Notas de paso - Federico Monjeau - E-Book

Notas de paso E-Book

Federico Monjeau

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"Federico Monjeau era —es— un crítico y un ensayista natural. Sin ser un estilo ostentoso o que buscara una singularidad deliberada, el suyo siempre fue rápidamente reconocible: claridad de la prosa, afición por la lógica, cierto aire moral, calado de amplísimo rango, y cierta —digámoslo sin temor— dulzura. Aun siendo un escritor sobrio —nunca seco— no podía disimular lo afectuoso que era. Un afecto sin autorización para debilitar su rigor. A mediados de 2016, Clarín le ofreció a Monjeau escribir una columna semanal en un nuevo suplemento. Hacía unos treinta años que trabajaba en el diario, pero lo pensó largos días. No se creía a la altura del desafío. Puede sonar ridículo ahora que estas páginas reúnen decenas de "Notas de paso", como decidió bautizarlas con gracia y liviandad. Le sobraba paño, y meses después soltó una frase que pronunció sin desplazarse un milímetro de su modestia: "Esos ensayos me convirtieron en escritor". En este libro se trata sobre todo de música clásica y contemporánea, pero Monjeau podía atacar y glosar con solvencia el rock, el pop, el folclore, el tango, el jazz y, por supuesto, las canzonettas del napolitano Roberto Murolo, uno de sus predilectos. O aventurarse con agudeza y originalidad en los cruces menos obvios entre música y literatura, o, por ejemplo, en hondas y precisas disquisiciones sobre el cineasta Éric Rohmer como crítico musical. En una de varias crónicas de viaje, sobre Catamarca, le basta un solo guiño a su métier, por medio del ballet, para hacer girar todo el texto alrededor de ese centro solapado, a la manera de un lento y hermoso carrusel" (Matías Serra Bradford).

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Federico Monjeau

NOTAS DE PASO

Selección y prólogo de Matías Serra Bradford

 

Federico Monjeau era —es— un crítico y un ensayista natural. Sin ser un estilo ostentoso o que buscara una singularidad deliberada, el suyo siempre fue rápidamente reconocible: claridad de la prosa, afición por la lógica, cierto aire moral, calado de amplísimo rango, y cierta —digámoslo sin temor— dulzura. Aun siendo un escritor sobrio —nunca seco— no podía disimular lo afectuoso que era. Un afecto sin autorización para debilitar su rigor.

A mediados de 2016, Clarín le ofreció a Monjeau escribir una columna semanal en un nuevo suplemento. Hacía unos treinta años que trabajaba en el diario, pero lo pensó largos días. No se creía a la altura del desafío. Puede sonar ridículo ahora que estas páginas reúnen decenas de “Notas de paso”, como decidió bautizarlas con gracia y liviandad. Le sobraba paño, y meses después soltó una frase que pronunció sin desplazarse un milímetro de su modestia: “Esos ensayos me convirtieron en escritor”.

En este libro se trata sobre todo de música clásica y contemporánea, pero Monjeau podía atacar y glosar con solvencia el rock, el pop, el folclore, el tango, el jazz y, por supuesto, las canzonettas del napolitano Roberto Murolo, uno de sus predilectos. O aventurarse con agudeza y originalidad en los cruces menos obvios entre música y literatura, o, por ejemplo, en hondas y precisas disquisiciones sobre el cineasta Éric Rohmer como crítico musical. En una de varias crónicas de viaje, sobre Catamarca, le basta un solo guiño a su métier, por medio del ballet, para hacer girar todo el texto alrededor de ese centro solapado, a la manera de un lento y hermoso carrusel.

MATÍAS SERRA BRADFORD

FEDERICO MONJEAU (Mar del Plata, 1957 - Buenos Aires, 2021)

Fue crítico musical, ensayista y profesor universitario. Se desempeñó como profesor titular de estética musical en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y dictó seminarios en numerosas universidades nacionales y extranjeras. Durante más de cuarenta años escribió crítica musical en medios como La Razón, Página/12 y Clarín. También colaboró en una gran cantidad de revistas, entre ellas Diario de Poesía y Punto de Vista, en la que además fue miembro del consejo editor. En 1991 creó y dirigió Lulú. Revista de Teorías y Técnicas Musicales.

Es autor de los libros La invención musical. Ideas de historia, forma y representación (2004); Un viaje en círculos. Sobre óperas, cuartetos y finales (2018), y Viaje al centro de la música moderna. Conversaciones con Francisco Kröpfl (2021).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorA modo de prólogo. El crítico como artista mimético, Matías Serra BradfordI. PreludiosII. En viajeIII. In memoriamIV. Silencios e intrigasV. Vocales y operísticasVI. Más acáVII. PolémicasVIII. Algunas seriesIX. Desvíos literariosX. Pequeños laberintos y fugas inesperadasXI. Rusia y otros desvelosXII. Codas y rematesCréditos

A modo de prólogo. El crítico como artista mimético

A mediados de 2016, Clarín le ofreció a Federico Monjeau escribir una columna semanal en un nuevo suplemento. Hacía unos treinta años que trabajaba en el diario, pero lo pensó largos días. No se creía a la altura del desafío. Puede sonar ridículo ahora que estas páginas reúnen decenas de “Notas de paso”, como decidió bautizarlas con gracia y liviandad. Le sobraba paño, y meses después soltó una frase que pronunció sin desplazarse un milímetro de su modestia, siempre como un poco casual. La frase —transcripta se oye con una pompa que está en las antípodas de cómo fue dicha— todavía resuena: “Esos ensayos me convirtieron en escritor”.

Para intentar ser más claro: como todo auténtico humilde, Federico tenía una relación de orgullo —y por ende de sobreexigencia— para con lo que hacía. La tensión entre timidez intermitente y cortesía constante quizás era parte de su incomodidad para asumirse en toda la dimensión que le fue dado portar y transmitir. Ampliemos: su recato remitía a una elegancia un tanto anacrónica, y al revés, y ambas reenviaban a una inteligencia pudorosa, y esta a una sutileza crítica insustituible. Una persona, como se decía antes, de una sola pieza. A Federico Monjeau le cabía —le cabe— una expresión anticuada, casi risible en estos tiempos bajos: “Nobleza de alma”.

Conversando en el bar del tercer piso del diario, contra la ventana, mirando hacia Tacuarí, “con vista al mar”, como bromeábamos, le insistí más de una vez en que debía armar distintos libros, de familias temáticas, “zonales”, con sus cientos de crónicas, reseñas y entrevistas. Nunca dejó de mostrarse reacio. Por mi parte, nunca dejé de subrayar el costado documental de esos registros; parece más viable convencer a alguien de la calidad de lo que hace esgrimiendo razones de apariencia más objetiva. Él, mientras tanto, se tomaba examen cada siete días. Preparaba las notas con anticipación, con cuidado, rumiándolas por lo bajo. Era un trabajo de tiempo completo, un fervor que a veces no puede explicarse —ni a personas muy cercanas— acerca de la labor crítica. Ya que estamos: Federico era extraordinario para la reacción inmediata —el comentario de un concierto al día siguiente— y para la maduración lenta. (Lenta en términos periodísticos: una semana de margen.) En los agradecimientos de Un viaje en círculos aclara que algunos capítulos de ese libro “se esbozaron en columnas o críticas publicadas en Clarín, un diario que en muchas ocasiones es para mí un primer banco de pruebas”. Como otros colegas, estaba haciendo un libro —en este caso, más de uno— sin saberlo.

