Noches blancas - Ann Cleeves - E-Book

Noches blancas E-Book

Ann Cleeves

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El nuevo caso del inspector Jimmy Perez, protagonista de la famosa serie Shetland, emitida en FILMIN En Biddista, en las islas Shetland, la inauguración de una exposición en una galería de arte termina en desastre cuando un desconocido rompe a llorar de repente, diciendo que no recuerda quién es ni de dónde viene. Al día siguiente, el inspector Jimmy Perez encuentra su cadáver ahorcado en una cabaña de pescadores. Lo que al principio parece un suicidio es en realidad obra de un asesino a sangre fría, y pronto queda claro que la raíz del crimen se oculta en los secretos del pasado de los habitantes de Biddista. Cuando aparece un segundo cuerpo, Perez sabe que debe encontrar al asesino antes de que las muertes destrocen la pequeña y apacible comunidad. Nada es fácil en la época de las noches blancas de Shetland, cuando el sol nunca se pone y la marea esconde la verdad.   De la ganadora del prestigioso CWA Gold Dagger Award El nuevo caso del inspector inspector Jimmy Perez

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 484

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrute de la lectura.

Queremos invitarle a que se suscriba a lanewsletterde Principal de los Libros. Recibirá información sobre ofertas, promociones exclusivas y será el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tiene que clicar en este botón.

Noches blancas

Ann Cleeves

Traducción de Claudia Casanova para Principal Noir
Shetland 2

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

Noches blancas

V.1: febrero de 2025

Título original: White Nights

© Ann Cleeves, 2008

© de la traducción, Claudia Casanova, 2025

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Los derechos de esta obra se han gestionado a través de John Hawkins & Associates, Inc., Nueva York.

Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: Freepik - wirestock | Shutterstock - Malivan_luliia

Imagen topo de cubierta: TCD/Prod.DB - Alamy Stock Photo

Corrección: Sofía Tros de Ilarduya, Pablo López

Publicado por Principal de los Libros

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-10424-12-8

THEMA: FFP

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Noches blancas

El nuevo caso del inspector Jimmy Perez, protagonista de la famosa serie Shetland

En Biddista, en las islas Shetland, la inauguración de una exposición en una galería de arte termina en desastre cuando un desconocido rompe a llorar de repente, diciendo que no recuerda quién es ni de dónde viene. Al día siguiente, el inspector Jimmy Perez encuentra su cadáver ahorcado en una cabaña de pescadores.

Lo que al principio parece un suicidio es en realidad obra de un asesino a sangre fría, y pronto queda claro que la raíz del crimen se oculta en los secretos del pasado de los habitantes de Biddista. Cuando aparece un segundo cuerpo, Perez sabe que debe encontrar al asesino antes de que las muertes destrocen la pequeña y apacible comunidad. Nada es fácil en la época de las noches blancas de Shetland, cuando el sol nunca se pone y la marea esconde la verdad.

De la ganadora del prestigioso CWA Gold Dagger Award
El nuevo caso del inspector Jimmy Perez

«Te mantendrá en vilo hasta la última página.»

Publishers Weekly

«Ann Cleeves es una escritora magnífica.»

The Times

«La nueva reina del crimen.»

Sunday Mirror

«Nadie hace que sientas la inquietud de la misma manera que Ann Cleeves.»

Val McDermid

«Los personajes de Ann son dignos de una maestra del género […]. Hay pocos paisajes tan evocadores en la novela negra.»

Daily Express

«Con gran profundidad, Ann Cleeves infunde nuevo realismo al género […]. Fascinante.»

The Independent

«Yo no estaba ni cerca de resolver el misterio. Pero me alegro de haber tenido la oportunidad de ser un espectador.»

Cafethinking

Para Ingirid Eunson,

con mi agradecimiento por los

maravillosos momentos en Gunglesun

Prólogo

Los pasajeros desembarcaban en masa del crucero. Llevaban chaquetas ligeras, gafas de sol y el jersey en los hombros. Les habían advertido que el clima resultaba impredecible tan al norte. El barco era tan grande que, desde esa perspectiva, mirándola del muelle de Morrison, la ciudad, que se extendía más allá, parecía diminuta. Una fila tras otra de ventanas, cada una con su propio balcón, una ciudad flotante. Era mediodía en Lerwick. El sol se reflejaba en el agua tranquila y el enorme casco blanco brillaba tanto que había que entrecerrar los ojos para mirarlo. En el aparcamiento esperaba una flota de autobuses que llevaría a los turistas a los yacimientos arqueológicos del sur, a los acantilados donde anidan las aves marinas para fotografiar frailecillos y a una visita guiada por las platerías. En algún momento harían una parada para tomar el té típico de Shetland.

A los pies de la pasarela esperaba un artista. Una obra de arte viviente o un actor de teatro callejero. Era un hombre delgado, vestido de Pierrot. Una máscara de payaso le cubría el rostro. No hablaba, pero interpretaba una pantomima para los viajeros. Hacía una reverencia exagerada, con una mano sobre el estómago y la otra barriendo el suelo. Los turistas sonreían, dispuestos a dejarse entretener. Que te aborde un desconocido en una ciudad es una cosa —en las ciudades hay mendigos y perturbados, conviene apartar la mirada, evitar el contacto visual—, pero estaban en Shetland. No existía un lugar más seguro. Y querían conocer a los locales. ¿Cómo si no contarían anécdotas al volver a casa?

El payaso llevaba una bolsa de terciopelo rojo con lentejuelas que brillaba a cada movimiento. La llevaba cruzada en el pecho, como las señoras mayores el bolso para que no les roben. Sacó un puñado de folletos impresos de la bolsa y comenzó a repartirlos entre la multitud.

Entonces los turistas se dieron cuenta de que era una estrategia publicitaria —quizá, después de todo, ese lugar no era tan diferente de Londres, Nueva York o Chicago—, pero seguían de buen humor, porque estaban de vacaciones. Aceptaron los folletos de colores llamativos y los leyeron. Tenían una noche libre en Lerwick, tal vez habría algún espectáculo. Había algo en ese hombre que les resultaba atractivo: les había arrancado una sonrisa, a pesar de la máscara siniestra que le cubría el rostro.

Mientras subían a los autobuses, lo vieron desaparecer por un estrecho callejón que conducía al pueblo. Seguía repartiendo folletos a los transeúntes.

Capítulo 1

Jimmy Perez vio de refilón la espalda del artista callejero mientras conducía por el pueblo, pero no le prestó atención. Tenía otras cosas en la cabeza.

Acababa de aterrizar en la pista de Tingwall, tras una breve escapada a Fair Isle, a la granja de sus padres. Habían sido tres días de cuidados y atención maternos y de escuchar las quejas de su padre por el precio de las ovejas. Como siempre después de una visita a casa, se preguntaba por qué le resultaba tan difícil llevarse bien con su padre. Nunca discutían ni había verdadera hostilidad, pero él siempre sentía una mezcla irritante de culpa e ineptitud.

Y luego estaba el trabajo. La pila de papeles que sabía que lo esperaba en su escritorio, los formularios de los gastos de Sandy Wilson que supondrían todo un día de trabajo. Y tenía que redactar el informe para el fiscal sobre una agresión grave en un bar de Lerwick. 

