No puedo dejarte ir - Sarah M. Anderson - E-Book

No puedo dejarte ir E-Book

Sarah M. Anderson

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Beschreibung

¿Iba a dejar escapar al hombre de sus sueños? La carrera de la productora de cine Thalia Thorne estaba en la cuerda floja. Había prometido convencer a James Robert Bradley para que volviera a ponerse bajo los focos, costara lo que costara. Pero, una vez en Montana, se encontró con que J. R. llevaba una nueva vida como cowboy y le resultó imposible resistirse al hombre en que se había convertido. Entonces quedaron atrapados por una tormenta de nieve. Cuando la nieve se derritiera, ella iba a tener que elegir entre volver a la gran ciudad o sacrificarlo todo por el hombre que siempre había deseado.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Sarah M. Anderson. Todos los derechos reservados.

NO PUEDO DEJARTE IR, N.º 1937 - septiembre 2013

Título original: A Real Cowboy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3522-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Las ruedas del coche alquilado de Thalia chirriaron en la grava. Una ráfaga de viento había estado a punto de sacarla de la carretera, pero había logrado mantener el control. Le agradaba tener el control de algo, aunque fuera de un Camry.

No podía hacer nada para controlar la situación en la que estaba. En caso contrario, no estaría buscando a James Robert Bradley en medio de la nada en Montana y en pleno invierno. Ni siquiera sabía si lo encontraría. Hacía casi una hora que no veía ninguna señal de vida.

Aun así, estaba circulando por una carretera y las carreteras llevaban a sitios. Aquella atravesaba kilómetros y kilómetros de Montana. Era finales de enero y el paisaje se veía apagado y desierto. La nieve estaba apilada a los lados de la carretera. Si fuera a rodar una película apocalíptica, sería un lugar perfecto.

Al menos, en aquel momento no estaba nevando, pensó para animarse mientras comprobaba el termómetro del coche. Hacía cinco grados bajo cero.

Por fin llegó a la entrada del Rancho Bar B. Un cartel anunciaba que cualquiera que entrara sin permiso podía recibir un tiro. Comprobó la dirección que había escrito en el GPS del teléfono y se sintió aliviada. Había llegado a su destino.

El representante de James Robert Bradley, un hombre nervioso y de baja estatura llamado Bernie Lipchitz, no había querido darle la dirección de su más famoso y reservado cliente, ganador de un Óscar. Thalia se había visto obligada a prometer a Bernie un papel para uno de sus actores en la nueva película que estaba produciendo, La sangre de las rosas.

Claro que solo habría película si conseguía que James Robert Bradley firmara para hacer el papel de Sean. Si no podía conseguirlo…

No había tiempo para pensar lo peor. Lo estaba haciendo muy bien. Había dado con el paradero de Bradley, cosa que no había sido sencilla. Había conseguido entrar en su rancho sin que hasta el momento nadie la hubiera disparado. Pocas personas podían decir que habían estado tan cerca de Bradley después de desaparecer de Hollywood tras ganar un Óscar once años antes. Ahora tenía que conseguir que firmara su regreso con un papel único. Sencillo, ¿no?

El reloj del salpicadero marcaba las cuatro y el sol ya se estaba poniendo, lanzando brillantes tonos naranjas y morados en el cielo azul. Al norte, se extendía una serie de colinas que se unían con las montañas del oeste. El sur y el este eran planos. Podía imaginarse lo bonito que sería aquello en primavera.

«Tal vez pudiéramos rodar algunas escenas aquí», pensó al salir de la curva y ver una gran estructura.

No podía ver si el edificio tenía dos o tres plantas ni la profundidad que tenía. Detrás de él había unos cuantos establos, algunos viejos y otros de metal. Salvo estos últimos, los demás parecían llevar allí décadas, si no siglos.

No había nada con vida, ni siquiera un perro que darle la bienvenida al pararse ante la casa. Un amplio porche cubierto ofrecía cierta protección del viento.

Bueno, no iba a conseguir que alguien firmara algo sentada en el coche. Armándose de energía positiva, abrió la puerta.

El viento gélido estuvo a punto de cerrarle la puerta y engancharle las medias. De pronto, las medias y las botas altas que llevaba bajo el vestido de lana no le parecieron el atuendo más adecuado.

