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El 'Noli me tángere' de José Rizal es una obra fundamental de la literatura filipina que aborda de manera visceral y crítica las injusticias sociales, la corrupción y el colonialismo en Filipinas bajo dominio español. A través de una narrativa rica y matizada, Rizal utiliza un estilo realista y a menudo simbólico para presentar las vidas de sus personajes, creando una visión profunda de la complejidad de la identidad filipina. La obra se enmarca dentro del contexto del movimiento reformista del siglo XIX, donde Rizal busca despertar la conciencia nacional y fomentar el pensamiento crítico entre sus compatriotas, utilizando una prosa que combina el dramatismo con una crítica mordaz de la situación social y política de su tiempo. José Rizal, médico y escritor, es considerado un héroe nacional en Filipinas debido a su activismo y sus escritos que abogaron por las reformas y el reconocimiento de los derechos de su pueblo. Su formación académica en Europa y su experiencia personal con la opresión colonial influyeron significativamente en su pensamiento y en la creación de 'Noli me tángere'. A través de esta obra, Rizal no solo expone las injusticias del sistema colonial, sino que también hace un llamado a la unidad y a la acción pacífica para lograr un cambio social perdurable. Recomiendo encarecidamente 'Noli me tángere' a cualquier lector interesado en la historia colonial, la lucha por la identidad nacional y los movimientos por los derechos humanos. La obra no solo es un relato cautivador que mantiene en vilo al lector, sino que también es una herramienta pedagógica que invita a la reflexión sobre la lucha por la justicia y la dignidad humana. La capacidad de Rizal para entrelazar la narrativa personal con el contexto social convierte esta obra en un clásico que resuena con las luchas contemporáneas. En esta edición enriquecida, hemos creado cuidadosamente un valor añadido para tu experiencia de lectura: - Una Introducción sucinta sitúa el atractivo atemporal de la obra y sus temas. - La Sinopsis describe la trama principal, destacando los hechos clave sin revelar giros críticos. - Un Contexto Histórico detallado te sumerge en los acontecimientos e influencias de la época que dieron forma a la escritura. - Una Biografía del Autor revela hitos en la vida del autor, arrojando luz sobre las reflexiones personales detrás del texto. - Un Análisis exhaustivo examina símbolos, motivos y la evolución de los personajes para descubrir significados profundos. - Preguntas de reflexión te invitan a involucrarte personalmente con los mensajes de la obra, conectándolos con la vida moderna. - Citas memorables seleccionadas resaltan momentos de brillantez literaria. - Notas de pie de página interactivas aclaran referencias inusuales, alusiones históricas y expresiones arcaicas para una lectura más fluida e enriquecedora.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
En una tierra donde la fe se confunde con el poder y la caridad se trueca en control, una voz se atreve a nombrar las heridas colectivas. Noli me tangere se abre paso en ese cruce peligroso entre devoción y dominación, entre promesas de redención y prácticas de sometimiento. La novela propone una mirada que no esquiva el dolor ni la ternura, y que invita al lector a reconocer cómo las estructuras visibles e invisibles moldean destinos personales y comunitarios. Su tensión central, tan íntima como política, pulsa en cada página como una pregunta urgente: ¿qué significa sanar cuando la herida está en el cuerpo social?
El estatus de clásico de Noli me tangere se sostiene en una conjunción rara: potencia literaria, lucidez histórica y una sensibilidad ética capaz de trascender su época. Como novela de vocación realista, despliega con vigor escenas, voces y registros que fijaron un modelo para el retrato social filipino. Sus temas —identidad, justicia, libertad, educación, responsabilidad cívica— perduran porque tocan fibras universales y, a la vez, nacen de una circunstancia concreta. La obra ha dialogado con generaciones de lectores, críticos y creadores, que han encontrado en sus páginas un prisma para pensar el poder, la memoria y el porvenir.
Escrita por José Rizal, médico y escritor filipino, la novela se compuso en la década de 1880, mientras el autor residía y estudiaba en distintas ciudades europeas. Fue publicada por primera vez en 1887, en Berlín, en lengua española. Ese contexto de formación intelectual, cruce de ideas liberales y corrientes realistas, nutrió la ambición del proyecto narrativo. Sin apartarse de la ficción, Rizal quiso trazar un cuadro verosímil de la sociedad que conocía, con atención a sus tensiones coloniales, sus usos cotidianos y sus dilemas morales. El resultado es un relato que combina observación, imaginación y propósito cívico.
La premisa central sigue el regreso a Filipinas de un joven ilustrado, Juan Crisóstomo Ibarra, tras años de estudios en Europa. Su idealismo, orientado a promover la educación y el progreso, lo enfrenta pronto con un entramado de prejuicios, intereses y jerarquías que ordenan la vida pública y privada. En torno a esa experiencia, la narración articula un conjunto de relaciones familiares, afectivas y comunitarias que muestran cómo el poder incide en la intimidad de los individuos. Sin anticipar giros, basta decir que la novela explora las consecuencias de intentar reformar un mundo que resiste ser mirado de otro modo.
Noli me tangere despliega un fresco social de notable amplitud. Pasa de la capital a la provincia, del salón a la calle, del despacho a la sacristía, para revelar voces y rostros de una sociedad estratificada. Funcionarios, religiosos, profesionales, campesinos y comerciantes comparten escena con personajes cuyo deseo de ascenso, seguridad o reconocimiento los sitúa en conflictos complejos. Este mosaico, cuidadosamente compuesto, evita caricaturas fáciles y apuesta por la densidad moral: incluso las figuras más duras son legibles en su circunstancia, y los inocentes no están libres de contradicción. La novela, así, respira humanidad.
Desde el punto de vista formal, la obra articula sátira, ironía y compasión con un pulso narrativo seguro. El relato alterna momentos de humor y de ternura con episodios de tensión social, valiéndose de descripciones precisas, diálogos vivos y escenas de costumbres que fijan una atmósfera inolvidable. El simbolismo convive con la observación minuciosa, y la trama sentimental se entrelaza con la reflexión política sin sacrificar verosimilitud. Este entramado de recursos estéticos sostiene la lectura en distintos niveles: el placer de la historia, la curiosidad por las vidas de los personajes y la inquietud crítica frente a las estructuras que los condicionan.
El trasfondo histórico es la Filipinas del siglo XIX bajo dominio español, con órdenes religiosas que detentan gran influencia social y administrativa. En ese escenario emergen los ilustrados, un grupo instruido que circula entre archipiélago y Europa, portando lenguajes de reforma y modernidad. La novela recoge ese clima de transición, donde conviven nostalgia, resistencia y deseo de cambio. Sin ceder al panfleto, Rizal retrata prácticas de poder, mecanismos de exclusión y grietas por donde se cuela la esperanza. Esta precisión contextual permite comprender la densidad de los conflictos individuales como síntoma de un orden más amplio.
La recepción inicial estuvo marcada por la polémica. Sectores eclesiásticos y autoridades coloniales objetaron con dureza la obra, y su circulación enfrentó obstáculos y censuras. Precisamente esa controversia da cuenta de su impacto: el libro abrió conversaciones sobre reforma, derechos y ciudadanía que excedieron el ámbito literario. Sin proclamar programas cerrados, ofreció un lenguaje para pensar el presente y organizar demandas. Con el tiempo, su lectura se consolidó en escuelas, universidades y foros culturales, donde se reconoció su valor como documento artístico y testimonio de una sensibilidad pública que buscaba nombrar lo indecible.