Federico Monjeau era —es— un crítico y un ensayista natural. Sin ser un estilo ostentoso o que buscara una singularidad deliberada, el suyo siempre fue rápidamente reconocible: claridad de la prosa, afición por la lógica, cierto aire moral, calado de amplísimo rango, y cierta —digámoslo sin temor— dulzura. Aun siendo un escritor sobrio —nunca seco— no podía disimular lo afectuoso que era. Un afecto sin autorización para debilitar su rigor. Es raro que haya una nota —“artículos de ocasión” era su título alternativo— que en algún recodo no se detenga en una reveladora minucia íntima, o arriesgue un retrato relámpago del músico aludido: Schoenberg, Gilberto, Bach, Berón, Scarlatti, Wagner, Debussy, Feldman, Gandini.

Si la ocasión se presentaba, era capaz de calificar a algunos de “directores sentimentalmente sospechosos”. Se dejaba seducir por pistas biográficas o incluso desvíos en teoría ajenos a la música. Como en la descripción de una pintura de “una deliciosa ironía” en un museo de Montreal, que “da un efecto silenciosamente cómico”. O dando fe, como al pasar, de una de sus creencias: “Pero tampoco el crítico tiene que posar de crítico todo el tiempo”. (Como si él mismo alguna vez hubiera posado.)

Monjeau también era —es— brillante para delinear el cuadro psicológico de un compositor o pianista, y su refinamiento espiritual —no puede llamárselo de otro modo— captaba como por contagio e intoxicación, era sensible a lo no realizado por un artista (ver el obituario de Michael Gielen) y estaba particularmente atento a la relación de un intérprete con su repertorio.

Entraban en acción curiosos polos en su escritura. Esa combinación de soltura, exactitud y calidez lo arrimaba justamente a lo que elogiaba bajo el paraguas de “ensayistas ingleses”, un elenco que tanto admiraba. Aludía seguido, no obstante, a lo engañosamente simple. Versátil, justo, ecuánime, de posiciones fuertes, tenía un modo de escribir como en capas. Un historiador disimulado, al pasar, que nunca dejaba de ser informativo (en el mejor de los sentidos). Dotado de una puntería única para calificar la música, y una facilidad y una maestría insuperables para asociar y comparar y contrastar obras distantes en el tiempo y en el estilo. Lo mismo que para los finales, en especial los finales suaves, con fade. Igual que en una obra musical, son tantos los matices de los que se ocupaba y de los que era capaz que es imposible, y acaso aguafiestas, anticiparlos o señalarlos todos. La sinceridad incondicional de sus reacciones incluía la exhibición de dudas y confesiones: admitía abierta y repetidamente que en una sobremesa familiar llegó a escuchar cinco veces un tema de Paul Simon con el fin de descubrir su “secreto”.

Se multiplican los matices de un eclecticismo milagroso. En este libro se trata sobre todo de música clásica y contemporánea, pero Monjeau podía atacar y glosar con solvencia el rock, el pop, el folclore, el tango, el jazz y, por supuesto, las canzonettas del napolitano Roberto Murolo, uno de sus predilectos. O aventurarse con agudeza y originalidad —lo logra acá más de una vez— en los cruces menos obvios entre música y literatura, o, por ejemplo, en hondas y precisas disquisiciones sobre el cineasta Éric Rohmer como crítico musical. En una de varias crónicas de viaje, sobre Catamarca, le basta un solo guiño a su métier, por medio del ballet, para hacer girar todo el texto alrededor de ese centro solapado, a la manera de un lento y hermoso carrusel.

Hablando de paisajes desiertos y deshabitados, a Monjeau lo atraían los espejismos y los misterios irresolubles, como queda claro en uno de los textos sobre el director Carlos Kleiber: “El enigma no se reduce, sino que se magnifica; como si algo se esfumara justo cuando creemos que estamos a punto de alcanzarlo”. Sin alarde, Federico sabía observar y decir cosas únicas. En la misma serie sobre Kleiber señala:

También allí conoció a su futura esposa, Stanka, una bellísima bailarina de origen esloveno con la que vivió toda su vida. En una de las fotografías que muestra la película de Wübbolt, Stanka tiene un aire de familia con Martha Argerich, que es también un aire de época: en la sonrisa, en la mirada, en el peinado.

Las series son, a todo esto, la singularidad más visible de estas “Notas de paso” que obedecen a un formato por entregas. Otro género, prodigioso, para el periodismo en una época de burda simplificación.

Un crítico al que le va la vida en lo que hace busca al compositor con temperatura y temperamento afines. Monjeau lo encontró muy profundamente en Mariano Etkin: “La nota del trombón quedará hermosamente suspendida”, había consignado en La invención musical. En ese mismo libro y capítulo reveló sin querer una analogía aplicable a sus oraciones y ensayos: “Los sonidos no se caen, duran lo que tienen que durar”. Como Etkin, Monjeau era alguien que estaba decididamente del lado de lo tenue, de lo sutil, de la reserva: “La forma de la frase no progresa mucho más en el curso de la obra, pero permanece como si un pequeñísimo núcleo emocional pretendiese asomar a la conciencia o como si un aire nos rozase”, anotó sobre Recóndita armonía, de este mismo compositor.

Estas notas nos devuelven su voz (leerlo es otra manera de oírla) y, para quienes lo conocimos y tratamos, nos van devolviendo escenas inolvidables, como su parpadeo de niño asustado cuando alguien le hacía una broma que implicaba palmearlo en un brazo o un hombro. O su súbita mirada en diagonal, apuntalada por una sonrisa implacable, rogando que el otro no soñara con tomarle el pelo. O el modo en que se reía, con una incomodidad agradecida, cuando alguien le hacía un buen regalo. O su franqueza para opinar de otros, favorable o desfavorablemente, nunca con saña personal (como si los otros fueran, asimismo, obras).

Suplencias y relevos, podría decirse. Estas notas prolongan una conversación con sus libros ya publicados, La invención musical y Un viaje en círculos y, desde luego, con el que se editó pocas semanas después de su muerte, Viaje al centro de la música moderna, su largo diálogo con el compositor Francisco Kröpfl, un libro sumamente técnico y poético a la vez. A Federico lo apasionaba conversar —caso rarísimo, parte de su gentileza nata: lo apasionaba escuchar— e hizo del diálogo una parte medular de su oficio, en cientos de entrevistas. Es justamente en el prólogo de Viaje al centro… donde sin darse cuenta desliza un posible axioma de su trabajo en general y en particular: “Hacer extensivo un privilegio”.

