No es como te han dicho - Yolanda Alonso - E-Book

No es como te han dicho E-Book

Yolanda Alonso

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Beschreibung

¿Está seguro de que la adolescencia es una edad difícil? ¿Hay que poner límites a los niños para educarlos bien? ¿La esquizofrenia y el alcoholismo son enfermedades? Tenemos muchas ideas preconcebidas acerca de estos y muchos otros temas que, en no pocas ocasiones, nos llevan a actuar de forma contraproducente, avivando nuestro propio sufrimiento y el de los demás. El problema de base es el siguiente: no todo es como nos lo han dicho. Los autores de esta obra plantean una perspectiva diferente, basada en la psicología de las relaciones. Esta es, aún hoy, una gran desconocida, pero es clave para comprender nuestros problemas. El apego, el cuidado y los vínculos afectivos son esenciales para la supervivencia y el desarrollo del ser humano, que no podría sobrevivir sin los demás. El libro procura desmantelar tópicos e ideas ineficaces sobre la salud mental, y ofrece alternativas chocantes pero útiles, que presenta acompañadas de ejemplos para facilitar la comprensión por parte del lector.

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YOLANDA ALONSO, ESTEBAN EZAMA y YOLANDA FONTANIL

NO ES COMO TE HAN DICHO

GUÍA DE SALUD MENTAL BASADA EN LOS VÍNCULOS

Herder

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2020, Yolanda Alonso, Esteban Ezama y Yolanda Fontanil

© 2021, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4636-8

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

INTRODUCCIÓN
1. UBUNTU
• Las lógicas del sufrimiento y de la curación
Los deseos inconscientes y la psicología del desconocido que llevamos dentro
Estímulos y respuestas. La psicología del Él
El sentido de la vida y la psicología del Yo
Las relaciones y la psicología del nosotros
• El sufrimiento y las enfermedades
Razones y causas
Genes, gérmenes y moléculas
• La alternativa de las disfunciones
Tareas vitales, objetivos y estrategias
Explorar experiencias
Fracasos e interferencias
Hipótesis sistémicas
• Sistemas de seres humanos
Necesidades
Las consecuencias contra-intuitivas
Cuando la solución y la explicación son el problema
Cambios de segundo orden
Pequeños cambios, tiempos largos
2. LOS VÍNCULOS AFECTIVOS
• Tipos de relaciones
• El bienestar infantil
Necesidades primarias
La búsqueda de proximidad y de (con)tacto
La búsqueda de seguridad
• Las personas que cuidan
Los estilos de apego
El apego temeroso
El apego define las relaciones
• Las primeras funciones de la figura de apego
Estimular
Organizar la experiencia
Regular las emociones
• El amor que creemos merecer
Mapas mentales
Los conceptos de uno mismo y de los demás
Cambiar los mapas
• Para qué sirve tener una figura de apego
Cuénteselo
• Vínculos rotos, vínculos difíciles
El niño que todos llevamos dentro
3. LLEGAR AL MUNDO
• La familia
• La coevolución de las familias
Compromisos familiares
Permanencia y cambio
• Seres humanos en construcción
• Políticas de crianza
• Doma infantil
• El pequeño Albert
• Fortalecimiento infantil
• La paradoja de la independencia
• Capacidades infantiles
• Maltratos y violaciones
• Autoestima infantil
• Póngase en su lugar
Engaños y mentiras
Empatía
• Buenos tratos
4. APRENDER
• Aprendices y maestros
• Explorar
• Capacidades cognitivas
• El maestro
• Aprendizaje optimizado
• Aprendizajes artificiosos
• Andamios
• Valorar al aprendiz
• Pigmalión
• No es aprender y enseñar, es «aprendenseñar»
• Adultos exploradores
5. EMANCIPARSE
• ¿Qué es la adolescencia?
• Las tareas de la adolescencia
• Incipiente libertad
• Incipiente juicio
Las etapas del desarrollo moral
Moral adolescente
• Incipiente intimidad
• Responsabilidad compartida
• Cambios e interferencias
• Emancipación difícil
Cómo conseguir que no se vayan
• Cuidar al cuidador
• Póngase de su parte
Familias resilientes
• Debajo del caparazón
6. PAREJAS
• Juntarse y separarse
Amor, sexo y vínculo
¿Es ciego el amor?
Manual para principiantes
Tareas de la fase de formación de la pareja
• Apego adulto
Reciprocidad
Estilos y estrategias de apego adulto
Preferencias
Inercias y prejuicios
Jugársela
• Conflictos, agravios y reparaciones
Control
Apego desesperado
Reparar malentendidos
Elogios y miramientos
Hacer trueques
Competir por alguien
Infidelidad
• Ruptura
Predictores del divorcio
EPÍLOGO
• El «nosotros» que hay en mí
Información adicional

Introducción

Este libro tiene como finalidad hacer más comprensible y llevadero todo lo que nos pasa en nuestra vida. Es fruto de la necesidad que teníamos sus autoras de compartir lo que sabemos. Somos psicoterapeutas y también académicas e investigadoras, doctoras en psicología. Pero no son los conocimientos teóricos ni abstractos los que queremos transmitir, sino los prácticos: explicaciones y ejemplos reconocibles y aplicables en el día a día La psicología puede y debe ser un instrumento útil para cualquiera porque lo que estudia no se limita al cerebro o al comportamiento, sino que se trata de lo que hacemos, pensamos y sentimos en la vida cotidiana.

Lo deseable es que los conocimientos que adquirimos pasen a formar parte de nuestra visión del mundo, que se integren en el tejido de ideas y actitudes que llamamos «nuestra forma de pensar» y que se reflejan en nuestras opiniones, decisiones y actos. Los nuevos conocimientos sobre técnicas culinarias, por ejemplo, no quedan sueltos por la mente, sino que se entrelazan con lo que ya sabíamos, quizá sustituyendo conocimientos anteriores y mejorando nuestra comprensión de lo que ocurre en la cocina —en toda la cocina, no solo dentro de las cacerolas, sino incluso en el entorno más amplio: el mercado que nos abastece o las personas que después van a comer el guiso—. No se puede entender la catedral observando primero una piedra y luego la siguiente piedra, como tampoco se puede entender la vichyssoise mirando cómo el puerro burbujea en la olla y estudiando, por otro lado, la mecánica de la batidora. Los conocimientos se integran en paquetes organizados que deben servir para abordar la tarea de cocinar un menú. La compleja tarea que tenemos las personas desde el punto de vista de la psicología es afrontar la vida cada día.

Los conocimientos provechosos nos permiten hacer cosas que llevan a «cocinar» mejor o a vivir mejor, pero no es un libro de recetas. No puede haber libros de recetas en psicología clínica porque hay muy pocas instrucciones que sean válidas en cualquier situación. La vida tiene demasiadas excepciones y matices casi infinitos. Incluso una recomendación como «no se tome esos psicofármacos que le han recetado», de la que estamos tan convencidos, contaría con una importante cantidad de excepciones y sería necesario valorarla largo y tendido. En psicología los recetarios no tienen mucho sentido. De ahí que las presentes páginas no conformen un libro de recetas, pero sí una guía para llegar a saber cómo actuar y cómo evitar actuaciones contraproducentes. Muchas veces lo que hacemos, aun con la mejor intención, aviva el sufrimiento propio y ajeno. Y, no pocas veces, ese problema tiene su origen en que las cosas no son como nos han dicho.

