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'Nuestra Negra, o esbozos de la vida de una negra libre en una mansión blanca de dos plantas en el Norte' (1859), de Harriet E. Wilson, es considerada la primera novela escrita y publicada por una afroamericana en Estados Unidos. El relato se nutre de la novela sentimental, de la narrativa de esclavos y de la literatura de conversión religiosa. La historia de las tribulaciones de Frado –abandonada por su madre blanca y obligada a servir como criada en el hogar de una familia blanca en el Massachusetts de las primeras décadas del siglo XIX– constituye una síntesis de ficción y autobiografía. La obra subraya que los afroamericanos libres de los estados norteños, y en particular las mujeres de clase trabajadora, debían luchar, al igual que los esclavos del Sur, por conquistar la libertad frente a la opresión económica, el racismo y la hipocresía cristiana, practicados tanto en el Sur esclavista como en el Norte libre de preguerra.
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Seitenzahl: 248
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Nuestra Negra, o esbozos de la vida de una negra libre
© Carme Manuel
Reservados todos los derechos
Prohibida su reproducción total o parcial
ISBN: 978-84-1118-651-3 (papel)
ISBN: 978-84-1118-652-0 (ePub)
ISBN: 978-84-1118-653-7 (PDF)
Depósito legal: V-4472-2025
https://doi.org/10.7203/PUV-OA-9788411186537
Imagen de la cubierta: Ernestina de Diego
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
Impreso en España
Introducción
Nuestra Negra, o esbozos de la vida de una negra libre
Harriet E. Wilson publica Nuestra Negra, o esbozos de la vida de una negra libre en una mansión blanca de dos plantas en el Norte, que atestiguan que las sombras de la esclavitud se alargan incluso hasta allí (Our Nig; or, Sketches from the Life of a Free Black, in a Two-Story White House in the North. Showing that Slavery’s Shadows Fall Even There) en un momento, el año de 1859, decisivo para la vida nacional norteamericana de la primera mitad del siglo XIX, y concretamente, en el medio justo de la crisis política que acarrea el debate sobre la esclavitud.
Durante la década de 1840 Estados Unidos había adquirido nuevos territorios. El tratado de Guadalupe Hidalgo, de 1848, otorgaba a la nación los territorios de las Californias, Nevada, Utah, gran parte de Nuevo México, Arizona, y parte de Colorado y Wyoming. Se planteó, entonces, el debate sobre la constitucionalidad de prohibir o no la esclavitud en estas extensiones, y se defendió que fueran tierra libre, no tanto por suprimir la esclavitud, como para que fuesen ocupadas por colonos blancos norteños. La oposición a la esclavitud giró entonces alrededor de tres denominadores: la obtención de tierra libre para mano de obra blanca, la oposición al poder político esclavista sureño para que no prosperara, y el firme objetivo de asegurar la supremacía norteña dentro de la Unión. La década de 1850, la anterior al estallido de la Guerra Civil, comenzó, pues, con la controversia sobre la expansión de la esclavitud en los territorios recién adquiridos del suroeste. Así tuvo lugar el Compromiso de 1850, presentado por Henry Clay, que intentaba terminar con la lucha sobre la extensión territorial de la esclavitud, tema que había dividido al Congreso. Según las resoluciones de dicho convenio, California fue admitida en la Unión como estado libre, Nuevo México y Utah decidirían si se organizaban como territorios esclavistas o no, el distrito de Columbia abolía el comercio de esclavos, el Congreso no interfería en el comercio de esclavos entre estados, y se recrudecía la ley vigente de esclavos fugitivos de 1793. El compromiso no satisfizo a los extremistas de ambas secciones: los delegados de los nueve estados sureños se manifestaron contrarios a unas condiciones que restringían los derechos de los propietarios de esclavos a trasladarse a los distintos territorios nacionales, y los radicales norteños lamentaron la moderación de los acuerdos. Ahora bien, este acuerdo se convirtió en el detonante de una importante reacción antiesclavista.
