No duermas más - P. D. James - E-Book

No duermas más E-Book

P. D. James

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Beschreibung

Por primera vez en castellano, seis relatos maestros de la última gran dama del crimen. «Sus protagonistas creen en la inteligencia casi tanto como en la bondad. Y en el fondo, ese es el poso de la taza de té que puede servirnos un domingo de lluvia P. D. James».Carlos Zanón, El País «Una P. D. James en la plenitud de su arte que desafía con regocijo y astucia todas las expectativas».The Guardian «No duermas más», las palabras que aterrorizaron a Macbeth bien podrían aplicarse también a los personajes de las seis historias aquí recogidas: profesores autoritarios que reciben su merecido, matrimonios infelices e infancias desgraciadas que encuentran su revancha, el nuevo dueño de una mansión asesinado en la madrugada del día de Navidad, un octogenario que planea un exquisito castigo desde su residencia de ancianos... La venganza —ese oscuro móvil— es el auténtico motor de cada una de estas tramas, en las que las penitencias impuestas a los culpables parecen estar dictadas más por las fuerzas invisibles de la justicia natural que por las de la ley humana. P. D. James logró dotar a los clásicos de la edad de oro de la ficción detectivesca con una mayor hondura psicológica y moral, brindándoles así una segunda época de esplendor. En estos relatos maestros —siempre entre el homenaje y la ironía—, demuestra una vez más por qué está considerada unánimemente como la última gran dama del crimen.

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Edición en formato digital: febrero de 2020

 

Título original: Sleep No More. Six Murderous Tales

En cubierta: fotografía de Giovanni Guarino Photo / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

«The Yo-Yo», written in 1996; revised as «Hearing Ghote» in The Verdict of Us All, ed. Peter Lovesey, © P. D. James, 2006

«The Victim», first published in Winter’s Crimes 5, ed. Virginia Whitaker, © P. D. James, 1973

«The Murder of Santa Claus», first published in Great Detectives, ed. D. W. McCullough, © P. D. James, 1984

«The Girl Who Loved Graveyards», first published in Winter’s Crimes 15, ed. George Hardinge, © P. D. James, 1983

«A Very Desirable Residence», first published in Winter’s Crimes 8, ed. Hilary Watson, © P. D. James, 1976

«Mr. Millcroft’s Birthday», first published as «The Man Who Was 80» in The Man Who, © P. D. James, 1992; revised as «Mr. Maybrick’s Birthday», c. 2005

© The Estate of P. D. James 2017

© De la traducción, Raquel García Rojas

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-10-7

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

El yoyó

 

La víctima

 

El asesinato de Papá Noel

 

La niña que adoraba los cementerios

 

Una residencia muy deseable

 

El cumpleaños del señor Millcroft

El yoyó

Encontré el yoyó la víspera de Nochebuena, de esa forma en la que uno se topa con reliquias del pasado largo tiempo olvidadas, mientras ordenaba algunos de los papeles aún sin examinar que perturban mis años de vejez. Ese día cumplía setenta y tres años y supongo que me asaltó un arrebato de memento mori. La mayor parte de mis asuntos llevaban años arreglados, pero siempre queda un embrollo en algún sitio. El mío estaba en seis viejas cajas archivadoras guardadas en el estante superior del armario de una habitación de invitados que apenas usaba, cajas por lo general apartadas de mi vista y de mi memoria. Pero entonces, sin ninguna razón en particular, irrumpieron en mi pensamiento con una irritante perseverancia. Tenía que revisar su contenido y bien clasificar o destruir los documentos. Henry y Margaret, mi hijo y mi nuera, esperarían que, como el más meticuloso de los padres, les hubiera ahorrado hasta esa mínima molestia en el momento de mi muerte. No tenía nada más que hacer. Estaba esperando, con la maleta preparada, a que Margaret viniese a recogerme con el coche para una Navidad en familia que habría preferido mil veces pasar solo en mi piso de Temple. A recogerme. Eso pueden hacernos sentir, con tanta facilidad, a los setenta y tres; un objeto, no exactamente preciado pero acaso quebradizo, que hay que coger con cuidado, custodiar y luego devolver a su sitio con el mismo celo. Estaba listo demasiado pronto, como siempre. Quedaban casi dos horas por delante hasta que llegara el coche. Tiempo para ordenar las cajas.