¿Está seguro de que la adolescencia es una edad difícil? ¿De que el alcoholismo es una enfermedad como cualquier otra? ¿De que si atiende al bebé cuando llora se acostumbrará y llorará siempre? Tenemos muchas ideas preconcebidas sobre las cosas que nos ocurren. Necesitamos esas ideas porque son las herramientas que nos permiten predecir y planear. Reflexionamos continuamente sobre los acontecimientos de cada día y también sobre esos que nos ocurren unas pocas veces en la vida: enamorarse, sufrir la pérdida de alguien muy querido o dar a luz un bebé. Lo necesitamos para dar sentido y explicación a lo que hacemos y a lo que hacen los demás. Así, las primeras explicaciones en las que caemos son las preofrecidas por nuestra cultura, las que están a mano. Entre ellas elegimos en primer lugar las que hemos visto en casa, las que imperaban en el colegio al que fuimos o las que ofrecen los medios de comunicación que seguimos. Algunas nos gustan más que otras, aunque el abanico suele ser estrecho. Y el problema es que muchas recomendaciones que se derivan de las explicaciones ofrecidas pueden resultar contraproducentes y peligrosas.

Una recomendación desacertada será más peligrosa si nos parece de sentido común, ya que es muy difícil de rechazar porque forma parte de lo que padres, profesoras, compañeras y demás personas relevantes nos dicen y nos proponen: decirle a alguien que tiene que dejar de pensar en lo que le angustia o señalarle a la gente lo que ha hecho mal o castigar a la niña mandándola a la cama sin cenar. A veces esas recomendaciones indiscutibles provienen de ideas que servían para que la vida fuera de una manera que ahora ya no deseamos. Se trata de tradiciones de las que al mismo tiempo somos cómplices y víctimas incautas. Un excelente ejemplo es la división de la humanidad en hombres y mujeres, así como la recomendación de que cada cual asuma las funciones de su sexo. Esto sostiene la idea de que en una relación entre un hombre y una mujer habrá, inevitablemente, una incomprensión mutua y segundas intenciones que no se darán en una relación entre dos hombres o entre dos mujeres. También es muy habitual comparar a los hermanos para que compitan y así se esfuercen más. Los entrenadores de fútbol la suelen usar, si bien el destrozo causado se soluciona despidiendo al entrenador o exportando a varios jugadores. En las familias el daño suele ser más difícil de reparar. No hay competición sin perdedores, y hay competiciones en las que perder una vez hace más fácil perder la siguiente. Las ideas sexistas o la confrontación por comparación —dos ejemplos de tradición— suelen causar dolorosas tragedias.

Las explicaciones y estrategias de cambio que proponemos en este libro no se ajustan a los parámetros habituales y esperamos convencerle de que las cosas se pueden hacer de esta otra manera. Una que abre canales de solución y de mejora de los problemas, que no señala, no personaliza ni declara patológicas las conductas de nadie, y que considera las relaciones como la unidad básica del estudio del ser humano. Este modo de entender lo que hacemos y lo que experimentamos se basa en teorías y modelos que se desarrollan desde la década de los cincuenta del pasado siglo, pero que han gozado de poca difusión. Se trata de la psicología del nosotros, que es diferente a otras psicologías más conocidas. Cuando observamos la vida de las personas observamos eso, personas, en plural. Los humanos somos una especie gregaria cuyos individuos no pueden sobrevivir sin los demás. Partiendo de esto, cualquier análisis de las experiencias de la gente, de su conducta, de sus anhelos y de sus fracasos debe incluir el análisis de sus relaciones. Los ladrillos que nos componen y que determinan quiénes somos provienen de quiénes somos para los demás.

Más allá de los postulados académicos y de la literatura científica que nos respalda, las ideas plasmadas en estas páginas provienen de la experiencia de las personas con las que hemos trabajado en las salas de consulta, buscando y encontrando soluciones para problemas dolorosos y amargos, y, por supuesto, de nuestra experiencia personal. Todos hemos tenido infancia, padres y madres, amigos que nos han reconfortado en la adversidad y otros que nos han fallado. Todos hemos sufrido ansiedad, insomnio, acoso o pérdidas. Es una de las cosas que diferencia a la psicología de otras profesiones: solo con vivir ya estás trabajando.

Este libro intenta ser también una aportación al desmantelamiento del concepto de «enfermedad mental». En la línea que mantenemos como profesionales de la psicología, la enfermedad mental no existe. Lo que les ocurre a las personas, por muy mal que les vaya, no son enfermedades, ni trastornos, ni patologías. Las dificultades a las que nos enfrentamos pueden acabar en comportamientos desconcertantes o en situaciones personales muy deterioradas y en apariencia incomprensibles, pero no son enfermedades. Sencillamente, no es como nos lo han contado. Llamarlo «enfermedad» es lo que menos ayuda a entenderlo y no sirve como base para intervenciones eficaces. La depresión no se explica porque tengas algo que se llama «depresión». Se explica observando y atando cabos sobre lo que ha pasado en la vida de la persona deprimida. Que sea inútil, o directamente contraproducente, no es la única razón para rechazar el concepto de «enfermedad mental». El efecto de etiquetar a las personas con diagnósticos resulta fulminante. Así por ejemplo, mientras un niño no tenga un diagnóstico de trastorno por déficit de atención, su comportamiento nos parecerá latoso, molesto, el precio que hay que pagar por ser padres, etc. Sin embargo, en cuanto es formalmente diagnosticado, sus dificultades pasan a otro nivel: se convierten en síntomas de una enfermedad. Es otro terreno de juego, un terreno inventado que no beneficiará ni al niño diagnosticado ni a sus padres, aunque sí ayudará a algunos de los que han tenido éxito en conseguir que pensemos como nos han dicho. Los que han conseguido, por ejemplo, que cuando un psicofármaco no cambia la vida que nos atormenta pensemos en que nos han de subir la dosis o en que nos han de dar uno diferente, en lugar de pensar en que el psicofármaco es al problema lo que el analgésico a la pierna rota: una forma de reducir el dolor, pero no de reparar el daño.

Muchas otras cosas tampoco son como nos han dicho. Solemos atribuir el éxito o el fracaso a las capacidades individuales. Nos dicen que muchas cosas en la vida son cuestión de voluntad: beber con moderación, complacer a nuestro jefe, sacar buenas notas. Pero ¿de qué depende que uno tenga una voluntad fuerte y poderosa? ¿Qué diferencia hay entre el motivado muchacho ávido de conocimientos y el desinteresado repetidor? Creemos que para responder a esas preguntas hay que utilizar esquemas que nos permitan ver cómo nos influimos mutuamente. Sobre esos esquemas versa el primer capítulo. En él se hace un recorrido por otros esquemas más conocidos, como el conductismo o el psicoanálisis, con breves incursiones en la historia para entender su origen. Además, esgrimimos razones para poner el foco, no en el individuo aislado, sino en conjuntos de individuos en interacción y ofrecemos unas primeras nociones sencillas de cómo pensar en «sistemas» de personas.

En el capítulo 2 se aborda el tema de los vínculos afectivos, esas relaciones especiales de las que depende nuestro bienestar. Para entender todo lo demás, es necesario conocer primero los postulados de las teorías que estudian las relaciones. Esos fundamentos teóricos están recogidos en esta parte del libro. La historia que envuelve a los descubrimientos los dota de todo su sentido, y por eso explicamos cómo, a mediados del siglo XX, el psicólogo e investigador John Bowlby llegó a la conclusión de que, para estar bien, lo que necesitamos no solo es pan y cobijo, sino también cariño y seguridad. Eso es lo que nos convierte en personas competentes. Las figuras que nos proveen de tales bienes van consiguiendo que nos forjemos una idea de quiénes somos y de hasta dónde podemos llegar, y de esa idea proviene casi todo lo demás.