Una última escena antes de subir el telón: llovía a cántaros después de un concierto de Martha Argerich en el ex Correo Central; ya habíamos cenado; en la esquina de avenida Córdoba y San Martín, mientras esperaba que consiguiera un taxi, él en medio de la calle, yo en la vereda, lo vi ahí encorvado bajo el paraguas, emponchado en su impermeable de mil batallas, a la manera de un poeta del siglo XIX, reflejado en el espejo de agua del asfalto, y sentí que nunca Federico había sido tan él mismo como en esa escena perdida para el cine. Esa imagen lo representaba y grababa entero; el diluvio una banda de sonido —equivalente a un libro o una vida— intraducible a una partitura.

 

MATÍAS SERRA BRADFORD

I. PRELUDIOS

La música y los sentidos

Daniel Barenboim sostiene que el oído es un órgano “más inteligente” que el ojo, porque tiene más memoria:

En la música —me explicó el director en medio de una entrevista publicada en este diario— las cosas se repiten y el oyente las recuerda. Por lo tanto cada pequeño cambio que se produce es algo que lo excita, que lo inspira. Cuando en un concierto para piano de Mozart viene el tema por segunda vez y toma otro sendero, el oído que escucha inteligentemente lo recuerda.

Los intentos por establecer jerarquías entre los sentidos podrían recordarnos las jerarquías que a su vez existen históricamente en el dominio del sonido musical. El sentido del oído musical tendría algo así como cuatro “subsentidos”, cada uno referido a algún aspecto del sonido: altura, duración, intensidad, timbre, aspectos que también presentan su propio sistema de jerarquías. Según Carl Dahlhaus, la altura y el timbre se encuentran en las dos puntas de un eje, como dos extremos de una jerarquía completada por duración e intensidad; la primera más cerca de la altura y la segunda más cerca del timbre.

Pero volvamos por un momento a nuestro naturalista Guillermo Enrique Hudson, esta vez no por sus observaciones sobre las melodías de los pájaros, sino por su teoría del olfato, que desarrolla en el último capítulo de Días de ocio en la Patagonia, de 1893. Escribe Hudson en “El perfume de las ‘buenas noches’”, acaso lo más proustiano que se haya escrito antes de Marcel Proust:

Cuando después de largo tiempo se percibe un olor olvidado, antes familiar y ahora estrechamente unido al pasado, la recuperación repentina e inesperada de la sensación perdida nos impresiona tanto como el descubrimiento accidental de un montón de oro escondido por nosotros en otra época de la vida y olvidado luego; o del mismo modo que nos emocionaríamos al encontrarnos frente a un amigo querido, a quien no veíamos desde hacía mucho tiempo y que imaginábamos muerto. La sensación recobrada sorpresivamente es, para nosotros y por un momento, más que una simple sensación: es como rescatar algo del pasado irreparable.

No ocurre lo mismo con el sentido de la vista.

No nos emocionamos de este modo —continúa Hudson—, o por lo menos en el mismo grado, viendo objetos y oyendo sonidos asociados con escenas pasadas. […] Si, por ejemplo, oigo el canto de un pájaro que no he escuchado en los últimos veinte años, no me parece que en ese lapso no lo haya oído realmente, puesto que lo recuperé en la mente miles de veces; por eso no me sorprende o me llega como algo que, habiéndose perdido, se ha recobrado ahora y, por lo tanto, no me conmueve.

El gran poder del olfato vendría de la mano, en cierta forma, de su debilidad. El olor se borra de inmediato; es imposible reproducir mentalmente un olor, por eso su reaparición es tan poderosa y tiene semejante poder de evocación. Sin duda esta representación está en la base de la célebre magdalena mojada en té del primer volumen de En busca del tiempo perdido, aunque Hudson no sitúa el olfato y el gusto en el mismo plano emocional. El olfato es más puro, y por lo tanto más intenso. “La finalidad de lo que se come —apunta Hudson en una kantiana apología del desinterés— es satisfacer una necesidad corporal, dando al mismo tiempo un deleite momentáneo y puramente animal.” Los olores evocados no vuelven como olores, sino como ideas, y por este motivo Hudson considera que el olfato es, como la vista y el oído, un sentido intelectual.

Si las jerarquías y la valoración de los sentidos, por distintas razones, no parecen fijados de una vez y para siempre, lo mismo puede ocurrir con los subsentidos del oído musical. El sistema de jerarquías planteado por Dahlhaus tiene una larga historia por detrás, pero eso no quiere decir que los músicos no hayan buscado revocarlo o alterarlo.

O directamente invertirlo, como hizo Arnold Schoenberg cuando ideó la “melodía de timbres”. El músico lo esbozó en la última página de su Tratado de armonía, de 1911. Qué pasaría, especulaba el autor, si en lugar de variar las alturas manteniendo fijo el timbre o instrumento, lo que variase fuese el timbre y lo fijo fuese la altura. Imaginemos, por ejemplo, un mismo do tocado sucesivamente por flauta, violín, arpa y trompeta. Tendríamos algo así como una melodía de timbres.

El músico lo llevó a la práctica en la tercera de las Cinco piezas para orquesta op. 16, llamada Farben (colores), en la que un acorde permanece casi inalterado del principio al fin. Es de 1909. Fue una fantasía orquestal que en Schoenberg no llegó a concretarse en un sistema, un subversivo murmullo en medio de una revolución más estruendosa.

Toses, aplausos y poemas: en busca del auditorio ideal

Las predicciones del pianista Glenn Gould sobre la desaparición de las salas de concierto en el siglo XXI todavía parecen lejos de cumplirse, aunque no siempre estas salas son el sitio ideal para escuchar música. El Teatro Colón es sin duda nuestro mejor auditorio, pero es a la vez ingobernable. Asiste un público con motivaciones muy dispares: musicales, predominantemente sociales, turísticas, y es casi imposible que todo salga a la perfección. El despliegue musical y escénico de una ópera neutraliza con facilidad los ruidos accidentales de la sala, pero en un recital de piano o de música de cámara por lo general nos encontramos en problemas. Cuántas veces, en el movimiento lento de un cuarteto de Schubert o de una sonata para piano de Beethoven, uno hubiera querido estar oyendo eso mismo en una grabación, en el pequeño concierto hogareño que postulaba Gould.

Para no hablar de experiencias tan traumáticas como el concierto de Keith Jarrett en el Colón en 2011. Los conciertos de Jarrett en grandes teatros o en tradicionales casas de ópera como la Scala de Milán son un género en sí mismo, pero el del Colón fue casi un fiasco (de hecho, no hubo un disco Jarrett en el Colón), ya que es como si se hubiesen reunido la materia y la antimateria: de un lado, las exigencias de Jarrett en cuanto al comportamiento del oyente (su alergia a los fotógrafos furtivos) y el sonido del piano; del otro, la sobreexcitación del público de aquella noche. En mi doble condición de crítico del concierto y jarrettista devoto, a los pocos minutos de iniciado el recital y en medio del clima irrespirablemente tenso, decidí tomar el Alplax que había puesto en mi bolsillo por precaución. Me temía lo que acabó ocurriendo.

Pero volvamos a los conciertos habituales del Colón. Siempre que puedo (no siempre es posible) evito el subgénero “crítica del público”. No juzgo la sensibilidad de los oyentes. En los adagios de Beethoven todo pende de un hilo y la tensión emocional puede adquirir tal intensidad que algunas personas tal vez se pongan a toser no porque la música no les interese, sino porque no pueden soportarla. Sea como fuere, el resultado es catastrófico y produce una reacción en cadena. También está la tos “educada”, acaso menos catastrófica, pero tal vez más irritante. Me refiero a la tos afectadamente correcta, entre movimiento y movimiento.

