Novia inocente - Melanie Milburne - E-Book

Novia inocente E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Bianca 2006 Ella es tan pura e intachable como los diamantes que él utiliza para cautivarla… Cuando la tutela conjunta de la pequeña Molly se ve amenazada, el italiano Mario Marcolini llega a la conclusión de que, para protegerla, sólo hay una opción posible: Sabrina, la niñera de la pequeña, deberá ceder a sus pretensiones matrimoniales. Sabrina, que recela del peligrosamente atractivo Mario, aceptará su propuesta por el bien de la niña. Mario está convencido de que su futura esposa no es más que una astuta cazafortunas, pero pronto descubrirá la verdad.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Melanie Milburne

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia inocente, n.º 2006 - noviembre 2022

Título original: Bound by the Marcolini Diamonds

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-307-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A SABRINA le parecía que no habían transcurrido más que unas semanas desde la boda de su mejor amiga. Y ahora se encontraba asistiendo a su funeral. Todo funeral es triste, pero uno doble es todavía peor, pensó mientras los ataúdes de Laura y Ric, el esposo de su amiga, salían solemnemente de la iglesia sobre los hombros de los portadores de traje oscuro.

La mirada de Sabrina se encontró con la del más alto de ellos, pero la apartó en seguida. Su corazón empezó a latir con la fuerza de una locomotora. Aquellos ojos negros como el carbón expresaban algo muy poco apropiado dada la situación. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba de excitación.

Acurrucó a Molly junto a su pecho mientras salía del templo junto con el resto de los asistentes. Trató de encontrar consuelo en el hecho de que un bebé de apenas cuatro meses no recordaría el trágico accidente que se había llevado a sus padres. Al contrario de Sabrina, Molly no recordaría el olor dulzón de los lirios y los rostros desencajados por el dolor ni sería testigo del terrible momento en que su madre era depositada dentro de la tierra dejándola sola en el mundo.

El cortejo fúnebre partió hacia el cementerio. Tras un oficio breve pero conmovedor, los asistentes se dirigieron a la casa de la madrastra de Laura a tomar un refrigerio.

Ingrid Knowles estaba en su elemento en su papel de anfitriona doliente. Se abría paso entre la multitud charlando con unos y con otros con una copa de vino en la mano y el maquillaje y el peinado intactos.

Sabrina trató de pasar desapercibida, quedándose en un segundo plano para proteger a Molly del parloteo de los invitados. La mayoría de los amigos íntimos de Laura y Ric se habían marchado después del servicio religioso. Menos Mario Marcolini. Desde el momento en que había entrado en la casa había permanecido apoyado indolentemente en una pared sin hablar y sin beber, limitándose a observar a la concurrencia.

Sabrina trataba de ignorarlo, pero de vez en cuando se le iban los ojos sin querer y cada vez que esto ocurría se encontraba con su oscura y cínica mirada fija en ella. Un sudor frío la invadió al recordar lo ocurrido la última vez que habían estado solos.

Se sintió aliviada cuando Molly empezó a agitarse, pues esto le servía de excusa para escapar a otra habitación y atender a la niña.

Cuando regresó Mario ya no estaba apoyado contra la pared. Estaba suspirando aliviada pensando que se habría marchado cuando sintió el roce de un cuerpo masculino detrás de ella.

–No esperaba volver a verte tan pronto –dijo Mario con marcado acento italiano.

Sabrina se giró lentamente acunando a Molly contra su pecho.

–No, yo tampoco…

Bajó la mirada, tratando de encontrar algo que decir. ¿Cómo conseguía aquel hombre hacerle sentir como si fuera una colegiala en lugar de una mujer madura de veinticinco años? Era sofisticado y elegante, un hombre de mundo, mientras que ella era, lo reconocía muy a su pesar, bastante torpe socialmente.

–Ha sido todo un detalle por tu parte volver a Australia desde tan lejos –murmuró.

–No tiene importancia –replicó él con voz ronca–. Es lo menos que podía hacer.

Se produjo otro incómodo silencio.

Sabrina se humedeció los labios tratando de no pensar en lo cerca que estaban sus cuerpos y en la reacción tan estúpida que había tenido ante esa proximidad unas semanas antes. ¿Sería capaz de olvidar alguna vez aquellos embarazosos minutos?