Siempre con el hilo conductor del análisis de las relaciones afectivas, a partir del capítulo 3 el libro está organizado según la cronología habitual del ciclo vital de las familias, empezando por la niña que nace y que, junto a sus papás, se enfrenta a la enorme tarea de convertir el ancho mundo en algo coherente y predecible, incluidas las emociones propias y ajenas.

El capítulo 4 está dedicado al aprendizaje, a las estrategias más recomendables y eficientes para adquirir nuevas habilidades y nuevos conocimientos. Y puesto que estudiamos relaciones y no individuos aislados, es un capítulo que versa simultáneamente sobre la persona que aprende y la que le enseña.

El capítulo 5 muestra el significativo momento de la emancipación y la entrada en el mundo de la autonomía personal, la adultez, con una etapa previa de prácticas que solemos llamar «adolescencia».

Finalmente, el capítulo 6 está dedicado a entender las relaciones adultas, las parejas, los amores, las infidelidades y las rupturas.

Los invitamos a hacer este recorrido. Creemos que les resultará esclarecedor. Muchas cosas no son como nos han dicho: la masturbación no nos dejará ciegos; la evolución de la vida sobre el planeta no es una línea ascendente que culmina en el ser humano; los chicles que nos tragamos no tardan siete años en digerirse; el déficit de atención no es un trastorno. Somos víctimas de muchos mitos y de tradiciones influyentes y pesadas contra las que se puede luchar en aras de una vida mejor, de un mundo más saludable y una civilización más amable. He aquí nuestro granito de arena.1

1 En este texto se utilizan tanto el femenino como el masculino como genéricos. El uso de uno u otro se refiere indistintamente a personas de cualquier sexo. En general, hemos preferido emplear sustantivos y adjetivos que no cambian en función del género gramatical, pero cuando ello no es posible, y para evitar las fórmulas repetitivas que sobrecargarían el texto, hemos optado por un uso equivalente, si bien algunas veces se elige el masculino por ser más fluido.

1. Ubuntu

Dos matrimonios amigos se reúnen para cenar en casa de uno de ellos. Son aficionados a cocinar y al buen beber, y los anfitriones están abonados a uno de esos clubes de vinos que envían variedades escogidas a cambio de una cuota mensual. Mientras cocinan y picotean unos entremeses va desapareciendo una botella de rosado, y la cena empieza de excelente humor. Los cuatro bromean, comen y charlan mientras degustan el tinto que han elegido para acompañar la carne. Cuando el marido del matrimonio visitante propone abrir la tercera botella, su mujer empieza a dar muestras de incomodidad. Cada poco, visiblemente tensa, lanza miradas sin disimulo a la copa de su marido. Cuanto más se va animando el hombre —y también los otros dos comensales—, más se tuerce el semblante de su mujer. Al llegar a los licores de la sobremesa, ella se atreve a decir el primer comentario en voz alta: «Ya sabes que no deberías beber tanto, por la tensión». Él hace como que no la ha oído, pero acto seguido agarra la botella y se sirve el segundo chupito. El ambiente ya está bastante enrarecido; la mujer ha alcanzado un manifiesto mal humor y empieza a recoger los platos, dando claras señales de querer terminar. Su marido, que efectivamente ha sufrido una angina de pecho hace pocos meses y está tomando cuatro tipos diferentes de pastillas, sigue bebiendo con aparente indiferencia hacia las recomendaciones médicas y una total desconsideración hacia la incomodidad de su esposa. Al día siguiente, la anfitriona del encuentro le relata con frustración a otra amiga, que casualmente es psicóloga, cómo la cena se tornó un desastre por culpa de María, que es una exagerada y una aguafiestas por controlar a Juan todo el tiempo con el asunto de la bebida, porque total por una noche tampoco pasa nada. Tras una breve reflexión, la amiga le contesta que, puestos a verlo como una maniobra de control, a ella más bien le parece que fue Juan el que estuvo toda la cena controlando a su mujer, pero esa interpretación le choca. No encaja con lo que ella ha creído ver, que es a una mujer coartando libertades ajenas y estropeando veladas. En ese momento, le cuenta entonces a la amiga psicóloga que su marido ha visto otra cosa. Él cree que María tiene razón en preocuparse, porque a veces Juan es un poco inconsciente. Son dos versiones bien distintas y, seguramente, ninguna del todo cierta ni equivocada. Pero lo que ninguno de los dos ha visto es un recital protagonizado por un dueto. Para comprender lo ocurrido entre Juan y María, preguntarse si Juan debe o no beber mientras se esté medicando o si ello debe ser o no de la incumbencia de su esposa no nos llevará muy lejos. Una pregunta más interesante sería, por ejemplo, qué habría pasado con Juan si María no se hubiera puesto a refunfuñar. O mejor, qué habría pasado con María si Juan no hubiera bebido. ¿Habría terminado el encuentro a una hora diferente? ¿María se habría divertido más o habría encontrado otra razón para irse igualmente pronto? ¿Qué habría sido distinto? ¿Qué habría contado después la anfitriona a su otra amiga sobre el evento?

Estamos acostumbrados a entender lo que hacen las personas como una consecuencia de sus debilidades o de sus fortalezas, de sus deseos particulares, o de sus conflictos interiores, de sus complejos o miedos, de su historia personal de aprendizajes, refuerzos y castigos, o de supuestas predisposiciones genéticas. En otras palabras, solemos entender lo que la gente hace como consecuencia de su «modo de ser» o de su «carácter». Pero ¿podemos entender lo sucedido en esa cena examinando la personalidad de María o su educación de pequeña, averiguando tal vez si su padre sufría alguna adicción que la dejó marcada? ¿O analizando la relación de Juan con la bebida, estableciendo por ejemplo si se trata o no de un caso de dependencia alcohólica y catalogándolo dentro de algún subtipo de bebedor? La respuesta es no. Para entender lo ocurrido en la cena necesitamos conocer en primer lugar cómo es la relación entre ellos dos: de qué forma y hasta dónde se cuidan el uno al otro, cómo resuelven sus conflictos, cómo se reparten los derechos y obligaciones dentro de la pareja… Además, necesitamos saber, o al menos imaginarnos, qué es lo que cada uno de ellos pretendía conseguir o evitar en esa escena en particular.

Este libro está basado en la peculiar forma de ver las cosas de la terapia relacional sistémica, que constituye una tradición dentro de la psicología clínica1 con una perspectiva y unos argumentos propios, algo diferentes a los de otras corrientes psicoterapéuticas más conocidas. La psicología es una ciencia en evolución, en la que coexisten distintas teorías y perspectivas, algunas de las cuales están más presentes que otras en el saber popular. Seguramente usted conozca el diván del psicoanalista, o quizá el famoso lema de que los niños aprenden a través de consecuencias. Representan dos tradiciones psicoterapéuticas importantes, aunque no únicas. Estas diferentes líneas de pensamiento coinciden con diferentes tradiciones científicas y con los progresos que durante el siglo XX hizo la ciencia psicológica. Cada una de ellas parte de una idea diferente de qué es la vida psíquica y, en consecuencia, de cómo se llega a sufrir un trastorno (o, simplemente, de cómo se llega a sufrir), en base a qué razonamientos entender tales procesos y qué tipo de cosas hay que hacer para aliviar el sufrimiento.