En este mismo año de inicio de década se ratifica una ley anteriormente existente: la ley del esclavo fugitivo (Fugitive Slave Act). Esta legislación permitía a los propietarios de esclavos recuperar a sus negros huidos, mientras que a los que los ayudasen, por infringir la ley federal, se les hacía pagar sustanciosas multas. La disposición resultó extraordinariamente conflictiva para grandes sectores del Norte, no solo abolicionistas blancos y negros, sino también aquellos que con anterioridad se habían mostrado moderados en sus posiciones antiesclavistas, puesto que era un atentado contra la conciencia individual. Los abolicionistas radicales dedicaron buena parte de sus esfuerzos a combatir la ley, al tiempo que crecía el número de secuestros y vueltas forzosas al Sur de negros. Muchos norteños también se sintieron indignados por su impotencia política ante la injusticia del decreto.
Mientras tanto la situación política nacional entraba en la recta final de la crisis. En la primavera de 1854 se aprobó la ley Kansas-Nebraska. Esta ley sancionaba que el estatus, libre o esclavista, de estos estados fuese decidido por soberanía popular, es decir, por sus respectivos ciudadanos, lo que indignó a los antiesclavistas del Norte, algunos de cuyos grupos de Nueva Inglaterra crearon la Emigrant Aid Society para luchar contra los proesclavistas. Este es el contexto histórico en el que John Brown —un radical que, contrariamente a los abolicionistas garrisonianos, estaba convencido de que la abolición solo podría lograrse por la fuerza—, imaginándose que era el brazo vengador de Dios, llegó a Pottawatomie Creek, un asentamiento proesclavista, donde dio muerte a cinco supuestos defensores de la esclavitud. El terror y la violencia que siguieron a la acción de Brown convirtieron el territorio en “Bleeding Kansas”, donde murieron más de doscientas personas antes de que las tropas federales restauraran el orden.
En 1857 se produjo otro hecho que tuvo grandes repercusiones políticas: la decisión del Tribunal Supremo en el caso de Dred Scott contra Sandford, por la que establecía que el Congreso no tenía autoridad para prohibir la esclavitud en los territorios federales —revocando así el Compromiso de Missouri de 1820— y que los negros, libres o no, no gozaban de ningún derecho como ciudadanos. En consecuencia, Dred Scott, un esclavo fugitivo, volvía a la condición de esclavo después de haber vivido en un estado libre. Así, en medio de todo tipo de argumentaciones sobre la esclavitud, este veredicto volvía a poner sobre el tapete el asunto de que los principios fundacionales de la nación no incluían a los negros bajo su definición.
El estado de crisis llegó a su punto álgido el verano de 1859, el mismo momento en que Harriet E. Wilson entregaba su libro a la imprenta. John Brown se estableció en una granja de Harpers Ferry, Virginia, junto al río Potomac, donde había un arsenal, y planeó —junto con veintiún hombres, entre ellos cinco negros— tomarlo en un ataque por sorpresa y extender la revolución a los esclavos. Después del ataque, realizado en la noche del 16 de octubre, Brown fue condenado a muerte, por traición a Virginia, tras un juicio sumarísimo el 31 de ese mismo mes, y fue ejecutado el 2 de diciembre. Las reacciones fueron diversas. Los estados esclavistas vieron en Brown a un mercenario de las fuerzas antiesclavistas norteñas; los políticos de los estados libres, al igual que los periódicos republicanos, desautorizaron a Brown; algunos antiesclavistas lo creyeron mártir y santo. La interpretación de la acción de Brown es motivo de polémica, pero quizás se comprenda mejor si se piensa que fue consecuencia predecible del deseo por la acción violenta que los abolicionistas habían ido reprimiendo y que había ido aumentando en el movimiento antiesclavista desde 1850.