La influencia del Noli alcanzó a generaciones posteriores de escritores y pensadores en Filipinas, que hallaron en su forma de novela social un marco para explorar identidad, poder y pertenencia. Junto con su continuación, El filibusterismo, conforma un díptico que ha nutrido debates literarios y cívicos sobre la nación y la modernidad. Su impulso se percibe en ensayos, relatos, dramaturgias y reelaboraciones críticas que dialogan con sus preguntas. Más que un monumento inmóvil, la obra funciona como un dispositivo de lectura del país: cada época la relee para interrogarse, y cada lector descubre en ella resonancias nuevas.
En lo lingüístico, la novela se sostiene en un español atento a registros y matices, capaz de captar ritmos locales sin renunciar a la claridad. La prosa, precisa y evocadora, se abre a escenas de costumbres, a momentos de introspección y a secuencias de tensión social que fijan memorias duraderas. Este equilibrio entre nitidez narrativa y densidad simbólica contribuye a su perdurabilidad: el texto puede abordarse como historia de formación, como relato coral o como crítica institucional. Esa flexibilidad, lejos de diluir su propósito, lo amplifica, porque permite que lectores diversos encuentren su propia puerta de entrada.
Las razones de su carácter clásico no se agotan en su relevancia histórica. Noli me tangere ofrece personajes complejos que interpelan a la imaginación moral, situaciones que exigen juicio y lenguaje que habilita la reflexión. Propone, además, una idea exigente de ciudadanía: la de una comunidad que se piensa a sí misma, que examina sus instituciones y que asume la responsabilidad de educarse. La valentía de su mirada —crítica sin deshumanizar, firme sin estridencia— explica la vigencia de su voz. Leerlo es aprender a distinguir entre piedad y paternalismo, entre autoridad y abuso, entre tradición y clausura.
En tiempos presentes, la novela mantiene su atractivo porque sus temas no han caducado: el impacto social de la educación, la tentación de confundir religión con poder, la fragilidad del estado de derecho y la búsqueda de un nosotros plural. Su perdurable encanto literario, unido a la fuerza ética de su planteo, invita a nuevas generaciones a dialogar con el pasado para imaginar futuros más justos. Este libro, que nació de una urgencia cívica y de una ambición estética, sigue convocando a leer con cuidado y a mirar con coraje: ahí reside su vigencia y su promesa duradera.
Publicada en 1887 en Berlín, Noli me tángere de José Rizal sitúa su acción en las Filipinas del siglo XIX bajo dominación española. La novela inicia con un banquete en casa del influyente Capitán Tiago, donde se presenta a Juan Crisóstomo Ibarra, un joven filipino que regresa tras años de estudios en Europa. El salón reúne autoridades civiles y eclesiásticas, especialmente frailes con gran peso social. Ese mosaico de invitados deja entrever jerarquías, rivalidades y una cortesía aparente que oculta tensiones profundas. En medio del protocolo, Ibarra encarna el optimismo reformista de quien ha visto otras realidades y quiere aplicarlas en su tierra natal.
Pronto se perfila su proyecto central: levantar una escuela en San Diego, el pueblo de su familia, convencido de que la educación puede abrir caminos de dignidad y progreso. Su iniciativa rinde tributo a la memoria de su padre, Don Rafael, comerciante respetado que sufrió persecuciones. Ibarra halla apoyo social moderado, pero también recelos de aquellos que ven en la instrucción un desafío al orden. Su compromiso afectivo con María Clara, joven de virtud idealizada y educada bajo la tutela de los frailes, añade una dimensión íntima a sus aspiraciones. La pareja simboliza un futuro posible, amenazado por viejas querellas y nuevas intrigas.
San Diego revela pronto su compleja anatomía de poder. La autoridad municipal y la guardia civil chocan con el dominio de las órdenes religiosas, cuyos intereses marcan ritmos cotidianos y decisiones colectivas. El retrato satírico alcanza a figuras pretenciosas y arribistas, cuyas ambiciones personales gravitan alrededor del prestigio clerical. En ese entorno, los conflictos entre alférez y frailes se trasladan a la plaza, la iglesia y el cuartel, afectando a todos. La novela muestra cómo los mecanismos del miedo, la reputación y la obediencia sostienen una red donde lo público y lo privado se vigilan mutuamente, con escaso margen para la autonomía cívica.
Junto al debate sobre la instrucción, la obra ilumina la vulnerabilidad de los sectores humildes. Sisa, madre campesina, lucha por proteger a sus hijos Basilio y Crispín, monaguillos expuestos a abusos y sospechas. La acusación contra el menor y la impotencia de la familia revelan la asimetría de una justicia administrada por quienes detentan la fuerza y el púlpito. A medida que la presión social se intensifica, el sufrimiento callado de Sisa encarna el costo humano de un sistema que criminaliza la pobreza. La compasión que suscita su vía crucis convierte su historia en contrapeso moral al lujo y la retórica de los poderosos.
Elías, misterioso barquero, entra en escena como figura de conciencia y experiencia amarga. Conoce de cerca arbitrariedades y humillaciones, y advierte a Ibarra de los peligros que entraña reformar sin comprender la profundidad del agravio. Sus encuentros, que incluyen episodios de riesgo salvados en el último instante, forjan un vínculo entre el idealismo ilustrado y la protesta popular. Elías, escéptico de las promesas oficiales, insta a mirar la realidad sin velos. En torno a él se articulan preguntas sobre métodos y fines: ¿basta con persuadir a las autoridades o se requiere otra clase de acción para detener los abusos?
Las presiones se vuelven tácticas. Obstáculos administrativos, zancadillas políticas y sermones velados socavan el proyecto escolar. La influencia eclesiástica, expansiva en lo moral y lo material, limita la autonomía de las iniciativas civiles. Las fiestas patronales, procesiones y confesiones públicas se convierten en escenarios donde reputaciones se apuntalan o destruyen. María Clara, protegida por convenciones estrictas, queda atrapada entre la devoción filial y la obediencia a un entorno que negocia alianzas sin consultarle. Rumores y documentos comprometedores circulan como armas simbólicas, capaces de reordenar alianzas y reducir a sospecha cualquier gesto de independencia.
El clima de hostilidad alcanza un acto público en San Diego, marcado por una maniobra peligrosa que pone a prueba la vida y la credibilidad de Ibarra. El episodio, más allá de sus consecuencias inmediatas, siembra dudas sobre quién controla realmente el destino del pueblo. A partir de entonces, se entrecruzan vigilancia, informes y acusaciones que tildan de subversivo lo que antes se había presentado como filantrópico. Ibarra debe conciliar prudencia y convicción, mientras aliados vacilan ante el miedo a represalias. El marco legal, lejos de proteger, se percibe como un instrumento maleable a voluntad de quienes manejan el poder.
Hacia el último tramo, varias tramas confluyen en noches de sobresalto y caminos apartados. Persisten la búsqueda de justicia y el anhelo de reconciliación, pero también el peso de secretos antiguos que reconfiguran la identidad de más de un personaje. María Clara enfrenta decisiones que confrontan amor, honra y mandato social. Sisa y sus hijos encuentran un desenlace que habla del costo del abandono institucional. Ibarra, cercado por malentendidos y traiciones, mide el alcance de su proyecto frente a límites que ya no son solo personales. Sin resolver aún el futuro, la narración recapitula heridas colectivas y la urgencia de respuestas responsables.