Pues bien, la lógica que subyace en este libro considera que los problemas psíquicos son asuntos que atañen a conjuntos de individuos y no a individuos independientes. La tradición relacional-sistémica se interesa por las relaciones entre las personas y por cómo estas relaciones contribuyen a lo que somos y a lo que hacemos, y otorga un papel protagonista al sistema familiar, constituido por las personas en las que se busca y se espera cercanía, apoyo y protección. Desde esta perspectiva, el enfurruñamiento de María y la manera de beber de Juan son sucesos que deben ser considerados en el sistema de la pareja y no como asuntos individuales que han ocurrido al mismo tiempo en una noche de sábado.

Las lógicas del sufrimiento y de la curación

Para introducirnos en este modo de entender los problemas humanos, conviene hacer antes un pequeño repaso de los otros, que están más presentes no solo en la cultura común, sino también en el uso cotidiano de la psicología de andar por casa.2 Hoy en día, todas las personas somos psicólogas a escala reducida, pues todo el mundo reflexiona y opina sobre el comportamiento o la felicidad propia y ajena, pero no solemos hacerlo desde la perspectiva a la que está dedicado este libro. Por cierto, un pequeño inciso: ¿por qué nos consideramos buenos psicólogos cuando les damos buenos consejos a los amigos, pero no nos consideramos buenos químicos cuando nos sale rica la lasaña?

Los deseos inconscientes y la psicología del desconocido que llevamos dentro

Es justo empezar por lo más antiguo, así que emprendamos el recorrido hablando de Sigmund Freud y del psicoanálisis. El psicoanálisis es conocido, sobre todo, como una manera de hacer psicoterapia, esa que se desarrolla tumbado en el diván hablando y mirando el techo mientras la terapeuta asiente y toma notas —aunque el diván propiamente dicho no es obligatorio, muchas psicoanalistas no lo usan—. Sí, el psicoanálisis es eso, pero también muchas otras cosas. Engloba toda una filosofía del ser (o sea, una respuesta a la pregunta qué es el ser humano) que ha impregnado la cultura occidental hasta el punto de que nuestro lenguaje cotidiano está plagado de conceptos psicoanalíticos que hoy utilizamos con toda naturalidad, pero que hasta finales del siglo XIX eran pura jerga profesional: trauma, complejo, fijación, represión, narcisismo, libido, proyección, castración, inconsciente, pulsión, regresión, complejo de Edipo, «envidia del pene», «Fulanita es una histérica», etc. Seguro que usted los ha usado más de una vez.

También gracias a Freud y a su arrolladora influencia, nos sentimos cómodas considerando que los problemas de las personas ocurren dentro de su psique, o que, al menos, buena parte de ellos tiene lugar ahí. El hecho de que tengamos consciencia, es decir, de que seamos capaces de hablar de nosotras mismas, ayuda a pensar que ahí dentro, en la mente, pasan cosas: cosas significativas e importantes para comprendernos. Esa psique, según la definió Freud, está organizada en tres instancias, los conocidos Yo, Superyó y Ello, que, a su vez, tienen partes conscientes e inconscientes. Lo inconsciente es inaccesible y desconocido, pero también está ahí dentro, agitándose en la oscuridad. Es la fuerza que mueve nuestra vida psíquica, donde bullen los instintos y las pulsiones que el Superyó y el Yo tratan de mantener ocultos porque nos hacen daño o nos avergüenzan. En caso de descontrolarse, esa energía contenida es lo que se manifestará en forma de síntomas mentales. El psicoanálisis dice que el magma reprimido en el inconsciente proviene en su mayoría de experiencias infantiles que nos han marcado, de modo que cuando se manifiesta en forma de trastornos mentales adultos, ya llevaba unos cuantos años en oscura ebullición. El principio fundamental de la curación psicoanalítica sostiene la necesidad de sacar a la consciencia ese material inconsciente, así que el trabajo del terapeuta consiste básicamente en buscar dentro de la psique de la persona el material reprimido e intentar liberarlo.

El enfoque psicoanalítico nos resulta muy familiar por varias razones. La primera es su larga historia, que le ha dado un siglo de ventaja para calar en la opinión pública. Y también porque se basa en un esquema muy similar al de otros fenómenos de ciencia cotidiana muy básicos: los de la física de fluidos. La energía comprimida en el Ello por los mecanismos de (re)presión del Yo, desafiando la resistencia de las válvulas de escape, es muy semejante a un sistema hidráulico cerrado, como el de las calderas de calefacción o el de una olla a presión. La familiaridad de estos principios nos predispone, aunque sepamos muy poco sobre psicoanálisis y menos aún de termodinámica, a entender a Juan y a María (a cada uno por separado, claro está) y a especular acerca del tipo de conflictos inconscientes de cada uno, de traumas infantiles o de complejos sin resolver que se manifestaron durante la cena cuando el resorte cedió.

La tradición psicoanalítica ha evolucionado mucho y, en la actualidad, el estudio de algunos fenómenos que intrigaron a los primeros psicoanalistas se asumen como parte del funcionamiento normal de los seres humanos. Hoy resulta indiscutible que hay una parte de nosotros a la que no podemos acceder con la consciencia, pero que hace y conoce muchísimas cosas importantes. También está generalmente aceptado que hacernos conscientes de algunas de ellas, no de todas, puede resultar muy útil.3 Como también sentenció Freud, que ciertos contenidos de la mente estén y permanezcan ocultos es una manera de protegernos.

Estímulos y respuestas. La psicología del Él

Siguiendo un orden cronológico, el conductismo es la segunda gran teoría sobre el sufrimiento humano y la curación. De forma manifiestamente contraria al psicoanálisis, el conductismo no se interesaba por las experiencias subjetivas. Lo que hubiese o dejase de haber dentro de la psique no era importante. Lo que perseguía el conductismo era averiguar qué es lo que lleva a una persona o animal a actuar del modo en que actúa. Su tesis central era, y es, sencilla: lo que determina que un individuo haga las cosas que hace son las consecuencias agradables o desagradables de eso que hace. De ahí se desprende una premisa importante: una persona puede modificar la conducta de otra, o la de un animal, si consigue controlar lo que esa otra va a obtener con ello. Esta psicología de la conducta comenzó a principios del siglo XX en Rusia con los famosos experimentos llevados a cabo por Iván Pávlov con perros, de los que seguramente ha oído hablar, seguidos un par de décadas después por los de Burrhus Frederic Skinner con ratas y palomas. En la misma línea que Pávlov y Skinner, otro famoso conductista pionero, John B. Watson, llevó a cabo uno de los experimentos psicológicos más célebres de todos los tiempos: el condicionamiento del pequeño Albert, un bebé de apenas un año que desarrolló un miedo muy intenso a una rata blanca con la que antes del experimento jugaba encantado. Watson consiguió tal cosa asustando a Albert varias veces con un ruido fuerte en el preciso instante en que el niño tocaba la rata, demostrando así que las preferencias y los miedos se pueden aprender siguiendo programas de condicionamiento ideados por terceras personas. (Si el experimento del pequeño Albert le parece interesante, le esperamos en el capítulo 3, donde profundizaremos en la figura de Watson, en sus investigaciones y en su particular visión de la psicología y, en definitiva, de la vida).

