No pienso llamarte más - Mia Baccanelli - E-Book

No pienso llamarte más E-Book

Mia Baccanelli

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Beschreibung

Catalina siente que no encaja en ningún lado. No importa cuántas dietas haga, cuántas carreras pruebe ni con quién se relacione. Con una madre que le recuerda siempre que no es lo suficientemente flaca y un padre al que solo le importa el dinero, intenta sobrevivir como hermana del medio.   ¿Por qué para los demás todo es más fácil?

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www.editorialelateneo.com.ar

/editorialelateneo

@editorialelateneo

Dedicado a Estela y a todas las Catas que siguen buscando su rumbo.

Gracias a Vivi Katz, mi familia, mis amigas, mi mamá y a todas las mujeres que me cuidaron.

Capítulo 1

¿DE QUÉ SIRVE SER INMORTAL SI NO SE PUEDE MORIR DE AMOR?(Link Spotify)

—¿Adónde vas? —me grita papá desde el living.

—Me estoy yendo a anotar en el CBC —le digo, mientras me preparo un café.

—¿Adónde? —pregunta desconcertado, arrimándose a la puerta de la cocina.

—Ay, pa, te conté que iba a inscribirme en FADU, Diseño Gráfico. Mil veces te avisé.

—No sabía, Cata. No toques eso que estoy por recibir un llamado —señala el iPad pro.

—Si le conté a mamá el otro día, vos estabas ahí…

—No me acuerdo, Cata. Estoy cerrando el acuerdo con WJ Connor. Pensé que no te gustaba la UADE por el ambiente y que querías cambiarte a Arquitectura en la Di Tella. Sos tan cambiante que no te puedo seguir el ritmo, choni.

—No, pa, me parece más piola FADU, tengo muchas amigas que están estudiando ahí.

—Pero, hija, la universidad pública es una basura de cabotaje, nunca vas a tener clase, están todo el día con asambleas zurdas o de paro, no hay calefacción…, ¿qué contactos podés hacer en una pública? Además, ya hablé con Redstone para que te consiga una beca NYU.

Me quedo muda, no sé qué responderle. Papá siempre tira puntas a alguno de sus socios para obtener ventajas.

—¿Por qué no te anotás en la Di Tella o en la UCA? Ahí te facilitan muchísimo para después poder irte de intercambio a los Estados Unidos o Europa; mirá a tu prima, qué bien se ubicó.

—Josefina estudia Economía, no tiene nada que ver.

—Cata, pensalo, me parece una pérdida de tiempo lo que estás haciendo.

Se escucha el ping de la videollamada.

―Ahora, andate que esto es importante. Yes, Mr. Gardner,what a joy to meet you again!

Empieza a sonar un disco de Babasónicos en mis auriculares, camino hasta la parada del 37 en Las Heras. Nada le viene bien a mi viejo. Quiere que estudie, me pongo a estudiar, pero no le gusta la universidad. Le gusta la universidad, pero no la carrera y así siempre.

Papá trabajaba mucho cuando yo era chica, iba del banco a casa y de casa al banco. Usaba camisas blancas, celestes y rosa bebé. Se ponía mucho gel en el pelo para que quedase tirante para atrás y un perfume con olor a madera. Escuchaba Santana y tomaba Sprite con dos rodajas de limón siempre, hábitos que sigue teniendo hasta el día de hoy. Especialista en buscar descuentos o revender cosas, siempre nos llevaba a licitaciones de clientes que revendían electrónica, esquíes, incluso ropa que llegaba por publicidad; conseguía las mejores ofertas. Cuando viajábamos a Los Ángeles, íbamos a Home Depot como paseo obligado. En cambio, a mamá le encantaba comprar todo nuevo en lugares de primera. Le parecían una berretada de segunda los canjes y los Target.