Noli me tángere trasciende su época como espejo crítico de una sociedad sometida a la alianza entre poder colonial y autoridad clerical. El libro plantea la educación como llave de emancipación, denuncia la hipocresía que normaliza el abuso y confronta la tensión entre reforma gradual y ruptura. Sin agotar todos sus enigmas ni clausurar el destino de sus figuras centrales, la obra invita a pensar en la dignidad humana, la legalidad y la responsabilidad cívica. Su vigencia radica en interpelar, con lucidez y compasión, cualquier contexto donde el privilegio pretenda imponerse sobre el derecho y la verdad.
Noli me tángere apareció en 1887, cuando Filipinas era una colonia española de más de tres siglos, gobernada desde Manila por un gobernador general y una burocracia estrechamente vinculada a la Iglesia católica. La vida cotidiana se ordenaba en torno a parroquias y ayuntamientos, y el poder real en los pueblos recaía a menudo en los párrocos y en la principalia local. La novela sitúa su acción en este fin de siglo marcado por tensiones entre tradición y modernidad, en un archipiélago atravesado por rutas comerciales, con Manila como capital administrativa y cultural, y con instituciones coloniales que moldeaban la autoridad, la moral pública y el acceso a la justicia.
El orden colonial reposaba en la unión de Iglesia y Estado. Las órdenes religiosas —dominicos, agustinos, franciscanos y recoletos— administraban la mayoría de parroquias, dirigían escuelas, registraban nacimientos y defunciones y ejercían enorme influencia política. Los frailes controlaban haciendas y arrendamientos, mediaban en disputas y podían inclinar elecciones municipales. La obra refleja y critica esa preeminencia clerical: muestra cómo el párroco podía bloquear proyectos educativos, influir en matrimonios o condicionar la reputación de las familias, evidenciando la dependencia de los habitantes respecto de autoridades espirituales que, en la práctica, también eran temporales.
Desde mediados del siglo XIX, una disputa crucial enfrentó a los sacerdotes seculares —muchos de ellos filipinos— con los regulares por el control de parroquias: la llamada cuestión de la secularización. El liderazgo de Pedro Peláez y José Burgos, y el terremoto de 1863 que sacudió Manila, enmarcaron este conflicto. La rebelión de Cavite de 1872 sirvió de pretexto para una represión amplia, incluida la ejecución de los sacerdotes Gómez, Burgos y Zamora, cuyo martirio marcó a una generación. Aunque Noli me tángere evita la arenga, su retrato de abusos parroquiales y postergación del clero nativo dialoga con ese trasfondo de poder eclesiástico y castigo ejemplar.
En la metrópoli, la Revolución de 1868 y el breve experimento liberal alimentaron expectativas de reforma imperial: ciudadanía, representación y limitación del poder eclesiástico. La Restauración borbónica a partir de la década de 1870 estabilizó el régimen, pero muchas promesas se atenuaron, sobre todo en las colonias. En Filipinas, la administración alternó gestos modernizadores con la preservación de privilegios. La novela recoge esas contradicciones: personajes que invocan legalidad y progreso chocan con autoridades que apelan al orden y a la tradición, reflejando el vaivén entre un liberalismo retórico y una práctica colonial conservadora.
De ese escenario surgió el Movimiento Propagandista, una corriente reformista de ilustrados filipinos establecidos en España y otras capitales europeas. Sus demandas —secularización efectiva, representación en las Cortes, igualdad ante la ley, libertad de imprenta y educación laica— se difundieron en periódicos como La Solidaridad (fundada en 1889). José Rizal, médico y ensayista, integró esta constelación y optó por la novela como instrumento persuasivo. Noli me tángere emplea la narrativa realista para debatir los mismos puntos: denuncia arbitrariedades, reivindica la instrucción pública y cuestiona la confusión entre autoridad civil y religiosa, buscando convencer a un público peninsular y criollo.
La educación era un campo estratégico. Universidades como Santo Tomás y colegios como el Ateneo Municipal formaban a las élites bajo tutela eclesiástica, con fuerte peso del latín y la escolástica. El castellano no era lengua mayoritaria: su dominio se concentraba en ciudades y capas altas, lo que limitaba el acceso a ideas ilustradas. Rizal, formado en ciencias y medicina, encarnó un ideal de progreso técnico. En la novela, la escuela, los maestros y los métodos pedagógicos aparecen como terreno de disputa entre renovación y dogma, y muestran cómo el control clerical de la instrucción podía frenar la movilidad social y la difusión del pensamiento crítico.
El orden social colonial se estructuraba por origen y casta: peninsulares, insulares, mestizos españoles o chinos y los llamados indios, además de indígenas no reducidos en zonas periféricas. La principalia monopolizaba cargos locales como gobernadorcillo y cabeza de barangay, mediando entre pueblo y autoridades. Honor, linaje y fortuna regían alianzas y matrimonios. Noli me tángere explora estas jerarquías y los mecanismos de prestigio, desde tertulias urbanas hasta rituales cívico-religiosos, mostrando cómo la distinción de sangre y las redes de patronazgo condicionaban aspiraciones personales y comunitarias en un sistema que hacía de la deferencia social una herramienta de control.
La economía experimentó transformaciones profundas. Manila se abrió al comercio exterior en 1834, y otros puertos —como Iloilo en la década de 1850 y Cebu en la de 1860— conectaron el archipiélago a mercados globales. Se consolidaron cultivos de exportación como el azúcar, el abacá y el café, mientras el monopolio estatal del tabaco (1782–1882) marcó regiones del norte. Las órdenes religiosas poseían vastas haciendas arrendadas a inquilinos, escenario de tensiones por rentas y desahucios. La novela alude a este entramado agrario y a la dependencia de los campesinos, subrayando cómo la tierra, la deuda y el patronazgo determinaban la vida rural.
Los mecanismos fiscales y laborales apuntalaron el régimen. El tributo tradicional dio paso en 1884 a la cédula personal, símbolo de sujeción y llave para trámites. El polo y servicios imponía días anuales de trabajo forzoso conmutables por pago, dirigidos a obras públicas o servicios del Estado. Además, levas y requisas podían recaer selectivamente sobre los menos influyentes. Noli me tángere representa estas cargas y su aplicación desigual, exhibiendo cómo tasas, multas y obligaciones servían tanto a la recaudación como al disciplinamiento, y cómo la conmutación favorecía a quienes tenían efectivo, ahondando brechas sociales.
La seguridad pública se confió a cuerpos como la Guardia Civil, introducida en Filipinas en la década de 1860 para combatir bandidaje y asegurar caminos. En la práctica, su despliegue coexistió con detenciones arbitrarias, registros sin garantías y violencia cotidiana contra sospechosos, especialmente en zonas rurales. El marco legal, aunque inspirado en códigos españoles, se aplicaba con discrecionalidad. La novela ofrece escenas donde el temor a la denuncia y a las redadas eclipsa la confianza en tribunales, subrayando la distancia entre la ley escrita y la justicia vivida en pueblos donde el arma y el uniforme imponían obediencia.
Manila condensaba contrastes. Intramuros mantenía su carácter administrativo y eclesiástico, mientras los arrabales y la Escolta bullían con comercios, imprentas, cafés y teatros. El río Pasig articulaba transportes y oficios, y la vida urbana combinaba tertulias ilustradas con procesiones y fiestas patronales. La obra abre ventanas a este mundo de banquetes, debates y apariencias, donde la etiqueta y el rumor tenían peso político. En ese ambiente, la sociabilidad de salón y la cultura del honor convivían con la vigilancia moral, la censura de costumbres y la vigilancia policial, generando un clima donde lo público y lo privado se mezclaban estratégicamente.