Y Fran. Había quedado en que la recogería en Ravenswick a las siete y media. Tendría que pasar antes por casa para darse una ducha. Era una cita, ¿verdad? La primera cita real. Llevaban seis meses viéndose, como amigos, pero en ese momento estaba más nervioso que un adolescente.

Llegó a casa de Fran puntual, con el pelo aún mojado e incómodo con la camisa nueva, que tenía un tacto almidonado, rígido, y unos pliegues en la parte delantera, por donde había estado doblada. Siempre se sentía inseguro con la ropa. ¿Cómo había que vestirse para la fiesta de inauguración de una exposición de arte, en la que una de las artistas es la mujer que te atormenta las noches y te desconcentra los días? ¿La llevaría esa noche a la cama?

Ella también estaba nerviosa. Lo supo en cuanto subió al coche. Llevaba algo ceñido, de color negro, tan sofisticada que a Jimmy le costaba creer que tendría una oportunidad con ella. Pero luego Fran le dedicó esa sonrisa peculiar que siempre le revolvía el estómago, como si acabara de pasar tres horas en la película El buen pastor, con un vendaval del oeste. Jimmy le apretó la mano. Quería decirle lo deslumbrante que estaba, pero, como no encontró las palabras adecuadas para hacerlo sin parecer grosero o condescendiente, estuvieron todo el camino a Biddista en silencio.

La galería se llamaba Herring House, la casa del arenque, porque era un antiguo secadero de pescado. Estaba al fondo de un valle bajo, junto al mar, en la costa oeste. Más allá, en la playa, había un pequeño muelle de piedra donde los pesqueros atracaban para descargar las capturas; un par de pescadores todavía guardaban sus barcos por allí. Al salir, olía a algas y salitre. Bella Sinclair decía que al principio, cuando se hizo cargo de aquello, todavía quedaba tufillo a arenque en las paredes. 

Bella era la otra artista de la exposición. Jimmy la conocía, como casi todos en Shetland, de hablar con ella en fiestas, pero, sobre todo, de oídas, por las historias que circulaban de ella. Era oriunda de Shetland, nacida y criada en Biddista. Decían que su juventud había sido salvaje, pero que se había vuelto inaccesible e intimidante. Y rica.

Jimmy todavía estaba nervioso por las prisas desde que aterrizó y por la sensación de que esa sería su única oportunidad con Fran. Era muy torpe con los sentimientos de los demás. ¿Y si lo estropeaba todo? Cuando extendió la mano para saludar a Bella, notó que le temblaba. Quizá también había absorbido la ansiedad de Fran por qué pensaría el público de sus pinturas. Cuando comenzaron a mezclarse entre los invitados para observar las obras expuestas en las paredes desnudas, sintió que la tensión aumentaba aún más. Apenas percibía lo que ocurría a su alrededor. Hablaba con Fran, saludaba a conocidos, pero sin involucrarse de verdad. Sentía una opresión creciente en la frente, como una tormenta eléctrica a punto de desatarse en un día cálido y pesado. Solo se relajó cuando Roddy Sinclair comenzó a tocar. Como si finalmente hubiera empezado a llover.

La luz enmarcaba a Roddy en el centro del espacio. Eran las nueve de la noche, pero el sol aún se filtraba por las ventanas abiertas en el techo alto e inclinado. La luz se reflejaba en el suelo de madera pulida y en las paredes encaladas, iluminando su rostro. Se quedó quieto, sonriendo, hasta que los invitados lo miraron y estuvo absolutamente seguro de tener su atención. Las conversaciones se apagaron y la sala quedó en silencio. Miró a su tía, quien le devolvió una sonrisa indulgente y agradecida. Levantó el violín, lo sujetó bajo la barbilla y volvió a esperar. Hubo un instante de silencio antes de que empezara a tocar.

Sabían qué esperar y no los decepcionó. Roddy tocó como un loco. Por eso se lo conocía, por su espectáculo y su música. La música de violín de Shetland, que de alguna manera había atrapado la imaginación popular, sonaba en las radios nacionales y los presentadores de programas de televisión la elogiaban. Increíble pero cierto: un chico de Shetland en los tabloides, bebiendo champán y saliendo con actrices adolescentes. Había alcanzado la fama de repente. Un rockero dijo que era su intérprete favorito y, desde entonces, estaba en todas partes: periódicos, televisión y revistas de famosos.

Roddy saltaba y bailaba, y los respetables adultos de mediana edad, el crítico de arte del sur y los pocos personajes ilustres que habían llegado al norte desde Lerwick, dejaron sus copas y comenzaron a aplaudir al ritmo de la música. El músico cayó de rodillas, se echó lentamente hacia atrás hasta quedar tumbado en el suelo y continuó tocando sin perder una sola nota, para luego levantarse de un salto y seguir con la música. En un rincón de la galería, una pareja mayor bailaba con sorprendente ligereza, entrelazando los brazos. Roddy tocaba con tal frenesí que los ojos de los espectadores no lograban seguir el movimiento de sus dedos. De repente, la música se detuvo. El chico hizo una reverencia. La gente aplaudió.

Perez lo había visto tocar muchas veces, pero aun así el espectáculo lo conmovió. Despertaba en él un orgullo local que lo incomodaba. Miró a Fran. Quizá el espectáculo era demasiado sentimental para ella. Pero lo cierto es que aplaudía, como los demás.

Bella salió de las sombras hacia la luz para unirse a Roddy. Extendió un brazo en un gesto deliberadamente teatral para agradecer la actuación.

—Roddy Sinclair —dijo—. Mi sobrino. —Miró a su alrededor—. Solo lamento que no haya más gente aquí para verlo.

De hecho, en la sala apenas había un puñado de personas. Su comentario lo hizo evidente de repente. Debió darse cuenta porque frunció el ceño. Claramente deseó no haberlo dicho.

El chico volvió a hacer una reverencia, sonrió y levantó el violín con una mano y el arco con la otra.

—Comprad las pinturas —soltó—. Para eso estáis aquí. Yo solo soy el telonero. Los cuadros son la atracción principal.

Se dio la vuelta, tomó una copa de vino de una mesa larga que estaba contra una de las paredes desnudas de la sala y se alejó.

Capítulo 2

Fran ya había bebido varias copas de vino. Estaba más nerviosa de lo que esperaba. Cuando trabajaba en una revista de Londres había asistido a decenas de acontecimientos como ese: estrenos, inauguraciones, exposiciones… Se movía entre la gente, charlaba, recordaba nombres y caras y disimulaba su aburrimiento. Pero eso era diferente. Algunas de las pinturas de esas paredes eran suyas. Se sentía vulnerable y expuesta. Si la gente rechazaba o despreciaba su trabajo, sería como si la rechazaran a ella. Quería gritar a las personas que, de espaldas a las obras, cotilleaban los últimos chismes de la isla: «Mirad bien las imágenes de las paredes. Tomáoslas en serio. No me importa si no os gustan, pero, por favor, tomáoslas en serio».