Uno tiende a pensar que en Buenos Aires siempre es todo un poco más exagerado: la desidia, el entusiasmo, las toses, los aplausos. Pero parece que en otros lugares ocurren cosas parecidas, al menos a juzgar por el poema “Colonia” (en referencia a la ciudad de Alemania) del gran concertista de piano y escritor Alfred Brendel, que a continuación transcribo en la traducción de Matías Serra Bradford:

Los Tosedores de Colonia

han unido fuerzas con los Aduladores de Colonia

y han fundado la Sociedad de la Tos y el Aplauso

una organización sin fines de lucro

cuyo objetivo es

garantizarle a cada asistente el derecho

a toser y aplaudir

Intentos de parte de artistas y empresarios inconmovibles

por cuestionar tales privilegios

originaron una iniciativa de los Tosedores y Aduladores

A los miembros se les exige aplaudir

al término de codas sublimes

y a toser con distinción

durante silencios elocuentes

El toser con distinción es de una enorme importancia

contenerlo o ahogarlo

está prohibido bajo amenaza de expulsión

Los Tosedores de extraordinaria tenacidad

serán galardonados con el Rhinemaiden del Carraspeo

un accesorio bonito aunque un tanto barroco

para ostentar alrededor del cuello

El reciente acuerdo de la Sociedad

con los Estornudadores de Nueva York

y los Silbadores de Londres

abre grandes esperanzas

para el futuro musical de Colonia.

Reconciliaciones y amistades musicales

En mi columna del domingo pasado hablé sobre cierto efecto de reconciliación con Richard Strauss que me había producido la pieza de teatro Colaboración de Ronald Harwood, que se vio en el San Martín con puesta en escena de Marcelo Lombardero. Hablar de “reconciliación” tal vez suene un poco raro, pero así son las relaciones y las amistades que uno establece con la mayor parte de los músicos que ha oído con interés; son relaciones unilaterales —de las que el otro no está enterado, ya que por lo general están separadas por cientos de años y miles de kilómetros—, aunque eso no las vuelve menos importantes en el curso de una vida. Hablar de una reconsideración de Strauss sonaría más serio que de una reconciliación con Strauss, pero tampoco el crítico tiene que posar de crítico todo el tiempo. Este es el momento de hablar de los gustos y de las amistades musicales, que se parecen, pero que no son la misma cosa.

Hace unos días leí en Twitter una frase atribuida a Leonard Bernstein: “Odio a Wagner con todas mis fuerzas, pero lo odio de rodillas”. De Richard Strauss puedo decir que durante buena parte de mi vida su música no me gustó ni fue un amigo. Seguramente, no debo haber estado libre de la lógica un tanto absurda de las parejas, que es bastante dominante en la historia de la música y quizá del arte en general. Una vez, en medio de una conferencia de prensa, le pregunté a Daniel Barenboim si había dirigido o le interesaba la música del húngaro György Ligeti; Barenboim, un músico que con todo lo que hace acaso no haya tenido tiempo para ocuparse de Ligeti, me respondió un poco absurdamente: “Prefiero a Kurtág” (György Kurtág vendría a ser la pareja húngara de Ligeti). Nadie es perfecto.

Durante muchos años, cada vez que en la bibliografía musical o en las conversaciones se alzaba la pareja Gustav Mahler-Richard Strauss, mi balanza se inclinaba casi con indignación en favor del primero. Y hace treinta o cuarenta años seguramente no solo estaba influido por la frágil lógica de las parejas, sino también por cierta prédica modernista, contraria al arte de Strauss. De cualquier forma, con toda sinceridad puedo afirmar que lo que me molestaba de Strauss no era su anacronismo. Simplemente, no me llegaba su maestría, y los poemas sinfónicos que suelen tocar las grandes orquestas visitantes como mercadería orquestal de lujo por lo general me resultaban extenuantes. Su música, con sus calculadas descripciones, no me producía ninguna emoción (al compositor Hermann von Waltershausen, un straussiano de pura cepa, le debemos la preciosa frase según la cual en Strauss “la impresión sensible emerge sin el decisivo filtro del inconsciente”).

En el prefacio de su libro sobre Mozart y Beethoven (ya comentado con bastante detalle en estas columnas), el cineasta Éric Rohmer habla del programa Los grandes músicos que en los años cincuenta pasaba por la radio francesa Jean Witold. “El nombre en sí del programa de Witold correspondía a nuestro estado de espíritu —escribe Rohmer—. Nuestro amor no era por la música, sino por los grandes músicos, que, en el curso de esa década, eran, en todo y por todo, Bach, Mozart y Beethoven”. Y agregaba con audaz serenidad: “Confieso, además, que no me gusta la música. Hago lo que puedo para eliminarla de mi vida y de mis películas”.

En cierta época de la vida uno tiene sus héroes y sus batallas, lo que implica además una cierta metafísica: una música buena es algo más que una música buena, y una música mala es algo más que una música mala (para no hablar de los cantantes: hay voces tan nobles y hay otras tan odiosas). Tiendo a pensar como Mario Levrero, en el sentido de que el viejo y el niño conviven en el mismo ser (La novela luminosa, p. 483). Pero con Strauss experimenté un verdadero cambio de sentimiento. No se dio de un día para el otro. Probablemente empezó con La mujer sin sombra (pero dejemos de lado sus óperas, que son una materia infinita). Siguió con Metamorfosis y las Cuatro últimas canciones. Metamorfosis es una bellísima meditación introspectiva para 23 cuerdas solistas, escrita sobre el fin de la Segunda Guerra bajo la impresión de la destrucción de su Múnich natal. Su nombre también describe la reconversión emocional de la música instrumental de Strauss. La tercera de las Cuatro últimas canciones para soprano y orquesta, sobre un poema de Hermann Hesse (“Beim Schlafengehen”, Al irme a dormir), es sencillamente un milagro, como si más de cien años de música se hubiesen encapsulado en seis minutos. Mi conversión straussiana se completó días pasados, cuando vi la conmovedora pieza de Harwood. Terminé de amigarme con él. Quién me dice que algún día le encuentro la vuelta a Vida de héroe o la Sinfonía doméstica.

Estilo tardío y falsas primaveras

Con el fin de preparar una reseña, me pasé dos días oyendo (en soporte digital, ya que el álbum no se editó todavía) las treinta canciones de Triplicate, de Bob Dylan, lo que me llevó a pensar una vez más en la cuestión del “estilo tardío”. Dylan tiene sin duda algo que se podría llamar “estilo tardío”.