Tecnologías del siglo XIX aceleraron el intercambio. El Canal de Suez (1869) acortó la travesía entre Europa y Asia, facilitando que jóvenes filipinos estudiaran en Madrid, París o Berlín y regresaran con ideas y redes. El telégrafo, los vapores y una prensa más barata densificaron la circulación de noticias. Noli me tángere se imprimió en Berlín gracias, entre otros apoyos, al financiamiento de Máximo Viola, aprovechando talleres modernos y relativa libertad editorial. Aunque el público lector en Filipinas era restringido, el texto circuló en núcleos urbanos y entre reformistas, mostrando cómo la técnica podía abrir resquicios en un régimen de control.
La salud pública y la ciencia ocuparon el centro del debate modernizador. Epidemias de cólera en la década de 1880 evidenciaron carencias sanitarias y tensiones entre saber médico y prácticas religiosas. Desde principios del siglo XIX, decretos habían impulsado cementerios extramuros por razones higiénicas, resistidos en algunos pueblos. Rizal, médico, conocía ese terreno: en la novela, la enfermedad y la muerte interpelan supersticiones y negligencias, y los cementerios periféricos simbolizan la marginalidad de los pobres. El contraste entre empirismo clínico y autoridad clerical sirve para cuestionar el retraso institucional en adoptar medidas basadas en evidencia.
El comercio colonial también se entretejía con la presencia china, vital desde siglos atrás. Comerciantes sangleys y sus descendientes mestizos ocupaban eslabones clave en abasto, crédito menor y distribución, pese a episodios de restricción y estigmatización. En el siglo XIX, su papel creció al calor de las exportaciones y la urbanización. La novela registra la diversidad étnica de la colonia y la ambivalencia hacia los intermediarios económicos, revelando cómo la competencia, los prejuicios y las alianzas de conveniencia se traducían en colaboraciones o exclusiones, y cómo la movilidad de ciertos grupos tensaba los límites de la jerarquía colonial.
El aparato judicial combinaba la Real Audiencia de Manila, juzgados locales y un entramado de ordenanzas. En teoría, existían recursos y procedimientos; en la práctica, la distancia, los costos y la injerencia de autoridades religiosas y militares minaban garantías. La censura previa y los juicios por imprenta limitaban la crítica pública; las penas espirituales podían reforzar sanciones civiles. Noli me tángere presenta expedientes manipulados, confesiones arrancadas y reputaciones destruidas, para ilustrar un Estado de derecho frágil donde la dignidad dependía menos de la norma que del favor, y donde la palabra impresa era vigilada con celo.
La cultura política de fin de siglo incluyó espacios asociativos: tertulias, sociedades científicas, círculos de lectura y, en Europa, logias masónicas frecuentadas por algunos propagandistas. Allí se ensayaron lenguajes de ciudadanía y reforma. La novela, escrita para un público culto hispanohablante, adopta recursos del realismo europeo para describir costumbres, ironizar sobre el clericalismo y exponer las contradicciones de la colonia. Al hacerlo, inserta Filipinas en debates transatlánticos sobre secularización, educación y límites del poder, sin romper del todo con el horizonte de reformas legales que animaba a los ilustrados.
La publicación de Noli me tángere provocó reacciones inmediatas. En Manila, comisiones de censura eclesiástica emitieron dictámenes que calificaron la obra de ofensiva a la religión y al orden, y se disuadió su lectura. Aun así, el libro circuló en copias traídas por viajeros y se leyó en círculos reformistas y de la élite urbana. Las autoridades coloniales observaron con desconfianza a su autor y a su entorno, viendo en la novela un desafío simbólico al statu quo. Lejos de agotar el tema, Rizal continuó la crítica en El filibusterismo (1891), profundizando el examen de las estructuras de poder y sus efectos sociales y morales, sin abandonar el registro realista-histórico que inició aquí, amplificando debates que seguirían marcando el final del dominio español en el archipiélago.
José Rizal (1861–1896) fue un escritor, médico y pensador filipino cuya obra y actuación pública marcaron el final del siglo XIX en Filipinas, entonces colonia española. Figura central del movimiento ilustrado y reformista, articuló en español una crítica humanista a los abusos coloniales y a la intolerancia, al tiempo que defendió la educación, la dignidad cívica y el progreso científico. Sus dos novelas de tesis, publicadas en Europa, impulsaron una nueva conciencia nacional y le valieron tanto admiración como persecución. Su ejecución en 1896, tras un consejo de guerra, lo convirtió en símbolo del anhelo de reformas profundas y de la emergencia de una identidad filipina moderna.
Nacido en la provincia de Laguna, recibió una formación rigurosa en Manila durante la adolescencia, destacándose en humanidades y ciencias en el Ateneo Municipal. Cursó estudios superiores en la Universidad de Santo Tomás y, más tarde, se trasladó a Madrid para obtener el grado en Medicina en la Universidad Central. Complementó su especialización en oftalmología con estancias de perfeccionamiento en centros europeos, donde entró en contacto con corrientes liberales, el pensamiento científico positivista y debates sobre ciudadanía y secularización. Ese ambiente cosmopolita nutrió su vocación literaria y ensayística, afianzó su disciplina de trabajo y lo integró en redes de discusión reformista transnacional.
Su trayectoria literaria se consolidó con Noli me tangere (1887), novela publicada en Berlín que satiriza estructuras de poder y denuncia agravios sociales desde una perspectiva ilustrada. Le siguió El filibusterismo (1891), impresa en Gante, más sombría en tono y centrada en las consecuencias ético-políticas de la injusticia. Ambas obras, escritas en español y dirigidas a lectores metropolitanos y criollos, circularon en Filipinas pese a la censura y suscitaron polémicas en la prensa peninsular y colonial. Sin revelar tramas, su combinación de crítica social, análisis psicológico y propuesta cívica convirtió a estas novelas en hitos del realismo reformista hispano-filipino.
Además de la narrativa, Rizal cultivó el ensayo y la investigación histórica. En La Solidaridad publicó Filipinas dentro de cien años (1889–1890), prospectiva sobre el porvenir político del archipiélago, y Sobre la indolencia de los filipinos (1890), donde discute causas estructurales del atraso imputado a la población. Preparó también una edición anotada de los Sucesos de las Islas Filipinas de Antonio de Morga (1890), con comentarios que reivindican logros precoloniales y cuestionan relatos dominantes. Su poesía incluye A la juventud filipina (1879) y el texto póstumo conocido como Mi último adiós. Dominó varios idiomas y mostró interés constante por la filología y la etnografía.
En el ámbito público, participó en el llamado movimiento de Propaganda, integrado por ilustrados filipinos que desde España abogaban por reformas: representación política, igualdad jurídica, libertad de imprenta, educación laica y profesionalización del funcionariado. Colaboró en La Solidaridad, a menudo bajo seudónimos como Laong Laan y Dimasalang, y defendió métodos pacíficos y legales. De regreso al archipiélago impulsó en 1892 la Liga Filipina, asociación cívica orientada a la solidaridad económica y la educación del ciudadano. La reacción colonial fue inmediata: vigilancia, detención y destierro administrativo, que interrumpieron su proyecto reformista sin apagar la circulación de sus ideas entre lectores y simpatizantes.
Durante su exilio en Dapitan (1892–1896) ejerció la medicina, promovió escuelas y obras comunitarias, y continuó su labor intelectual y científica. Con el estallido de la guerra en Cuba, solicitó servir como médico civil, pero en 1896 fue detenido durante el viaje, sometido a consejo de guerra en Manila y condenado. La ejecución por fusilamiento se llevó a cabo el 30 de diciembre de 1896 en Bagumbayan, hecho que causó conmoción pública y numerosas reacciones en la prensa internacional. En la víspera compuso el poema que la tradición tituló Mi último adiós, testimonio de su fe en la educación, la justicia y la patria.