No es sorprendente, pues, que la aparición del libro de Wilson se viese eclipsada por los decisivos acontecimientos políticos que se estaban desarrollando en el seno del Norte libre y por las repercusiones que estaban teniendo en la prensa escrita. El propio Brown fue quien se encargó de orquestar su via crucis con singular maestría. Envió declaraciones a los principales periódicos y redactó cartas que fueron rápidamente publicadas. Al mismo tiempo, los intelectuales y escritores más prestigiosos de Nueva Inglaterra, Ralph W. Emerson, Henry W. Longfellow, Henry D. Thoreau y Harriet B. Stowe, entre otros muchos, le manifestaron públicamente su apoyo, encomiando la valentía y el ejemplo moral de su acción. Por su parte, Wendell Phillips, reputado miembro de los abolicionistas, llegó a declarar que Brown tenía tanto derecho a colgar al gobernador de Virginia como este de colgarle a él. Brown había actuado inspirado por los dictados más excelsos de la moralidad cristiana, por lo que era “la personificación de la ley de Dios”. Otra abolicionista y escritora de gran prestigio, Lydia Maria Child, si bien opuesta a los métodos violentos utilizados por Brown, intentó reconciliar su política pacifista con la admiración que sentía por el insurrecto y se ofreció para cuidarlo ella misma en la prisión en que se encontraba encerrado recuperándose de sus heridas. Louisa May Alcott, la autora de Mujercitas, lo llamó “San Juan el justo”. Por otra parte, los que más ansia mostraron por separarse de la acción de Brown fueron los líderes moderados y conservadores del partido republicano, Abraham Lincoln entre ellos. De esta manera, no cabe duda de que el político se sintiese sorprendido cuando un poco más tarde el propio Garibaldi se dirigiese a él como el heredero de las aspiraciones de Cristo y de John Brown.
El 6 de noviembre de 1860 Lincoln, candidato del Partido Republicano, fue elegido decimosexto presidente de los Estados y en 1861 dio comienzo la Guerra Civil. El 1 de enero de 1863 entró en vigor la Proclamación de Emancipación, documento que aseguraba el fin de la esclavitud en el territorio de los Estados Unidos. William Lloyd Garrison declaró que la misión de los abolicionistas había terminado definitivamente, pero se equivocaba. Sus descendientes de postguerra recogerían su herencia para hacer frente al nuevo ambiente de racismo y supremacía blanca en que se vio envuelta la nación hasta más allá de la mitad del siglo XX.
Los manuales de historia de la literatura de los Estados Unidos están repletos de declaraciones, en algunos casos triunfalistas, en otros de cariz más recatado, que informan al lector sobre el lugar que ciertas obras, generalmente las que se han denominado canónicas, ocupan por orden de aparición en la cronología literaria de la nación. Igualmente ocurre en el caso de la literatura de minorías y, en concreto, de la literatura afroamericana. De hecho, incluso se podría afirmar que la historia de las letras afroamericanas se encuentra inconclusa. La constante revaloración y revaluación de obras ya clásicas y el esporádico hallazgo de nuevos títulos, especialmente, pero no únicamente, de momentos anteriores al siglo XX, hacen que la descripción de un archivo definitivo sea objeto de constante revisión.
Uno de los géneros que posibilita esta incertidumbre es la novelística afroamericana de la primera parte del siglo XIX. De esta manera, aparecen en los anales de la historia literaria afroamericana constataciones que manifiestan que Clotel; or, The President’s Daughter de William Wells Brown (1815-1884) es la primera novela publicada por afroamericano, si bien la primera edición tuvo lugar en Londres en 1853 y hasta 1864 no hizo su aparición en Boston. Brown es autor también, entre otras obras, de una popularísima narración sobre sus años como esclavo, titulada Narrative of William W. Brown, a Fugitive Slave en 1847. Clotel es un romance histórico con una clara intención abolicionista y trata sobre la historia de la hija de Thomas Jefferson, pero no es un ejemplo más dentro de la ficción que se dedique a describir el sinsentido de la vida de la mulata trágica. Inspirada en el relato de Lydia Maria Child, “The Quadroons”, por una parte, Clotel aparece revestida de todas las características de este personaje romántico decimonónico, especialmente su belleza equiparable a la de una blanca, pero, por otra, es también un personaje luchador hasta el final de la historia, como demuestra con su suicido, lanzándose al río Potomac antes que dejarse capturar y esclavizar, con el Capitolio y la Casa Blanca como telón de fondo, símbolos de la corrupción moral del país. Como muchos autores afroamericanos, Brown tenía que hacer frente a los estereotipos despectivos que la literatura blanca había creado de los negros. La novela se publicó en 1853, en Londres, con muy poco éxito, razón por la que el autor, cuando volvió a Estados Unidos, cambió los nombres de los personajes principales, hizo algunas modificaciones estructurales y publicó la narración por entregas —desde el 1 de diciembre de 1860 hasta el 16 de marzo de 1861—, ahora bajo el título de “Miralda; or, the Beautiful Quadroon: a Romance of American Slavery, Founded on Fact”, en el Weekly Anglo-African. Más tarde, en 1864, recortó la novela para publicarla dentro de la colección que dirigía el abolicionista James Redpath, denominada Campfire Series, destinada a las tropas federales, con el título de Clotelle: A Tale of the Southern States. La versión final, Clotelle; or, The Colored Heroine—A Tale of the Southern States, apareció en 1867, con cuatro nuevos capítulos que alargaban la acción hasta dos años después de la Guerra Civil.