Había menos gente de la que había imaginado. Las inauguraciones de Bella siempre estaban muy concurridas, pero ni siquiera algunas de las personas que Fran había invitado —gente que consideraba amiga— se habían molestado en aparecer. A lo mejor solo fueron educados cuando les habló de la exposición. Quizá conocían su arte y no les interesaba. Al menos, no tanto como para ir a verlo una tarde tan bonita, cuando había otras cosas que hacer. Era época de barbacoas y paseos en barco. Fran se tomó la escasa asistencia como algo personal.

Perez se acercó por detrás. Ella percibió el movimiento y se volvió. Lo primero que pensó, como siempre que él la pillaba desprevenida, fue que quería dibujarlo. Ardía en deseos de sostener un trozo de carbón entre sus dedos. Sería un dibujo fluido, sin bordes marcados. Muy oscuro.

Perez era de Shetland, su familia vivía en las islas desde el siglo xvi, pero no corría sangre vikinga por sus venas. Un antepasado suyo llegó a la costa después del naufragio de un barco de la Armada Invencible. Al menos, era la historia que él contaba. Fran se preguntó si simplemente se había apropiado del mito porque lo ayudaba a explicar su diferencia. El nombre peculiar. Algunas personas en las islas tenían el pelo oscuro y la piel olivácea como él —los locales los llamaban «nativos negros»—, pero entre los asistentes a la exposición resultaba exótico, extranjero. Destacaba. 

—Todo va bien, ¿no? —se aventuró a decir Perez. 

Parecía estar de un humor extraño aquella noche, tal vez por los nervios. Sabía cuánto significaba eso para ella, su primera exposición. Y, además, tanteaban su relación. Fran mantenía las distancias, su independencia. Si se unía a Perez, no solo lo aceptaría a él, también a su familia, a todo Fair Isle. Y él aceptaba a una madre soltera, con una niña de cinco años. «Demasiado para planteárselo», pensó Fran, aunque, en realidad, lo estaba considerando. En esas largas noches de verano, cuando nunca parecía oscurecer del todo, pensaba en él. Imágenes suyas rondaban por su cabeza, como diapositivas antiguas en un proyector. A veces se levantaba y se sentaba fuera de su casa, mirando el sol que nunca terminaba de ponerse sobre el agua gris, y pensaba cómo lo dibujaría. Su cuerpo esbelto de espaldas, los huesos bajo su piel, la columna dura y la curva de la nalga. Todo estaba en su imaginación. Él la había besado en la mejilla, le había tocado el brazo, pero no habían tenido más contacto físico. Quizá había otra mujer en su vida, alguien con quien soñaba cuando tampoco podía dormir por la luz. Tal vez esperaba que ella se decidiera.

Poco después de conocerlo, Fran pasó un mes en el sur. Se dijo a sí misma que era por el bien de su hija. Cassie vivió un drama que traumatizaría a cualquier adulto, y Fran pensó que un tiempo lejos de Shetland la ayudaría a recuperarse. Cuando Fran volvió, Perez la llamó para preguntarle cómo iban las cosas y qué tal estaban la niña y ella. Por interés profesional, pensó Fran, aunque confiaba en que hubiera algo más detrás. Trabaron amistad. Ella no forzó nada; seguía siendo una forastera y no estaba segura de lo que se esperaba de ella. El fracaso de su matrimonio había destrozado su confianza. No quería enfrentarse a otro rechazo.

—No, no va nada bien —respondió—. Apenas hay gente. ––Sabía que sonaba ingrata, pero no podía evitarlo—. Pensaba que la gente vendría, aunque solo fuera por el vino gratis y la oportunidad de ver tocar a Roddy Sinclair.

—Pero a los que han venido les interesa —aseguró Perez—. Mira.

Ella se volvió, apartándose de él, y miró hacia la sala. Perez tenía razón. Los visitantes ya no se ocupaban del vino ni de la música, paseaban por la galería, observaban las pinturas y, de vez en cuando, se detenían y comentaban algo. El espacio estaba dividido equitativamente entre su obra y la de Bella. La exposición se había concebido como una retrospectiva de Bella Sinclair. Mostraba treinta años de su arte, cuadros y dibujos procedentes de colecciones de todo el país. La invitación a Fran para que expusiera junto a ella fue inesperada.

—Deberías estar orgullosa —afirmó Perez.

Fran no supo cómo reaccionar. Esperaba que él dijera algo halagador de su obra. Esa noche estaba nerviosa y expuesta, así que un poco de adulación le vendría bien.

Pero Perez estaba atento a los visitantes.

—Ahí hay alguien que parece muy interesado.

Siguió la mirada de Perez hacia un hombre de mediana edad, de una elegancia bohemia y desenfadada. Tenía una figura delgada, casi femenina. Llevaba una chaqueta de lino negro sobre una camiseta negra y unos pantalones amplios también negros. Estaba de pie frente a un autorretrato temprano de Bella, en su faceta más atrevida. En el cuadro, Bella vestía de rojo, tenía un trazo escarlata hecho con pintalabios como boca, el cabello apartado del rostro, a la vez inquietante y erótico. Era un óleo, con gruesas capas de pintura, de mucha textura y pinceladas muy sueltas.

Después se movió para colocarse junto a Roddy Sinclair y contemplar una obra de Fran: un dibujo de Cassie en la playa de Ravenswick. Algo en la intensidad con la que miraba le resultó incómodo, aunque no era el tipo de cuadro que le permitiría reconocer a Cassie por la calle. Fran pensó que no parecía interesado, sino horrorizado. Como si acabara de presenciar una atrocidad. O de ver un fantasma.

—No es de aquí —dijo Perez.

Fran estuvo de acuerdo. No solo porque no lo reconocía, también por su estilo que lo definía claramente como uno de los forasteros que llegaban en ferris del sur, como se decía antiguamente. La ropa, la forma en que se erguía y miraba el cuadro. Todo lo señalaba.

—¿Quién crees que es? —preguntó Fran, mirando por encima de su copa. Intentó no parecer muy descarada, pero el extraño seguía absorto en el dibujo, perdido, así que pensó que, aunque se volviera, no se daría cuenta.

—Algún coleccionista rico —especuló Perez, sonriendo—. Va a comprar todos tus cuadros y te harás famosa.

Fran esbozó una sonrisa. Un breve alivio a la tensión.

—O el crítico de arte de un suplemento dominical. Apareceré en un artículo sobre futuros talentos.

—Pues claro —asintió Perez—. ¿Por qué no?

Fran se volvió para mirarlo, imaginaba que su amigo bromeaba, pero el espectador fruncía ligeramente el ceño.

—Lo digo de verdad —añadió con otra sonrisa—. Eres muy buena.

No sabía qué responder, buscaba algo ingenioso y autocrítico que decir cuando vio que el hombre se volvía.

Cayó de rodillas, igual que Roddy tocando el violín. Luego se cubrió el rostro con las manos y estalló en llanto.