Esa noción fue introducida en el mundo de las ideas estéticas por Th. W. Adorno en un breve y célebre ensayo de 1937, El estilo tardío de Beethoven. Ese ensayo busca descifrar el enigma del tercer período o estilo de Beethoven, que no solo se mide en sentido cronológico sino genérico. Comprende sus últimas sonatas y cuartetos, pero no su última sinfonía, la Novena. La Novena también es “tardía” y en verdad un poco extraña (una sinfonía con coro y solistas), pero en un sentido diferente. Wagner —llevando agua para su molino y postulándose como el auténtico continuador de la tradición beethoveniana— la consideraba una postsinfonía o una protoforma de sus dramas musicales. De cualquier modo, la Novena no entraría en el concepto de estilo tardío adorniano: con su coro, sus solistas y su “Himno a la alegría”, la Novena muestra un énfasis comunicativo que las últimas sonatas y cuartetos no poseen.

Beethoven fue el músico más reconocido de su tiempo, pero sus últimas sonatas y cuartetos no suscitaron ninguna admiración. Pasaban cosas raras: de pronto el autor introducía una fuga en medio de un movimiento de sonata, o extendía una breve figura de embellecimiento como el trino durante decenas de compases (como ocurre en el segundo movimiento de la Sonata op. 111). Adorno interpretó esos gestos no como un abandono de las convenciones, sino como una impensada y algo deformada resignificación de las viejas convenciones (un vulgar trino convertido casi en un tema; una forma dura y reglada como la fuga en una sección de sonata tradicionalmente destinada a la fantasía). El estilo tardío está atravesado por cierto anacronismo.

El ensayista palestino Edward Said, refinado melómano y compañero de aventuras de Daniel Barenboim en la Orquesta del Diván y otros proyectos, retoma la noción de Adorno y la expande en un gran libro: Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente (Debate). Said retoma la cuestión de lo tardío en artistas como Richard Strauss, Glenn Gould, Jean Genet, Luchino Visconti; y sugiere que Adorno a través de ese ensayo no solo describe a Beethoven, sino que además se describe a sí mismo como un filósofo tardío, desacomodado. Said también vivirá de modo intenso lo “tardío”. Ese es precisamente su último trabajo, que escribió sabiendo que le quedaba poco tiempo. La muerte, en noviembre de 2003, le impidió completarlo. Michael Wood lo editó en 2005.

La noción de estilo tardío no es puramente cronológica; no expresa necesariamente la última parte de una trayectoria, sino cierta cualidad formal, psicológica, espiritual. Podría pensarse que en Dylan lo tardío se manifiesta en cierto anacronismo, como también en el hecho de haber transformado la fragilidad y la decadencia de su voz en un perfecto estilo. Bach tal vez haya sido el más anacrónico de los compositores. Escribía los más complejos contrapuntos en medio de una época ya completamente galante y rococó; su contemporáneo Johann Mattheson calificó su arte de “esfuerzo malgastado contra la razón”.

El estilo tardío se da a veces en lo que podría considerarse la primavera de la vida. Pienso en las últimas sonatas de Franz Schubert, que vivió treinta y un años, maravillosas meditaciones de casi una hora de música que parecen desentenderse por completo del paso del tiempo y de toda urgencia. Pero eran falsas primaveras. Los tiempos de Schubert y Mozart deben haber tenido otra velocidad, otra medida. Es como si a los 30 o a los 35 hubieran vivido 80 o 100 años de los nuestros.

Minimalismos y minimalistas

No recuerdo un bis más significativo que el que Katia y Marielle Labèque tocaron en primer lugar (hubo tres en total), tras la última pieza del programa a dos pianos ofrecido el martes en el ciclo Colón Contemporáneo. Significativo y, hay que agregar, reconfortante, porque el “Jardin féerique”, último número de la Suite para piano a cuatro manos Ma mère, l’oye de Maurice Ravel, tuvo un efecto de limpieza auditiva; casi una provocación, como si las hermanas Labèque, después de tocar los Four Movements for Two Pianos del estadounidense Philip Glass, nos hubiesen dicho: “Bueno, ahora vamos a escuchar algo de la mejor tradición del modernismo francés”. Y aunque no haya habido la más mínima ostentación chauvinista en esa decisión, la cosa sonó un poco así. Fue un remanso precioso y breve. Luego los bises siguieron con un ragtime y una divertida pieza de saloon.

Pero lo que interesa de este contraste no es la mera superioridad de una pieza sobre otra, sino el tipo de economía pianística y compositiva entre una y otra; e incluso, dada la tónica general de un programa titulado “Minimalist Dream House”, los eventuales tipos de minimalismo en juego; el de Glass, más orientado a los materiales; el de Ravel, más orientado a la técnica del piano.

Glass también conoció la tradición del modernismo francés. Entre 1963 y 1965 realizó la consabida peregrinación a París para estudiar con Nadia Boulanger. En Francia conoció además a Ravi Shankar, con quien trabó una amistad personal y artística. En 1966 viajó al norte de la India, donde profundizó sobre los ritmos aditivos que están en la base de sus primeras composiciones y del minimalismo estadounidense en general.

Pero con los ritmos aditivos (por agregación de una unidad mínima) pueden hacerse muchas cosas. Philip Glass se interesó en la reiteración, mientras que su colega Steve Reich se interesó en el cambio. Pero en un cambio gradual percibido como tal; en un proceso entendido no como una técnica de composición, sino como una forma que pueda ser captada por el oyente. El minimalismo parece una música de la más pura aceptación, pero tiene también un punto de negatividad, al menos respecto de la racionalización musical de la posguerra europea (elija cada uno por su cuenta y riesgo, como diría Morton Feldman).

La música de Glass, de cualquier modo, con el paso del tiempo se fue volviendo una especie de design comercial, de música por metro o de minutos u horas musicales en do mayor, en do menor o en la tonalidad que fuere. Las piezas que presentaron las Labèque mantienen ese corte, con subproductos melódicos banales. El término “subproducto” no es valorativo sino técnico: por encima de las montañas de arpegios ciertas notas se acentúan creando un relieve melódico; no se trata de la tradicional melodía acompañada, sino de la melodía que proviene de ciertos acentos dentro de un flujo continuo. La música de Glass es pobre y abundante al mismo tiempo.

La economía de la Suite a cuatro manos de Ravel es exactamente inversa: escasez de notas, riqueza de material. Recordemos que esa pieza de 1908 fue dedicada a los niños —incipientes pianistas— de un matrimonio amigo y que lleva el subtítulo de Cinco piezas infantiles. La gran simplicidad de la escritura se verifica sobre todo en las dos primeras, “Pavana de la Bella Durmiente” y “Pulgarcito”. La pieza de Ravel se inscribe en la engañosamente simple tradición del universo pianístico infantil, que tiene una de sus expresiones más extraordinarias en la música de Robert Schumann. Aunque no son lo mismo: los niños de Schumann son nocturnos, los de Ravel son más bien diurnos. En 1912 Ravel amplió la suite en una magistral orquestación. Pero ya casi todo estaba ahí, en esas contadas notas en blanco y negro del más dulcemente apolíneo de los músicos franceses.