Si nos colocamos en el lado conductista de la psicología y buscamos refuerzos, castigos y condicionamientos para entender a los protagonistas de nuestra cena, la tarea consistirá en averiguar qué acontecimientos acaecidos en la historia de María la habrán llevado a asociar la conducta de beber de su marido con consecuencias terribles, o bien qué parte placentera o deseable de la bebida ha reforzado el consumo de alcohol por parte de Juan. Según los conductistas, los trastornos mentales son conductas que se han aprendido siguiendo las mismas leyes que rigen el aprendizaje de las conductas buenas, solo que no deberían estar ahí porque resultan inadecuadas, ineficaces, molestas o dañinas. La manera de eliminarlas, grosso modo, pasa por contrarrestarlas cambiando sus consecuencias. Lo mismo que se aprende, se desaprende. Este modo de entender la psicología también se halla muy presente en nuestra cultura cotidiana. Así, cuando castigamos a nuestros hijos sin postre o le negamos el saludo a una vecina ruidosa estamos haciendo uso de la particular manera de entender las relaciones sociales del conductismo.

Hasta cierto punto, esta lógica del sufrimiento resultó de utilidad para solucionar problemas. De hecho, sigue habiendo mucha «terapia de conducta» en los consultorios de psicoterapia. Los primeros conductistas consideraban importante únicamente el estímulo que llegaba (la botella de vino sobre la mesa), la respuesta que salía (servirse otra copa más) y los reforzadores (lo que quiera que ocurra luego), sin tener en cuenta al individuo sufriente que había en medio de todo ello. Por el camino, algunos conductistas fueron añadiendo al esquema componentes emocionales y cognitivos (dando lugar a las terapias cognitivo-conductuales) o, en sus versiones más modernas, incluso conceptos más abstractos, como «valores» o «metas vitales». Sin embargo, continúa siendo una forma individual, y no relacional, de entender la psicología, es decir, el trastorno reside en el sujeto, mal condicionado, deficientemente reforzado o con ideas irracionales que le hacen ver el mundo de una forma equivocada. Un psicoterapeuta de formación conductual intentaría cambiar las consecuencias de la conducta de María o de Juan, incluso usándolos respectivamente como expendedores de refuerzos para el otro, pero considerando que cada uno tiene su propio problema.

El sentido de la vida y la psicología del Yo

Existe un tercer grupo de psicoterapias que se basan en otra filosofía del ser, bastante diferente a las dos anteriores. Es la psicología llamada humanista, integrada por las terapias existenciales, que buscan la explicación de los problemas psicológicos en cuestiones más abstractas, más intangibles o, según se mire, más humanas, aunque también individuales. Son, por citar algunos ejemplos, las propuestas de Carl Rogers, con su terapia centrada en la persona; la de Fritz Perls, el precursor de la terapia Gestalt; la logoterapia de Viktor Frankl; el psicodrama de Jacob Moreno o la psicoterapia existencial de Irvin Yalom. La lógica del sufrimiento común a todas ellas considera que los seres humanos tenemos una tendencia natural a desarrollarnos de manera óptima y a desplegar al máximo nuestras capacidades. Si en este proceso de autorrealización se interpone algún obstáculo aparecerán los problemas y lo que llamamos «trastorno mental». El lenguaje cotidiano también contiene dosis considerables de terminología humanista-existencial. Cuando hablamos de la frustración, de sentirse realizada, de encontrarse a sí misma, del vacío existencial o del miedo a la muerte, estamos hablando ese idioma. Lo que de verdad importa cuando queremos entender problemas psíquicos desde esta perspectiva no son las necesidades primarias (comer, beber, refugiarse), sino las trascendentes, las específicamente humanas, como, por ejemplo, dotar de sentido a la existencia, enfrentarse a la propia responsabilidad o comprender la experiencia de vivir.

La psicología humanista floreció hacia los años sesenta del siglo XX como parte del movimiento contracultural de la época. No solo representa una tendencia importante dentro de la psicología clínica, sino toda una ideología que en su momento fue contestataria y antisistema: la que hizo frente a las ideas más anquilosadas, más deshumanizadas y más parciales sobre el ser humano. Como movimiento social, protestaba contra el establishment, contra la guerra y el autoritarismo; como corriente psicológica, se contrapuso a la visión reduccionista de conductistas y psicoanalistas, que definían al ser humano desde una óptica parcial, esto es, como una sarta de condicionamientos o como una olla cociendo conflictos alejados del mundo real. El análisis de la vivencia humana no puede limitarse a la psique ni a los reforzadores, pues el individuo constituye un todo completo, complejo, afectado por sus circunstancias y condicionado, si acaso, por sus angustias y desasosiegos. Si María tiene problemas con la bebida de su marido, quizá deba enfrentarse y superar algún miedo existencial que la ha hecho encallar con un compañero que la hace infeliz. Por su lado, Juan (en este caso también acudirían a la consulta por separado) parece tener un problema de inmadurez y tendrá que desarrollarse en el sentido de ser capaz de ser él mismo sin la ayuda del alcohol. La meta de una psicoterapia humanista consiste en crecer como persona y ser congruente con uno mismo, y la terapeuta acompaña en ese proceso de autodescubrimiento y autorrealización, pero siempre «auto».

Las relaciones y la psicología del nosotros

La psicología del nosotros,que es de la que hablamos a lo largo de estas páginas, ha tenido muchas madres y muchos padres: algunos anteriores al psicoanálisis y al conductismo, otros provenientes de las secciones más discrepantes de ambos, también muchos afines a la psicología humanista y, por fin, otros fuera de las tres corrientes anteriores: psicólogos evolutivos, antropólogos y etólogos. La psicología del nosotros gira en torno a una idea extraña para nuestra cultura, aunque natural para otras: la idea de que yo soy porque nosotros somos o,mejor dicho, de que yo soy porque nosotros hemos sido y porque espero que seamos. A esa concepción de los seres humanos se refiere una palabra de las lenguas sudafricanas suajili y xosha: ubuntu.

Durante toda la primera mitad del siglo XX, que se corresponde más o menos con la primera mitad de la existencia de la psicología, el campo de las psicoterapias estuvo en manos del psicoanálisis casi en exclusiva. Todas las alternativas a este aparecieron o tomaron fuerza a mediados de siglo, al prosperar el resto de teorías clínicas que describíamos antes. En nuestro caso, como veremos a continuación, la irrupción en el panorama científico de la teoría de sistemas y de la cibernética nos permitió entender los fenómenos psíquicos —además de muchos otros— de una manera diferente. Que avances así ocurran en un determinado momento de la historia nunca es casual, e, igualmente, tampoco dependen solo de que los científicos hagan nuevos descubrimientos o de que tengan ocurrencias geniales. Son los acontecimientos históricos y las demandas sociales los que coadyuvan a que los cambios científicos cuajen y trasciendan. Y la Segunda Guerra Mundial creó esas circunstancias.

Muchos de los soldados norteamericanos que regresaban de los frentes de Europa y Asia lo hacían mentalmente muy afectados. Las familias de esos soldados y las asociaciones de veteranos lucharon para que sus necesidades fuesen atendidas. Así fue como se impulsó la formación de profesionales en neurología, psiquiatría y psicología, cuyo número creció notablemente a partir de la década de los cuarenta, lo que en definitiva abonó el campo para que crecieran todas esas ideas nuevas. Algunos psiquiatras y psicólogos intrépidos empezaron entonces a desafiar al psicoanálisis más ortodoxo, estrictamente individualista, atreviéndose a involucrar en las terapias a los familiares de los pacientes. Lo que pretendían al principio era bastante inocente: recabar más información. Pensaban que los datos biográficos que podían aportar los familiares enriquecerían la descripción del trastorno y posibilitarían una mejora del tratamiento individual. Pero lo que ocurrió fue algo inesperado. La apertura del foco hacia las familias reveló fenómenos que llamaron poderosamente su atención, como, por ejemplo, empeoramientos inexplicables al regresar el paciente a casa tras el alta hospitalaria o la aparición de problemas psicológicos en otro miembro de la familia al mejorar los del protagonista inicial.

