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La esperada nueva novela de Nina Lykke después de Estado del malestar. Una sátira divertida y mordaz de las guerras culturales del siglo XXI en un próspero país europeo. Knut es un escritor cincuentón al que todos recuerdan por el best seller que publicó hace ya veinte años. Pertenece a la élite cultural noruega, pero con los años se ha convertido en un divorciado gruñón que ve tutoriales absurdos en YouTube y que en ocasiones trabaja en una residencia de ancianos para sacarse un dinero. En su anterior novela quiso contrarrestar las críticas que le acusan de ser un portavoz de la clase media blanca, pero a su editor le pareció un caso flagrante de apropiación cultural y se negó a publicarla. Ahora, por fin, se le presenta la oportunidad de volver a la palestra. Ha sido invitado a un prestigioso festival literario. Pero no será fácil: le toca compartir mesa redonda con el nuevo marido de su exmujer y con una joven escritora que, en su última autoficción, retrata a Knut como un acosador. Además, ¿qué pinta alguien como él entre escritores vegetarianos, ponentes trans, poetas kenianos y feministas con hiyab? El escenario es idóneo para que Knut estalle y libere su rabia acumulada… Con el sentido del humor y la desinhibición que la caracterizan, Nina Lykke satiriza la doble moral de un establishment cultural en el que cualquier rebeldía está permitida a condición de que se respeten las normas. Porque, a fin de cuentas, no hemos venido a divertirnos. La crítica ha dicho... «Como una pérfida y divertida Patricia Highsmith, Lykke se mete en la piel y el cerebro de un hombre maduro al que una escritora joven y frívola acusa de marrano en su librito de autoficción, y lo destruye. La novela nos invita a disfrutar con la venganza del hombre, y podéis creerme si os digo que Lykke sabe cómo funciona la cabeza de un señor vapuleado.» Juan Soto Ivars «Una afiladísima y desenfadada radiografía del mundillo cultural a través del relato de un personaje impagable, Knut, «viejo despojo», un escritor al final de la cincuentena, arruinado –trabaja esporádicamente por horas en una residencia–, hipocondriaco, corroído por la ansiedad y que habla solo desde su 'caída' y el abandono de su esposa e hija.» Iñigo Urrutia, El Diario Vasco «Una novela estupenda, bien armada, divertida y valiente, que retrata de manera admirable una soledad íntima y un clima cultural.» Daniel Gascón, El País «Nina Lykke da un golpe de gracia a la autoficción en una novela increíble sobre la personalidad de la cultura masculina blanca, a menudo denostada. Cuando Lykke agita su látigo literario, vale la pena prestar atención.» Gabriel Michael Vosgraff Moro, VG «La ingeniosa misantropía de Lykke y su desprecio hacia la época actual son tan corrosivos que me veo empujado a la indignación moral, pero no puedo, me hacen disfrutar demasiado.» Inger Bentzrud, Dagbladet
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Seitenzahl: 376
Veröffentlichungsjahr: 2024
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No hemos venido
a divertirnos
No hemos venido
a divertirnos
nina lykke
Traducción de Ana Flecha Marco
Título original: Vi er ikke her for å ha det morsomt
© Nina Lykke
Publicado por Forlaget Oktober, 2022
Publicado de acuerdo con Oslo Literary Agency
Esta traducción se ha beneficiado del apoyo de
NORLA, Norwegian Literature Abroad
© de la traducción: Ana Flecha Marco, 2024
© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2024
Rambla de Catalunya, 131, 1.o-1.a
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: mayo, 2024
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: © Andrey Kasay
Imagen de la solapa: © Agnete Brun
eISBN: 978-84-128507-0-3
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Nina Lykke
Sinopsis
Otros títulos publicados en Gatopardo
A mi familia nuclear: Heidi, Ivar y Nils
La paz interior no existe.
Lo único que existe son los nervios
o la muerte.
Fran Lebowitz
Por la tarde, a esa hora del día en que ya ha abandonado todo intento de escribir, Knut se sienta a ver un vídeo de YouTube sobre el cáncer de testículo. Ha elegido ese vídeo porque el malestar que le transmite le recuerda el malestar y el esfuerzo de la escritura, y así siente que está haciendo algo productivo. Pero, justo cuando está a punto de explorarse en busca de algún bulto, suena el pitido que anuncia que ha recibido un correo electrónico.
«Invitación a mesa redonda», lee en el asunto; el emisor es el festival literario de Lillehammer.
«Vamos muy tarde, pero aun así esperamos que tengas el tiempo y la posibilidad de asistir. El tema de la mesa redonda es “La infidelidad en la vida y en la literatura”, y tú has tratado este tema en varios de tus libros. Además de la tarifa mínima que establece la Asociación de Escritores, cubrimos el viaje, el alojamiento y las dietas.»
Falta apenas una semana para que empiece el festival, así que seguramente será el sustituto de alguien. Algún escritor ha tenido que cancelar su presencia en el último momento, un truco al que Knut también recurría en su momento álgido. «Contad conmigo, asistiré encantado.Gracias por la invitación», solía responder entonces, para después, unos días más tarde, ponerse «muy enfermo». Porque en realidad nunca le había apetecido o porque prefería hacer otra cosa.
Pero hace mucho tiempo que a Knut no lo invitan a nada que después pueda cancelar. La última vez que se expuso ante un grupo de personas, si se puede decir así, fue cuando visitó una clase llena de jóvenes apáticos y desganados, en un instituto de las afueras de Oslo, en invierno.