Los archivadores, llenos a reventar y uno de ellos con la tapa rota colgando, estaban atados con una fina cuerda. Al deshacer el nudo y abrir la primera caja, me llegó un nostálgico olor, medio olvidado, a papeles viejos. Llevé la caja hasta la cama, me puse cómodo y empecé a hojear una miscelánea de documentos de mis días en la escuela preparatoria: viejos boletines de notas —algunas observaciones con la tinta amarillenta, y otras tan nítidas como si las hubiesen escrito el día anterior—, cartas de mis padres aún en sus precarios sobres, cuyos sellos extranjeros había arrancado para regalárselos a compañeros de colegio que los coleccionaban, uno o dos cuadernos de ejercicios con trabajos muy bien calificados que probablemente había guardado para enseñárselos a mis padres en su siguiente permiso. Al levantar uno de estos últimos, descubrí el yoyó. Era justo como lo recordaba: de un rojo vivo, brillante, agradable al tacto y muy bonito. La cuerda estaba enrollada con esmero y solo se veía el lazo del extremo para el dedo. Cerré la mano sobre la suave madera. El yoyó encajaba con precisión en mi palma. Estaba frío, incluso para mí, que rara vez tengo ya las manos calientes. Y, con esa sensación, me inundaron los recuerdos. La expresión está trillada pero es certera; llegaron como una marea creciente y me arrastraron de vuelta a aquel mismo día de hacía sesenta años, el 23 de diciembre de 1936, el día del asesinato.

Yo estaba en la escuela preparatoria de Surrey y, como de costumbre, iba a pasar la Navidad con mi abuela viuda en su casa de campo de West Dorset. El viaje en tren era tedioso, requería hacer dos trasbordos y en el pueblo no había estación, de modo que ella solía enviar su propio coche a buscarme. Pero aquel año fue distinto. El director me llamó a su despacho para explicármelo.

—Esta mañana he recibido una llamada telefónica de su abuela, Charlcourt. Al parecer, su chófer está indispuesto y no podrá venir a por usted. Lo he arreglado para que Carter le lleve hasta Dorset en mi automóvil. Lo necesito hasta después del almuerzo, no obstante, así que llegarán más tarde de lo habitual. Lady Charlcourt ha sido tan amable que le ha ofrecido una cama para pasar la noche. Además, el señor Michaelmass le acompañará. Lady Charlcourt lo ha invitado a pasar la Navidad con ustedes, pero sin duda ya le habrá escrito al respecto.

No lo había hecho, pero no se lo dije. A mi abuela no le gustaban mucho los niños y a mí me toleraba más por el vínculo familiar —después de todo, yo era, al igual que su único hijo, el heredero necesario— que por cariño. Cada Navidad hacía lo que podía, disciplinada, para procurar mantenerme más o menos entretenido y a salvo. Siempre tenía una cantidad suficiente de juguetes apropiados para mi sexo y edad, que compraba su chófer según las sugerencias que mi madre le indicaba por carta, pero no había risas ni otros niños que me hiciesen compañía, ni adornos navideños ni afecto. Sospechaba que mi abuela habría preferido, con mucho, pasar la Navidad sola antes que con un muchacho aburrido, inquieto y descontento. No la culpo. Cuando he llegado a su edad, me siento exactamente igual.

Sin embargo, mientras cerraba la puerta del despacho del director, el resentimiento y la indignación me oprimían el pecho. ¿Es que ella no sabía nada de mí ni sobre el colegio? ¿No se daba cuenta de que las vacaciones ya iban a ser bastante aburridas sin la mirada inquisidora y la afilada lengua de Amenaza Mike? Era, de lejos, el maestro más impopular de la escuela: pedante, hiperestricto y dado a ese cáustico sarcasmo que a los jóvenes les resulta más difícil de soportar que los insultos proferidos a gritos. Ahora sé que era un profesor brillante. A él le debía, en gran parte, mi beca en la preparatoria. Tal vez fuese esa circunstancia y el hecho de que Amenaza Mike había estudiado con mi padre en Balliol lo que motivó la invitación de mi abuela. Puede incluso que mi padre le hubiese escrito para sugerírselo. Me sorprendía menos que el señor Michaelmass hubiera aceptado. Las comodidades y la excelente comida de una casa de buena posición serían un cambio mejor recibido que la residencia espartana y la cocina institucional del colegio.

