé quién es Emily. Me ha contratado ella.

Tanya ni se inmutó. Le enseñó los despachos de los demás miembros del consejo y se detuvo al final del pasillo.

–Y este es tu despacho.

Abrió la puerta de una habitación tan pequeña que Nick se preguntó cómo habrían conseguido meter un escritorio en ella.

Menudo agujero. Sus compañeros de Chicago se habrían quedado horrorizados al verlo.

–Si es un armario.

–Era… un armario –lo corrigió ella–. Ahora es el despacho del asesor jurídico de la tribu. El ordenador es nuevo y, en teoría, está conectado con la impresora que hay detrás de mi mostrador.

–¿En teoría? ¿No tengo mi propia impresora?

Compartir impresora no era precisamente la mejor manera de mantener la confidencialidad del caso.

Ella lo fulminó con la mirada y Nick se sintió aliviado, mejor eso a que lo ignorase.

–Si no te gusta, puedes marcharte. Eso se te da muy bien.

Nick cerró la puerta con más fuerza de la necesaria y se giró hacia ella, que intentó retroceder, pero la pared no se lo permitió. No iba a dejarla escapar hasta que no obtuviese respuestas. Puso ambas manos a los lados de sus hombros, atrapándola. No la estaba tocando, pero podía olerla. Y eso ya le hacía sufrir.

–Ambos sabíamos que lo de aquella noche era solo esa noche. ¿Qué te pasa? Pensé que te alegrarías de verme.

Se aclaró la garganta. Tenía el pulso acelerado, lo mismo que ella.

–Me alegro de verte. Te he echado de menos –añadió.

–Han pasado dos años, Nick. Es evidente que no me has echado de menos lo suficiente como para venir a verme. Ni como para llamarme.

–¿Para qué te iba a llamar? No quisiste venir conmigo… ni querías el tipo de vida que podría haberte dado. Y yo no iba a volver a vivir a una maldita reserva. Pensé que te lo había dejado claro.

Ella lo fulminó con la mirada y Nick se dio cuenta de que la pasión que una vez había sentido por él había cambiado. Tanya consiguió apartarse de él y, cuando quiso darse cuenta, la estaba oyendo decir:

–¿Consejo tribal de Red Creek, en qué puedo ayudarle?

Y, demasiado tarde, Nick se dio cuenta de que había hablado con ella varias veces por teléfono y no la había reconocido.

Sorprendido, se sentó en su nuevo sillón e intentó discernir qué había sucedido. No había mentido, la había echado de menos. Tanto que si había aceptado aquel caso y había vuelto a casa había sido, sobre todo, para verla. Tanya siempre lo había comprendido mejor que cualquier otra mujer. Y eso no se olvidaba.

Pero la mujer que estaba al teléfono no era la misma chica de siempre. Había ocurrido algo en los dos últimos años. Aquella mujer ya no quería comprenderlo. Ni siquiera quería intentarlo.

El teléfono que había encima de su escritorio sonó.

–¿Dígame?

–La señora Amstrong está aquí, señor Longhair.

Tenía que admitir que era una buena recepcionista, no había ni rastro de ira en su voz.

–Ahora mismo salgo.

Mientras atravesaba el largo pasillo, Nick se centró. Rosebud Armstrong era la abogada de la tribu. Estaba allí para ponerlo al día del estado del caso. Él era abogado. Y muy bueno. El socio más joven de la historia de Sutcliffe, Watkins and Monroe, y pertenecía a la única minoría que lo había conseguido.

–¿Qué tal está Bear? –oyó que preguntaba Rosebud.

La curiosidad hizo que Nick redujese el paso. ¿Tendría Tanya un perro?

–Bien. Mamá lo mima demasiado, pero… ¿qué voy a hacer?

Nick pensó que algunas mujeres tenían una relación muy rara con sus perros.

–Es normal. ¿Qué tal el trabajo?

–Bien –respondió Tanya.