Viajaba mucho por trabajo a Bogotá, Chile y San Pablo. Siempre nos traía de regalo chocolates, excepto un viaje que se olvidó. Hasta el día de hoy recuerdo cuánto me enfurecí porque se hubiese olvidado. Compró unos chocolates con forma de paragüitas en el kiosco cerca de casa, los que comprábamos siempre en el Blockbuster los fines de semanas, ni siquiera la careteó con algo distinto. Cuando vino a dármelos, no pude disimular mi cara.

“Medical Hermanos, donde tu salud crece”, se me escapa una carcajada cuando veo por la ventana del bondi la oficina donde trabajé.

Hace unos meses, la hermana de una ex amiga mía de functional me había contado que trabajaba de secretaria en una oficina de una prepaga médica. Y como yo no estaba estudiando ni laburando, mi viejo me había amenazado con que no me iba a mantener más, después de mi fracaso como pasante en la empresa de software de uno de sus socios. No tenía experiencia, así que no me molestaba hacer de recepcionista o contestar el teléfono… o creía que no me molestaba.

—A las 12 te podés tomar una hora para almorzar y después es de corrido hasta las 18. Cualquier duda, me avisás —me dijo Silvana, la que iba a ser mi jefa, con los dientes manchados de cigarrillo.

—Sí, sí perfecto —le contesté, mientras me arreglaba el pelo tratando de disimular mis nervios.

—Hay café en la cocina —dijo y señaló un sucucho de dos por dos, y se fue taconeando a su oficina.

Silvana usaba el Excellence Intense 7.43, parecía pelirroja natural, aunque le gustaba mucho el rouge. Usaba tanto labial que se sobrepintaba por encima de sus labios. Elegía una base un tono más oscuro que su color de piel, un delineado azul y llevaba un collar con dos personitas colgando. En su escritorio, sus hijos gemelos soplaban velitas del Hombre Araña, había otra foto con su marido pelado y otra de la cancha de San Lorenzo. “Sil ana estuvo aquí”, decía una taza con su nombre con la v despintada. Los bizcochitos también estaban ahí, no faltaban nunca en el cajón.

Su despacho tenía olor a desodorante de ambiente con sabor a naranja. Pero el resto del lugar olía a encierro. Todos hablaban a los gritos, había ruido de teclados, las impresoras no paraban, los teléfonos sonaban a cada minuto. Gente con cara de culo, llena de ojeras, el aire acondicionado a quince grados, rematado con una musiquita de lobby de fondo. Yo tenía sistematizado el discurso de apertura: “Buenos días, se comunica con la oficina de Medical Hermanos. Le habla Catalina, ¿en qué puedo ayudarle?”. Me obligaban a decir “le” en lugar de “lo”, para hacerlo más latino. Cotorreé esa misma frase sesenta veces en muy poco tiempo.

Las horas no pasaban. No tenía a nadie con quién hablar más que con el encargado de seguridad: Osvaldo. Un señor pelado, de aproximadamente un metro sesenta y de unos 50 años. Él me hablaba del clima, economía y política. “Qué calor hace afuera, así no se puede vivir, dicen que mañana hay máxima de 37 grados. ¿Podés creer, nena?”. “Está terrible”, le respondía siempre. Yo solo quería que no me hablara más, pero entre no hablar con nadie o hablar con Osvaldo, prefería lo segundo.

Había solo un chico que debía de tener mi misma edad. Tenía una camisa blanca apretada al cuerpo con puntos celestes de Rosatti, el pelo castaño atado con una colita y un perfume con un dejo de pimienta. Él hablaba por teléfono en voz muy alta. Yo escuchaba algunas cosas en el aire, me llamaba la atención porque repetía mucho las palabras: “alcance”, “B2B” y “engagement”. Me hacía acordar a Hernán, un chico que conocí en Bariloche. Éramos amigos, pero nos habíamos besado. Chateábamos de vez en cuando en Instagram, pero la mayoría de las veces me clavaba el visto. Fanático de la NBA, parecía de otro país: “Oe, Catita, caete a tomar unas chelas con mis amigos”. ¿Eh? No sé si hablaba raro a propósito, o si era estúpido o qué. Me hablaba de sus preocupaciones, de su día a día. No entendía si le gustaba o le gustaba solamente mi compañía.