En Lillehammer, en cambio, el público estará compuesto por personas adultas que no solo estarán allí voluntariamente, sino que habrán pagado para entrar y puede que incluso hayan leído al menos uno de sus libros. Además, en Lillehammer también habrá un montón de comida y de bebida gratis, y Knut, que este año no ha recibido la beca y lleva los últimos meses sobreviviendo a base de pan tostado, huevos y sardinas en lata, se dispone a responder al correo incluso antes de haber terminado de leerlo.
«¡Gracias por la invitación! Me encantaría…»
Pero, entonces, vuelve a sentarse en la silla del escritorio. «Vamos a calmarnos un poquito», se dice.
Knut, que está a finales de su cincuentena, ha empezado a hablar consigo mismo como solía hacerlo con los ancianos de la residencia. «Vamos a levantarnos. Vamos a tomar un café. Vamos a calmarnos un poquito.»
Sigue leyendo el correo electrónico para enterarse de quién más va a participar en la mesa redonda. Después se queda un rato mirando por la ventana al cielo blanco y los árboles del patio, hasta que vuelve a concentrarse en el correo. Puede que lo haya leído mal, pero no. Ahí está el nombre de ella, claro y contundente. Ella es una de las tres personas que van a hablar sobre la infidelidad en la vida y en la literatura. Con todos los temas que había, piensa.
Y por si eso fuera poco, el tercer escritor de la mesa redonda es Terje, que está casado con la exmujer de Knut. Knut se va a la cocina y se sirve un vaso enorme de agua. Sabe que no es la primera opción; tampoco la segunda ni la tercera. Parece que a uno de los becarios se le ha ocurrido su nombre en el último momento. «¿Y el tío ese que escribió aquel libro? Sí, hombre, el que escribió sobre su divorcio.»
«Yo no he escrito sobre mi divorcio», dice Knut en voz alta. Coge aire por la nariz y lo expulsa por la boca, como ha aprendido en un vídeo de YouTube.
Se bebe el vaso de agua, lo deja en el fregadero y abre el cajón de las bolsas de plástico. El otoño pasado, cuando se abrieron las puertas de su infierno personal, empezó a ver vídeos cortos de consejos y trucos para tener una vida mejor. Los vídeos en cuestión podían tratar toda clase de asuntos, desde ejercicios de respiración y clasificación de productos secos hasta cómo doblar la ropa y ordenar las cosas para que ocupen el menor espacio posible. Por ejemplo, aprendió a transformar las bolsas de plástico en pequeños y estéticos triángulos; a veces, abre el cajón solo para mirar las bolsas ordenadas en filas.
Pero hoy hacer eso no lo ayuda en nada, vuelve a cerrar el cajón y pasea sin rumbo por el piso.
¿No están puestos al día en Lillehammer? Y, sobre todo, ¿no leen libros?
De todas formas, puede que sea una buena señal que no aten cabos, porque ese era precisamente el objetivo de su táctica, consistente en no quejarse y en no dar explicaciones; que nadie se fije en su actuación, totalmente ficticia, en una historia supuestamente autobiográfica y basada en hechos reales; pergeñada, además, por la persona con la que Knut irá a sentarse en Lillehammer para hablar de la infidelidad en la vida y en la literatura.
Knut se ha detenido frente a la ventana del salón. En la calle, la gente va y viene. A menudo, cuando mira por la ventana, suele preguntarse adónde irá toda esa gente, qué será tan importante para ellos. Todo el mundo parece cargar con algo pesado. Tienen la cara fruncida por la preocupación y la concentración. Knut es una pieza más de esa maquinaria, como todos ellos, pero el viejo sentimiento de estar al margen de la humanidad ha ido apoderándose de él, y no consigue soltarlo. Es un estado de ánimo que se remonta a su infancia, un sentimiento que volvió a percibir el otoño pasado: la sensación de que el resto del mundo ha entendido algo que él no ha llegado a comprender del todo: que existe un secreto enorme y elemental ahí fuera que todos conocen menos él.
Últimamente se ha dado cuenta de que tiene que volver a salir al mundo. No hay otra. Tiene la cuenta vacía y ha empezado a usar la tarjeta de crédito.
Es cuestión de tiempo que llame a la residencia de ancianos y diga que está disponible.
Después de cada ronda de guardias piensa: «Nunca más». Pero siempre vuelve. La última vez que trabajó allí fue el verano pasado y, como de costumbre, la mayoría de los residentes eran nuevos. Uno de ellos era un hombre con principios de demencia que solo tenía un año más que Knut. Hicieron bromas al respecto en la sala de descanso, como la de que pronto le tocaría a Knut que le cambiaran los pañales.
Knut se rio con ellos. Aunque, por las mañanas, cuando aseaba a los residentes, solía mirarse al espejo, mientras los ayudaba a vestirse, como para constatar silenciosamente lo que era evidente: la diferencia que había entre él mismo, erguido y vestido de blanco, y el ser gris y encorvado al que estaba atendiendo.
Pero una tarde del verano pasado, cuando corría por los pasillos como de costumbre, oyó una música. Se detuvo, porque era la misma música de los años setenta y ochenta que él solía escuchar, y cuando reparó en que provenía de la habitación del hombre con principios de demencia, Knut se dio cuenta por primera vez de que podría ser él mismo quien estuviera allí.
Se llevaba bien con ese hombre. En sus momentos de lucidez, hablaba con la misma soltura que cualquier otra persona. Para mantener la ilusión de que entre ellos no había diferencias, Knut le había hecho bromas diciendo que él, un escritor arruinado, envidiaba a la gente que recibía apoyo municipal y comida.
Por supuesto, no envidiaba de ninguna manera a ese tipo que por las noches paseaba confundido por los pasillos en busca de su antigua existencia. Tampoco lo consideraba como un igual, hasta el día en que caminando por el pasillo oyó, proveniente de la habitación de ese hombre, «Enjoy the Silence», de Depeche Mode.