–Parece que la madrastra de Laura se lo está pasando pipa –comentó Mario.

–Sí, me alegro de que su padre no esté aquí para verlo –replicó ella–. Laura se hubiera sentido abochornada si… –se mordió el labio tratando de contener las lágrimas–. Lo siento. Estoy intentando ser fuerte por Molly, pero a veces…

–No te disculpes –dijo él–. ¿Crees que Molly es consciente de lo que está pasando?

Sabrina miró al diminuto bebé y suspiró.

–No tiene más que cuatro meses; es difícil saberlo. Come y duerme bien, pero probablemente es porque está acostumbrada a que yo la cuide de vez en cuando.

Se produjo otro tenso silencio.

–¿Hay algún sitio donde podamos hablar en privado? –preguntó Mario.

Sabrina se había jurado a sí misma que nunca se permitiría volver a estar a solas con Mario Marcolini. Era demasiado peligroso. Aquel hombre era un mujeriego; todo el mundo lo sabía. Aun en una situación tan triste como un funeral era incapaz de despojarse de ese aire de encanto desenfadado.

Vio que sus oscuros ojos la envolvían con interés y experimentó un escalofrío al recordar la pasión que había estado a punto de probar hacía un tiempo. Ni sus labios ni su cuerpo habían vuelto a ser los mismos después de haber sentido la dureza de su masculinidad contra su cuerpo.

Hizo un esfuerzo por pensar en otra cosa; aquél no era el momento ni el lugar para pensar en su estúpida reacción. Cuadró los hombros y señaló con la cabeza una de las habitaciones que comunicaban con el salón principal.

–Hay un pequeño estudio donde he dejado el cochecito y la bolsa de Molly.

Lo guió hacia la estancia, temblorosa, consciente de su mirada a cada paso que daba. Sin duda la estaba comparando con las glamurosas mujeres con las que retozaba en su país, pensó con amargura. Su última amante había sido modelo de pasarela, rubia platino, alta y delgada como una caña y con unos pechos que seguramente harían que dormir boca abajo le resultara bastante incómodo, si no imposible. Aunque lo más probable es que estuviera con otra. Era de esos hombres que cambian de novia como de camisa.

Su estilo de vida no le iba en absoluto. Sabrina aspiraba a tres cosas en la vida: amor, estabilidad y compromiso, y sabía que sólo una ingenua podía esperar eso de Mario Marcolini. Era guapo y tan tentador como el mismísimo diablo, pero estaba fuera de su alcance, y siempre lo estaría. Su torpe intento de llamar su atención en el bautizo de Molly lo había dejado claro.

Abrió la puerta del estudio y colocó a Molly bajo la mantita rosa con delicadeza antes de girarse hacia Mario. Era increíblemente atractivo. Con su metro noventa y cinco de estatura, que contrastaba con los ciento setenta y tres centímetros de ella, y esos cabellos tan negros y brillantes como sus ojos, la hacía sentir gris y ratonil en comparación.

Él cerró la puerta tras de sí. El bullicio de las conversaciones quedó amortiguado de inmediato, haciendo que el silencio del estudio se volviera aún más intimidante.

La miró largamente, ejerciendo sobre ella un poder casi magnético.

–Tenemos que resolver un asunto lo antes posible –anunció.

Sabrina se humedeció los labios con la punta de la lengua. Se había estado preparando para ese momento, pero aun así se sintió desolada. Sabía lo que él pretendía hacer. Se iba a llevar a Molly a Italia y no había nada que ella pudiera hacer para impedírselo. Si Mario Marcolini, tan poderoso e implacable, así lo decidía, ella no volvería a ver a su pequeña ahijada.

–Supongo que te habrás enterado de que nos han nombrado tutores de Molly –declaró.

Sabrina asintió mientras tragaba saliva con dificultad. Dos días antes la habían informado de las condiciones de la tutela dispuestas en el testamento de Laura y Ric. Y también del hecho de que la madrastra de Laura pensaba impugnarlo, convencida como estaba de que su marido y ella podrían ofrecerle a Molly un futuro más seguro y estable.

El abogado había expuesto con franqueza las posibilidades que tenía de Sabrina de quedarse con la niña y la cosa no tenía buena pinta. El tribunal daría prioridad a los intereses de la pequeña a la hora de tomar su decisión.