La preeminencia de Clotel —repetimos, como primera novela publicada por un afroamericano— duró hasta 1982, año en que el crítico Henry Louis Gates Jr. descubrió, editó y publicó en 1983, una obra que la desbanca y que había sido ignorada durante más de un siglo: Nuestra Negra, o esbozos de la vida de una negra libre, en una mansión blanca de dos plantas en el Norte, que atestiguan que las sombras de la esclavitud se alargan incluso hasta allí. Este texto narrativo, de 1859, escrito por Harriet E. Wilson descuella desde entonces como la primera novela escrita y publicada por una mujer negra en Estados Unidos. Por otra parte, la obra de Wilson también reclasificaba a Iola Leroy; or Shadows Uplifted de Frances W. Harper, publicada en 1892 y considerada durante largo tiempo como la primera novela escrita por una autora afroamericana en el país. Sin embargo, la historia no acaba ahí. De hecho, el mismo Gates publicó en 2002 lo que, según su opinión, no solo es otra obra novelística dentro de la tradición afroamericana, sino posiblemente la primera novela escrita por una negra, pero ahora esclava, cuya composición data de principios de la década de 1850: The Bondwoman’s Narrative by Hannah Crafts, a Virginia Slave Recently Escaped from North Carolina. La novela de Harriet E. Wilson, Our Nig (1859), sin embargo, continúa ostentando el puesto como primera novela escrita por una mujer negra libre, ya que su autora, a diferencia de Hannah Crafts, no vivió nunca bajo la esclavitud, sino que había nacido libre en el Norte. Gates descubrió el manuscrito de Crafts en una subasta y, tras un proceso que reviste todas las características de la pesquisa detectivesca, logró identificar el manuscrito con una novela autobiográfica escrita por una esclava llamada, al igual que el personaje principal de la obra, Hannah Crafts. The Bondwoman’s Narrative trata de las aventuras de una esclava y de sus intentos por conseguir la libertad, que se ven recompensados en matrimonio con un ministro metodista y su posterior dedicación a la enseñanza de una comunidad de negros libres. La vida de la protagonista, Hannah, está circunscrita por los límites que marca el sistema esclavista, pero lo que ella no puede sospechar es que la hermosa ama de la plantación es también, como ella misma, mulata. Utilizando ya el tema del hacerse pasar por blanco, que luego adquiriría enorme importancia en la narrativa afroamericana del siglo XX, esta novela, como las otras ya descubiertas con anterioridad, combina una serie de motivos derivados de la tradición gótica, sentimental y de la narrativa de esclavos. Pero, además, como destaca Gates, también aquí aparece un tema que más tarde sería muy popular y que Mark Twain utilizaría en su novela de 1894, Pudd’nhead Wilson: los niños cambiados al nacer, es decir, el bebé blanco que pasa a ser considerado negro y el bebé negro que pasa a ser blanco.