El viaje fue tan aburrido como esperaba. Cuando el viejo Hastings iba al volante, me dejaba sentarme en el asiento delantero, junto a él, y me entretenía con historias sobre la infancia de mi padre, pero ahora yo estaba atrapado en la parte de atrás con un mudo señor Michaelmass. La mampara de cristal que nos separaba del conductor iba cerrada, y lo único que podía ver era la parte de atrás de la rígida gorra de su uniforme, que el director siempre insistía en que Carter se pusiera cuando hacía las veces de chófer, y sus manos enguantadas sobre el volante.

Carter en realidad no era chófer, pero tenía que llevar en coche al director cuando el prestigio exigía esa añadidura a su estatus. El resto del tiempo, era en parte jardinero y en parte hombre para todo. Su mujer, frágil y de rostro amable, que parecía casi una niña, era enfermera en una de las tres residencias del colegio. Su hijo, Timmy, era alumno de la escuela. No fue hasta más tarde cuando comprendí del todo ese curioso acuerdo. Carter era, según oí por casualidad decir al padre de un compañero, «un hombre de clase muy superior». Nunca supe qué desgracia personal lo había llevado a aceptar aquel trabajo. Al director le salían baratos los servicios de Carter y de su mujer porque les ofrecía alojamiento y educación gratuita para su hijo. Probablemente les pagaría una miseria. Si para Carter aquello suponía un agravio, nosotros, los estudiantes, no lo sabíamos. Nos acostumbramos a verlo por los jardines, alto, pálido, de cabello oscuro y, cuando no estaba ocupado, siempre jugando con el yoyó rojo. Era un juguete muy popular en los años treinta, y Carter era un experto en los espectaculares lanzamientos que los demás practicábamos con nuestros propios yoyós, pero que nunca conseguíamos hacer.

Timmy era un niño demasiado pequeño para su edad, enfermizo y nervioso. Siempre se sentaba al final de la clase, solo e ignorado. Uno de los chicos, un esnob más atroz que el resto de nosotros, decía: «No entiendo por qué tiene que estar en nuestra clase ese arrastrado de Timmy. Mi padre no paga una matrícula para esto». Pero a los demás nos daba igual que estuviese o no y, en la clase de Amenaza Mike, Timmy era una baza positiva porque alejaba del resto el terror de aquella lengua afilada y sarcástica. No creo que en el caso del señor Michaelmass la crueldad tuviera nada que ver con el esnobismo o que se considerase cruel siquiera. Simplemente era incapaz de tolerar el desperdicio de sus habilidades para la enseñanza con un muchacho nada receptivo y falto de inteligencia.

Sin embargo, nada de eso me ocupaba la mente durante el viaje. Sentado bien lejos del señor Michaelmass, en un rincón del coche, estaba absorto en mi rencor y mi desesperación. Mi acompañante prefería viajar a oscuras además de en silencio y no llevábamos ninguna luz encendida. Yo tenía un libro y una linternita y le pregunté si le molestaba que leyera. Me contestó: «Por supuesto, lee, muchacho» y volvió a hundirse en el cuello de su grueso abrigo de tweed.

Saqué mi ejemplar de La isla del tesoro e intenté concentrarme en el oscilante haz de luz. Pasaron las horas. Fuimos cruzando pueblos y aldeas y era un alivio para el aburrimiento mirar por la ventanilla y ver las calles iluminadas, los llamativos escaparates decorados de las tiendas y el afanoso torrente de compradores de última hora. En uno de los pueblos, un grupito de gente que cantaba villancicos con el acompañamiento de una banda de viento hacía tintinear sus latas para el aguinaldo. El sonido parecía seguirnos mientras dejábamos la luz atrás. Era como viajar a través de una oscura eternidad. Yo conocía la ruta, claro, pero Hastings solía recogerme el 23 de diciembre por la mañana y hacíamos la mayor parte del camino de día. Ahora, sentado junto a esa silenciosa figura en la penumbra del coche y con las tinieblas echándose por la ventanilla como una pesada manta, el viaje parecía interminable. En un momento dado, noté que empezábamos a ascender y pronto pude oír el distante y rítmico latido del mar. Debíamos de estar en la carretera de la costa. Ya no quedaba mucho. Iluminé la esfera de mi reloj de pulsera con la linterna. Las cinco y media. Llegaríamos a casa de mi abuela en menos de una hora.