Sabrina estaba soltera y en paro, mientras que Ingrid Knowles y Stanley, su marido, a pesar de sobrepasar la cincuentena, disfrutaban de una buena posición económica y estaban claramente deseando tener un niño.

–Sí, conozco los deseos de Laura y Ric, pero mi abogado me ha dicho que tengo muy pocas probabilidades de cumplirlos dadas mis… circunstancias actuales.

Él le dirigió una mirada inescrutable.

–Dichas circunstancias consisten en que estás soltera, en paro y que se te considera una destrozafamilias, ¿me equivoco?

A pesar de la rabia que le daba mostrarse de acuerdo, Sabrina sabía que no le quedaba otra. La prensa del corazón la había descrito como una niñera de altas miras que no había dudado en saltar de cama en cama para conseguir sus propósitos. Ella habría querido defenderse, pero sabía que las víctimas serían los niños Roebourne, que descubrirían que su padre no era más que un lascivo canalla.

–Algo así –respondió ella con gesto sombrío–. Si Laura supiera que su madrastra va a conseguir la custodia de Molly, se le rompería el corazón. La odiaba con todas sus fuerzas. Me lo dijo unos días antes del accidente –confesó tragándose las lágrimas.

Mario comenzó a recorrer la estancia de un lado a otro, como si fuera un león enjaulado planeando su escapada.

–No permitiré que a esa mujer y su marido les den la custodia de la hija de Ric –anunció con los ojos brillantes de determinación–. Haré todo, repito, todo lo que esté en mi mano para impedirlo.

A Sabrina le dio un vuelco al corazón al oír tan firme declaración. A continuación expresaría su intención de llevarse a Molly a Italia con él. ¿Podría ella impedírselo? Sabrina se había criado sin madre, sin nadie que la amara y la comprendiera. ¿Cómo podía permitir que le ocurriera lo mismo a la pequeña Molly?

–Se me ha ocurrido una solución provisional –dijo Mario.

–¿Ah… sí? –balbuceó Sabrina.

–Nosotros somos los padrinos de Molly y sus tutores legales. Ambas cosas implican una responsabilidad que pienso tomarme muy en serio.

–Lo entiendo pero, como tú mismo has dicho, los dos somos responsables de ella y yo también pienso tomármelo seriamente –replicó ella deseando sonar firme y no intimidada.

–Entonces tendremos que compartir dicha responsabilidad de la mejor manera posible.

–¿Qué sugieres que hagamos? –preguntó Sabrina–. Yo vivo en Australia, y tú en Italia. Así no podemos compartir la custodia de un bebé; el tribunal no lo permitirá. No podemos andar llevándola de un país a otro; no es más que un bebé, por el amor de Dios. No sé cómo será en tu país, pero aquí los tribunales anteponen los intereses del niño a cualquier otra cosa.

La mandíbula de Mario había adoptado un gesto duro.

–Ric era mi mejor amigo –dijo–. No voy a permitir que a su hija la críe una pareja que, en mi opinión, no es merecedora ni siquiera de ocuparse de un animal.

–En cualquier caso, creo que va a ser casi imposible ganar la batalla por la custodia –opinó ella tratando a duras penas de apartar la mirada de su boca–. No sé qué más hacer; lo he analizado desde todos los ángulos y me temo que hay pocas posibilidades de que se cumplan los deseos de Laura y Ric.

Otro silencio. La tensión se palpaba en el ambiente. El aire estaba cargado de la presión de algo desconocido, de la calma que precede a la tormenta.

–Creo que deberíamos casarnos lo antes posible.

Sus palabras cayeron en el silencio como cantos en un plácido estanque. Sabrina tragó saliva con dificultad.

–¿Qué… has dicho? –consiguió balbucear a duras penas.

–Es lo único que podemos hacer por el futuro de Molly –explicó–. Somos sus padrinos; casándonos convenceremos al tribunal de que somos los candidatos idóneos para hacernos cargo de ella.

Sabrina sintió que la cabeza le daba vueltas. Tenían que ser imaginaciones suyas; ¿de verdad acababa él de sugerir que contrajeran matrimonio? Apenas se conocían. Sólo se habían visto dos veces, y en ambas ocasiones se habían mostrado recelosos el uno del otro. ¿Cómo podía aceptar un plan tan descabellado?