Y Nick se la imaginó sonriendo de manera forzada.

–Ya veo –le dijo Rosebud, y luego bajó la voz para añadir–: Ya sabes que mi oferta sigue en pie.

¿Una oferta? ¿Qué oferta? A Nick no le gustó aquello.

–Sabes que quiero quedarme aquí. He aprendido mucho, pero… Voy a ver cómo van las cosas y ya te diré.

A Nick le gustó aquello todavía menos. ¿Estarían hablando de él? No pudo aguantar más allí escuchando y salió al recibidor.

–Hola, Rosebud. Me alegro de verte.

–Nick –dijo esta, dándole la mano y un golpecito en el brazo, profesional y amistoso al mismo tiempo.

Le debía mucho a Rosebud. Ella lo había animado a estudiar derecho. Le había mostrado la manera de salir de la reserva.

–¿Qué tal te estás adaptando? ¿Te has acostumbrado ya a estar de vuelta?

Él supo que no debía mirar a Tanya, pero lo hizo. Esta tenía la vista fija en su ordenador.

–Ha pasado mucho tiempo –respondió sin más.

Rosebud lo miró de la misma manera que en la época en la que le había escrito cartas de recomendación para la universidad, con una mezcla de no lo estropees todo y de tú puedes hacerlo al mismo tiempo. Nick odiaba esa mirada.

–Han pasado muchas cosas desde que te fuiste.

–Ya he visto que habéis construido una presa enorme.

Rosebud rio de manera educada.

–No tienes ni idea. ¿Empezamos?

 

 

 

Tanya se miró el reloj, eran casi las cuatro y media de la tarde. Había pasado un minuto desde la última vez que lo había mirado. ¿Es que no se iba a terminar nunca el día?

Quería marcharse de allí antes de que Nick volviese a acorralarla en la sala de conferencias o en su despacho. Aunque no podía negar que había vuelto a sentir la atracción que había entre ambos, ni que decir tenía que no quería volver a sentirla.

No sabía por qué, si era porque hacía dos años que no estaba con un hombre, pero el caso era que había deseado que la besase. Cosa que no podía ocurrir. No podía, bajo ninguna circunstancia, volver a tener nada con Nick Longhair, ni siquiera una noche. No después de lo que había ocurrido la última vez. Y la anterior. De hecho, todas las anteriores. Tendría que estar loca para tener algo con él y esperar que no le rompiese el corazón. Y no estaba loca. Ya no.

Además, estaban trabajando en el mismo sitio y ella necesitaba el trabajo. Emily Mankiller la había contratado cuando Bear tenía dos meses. Y aunque pensaba que no la iban a echar sin un buen motivo, tenía la sensación de que debía demostrar lo que valía. Gracias a aquel trabajo podía tener su propia casa y no tenía que vivir con su madre.

Qué desastre. Había estado veintidós largos meses deseando que Nick Longhair volviese a su vida, como un caballero andante que acudiese a rescatar a una damisela en dificultades. No sabía si ella era una damisela, pero ser madre soltera era muy difícil. Y Nick había vuelto, pero no a rescatarla. Más bien, le parecía una amenaza.

Volvió a mirar el reloj. Otro minuto más. Quería ir a por Bear, marcharse a casa y cerrar la puerta con llave. Había soñado con que Nick volviese, pero, una vez allí, estaba asustada. ¿Qué haría cuando se enterase de la existencia de Bear?

Lo más probable era que no quisiese saber nada de él, ni de ella. Tal vez la acusase de haberse quedado embarazada a propósito, para cazarlo. O a lo mejor negaba ser el padre. Y la sacaría de su vida para siempre. En cierto modo, ya lo había hecho.

La idea de que lo suyo se pudiese terminar para siempre la había aterrado a pesar de saber que era el único resultado posible. Nick siempre había querido tener hijos, pero Tanya no sabía si seguiría queriéndolos. En cualquier caso, sería él quien pusiese las condiciones si decidía que quería conocer a Bear. ¿Y si quería quitárselo? ¿Y si se lo llevaba a Chicago? Tanya quería pensar que Nick no era capaz de hacer algo así, pero no estaba segura.