El legado de Rizal trasciende su muerte. Sus novelas, ensayos y poemas permanecen en el canon escolar y universitario, traducidos a múltiples lenguas y objeto de debate crítico. Su figura encarna un nacionalismo cívico, laicista y humanista que influyó en generaciones posteriores, incluso entre quienes optaron por vías distintas a las suyas. Conmemoraciones oficiales, monumentos, investigaciones académicas y un día nacional de recuerdo subrayan su centralidad en la historia filipina. Más allá de Filipinas, representa un puente entre Asia y el mundo hispánico del siglo XIX, y un ejemplo de cómo la literatura y la ciencia pueden articular una agenda pública.
Nació en Calamba é hizo sus primeros estudios en Manila, donde publicó sus poesías juveniles. Tenía sólo trece años cuando dió al teatro un melodrama en verso que llevaba por título: Junto al Pásig, y después de esta producción, favorablemente acogida por el público y la prensa, escribió una oda A la Juventud filipina y una loa denominada El Consejo de los Dioses, dedicada á conmemorar el centenario de Cervantes.
Discípulo de los jesuítas, recibió de éstos educación esmerada, con que se acrecentó su natural ingenio. En 1882, siendo aún muy joven, pasó á España y cursó la carrera de médico y la de Filosofía y Letras.
Poco después, visitó las principales poblaciones de Europa y se entregó con ardor al estudio de la filología. Conocedor de algunas lenguas clásicas, quiso aprender los principales idiomas europeos, y merced á su aplicación, su claro entendimiento y sus viajes, salió airoso de su intento. Poseyó, además del tagalo, su lengua materna, el español y el ilocano, aunque este último no le fué nunca familiar como el primero.
No conoció la pereza. En las horas que su profesión de médico le dejaba libres, pintaba y esculpía. Su habilidad de escultor era muy notable, y, según Blumentritt, revelaba verdadera vocación de artista, encariñado con la improductiva y hermosa labor.
Vivió sucesivamente en París, Bruselas, Berlín, Londres, Gante y las principales ciudades del Rhin, flores abiertas al lado de las fecundas aguas. También se detuvo en Italia y cruzó los lagos de Suiza, que parecen reflejar en sus ondas la alegría y la pureza del cielo del Mediodía.
En 1890, después de su viaje al Japón, volvió á Madrid y con Marcelo del Pilar y otros filipinos publicó La Solidaridad, periódico consagrado á la defensa de los intereses del Archipiélago. Su vigorosa campaña, sólo secundada por algunos liberales, no mereció la aprobación de los políticos en general, y, desalentado, se marchó á Bélgica, fijando otra vez su residencia en la ciudad de Gante, donde publicó un libro titulado El Filibusterismo.
Desde Gante envió á La Solidaridad algunos bien escritos artículos que le acreditaban de audaz polemista y distinguido literato, y allí corrigió las notas destinadas á la nueva edición del curioso libro de Morga, Sucesos de las Islas Filipinas, reimpreso en París.
Pero el dulce recuerdo del país natal no le abandonaba un solo instante: en Filipinas vivía su amada, allí tenía sus parientes y amigos que le llamaban sin cesar, deseosos de abrazarle, y por su desgracia partió, en el punto en que estallaba la sangrienta revuelta de Calamba, suceso inesperado que le obligó á detenerse en Hong-Kong.
Meses después, desoyendo los consejos de sus paisanos y los requerimientos de la prudencia, fiado en la decantada lealtad española, nada menos que partió á Manila y fué detenido al llegar, no obstante el salvoconducto que llevaba, refrendado por el Capitán general del Archipiélago.
Se le envió desterrado á Dapitán (Mindanao[1]) y se le prohibió toda comunicación con sus partidarios, á la vez que la autoridad local le sometía á la más escrupulosa vigilancia. Esta incomunicación no impidió que, cuatro años más tarde, al declararse la insurrección por él prevista, se le procesase militarmente y se le condujese á Manila.
En Septiembre de 1896 vino á Barcelona, recomendado á la benevolencia de las autoridades militares por el general Blanco, que noblemente quería arrancarle al poder de sus enemigos. Pero éstos, que eran los más fuertes y se obstinaban en perderle, resueltos á lograr la muerte del patriota filipino, pidieron nuevo Consejo de guerra y Rizal no tuvo más remedio que volver á Manila.
El tribunal militar, en vista de los datos aportados al juicio, desestimó las pruebas aducidas por el defensor, y no reconoció, ó no pudo reconocer la inocencia del procesado, que desde hacía muchos años estaba materialmente imposibilitado para conspirar ó preparar una revuelta, y que, en sus libros ó de palabra, había demostrado el inmenso amor que sentía por España.
El día 30 de Diciembre, al despuntar el alba, ofreció su vida á la patria, en aquel campo de Bagumbayan donde Burgos y sus compañeros derramaran con placer su sangre rebelde, que tan cara hemos pagado con la sangre de nuestros soldados y el dinero de nuestros mercaderes.
Noli me tángere es un libro imperfecto, muy agradable, ingenuo, romántico, notable por su valentía, en el que están retratados de cuerpo entero los hombres á quienes debemos la pérdida de todas las colonias.
Escrito para los indios que debían leerle en tagalo, ilocano y visayo, tiene la sencillez de un relato más sentimental que artístico; y su mérito consiste en haber sido publicado oportunamente, cuando era necesario que al combate precediese la advertencia, inspirada en nobles deseos y dirigida á un adversario más corajudo y más obcecado que leal.
No sabemos si la sinceridad patriótica que resplandece en la obra de Rizal desarmará á sus detractores. En todo caso conviene advertir que este libro no es para leído ante un Consejo de guerra. Contiene afirmaciones que deben ser meditadas y alusiones que no pueden ser comprendidas por la justicia militar. Acaso el españolismo de los españoles esté reñido con el de Rizal. Eso consiste en que los poetas no piensan ni sienten como los demás hombres. Si Rizal no fué español al uso, sus razones tendría para ello. ¿Acaso nosotros hemos sido filipinos más que para devastar y ensangrentar el Archipiélago?
Geógrafos eminentes creen que la dominación española ha sido más tolerable que un protectorado holandés ó inglés.
En efecto, somos demasiado perezosos para ser crueles, y no sacamos la espada más que en los casos de apuro, cuando ya fuera mejor dejarla quieta al cinto. Esta indolencia es la causa de las desgracias que nos afligen. Hemos descuidado siempre el lado utilitario de una conquista para aceptar tan sólo las místicas ventajas que ésta nos ofrecía. Somos los conquistadores que, en nombre del Señor, toman posesión de una tierra inculta y no se dignan mejorarla.
Nuestra candidez nos valdrá los elogios que, por pura fórmula, se consignan en una Geografía. Y se dirá de nosotros que tenemos el mejor método de colonización, el cual consiste en no colonizar, y que podíamos haber conservado todas las posesiones con sólo prescindir por un instante del Altísimo, ó lo que es igual, de sus frailes.
Sin contar con que, en lo concerniente á la lisonjera afirmación de nuestra bondad, podría hacerse más de un distingo, pues no hay que olvidar que los últimos gobernadores de las colonias se han mostrado tan severos como Simón de Anda, sin imitarle en las cosas buenas que supo hacer.
Poesía escrita por Rizal la víspera de su muerte.
¡Adiós, patria adorada, región del sol querida!