Se subió las solapas del abrigo para protegerse la garganta del viento y subió los escalones del porche. Llamó a la puerta y confió en que estuviera en casa.

Otra ráfaga de viento le levantó la parte trasera de la falda, provocando que le castañetearan los dientes. ¿Dónde estaba el timbre? Llamó dando unos golpes en la puerta; los modales no importaban cuando se estaba congelando.

Nadie contestó.

Morir de frío en Montaba no estaba entre sus planes. Thalia no recordaba haber sentido tanto frío ni siquiera de pequeña cuando pasaba todo el día jugando en Oklahoma. Además, llevaba diez años trabajando en Los Ángeles, donde la gente consideraba que hacía frío cuando el termómetro bajaba de los quince grados.

Thalia volvió a llamar a la puerta esta vez con ambas manos. Quizá hubiera alguien dentro. La casa era enorme. Tal vez estuvieran en una habitación del fondo.

–¿Hola? –gritó.

Nadie contestó.

Había llegado el momento de recapacitar. ¿Qué opciones tenía? Podía quedarse allí en el porche hasta que apareciera alguien, con el riesgo de congelarse, o acercarse a uno de los establos. Tal vez hubiera alguien dando de comer a los animales, si no, al menos estaría protegida del viento. Los finos tacones de sus botas hacían que fuera una hazaña arriesgada. Aun así, era preferible quedarse sin botas que sin cuerpo.

Estaba bajando el primer escalón cuando vio a dos cowboys a caballo subiendo una de las colinas. Thalia contuvo la respiración ante aquella imagen. Era perfecta. La puesta de sol iluminaba a contraluz a los jinetes, dándoles un halo dorado. De los hocicos de los caballos se veían salir nubes de vaho. Era así como quería presentar al personaje de Sean Bridger en La sangre de las rosas. Iba a ser perfecto. Ya veía las nominaciones al Óscar.

Los jinetes aminoraron la marcha mientras uno de ellos señalaba en su dirección. La habían visto, gracias a Dios. Un poco más y habría dejado de sentir las piernas. Saludó con la mano y uno de los hombres se acercó a la casa galopando.

Su optimismo se convirtió en temor al instante. El hombre no parecía acercarse para darle la bienvenida. Tan rápido como pudo volvió al porche y se quitó del paso de aquellas pezuñas.

Aun así, el jinete se acercó a toda prisa y se detuvo, colocándose en paralelo al coche alquilado. El caballo, un brillante palomino, se encabritó agitando en el aire las dos pezuñas delanteras mientras el vaho de su boca los envolvía a ambos.

Cuando el caballo se tranquilizó, el jinete se bajó el pañuelo que le cubría media cara.

–¿Puedo ayudarla? –dijo en un tono de pocos amigos.

Entonces vio sus ojos de color ámbar, uno de los rasgos distintivos de James Robert Bradley. Lo había encontrado. Se quedó embelesada. Una década atrás había estado enamorada de aquel hombre. Y ahora, allí estaba, hablando con el hombre más sexy según la revista People. De eso hacía trece años, pero aquellos ojos seguían siendo de ensueño. Contuvo las ganas de pedirle un autógrafo. Se sentía intimidada por aquel hombre.

Pero no iba a decírselo. La primera regla para negociar con actores era no demostrar debilidad, así que se armó de coraje.

–¿James Robert Bradley?

–Señorita, no quiero nada.

–Eso es porque no ha oído…

–Agradezco la oferta, pero ya puede irse –dijo e hizo que su montura girase en dirección a uno de los establos nuevos.

–¡Ni siquiera ha oído lo que tengo que decirle! –gritó corriendo tras él–. Su agente me dijo que…

Sus tacones la hicieron dar un traspié en aquel terreno irregular.

–Voy a despedirle por esto –dijo Bradley.

Fue lo último que escuchó de él antes de que desapareciera en el establo.

Thalia se detuvo. El viento soplaba con más fuerza en mitad del camino, pero no le parecía que seguir a Bradley hasta los establos fuera una buena idea. ¿Cómo iba a convencerlo para que hiciera la película si ni siquiera era capaz de conseguir que la escuchara? Y si no lograba convencerlo, ¿cómo iba a volver a la oficina y decírselo a su jefe sin perder el trabajo?