Capítulo 3

Perez pensaba que, en esa época del año, todo el mundo se volvía un poco loco. Era la luz, intensa durante el día y la noche. El sol nunca llegaba a desaparecer del todo tras el horizonte, hasta el punto de que se podía leer en el exterior a medianoche. Los inviernos eran tan oscuros y desoladores que, en verano, la gente se dejaba llevar por una especie de frenesí, y se sumergía en una actividad constante. Flotaba una sensación de urgencia, de aprovechar al máximo, salir, disfrutar antes de que volvieran los días oscuros. En Shetland tradicionalmente lo llamaban el «simmer dim». Y ese año era aún peor. Normalmente, no podía predecirse el tiempo, cambiaba a cada hora: lluvia, viento y breves interludios de sol brillante. Pero ese año llevaba casi dos semanas estable, con un cielo totalmente despejado. La falta de oscuridad afectaba también a los visitantes del sur. A veces, su reacción era incluso más extrema que la de los lugareños. No estaban acostumbrados: los pájaros cantaban hasta bien entrada la noche, el crepúsculo se alargaba toda la noche, la naturaleza se deslizaba fuera de su patrón habitual. Todo resultaba perturbador.

Al ver al hombre vestido de negro arrodillarse en el charco de luz y romper a llorar, Perez pensó que se trataba de una locura pasajera del solsticio de verano y deseó que alguien se ocupara de él. Era un gesto teatral. El hombre no habría llegado allí por iniciativa propia. Lo habría invitado Bella Sinclair o algún visitante habitual. No era fácil llegar a Herring House desde el sur, ni siquiera desde Lerwick. Quizá lloraba por una mujer, pensó Perez. O tal vez era otro artista que quería llamar la atención. Por experiencia, sabía que las personas realmente deprimidas, las que sentían ganas de llorar continuamente, no buscaban la atención. Se escondían en rincones y se volvían invisibles.

Pero nadie acudió en ayuda del hombre. La gente dejó de hablar y lo observó con una mezcla de fascinación y vergüenza mientras el desconocido seguía sollozando, entonces ya con el rostro vuelto hacia la luz y las manos a los lados.

Perez era consciente de la desaprobación de Fran. Esperaba que él hiciera algo. El hecho de que no estuviera de servicio no significaba nada. Debería saber cómo actuar. Y no solo eso. Fran se aprovechaba de que él estaba completamente entregado. Todo tenía que ir a su ritmo. ¿Cuánto tiempo había esperado esa cita? Estaba tan desesperado por complacerla que siempre se adaptaba a sus planes. Siempre. No se había dado cuenta hasta ese momento de lo sometido que estaba a su voluntad, y esa realidad lo golpeó de repente. Luego, inmediatamente después de ese arrebato de frustración, pensó en lo mezquino que estaba siendo. Fran casi había perdido a su hija. ¿No merecía tiempo para recuperarse? Y, por supuesto, valía la pena esperar.

Se acercó al hombre que lloraba, se agachó junto a él, lo ayudó a levantarse y lo alejó del resto de asistentes.

Se sentaron en la cocina, donde el joven chef, Martin Williamson, llenaba bandejas de canapés. Perez lo conocía, sabía su vida de memoria y, si lo pensaba un poco, podría decir los nombres de pila de sus abuelos. Herring House tenía su propio restaurante, que Williamson dirigía. Esa noche, como era de esperar, había arenque en el menú: pequeñas lonchas, en escabeche, enrolladas sobre círculos de pan de soda. Un aroma fresco de vinagre y limón impregnaba el ambiente. También había ostras locales y salmón ahumado de Shetland. Perez no había comido nada desde el almuerzo y se le hacía la boca agua. Martin levantó la vista cuando entraron.

—¿Te importa si nos quedamos aquí un rato?

—Pero alejaos de la comida. Normas de seguridad e higiene.

El chef sonrió. Había sido un niño feliz, recordó Perez. Lo había visto en bodas y fiestas, siempre riendo, participando en todas las travesuras.

Volvió a su trabajo y dejó de prestarles atención. Desde la galería llegaba el sonido del violín. Habían llamado de nuevo a Roddy para llenar el incómodo silencio y animar a la gente a gastar dinero. Aun así, el extraño seguía sollozando. Perez sintió un instante de compasión, y pensó en lo insensible que había sido al distraerse con la comida. No se imaginaba haciendo público su dolor, y pensó que algo terrible debía haber ocurrido para que el hombre llorara delante de todos. O quizá estaba enfermo. Seguro que era eso.

—Bueno —exclamó—. No será tan malo, ¿no? —Cogió una silla y sentó al desconocido.

El hombre lo miró como si se diera cuenta por primera vez de que Perez estaba allí.

Se limpió los ojos con el dorso de la mano, un gesto infantil y poco sofisticado que despertó en Perez una inesperada ternura. Hurgó en su bolsillo, sacó un pañuelo y se lo tendió.

—No sé qué hago aquí —dijo el hombre.

Era inglés, pero no del sur, pensó Perez. Le recordó a Roy Taylor, un colega que trabajaba en Inverness. Roy era de Liverpool. ¿Se parecía su voz a la de Roy? No del todo, decidió.

—Todos nos sentimos así a veces.

—¿Quién es usted?

—Jimmy Perez. Soy detective. Pero no estoy en Herring House por eso. Mi amiga es una de las artistas.

—¿Herring House?

—Este lugar. Ese es el nombre de la galería.

El hombre no dijo nada. Era como si se hubiera apagado de nuevo, perdido en su propio dolor, como si ya no escuchara.

—¿Cómo se llama? —preguntó Perez.

Tampoco respondió. Tenía la mirada vacía.

—Seguro que no pasa nada porque me diga su nombre. 

Empezaba a perder la paciencia. Pensaba que esa noche, por fin, arreglaría las cosas con Fran. Había imaginado que dormiría en su casa. Incluso había fantaseado de manera que sus conocidos, y él mismo, se escandalizarían. Cassie se quedaba en casa de su padre. Se lo había dicho Fran, y eso era buena señal, ¿no? Normalmente, las emociones de los demás lo arrastraban con demasiada facilidad. Y ese día tenía un motivo para resistirse al desconocido que sollozaba.

El inglés lo miró.

—No sé cómo me llamo —dijo sin entonación. Ya no había dramatismo—. No lo recuerdo. No sé mi nombre ni recuerdo por qué estoy aquí.

—¿Cómo llegó aquí? ¿A Herring House? ¿A Shetland?

—No lo sé.

Entonces había un matiz de pánico en su voz.

—No recuerdo nada de antes del cuadro. Ese cuadro de la mujer de rojo que cuelga en la pared de fuera. Fue como si hubiera nacido mirándolo. Como si fuera lo único que conozco.

Perez empezaba a preguntarse si aquello era algún tipo de broma pesada. Algo que Sandy consideraría divertido. Sandy, que era de Whalsay y trabajaba con él, tenía un sentido del humor bastante infantil. Todo el equipo sabía que su jefe estaba esa noche en la exposición de la artista inglesa, y no le sorprendería en absoluto que intentaran fastidiarle la velada. Hasta pensarían que sería una broma espectacular.

El hombre no parecía haber sufrido una lesión en la cabeza. Tenía un aspecto impecable, estaba tan bien arreglado que nadie diría que había tenido un accidente. Pero si actuaba, era convincente. Las lágrimas, el temblor… Fingir así debía de ser complicado. Y ¿cómo habría contactado Sandy con él? ¿Cómo lo habría convencido para montar esa farsa?