–Bueno, ya hemos terminado por hoy –dijo Rosebud, llegando al recibir acompañada de Nick–. ¿Cuándo quieres que vuelva?

–Dame una semana –respondió este, estirando el cuello de un lado a otro–. Ya te llamaré.

–De acuerdo.

Rosebud miró a Tanya, que tenía el corazón acelerado. Era evidente que Rosebud se imaginaba que Nick era el padre de Bear, era la mujer más inteligente de la reserva. Otras personas no habían atado cabos, y Tanya lo prefería así. Rosebud volvió a mirar a Nick.

–Deberíais venir a cenar a casa algún día. Mi marido tiene una opinión muy interesante acerca de las fracturas hidráulicas. Tanya sabe dónde vivimos.

–Bueno –respondió Nick–, si a Tanya le apetece.

Ella no quiso ni imaginarse cómo sería estar en el coche a solas con Nick de camino a casa de Rosebud. No podría ni respirar. Además, ni siquiera sabía lo que era una fractura hidráulica.

–Ya me diréis –añadió Rosebud–, pero pensadlo.

Y dicho aquello se marchó y los dejó a solas.

Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió. Nick miró hacia la puerta de la calle. Tanya miró el mostrador. Él tenía la cabeza alta, los hombros rectos. Su postura reflejaba el control que tenía de la situación, de aquella y de cualquier otra. A Tanya siempre le había encantado aquello de él, en esos momentos le dio miedo.

Lo vio darse la vuelta.

–Señorita Rattling Blanket, me gustaría hablar con usted en mi despacho.

A ella le dio un vuelco el corazón.

Seguro que Nick se había enterado de lo de Bear e iba a reivindicar sus derechos. Soñó con la posibilidad de que se diese cuenta de lo que había dejado allí y de que decidiese quedarse, pero era una posibilidad remota. Siempre había dejado claro que era demasiado bueno para la reserva. Demasiado bueno para ella.

Decidida a comportarse de manera profesional, Tanya tomó un bolígrafo y una libreta y fue a su despacho. Cuando llegó, Nick ya estaba sentado en su sillón. Buena señal, no iba a intentar atraparla otra vez. Al menos, por el momento.

–¿Sí?

–Siéntate –le pidió él sin levantar la cabeza del documento que tenía delante.

Tanya obedeció. Se sintió como un corderito que fuese directo al matadero.

Nick siguió leyendo. Ella se preguntó por qué tenía que estar tan guapo. No era justo. ¿Por qué no había engordado o se había quedado calvo?

No, seguía siendo alto y fuerte, como siempre. Iba vestido de manera cara y llevaba un enorme reloj plateado en la muñeca. Y lo llevaba todo como si hubiese nacido con ello.

Pero lo peor era que se había cortado el pelo. Había jurado no hacerlo jamás. La gruesa melena morena no le llegaba a media espalda, como a ella, sino por debajo de las orejas.

Levantó la vista y la miró.

–¿Qué?

–Que te has cortado el pelo –le dijo, sin saber por qué.

Él sonrió de medio lado.

–Por motivos laborales –le explicó Nick, pasándose una mano por él–. ¿Dónde vives ahora?

Tanya no podía creer que fuese tan audaz. Había desaparecido de la faz de la Tierra durante dos años y pretendía retomar las cosas donde las había dejado, pero eso no iba a ocurrir. Ella tenía su orgullo. Y un montón de facturas, pero no quería que Nick pensase que necesitaba su ayuda. Ya había cometido un error con él en una ocasión, no iba a repetirlo.

Así que no respondió. Pasaron varios segundos y él insistió.

–¿Tanya? ¿Me has oído?

–Lo siento –respondió ella en tono profesional.