Así, aunque los primeros familiares que acudieron a las salas de terapia lo hicieron para completar las historias clínicas, para lo que en realidad sirvieron fue para sentar las bases de una nueva terapia psicológica: la terapia familiar sistémica. Para ello era necesario hacer una pirueta intelectual bastante arriesgada, puesto que los principios psicoanalíticos desaconsejaban de manera categórica todo contacto del terapeuta con las familias, y no digamos su participación en la terapia. Si precisamente los familiares cercanos son la personificación de los conflictos internos (estar enamorado de mamá como Edipo, por poner un ejemplo) y de los mecanismos de defensa (la figura paterna interiorizada en forma de Superyó), entonces la influencia de esas personas contaminaría los procesos de curación. Así que, cuanto más lejos, mejor.

Con todo, fueron precisamente los psicoanalistas quienes empezaron a sospechar que ciertas relaciones familiares podrían estar en la base de los problemas. Como no podía ser de otra manera, se señaló sobre todo a las madres y a las relaciones materno-filiales tempranas como responsables de la salud mental posterior. Así, se enunció por ejemplo la teoría de la madre esquizofrenógena,4 o la teoría del vínculo de apego —a la que dedicamos el capítulo 2 y parte de los otros—, y que cobró vida propia después de surgir, también por los años cuarenta del siglo pasado, el pensamiento psicoanalítico de John Bowlby.5 Otro afamado psicoanalista, Nathan W. Ackerman,6 ya por los años treinta, fue el precursor de la idea de que la familia puede ser de algún modo responsable de la salud mental de sus miembros. Sin embargo, como hemos visto, tanto el psicoanálisis como el conductismo —que en la época ya contaba con importantes avances teóricos— se basaban en concepciones individualistas del funcionamiento psicológico. Así que, aun considerando la posibilidad de que la familia tuviera algún papel en la génesis del trastorno, no había esquema desde el que estudiarlo.

La salida de este callejón apareció gracias a las dos disciplinas mencionadas: la cibernética y la teoría de sistemas, que también se estaban desarrollando por aquellos años. Esta última fue elaborada por el biólogo austríaco Ludwig von Bertalanffy y publicada en 1959.7 Lo mismo que la cibernética, la teoría de sistemas tenía una vocación científica general, es decir, pretendía ser aplicable a cualquier campo del saber que estudiase sistemas, sin importar que estuvieran compuestos de personas, de animales o de cosas. Un sistema es cualquier conjunto de elementos cuyos procesos no pueden deducirse observando el estado inicial de esos elementos, puesto que hay propiedades emergentes que surgen de la interacción entre ellos. Exactamente como ocurre en las familias. No puede saberse cómo terminará el desayuno en casa de María y Juan examinando el estado en que se encuentran los cuatro elementos en el momento de despertar, sino examinando la manera en que cada uno responde a las cosas que van pasando, amplificando o atenuando lo que hacen los demás. La actitud malhumorada de Pablo, al que su madre termina gritando, puede estar relacionada con algo que acaba de ocurrir en el cuarto de baño, ocupado demasiado rato por su hermana, o con la manera en que hoy Juan ha vociferado para despertarlos a los dos. En la danza familiar que comienza cada mañana, un comportamiento no emana de alguien y se pierde, sino que influye en el de otros que a su vez influyen sobre el del primero. Visto así, es decir, desde un punto de vista cibernético,8 la pregunta no es cuál es la causa de las acciones de las personas, sino cómo se regulan las acciones dentro del sistema de personas.

La tradición sistémica en psicoterapia procede de campos externos a ella, como la biología y las matemáticas, que sin embargo buscaban salida a problemas parecidos.La primera persona que tuvo la ocurrencia de aplicar los principios sistémicos a la comprensión del comportamiento humano tampoco fue un psicólogo, sino el zoólogo y antropólogo Gregory Bateson, unánimemente considerado el padre de las terapias sistémicas (a pesar de no ser terapeuta de profesión). Al terminar la guerra, Bateson investigaba en animales humanos y no humanos cuestiones sobre comunicación, aunque no en el sentido clásico para comprobar cómo llega el mensaje del emisor al receptor, sino en el sentido cibernético para ver cómo los individuos se influyen unos a otros. En especial, le interesaban las alteraciones de la comunicación partiendo del principio de que saber por qué las cosas salen mal proporciona conocimientos valiosos sobre cómo hacerlas bien.9 En aquella época el diagnóstico de la esquizofrenia estaba bastante de moda, y dado que las personas con problemas de este tipo suelen expresarse en un lenguaje extraño, Bateson las consideró la población ideal para poner a prueba sus tesis. Encontró esta posibilidad trabajando precisamente en un hospital de la Veterans Administration, muy cercano a la ciudad de Palo Alto (California), que a la sazón se convirtió en la sede de un grupo de investigadores y terapeutas que fue el germen de toda la tradición sistémica en psicoterapia.

En el transcurso de aquellas investigaciones en torno a la manera característica de comunicar de ciertos pacientes psiquiátricos, Bateson se encontró con la sorpresa de que los familiares de estos también se comunicaban de esa misma forma peculiar. Esta constatación abrió un mundo de posibilidades no exploradas hasta entonces y llevó a Bateson, junto con el ya formado Grupo de Palo Alto,10 a enunciar la teoría de la doble atadura (double bind), que sugería que eso llamado «esquizofrenia» no era sino un intento de adaptación a un tipo particular de interacción social.11 Dicha concepción supuso un sensacional vuelco al estudio de los problemas psicológicos. La esquizofrenia dejaba de ser un trastorno y se convertía en un modo más o menos eficaz de sobrevivir en un entorno comunicativo difícil. El esquizofrénico dejaba de ser un loco enajenado y se convertía en un desafortunado intentando adaptarse.12 Este principio podía aplicarse a cualquier comportamiento aparentemente anormal, molesto o clasificado dentro los manuales de psiquiatría. Al considerarlos en su contexto, los supuestos síntomas psiquiátricos adquirían repentinamente sentido, lo cual hacía innecesarias las etiquetas diagnósticas. Más aún: recibir un diagnóstico se convertía en una parte importante del problema.

Como puede verse, se trata de una filosofía de la vida psíquica sustancialmente distinta a todo lo anterior, a la par que abiertamente antidiagnóstica. En la última parte de este capítulo la expondremos en detalle, si bien antes es necesario dar un rodeo por otra filosofía más: la de la medicina convencional.

El sufrimiento y las enfermedades

En la lista de las diferentes «lógicas del sufrimiento» que estamos revisando nos falta una muy importante, que hemos dejado para el final porque merece un apartado para ella sola: es la lógica médica. Se suele llamar «modelo médico» o «biomédico» y como esquema desde el que entender lo psicológico, sencillamente, arrasa. A día de hoy es el modelo rey, sin ninguna duda. Si la medicina constituye la disciplina que se encarga de aliviar el sufrimiento, todo lo que nos haga sufrir debe ser asunto de la medicina. No es una lógica muy lógica, pero sí muy convincente.