—¿Por qué no se vacía los bolsillos? —le pidió Perez—. Seguro que lleva un carné de conducir, tarjetas de crédito… Al menos, averiguaremos su nombre, y eso nos permitirá encontrar a un familiar o una explicación de lo que ha pasado.

El inglés se levantó y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.

—No está —dijo—. Siempre guardo ahí la cartera.

—Entonces eso sí lo recuerda.

El hombre titubeó.

—Eso creía… ¿Cómo puedo estar seguro de nada?

Empezó a registrarse los bolsillos con lentitud, meticulosamente. No encontró nada. Se quitó la chaqueta y se la tendió a Perez.

—Compruébelo usted.

Perez lo hizo, sabiendo de antemano que no iba a encontrar nada.

—¿Y los pantalones?

El hombre asomó los forros de los bolsillos y se quedó allí, con expresión aterrorizada y un aire vagamente ridículo, mientras la tela blanca colgaba sobre los pantalones negros.

—¿No llevaba nada más? —preguntó Perez—. ¿Una bolsa de viaje? ¿Un maletín?

Se dio cuenta de que sonaba desesperado. Su fantasía de pasar la noche con Fran se desvanecía rápidamente.

—¿Cómo voy a saberlo? —La respuesta fue casi un grito.

—Voy a buscar…

—No —gritó el hombre—. No me deje solo.

—¿Alguien le ha hecho daño? ¿De qué tiene miedo?

El hombre pareció reflexionar. ¿Quizá había recuperado una parte de la memoria?

—No estoy seguro.

—Puede venir conmigo, si prefiere.

—No. No quiero enfrentarme a esas personas.

—¿Recuerda haberlas visto?

—Ya se lo he dicho. Solo tengo recuerdos a partir del cuadro.

—¿Había algo en particular en la pintura que lo inquietara?

—Tal vez. No estoy seguro.

Perez se puso de pie. Entonces estaban uno frente al otro, con una mesa entre ellos. El chef había salido de la cocina y Roddy Sinclair había dejado de tocar. Desde la galería llegaba un murmullo de voces.

—Voy a averiguar si trajo una bolsa —anunció Perez—. Y si alguien lo conoce o lo vio llegar. Aquí estará a salvo.

—Sí —asintió el desconocido, pero su voz sonó vacilante, como la de un niño intentando convencerse de que no tiene miedo a la oscuridad.

En la galería, Fran estaba enfrascada en una conversación con una mujer corpulenta, vestida con un atuendo floreado, que parecía una tienda de campaña. Tenía el rostro ligeramente sonrojado. Al pasar junto a ellas, Perez captó parte de la charla: la mujer había comprado un cuadro y discutían cómo enviarlo al sur. «Una turista», pensó. Era la época. Y a juzgar por la compra, una turista adinerada. La mujer elogiaba el trabajo de Fran y le preguntaba por la posibilidad de hacerle un encargo. De repente, se sintió inmensamente orgulloso de Fran.

Bella se acercó a él, pasando por delante de un anciano que intentaba llamar su atención. Con el pelo gris muy corto, largos pendientes plateados y una camisa de seda del mismo tono, a Perez le pareció que tenía el aspecto de un gran pez de plata. Algo en su boca, en sus grandes ojos pálidos, le recordaba a un pescado. Pero seguía siendo atractiva. En su juventud había sido famosa por su belleza, casi una leyenda, y aún conservaba un aire que exigía atención.

—Gracias por ocuparte de ese pobre hombre, Jimmy. ¿Qué le pasa? —preguntó, clavando en él sus ojos grises, imperturbables.

—No estoy seguro —respondió Perez. Nunca daba información a menos que fuera necesario. Era un hábito que adquirió de niño. En la pequeña comunidad donde creció había tan poca intimidad que atesoraba cada fragmento. Y luego, en su trabajo, la información era una moneda valiosa, que podía filtrarse con demasiada facilidad. En otros lugares más anónimos daba igual la indiscreción de un policía: un comentario a su mujer en la cena, una anécdota graciosa en un bar, nadie lo sabría nunca. Pero allí, las historias volvían para atormentar al que las había revelado.

—¿Lo conoces, Bella? ¿Es un marchante? ¿Un periodista? Es inglés.

—No. Pensé que quizá Fran lo había invitado.

—Parecía muy impresionado con tu autorretrato.

Bella se encogió de hombros, dando a entender que era normal que a la gente le interesara su obra.

—¿Lo viste entrar?

—Llegó justo antes de que Roddy empezara a tocar. Lo he visto actuar decenas de veces, así que no estaba tan atenta como los demás.

—¿Venía solo?

—Estoy segura de que sí.

—¿Te fijaste si llevaba una bolsa cuando entró?

Cerró los ojos un momento, intentando visualizar la escena. Su memoria debía de ser fiable. Era pintora.

—No —dijo después de un momento—. No llevaba bolsa. Tenía las manos en los bolsillos. En ese momento parecía bastante tranquilo. Se quedó apartado del gentío, observando, hasta que Roddy dejó de tocar. Luego se acercó a mi cuadro y después pasó al dibujo de Cassie. Parecía muy conmovido, ¿no crees? —Se quedó esperando una respuesta.

—Parece un poco confundido —soltó Perez al fin—. No lo sé. Quizá sea un ataque de nervios. A lo mejor intento llevarlo a un médico.

Pero Bella ya se había desentendido del asunto. Miraba a su alrededor, evaluando el interés que despertaban las obras expuestas.

—Peter Wilding está hablando con Fran —dijo—. Espero que sea amable con él. Es comprador.

La mujer del vestido floreado se había marchado y en su lugar un hombre de mediana edad, aspecto intenso, con el pelo muy oscuro y una camisa blanca hablaba con Fran. El hombre se inclinaba hacia ella con la cabeza ladeada, como si no quisiera perder ni una palabra.

Bella soltó una risita y se alejó. Perez, deliberadamente, pasó junto a la pareja camino de la cocina. En ese momento, hablaba Wilding en voz baja, pero el policía notó que le entusiasmaba la obra, aunque las palabras se perdían en el murmullo del ambiente. Fran ni siquiera se dio cuenta de su presencia.

Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo. Martin estaba de espaldas, enjuagando sartenes en el fregadero. El hombre misterioso había desaparecido.

Capítulo 4

Kenny Thomson miraba hacia Herring House. Tenía una barca en la playa más lejana. La había subido por encima de la línea de marea; como el tiempo estaba en calma, ahí estaría bien. Más adelante, durante el resto del año, la llevaba en un remolque a la hierba, cubierta con una lona, para que las mareas altas y las tormentas no la arrastraran al mar. Pero, entonces, era más fácil dejarla en la playa. Pensó que podía ser una buena noche para salir a pescar algún carbonero joven, aunque sabía que probablemente no iría. Le gustaba la pesca, pero no tanto como de niño o de joven. Cuando era pequeño, Willy, un viejo de Biddista, los llevaba a su hermano y a él en el bote. Y cuando crecieron, los dos aún se divertían saliendo juntos a pescar. Si hacía buena noche, llamaba a Lawrence: «¿Te apetece pasar un par de horas en el agua?». Pero Lawrence se había ido de las Shetland para siempre y ya no era lo mismo. Había otros esperando que los invitara a salir a pescar, pero Kenny sabía que tendría que esforzarse para ser agradable y fingir interés en sus vidas: el trabajo, las esposas. Con Lawrence no hacía falta.