–¿Sigues viviendo con tu madre?

–No sé qué tiene eso que ver con mi trabajo.

Él frunció el ceño. Y aquel gesto, junto con la ropa cara y el corte de pelo, hicieron que Tanya se sintiese como si estuviese ante un extraño.

–¿No vas a responder a mi pregunta?

–¿Necesitas algo? Si no, tengo que marcharme. Mi jornada termina a las cuatro y media.

Nick apartó el papel que tenía delante muy despacio y luego se inclinó hacia ella. La tensión se palpaba en el ambiente. Tanya aspiró el olor exótico y caro de su colonia y, a pesar de saber que estaba en peligro, no pudo retroceder. Aquel era el efecto que Nick tenía en ella.

–Me voy a enterar de un modo u otro. Y preferiría que me lo dijeses tú.

Tanya se puso en pie despacio. Tal vez fuese él quien tuviese el poder en aquella habitación, pero ella no iba a permitir que le quitase la dignidad.

–Que pase buena tarde, señor Longhair.

Al menos alguien pasaría una buena tarde, ella, no.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Nick no se presentó en su casa esa noche. Al día siguiente, en el trabajo, llegó a las nueve como si fuese el dueño de todo, la miró enfadado y fue hacia su despacho. Estuvo encerrado en él hasta las cuatro y media. Ni siquiera le pidió que le llevase un café.

Ella pasó otra noche casi sin dormir, sobresaltándose por cualquier ruido, pensando que Nick podía presentarse en su casa en cualquier momento. Dudaba que fuese a hacerlo, aunque en el instituto sí hubiese tenido la costumbre de llamar a su ventana a las tres de la mañana.

Habían sido esas noches cuando habían hablado de sus sueños y de sus pesadillas.

–Cuando me marche de la reserva voy a dejar de ser un indio pobre, Tanya. Voy a ser rico. Voy a ser alguien –le había dicho–. Te voy a comprar diamantes y perlas y la casa más grande de Dakota del Sur. Y nuestros hijos… no van a vivir así. Nuestros hijos van a tener todo lo mejor. Habitaciones llenas de juguetes, ropa nueva, caballos… todo.

Y a ella le había encantado que quisiese cuidarla, pero siempre le había contestado lo mismo:

–Yo no necesito todo eso, Nick, solo te quiero a ti.

Por aquel entonces, no se había dado cuenta de lo en serio que hablaba Nick, ni ella.

Solo había salido de la reserva una vez. Había ido a la universidad en Vermillion, a dos horas de allí, para sacarse un título en Estudios Indígenas y en Ciencias Políticas. Al marchar de casa por primera vez, había entendido lo que Nick siempre le había querido decir. Fuera de la reserva todo el mundo tenía coche y apartamento, ropa bonita, ordenadores y aparatos de música. Al principio había sentido celos.

Pero eso había cambiado el día que había entrado en la primera clase. Se había matriculado porque Nick acababa de empezar Derecho y había pensado que saber de política la ayudaría a apoyarlo mejor, pero el profesor había hablado de que una persona podía cambiar a la clase política, a mejor.

Y ella se había dado cuenta de que podía contribuir a que la vida en la reserva fuese mejor. Tenía que quedarse en ella y cambiarla desde dentro.

Por eso le había pedido a la consejera Emily Mankiller que la enseñase y había aceptado el trabajo de recepcionista en la sede central de la tribu, para ver desde cerca cómo funcionaban las cosas. Todo había cambiado desde que la tribu tenía dinero. Sabía que Nick estaba allí para llevar una demanda contra Midwest Energy, pero todo se había hecho a puerta cerrada o entre susurros. Era evidente que no iban a permitir que ella participase, al menos, mientras fuese recepcionista. Había días en que eso la molestaba, pero adoptar poses y manipular no era su fuerte. Le preocupaba más que todo el mundo tuviese comida y calefacción en invierno. Para eso no hacía falta conspirar. Como recepcionista, se enteraba de a quién le iban a cortar la electricidad, quién estaba mal de salud o a quién le faltaba dinero para alimentar a sus hijos. Eran cosas pequeñas, pero que contaban. Y podría hacer mucho más con un aliado en los despachos. De hecho, siempre había soñado con que Nick volviese con su título. Juntos podían cambiar las cosas a mejor. Juntos serían invencibles.