Oyó las pisadas de unas pezuñas detrás de ella y al girarse vio que el otro jinete se acercaba lentamente.

–¿Qué hay? –dijo el cowboy, llevándose la mano al sombrero a modo de saludo–. Ha dicho que no, ¿verdad?

Quizá fuera el frío o la idea de perder su empleo en menos de veinticuatro horas. Fuera lo que fuese, Thalia sintió un nudo en la garganta y contuvo las lágrimas. No había nada menos profesional que llorar por una negativa.

–Ni siquiera me ha escuchado.

–A mí me encantaría participar, señorita, suponiendo que haya algún casting de actrices.

¿Se estaba riendo de ella? Sacudió la cabeza. Tal vez estuviera bromeando.

–Gracias, pero estaba buscando…

–Sí, al ganador de un Óscar, lo sé. Me gustaría poder ayudarla, pero… tiene las ideas muy claras.

–Hoss –se oyó desde el interior del establo.

–El jefe me llama.

El cowboy llamado Hoss parecía sentir lástima por ella.

–¿Podría al menos dejarle mi tarjeta por si cambiase de opinión?

–Inténtelo, pero…

–¡Hoss!

Esta vez el grito fue más insistente. Hoss inclinó la cabeza y se dirigió al establo.

Bueno, había encontrado a Bradley y solo por ver aquellos ojos había merecido la pena el viaje. Si se metía en el coche y se iba, no tendría nada. Levinson la despediría y acabaría en la lista negra.

Necesitaba a Bradley de una manera que nada tenía que ver con sus ojos y sí con mantener su empleo.

La puerta del establo tras la que habían desaparecido los dos hombres se cerró.

Aquello era culpa suya, pensó. Era ella la que había convencido a Levinson de que incluso un ermitaño como Bradley no sería capaz de rechazar un papel único. Era ella la que había arriesgado su carrera por algo que parecía muy sencillo: conseguir que un hombre dijera que sí.

Se había equivocado y ahora tendría que pagar el precio. Volvió a la puerta principal con la cabeza bien alta.

La segunda regla de toda negociación era no dejar que el contrario supiera que había ganado. Le temblaban las manos, pero se las arregló para sacar una tarjeta del bolsillo del abrigo y la dejó en la puerta. Quizá había pillado a Bradley en un mal momento. Ahora sabía dónde vivía. Podía intentarlo una y otra vez hasta que la escuchara.

Le habría gustado poder entrar y calentarse las manos y los pies antes de ponerse a conducir, pero no parecía que fueran a invitarla. Al volver al Camry, vio los faros de otro vehículo acercándose por la carretera. Aquello podía suponer una oportunidad más, así que esbozó su sonrisa más amable y esperó.

Un cuatro por cuatro cubierto de barro se acercó con la ventanilla bajada. Antes de que se detuviera, una mujer de pelo cano sacó la cabeza.

–¿Qué está haciendo fuera?

–Esperaba hablar con el señor Bradley –dijo Thalia en tono amistoso.

La mujer miró hacia el establo. Cuando volvió a mirar a Thalia, parecía enfadada.

–¿Y la ha dejado aquí? Ese hombre… –dijo sacudiendo la cabeza, disgustada–. Pobrecilla, debe de estar helada. ¿Puede esperar a que aparque atrás y le abra la puerta o prefiere meterse en el coche?

En aquel momento, Thalia quería a aquella mujer más que a nadie en el mundo.

–Puedo esperar –dijo castañeteando.

Sin decir más, la mujer siguió conduciendo. Thalia zapateó para mantener la sangre circulando, pero solo le sirvió para sentir dolor en las piernas.

«Unos segundos más», se dijo.

Entonces, la puerta se abrió y la mujer la hizo pasar.

–Está congelada –dijo envolviendo a Thalia en lo que parecía una piel de oso, y la llevó al interior de la casa.

Thalia reparó en lo que la rodeaba antes de encontrarse en una butaca de cuero. Ante ella había una enorme chimenea que casi ocupaba toda la pared. Se frotó las manos, intentando entrar en calor.

–Por cierto, soy Minnie Caballo Rojo. Vamos a quitarle esas botas. Son bonitas, pero no son las más adecuadas para este invierno.

–Thalia Thorne –fue todo lo que pudo decir mientras la sangre empezaba a circularle por las extremidades.