–Piénsalo, Sabrina –continuó–. Soy un hombre rico; puedo darle a Molly todo lo que necesite. Tú tienes experiencia con niños pequeños. Somos lo suficientemente jóvenes para ser unos buenos padres adoptivos. Es la solución perfecta.

Sabrina logró por fin encontrar su voz, que sonó ronca.

–¿Me estás pidiendo que me case contigo?

Los ojos de Mario relampaguearon con irritación ante su tono de voz.

–No será un matrimonio de verdad, si eso es lo que te preocupa. Cada uno seguirá con su vida, aunque está claro que tendrás que venir a vivir conmigo a Italia, al menos hasta que Molly alcance una edad en la que tu presencia no sea absolutamente necesaria. Cuando llegue el momento reconsideraremos la situación y tomaremos las medidas oportunas.

Sus ojos grises parpadearon al tiempo que sus mejillas se cubrían de un leve rubor.

–¿Vivir contigo… en Italia?

Mario se sintió airado. Era él el que llevaba las de perder. Se había jurado a sí mismo que nunca se sometería al yugo matrimonial. Amaba su libertad; disfrutaba de cada minuto de una vida en la que él ejercía el control absoluto sin las ataduras de una relación permanente. Pero, tras recibir las noticias de la muerte de su mejor amigo, se había dado cuenta de que tenía que intervenir en aquella situación. Y hacerlo rápido.

Hacía mucho tiempo, cuando ambos tenían diecinueve años y se encontraban esquiando en los Alpes suizos, Ric había arriesgado su propia vida para salvar a Mario. Éste sabía que de no haber sido por el valor y la determinación de su amigo, que había apartado con sus manos desnudas la nieve que lo había dejado sepultado, ahora no estaría vivo. El vínculo amistoso que siempre los había unido se hizo más fuerte que nunca y Mario supo en ese momento que sólo la muerte podría romperlo.

Ric le había confiado los intereses de Molly y él pensaba honrar la confianza que habían depositado en él, aunque eso significara atarse temporalmente a una mujer de dudosa reputación.

Sabrina Halliday parecía una chica sencilla y recatada, pero Mario había atisbado lo que se escondía dentro de ese cuerpo delgado aunque rotundamente femenino. Sin duda estaba jugando a hacerse de rogar. Él conocía muy bien a las cazafortunas y, en su opinión, ella era un caso clásico. Puede que su amor por Molly no fuera fingido, pero eso no quería decir que no fuera plenamente consciente de lo que podía sacar de la situación.

–Tengo intención de darte un dinero por cada año que estemos juntos –explicó–. Incluso estoy dispuesto a negociar la cantidad.

Ella frunció el ceño de una manera que parecía bastante genuina, pero él estaba acostumbrado a las tretas de las mujeres que saben cuándo el dinero anda cerca.

–¿Crees que quiero que me pagues por ser tu esposa? –preguntó.

Él le sostuvo la mirada.

–Puedes pedirme lo que quieras, Sabrina. No tienes más que decir una cantidad. Quiero quedarme con Molly y pagaré lo que sea necesario para conseguirlo.

Esta vez, el rostro de Sabrina se tornó pálido y sus blancos dientes comenzaron a mordisquear el labio inferior.

–Creo que tienes una idea equivocada sobre mí…

–Dejemos de perder el tiempo en esta discusión, Sabrina –la cortó, impaciente–. Me hago cargo de que irse a vivir a otro país es un paso que no debe tomarse a la ligera pero, ¿no crees que dados los últimos acontecimientos éste es el momento ideal para escapar de las habladurías que se ciernen sobre ti?

Sabrina se ruborizó. Al igual que todo Sydney, él también pensaba que era culpable. Lo veía en sus ojos, en la manera en la que la miraba de arriba abajo, como si estuviera desnuda. La prensa no se había portado bien con ella, pero él más que nadie tendría que saber cómo funcionaban los medios de comunicación. Él había estado sometido a ellos toda la vida y era muy injusto por su parte dar por hecho que el retrato que la prensa había hecho de ella se ajustaba a la realidad.

¿Pero casarse con él?

Sintió un hueco en el estómago ante la idea de estar, no sólo en el mismo país que él, sino también en la misma habitación. Mario representaba todo lo que ella no era, como muy bien había demostrado con su torpe intento de besarlo aquel día. ¿Cómo podría aceptar su oferta y someterse a una tentación diaria? Y, lo que era aún más preocupante, ¿podría resistirse a sus avances, en caso de que él decidiera que quería consumar el matrimonio? Era la tentación personificada. Exudaba pulsión sexual por todos los poros de su cuerpo.