Perla del mar de Oriente, nuestro perdido edén;
á darte voy alegre la triste, mustia vida.
Si fuera más brillante, más fresca, más florida,
también por tí la diera, la diera por tu bien.
En campos de batalla, luchando con delirio,
otros te dan sus vidas, sin dudas, sin pesar;
el sitio nada importa: ciprés, laurel ó lirio,
cadalso ó campo abierto, combate ó cruel martirio,
lo mismo es, si la piden la patria y el hogar.
Yo muero cuando veo que el cielo se colora
y al fin anuncia el día tras lóbrego capuz;
si grana necesitas para teñir tu aurora,
vierte la sangre mía, derrámala en buen hora,
y dórela un reflejo de tu naciente luz.
Mis sueños cuando apenas muchacho adolescente;
mis sueños cuando joven, ya lleno de vigor,
fueron el verte un día, joya del mar de Oriente,
secos los negros ojos, alta la tersa frente,
sin ceños, sin arrugas ni manchas de rubor.
¡Ensueño de mi vida, mi ardiente y vivo anhelo!
¡Salud! te grita el alma que pronto va á partir.
¡Salud!... ¡Oh! ¡que es hermoso caer por darte vuelo,
morir por darte vida, morir bajo tu cielo,
y en tu encantada tierra la eternidad dormir!
Si sobre mi sepulcro vieses brotar un día,
entre la espesa hierba, sencilla, humilde flor,
acércala á tus labios, que es flor del alma mía,
y sienta yo en mi frente, bajo la tumba fría,
de tu ternura el soplo, de tu hálito el calor.
Deja á la luna verme con luz tranquila y suave,
deja que el alba envíe su resplandor fugaz;
deja gemir al viento con su murmullo grave,
y si desciende y posa sobre mi cruz un ave,
deja que el ave entone un cántico de paz.
Deja que el sol ardiente las lluvias evapore
y al cielo tornen puras con mi clamor en pos;
deja que un ser amigo mi fin temprano llore;
y en las serenas tardes, cuando por mí alguien ore,
ora también ¡oh patria! por mi descanso á Dios.
¡Ora por todos cuantos murieron sin ventura;
por cuantos padecieron tormentos sin igual,
por nuestras pobres madres, que lloran su amargura;
por huérfanos y viudas, por presos en tortura,
y porque pronto veas tu redención final!
Y cuando en noche oscura se envuelva el cementerio,
y sólo restos yertos queden velando allí,
no turbes el reposo, no turbes el misterio;
pero si acordes oyes de cítara ó salterio,
soy yo, querida patria, yo que te canto á tí.
Y cuando ya mi tumba, de todos olvidada,
no tenga cruz, ni piedra que marquen su lugar,
deja que la are el hombre, que la esparza la azada,
que todas mis cenizas se vuelvan á la nada,
y en polvo de tu alfombra se vayan á formar.
¡Entonces nada importa me pongas en olvido!
Tu atmósfera, tus campos, tus valles cruzaré;
vibrante y limpia nota seré para tu oído;
aroma, luz, colores, rumor, canto, gemido,
constante repitiendo la esencia de mi fe!
¡Mi patria idolatrada, dolor de mis dolores;
querida Filipinas, oye el postrer adiós!
Ahí te dejo todo: ¡mis padres, mis amores!
¡voy á do no hay esclavos, verdugos ni opresores,
donde la fe no mata, donde el que reina es Dios!
¡Adiós, padres y hermanos, trozos del alma mía,
amigos de la infancia en el perdido hogar!
Dad gracias; ya descanso del fatigoso día.
¡Adiós, dulce extranjera, mi amiga, mi alegría!
¡Adiós, queridos seres!... ¡Morir es descansar!
Hoy, 30 de Diciembre de 1901, hace cinco años que cayó en Manila bajo el plomo de los soldados de España, víctima del encono de sus enemigos, el apóstol de la libertad de Filipinas, verdadero mártir de la causa de su patria.
Hé aquí como describe un periodista español aquel tristísimo suceso:
«Todavía se cometió otro delito más grave de lesa humanidad. Al caer el infeliz reo, atravesado el corazón por la espalda, en medio de aquel tenebroso cuadro formado por miles de españoles, entre los que se destacaban elegantes mujeres, cual impúdicas damas de la bárbara Roma en una fiesta del Coliseo, al sonar la mortífera descarga y dar en tierra aquel endeble cuerpo sobre el paseo de la Luneta, una exclamación general de vivas y bravos fué la única y piadosa oración cristiana, que elevaron al cielo tantos espectadores.»
El Dr. Rizal fué asistido en la capilla por sus antiguos profesores los P. P. Faura, Villaclara y Viza, y el misionero P. Balaguer, á quien había conocido durante su destierro en Dapitán. A la mañana siguiente despidióse de su septuagenaria y desconsolada madre y de su hermana, casóse con su fiel compañera la irlandesa Josefina Brocken, escribió á su hermano, compuso una poesía y preparóse para ir al fusilamiento.
Entre un piquete de artilleros, y asistido por los padres March y Villaclara, salió de la fortaleza de Santiago á las siete de la mañana; al entrar en el cuadro despidióse de su defensor con un apretón de manos, y puesto de frente á los soldados indígenas encargados de la ejecución, pretendió morir cara á cara, mas seguro de que habían de herirle por la espalda, recomendó lo hicieran al corazón, y exclamando «Consummatum est», recibió la descarga, dió media vuelta, vaciló un poco, y cayó sobre el costado derecho en un escalón de la Luneta, y junto á un grupo de arbustos. Un tiro de gracia le remató en seguida, quedando ilesa su cabeza y con los ojos abiertos.
(De La Correspondencia, de Puerto Rico).
Regístrase en la historia de los padecimientos humanos un cáncer de un carácter tan maligno, que el menor contacto le irrita y despierta en él agudísimos dolores. Pues bien, cuantas veces en medio de las civilizaciones modernas he querido evocarte, ya para acompañarme de tus recuerdos, ya para compararte con otros países, siempre se me presentó tu querida imagen con un cáncer social parecido.
Deseando tu salud que es la nuestra, y buscando el mejor tratamiento, haré contigo lo que con sus enfermos los antiguos: exponíanlos en las gradas del templo, para que cada persona que viniese á invocar á la Divinidad les propusiese un remedio.
Y á este fin, trataré de reproducir fielmente tu estado sin contemplaciones; levantaré parte del velo que encubre el mal, sacrificando á la verdad todo, hasta el mismo amor propio, pues, como hijo tuyo, adolezco también de tus defectos y flaquezas.
Europa 1886.
El Autor
Afines de Octubre, don Santiago de los Santos, conocido popularmente con el nombre de «Capitán Tiago», daba una cena, que, sin embargo de haberla anunciado aquella tarde tan sólo, contra su costumbre, era ya el tema de todas las conversaciones en Binondo, en otros arrabales y hasta en Intramuros. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre más rumboso, y sabíase que su casa, como su país, no cerraba las puertas á nadie, como no fuese al comercio ó á toda idea nueva ó atrevida.
Como una sacudida eléctrica corrió la noticia en el mundo de los parásitos, moscas ó colados que Dios crió en su infinita bondad, y tan cariñosamente multiplica en Manila. Unos buscaron betún para sus botas; otros, botones y corbatas, pero todos preocupados del modo como habían de saludar más familiarmente al dueño de la casa, para hacer creer en antiguas amistades, ó excusarse, si á mano viniese, de no haber podido acudir más temprano.
Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague, y ya que no recordamos su número, la describiremos de manera que se la reconozca aún, si es que los temblores no la han arruinado. No creemos que su dueño la haga derribar, porque de este trabajo ordinariamente se encarga allí Dios ó la Naturaleza, que también tiene de nuestro Gobierno muchas obras contratadas.—Es ello un edificio bastante grande, á estilo de los muchos del país, situado hacia la parte que da á un brazo del Pásig[2], llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los ríos de Manila, el múltiple papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta agua potable, si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal en donde más el tráfico bulle y aturde el vaivén, en una distancia de casi un kilómetro, apenas cuenta con un puente de madera, descompuesto por un lado durante seis meses é intransitable por el otro el resto del año, de tal suerte, que los caballos en la temporada del calor aprovechan este permanente stato quo para desde allí saltar al agua, con gran sorpresa del distraído mortal, que en el interior del coche dormita ó filosofa sobre los progresos del siglo.
La casa á que aludimos es algo baja y de líneas no muy correctas: que el arquitecto que la haya construído no viera bien, ó que esto fuera efecto de los terremotos y huracanes, nadie puede decirlo con seguridad. Una ancha escalera de verdes balaustres y alfombrada á trechos conduce desde el zaguán ó portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas y tiestos de flores sobre pedestales de losa china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.
Pues que no hay porteros ni criados que pidan ó pregunten por el billete de invitación, subiremos, ¡oh tú que me lees, amigo ó enemigo! si es que te atraen los acordes de la orquesta, la luz ó el significativo clin clan de la vajilla y de los cubiertos, y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla del Oriente. Con gusto y por comodidad mía te ahorraría á tí de la descripción de la casa, pero esto es muy importante, pues nosotros los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican por nuestras conchas[1q]; por esto y otras cualidades más como tortugas son también los mortales de Filipinas.—Si subimos, nos encontraremos de golpe en una espaciosa estancia, llamada allí caída, no sé por qué, que esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de la orquesta. En medio, una larga mesa, adornada profusa y lujosamente, parece guiñar al colado con dulces promesas, y amenazar á la tímida joven, á la sencilla dalaga, con dos horas mortales en compañía de extraños, cuyo lenguaje y conversación suelen tener un carácter muy particular. Contrastando con estos terrenales preparativos están los abigarrados cuadros de las paredes, representando asuntos religiosos como El Purgatorio, El Infierno, El Juicio final, La muerte del Justo, La del Pecador, y en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo Renacimiento que Arévalo tallara, un curioso lienzo de grandes dimensiones en que se ven dos viejas... La inscripción dice: Nuestra Señora de la Paz y Buenviaje, que se venera en Antipolo, bajo el aspecto de una mendiga, visita en su enfermedad á la piadosa y célebre capitana Inés.1 La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece ya un cadáver en putrefacción por los tintes amarillos y azules de su rostro; los vasos y demás objetos, ese cortejo de las largas enfermedades, están reproducidos tan minuciosamente que se ven hasta sus contenidos. Al contemplar estos cuadros que excitan el apetito é inspiran ideas bucólicas, acaso piense alguno que el maligno dueño de la casa conocía muy bien el carácter de la mayor parte de los que se han de sentar á la mesa, y para velar un poco su pensamiento ha colgado del plafón preciosas lámparas de China, jaulas sin pájaros, esferas de cristal azogado, rojas verdes y azules, plantas aéreas marchitas, pescados desecados é inflados, que llaman botetes, etc., cerrando el todo por el lado que mira al río con caprichosos arcos de madera, medio chinescos medio europeos, y dejando ver en una azotea emparrados y glorietas alumbrados escasamente por farolitos de papel de todos colores.
Allá en la sala están los que han de comer, entre colosales espejos y brillantes arañas: allá, sobre una tarima de pino, está el magnífico piano de cola de un precio exorbitante, y más precioso aún esta noche, porque nadie lo toca. Allá hay un grande retrato al óleo de un hombre bonito, de frac, tieso, recto, simétrico como el bastón de borlas que lleva entre sus rígidos dedos cubiertos de anillos: el retrato parece decir:
—¡Ejem! !mirad cuánto llevo puesto y qué serio estoy!
Los muebles son elegantes, acaso incómodos y malsanos: el dueño de la casa no pensaría en la higiene de sus convidados, sino en el propio lujo.—¡Es cosa terrible la disentería, pero os sentáis en sillones de Europa y eso no se tiene siempre! les diría él.
La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres, como en las iglesias católicas y en las sinagogas. Ellas son unas cuantas jóvenes entre filipinas y españolas: abren la boca para contener un bostezo, pero la tapan al instante con sus abanicos; apenas murmuran algunas palabras; cualquiera conversación que se aventura muere entre monosílabos, como esos ruidos que se oyen de noche en una casa, ruidos causados por ratones y lagartijas. ¿Son acaso las imágenes de diferentes Nuestras Señoras que cuelgan de las paredes las que las obligan á guardar el silencio y la compostura religiosa, ó es que aquí las mujeres forman una excepción?
La única que recibía á las señoras era la vieja, prima de Cpn. Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistía en ofrecer á las españolas una bandeja de cigarros y buyos[3]2, y en dar á besar la mano á las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana acabó por aburrirse y, aprovechando el ruido de un plato que se rompía, salió precipitadamente, murmurando:
—¡Jesús! ¡Esperad, indignos!
Y no volvió á parecer.
En cuanto á los hombres, éstos ya hacían más ruido. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, en uno de los rincones, mirando de cuando en cuando y señalando á veces con el dedo á varias personas de la sala; y se reían entre ellos más ó menos disimuladamente; en cambio, dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo á otro de la sala á grandes pasos, como hacen los aburridos pasajeros sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la mayor animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.
El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco, pero duro y breve.—Uno de los frailes, un joven dominico, hermoso, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, tenía una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y fué en años anteriores catedrático en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico, tanto, que en los tiempos en que los hijos de Guzmán se atrevían aún á luchar en sutilezas como los seglares, el hábil argumentador B. de Luna no había podido jamás embrollarle ni cogerle: los distingos de fray Sibyla le dejaban como al pescador que quiere coger anguilas con lazos. El dominico hablaba poco y parecía pesar sus palabras.
Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. Sin embargo de que sus cabellos empezaban á encanecer, parecía conservarse bien su robusta naturaleza. Sus correctas facciones, su mirada poco tranquilizadora, sus anchas quijadas y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y, sin quererlo, os acordaréis de uno de aquellos tres monjes de que habla Heine en sus Dioses en el destierro, que por el Equinoccio de Septiembre, allá en el Tirol, pasaban á media noche en barca un lago, y cada vez depositaban en la mano del pobre barquero una moneda de plata, como el hielo fría, que le dejaba lleno de espanto. Sin embargo, fray Dámaso no era misterioso como aquellos; era alegre, y si el timbre de su voz era brusco como el de un hombre que jamás se ha mordido la lengua, que cree santo é inmejorable cuanto dice, su risa alegre y franca borraba esta desagradable impresión, y hasta se veía uno obligado á perdonarle el enseñar en la sala unos pies sin calcetines y unas piernas velludas, que harían la fortuna de un Mendieta en las ferias de Quiapo3.
Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz que, á juzgar por sus dimensiones, no debía ser suya; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país: con éste sostenía el franciscano una viva discusión.
—Ya lo verá,—decía el fraile;—como cuente en el país algunos meses, se va á convencer de lo que le digo: una cosa es gobernar en Madrid y otra estar en Filipinas.
—Pero...