Knut hizo las guardias que se había comprometido a hacer, pero desde entonces no ha vuelto a coger el teléfono cuando le llaman de la residencia.
Pronto tendrá que empezar a llamar él. Lo sabe desde mediados de marzo, cuando le quedó claro que no le iban a dar la beca. Pero se resiste. Y gracias a los honorarios de Lillehammer puede esperar, al menos, una semana más. Además, en Lillehammer puede volver a sentir que forma parte de la escena cultural, entrar en el flujo creativo y, tal vez, recuperar las fuerzas para empezar a escribir de nuevo.
Pedirle a la editorial un anticipo por la publicación de un nuevo libro es su última esperanza. Sus libros, aunque ya no venden mucho, siempre termina comprándolos el Consejo de las Artes, con lo cual un nuevo libro puede ser una buena señal para los miembros del comité que otorga las becas: Knut A. Pettersen sigue activo, Knut A. Pettersen está operativo; aún no está demente; aún no ha muerto.
Normalmente, habría ido a ver a Frank en este momento, pero Frank, su vecino y amigo más cercano, está en uno de sus periodos de contacto con M, su amante intermitente, y, por lo tanto, no está disponible.
Knut vuelve a la cocina y se queda mirando el pequeño botellero. Cuando Frank retoma su relación secreta con M, un pakistaní casado y padre de tres hijos, siempre deja de beber y le da el botellero a Knut. Knut dice que se lo guarda hasta la próxima vez, y Frank siempre le contesta que no habrá una próxima vez, pero cuando M vuelve a Lørenskog con su familia —a la que, por cierto, nunca ha dejado—, Frank siempre se siente aliviado al recuperar su botellero, aunque rara vez quedan botellas en él.
La relación secreta y prohibida de Frank y M dura ya varios años y hace tiempo que ha encontrado su ritmo: dos-tres semanas sí, tres-cuatro semanas no. Y como solo ha pasado una semana desde que volvieron, Knut no puede contar con Frank hasta dentro de una semana o dos.
Knut piensa en abrir una botella, pero no le gusta beber solo. Cuando lo hace, siempre acaba metiéndose en algún lío: o bien se pone a discutir en Facebook, o bien escribe a alguien a quien no debería escribir.
Hace un año que Hanne —y Selma, su hija pequeña— se fueron de casa, y cuando se fueron Knut se juró a sí mismo que nunca volvería a vivir con ningún ser humano. Y cada vez que oye a su vecino de arriba arrastrar a su viejo y gordo golden retriever piensa: «Tampoco con ningún animal».
Mira hacia el patio buscando algo en que fijar la vista, pero lo único que ve es una urraca posada en un árbol, que le devuelve la mirada.
Desde el otoño, prácticamente no ha salido de casa, salvo para ir a ver a Frank.
«¿Es esto todo lo que me queda? —ha empezado a preguntarse últimamente—: ¿vivir una vida tranquila, cada vez más inmóvil?; en el mejor de los casos, ¿acabar como el viejo del perro y, en el peor, demente en una residencia?»
Desde el otoño es como si cada día que pasa fuera perdiendo algo de su antigua tolerancia. Ha empezado a molestarle el aspecto y el comportamiento de la gente, a tal punto que se lo piensa dos veces antes de salir a la calle. Por ejemplo, le pone de los nervios que la gente camine tan despacio por la acera. ¿Siempre ha sido así? También que haya grupos de cuatro personas que se niegan a dejar pasar a los otros transeúntes (a Knut mismo), que se ven obligados a bajar a la calzada.
Al parecer se está haciendo mayor. Puede que sea una cuestión hormonal. Pero ¿por qué la gente va en grupos de cuatro, bloqueando la acera? Y ¿por qué hay personas adultas que llevan pantalones con agujeros hechos a propósito? No pantalones con rotos normales y naturales, fruto del uso y los lavados, como en los años ochenta, cuando Knut era joven, sino con rotos cuadrados, hechos adrede, con tijeras. Y, sobre todo, ¿por qué la gente ya no se viste como antes y sale a lugares públicos con ropa que parece un pijama? Esas preguntas se convierten en un callejón sin salida en el que Knut acaba varias veces al día. Todo lo que piensa actualmente acaba convirtiéndose en un callejón sin salida, y en ellos zumba como una abeja furiosa.
Al final, Knut abre una botella de vino tinto. Para vengarse de Frank y de su pijería, coge el vaso en el que acaba de beber agua y lo llena hasta el borde. Se bebe el vino en cuatro o cinco tragos, como si ese tinto tan caro fuera un medicamento cualquiera que tuviera que tomarse de golpe. Después vuelve a llenar el vaso y se termina la botella.
Desde que Hanne y Selma se fueron, Frank es su único contacto con el mundo exterior. Knut sospecha que su amistad se basa en la pereza, ya que Frank vive a tres pasos de distancia, y cada vez que vuelve a su relación secreta, Knut piensa que debería retomar viejos contactos para tener a alguien a quien recurrir la próxima vez que Frank desaparezca. Pero antes de que consiga ponerse en contacto con alguien, su vecino ya vuelve a estar disponible.
Podría salir, simplemente salir de casa como una persona normal, y sentarse en una cafetería o en un pub. Ponerse a hablar con personas al azar, ser él mismo una persona normal y corriente en el espacio público. Varios de los colegas escritores de Knut suelen sentarse en bares y pubs para inspirarse. Al menos eso es lo que dicen en las entrevistas. Pero uno nunca sabe a quién se va a encontrar, y al final está ahí sentado, preso en una trampa. Cuando alguien te atrapa, es difícil liberarse. Y lo único de lo que Knut quiere hablar últimamente es de lo único de lo que no puede hablar, como si el mundo exterior fuera un globo gigante lleno de mierda que puede explotar si hace un movimiento en falso.