Grandes músicos en tiempos oscuros

Alcancé a ver las últimas funciones del díptico de Ronald Harwood en el Teatro San Martín: Tomar partido y Colaboración, ambas con dirección de Marcelo Lombardero y traducción de Jorge Fondebrider. Se trata de un auspicioso pasaje de Lombardero de la ópera a la prosa, y no parece casual que en este debut ambos dominios presenten un elemento en común, o más bien un puente: la música. Colaboración está basada en el compositor Richard Strauss; Tomar partido, en el director de orquesta Wilhelm Furtwängler. El título Colaboración tiene un significado doble: por un lado, la colaboración de Strauss con el nazismo, en cuanto presidente de la Cámara de Música del Tercer Reich; por el otro, su colaboración con el escritor judío Stefan Zweig, libretista de su ópera La mujer silenciosa.

La pieza está centrada en esa relación, mientras que Tomar partido trata sobre el proceso de “desnazificación” de Furtwängler en Berlín; más precisamente, del humillante interrogatorio al que lo somete un obtuso oficial estadounidense. Como es sabido, ni Furtwängler ni Strauss fueron nazis propiamente dichos. Furtwängler, sin dudas el más eminente director de la primera mitad del siglo XX junto con Arturo Toscanini, se alienó del mundo real sumergiéndose en las aguas de Beethoven y Bruckner, acaso con la convicción de que estaba contribuyendo a la conservación de un legado y, muy especialmente, de la mayor orquesta de Alemania, la Filarmónica de Berlín. Y Strauss quiso seguir siendo el músico más importante de Alemania, aunque su reconocimiento no le bastó para proteger a Zweig del exilio (ni del suicidio en la ciudad brasileña de Petrópolis), ni para salvar de la muerte en un campo de concentración a la abuela de su nuera judía (el músico se apersonó con ese propósito en las puertas de Theresienstadt diciendo: “Yo soy Richard Strauss”, pero a nadie le importó).

La pieza sobre Furtwängler tiene, en principio, un interés más universal. Reposa menos en una figura que en un “tema”. Sobre el fin de la pieza el defensor oficial de Furtwängler (que ve en el músico a “un sacerdote derrotado”) lo interpela al mayor Arnold:

¿Sabe qué, Mayor? Nunca vamos a entender. Solo las tiranías entienden el poder del arte. Me pregunto cómo me habría comportado en la situación de él. No estoy seguro de que habría “actuado valientemente” [las comillas son del original]. ¿Y usted, Mayor? Tengo la sensación de que solo nos hubiésemos limitado a cumplir órdenes.

A continuación, sobreviene el gran finale. Emmi, la secretaria alemana del mayor, pone en el tocadiscos el comienzo de la Novena sinfonía de Beethoven, con esa introducción tan misteriosamente palpitante. El mayor está hablando por teléfono y ordena a los gritos que saquen el disco. Nadie le hace caso, la música sigue su crescendo; fundido a negro (se apagan las luces), fin de la pieza. Es el triunfo del espíritu y, en cierta forma, la redención de Wilhelm Furtwängler. Da la impresión de que también aquí el título de la pieza tiene, como en la otra, una doble significación, ya que en cierta forma parece tomarse partido por Furtwängler.

Es un final justo, de gran efecto, aunque me gustó más la pieza sobre Strauss. Aquí los individuos (Strauss, su esposa Pauline, Zweig, su secretaria y amante) cuentan más que el “tema”. No se juzga una historia retrospectiva, sino que el relato transcurre, en su mayor parte, en tiempo presente: las conversaciones del músico con su libretista y con su esposa, la amenazante visita del oficial de la Gestapo, el suicidio de Zweig con su amante, el sobrio dictado de la carta. Al final también se comparece a un comité de desnazificación, pero Strauss y su mujer están a solas; nos hallamos en Múnich en 1948, y el músico cuenta parte de una triste historia.

También hay música al final, pero si en Tomar partido la música tiene la fuerza de una conclusión argumental, en Colaboración es un paisaje de fondo; aunque al mismo tiempo más real. Y aquí se ve la mano maestra de Lombardero. El libro de Harwood indica solamente “se oye música suya” (de Strauss). Pero Lombardero crea una pequeña escena lírica: detrás de un velo, la soprano Victoria Gaeta canta la tercera de las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, acompañada por una reducción de piano (Mariano Manzanelli) y violín (Agostina Sémpolis). Nada podría describir mejor el crepúsculo que esa canción que el anciano Strauss escribió sobre un poema de Hermann Hesse.

Además de todo, creo que Colaboración tuvo para mí el efecto de una reconciliación con Strauss, pero en todo caso debería dejar este tema para otra columna.

Fugas y canciones de la Guerra Fría

La música es casi un argumento en Cold War, la película del polaco Pawel Pawlikowski. Comienza con unas tomas de canciones campesinas en una aldea de Polonia en 1949. Un dúo alterna gaita y violín y canto a dos voces; una mujer canta acompañada por un acordeón con pedalera; un pequeño grupo de varones se acompaña con una pandereta; una adolescente canta a capela. Todo está siendo grabado en vivo por un hombre y una mujer; él es pianista y director, ella es maestra de baile. Recopilan canciones populares para el coro de la nueva academia de música Mazure (Mazurka), que ambos dirigirán en una lujosa casona expropiada a un terrateniente.

El próximo paso es el concurso de admisión a la academia. En la cola de aspirantes está Zula, una joven rubia que hipnotiza desde la primera escena. “¿Quieren que leamos música?”, pregunta Zula. “No —le responden—, lo quieren a la manera campesina.” La manera campesina es, entre otras cosas, una entonación que se sale un poco del sistema temperado, como podía oírse en esas primeras tomas. A esta altura de la película solo falta que aparezca Béla Bartók, el gran compositor húngaro que dedicó muchos años de vida a la recopilación y transcripción de melodías de Europa Central.

Comparada con el tono inicial —observó Bartók en uno de sus escritos a propósito de un conjunto de canciones rumanas—, la última nota de la primera estrofa de una melodía es un cuarto o medio tono más alta de lo que debería ser. Exactamente lo mismo sucede luego, en la segunda, en la tercera estrofa, etc. Estos cambios se dan de manera graduada, y no de repente en un determinado punto de la estrofa; entonces, no es posible transcribir ninguna de las estrofas según la tonalidad original. […] Además, los citados cambios graduales no deben ser considerados desafinaciones: con probabilidad, son característicos de determinadas regiones…

El paso por la academia y los arreglos corales con acompañamiento de piano “corrigen” esos pequeños desvíos del canto popular. El coro de la Academia Mazure funciona al mismo tiempo como un aceitado ballet y tiene un debut muy promisorio, por lo que a esa inevitable uniformización musical del sistema temperado no tardará en sumársele la uniformización ideológica. Los burócratas del partido les piden a los directores de la Academia un repertorio “más actual”, algo sobre la reforma agraria, la paz universal y sus enemigos. La maestra de baile protesta: “Nuestro repertorio se basa en el auténtico arte popular. Ellos no cantan sobre reformas, paz y líderes. Ellos simplemente no hacen eso”. En la escena siguiente aparece el coro Mazure entonando un himno a Stalin.