La medicina basa su eficacia en una interpretación mecánica (o casi-mecánica)13del funcionamiento de los organismos de las personas, esto es, actúa sobre ellas considerando que se trata de máquinas, sin «operario», sin sujeto que piensa, siente o desea, como el mecanismo de un automóvil o el hardware de un ordenador. Por consiguiente, cuando alguien sufre se busca aquello que va mal en su cuerpo, que es lo que cabe ser analizado desde ese punto de vista mecánico. Indudablemente, esto es lo que hay que hacer en caso de apendicitis, pues el sufrimiento proviene de que algo está atascado o inflamado y hay que desinflamarlo o desatascarlo. Pero esta lógica no se puede aplicar a cualquier situación. Si consideramos que el sufrimiento de Juan y de María —aquel que provoca esas escenas tan desagradables que se siguen repitiendo por mucho que ellos se empeñen— es un fenómeno de naturaleza médica, entonces significa que hay algo en el organismo de uno de los dos que debe ser alterado para que el sufrimiento se detenga. A nuestro modo de entender, la lógica médica hace más mal que bien a muchas personas que tienen una vida desgraciada, por la sencilla razón de que hay muchas más desgracias que las ocasionadas por problemas mecánicos (orgánicos o médicos, como los quiera llamar). Que todos los huevos sean calvos no significa que todos los calvos sean huevos.

Pero parece que mucha gente opina otra cosa. Ateniéndonos a la estadística, hay que asumir que el sistema médico de atención primaria es de facto un gran consultorio sobre las desgracias de la vida cotidiana. Según un estudio realizado en centros de salud de Andalucía, hasta el 43% de las consultas al médico de familia están relacionadas con problemas de salud mental, ya sean de índole psicosocial, trastornos clasificables o síntomas sueltos.14 Al revisar los datos de otros países, las estadísticas arrojan porcentajes de entre el 20 % y el 40 %, dependiendo de lo que cada estudio considere «salud mental», y con cifras tanto más altas cuanto más avanza la edad de los usuarios. Si en lugar de consultar a una médica se consultara a una psicóloga, el foco se desviaría hacia otro lado y, tal vez, se revelaría precisamente lo contrario, es decir, que muchos problemas orgánicos son adaptaciones a las desgracias, y no las desgracias en sí. Pero la costumbre de acudir al psicólogo está muy lejos de estar extendida, y la carestía de la atención privada y los filtros de los sistemas públicos convierten a los médicos generalistas en los receptores de una enorme cantidad de consultas que nada, o solo indirectamente, tienen que ver con problemas médicos. Sobre estos desamparados profesionales ha recaído la tarea imposible de atender unas demandas para las que no tienen la formación que deberían tener. Y aun cuando la tuvieran, sería desde todo punto de vista imposible valorarlas correctamente en los pocos minutos que se les concede por usuario. Esto es lo que hay. Entonces ¿cómo se solventa, también de facto, el problema? Pues haciendo lo que da tiempo en esos minutos: recetar un psicofármaco. Ese extraño ruido que se aprecia de fondo son las carcajadas satisfechas de los dirigentes de las industrias farmacéuticas.

Por consiguiente, ¿puede aportar algo la medicina para que en la vida de Juan y María no vuelvan a repetirse escenas desgraciadas como la de la cena con los amigos? Y en este sentido, ¿puede ayudar la medicina a comprender lo ocurrido aquella noche? A nuestro modo de ver, la respuesta a estas preguntas es no.Y la razón de que el modelo médico esté tan desencaminado ante los muchos sufrimientos hay que buscarla en la manera en que nos hacemos una pregunta importantísima: por qué. ¿Por qué suceden las cosas?

Razones y causas

Continuamente nos preguntamos el porqué de los sucesos y también el porqué de nuestras acciones y de las de los demás. Se trata de entender ante qué hemos reaccionado («¿Por qué has venido? Porque te vi muy triste»), qué metas tenemos («¿Por qué has venido? Porque quiero que te sientas mejor») o qué previsiones («¿Por qué has venido? Porque sabía que te irías a casa sola»). Usamos las preguntas sobre el porqué para entender las razones de lo que hacemos y así poder predecirnos mutuamente y conseguir cosas los unos de los otros. Dicho sea de paso, también las hacemos para poder obtener respuestas de los animales y de otros seres vivos, lo cual evidencia nuestra convicción implícita de que el entorno no les resulta indiferente, de que no todo es igual de bueno o igual de malo para ellos. Lo que mantiene operativos a los seres vivos es notar lo que sucede, recordar lo que sucedió y anticiparse a lo que puede suceder; prepararse para lo bueno y para lo malo que pueda ocurrir e intentar transformarlo. Por lo tanto, notar, recordar, anticiparse, preferir y transformar son verbos inexcusables en el idioma que debemos hablar para entendernos a nosotras mismas y para entender a los demás, no humanos incluidos.

Pero el problema es que las preguntas que empiezan así, con un «por qué», también se usan para encontrar explicaciones físicas o químicas para sucesos en los que no hay un agente vivo responsable («¿Por qué llueve? Porque se está aproximando un frente de bajas presiones»), y para sucesos en los que esa responsabilidad se diluye porque los agentes son una multitud que no prevé las acciones ajenas ni las consecuencias de las mismas («¿Por qué está la laguna llena de peces muertos? Porque las algas han proliferado por los fosfatos que la lluvia ha aportado al disolver los fertilizantes de los campos cercanos»).15 Dicho de otro modo, la pregunta «por qué» también conduce a explicaciones mecánicas (o casi mecánicas), es decir, explicaciones en las que no hace falta tener en cuenta las metas, los recuerdos, las previsiones, las preferencias o los conocimientos de ningún agente en particular. Se trata, todo hay que decirlo, de explicaciones útiles: nos permiten acabar con el tormento de las picaduras de los mosquitos sin necesidad de prever ni los objetivos ni las estrategias del mosquito, ya que una dosis neurotóxica de permetrina, el componente habitual de los insecticidas y repelentes, lo deja fuera de combate sin más averiguaciones y de forma sumamente eficaz. Es el mismo tipo de explicación que nos permite dormir a pesar de las picaduras, sin que tengamos que tirarnos por la ventana sino administrándonos una dosis de benzodiacepina que altera nuestra propia fisiología al inhabilitar los mecanismos que permiten estar despierto. Veamos entonces: «¿Por qué has dormido hoy tantas horas? Porque estaba desesperada con los malditos mosquitos y me tomé un Orfidal»; «¿Por qué has dormido hoy tantas horas? Porque el Orfidal actúa como sedante y relajante muscular al incrementar la actividad del ácido gamma-aminobutírico». La cuestión es que, puesto que la pregunta «por qué» sirve tanto para buscar razones como causas, usarla puede resultar francamente lioso.

Volvamos a la noche de la cena y, para comprobarlo, preguntémonos por qué Juan suele beber alcohol en noches como esa. Hay muchas posibilidades:

Porque le gusta el vino y disfruta bebiéndolo.Porque piensa que lo que dicen los médicos son exageraciones.Porque necesita estar entonado para no sentirse incómodo en la conversación.Porque no quiere que sus amigos piensen que él no puede beber alcohol.Porque le parece que María se avergüenza de él.Porque a veces se siente muy triste.Porque su padre era un hombre muy violento.Porque sabe que su organismo está habituado al alcohol y que si no lo consume tendrá un síndrome de abstinencia.Porque teme que le tiemblen las manos.Porque afronta la angustia vital como su padre.Porque hay alcohol en la mesa.Porque es un adicto.