Pero Nick no había vuelto. Hasta entonces.

Un ruido volvió a despertarla a las tres de la madrugada. Al día siguiente iba a estar agotada, menos mal que era viernes. Miró por la ventana casi con la esperanza de ver al viejo Nick ahí afuera. Al Nick al que había querido desde los doce años. Todavía recordaba el escalofrío que había sentido al verlo aparecer en su fiesta de cumpleaños montado a caballo, sin camiseta. Él acababa de cumplir los dieciséis y estaba fuera de su alcance, pero se había bajado del caballo y, tras dedicarle una de sus devastadoras sonrisas, le había dado un ramillete de flores silvestres y le había dicho:

–Felicidades, Tanya.

Y ella se había enamorado. Locamente. Nada ni nadie podría jamás compararse a Nick.

Era cierto que después había pasado varios años casi sin mirarla, hasta que había cumplido los catorce, que había sido cuando Nick la había besado por primera vez. Con quince, se lo había dado todo.

Una parte de ella ansiaba volver a aquella vida en la que solo le preocupaba salir de casa sin despertar a su madre, pero ya no había marcha atrás ni había nadie bajo la luz de la luna. Nick solo había vuelto a la reserva dos veces en los últimos seis años. La primera vez ella le había pedido que se quedase, pero Nick le había contestado:

–Nena, ahora tengo una vida.

Se lo había dicho con dulzura, como si fuese consciente de que le estaba rompiendo el corazón. Era cierto que le había dicho que fuese a Chicago con él, si quería, pero no se lo había pedido con demasiado entusiasmo.

No, Nick tenía su vida. Una vida que no la incluía a ella ni incluía a la reserva.

Tanya volvió a la cama y miró a Bear, que estaba hecho un ovillo.

Sonrió. No necesitaba el dinero de Nick, diamantes, ni casas. Solo necesitaba a su hijo. La sangre la ataba a aquellas tierras y no podría abandonar la reserva porque sería como abandonar una parte de su alma.

No podía marcharse.

Ni siquiera por Nick Longhair.

Cuando a la noche siguiente llegó a casa con Bear, estaba muerta. Deseó poder permitirse tener televisión y que le llevasen una pizza a casa, porque no podía más.

Durante toda la semana, Nick se había limitado a entrar, mirarla y desaparecer en su despacho. No le pedía café ni que le hiciese fotocopias, ni había querido hablar con ella. Y, a pesar de estar decidida a no dejarse engatusar, Tanya no podía evitar desear que la besase.

Había intentado odiarlo, pero no podía. A pesar de ser madre, en parte seguía sintiéndose como la niña que siempre había sido. La niña que había amado a Nick.

Pero no. Debía de haberse equivocado con él, porque el nuevo Nick no sentía el menor interés por la misma Tanya de siempre. Era normal, no era una modelo ni era rica ni tenía nada de lo que debían de tener las mujeres en la gran ciudad.

Tal vez las cosas fuesen a ser así. Seguirían fingiendo que nunca habían estado enamorados. Ella mantendría la existencia de Bear en secreto. Podía funcionar.

A ella le funcionó hasta que metió a Bear en la cama, a las ocho. Le leyó un cuento, le cantó una canción y le acarició la espalda hasta que se le cerraron los ojos. Entonces, agotada, se dijo que necesitaba relajarse media hora antes de acostarse. Recorrió el pasillo que separaba la habitación y el baño de la cocina y el salón y, al llegar allí, dio un grito.