La maestra de baile detesta todo eso, pero al director musical nada parece interesarle más que Zula. Quedó prendado desde el día de la prueba: además de bellísima, Zula es una fuerza de la naturaleza dotada de un extraordinario talento. En una de las escenas más sutiles de la película, él le pide que imite unos arpegios y melodías de cuatro o cinco notas que va tocando en el piano, y que ella mejora con un legato indolente. Tras sus loas a Stalin, el Coro Mazure se embarca para su primera gira por Europa. En el tren el director le propone a Zula fugarse juntos; una vez en Berlín, estarán a solo unos cuatrocientos o quinientos metros del mundo libre. Ella acepta; todo parece fácil para ella, pero por alguna razón no se decide. En la escena siguiente él está tocando jazz con un quinteto en un club de París.

Zula va y viene, y en un momento dado se establece con el pianista en la capital francesa. Allí tendrá lugar el punto musicalmente culminante de la película, cuando Zula se suma al quinteto interpretando una de las canciones que cantaba con el coro, pero en el mejor estilo de una balada lenta de jazz (no hay nada que el jazz no pueda convertir en un estándar). Canta en polaco, y el público que aparece en la película la mira y la oye embelesado. Pero ese punto culminante es la estación de una caída. Todo parece fácil para ella, pero al mismo tiempo todo es imposible. No voy a contar el final de la película, solo quiero decir que ese final es trágico y sereno (liberador) al mismo tiempo.

De tiempos, relojes y carretas arrastradas

El director de orquesta Hernán Schvartzman no fue el primero en hablarme del “verticalismo” musical. Hace cinco o seis años tuve noticias del tema a través de Anssi Karttunen, un violonchelista finés que tocó en Buenos Aires varias veces y suele trabajar en colaboración con un talentoso músico argentino, Pablo Ortiz. Para Karttunen compuso Ortiz buena parte de su bellísima serie de tangos instrumentales (que no son exactamente tangos, sino más bien metáforas del tango).

Karttunen, que hace música contemporánea y también mucha música antigua, seguro pueda ser considerado, como Schvartzman, un intérprete “históricamente informado”; y, como tal, informado también de que no siempre existió el culto —hoy dominante— de la verticalidad o del toque perfectamente sincrónico, o de la exacta coincidencia entre voz principal y acompañamiento. Pero Karttunen posee además la escuela del tango, y no solo por su trato con Pablo Ortiz y la música argentina. Recordemos que Finlandia es la segunda patria del tango fuera del Río de la Plata; y convengamos en que el tango tiene sus fundamentos no más en la letra escrita que en el sobreentendido. Su principal sobreentendido es el rubato (tiempo robado), como se manifiesta con mucha claridad en el tango cantado. Oír tango sería extenuante si no fuese por ese juego de corrientes que se produce entre un ritmo de acompañamiento muy marcado y muy estricto y una voz que parece flotar un poco por encima, estirando o acelerando las palabras. Este es un rasgo que tiene su origen en Carlos Gardel y su punto culminante en los cantantes del cuarenta (Raúl Berón, Floreal Ruiz, Ángel Cárdenas y tantos otros); podría agregarse que encontró su extremo manierista en Roberto Goyeneche, quien a su modo terminó siendo un cantor “extenuante”, aunque también es cierto que Goyeneche llegó a ese punto conducido por su innegable genio artístico y que antes de la caricatura dejó interpretaciones memorables. El juego de corrientes desapareció una vez que (prácticamente) desaparecieron las orquestas; a partir de entonces los solistas, como me dijo una vez Leopoldo Federico, se pusieron a cantar como “carretas arrastradas”.

Volviendo al tema de las interpretaciones verticales y no verticales (donde se oye un pequeño desfasaje entre algunos puntos de la melodía y el acompañamiento), en cierta forma eso está en línea con el proceso de racionalización de la música occidental, que tiene un mojón fundamental en la creación del “temperamento igual” (el sistema que divide la octava en doce parte proporcionalmente iguales, corrigiendo las irregularidades de la afinación natural y permitiendo tocar todas las tonalidades en un mismo teclado).

Tal vez algo similar a lo que pasó con la afinación haya ocurrido con el tiempo. Si uno compara las interpretaciones de Chopin no verticales de Vladimir de Pachmann o Alfred Cortot con las verticales de Arthur Rubinstein o Claudio Arrau nota que al menos en un punto de la interpretación ha ocurrido una uniformización, un alineamiento entre el bajo y la melodía que no siempre se oyó así. Toda la vida escuché los nocturnos de Chopin por Arrau y no pienso dejar de hacerlo, pero el descubrimiento de esas versiones más antiguas y acaso más apegadas a la experiencia del canto y de la ópera (lo que parece muy justo dada la influencia de Vincenzo Bellini sobre Chopin) introduce inevitablemente una inquietud. Es evidente que la evolución de la interpretación musical —o del arte en general— no debe calcularse más sobre ganancias que sobre pérdidas. Como escribió el filósofo Hans Blumenberg: “Definir el tiempo como aquello que se mide con el reloj puede ser bien fundado y altamente pragmático para evitar controversias. Pero ¿es esto lo que nos habíamos merecido desde que comenzamos a interrogarnos qué es el tiempo?”.

Un tributo a Leonard Bernstein

El estreno local de Candide (de cuya crítica se ocupó mi colega Sandra de la Fuente) habrá de contarse seguramente entre lo mejor de toda la temporada 2018, tanto por la magistral realización de Pablo Druker (dirección musical) y Rubén Szuchmacher (puesta en escena), como por la singularidad de esta pieza de Leonard Bernstein, que el Teatro Argentino produjo en el Coliseo en el centenario del autor (el 25 de agosto el músico habría cumplido 100 años).

Candide, que se estrenó en Broadway en 1956, tiene un pie en el musical y otro en la ópera, pero no es exactamente ni una cosa ni otra. Escribió Bernstein en su diario:

Candide de nuevo. […] El principal problema: caminar por la fina línea divisoria entre la ópera y Broadway, entre el realismo y la poesía, el ballet y la “mera danza”, entre lo abstracto y lo representativo. Evitar el “mensaje”. La línea divisoria está allí, pero es muy delgada, y a veces hay que mirar muchísimo para descubrirla.

Acaso en esa búsqueda de la fina línea divisoria, de algo que no responde a lo esperado, radiquen también las razones de un estreno tan poco exitoso, y no solo en la “mortal seriedad” que la crítica vio en el libreto de Lillian Hellman, que después sería remplazado e intervenido por varias manos (y continúa siéndolo: el texto de la presente versión, en inglés, es una elaboración de Szuchmacher y Lautaro Vilo sobre la base de distintas fuentes). Aunque desde el fallido estreno veneciano de la ópera más amada del mundo, La traviata de Giuseppe Verdi, las razones de los fracasos líricos son muchas veces un misterio.

La experiencia de algo, por decirlo así, entre dos aguas, se manifiesta no solo en la forma general, sino también en los materiales musicales. En la obra de Bernstein hay un abierto y deliberado eclecticismo, bastante cómico la mayor parte de las veces, pero también hay algo más que eso. Uno de los momentos más extraordinarios de la obra es a mi juicio el “Lamento de Cándido”; el cuadro que sigue a la batalla, donde el protagonista se encuentra con los cadáveres de la bella Cunegunda y su familia (todos muertos por un rato, ya que después reviven por “la fuerza del amor”). Esa canción tiene también algo a dos aguas: la melodía remite en cierta forma al cancionero norteamericano, mientras que el acompañamiento orquestal tiene un fuerte aire mahleriano. No hay citas, o al menos nada se oye como una cita. Más bien da la impresión de un autor atravesado por su intensísima experiencia con la música de Mahler, en una combinación única. En una conversación con Clarín a propósito de este estreno, Pablo Druker observó que buena parte de la música de Bernstein se encuentra marcada por su experiencia como director de orquesta. La originalidad —como el progreso— tiene sus vueltas.