Con el vaso en la mano, sale al rellano y llama a la puerta de Frank, pero, por supuesto, nadie le abre. Cuando Frank está con M, es como si lo hubiera captado una secta. Es imposible hablar con él, es imposible relacionarse con él.
Knut se sienta frente al portátil y busca quién más va a asistir al festival de Lillehammer. Ha formado parte de la escena cultural noruega durante décadas y ve nombres y caras conocidas por todas partes.
¿Cuándo fue la última vez que estuvo allí? Debe de haber sido cuando salió su último libro, hace ya casi siete años. Recibió una acogida tibia, como los dos anteriores, que también habían salido después de El Famoso Libro.
El Famoso Libro —que no se llama El Famoso Libro, aunque Knut lo llame así— fue el tercero que publicó. Salió hace más de veinte años y fue todo un éxito. El libro se vendió tan bien que Knut pudo dejar su trabajo a media jornada como corrector en un periódico y comprarse este piso al contado, por lo que no tiene deudas.
En el programa del festival pone que Lene, su exmujer, va a leer fragmentos de su último libro en un acto en el parque. Aparte de Frank, Lene es la única persona con la que Knut se imagina teniendo una conversación ahora mismo. El problema es que no es fácil encontrarla a solas. Cuando la llama, Terje —a quien Knut todavía considera el nuevo marido de Lene, a pesar de que llevan más de diez años casados— siempre está cerca y por lo tanto solo pueden hablar de cosas que tengan que ver con Lukas, su hijo, y de la forma más neutra e inofensiva posible.
En otoño, Frank también estaba con M, y Knut, desesperado por hablar con alguien en quien pudiera confiar, se paseó por el barrio en el que Lene tenía su oficina compartida, y cuando se la encontró al tercer intento, fingió que había sido casual. La invitó a ir a un pub y, después de un par de cervezas, le contó toda la historia. Al principio lo mencionó de pasada, mientras hablaban de otra cosa. «Bueno, por cierto, ¿has leído el último libro de […]? Ha escrito una historia loquísima sobre mí.» Y después sacudió la cabeza y sonrió como si estuviera por encima de todo eso. «Never complain…» Entonces Lene, que no había leído el libro todavía, le preguntó e indagó, como él esperaba que hiciera, y se indignó, como él también esperaba, mientras Knut la miraba con lágrimas en los ojos.
Tienes que hacer algo, dijo Lene. No puedes dejar que te haga eso. ¿Y qué puedo hacer?, preguntó Knut. Haga lo que haga, solo puedo empeorar las cosas. Ella venderá más libros y a mí se me percibirá como un agresor por los siglos de los siglos. Eso es lo que ocurrirá.
Estás en las antípodas de cualquier agresor, le aseguró Lene.
¿Te importa no comentarle nada de esto a Terje?, le pidió Knut cuando se despidieron. Lene le prometió que no le diría nada, pero con las parejas nunca se sabe. Y ahora va a compartir escenario con Terje y La Escritora de la Realidad, como él la llama.
Pero ¿debería hacerlo? También podría no contestar. Otro de los trucos que usaba antes: no contestar.
Knut está perdido. Necesita a alguien que sepa escuchar. En casa de Frank puede dar largos discursos mientras Frank, que es diseñador gráfico y trabaja en casa, se sienta frente al ordenador y hace páginas web, carteles y cubiertas de libros.
Le habría gustado ir a verlo y volver a contarle su versión de los hechos, volver a cantar la misma canción que lleva cantando todo el invierno, y lo que pasó en cierta reunión de los miembros de la Asociación de Escritores de Noruega hace exactamente dos años y medio.
Y dejar claro lo que de verdad sucedió. Lo contrario de lo que pone en el libro de La Escritora de la Realidad, libro que, según la escritora ha declarado, describe la realidad misma, tal cual es. Pero ¿cómo es posible afirmar que uno describe la realidad y, a la vez, inventar puras mentiras sobre la gente? ¿Y hacerlo con su nombre completo, además? Para hablar de otras personas, ha usado seudónimos. Ha usado seudónimos incluso para sus propios hijos.
«Mi nombre, en cambio, lo ha escrito con todas las letras, con apellido y todo. Como si yo no tuviera sentimientos. Como si fuera un monigote de cartón, un bufón, alguien a quien se le puede hacer de todo de manera impune.»
Knut está sentado frente a su escritorio y murmura solo.
Últimamente ha pensado menos en esta historia. Le viene a la mente unas veinte o treinta veces al día, en lugar de cientos. Pero ahora ha vuelto, y con fuerza.
Hasta el momento, este viernes ha consistido en hacer café, abrir y cerrar las ventanas, buscarse a sí mismo en Google, enfadarse por un artículo sobre algo que ha olvidado, ponerse al día de una discusión en Facebook que también ha olvidado, comer pan tostado y tomar más café, y después el miedo al cáncer, porque por la tarde llega, sigilosa, la versión diurna de la frase que lo despierta cada noche a las tres de la madrugada: «Estamos solos aquí y pronto acabará todo».
Antes era capaz de sacar algo de ese tipo de frases que se le enganchan al cerebro —muchos de sus libros han empezado de esa manera—, pero ahora solo le quitan el sueño.
No ha hecho nada tangible este día aparte de echarse a llorar, algo que ocurrió a mediodía, cuando se topó con el vídeo de un perro con tres patas. Los andares renqueantes de ese perro hicieron que se le cayeran las lágrimas, y ese sentimiento, al igual que el vídeo sobre el cáncer testicular, le hizo pensar en el trabajo, tal vez porque sentarse frente a la pantalla y llorar y que las lágrimas le caigan sobre el teclado es algo que Knut ha leído que hacen muchos de sus colegas masculinos durante el proceso de escritura.