Entonces, Carter redujo la velocidad y nos sacó con un ligero tumbo al borde del camino. El coche se detuvo. Abrió la mampara y dijo: «Lo siento, señor. Tengo que salir. Una llamada de la naturaleza».

El eufemismo me dio ganas de reír como un tonto. El señor Michaelmass vaciló un instante y luego dijo: «En ese caso, será mejor que salgamos todos».

Carter rodeó el coche y, muy minucioso, nos abrió la puerta. Salimos al accidentado margen de la carretera, a la negra oscuridad y a los remolinos de nieve. El mar ya no era un murmullo de fondo, sino un estruendoso rugido. Al principio solo fui consciente de los copos de nieve sobre mis mejillas, las dos oscuras figuras que estaban a mi lado, la absoluta negrura de la noche y el intenso olor salobre del mar. Luego, conforme los ojos se me acostumbraban a la oscuridad, vi la forma de una gran roca a mi izquierda.

—Ve detrás de ese peñasco, chico. No tardes mucho. Y no te alejes.

Me acerqué al risco, pero no me metí detrás, y las dos figuras desaparecieron de mi vista, el señor Michaelmass andando hacia el frente y Carter a la derecha. Un minuto después, al dar la espalda a la pared rocosa, ya no veía nada, ni el coche ni a ninguno de mis acompañantes. Sería mejor esperar hasta que alguno de los dos reapareciese. Hundí la mano en el bolsillo y, casi sin pensar, saqué la linterna y la encendí apuntando hacia el cabo. El haz de luz era angosto pero potente. Y, justo en ese momento, vi el asesinato.

El señor Michaelmass estaba de pie, muy quieto, a unos treinta metros de distancia, una oscura silueta recortada contra el cielo, más claro. Carter debía de haberse movido con mucho sigilo sobre la fina alfombra de nieve hasta situarse tras él. Entonces, en ese segundo en el que las negras figuras fueron sorprendidas por el rayo de luz, vi que Carter se abalanzaba bruscamente hacia delante, con los brazos extendidos, y me pareció sentir en la parte baja de la espalda la fuerza de aquel fatídico empujón. Sin hacer un solo ruido, el señor Michaelmass desapareció. Donde antes había dos sombras indefinidas, ahora solo quedaba una.

Carter sabía que yo lo había visto, ¿cómo no iba a saberlo? El rayo de luz había llegado demasiado tarde para impedir que él lo hiciera, pero entonces se dio la vuelta y la luz le iluminó por completo el rostro. Estábamos solos en aquel promontorio. Curiosamente, no tuve ningún miedo. Supongo que lo que sentía era sorpresa. Avanzamos el uno hacia el otro casi como dos autómatas. Al hablar, advertí un deje de simple asombro en mi voz.

—Lo has empujado. Lo has asesinado.

—Lo he hecho por el chico —repuso él—. Que Dios me ayude, lo he hecho por Timmy. Era él o mi hijo.

Me quedé mirándolo en silencio un momento, consciente de nuevo del suave tacto líquido de la nieve derritiéndose por mis mejillas. Iluminé el suelo con la linterna y vi que los dos rastros de pisadas no eran ya más que tenues borrones sobre la nieve. Pronto quedarían ocultos bajo aquel manto blanco. Luego, aún sin hablar, me di la vuelta y caminamos juntos hacia el coche, casi en amistosa compañía, como si no hubiera pasado nada, como si esa tercera persona fuese caminando a nuestro lado. Tengo el recuerdo, pero quizá me equivoque, de que en algún momento Carter pareció tropezar y yo lo agarré del brazo para sujetarlo. Cuando llegamos al coche, su voz sonaba apagada y sin esperanza.

—¿Qué va a hacer?

—Nada. ¿Qué se puede hacer? Ha resbalado y se ha caído por el precipicio. Nosotros no estábamos ahí. No lo hemos visto, ninguno de los dos. Tú has estado conmigo en todo momento. Estábamos los dos junto a esa roca. No te has apartado de mí ni un segundo.

