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Novelas de la Costa Azul (1924) resulta un excelente fresco sobre la vejez, trazado con brío y exactitud por un Blasco Ibáñez ya maduro, en la cumbre de su fama, dueño de la lengua y la técnica, que sabe dibujar desde el agnosticismo la amargura del transcurso el tiempo sin desaliento ni acritud. Un libro brillante que sorprenderá al lector por su calidad y su calidez humana.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
En Blasco Ibáñez, la vida adquiere con gran frecuencia una dimensión novelesca, y en las novelas cortas reunidas aquí el tono de profunda melancolía plantea serias dudas sobre un cierto regusto amargo en la existencia del escritor. Ahora, el amor vuelve a ser como en muchos de sus argumentos un motivo central. Pero ese sentimiento se despoja de su aureola mágica cuando se entremezclan en él las reflexiones sobre una juventud cada vez más remota que impide resucitar los viejos oropeles.
Vicente Blasco Ibáñez
AL LECTOR
Titulo este libro NOVELAS DE LA COSTA AZUL porque la mayoría de las historias novelescas y los relatos descriptivos que lo componen tienen por escenario la famosa y asoleada ribera mediterránea, conocida con dicho nombre.
Dos de las novelas desarrollan su curso más lejos, en la América del Sur, pero me he atrevido a darles entrada en el presente volumen pensando que su nacimiento justifica en parte tal intrusión, ya que en la Costa Azul fueron concebidas y escritas.
I
La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.
Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.
Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.
Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de NapoleónIII y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.
Su rostro guardaba los lejanos reflejos de una belleza majestuosa: una belleza «estilo María Antonieta», como decían los aduladores de su ancianidad; pero la nariz que había sido aguileña caía ahora sobre la boca con una pesadez grotesca, y sus ojos azules estaban empañados por el lagrimeo de la decrepitud. Por debajo de su capota asomaban los rizos de una cabellera blanca, excesivamente abultada para ser natural.
En su persona, vestida de negro con aristocrática modestia, lo que atraía inmediatamente la atención, lo que la hacía ser reconocida por todos, era su collar, un famoso collar que sólo podía ser el de la duquesa de Pontecorvo: millón y medio en perlas, según cálculo de los entendidos.
Tenía la forma ancha de los llamados «collares de perro», y al mismo tiempo que deslumbraba como joya, servía de corsé al cuello, sosteniendo y disimulando las blanduras de su piel. Por abajo intentaba ocultar un manojo de tendones rígidos. Sobre su filo superior se desbordaban los colgantes bullones de las mejillas, cuyo antiguo tono de rosa era en el presente un morado lívido.
Entró en la iglesia, desierta a estas horas, y el lacayo, abandonando su brazo, quedó en respetuosa inmovilidad junto a una puertecilla lateral. Esta abertura proyectaba sobre las baldosas del templo un rectángulo de sombras azules, perforadas por redondas manchas de sol, iguales a monedas de oro.
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