No entiendo por qué me atraen tanto los hombres que solo hablan de sí mismos. Hace varios meses que nos escribimos, pero estoy dudando seriamente si me está usando como agenda semanal. Nuestros chats son un vómito de él quejándose del lugar donde vive, contándome qué hizo, qué dejó de hacer y cómo se siente.

“Ya, fui al oculista y la weona me dijo que tengo que usar lentes”.

“Broder alucina que la del alquiler me quiere subir al doble este mes, weón!”.

“Claro, hoy me invitaron a otra juerga”.

“Estoy con mucha chamba”.

Me preguntó “¿cómo estás?” solamente siete veces en todos estos meses.

Hernán: Quiero decirte que me gustás y no sé qué hacer. Que me da miedo que me quieran. Que me mareo en todos lados. Que no sé silbar. Que cuando me dijiste que querías ser mi amigo me dolió. Que miento cuando estoy nerviosa. Que me escondo detrás de los chistes porque me da miedo mostrarme. Que igual soy muy graciosa. Que amo Friends. Que el calor me gusta. Que odio a Coldplay. Que algún día quiero ser mamá. Que amo dibujar. Que no me gusta compartir. Que cuando me abrazás me siento una nena de 5. Que quiero que me hables. Que no sé vomitar. Que me siento sola. Que quiero escuchar tu voz. Que me da vergüenza chuparte la pija. Que extraño a mi abuela. Que a veces no te entiendo cuando hablás. Que creo que probé todos los gustos de helado. Que me enojo fácil. Que trato de hacer actos psicomágicos para que gustes de mí. Que mi amiga me dijo que estaba deprimida. Que a veces no puedo parar de llorar. Que no me gusta que las cosas se terminen. Que no me salen las manualidades. Que no quiero verte más. Que quiero gustarte. Que me cansé.

Almorcé una tarta de acelga con una ensalada mixta en el bufet de la oficina, me senté sola en una mesa del área en común sin hacer contacto visual con nadie. Me puse los auriculares y me quedé dibujando en mi bloc de notas. Siempre llevo conmigo un anotador de bolsillo rojo que me compré en un viaje a Europa, porque me hace acordar a mi tía abuela Filomena. Cuando cumplí 6 años, ella me había regalado un cuaderno bordado a mano con unas flores y una caja con lápices de colores. Adentro me había escrito una cartita que decía: “Para Catita, que dibujes tus sueños siempre”. Desde ahí que siempre llevo conmigo cuadernos con hojas blancas y una carbonilla o un lápiz. Hace años que le pido a mi viejo que me regale una Tablet Wacom para dibujar, pero siempre me contesta: “Cuando te recibas de algo con lo que ganes guita”.

Ninguna tarta se parecía a las que preparaba Nelly. Había trabajado en casa casi diez años, pero, de un día para el otro, se fue. Mamá nos había dicho que, como se había enfermado, tenía que hacerse un tratamiento en su provincia. Nunca entendí por qué, si en Tucumán no hay mejores centros de salud que en Buenos Aires.

Nelly preparaba los mejores licuados de banana con leche del mundo. Jugábamos a las muñecas, me llevaba a la plaza a pasear. Venía con nosotros a veranear a La Angostura y a las vacaciones de invierno. Aunque a mamá no le gustaba que viniera al centro de esquí. Nos cuidaba a mis hermanos y a mí, era parte de nuestra familia. Yo era su “Chiquitita hermosa de Jesús”, y ella para mí era todo. Tenía olor a crema de cereza, el pelo morocho largo, hacía las mejores trenzas con sus brazos grandes y suaves. Los abrazos de Nelly se sentían como una nube, todo su cuerpo era muy cómodo.