Al principio no dijo nada y, cuando al fin lo hizo, tuve que aguzar el oído para entenderlo.

—Lo tenía planeado, que Dios me ayude. Lo tenía planeado, pero ha sido el destino. Si tenía que pasar, pasaría.

Aquellas palabras no significaron mucho para mí entonces, pero más tarde, con la edad, creo que entendí lo que dijo. Era una forma, tal vez la única, de liberarse de la responsabilidad. Aquel empujón no había sido un impulso repentino e incontenible. Lo había planeado, había elegido el lugar y el momento. Sabía exactamente lo que iba a hacer. Pero había muchas cosas que no estaban en su mano. No podía estar seguro de que el señor Michaelmass fuese a querer bajarse del coche ni de que se pondría tan cerca del borde del acantilado. No podía estar seguro de que la oscuridad fuese a ser tan absoluta ni de que yo me fuese a quedar lo bastante lejos. Y un elemento había jugado en su contra: no sabía nada de mi linterna. Si hubiera fallado en aquella ocasión, ¿habría vuelto a intentarlo? Quién sabe. Es una de las muchas preguntas que nunca le hice.

Me abrió la puerta de atrás, irguiéndose de pronto, un respetuoso chófer haciendo su trabajo. Cuando entré, me di la vuelta y le dije: «Tenemos que parar en la primera comisaría que veamos y contar lo que ha pasado. Deja que hable yo. Y será mejor que digamos que fue el señor Michaelmass, y no tú, el que quiso que parases el coche».

Ahora pienso en mi pueril arrogancia con cierta repulsa. Aquellas palabras tenían el tono de una orden. Si le molestó, no dio señal alguna de ello. Y dejó que hablara yo, limitándose a confirmar en silencio mi historia. La conté por primera vez en la comisaría del pequeño pueblo de Dorset al que llegamos quince minutos después. La memoria siempre es inconexa, episódica. Un impulso de la mente aprieta un botón y, como una diapositiva en color, el cuadro se proyecta de pronto sobre la pantalla, vívido, inmóvil, un instante resplandeciente fijado en el tiempo entre largos periodos de oscuro vacío. De la comisaría, recuerdo una lámpara alta y los copos de nieve arremolinándose fuera, en la oscuridad, hasta acabar chocando como polillas contra el cristal; una gran chimenea de carbón en un pequeño despacho que olía a cera para muebles y café; un oficial, enorme, imperturbable, tomando nota de los detalles; y las gruesas capas impermeables de los policías cuando salían a grandes zancadas para empezar la búsqueda. Llevaba pensado exactamente lo que iba a decir.

—El señor Michaelmass le ha dicho a Carter que parase el coche y hemos salido. Ha dicho que era una llamada de la naturaleza. Carter y yo hemos ido a la izquierda, junto a un peñasco, y el señor Michaelmass ha seguido de frente. Estaba tan oscuro que ya no hemos vuelto a verlo. Lo hemos esperado, supongo que durante unos cinco minutos, pero no ha aparecido. Entonces he sacado mi linterna y hemos ido a buscarlo. Hemos visto huellas hacia el borde del precipicio, pero ya estaban casi borradas. Hemos seguido dando vueltas y llamándolo, pero no aparecía y entonces nos hemos imaginado lo que ha pasado.

—¿No han oído nada?

Estuve tentado de decir: «Bueno, creo que he oído un grito agudo, pero he supuesto que sería un pájaro», pero resistí la tentación. ¿Podía haber gaviotas volando en aquella oscuridad? Mejor contar una historia sencilla y ceñirse a ella. He encerrado a muchos hombres de por vida por haber ignorado esa simple regla.

El oficial dijo que organizaría una partida de búsqueda, pero que había pocas posibilidades de encontrar algún rastro del señor Michaelmass aquella noche. Tendrían que esperar a que amaneciese.

—Y, si cayó por donde me imagino —añadió—, puede que tardemos semanas en recuperar el cuerpo.

Anotó la dirección de mi abuela y del colegio y nos dejó marchar.