–No has encontrado trabajo de niñera interna, y me imagino que no te será fácil hacerlo durante un tiempo –continuó–. Al fin y al cabo, ¿qué esposa que se respete emplearía a una conocida vampiresa para que se haga cargo de sus hijos?

Sabrina rechinó los dientes.

–No soy eso que dices. Fui el chivo expiatorio y nadie quiso creerme.

Su expresión era de cinismo.

–A mí no me interesa lo que hicieras o dejaras de hacer –dijo–. Necesito una esposa cuanto antes, y por lo que veo, tú eres la candidata más apropiada.

Ella lo miró, altiva.

–Me sorprende que quieras casarte con una chica con una reputación como la mía. ¿No te preocupa la mala influencia que pueda ejercer sobre Molly?

–Te he visto con Molly y no tengo ninguna duda sobre el amor que sientes por ella. Además, ella está acostumbrada a que la cuides y no quiero que su rutina se vea alterada más de lo que ya lo ha sido. No tengo ni idea de cómo cuidar a un bebé y, francamente, ninguna de las mujeres con las que alterno sabría por dónde empezar. Y no olvidemos que era el deseo de Laura y Ric que nos encargáramos de la niña.

Sabrina sintió una pequeña punzada en el pecho al pensar en las mujeres a las que el seguiría viendo si se casara con él.

Aquello se llamaba «matrimonio de conveniencia», un acuerdo en beneficio de ambas partes y, en este caso, de una niña pequeña que había perdido a sus padres de manera trágica. Mario seguiría con su vida de playboy y ella haría el papel de madre sufriente y abnegada. Por supuesto, se le recompensaría bien, de eso estaba segura. El dinero no era un obstáculo para los Marcolini. Cuando unos meses antes había muerto su padre, Mario se había hecho cargo del negocio familiar de inversiones de capital a pesar de no ser el primogénito. Antonio, su hermano mayor, era un conocido cirujano plástico que viajaba por todo el mundo dando conferencias sobre una técnica de reconstrucción facial inventada por él. El dinero que ambos hermanos habían heredado y ganado por sus propios medios era más del que Sabrina podía imaginar.

Ella sólo tenía diez años cuando perdió a su madre y aunque la familia de acogida que le tocó en suerte no era pobre ni mucho menos, sí que había sido frugal y conservadora a la hora de gastar el dinero. Ahorraban para las cosas necesarias y no se permitían ningún lujo. Sabrina no pisó un restaurante hasta que tuvo dieciséis años, cuando ahorró el dinero suficiente haciendo de canguro para celebrar el cumpleaños de una amiga.

Mario Marcolini, por su parte, seguramente había sido alimentado por famosos chefs a lo largo de su acomodada vida. El traje que llevaba parecía de diseño, y el reloj de plata que rodeaba su bronceada muñeca seguramente costaba más que su propio coche.

Exudaba riqueza y privilegio, de ahí su arrogancia.

Un llanto tenue procedente del cochecito sacó a Sabrina de su ensimismamiento. Era hora de cambiarle el pañal a Molly y darle de comer.

–Ya, ya, pequeñita –la arrulló mientras tomaba entre sus brazos el pequeño bulto de color rosa–. ¿A qué viene tanto alboroto? ¿Tienes hambre?

–¿Puedo?

Sabrina se giró, sorprendida por el tono ronco y profundo de la voz de Mario.

–Por supuesto –dijo acercándose hacia él.

Mario tomó al bebé cuidadosamente y le acarició la cabecita con una de sus manos. Sabrina lo miró mientras acunaba a Molly contra su pecho. La niña parecía diminuta en contraste con sus grandes y fuertes extremidades. Esbozó una sonrisa al tiempo que acariciaba la pequeña mejilla con uno de sus largos dedos.

–Ciao, piccola; sono il vostro nuovo papa –dijo en italiano.

Sabrina pensó, asombrada, en cómo un niño tan pequeño podía cambiar de esa manera la actitud de un hombre. El cinismo había desaparecido de su oscura mirada dando paso a una cálida ternura que Sabrina deseó empleara al mirarla a ella.