Sabía que se celebraba una fiesta en Herring House. No lo habían invitado, pero lo sabía de todos modos. Hubo un tiempo en que Bella siempre lo invitaba. Subía por el camino en su elegante todoterreno —aunque Kenny nunca entendió por qué necesitaba un coche así si solo iba a Lerwick o a Sumburgh para tomar el avión al sur—, entraba en su casa sin esperar a que la invitara y decía:

—Vendréis, ¿verdad, Kenny? Edith y tú. Me gustaría que estuvierais. No tendríamos Herring House si no fuera por lo mucho que tú y Lawrence trabajasteis en esa casa.

Y eso también era cierto. Cuando a Bella se le metió en la cabeza comprar y arreglar el antiguo secadero, él pasaba allí la mayoría de las noches, trabajando en la obra, después de terminar con las ovejas y las tareas del campo. Casi todo el trabajo pesado lo habían hecho ellos. Lawrence decía que era una obra de amor ––realmente, les pagó muy poco—, pero entonces resultaba difícil ganarse la vida solo con la agricultura, y con los niños, el dinero extra les venía bien. Bella probablemente pensaba que les hacía un favor. En esa época, los hombres se dedicaban a todo un poco.

Cuando terminaban de trabajar, Kenny se iba a casa con Edith, y Lawrence se quedaba hablando con Bella. A veces, cuando Kenny subía por el sendero hasta la casa, era tan tarde que estaba seguro de que Edith ya se habría dormido, pero siempre lo esperaba despierta; nunca se acostaba temprano. En invierno, se quedaba sentada junto al fuego, tejiendo. Él sabía que era tarde porque la casa estaba ordenada, pues con dos niños correteando por allí durante el día, ese era el único momento en que las cosas estaban en su sitio. En esa época del año, lo esperaba fuera, trabajando en el jardín hasta en plena madrugada y soltaba algún comentario irónico sobre cómo Bella se aprovechaba de él, justo antes de entrar en la casa. Puede que incluso fuera antes de que Eric empezara la escuela, por eso le costaba recordar. Ahora los dos niños eran adultos e Ingirid estaba a punto de tener un hijo. Trabajaba como comadrona cerca de Aberdeen, y Eric en el campo, en las Orcadas.

Entonces Bella ya no preguntaba. Sabía que Kenny no iría. En otro tiempo, a Edith le gustaba arreglarse, ir a fiestas elegantes, beber vino y escuchar las conversaciones sobre arte y libros. Al menos, era una forma de sacarle algo de provecho a Bella. Pero Kenny siempre se había plantado. Por lo general, su esposa imponía las reglas, pero cuando se trataba de Bella Sinclair, él se mantenía firme. «Lawrence quizá seguiría aquí si no fuera por ella». Una vez estuvo a punto de añadir: «Esa mujer le rompió el corazón». Pero Edith se habría burlado de él por sentimental. Siempre tuvo una lengua afilada, incluso de niña. Y seguía igual. Sonrió. Más de treinta años casados y todavía le tenía miedo.

Miró su reloj: las nueve y media, más tarde de lo que pensaba. En esa época del año era fácil perder la noción del tiempo. Subía a la colina todas las noches, a menos que hiciera tan mal tiempo que no mereciera la pena. «Para vigilar las ovejas», decía, aunque eso era solo una excusa. Era su forma de escapar del repiqueteo de Edith en el ordenador, un rato solo para él. Cuando Edith trabajaba, la casa parecía una extensión de su oficina y nunca estaba a gusto.

En invierno, a veces cruzaba la colina en coche con una escopeta y una linterna, en busca de conejos. Los paralizaba la luz del coche y se cazaban con facilidad. Tenía un silenciador en el arma para que el primer disparo no asustara a los demás. No le gustaba mucho el sabor del conejo, la carne era demasiado dulce y viscosa, pero esporádicamente lo comía, escondido en un pastel con bastante cebolla y trozos de beicon. Pero la mayoría de las veces acababa tirando casi todos los cadáveres.

«Un desperdicio», decía Edith. De niña pasó estrecheces, y aún imaginaba que los malos tiempos volverían, aunque tenía un buen trabajo y se ocupaba del terreno; Kenny hacía trabajillos en la construcción. No soportaba malgastar, pero tenían ahorros. No pasarían hambre en la vejez ni dependerían de sus hijos.

Llamó a Vaila, su perro, y emprendió el camino de vuelta a casa. Desde allí podía verla, en un ligero alto del terreno, justo al borde del agua, con Herring House elevándose mucho más allá. Más lejos, a lo largo de la orilla, estaba el cementerio. En los viejos tiempos, antes de que construyeran las carreteras, llevaban los cadáveres en barco para enterrarlos. Por eso, en Shetland, los cementerios siempre están cerca del mar. Pensó que le gustaría que llevaran su cuerpo hasta la tumba en su propio barco, pero supuso que algún motivo lo prohibiría.

Un movimiento en la carretera llamó su atención. Ya no veía tan bien como antes, pero le pareció distinguir a alguien que salía de la galería. Observó. Fingía no interesarse por los asuntos de Bella, pero no podía evitar la curiosidad. Sus fiestas no terminaban tan pronto, y el invitado no se subió a un coche para regresar por el camino hasta la carretera principal de Lerwick, sino que siguió la dirección contraria, pasando por delante de la oficina de correos y las tres casas de la orilla, en dirección al embarcadero.

Después, el camino solo llevaba a la antigua rectoría donde vivía Bella y a casa de Kenny y Edith. Más allá de Skoles, el camino se desdibujaba en un estrecho sendero que cruzaba la colina hasta el valle vecino. Por allí solo pasaban Kenny, cuando iba a vigilar sus ovejas, y algún turista.

Kenny observó la silueta hasta que desapareció donde la carretera descendía hacia un pequeño valle. Corría, con andares extraños, inclinándose hacia delante, como si fuera a caerse de bruces. «Típico de la gente que rodea a Bella —pensó—. Artistas. Ni siquiera corren como la gente normal». Siempre atraía a tipos raros. En los veranos de su juventud, la rectoría estaba llena de forasteros que entraban y salían, vestidos con ropa estrafalaria, y por las ventanas abiertas sonaba una música extravagante y el murmullo constante de las conversaciones. Sin embargo, ahora estaba completamente sola, salvo por aquel sobrino. Debería haberse quedado con Lawrence.

Siguió subiendo la colina, contando las ovejas aproximadamente. Más adelante, esa semana tendría que reunir el rebaño y bajarlo para esquilar las ovejas. Lo ayudarían un par de muchachos de Unst, y Martin Williamson también le prometió echarle una mano.