Estas obras no son ejemplos aislados, puesto que la década de 1850 constituye un periodo de florecimiento literario afroamericano, en el que destaca, entre otros, el género novelístico. Para interpretar estas novelas es importante tener en cuenta los dos tipos de lectores a los que iban dirigidas: la clase media blanca y la élite intelectual de negros libres, cuyos intereses, expectativas, historia, educación y potencial económico eran muy diferentes. De ahí que sea necesario señalar que no solo son los temas tradicionales de la narración de esclavos los que constituyen la tradición afroamericana, sino que éstos, juntamente con la herencia literaria de la tradición euroamericana, son los que determinan las decisiones artísticas y la posición, en muchas ocasiones paradójica, del escritor afroamericano.
William L. Andrews (1990) etiqueta la década de 1850 como el primer renacimiento de la literatura afroamericana. Corrige así la idea de que la explosión literaria surgida en los años de 1920 en Harlem sea el verdadero despertar negro, y destaca el paralelismo de este movimiento creativo afroamericano con el renacimiento romántico blanco, lo que se denomina el American Renaissance. Andrews explica que durante estos años de preguerra los autores negros más sofisticados se negaron a continuar escondiendo los problemas que conllevaba el hecho de buscar una voz de autoridad que legitimase sus textos. Para que el público blanco aceptase la autenticidad de sus palabras se veían obligados a adoptar una máscara, a representar un papel, a fingir esa misma autenticidad con y a través de una voz apropiada a la cultura de clase media blanca. Escritores como Frederick Douglass o William Wells Brown eran conscientes de que si no experimentaban todas las posibilidades que encerraban la voz y la narrativa negra, los medios tradicionales de expresión, y en concreto la narración de esclavos, continuaría restringiendo, si no distorsionando su potencial literario. Por otra parte, la misma idea de “autenticidad” y su subordinación a una voz de autoridad debían de ser cuestionadas, porque de lo contrario continuaría redundando en textos adaptados a la idea que de la voz negra predicaban los mitos blancos y no a la percepción de la realidad desde el afroamericanismo. De esta manera, durante estos años de 1850 y paralelamente a la explosión literaria de autores blancos, la narrativa afroamericana rompe las convenciones discursivas y las expectativas blancas que la limitan, con la intención de descubrir y experimentar nuevos caminos para legitimarse dentro del panorama literario norteamericano y anglosajón.
Andrews distingue tres tipos básicos de experimentación con la voz narrativa durante este Renacimiento Literario Negro de la década de 1850. En primer lugar, el cambio de la idea tradicional de verdad, como atributo imprescindible de una voz auténtica negra, a un modo de expresión que reclama autoridad quebrantando las leyes que gobiernan el lenguaje literario. En segundo lugar, la dialogización de lo que hasta el momento había sido la voz monológica de la autobiografía negra en narraciones como My Bondage and My Freedom (1855) de Frederick Douglass e Incidents in the Life of a Slave Girl (1861) de Harriet A. Jacobs, con la consecuencia, sin embargo, de que el público lector cuestionará la referencialidad del texto. Y por último, la aparición de la voz negra novelizada en la tradición de la narrativa afroamericana, en obras como The Heroic Slave (1853) de Douglass, las obras de Brown, de Wilson y de Crafts, The Garies and Their Friends (1857) de Frank J. Webb y Blake (1859) de Martin R. Delany.