Sentado en su sofá estaba Nick Longhair. No llevaba chaqueta ni corbata y se había remangado la camisa. A su lado había una bolsa de regalo azul turquesa.

Tanya se sintió confundida. Estaba segura de haber cerrado la puerta. ¿Por qué tenía que estar tan guapo? ¿Qué llevaría en la bolsa? Ella se sentía fatal y su aspecto debía de ser horrible.

Así que solo pudo preguntarle:

–¿Qué estás haciendo aquí?

Él se quedó mirándola fijamente y luego comentó:

–Estás muy guapa, Tanya.

A una parte de ella le encantó el cumplido y, por un segundo, no se sintió como la madre agotada que era, sino como la chica locamente enamorada a la que Nick había querido. Había echado de menos aquella manera en que la hacía sentir. Había echado de menos ser esa chica.

Pero a la otra parte no le gustó cómo estaban yendo las cosas. Si Nick esperaba que se lanzase a sus brazos, estaba muy equivocado.

–¿Qué quieres, Nick?

–Te he traído un regalo –le dijo este, completamente ajeno a su frialdad. Se levantó y le tendió la bolsa.

–Me alegra ver que no se te ha olvidado esa tradición.

–Hay muchas cosas que no se me han olvidado.

Le dijo aquello como si hubiese estado los dos últimos años vagando por el desierto y ella fuese un vaso de agua fresca. Y Tanya sintió otro escalofrío.

No podía permitir que su belleza, sus regalos y sus miradas la afectasen. No solo no había dado señales de vida durante dos años, sino que tampoco le había hecho caso en toda la semana. Tenía que permanecer fuerte, protegerse y proteger a su hijo para que no le volviesen a romper el corazón. Nick volvería a marcharse, eso era seguro.

No iba a permitir que la sedujese. Solo tenía que mantenerse firme.

–Vaya, casi me engañas. ¿A qué has venido en realidad, Nick?

–Lo he escogido para ti –dijo él.

A Tanya le temblaron las manos y eso la irritó. ¿Por qué tenía que ponerse tan nerviosa? De repente, deseaba ser más alta, más delgada, más inteligente y más reservada, pero no lo era. Salvo por el peso que había ganado en el embarazo, seguía siendo la misma chica de siempre. Y esa chica no había sido suficiente para Nick.

Abrió la bolsa y vio dentro un paquete enorme de sus caramelos favoritos y un elefante rosa con un lazo azul en el cuello.

Se le cerró la garganta y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

–Fue nuestra primera cita de verdad, ¿recuerdas?

Tanya se sobresaltó al ver que Nick le hablaba casi al oído y le sorprendió todavía más notar sus manos en la cintura. Se había puesto detrás de ella y la estaba abrazando. Y aquello fue suficiente para quebrarla. Su olor la envolvió. No podía escapar de él. No podía escapar de su pasado con Nick, así que ni lo intentó.

–Nuestra primera cita de verdad, porque conseguí una camioneta y te llevé a esa feria. Y te compré estos caramelos porque eran tus favoritos, y te conseguí un elefante rosa tirando con una pistola de agua.

Mientras hablaba, la abrazó y Tanya sintió el calor de su pecho en la espalda.

Nick apoyó la boca en su oreja.

–¿Te acuerdas? Después volvimos por el camino más largo y nos perdimos por una pista.

Sus labios le rozaron el lóbulo y ella se estremeció.

–¿Te acuerdas de cómo brillaban las estrellas? ¿Te acuerdas de lo guapa que estabas? Nunca he olvidado nuestra primera vez, Tanya. Dime que tú tampoco.

–No.

Fue lo único que pudo decir. Una bolsa de caramelos y un elefante rosa eran suficiente para volver a recordar aquella noche. Una noche en la que se había sentido asustada y completamente enamorada de él.

Cuanto más cambiaban las cosas, más iguales eran. Había pasado una década desde aquella noche y habría dado cualquier cosa por volver a perderse con él.