Cuando llegó a casa, eran más de las once, pero Edith seguía en el jardín. Se inclinaba hacia una hilera de judías y arrancaba las malas hierbas con movimientos cortos y agresivos. Debía de haber pasado la mayor parte de la tarde frente al ordenador, porque no había avanzado mucho. Al oírlo acercarse, levantó la vista. Kenny pensó que tenía un aspecto muy cansado. Había estado todo el día en una reunión en Lerwick, y eso siempre la dejaba agotada.

—Entra —dijo Kenny—. Los mosquitos van a devorarnos.

—Espera que termine esta fila.

Kenny la miró inclinada sobre la tierra y pensó en lo terca y fuerte que era.

—¿Has visto a ese hombre? —preguntó cuando ella, por fin, se irguió y apoyó la azada contra la pared de la casa.

—¿Qué hombre? —Alzó la mirada y se apartó un mechón de pelo de la cara.

Kenny pensó que era más guapa que de joven. Antes tenía el rostro algo afilado y estaba demasiado delgada. Lo que antiguamente sentía por ella no era amor, o no ese tipo de amor que salía en las películas, ni el que Lawrence sintió por Bella. Los sentimientos entre Edith y él fueron distintos. Pero se llevaban bien y él supo que saldría perfecto. No se irritarían demasiado el uno al otro. Ahora que ella había cumplido los cincuenta, a veces la miraba con asombro. Apenas tenía arrugas y sus ojos seguían siendo de un azul intenso. Entre ellos hubo una pasión sin energía explosiva mientras los niños eran pequeños.

—¿Qué hombre? —repitió Edith. No parecía molesta por tener que repetir la pregunta, más bien sonreía levemente, como si pudiera adivinar qué estaba pensando él.

—Un hombre que ha salido corriendo de Herring House. Ha tenido que pasar por aquí.

—No lo he visto —dijo ella.

Se irguió, entrelazó su brazo con el de Kenny y lo condujo al interior de la casa.

Edith se levantaba temprano todas las mañanas. Incluso cuando estaban de vacaciones o visitaban a los niños, solía despertarse antes que él. Kenny la oyó en la cocina moviendo la tetera sobre la placa caliente, luego oyó abrirse la puerta. Sabía exactamente lo que hacía: ponerse las botas con el pijama para salir a soltar las gallinas. No empezaba a trabajar hasta las nueve, y antes desayunaban juntos. A él no le resultaba tan fácil dejar la cama, pero en esa época del año Edith apenas lograba dormir.

A menudo, cuando Kenny se levantaba en mitad de la noche para ir al baño, notaba que ella estaba despierta, acostada muy quieta a su lado. Había puesto cortinas gruesas en la ventana, pero las noches blancas de Shetland alteraban su reloj biológico. A algunas personas les pasaba. Cuando Kenny no dormía, se ponía tenso, irritable, y los pensamientos empezaban a dar vueltas en su cabeza. Edith, en cambio, se volvía más pálida, aunque nunca se quejaba de cansancio ni faltaba al trabajo. Una vez, la convenció de que fuera al médico para que le recetara un somnífero, pero a ella no le gustó: dijo que, al día siguiente, se sentía lenta y pesada, incapaz de manejar bien las cosas en el centro. Kenny se alegraba cuando los días empezaban a acortarse y Edith volvía a ser la de siempre.

Le gustaba la media hora que pasaban juntos desayunando antes de que ella se marchara. Para cuando él se había duchado y vestido, Edith ya tenía el té listo y la casa olía a pan tostado. Desde la ducha, se oía el depósito de agua llenándose de nuevo.

Era la directora de un centro de día, de atención a personas mayores con discapacidad. Aún le costaba creerlo: su Edith, al mando de un equipo, manejando presupuestos, asistiendo a reuniones en Lerwick, vestida con elegancia y el pelo recogido. Entrenaba al personal sanitario de Shetland en técnicas de movilización, enseñaba a mover con seguridad a las personas que atendía. Kenny admiraba su fuerza y determinación. Al centro llegaban ancianos de toda la zona en taxi o en autobús. A veces, Edith llamaba a los clientes por su nombre, y a él le sorprendía darse cuenta de que había conocido a esos hombres y mujeres fuertes, incluso intimidantes, cuando era niño, y ahora eran seres frágiles, desorientados, incontinentes.

«¿Llegaré yo a eso? ¿Terminaré mis días jugando al bingo en el centro de día?», pensó. Una vez, se lo soltó a Edith, y ella respondió con su ironía habitual:

—¡Si tienes suerte! Con los precios del petróleo por los suelos y los recortes en sanidad, quizá ni siquiera exista el centro cuando lo necesitemos.

Kenny nunca volvió a mencionar sus temores. Su único consuelo era que esperaba morir antes que ella. Las mujeres viven más que los hombres. No podía imaginar lo que sería quedarse solo.

Sirvió el té y untó mantequilla en la tostada justo cuando Edith entró en la cocina, ya vestida, con el pelo aún mojado, pero recogido en un moño.

—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó.

—Cribar los nabos —respondió Kenny.

Edith hizo un gesto de simpatía, por lo monótona y agotadora que era esa labor: eliminar las plántulas sobrantes para que los nabos tengan espacio para crecer.

—Bueno —dijo—, al menos hace buen día para eso.

Pero desde la noche anterior, Kenny pensaba que, quizá, después de todo, ese día saldría con la barca. No le dijo nada a Edith. Ella trabajaba mucho y él se sentía como un crío pensando en hacer novillos.

Edith terminó la tostada de su plato y se dirigió a la habitación pequeña, que antes era el dormitorio de Ingirid y luego pasó a ser su oficina, para recoger unos documentos y guardarlos en la cartera. Kenny salió con ella le dio un beso y se quedó mirando cómo se iba en el coche.

Había planeado dedicar un par de horas a los nabos antes de sacar la barca, pero en lugar de eso se vio caminando hacia la playa, hasta la caseta donde guardaba el motor fuera borda, las líneas y las nasas. Corría una ligera brisa del este. Por un momento, se preguntó si en realidad le apetecía compañía y pensó quién estaría libre para salir con él a esa hora. Martin Williamson era un joven agradable, pero la mayoría de los días trabajaba una hora en la tienda antes de abrir la cafetería de Herring House.

Se detuvo un instante y en el silencio escuchó los frailecillos del promontorio más allá del muelle. No había tantos como cuando era niño, pero aún quedaban suficientes para oírlos parloteando a lo lejos.

Caminó por la grava que separaba la arena de la carretera. Era un atajo, pero se aseguró de mirar bien dónde ponía los pies. Una vez se torció un tobillo y le dolió durante días. Se detuvo cuando la sombra de Herring House se proyectó en su camino, solo para ver si había alguien, pero parecía vacía. La cafetería de la galería abría más tarde y no había coches aparcados fuera.