Minnie tiró de las botas y Thalia ahogó un grito de dolor.

–Pobrecilla. Siéntese y entre en calor. Le prepararé un té.

Minnie se puso de pie y avivó el fuego. Las llamas crecieron.

–Muchas gracias.

Oyó a Minnie moviéndose detrás de ella. Thalia se las arregló para incorporarse y mirar a su alrededor. Estaba en el extremo de un gran salón. Detrás de ella había una mesa para seis. Al fondo había una cocina abierta, con armarios rústicos y mucho mármol. El resultado final parecía sacado de una revista de diseño, muy distinto al rancho en el que su abuelo había pasado toda su vida.

Minnie apareció con una tetera.

–¿De dónde es, Thalia?

–De Los Ángeles.

–Está muy lejos de casa, querida. ¿Cuánto tiempo ha estado viajando?

Thalia decidió que le gustaba Minnie. Hacía tiempo que nadie la llamaba querida.

–Mi vuelo salió de Los Ángeles a las tres y media de la madrugada.

–Dios mío, ¿ha hecho el viaje en un día? –dijo Minnie acercándose para darle una taza humeante–. Es un viaje largo. ¿Dónde va a pasar la noche?

–Eh… He reservado una habitación en Billings.

Minnie la miró con una mezcla de preocupación y lástima.

–¿Se da cuenta de que está a cinco horas y que ya está anocheciendo, verdad? Son muchas horas para conducir a oscuras.

Thalia no se había dado cuenta de lo lejos que Billings estaba del rancho. ¿Cómo iba a llegar tan lejos? El camino hasta allí ya se le había hecho demasiado largo y eso que lo había hecho por el día. Enfrentarse a aquel viento en medio de la oscuridad en carreteras desconocidas le resultaba una idea aterradora.

–Esto es lo que va a hacer –dijo Minnie dándole unas palmadas en el brazo después de que diera un sorbo al té–. Va a quedarse aquí hasta que se sienta mejor y luego va a cenar. Ha venido por Beaverhead, ¿verdad?

Thalia asintió.

–Lloyd alquila habitaciones. Es lo más parecido a un hotel que tenemos por aquí.

Thalia no tenía ni idea de a qué se refería Minnie, pero no le apetecía hablar. Dio otro sorbo al té, disfrutando del calor que se extendía desde la garganta hasta el estómago.

–Le diré que irá luego –continuó Minnie–. Está a solo cuarenta minutos.

Thalia volvió a asentir. Ahora que empezaba a recuperar la normalidad, parecía haberse quedado sin palabras.

Minnie sonrió con ternura.

–Tengo que preparar la cena, así que descanse –dijo, y dirigiéndose a la cocina, añadió–: ¡Desde Los Ángeles y en un día! Este hombre…

Thalia se acomodó en el asiento. Sabía que tenía que prepararse para la cena, pero su cabeza seguía aturdida.

Oyó que la puerta se abría. Se escucharon unas voces masculinas, una de ellas hablando del tiempo. La otra era la de Bradley.

–Minnie, ¿qué demonios…?

Probablemente iba a preguntar por qué seguía allí. La había echado de su propiedad y ahora estaba sentada en su casa. No parecía demasiado contento. Pensó si agradecerle a Minnie el té y marcharse, pero el olor del asado le hizo darse cuenta de que no había comido desde que se tomara un sándwich en el aeropuerto de Denver, hacía ya ocho horas.

–¡Ya!

Thalia no podía verlos, pero podía imaginarse a Minnie regañando a James Robert Bradley como si fuera un chiquillo.

–Chicos, id a lavaros. La cena estará enseguida.

–No quiero…

–He dicho que venga. ¡Silencio!

Thalia sonrió al imaginarse la escena que estaba escuchando.

De momento estaba a salvo. Minnie iba a darle de cenar y se aseguraría de que estuviera bien. Thalia se acomodó en su asiento y entornó los ojos viendo las llamas danzar ante ella. Necesitaba averiguar cómo convencer a Bradley de que la escuchara sin que la echara de la casa. Necesitaba un plan.

Pero primero, necesitaba descansar, aunque solo fuera un rato.

Capítulo Dos

J. R. era un adulto y, como tal, cuando no se salía con la suya, protestaba.

–Está es mi casa –dijo mientras subía la escalera.