Oyó un golpe en la habitación. Oh, no. Seguro que Bear se había caído de la cama. Que ella supiera, Nick no sabía de la existencia del niño. Y que eso no cambiase dependía de ella.

–¿Qué ha sido eso? –preguntó él.

–Nada –respondió Tanya, dándose la vuelta y abrazándolo por el cuello–. Permíteme que te dé las gracias por el regalo.

Y, entonces, a pesar de saber que no debía hacerlo, lo besó.

Solo quería distraerlo del ruido que estaba haciendo Bear al intentar abrir la puerta de la habitación, pero no funcionó.

Nick la abrazó con fuerza y Tanya solo pudo pensar que había vuelto por ella.

Lo necesitaba, lo necesitaba de una manera primitiva e instintiva, que no tenía nada que ver con la lógica ni con la razón, sino con el placer que le proporcionaban sus labios. Había echado de menos sentirse deseada o necesitada, sentirse amada. Nadie le había hecho ni le haría nunca el amor como Nick. ¿Qué había de malo en querer aquello?

Tanya siguió besándolo y estuvo a punto de olvidarse de por qué había empezado a hacerlo, pero entonces oyó otro golpe y supo que Bear estaba enfadándose porque no podía abrir la puerta.

Nick rompió el beso.

–¿Hay alguien ahí? –preguntó, soltándola y dirigiéndose a la habitación.

–No, no hay nadie, estoy yo sola –respondió Tanya, interponiéndose en su camino y sonriéndole de manera sensual–. Ojalá tuviese una camioneta. Podríamos ir a dar una vuelta…

Nick la miró mientras Bear seguía dando puñetazos a la puerta.

–No estás sola. ¿Vives con alguien?

–No.

Bear seguía golpeando la puerta con todas sus fuerzas.

–Me estás mintiendo.

–¿Lo dices por ese ruido? No es… nada –balbució Tanya–. Es que tengo un perro. Siempre golpea la puerta con el rabo. ¿Qué le voy a hacer?

Intentó echarse a reír mientras apoyaba las manos en los hombros de Nick.

–Lo mejor es que lo dejemos tranquilo. No quiero que te manche los pantalones –añadió.

Lo empujó hacia atrás y Nick retrocedió, pero en el último momento se giró. Ella perdió el equilibrio y Nick la agarró y al mismo tiempo abrió la puerta del dormitorio.

Allí estaba Bear, llorando en silencio. Miró a aquel hombre al que no conocía y abrió la boca para gritar, pero no emitió ningún sonido.

Como siempre.

A Tanya se le encogió el corazón. Menudo lío. Había llegado la hora de la verdad.

–Vaya, Nick. Lo has asustado –dijo, tomando a su hijo en brazos–. Shh, cariño.

Abrazó a Bear y le frotó la espalda hasta que este dejó de llorar y apoyó la cabeza en su hombro mientras se metía el dedo pulgar en la boca. Tanya no supo si se había vuelto a dormir, pero notó que le tocaba el pelo con los dedos regordetes y supo que estaba despierto. Pasó rápidamente al lado de Nick y fue a la cocina para darle agua al niño.

Mientras este bebía, Tanya miró a Nick que, a su vez, estaba estudiando al niño con la mirada, boquiabierto. Era evidente que, hasta ese momento, no había sabido que tenía un hijo. Un hijo suyo.

¿Cuánto tiempo tardaría en intentar quitárselo? ¿Cuánto tardaría en volver a dejarla sola otra vez?

Mientras aquel miedo irracional hacía que no pudiese respirar, intentó no delatarse. «Que no cunda el pánico», se dijo a sí misma.

–¿Y bien? –dijo, sabiendo que Nick iba a hacer un comentario antes o después y no podía esperar más.

Quería terminar con aquello cuanto antes.

–¿Tienes un hijo? –le preguntó él con voz temblorosa.

–Sí.