El vaso está casi vacío. Se ha bebido la botella entera en muy poco tiempo, pero no nota nada, salvo que se le han dormido las piernas.
Se va a la cocina y piensa si debería abrir otra botella. Entonces oye unos ruidos provenientes de la cocina de Frank, que comparte pared con la suya. Hay tanto silencio en el edificio que puede oír a Frank suspirar, algo que está haciendo ahora, y Knut se queda quieto escuchando esos suspiros y los pasitos de Frank, y sonríe, porque sabe lo que significan.
La relación entre Frank y M termina y vuelve a empezar de nuevo en intervalos cada vez más cortos. La última vez solo pasaron diez días, y ahora no ha pasado más de una semana. A Frank a veces no le da tiempo a comprar muchas botellas antes de que la relación vuelva a estar en marcha, y a Knut no le da tiempo a bebérselas antes de que acabe de nuevo.
Ahora quedan cinco botellas enteras en el botellero, que Knut saca al descansillo.
Llama a la puerta, pero Frank sigue sin abrir.
—Hola —exclama Knut por la ranura para el correo—. Sé que estás ahí.
No hay reacción. Pero como no le apetece nada volver a llevarse el botellero, Knut se sienta en el felpudo, con la espalda apoyada en la puerta del piso de Frank.
La última vez que Knut tuvo algo parecido a una vida social fue cuando Hanne y Selma aún vivían con él. En ese momento había un flujo constante de cenas y fiestas, pero todos los asistentes debían de ser solo amigos de Hanne, porque desaparecieron con ella. Knut ha entrado en Facebook para intentar recordar a quién conoce, antiguas amistades de antes de Hanne, pero por ahora no ha encontrado a nadie con quien le apetezca quedar. Se conforma con poner un pulgar hacia arriba o una carita enfadada o llorosa como reacción a lo que ha puesto tal o cual persona. A un par de esas personas ha intentado escribirles un mensaje privado, pero luego le pasa lo mismo que le pasa cuando intenta escribir un texto literario: escribe y tacha, edita y corrige y cambia y enseguida todo desaparece de sus manos. Últimamente es como si todo lo que escribe se volviera mentira en cuanto lo teclea y aparece en la pantalla. Como si estuviera perdiendo el lenguaje.
Recuerda que antes, al menos hasta el otoño pasado, se movía por el mundo y se expresaba y escribía, o sea, que tenía algo que decir, aunque no recuerda qué era eso tan importante que debía expresar todo el rato; tampoco encuentra el camino que lo conduzca hacia esa implicación que ha quedado en el pasado, tanto la necesidad de comunicarse como la necesidad de moverse por el mundo.
—Me han invitado al festival de Lillehammer —dice por el buzón—. ¿Y a que no sabes con quién voy a compartir escenario?
Por fin sale Frank al descansillo. Knut solo le ve las piernas; lleva, como siempre, pantalones de traje planchados con raya. A pesar de que trabaja en casa, Frank siempre lleva pantalones de traje y camisa blanca, nunca vaqueros ni camiseta. Además tiene el abdomen plano y duro, y los músculos del brazo se le marcan por debajo de la camisa blanca. Knut suele intentar imaginarse cómo será ser gay. Tal vez las cosas serían más fáciles si él lo fuera, suele decirle a Frank para animarlo. Las mujeres son muy complicadas. Ya encontrarías otra cosa por la que quejarte, suele responderle Frank.
—¿Con quién vas a compartir escenario?
—Déjame entrar.
—No. M me ha vuelto a bloquear y no estoy para nadie. Marchaos todos.
—Te vendría bien una copa. Tengo aquí tu botellero. Todavía quedan un montón de botellas. Esta vez ha sido rápido, más rápido que de costumbre.
Frank no responde, pero se queda allí de pie y Knut vuelve a intentarlo.
—Vale, te ha bloqueado. Este jueves ya estará de vuelta. O el que viene.
—¿Con quién vas a compartir escenario?
—Voy a compartir escenario con…
Knut no es capaz de pronunciar su nombre.
Frank se acerca unos pasos.
—¿La que escribió sobre ti?
—Sí.
Frank abre la puerta por fin.
—Cinco minutos. Y luego te piras.
—Bueno, eso tengo que verlo con mis propios ojos.
Frank está sentado en la butaca y Knut en el sofá. Se han bebido media botella de Barolo.
—¿Quieres venir a Lillehammer?
Frank, que ya está de mejor humor, se ríe.
—Sí, no me lo puedo perder.
—Pero si ni siquiera sé si voy a ir yo. Todavía no lo he decidido. Además, soy la última opción.
—¿Y eso qué más da? Lo importante es que te han invitado. Vas, subes al escenario y hablas de tus cosas…, y además, ¿cuánto te pagan?
—Cinco mil coronas.
Frank se vuelve a reír.
—Joder. Menudos sinvergüenzas estáis hechos.
Ese es uno de los temas recurrentes de Frank: la escena cultural noruega y todo lo que se cuece en ella. Él representa al Pueblo y al Hombre de a pie, y Knut siempre le recuerda que ahí está, sentado con su ropa de marca y sus botellas de Barolo, y que, si quisiera, podría llevarse el portátil a Tailandia y trabajar desde allí, y entonces es cuando Frank le dice a Knut que él también podría y que, además, lo de la ropa de marca y el buen vino es una cuestión de prioridades, porque no tiene coche y solo come dos veces al día y ninguna de las dos come carne, a lo que Knut responde que él solo come pan tostado y sardinas en lata, que nunca ha tenido coche y que lo de decir que es cuestión de prioridades es muy de ricos, y la respuesta de Frank es que Knut es pobre porque quiere, que podría ponerse a trabajar, como hace todo el mundo. «Podrías llamar a la residencia, por ejemplo.» «Pero si me pongo a trabajar allí ya no tendré fuerzas para escribir», replica Knut, y Frank zanja la conversación con «¿Escribir? Pero ¡si nunca escribes!».