La caseta estaba al lado de la carretera, justo haciendo esquina con el embarcadero, unos doscientos metros más adelante. La habían construido Lawrence y él, era bastante sólida, aunque habría que cambiar algunas chapas de metal del tejado dentro de un año o dos. Nunca se molestaban en cerrarla con llave: la usaban todos los que tenían barca en Biddista y casi nadie más pasaba por el embarcadero. Antiguamente, todo lo que la gente necesitaba llegaba en barco: carbón, grano, forraje para los animales. Ahora, de vez en cuando, algunos turistas atracaban allí para pasar la noche, pero ese año ni siquiera había visto muchos. La puerta se cerraba desde fuera con un cerrojo pesado para que no volara con el viento, pero el cerrojo estaba corrido y la puerta, entreabierta. Kenny intentó recordar quién fue el último que pasó por allí, quién habría sido tan descuidado. Bastaba un golpe de viento fuerte para arrancar la puerta de sus bisagras. «Roddy Sinclair —pensó—. Sería muy propio de él». Ese chico no tenía consideración. Una vez había organizado una especie de fiesta en la caseta, y cuando Kenny entró, al día siguiente, encontró un montón de latas rojas, una botella vacía de whisky y a un desconocido durmiendo la mona en un saco de dormir. Tiró de la puerta y aspiró el olor familiar a aceite de motor y pescado. Como tenía a Roddy Sinclair en la cabeza, al principio pensó que el monigote que colgaba del techo era una de sus bromas. Seguro que Roddy se había emborrachado en la fiesta de Bella y quiso hacer una de las suyas. Kenny estaba convencido de que, al acercarse, descubriría que no era más que un saco de fertilizante lleno de paja, vestido con una chaqueta y unos pantalones negros. La cabeza era lisa y tenía un brillo extraño. «Muy realista», pensó Kenny. Empujó la figura. Pesaba más de lo esperado, no parecía de paja. La sombra se balanceó de un lado a otro de la pared del fondo de la caseta, y al girar en la cuerda, Kenny vio el rostro por primera vez. Llevaba una máscara de payaso de plástico brillante, de color blanco, donde se reflejaba la luz de la mañana que entraba por la rendija de la puerta, tenía la boca roja, congelada en una sonrisa grotesca y los ojos vacíos, sin vida. Entonces se dio cuenta de que las manos eran de verdad: piel, nudillos huesudos, uñas lisas, redondas, como de mujer. Pero el monigote no era una mujer sino un hombre, calvo. Un hombre muerto, colgado de una de las vigas del techo, con los dedos de los pies a solo unos centímetros del suelo. Junto a él, volcado de lado, había un gran cubo de plástico.«Debió de ponerlo boca abajo para subirse y luego le dio una patada», pensó Kenny. Sintió la histeria subirle por el estómago. Quiso quitarle la máscara. Le parecía obsceno que un muerto llevara algo así en la cara. Pero no pudo. Entonces, le agarró los brazos para sujetarlo y que no se balanceara. No podía soportar la idea de que siguiera allí, colgado como un espantapájaros en una horca.

Su primer impulso fue llamar por teléfono a Edith. Pero ¿qué podía hacer ella? Así que, sintiéndose un poco ridículo y mareado, salió de la caseta, se sentó sobre la grava y marcó el número de la Policía.

Capítulo 5

Perez recibió la noticia en su móvil mientras iba de camino al trabajo desde casa de Fran. Hasta ese momento, aturdido por la falta de sueño, conducía en modo automático, absorto en los recuerdos de la noche anterior, sin ser consciente de su entorno. En su cabeza aún sonaba la música que Fran había puesto en el reproductor de CD cuando llegaron a su casa: una mujer cantando, algo suave, celta, que no reconoció. Se preguntó si no estaba dándole demasiadas vueltas a lo que había pasado con Fran. Así era él. Se quedó pensativo. Su primera esposa, Sarah, le dijo que esperaba demasiado de ella, que le exigía emocionalmente. «Debería ser más fuerte, más duro, más hombre —pensó—. Me importa demasiado lo que las mujeres piensan de mí».

Entonces recibió la llamada y se obligó a concentrarse. El trabajo era su ancla, algo que sabía hacer bien. Y Sandy, que no era precisamente elocuente, siempre se volvía aún más ininteligible cuando estaba nervioso o excitado. Perez tuvo que esforzarse para entenderlo.

—Tenemos un suicidio —dijo Sandy—. Kenny Thomson lo encontró colgado en la caseta donde los chicos de Biddista guardan los aparejos de pesca.

—¿Quién es? —preguntó Perez.

La voz al otro lado del teléfono lo interrumpió:

—Kenny Thomson. Seguro que lo conoces. Ha vivido en Biddista toda su vida. Trabaja las tierras que suben por la colina desde la bahía…

—No, Sandy. No te pregunto quién lo encontró. ¿Quién es el muerto?

—Lo desconozco. Kenny no lo reconoció. O más bien, asegura que no sabe quién es. Estoy de camino.

—No toques nada —ordenó Perez—, por si acaso.

Sabía que no hacía falta decirlo, pero también, que Sandy lo olvidaría en cuanto llegara. Aun así, le tranquilizaba expresarlo en voz alta.

Mientras conducía por la misma carretera de la noche anterior, recordó al hombre que estalló en llanto en Herring House. Perez no se esforzó demasiado por encontrarlo. Salió por la puerta de la cocina, miró hacia la playa y hacia la carretera, más allá del cementerio, pero no vio ni rastro de él. Si sintió algo en aquel momento, fue alivio. Pensó que tendría coche, de lo contrario, no habría desaparecido tan rápido. Así que se había recuperado, si es que realmente estaba enfermo. Antes de volver a la galería, a Perez se le pasó fugazmente por la cabeza avisar a alguien, pero ¿a quién? ¿Y qué diría? «Atentos, hay un tipo que llora mucho». Podría tener amnesia. Escuchando el vaivén de la marea sobre la grava, decidió no darle importancia. Otro turista perturbado, borracho o drogado. En esta época del año, las islas parecen atraerlos. Llegaban buscando el paraíso o paz, y descubrían que las noches blancas los alteraban aún más. Así que, en lugar de preocuparse por el desconocido sin nombre, pensó en Fran, en la forma de su cuerpo bajo aquel vestido negro de encaje y en cómo sería tocarla.

Volvió a la galería. Desde la carretera vio, a través de los ventanales, que la fiesta seguía, pero tuvo la sensación de que ya estaba terminando. Roddy miraba hacia el mar, aún sostenía el violín bajo la barbilla con naturalidad, como si fuera una extensión de su propio cuerpo. Dentro, Perez notó la decepción en los artistas. Habían vendido algunas piezas, pero esperaban más asistencia y más entusiasmo. Fran agarró de la mano a Fran y le susurró que quería irse a casa. A pesar de los halagos del hombre intenso de pelo negro, necesitaba animarse. Parte de él se alegró de que estuviera un poco triste, porque le daba una excusa para consolarla.

Pero ahora pensaba que el suicidio era demasiada coincidencia. El desconocido del sur estaba claramente angustiado, incluso inestable. El cadáver había aparecido a solo unos cientos de metros de Herring House, el último lugar donde lo habían visto. A Perez nunca se le ocurrió que el hombre pudiera quitarse la vida. Se sintió culpable por su indiferencia, por haber ignorado a un extraño al que solo había visto una vez. Luego, intentó imaginar cómo explicar la situación a Fran. ¿Lo culparía por el suicidio del hombre? Y, contra toda lógica, esperó que al llegar a la caseta del embarcadero de Biddista el muerto fuera otra persona.