No tengo un recuerdo claro de nuestra llegada a la casa, quizá porque dicho recuerdo quedó eclipsado por lo que ocurrió a la mañana siguiente. Carter, por supuesto, desayunó con los criados mientras yo estaba en el comedor con mi abuela. Aún no habíamos terminado de comernos las tostadas con mermelada cuando la doncella anunció que el jefe de policía, el coronel Neville, estaba allí. Mi abuela pidió que lo acompañaran a la biblioteca y ella salió del comedor de inmediato. Menos de quince minutos después, requirieron mi presencia.

Ahí mi memoria se hace más nítida y clara; recuerdo cada palabra como si fuera ayer. Mi abuela estaba sentada en un sillón de cuero con el respaldo alto, delante de la chimenea. Acababan de encenderla y me pareció que la habitación estaba helada. La leña seguía crepitando y el carbón aún no había prendido. Había un gran escritorio en medio de la habitación, donde mi abuelo solía trabajar, y el jefe de policía estaba sentado detrás. Delante, de pie, estaba Carter, tieso como un soldado en presencia del oficial al mando. Y sobre el escritorio, puesto justo delante del coronel, estaba el yoyó rojo.

Carter se giró brevemente cuando entré y me miró una sola vez. Nuestros ojos se encontraron durante apenas tres segundos antes de que volviera a darse la vuelta, pero vi en su mirada (¿cómo no verla?) esa frenética mezcla de miedo y súplica. La he visto muchas veces desde entonces en los prisioneros que esperan desde el banco de los acusados a que dicte sentencia, y nunca he sido capaz de mantenerla con ecuanimidad. Carter no tenía por qué preocuparse; me había relamido demasiado con el poder que me dio aquella primera decisión, con la embriagadora satisfacción de tener el control, para pensar en traicionarlo ni entonces ni nunca. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿No era ya su cómplice?

El coronel Neville tenía una expresión pétrea.

—Quiero que escuches mis preguntas con atención y que me digas toda la verdad.

—Los Charlcourt no mienten —dijo mi abuela.

—Claro claro. —El coronel no apartaba la vista de mí—. ¿Reconoces este yoyó?

—Me parece que sí, señor, si es el que yo creo.

Entonces intervino mi abuela.

—Lo han encontrado al borde del precipicio por el que cayó el señor Michaelmass. Carter dice que no es suyo. ¿Es tuyo?

No debería haber hablado, por supuesto. Y en ese momento me pregunté por qué el jefe de policía le permitió estar presente durante la entrevista. Luego me di cuenta de que no había tenido otra opción. Ni siquiera en aquellos tiempos, en que la gente estaba menos preocupada por la infancia, un menor podía ser interrogado sin la presencia de un adulto responsable. El ceño reprobatorio del coronel por aquella intromisión fue tan fugaz que casi lo paso por alto. Pero no fue así. Estaba alerta, admirablemente alerta ante cada matiz, cada gesto.

—Carter dice la verdad, señor —le dije—. No es suyo. Es mío. Me lo dio antes de empezar el viaje. Mientras esperábamos al señor Michaelmass.

—¿Te lo dio? ¿Y por qué iba a hacer algo así?

La voz de mi abuela era cortante. Me giré hacia ella.

—Dijo que era porque había sido amable con Timmy. Timmy es su hijo. Los otros chicos se meten mucho con él.

La voz del coronel había cambiado de tono.

—¿Llevabas este yoyó encima cuando el señor Michaelmass cayó al vacío?

Lo miré directamente a los ojos.

—No, señor. El señor Michaelmass me lo confiscó durante el viaje. Me vio jugando con él y me preguntó de dónde lo había sacado. Se lo dije y me lo quitó. Me dijo: «Hagan lo que hagan los demás chicos, un Charlcourt debería saber que los alumnos no aceptan regalos de un criado».

De manera inconsciente, había imitado el tono seco y sarcástico del señor Michaelmass, y aquellas palabras brotaron con absoluta y convincente verosimilitud. Pero es probable que me hubieran creído de todas formas. ¿Por qué no? Un Charlcourt no miente.

—¿Y qué hizo el señor Michaelmass con el yoyó cuando te lo confiscó? —me preguntó el coronel.

—Se lo guardó en el bolsillo del abrigo, señor.

El jefe de policía se reclinó en su asiento y miró a mi abuela.

—Bien, está bastante claro. Es obvio lo que ocurrió. Cuando fue a recomponerse la ropa...