—No sé si podré soportar verle la cara a esa tía —dice Knut—. No sé lo que haría llegado el momento. No me fío de mí mismo.
—Pero entonces gana ella. Y así se confirma su versión, porque tu ausencia podría dar a entender que te avergüenzas, es decir, que es cierto lo que ha escrito.
—Pero si voy podría dar a entender que soy el capullo desconsiderado que ella dice que soy. Alguien sin perspectiva que piensa que todo está bien.
—También puedes fingir que no has leído el libro, como sueles hacer cuando un libro no te gusta.
—¿Y se lo creería alguien? Todo el mundo ha leído sus libros. Hasta tú los has leído. Aunque solo escriba cotilleos sobre la escena cultural, al menos ha conseguido que la gente vuelva a leer. Eso hay que reconocérselo.
Frank no responde; tiene las mejillas rojas y no para de soltar risitas. Knut quiere irse a casa, pero se imagina dando vueltas de nuevo solo en su piso y se queda sentado.
—A lo mejor me invitan precisamente porque quieren una pelea. A lo mejor saben perfectamente lo que están haciendo. Menudos cabrones sedientos de sangre.
—Probablemente sea así —asiente Frank—. Es increíble la capacidad que tiene esa mujer para hacer saltar y bailar a todo el mundo en público.
—¿Increíble? Esa mentirosa no va a impedir que me mueva con libertad. Pues claro que voy a ir, joder.
—¿Y qué vas a decir cuando estés ahí sentado? —se ríe Frank—. Si el tema es…, ¿cómo has dicho que era? ¿La infidelidad en la vida y en la literatura?
—He participado en un montón de mesas redondas de ese tipo y se puede salir airoso sin decir nada en absoluto. Basta con poner el piloto automático, soltar tópicos y obviedades y dejar hablar a los demás.
—¡Brindemos por ello!
Knut levanta la copa.
—Y ya verás como M no tardará en volver.
—No, no creo.
—Eso es lo que dices siempre.
—No, esta vez se ha terminado de verdad. Ya no hay nada que hacer.
—Eso también lo dices siempre. Con las mismas palabras.
—Lo espantaste tú. No se puede ir hurgando en la vida de los demás impunemente.
—Lo habéis dejado y habéis vuelto un montón de veces desde entonces; ese argumento ya no sirve. Y lo único que hice fue intentar escribir sobre él en un libro que al final quedó en nada. Igual que el resto de mis intentos de los últimos años. ¿No te acuerdas? Y lo que acaba de pasar ya os pasaba mucho antes de que yo…
—Escribe sobre divorcios e infidelidades, como sueles hacer. Escribe sobre infidelidades entre personas de mediana edad y de clase media. Escribe sobre lo que quieras, pero invéntalo tú mismo. Tú que estás tan en contra de la literatura basada en hechos reales deberías ser más sensato.
—Yo respeté el anonimato de todos los implicados.
—Cállate.
Frank resopla. Está sentado en una butaca diez veces más cara que cualquier mueble que haya tenido Knut en toda su vida. Está bien afeitado y se ha hecho algo en el pelo para que le quede perfecto. Knut tiene el pelo rubio oscuro y cada vez más cano y de punta, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Debería ir a la peluquería, ahora que va a estar rodeado de gente. En el barrio de Grønland hay un sitio donde te cortan el pelo por cien coronas. Knut se mira. Tiene en la camiseta una mancha amarilla de los dos huevos duros que se comió al mediodía, porque, si bien en algunos aspectos es cuidadoso y pedante, con su obsesión por ordenar y clasificar, en otros es totalmente descuidado. Además, como ya no vive con nadie, tampoco se siente obligado a asearse a diario. Es alto y desgarbado, pero últimamente ha empezado a echar barriga. Le asoma un michelín por encima de sus Levis 501 de la talla 34, la misma que lleva desde que se compró su primer par a los dieciséis años. Tal vez debería seguir el ejemplo de Frank y empezar a ayunar. El problema es que, al igual que lavar la ropa o ducharse, ayunar es aburrido y doloroso; lo sabe, aunque nunca lo ha intentado. Cada vez que abre el grifo de la ducha o baja al sótano a meter la ropa en la vieja lavadora comunitaria que solo usa él —los demás vecinos se han instalado una en el baño— se pregunta: «¿Cuál es la gracia de hacer esto si voy a tener que volver a hacerlo mañana o dentro de unos días?». Tiene que controlarse para evitar este tipo de pensamientos intrusivos que impregnan todo lo que hace, como le ocurre desde que salió el libro de la Escritora de la Realidad el pasado otoño.
Pero lo hace lo mejor que puede. Se lava y camina erguido y procura acabar las frases al hablar. «Ponte recto —se dice a sí mismo cada mañana cuando se despierta y la pesadumbre habitual se dispone a asfixiarlo—. Ponte recto.»