Mamá no me dejaba dormir la siesta con Nelly. Pero un día aproveché que ella tenía turno en la peluquería, para salir disparada al cuarto de Nelly a ver Pasión de Gavilanes. Me quedé dormida, zambullida en la cama con ella en la primera propaganda. Mamá volvió antes porque se había olvidado la billetera y, cuando vio que no estaba jugando en el playroom, fue corriendo a la habitación. Me acuerdo de que me agarró de los pelos gritándome que no podía dormir con la empleada. Después de ese día Nelly ya no me dejó entrar más a su cuarto.

―Se terminó la hora del almuerzo, Catalina ―anunció la supervisora del área.

Mis ganas de viajar, de conocer el mundo, de ser libre, me hacían sentir presa cada minuto que pasaba en esa oficina. Ese espacio era una máquina de infelicidad.

Así que, cuando terminó mi turno, me acerqué a la oficina de Silvana con mucho miedo, pero también con coraje y le murmuré:

―Disculpame, Silvana, yo no voy a regresar más; si podés pagarme lo de hoy, te agradecería.

Ella, sorprendida, me empezó a explicar el protocolo de la empresa, a decirme que tenía que seguir probando.

―Te entiendo, te pido mil disculpas. ―Yo no iba a cambiar mi pensamiento ni iba a pisar nunca más esa oficina de mierda―. No hace falta que me pagues. Gracias por todo.

Se interrumpe el tema “Vampi” y me entra una llamada de Lucila, mi health coach. No me gusta que me llamen sin antes mandarme un mensaje. Lo ignoro, pero le mando por WhatsApp:

Hola, Lu, ¿pasó algo? Estoy en el bondi.

Catu, ¿cómo estás, bombona? Quería saber cómo te estaba yendo con el kéfir.

Hace unas semanas empecé a tomar kéfir en ayunas para empezar a limpiar el hígado. Tiene un sabor agrio que me da muchas ganas de vomitar. Hace varios meses empecé a atenderme con ella. Lucila vive en Maschwitz, tiene un Instagram donde comparte recetas y hábitos saludables. Ella es la cuñada del marido de mi prima Josefina. Tiene 100k de seguidores en Instagram y en TikTok. Mamá la detesta porque dice que pronuncia mucho la letra ese cuando habla. “Es una groncha”, dice siempre que escucho un video de ella. Yo la empecé a seguir por mi prima Jose y después de un tiempo empecé a atenderme con ella. Sus sesiones son de treinta minutos y salen carísimas. En su última publicación salió desnuda, cubierta en barro, bailando en el río de San Marcos Sierra de Córdoba y un sobreimpreso que dice: NO AL MALTRATO ANIMAL.

Lucila debe de tener unos 30 años como mucho, es chiquita y tiene muchas pecas, todo el cuerpo marcado, ni un gramo de grasa. Dice cosas que me gustan como: “En vez de quitar y anular podemos empezar a incorporar”. Su mentalidad me gusta, me ayuda. También dice otras cosas que no me gustan tanto como: “Namasté, mi cuerpo, mi templo y feliz vuelta al sol”. Odio el yoga, me embola mal.

Empecé a atenderme con ella porque todo me caía mal. Cualquier cosa que comía me daba dolor de panza. No sé si es que tengo SIBO u otra cosa, hoy en día todo el mundo tiene esta bacteria, todos en TikTok tienen SIBO. Obvio que mamá me llevó primero a lo de Gabriela, su mejor amiga, que es nutricionista. Pero ya pasé por todos los nutricionistas desde que tengo 8 años, siempre me dan la misma dieta que a cualquier persona. Todos tienen sus papelitos fotocopiados para repartir a los pacientes. Yogur sí, banana no, cardio sí, pilates no, pan integral sí, gluten no. Aparte, Gabriela solo come ensaladas y fuma pucho. Cuando viene a casa a cenar, corta todos los pedacitos de comida muy chiquitos, gesticula mucho con las manos para que no prestemos atención a su plato. Yo siempre la miro porque sus huesos de la cara cada vez me dan más impresión.