—Yo, por ejemplo,—continuó fray Dámaso levantando más la voz para no dejarle al otro la palabra,—yo que cuento ya veintitres años de plátano y morisqueta4, yo puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; conozco al indio. Haga cuenta que desde que llegué al país, fuí destinado á un pueblo, pequeño, es verdad, pero muy dedicado á la agricultura. Todavía no sabía yo muy bien el tagalo, pero ya confesaba á las mujeres, y nos entendíamos, y tanto me llegaron á querer que, tres años después, cuando me pasaron á otro pueblo mayor, vacante por la muerte del cura indio, todas se pusieron á llorar, me colmaron de regalos, me acompañaron con música...
—Pero eso sólo demuestra...
—¡Espere, espere usted! ¡no sea tan vivo! El que me sucedió permaneció menos tiempo, y cuando salió tuvo más acompañamiento, más lágrimas y más música, y eso que pegaba más y había subido los derechos de la parroquia casi el doble.
—Pero usted me permitirá...
—Aun más; en el pueblo de san Diego he estado veinte años y sólo hace algunos meses que lo he... dejado (aquí pareció disgustarse). Veinte años, no me lo podrá negar nadie, son más que suficientes para conocer un pueblo. San Diego tenía seis mil almas, y yo conocía á cada habitante como si yo lo hubiese parido y amamantado: sabía de qué pie cojeaba éste, dónde le apretaba el zapato á aquél, quién le hacía el amor á aquella dalaga, qué deslices había tenido ésta y con quién, cuál era el verdadero padre del chico, etcétera, como que confesaba á todo bicho; se guardaban bien de faltar á su deber. Dígalo, si miento, Santiago, el dueño de la casa; allí tiene muchas tierras y allí fué donde hicimos nuestras amistades. Pues bien, verá usted lo que es el indio; cuando salí, apenas me acompañaron unas viejas y algunos hermanos terceros, ¡y eso que he estado veinte años!
—Pero no hallo que eso tenga que ver con el desestanco del tabaco,—contestó el rubio aprovechando una pausa, mientras el franciscano tomaba una copita de Jerez.
Fray Dámaso, lleno de sorpresa, por poco deja caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven.
—¿Cómo? ¿cómo?—exclamó después, con la mayor extrañeza.—Pero ¿es posible que no vea usted eso que es claro como la luz? No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?
Esta vez fué el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó más las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón á fray Dámaso ó para negársela. El dominico se contentó con volverles casi las espaldas á todos.
—¿Cree usted?...—pudo al fin preguntar muy serio el joven y mirando lleno de curiosidad al fraile.
—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!
—¡Ah! perdone usted que le interrumpa,—dijo el joven bajando la voz y acercando un poco su silla;—hapronunciado una palabra que llama todo mi interés: ¿existe verdaderamente, nativa, esa indolencia en los naturales, ó sucede, según un viajero extranjero, que nosotros excusamos con esta indolencia la nuestra propia, nuestro atraso y nuestro sistema colonial? Hablaba de otras colonias cuyos habitantes son de la misma raza...
—¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que también conoce el país; ¡pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual!
—En efecto,—contestó el hombre pequeñito, que era el aludido,—en ninguna parte del mundo puede usted ver otro más indolente que el indio, ¡en ninguna parte del mundo!
—¡Ni otro más vicioso, ni más ingrato!
—¡Ni más mal educado!
El joven rubio principió á mirar con inquietud á todas partes.
—Señores, dijo en voz baja, creo que estamos en casa de un indio; esas señoritas...
—¡Bah! ¡no sea usted tan aprensivo! Santiago no se considera indio, y además, no está presente y... ¡aunque estuviera! Esas son tonterías de los recién venidos. Deje que pasen algunos meses; cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailujan5, dormido en los catres y comido mucha tinola.
—¿Es acaso eso que usted llama tinola una fruta de la especie del loto que vuelve á los hombres... así... como olvidadizos?
—¡Qué loto ni qué lotería!—contestó riendo el padre Dámaso;—está usted tocando el bombo. Tinola es un gulaí6 de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?
—Cuatro días,—profirió el joven algo picado.
—¿Viene como empleado?
—No, señor: vengo por cuenta propia para conocer el país.
—¡Hombre, qué pájaro más raro!—exclamó fray Dámaso mirándole con curiosidad.—¡Venir por cuenta propia y por tonterías! ¡Qué fenómeno! Habiendo tantos libros... con tener dos dedos de frente... muchos han escrito así grandes libros! Con tener dos dedos de frente...
—Decía vuestra reverencia, padre Dámaso,—interrumpió bruscamente el dominico cortando la conversación,—que ha estado vuestra reverencia veinte años en el pueblo de San Diego y lo ha dejado... ¿No estaba vuestra reverencia contento del pueblo?
Fray Dámaso, á esta pregunta, hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió repentinamente la alegría y dejó de reir.
—¡No!—gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.
El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:
—Doloroso debe ser dejar un pueblo donde se ha estado veinte años, y que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la Comunidad... para bien mío.
Fray Dámaso por primera vez en aquella noche parecía muy preocupado. De repente dió un puñetazo sobre el brazo de su sillón y, respirando con fuerza, exclamó:
—¡O hay religión ó no la hay, esto es, ó los curas son libres ó no! ¡El país se pierde, está perdido!
Y volvió á dar otro puñetazo.
Toda la sala, sorprendida, se volvió hacia el grupo: el dominico levantó la cabeza para mirarle por debajo de sus gafas. Los dos extranjeros que se paseaban paráronse un momento, se miraron, enseñáronse un poco sus dientes incisivos, y continuaron acto seguido su paseo.
—¡Está de mal humor porque usted me lo ha tratado de reverencia!—murmuró al oído del joven rubio el señor Laruja.
—¿Qué quiere vuestra reverencia decir? ¿qué le pasa?—preguntaron el dominico y el teniente en diferentes tonos de voz.
—¡Por eso vienen tantas calamidades! ¡Los gobernantes sostienen á los herejes contra los ministros de Dios!—continuó el franciscano levantando sus robustos puños.
—¿Qué quiere usted decir?—volvió á preguntar el cejijunto teniente, medio levantándose.
—¿Qué quiero decir?—repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con el teniente.—¡Yo digo lo que yo quiero decir! Yo, yo quiero decir que cuando el cura arroja de su cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey tiene derecho á mezclarse y menos á imponer castigos. Conque un generalito, un generalito Calamidad7...
—¡Padre, su excelencia es Vice Real Patrono!—gritó el militar levantándose.
—¡Qué excelencia ni qué Vice Real Patrono!—contestó el franciscano levantándose también.—En otro tiempo se le hubiera arrastrado escaleras abajo, como lo hicieron una vez las Corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!
—Le advierto que yo no permito... ¡Su Excelencia representa á S. M. el rey!
—¡Qué rey ni qué Roque! para nosotros no hay más rey que el legítimo...
—¡Alto!—gritó el teniente amenazador y como si se dirigiera á sus soldados;—ó retira usted cuanto ha dicho ó mañana mismo doy parte á Su Excelencia...
—¡Ande usted ahora mismo, ande usted!—contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándosele con los puños cerrados.—¿Cree usted que porque yo llevo hábito, me faltan?... ¡Ande usted que todavía le presto mi coche!
La cuestión tomaba un giro cómico, pero afortunadamente intervino el dominico.
—¡Señores!—dijo en tono de autoridad y con esa voz nasal que sienta tan bien á los frailes,—no hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso las del hombre de las del sacerdote. Las de éste, como tal, per se, jamás pueden ofender, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una subdistinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore pero no in corde y las que dice in corde