En esos momentos es importante encender la cafetera y tener a mano todo lo necesario. En un recipiente colgado de la pared están los filtros de café, y en la encimera está la caja del café sueco tan bueno del que compró treinta kilos cuando estaba en oferta. Según sus cálculos, le dará tiempo a terminárselo antes de que caduque. Este tipo de tareas y recados pueden llevarle un día entero. Compra café barato, pan tostado y queso, y una vez en casa lo coloca todo en su sitio —«un sitio para todo y todo en su sitio»—. Cuando por fin se dispone a sentarse para hacer algo, está tan agotado del ruido exterior, de las caras y los edificios y los coches, que tiene que tumbarse un rato, solo para descansar la vista, relajar sus viejos y rígidos músculos, pero cuando se despierta dos horas después ya es demasiado tarde para hacer algo razonable, así que suele salir al descansillo y llamar a la puerta de Frank.
Frank abre otra botella y Knut habla de la persona con la que se va a encontrar en Lillehammer. Le cuenta esa vieja historia que Fran ha oído miles de veces y, por eso mismo, Frank cierra los ojos, y seguro que también los oídos, y aun así Knut sigue hablando, porque ni quiere ni puede parar. Son un par de viejos, cada uno con su cantinela, y a los dos les produce cierto alivio hablar del mismo tema una y otra vez.
La cantinela de Frank tiene que ver con M, con si debería «dejar esta tontería de una vez», o si M debería dejar a su mujer, que al mismo tiempo es su prima, y a sus padres, que también viven con él, y a sus tres hijos. M tiene que dejar a todas esas personas por Frank y mudarse a su apartamento de dos habitaciones. De lo contrario«no habrá una próxima vez, te lo juro por mi vida», exclama Frank, y Knut responde «AMÉN, brindo por ello», pero los dos saben que no va a ocurrir nada de eso. Lo que ocurrirá es que Frank y M seguirán con su relación secreta e intermitente, de la que M se arrepiente periódicamente o de la que Frank se retira para obligar a M a tomar una decisión, o sea, para arrastrar a M «fuera del armario», lo cual solo sirve para que M sienta más pánico y rechazo…, y así sucesivamente. Frank ha intentado superar su obsesión de muchas maneras, entre ellas la hipnosis, para poder mantenerse firme la próxima vez que M le mande un mensaje en mitad de la noche desde la cama de matrimonio en la que yace despierto junto a su prima en la casa en la que vive con toda su familia, en Lørenskog, pero no hay manera.
Frank, que tantas veces se había quejado a Knut del aburguesamiento de la comunidad gay, que se incrementó especialmente al legalizarse el matrimonio —«esa obsesión por las casas adosadas», como él lo llama—, ese mismo Frank ahora está obsesionado con casarse e irse a vivir a un adosado. O a un piso, una cabaña, una tienda de campaña, lo que sea. Quiere conocer a los padres de M, incluso quiere tener hijos, y cuando Frank empieza con esto, a Knut le cuesta mantenerse serio, porque sabe que la aureola de prohibición y secretismo que rodea a M es precisamente lo que despierta el deseo de Frank.
A altas horas de la noche, Frank reconoce que echa de menos el dramatismo y la compañía y todos los sentimientos intensos de los viejos tiempos. Una vez se le escapó incluso que echaba de menos el sida, pero, en primer lugar, estaba borracho, y en segundo lugar, lo retiró de inmediato. Tal vez lo que eche de menos sean los entierros infinitamente tristes, pero infinitamente bellos, añadió Frank, y se echó a llorar. Puede que simplemente te estés haciendo viejo, dijo Knut. Puede que lo que eches de menos sea tu propia juventud. O puede que solo esté borracho, dijo Frank.
Knut se sirve más vino. La copa de Frank sigue llena.
—Lo que no entiendo es que usara mi nombre. Vale, ha escrito lo que ha escrito, ¿pero que la editorial lo dejara pasar? Eso es lo que no entiendo.
Y Frank deja hablar a Knut. Casi siempre es Knut el que habla. A veces Knut está tirado en el sofá de Frank sin decir nada y de pronto se levanta y se va a su casa a escribir una frase que acaba de ocurrírsele. O se queda tumbado en el sofá de Frank y toma notas en el móvil. Una vez se quedó varias horas allí escribiendo y después le dolían las manos.
Lo más lógico habría sido irse a casa, sentarse frente al escritorio y escribir de manera normal, en el portátil, algo que a todas luces es más práctico y sensato que quedarse tirado en el sofá de Frank, apuntando cosas en la pantallita del iPhone, un iPhone que, por cierto, ha heredado de Frank, igual que un traje y varias camisas y un montón de cosas más. Pero si se va a su casa, los escasos segundos que tarda en llegar bastan para que olvide lo que quería escribir, y, lo que es más importante, si se sienta frente al escritorio, su sistema nervioso, o el cerebro o los intestinos o lo que sea que tenga la última palabra, descubre lo que está haciendo y enseguida pone freno a todas sus tentativas de vivir una vida saludable y productiva.
Si, por el contrario, se queda tirado en el sofá de Frank y se conforma con escribir en la aplicación de notas del móvil en la que normalmente solo apunta la lista de la compra, al menos escribe varias páginas antes de que su sistema nervioso/subconsciente/intestinos se percaten de lo que está pasando.
A veces, sentado en el escritorio en pleno día, hace como que se ha rendido. Se sienta en el sofá y enciende la tele. Se ha llevado el portátil por casualidad, «por si acaso se me ocurre algo que tenga que comprar», piensa piadosamente, y resulta que al final acaba escribiendo varias páginas a toda velocidad antes de que el mal de ojo lo detecte y pierda la concentración de repente.
—Ha escrito sobre mí con mi nombre completo, tal y como sale en el registro —repite Knut, y Frank, que tiene que entregar un trabajo al día siguiente y está sentado frente al escritorio, asiente obedientemente con la cabeza—. No me avisó de antemano y no me dejó leer el manuscrito; se inventó su versión en un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento.