Me acuerdo de una Pascua, cuando vino a cenar a casa y, en medio de la comida, le dijo a su marido:

―¡Horacio, no comas más pan, por el amor de Cristo! ¿No entendés que te hace mal?

―Mal me hacen otras cosas. Además, estamos en casa de amigos, no me hagas pasar vergüenza.

―Te lo digo por tu bien, Horacio… ¿O no, Rulo, que se lo digo por su bien? ―le preguntó a mi viejo, buscando su complicidad.

―Y… el bien es relativo… ―contestó muy políticamente correcto mi padre.

―Sí, pero que Horacio tenga el colesterol por las nubes no es relativo, es una verdad ―insistió Gabriela con seguridad férrea.

―¡No me rompas más las pelotas, Gabriela, porque te juro que me voy a la mierda y no vuelvo nunca más! ―gritó Horacio―. Perdonen, chicos, por las malas palabras ―nos dijo a mis hermanos y a mí con una sonrisa.

―Bueno, se picó la mesa me parece. ¿Alguien quiere más vino para aflojar un poquito?: 100% natural, libre de colesterol. ―Le guiñó el ojo a Gabriela. Mamá siempre sabía cómo romper el silencio incómodo.

Toda mi vida me sometí a dietas para llegar flaca al verano. Mamá empezaba a ponerse intensa en primavera. Con la keto bajé bastante. Comía huevo, queso, acelga y pollo todo el día. Me levantaba y me preparaba dos huevos más un pedazo de pechuga de pollo. Hasta que me empezó a dar mucho asco.

Antes de mi comunión, hice la dieta paleo; antes de mis 15, la dieta hipocalórica; antes de mi viaje de egresados a Porto Seguro, hice la de los batidos.

Los batidos, unos shakes mágicos que reemplazan todas las comidas. Por cuatro meses solamente tomé estos batidos con sabor a podrido. Mi obsesión con bajar de peso hizo que entrara en esa mentira, de que tenían sabor a menta granizada, cookies and cream y chocolate. “Te hacen adelgazar diez kilos en un mes”, la gloria. Venían en unos envases blancos grandes, de plástico y con una cuchara medidora preparabas tus batidos diarios.

Hasta que un día salí de fiesta con amigas y a la vuelta me bajé una docena de sándwiches de miga. Bloqueé a Paola, que era la encargada de traer esos batidos carísimos semanalmente y nunca más supe nada de ella ni de los polvos mágicos que “te hacen quemar calorías de una manera sana y divertida”.

Siempre quise tener otro cuerpo. Cuando jugábamos a las Barbies con Jose, ella siempre me burlaba porque aseguraba que una tenía que parecerse a sus propias muñecas. Jose era igual a una Bratz. Yo, a un Furby. Y ante este anhelo me sometí a dietas insólitas. Mis amigas estaban en la misma.

—Me comí un yogur con una barrita de cereal, ¿vos? —me informaba mi mejor amiga, Ana, mientras subíamos al colectivo para ir a la clase de gimnasia.

—Yo, una gelatina con una galletita de arroz.

Nos sentíamos feas, gordas, con granos, envidiábamos a Martina y Carolina, chicas perfectas que tenían el pelo largo, eran flacas y todos los chicos del grado gustaban de ellas.

Una vez Ana me confesó que había visto una publicidad de un té verde que te ayudaba a bajar cinco kilos en una semana. Con la plata que la mamá le daba para comprar golosinas en el recreo ella se compró el té.

—Es impresionante, Catu, después de comer no podés aguantar las ganas de ir, es como que no comiste.

—¿Pero eso no sería como vomitar?

—Nooo, nada que ver, qué asco.

—¿Y cuánto sale?

—20 pesos.

—Uh, pero tendría que usar toda la plata que me da mi mamá.

—Y sí... Pero te juro que esto te va a cambiar la vida.