–Claro que sí –convino Hoss siguiéndolo.

Hoss siempre se daba prisa en mostrarse de acuerdo cuando los hechos eran incontrovertibles.

–Aquí mando yo –añadió J. R., más para sí mismo que para su amigo.

–La mayoría de las veces así es –dijo Hoss y resopló.

J. R. le dirigió una mirada de odio.

–Siempre –dijo con rotundidad.

Estaba exagerando, pero lo cierto era que aquella mujer le había hecho saltar una alarma en la cabeza.

Llegaron a la segunda planta. La habitación de Hoss estaba al fondo, la de Minnie en medio frente a las dos habitaciones de invitados que siempre estaban vacías y la de J. R. al otro lado.

–No parece peligrosa.

–¿Tú qué sabrás? –replicó J. R.–. No se puede confiar en ella.

Sabía perfectamente lo peligrosa que podía ser la gente, especialmente las mujeres, de Hollywood.

Odiaba cuando Hoss lo miraba de aquella manera. En vez de quedarse allí a discutir sobre mujeres, J. R. dio media vuelta y se fue a su habitación.

Necesitaba una ducha caliente. Seguía teniendo la cara congelada después de haber estado cuidando del ganado. Cerró la puerta de su habitación y empezó a quitarse ropa. Primero el abrigo, luego los zahones, los vaqueros y el jersey, seguido de los calzoncillos largos y un par de camisetas. A pesar de estar tan abrigado, había pasado frío.

Y aquella mujer, la que estaba sentada en su butaca frente a la chimenea, se había presentado con tan solo una falda, unas medias y unas botas. ¿En qué estaba pensando para llevar tan poca ropa cuando estaban a bajo cero? La gente de Hollywood era corta de vista.

El agua caliente empezó a caer y J. R. inclinó la cabeza para que le corriera por los hombros. Sin quererlo, su cabeza volvió a aquellas botas y medias. Aquellas piernas… Sí, aquella mujer había subestimado la fuerza del viento en Montana. Probablemente había pensado que aquel ligero abrigo era suficiente para mantenerla caliente.

En el instante en que empezó a pensar qué llevaría bajo aquel abrigo, J. R. puso el freno. No era ningún adolescente para dejarse impresionar por una bonita cara y un atractivo cuerpo.Había ido a buscar a James Robert Bradley. Quería ese nombre, el nombre que él había enterrado allí once años atrás. A ella no le importaba.

A nadie le importaba, a excepción de Minnie y Hoss. Ellos eran sus amigos, su familia y sus empleados. Lo conocían bien y eso era suficiente para él.

Una vez entró en calor, cerró el agua y se secó con la toalla. Iba a despedir a Bernie. Debería haberlo hecho hace años, pero Bernie era el único lazo con su vida anterior. Le había conseguido algunos interesantes trabajos de doblaje y, hasta ahora, había mantenido en secreto su paradero.

¿Qué habría hecho aquella mujer para conseguir que le diera la dirección del rancho? Tenía que ser muy buena en lo suyo.

Se puso unos vaqueros limpios y dejó toda la ropa sucia en el cesto. Si no lo hacía, tendría que oír a Minnie que si los hombres esto, que si los hombres lo otro. Era mejor recogerlo él mismo. Además, aunque nunca se lo diría a Minnie, prefería las cosas ordenadas.

Fue a tomar una camisa y se detuvo. Estaba a punto de sacar su camisa favorita de franela, la que tenía el cuello desgastado de tanto ponérsela. Quizá debería ponerse alguna más nueva, cuidar su aspecto.

¿Iba en serio? ¿De veras estaba ante su armario, pensando en qué ponerse porque una mujer se había presentado inesperadamente en su casa?

Su mente enseguida le recordó que hacía dos años y siete meses desde el último intento fallido de mantener una relación.

No importaba. No era bienvenida allí y, después de la cena, se aseguraría de que se fuera de su casa y nunca volviera. Tomó su camisa favorita.

Decidido, se puso las zapatilla de casa y abrió la puerta. A punto estuvo de toparse con Minnie.

–¿Qué? –preguntó sorprendido.

–Escúchame, jovencito –dijo la mujer–. Sé amable y educado esta noche.

–¿Es culpa mía que no sepa cómo es aquí el invierno? –preguntó poniéndose a la defensiva.