Frank mira la pantalla y mueve el ratón. Está diseñando una web para una compañía de danza.
—¿No ha escrito también sobre mucha otra gente?
—Ha escrito «todo sobre todo el mundo», como la muy mentirosa afirma, por lo tanto no hay nada que objetar. «En realidad son novelas», responde con condescendencia cuando alguien le pregunta por qué le resulta raro que las personas reaccionen negativamente al hecho de que escriba sobre ellas o cite mensajes privados. Son cosas que ella adapta«para que encajen en la historia».—Knut hunde el dedo índice en el cojín a cada palabra—. «Son novelas», afirma entonces. «Arte.» «Despiadada con sus más allegados, pero sobre todo consigo misma», han llegado a escribir sobre ella.
Frank no responde; y tampoco hay nada que responder. Mientras Frank trabaja, Knut se tumba en el sofá, cierra los ojos e intenta pensar en otra cosa. Un intento que conduce a lo contrario, porque enseguida todos sus pensamientos giran en torno a esa mujer con la que pronto se sentará en un escenario en el mayor festival literario de Noruega.
Ha escrito cinco libros hasta la fecha, y cada nuevo libro que publica causa sensación en el mundo cultural. Todos quieren saber si ha escrito algo sobre ellos y, en caso afirmativo, de qué se trata. Los tres últimos se refieren principalmente a personas que se han quejado de algo que ha escrito en los dos primeros. Así ha ido creando su propia «verdad», de la que cada libro es una nueva entrega, y lo último que quiere Knut es contribuir al negocio. Por eso guarda silencio, cosa que ha hecho desde el día en que, por consejo de un colega al que íntimamente llama Caragrande, uno de los muchos cotillas de la escena cultural, se compró y leyó el último libro.
«¿Has leído el último libro de… ?», le preguntó Caragrande, y como Caragrande podía ver si Knut había visto el mensaje (Knut no sabía cómo se desactivaba esa función), Knut le respondió con un signo de interrogación, a lo que Caragrande contestó con una referencia velada y un jeroglífico que representaba risa, enfado y un mono que se tapa la boca. Por desgracia, Knut tuvo que comprarse el libro porque había más de quinientas personas en la lista de espera de la biblioteca. Se hizo con la edición digital, de modo que al menos el libro permanecía oculto en el lector electrónico y no lo miraba burlonamente desde la estantería, y podría por fin leer sobre su persona o, mejor dicho, leer esa historia inventada sobre su persona.
Después llamó a toda la gente que recordaba que había estado allí esa noche. Al principio estaba tan paranoico que se aseguró de no escribir a nadie, y ahora se alegra de haber tomado esa decisión. «Tú viste que se sentó en mi regazo y me tiró del cuello de la camisa —dijo—. Viste que fue ella la que se acercó a mí, ¿no? Que fue ella quien me invitó a una cerveza, quien tomó la iniciativa.» Llegados a ese punto, Knut ya se odiaba a sí mismo. Odiaba verse obligado a rebajarse a ese nivel tan pueril del quién le dijo qué a quién, pero ella le inspiraba un odio mayor porque lo había obligado a llamar a todo el mundo y a lamentarse de esa manera, a comportarse exactamente como ella lo había descrito, ya que a las personas a las que alcanzó a llamar —antes de darse cuenta de que le convenía quedarse tranquilito y no hablar con nadie— les soltó la misma frase, «fue ella la que empezó», y reparó demasiado tarde en que esas son precisamente las palabras que emplean los agresores, incluso los pederastas: «Fue la niña quien tomó la iniciativa, fue ella la que empezó».
No, nadie se había fijado en que ella se había sentado en su regazo. Estaban borrachos, era imposible saberlo. Estaba oscuro, y la música sonaba a todo volumen. Además, una historia siempre tiene dos versiones. La gente con la que habló —y son personas que no suelen tener dificultades a la hora de expresarse— fue extrañamente ambigua y cautelosa y uno de ellos directamente le dijo que no quería «estar en el lado equivocado».
En el libro ella escribe, en suma, que «el mismísimo Knut A. Pettersen» —por qué no poner también su número de identificación fiscal y su grupo sanguíneo— se acercó a ella con una cerveza, bailaron y «Knut A. Pettersen» la arrastró a una esquina y, una vez allí, «Knut A. Pettersen» le frotó su miembro erecto contra el muslo y después le agarró el culo, y a ella le había costado muchísimo escapar.
En el libro, Knut es un escritor mayor desvergonzado y cachondo y la narradora es una joven y tímida escritora que acaba de ser aceptada en la Asociación de Escritores de Noruega y tiembla ante la perspectiva de «conocer a todos sus modelos e ídolos».
«Me daba miedo rechazarlo, y por eso le seguí la corriente. Nadie que nos viera podría sospechar que yo no me estaba divirtiendo. Pero por dentro estaba temblando. Y cuando volví a casa y quise contarle a mi marido lo que había pasado, me eché a llorar y no fui capaz de decir ni una sola palabra.»
A pesar de que estaba solo en su casa, la primera vez que Knut leyó ese pasaje, miró a su alrededor y dijo en voz alta: «¡Pero qué estupidez!».
En ese momento, la vida de Frank giraba en torno a M y, durante varios días, antes de estar lo suficientemente entero para recurrir a Lene, Knut se había dedicado a pasear inquieto por el piso, sin atreverse a salir a la calle. Había sobrevivido a base de avena, pan tostado y lo que tenía en el congelador, y por las noches solo podía dormir un par de horas seguidas y no dejaba de darle vueltas a ese episodio, no «tal y como él lo había vivido», sino tal y como era, joder.
Porque fue ellaquien se había acercado a Knut.