Como vemos, preguntar por los porqués lleva a explicaciones heterogéneas. Para poner un poco de orden podemos intentar separar las explicaciones mecánicas de las explicaciones en términos de razones, cosa que se consigue con facilidad si, en vez de empezar preguntando «por qué», se empieza preguntando «para qué». Al hacerlo, algunas explicaciones desaparecen:

Para disfrutar del vino.Para demostrar que los médicos exageran.Para no sentirse incómodo en la conversación.Para que sus amigos no piensen que él no puede beber alcohol.Para dejar de notar que María se avergüenza de él.Para dejar de sentirse tan triste.Porque su padre era un hombre muy violento.Para evitar un síndrome de abstinencia.Para que no le tiemblen las manos.Para afrontar la angustia vital como su padre.Porque hay alcohol en la mesa.Porque es un adicto.

Con los porqués de la actuación de María, por supuesto, sucede otro tanto. ¿Por qué María se enfada con Juan en ocasiones así?:

Porque quiere que Juan no se muera.Porque cree que Juan no piensa bien.Porque Juan no le hace caso.Porque Juan incumple sus promesas.Porque se avergüenza de Juan.Porque a veces se siente muy frustrada.Porque su padre era alcohólico.Porque le parece fatal que sus amigos no tengan en cuenta que consumir alcohol supone un riesgo para la vida de Juan.Porque teme que suceda algo malo.Porque quiere fastidiar a Juan.Porque es una neurótica.Porque es una mujer dominante y controladora.

¿Y para qué se enfada María con Juan?:

Para que Juan no ponga en riesgo su vida.Para que Juan piense mejor lo que hace.Para que Juan le haga caso.Para que Juan se arrepienta de incumplir sus promesas.Para que Juan deje de hacer cosas que la avergüenzan.Para sentirse menos frustrada.Porque su padre era alcohólico.Para que sus amigos dejen de ofrecerles alcohol.Para evitar que suceda algo malo.Para fastidiar a Juan.Porque es una neurótica.Porque es una mujer dominante y controladora.

De las explicaciones tachadas, hay algunas capaces de hacernos dar vueltas y vueltas sin llegar a ninguna parte. Si no fuese por todo lo que sufrimos cuando nos aferramos a ellas les podríamos dar el simpático nombre de explicaciones dormitivas.16Decidimos que Juan es un adicto al alcohol porque lo vemos beber y luego predecimos que va a beber porque es un adicto al alcohol. Un tratamiento para la adicción es lo que Juan necesita. ¿Y si el tratamiento no funciona? Es porque la adicción es muy fuerte. ¿Y si Juan se niega a tomarlo? Es porque la adicción lo domina, etc. Decimos que María es una mujer dominante y controladora porque la vemos pendiente de Juan y porque todo el rato intenta que este haga lo que ella le dice, y luego, predecimos que va a estar encima de él y lo va a reprender porque su personalidad es dominante y controladora. Decidimos que una lámpara es luminosa porque nos parece que da mucha luz y luego explicamos que da mucha luz porque es luminosa. Y así sucesivamente.

Si asumimos que la virtud principal de una explicación es que nos ayude a cambiar el mundo, entonces hay que aceptar que estas no son explicaciones buenas. Nombrar es necesario para explicar, pero nombrar no es explicar. En el último manual norteamericano de los trastornos mentales,17 hay recogidos unos 300 tipos de sufrimiento que en su mayor parte solo se explican por su nombre. Para colmo, los mismos sufrimientos van recibiendo nuevos nombres de edición en edición. Así parece que la investigación psiquiátrica avanza y descubre fenómenos nuevos, pero no es cierto. No hay nada nuevo, solo otros nombres.

Genes, gérmenes y moléculas

En la actualidad disponemos de diferentes versiones del modelo médico en salud mental: las neurociencias y la bioquímica son las que están más en boga ahora mismo. La de la herencia genética, muy popular en los últimos decenios, ha perdido algo de fuelle, pero ahí sigue. Otras interpretaciones también casi mecánicas, como la teoría del germen, no tienen una gran vigencia a día de hoy, aunque fue muy relevante en el siglo XIX, cuando gracias el perfeccionamiento de los microscopios comenzó a encontrarse todo tipo de microorganismos causantes de enfermedades. También en aquella época prosperó la frenología, otro modelo mecánico que sostenía que los rasgos del carácter y las facultades venían determinados por las formas y abultamientos del cerebro. En las versiones actuales contamos con las técnicas de neuroimagen y las de la genética molecular, y en lugar de protuberancias o microbios lo que descubrimos son determinadas combinaciones de ácidos nucleicos o áreas del cerebro que se iluminan. Ninguna de las teorías clínicas procedentes de la psicología puede competir con su vistosidad y su presencia colorista en los medios de comunicación. Eso, aderezado con unos buenos psicofármacos, es cuanto necesitamos para deslizarnos por la agradable pendiente que sostiene que los problemas psíquicos no solo son individuales, sino que además no los tenemos nosotros, sino nuestros sistemas nerviosos (cada uno el suyo).

Tampoco ayuda a salir de este círculo vicioso el hecho de que las drogas que nos prescriben las desbordadas médicas de familia y las psiquiatras, amén de las que adquirimos en supermercados, estancos o proveedores extraoficiales, efectivamente funcionan. El Lorazepam consigue de verdad que los mosquitos no molesten; en algunos casos (no está claro en cuántos) un fármaco antidepresivo te vuelve indiferente; los tranquilizantes suelen adormilar, el alcohol suele quitar las penas y la cocaína suele espabilarte. Pero claro, la cuestión no es lo que ocurre de inmediato —es decir, ese cambio en nuestro estado bioquímico mientras duran los efectos de la sustancia—, sino lo que ocurre a medio y largo plazo, y también lo que sucede en torno a ese consumo. No nos detendremos a analizar los costes para el organismo que supone el uso de sustancias psicoactivas, pues cada una desencadena sus alteraciones específicas y sus propios efectos secundarios, a veces muy graves. Lo que nos interesa subrayar son los otros costes. Podríamos llamarlos «efectos secundarios psicosociales».

Uno de ellos está relacionado con un razonamiento tan tramposo como peligroso. Consiste en afirmar que, puesto que las medicinas, en efecto, consiguen cambiar los estados bioquímicos, y ya que esos cambios afectan al estado psicológico más o menos como esperábamos, entonces queda demostrado que los problemas que queríamos resolver eran de índole bioquímica. Esto es una falacia, un mal razonamiento, un error lógico. Así se argumenta muchas veces en relación con los efectos del metilfenidato, la droga que se administra a los niños para mejorar su atención (se entiende por «mejorar», el no molestar en clase o poder concentrarse en tareas que los adultos queremos que hagan); con los fármacos que regulan el exceso de dopamina, que muchas veces efectivamente actúan atenuando las inquietudes más perturbadoras; o también con las sales de litio, que se prescriben a las personas con cambios bruscos de los estados de ánimo, etc.18 Pues bien, a pesar de ello, pensar así es sencillamente incorrecto.19 Los problemas psíquicos no son de naturaleza orgánica, por más que puedan modificarse administrando sustancias o por más que concurran con ellos determinadas peculiaridades orgánicas.