No recuerdo si fue Leopold Stokowski o algún otro el que decía que entre los directores no había ninguno que compusiese como Bernstein, y entre los compositores, ninguno que dirigiese o tocase el piano como él. Es un elogio un poco sinuoso. Joan Peyser, que publicó una exhaustiva biografía en 1987, tres años antes de la muerte de Bernstein, intuía una posible fragilidad en esa fortaleza:

Bernstein —escribió Peyser— inició y abandonó el análisis, y es probable que no solo a causa de sus conflictos sexuales. Cabe presumir que dedicaba por lo menos la misma proporción de tiempo a comentar la incertidumbre que afectaba a su carrera. ¿Qué debía ser? ¿Compositor, director o pianista? Bernstein sostiene que ha consultado por lo menos a una docena de psiquiatras en el curso de su vida. Aunque es posible que esta cifra sea exagerada (su hermana sugiere que en efecto lo es), en todo caso inició y abandonó el tratamiento muchas veces…

Pero Bernstein fue incluso más que todo eso. Fue un gran ensayista y el divulgador musical más fascinante que haya existido jamás. Sus libros son muy buenos, pero son todavía mejores los programas de televisión donde, por ejemplo, explica con ejemplos en el piano la música de Arnold Schoenberg, enfatizando no más la ruptura que la continuidad del músico vienés con la tradición (a Bernstein nada parecía gustarle más que encontrar los espectros de la tonalidad en el mundo postonal). Pueden verse por YouTube. Una sabiduría sin fondo se combina allí con todos los dones del mundo: gracia, elegancia, humor, ingenio, magnetismo. Es difícil pensar cómo habría sido la fisonomía musical estadounidense sin la existencia de esa figura arrolladora.

Los desnudos cerebrales de Arnold Schoenberg

Siento una especial atracción por el Museo de Arte e Historia del Judaísmo de la Rue du Temple de París. Lo que me atrae no son tanto los objetos artísticos de su exposición permanente, sino la belleza austera del ambiente. Las pinturas del museo son algunos cuadros de Marc Chagall y poco más. El judío no es un pueblo de pintores, al menos no lo fue hasta el siglo XX, sino de músicos y escritores. La primera vez que entré en ese museo, unos quince años atrás, se me ocurrió pensar por qué España, tierra de grandes pintores, casi no había tenido compositores de relieve entre Tomás de Victoria (1548-1611) e Isaac Albéniz (1860-1909). La expulsión de los judíos a fines del siglo XV acaso explique ese vacío.

Esta vez volví al museo con un interés adicional: la muestra Arnold Shönberg. Peindre l’âme (Pintar el alma), que comenzó el 28 de septiembre y seguirá hasta el 29 de enero de 2017. Es una exposición de los cuadros del compositor vienés, que reúne además una serie de manuscritos musicales y algunos de sus inventos de mesa, como el ajedrez de cien casillas para cuatro jugadores y algunos juegos de naipes dibujados y pintados por él mismo. En la serie de cuadros, creados en su mayor parte entre 1909 y 1911, predominan los autorretratos, entre ellos uno muy curioso caminando de espaldas y visto desde un ángulo de 45 grados. Los retratos y autorretratos de Schoenberg son muchas veces caras abstraídas, sin cuerpo y sin entorno. A veces son únicamente miradas, como en Blick (Mirada) o en los bocetos sobre las figuras del coro para su ópera La mano feliz.

La muestra incluye Kritiker II. No es la visión más gratificante para alguien que ejerce la crítica de música. El crítico está representado como un rostro horroroso al que encima de todo le falta una oreja. Schoenberg mantuvo una guerra sin cuartel con la crítica vienesa. Pero el modernista radical también se divertía. Hay un cuadro muy cómico de 1905, cronológicamente el primero que se conserva de su archivo pictórico. Es una acuarela que lleva por título Velada festiva con discípulos. Son tres hombres rodeados de copas y botellas (¿Schoenberg y sus fidelísimos Anton Webern y Alban Berg?); dos vomitan y el tercero yace desmayado en el suelo boca arriba.

La exposición comprende además pinturas de allegados como Wassily Kandinsky, Oskar Kokoschka y Richard Gerstl. Con estos autores se establecen distintos paralelos. Kokoschka y Schoenberg fueron, respectivamente, las figuras más radicales del expresionismo pictórico y musical vienés. El ruso Kandinsky, que definió los cuadros de Schoenberg como “desnudos cerebrales”, sentía que compartía con el músico una misma búsqueda por distintos medios; en Kandinsky, esa búsqueda condujo a la abstracción; en Schoenberg, a la emancipación de la disonancia y al abandono de la tonalidad, que en la música significó algo así como abandonar la figuración en la pintura.

Con Gerstl la relación es más complicada, y más que de un paralelo debería hablarse de un triángulo. Gerstl era el profesor de pintura de Schoenberg y de su primera esposa, Matilde. Maestro y discípula se enamoraron, y Matilde abandonó a Schoenberg por un tiempo. El triángulo terminó definitivamente con el suicidio de Gerstl, en noviembre de 1908. Ese mismo año Schoenberg comenzó los bocetos de su ópera La mano feliz (que completó cinco años más tarde), para un barítono que no canta más de tres o cuatro minutos en casi media hora de música, además de un coro y de actores (que permanecen mudos). Entre otros padecimientos, el personaje de la ópera desea a una mujer que lo desprecia y lo deja por otro hombre, aunque de tan alienado el personaje no se percata de ello. Th. W. Adorno la describió como una radiografía simbólica del artista expresionista.

La pieza es casi autobiográfica, pero tampoco Schoenberg pareció percatarse de ello. En las indicaciones para una posible representación filmada de la ópera, el autor le pide a su editor Emil Hertzka: “Todo tiene que producir el efecto […] de un acorde. Como música. Nunca debe aparecer como un símbolo o como un sentido, como una idea, sino simplemente como un juego con la aparición de colores y formas”.

Se trataba de otro “desnudo cerebral” del gran artista, ya perfectamente objetivado y libre de toda intención sentimental.

II. EN VIAJE

El efímero ballet de las vicuñas

Tengo predilección por Catamarca (la provincia, a la capital no la conozco todavía). Me atraen especialmente sus paisajes y sus frutos. Los vinos catamarqueños no se parecen a otros, el aceite de oliva es de una sutileza superior, las aceitunas son gigantes y exquisitas, además de toda esa noble repostería de tradición árabe: nueces confitadas, empanaditas de membrillo o cayote, alfajores de turrón. Prácticamente ninguno de esos productos, ni siquiera el vino y el aceite, se pueden probar fuera de Catamarca, una tierra sin publicistas. De más está decir que esa generalizada modestia completa el atractivo del lugar.