El texto Webb, autor de quien solo se sabe que nació en Filadelfia, es una novela sobre las dificultades de ser negro libre y el trágico destino que aguarda a una pareja interracial cuando se traslada al Norte. La obra es una descripción del mundo y circunstancias a los que se tenía que enfrentar una incipiente burguesía negra. Webb condena el mestizaje y se muestra como firme defensor del sueño americano y de la ética protestante del trabajo como únicas medidas para sobrevivir y mejorar en la Norteamérica decimonónica. Blake; or The Huts of America: A Tale of the Mississippi Valley, the Southern United States and Cuba (1859), de Martin R. Delany, es, según algunos críticos, la novela afroamericana más radical del siglo XIX. Delany desplegó una gran variedad de actividades — desde abolicionista, médico, periodista y escritor, hasta oficial militar en la Guerra de Secesión—, pero destacó por su papel como pionero del nacionalismo negro. Crítico con los abolicionistas, que no habían logrado integrar a los afroamericanos en la sociedad estadounidense, Delany defendió la autonomía política negra en su manifiesto, inspirado en el Appeal (1829) de David Walker, The Condition, Elevation, Emigration and Destiny of the Colored People of the United States, Politically Considered (1852), la primera formulación consistente del nacionalismo negro, en la que declara que los afroamericanos constituyen “una nación dentro de otra nación”. Blake es su única obra de ficción y no sorprende que gire en torno a los temas del separatismo y de la emigración negros, e inicie el género de novela afroamericana de protesta que retomarían Sutton E. Griggs y W. E. B. Du Bois a finales del siglo XIX.
No hay que olvidar, sin embargo, que la proliferación de narrativa afroamericana durante esta década se debió asimismo a un factor externo crucial: la publicación en 1851/1852 de la novela más extraordinaria jamás escrita sobre la esclavitud, La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe, obra que contribuyó a construir y a fijar a nivel nacional e internacional una imagen de la esclavitud y, dentro de ella, de la historia e identidad del afroamericano. La escritora inglesa George Eliot, en la elogiosa recensión de la segunda obra antiesclavista de Stowe, Dred, en octubre de 1856, declaraba que, con las dos novelas, “la Sra. Stowe ha inventado la novela negra” (Ammons 43-44). De la misma manera opinaba en 1925 el crítico afroamericano William Stanley Braithwaite, para quien La cabaña había sido “el primer ejemplo notable en que el negro aparecía como tema literario”, de tal manera que “dominó en tono y actitud la literatura estadounidense de toda una generación” (30). Son muchos los investigadores que han analizado el impacto de La cabaña en la ficción afroamericana del siglo XIX, puesto que, como afirma Richard Yarborough, cualquiera que fuese la actitud de estos escritores hacia Stowe o hacia su obra, “escribieron inevitablemente a raíz de ella” (72). William L. Andrews declara que “a principios de la década de 1850 Harriet Beecher Stower proporcionó un fuerte ímpetu a las prioridades literarias que haría que los escritores afroamericanos de autobiografías se sintiesen con posibilidades de alejarse de los precedentes blancos. Los blancos liberales tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, deseosos de un modelo con el que pudiesen juzgar la esclavitud y comprender al negro encontraron en La cabaña la plenitud literaria” (179). Esto no significa que conscientemente construyesen sus obras siguiendo el ejemplo de La cabaña, sino que la novela permaneció como una especie de manual de instrucciones, pues incluía toda una serie de ideas preexistentes, aunque en algunos casos conflictivas, sobre la raza, que Stowe dramatizó admirablemente siguiendo el modelo sentimental y presentó aderezadas con un mensaje reformista abiertamente didáctico que el público lector digirió no solo con gusto, sino con verdadera fruición. Por ello, argumenta Yarborough, los escritores negros se convencieron de que “si combinaban los ingredientes suficientes en cantidad adecuada, siguiendo las proporciones precisas y en las condiciones correctas, también serían capaces de confeccionar novelas profundamente políticas que pudiesen apelar al mismo público masivo que Stowe había atraído, y así moldear las actitudes de los blancos hacia la minoría negra de los Estados Unidos” (72). Sin embargo, al legar a los novelistas de protesta afroamericanos posteriores a ella una forma literaria y una actitud, al igual que un público blanco con grandes expectativas, Stowe estableció una serie de tipos de personajes que sirvieron para fomentar y al mismo tiempo restringir la creatividad de los autores negros hasta bien entrado el siglo XX. De entre las obras escritas por autores afroamericanos que respondieron directamente a Stowe en esta década de 1850, es decir, inmediatamente después de la publicación de su volumen, cabe mencionar Twelve Years a Slave (1853) de Solomon Northrop, “The Heroic Slave” (1853) y My Bondage and My Freedom (1855) de Frederick Douglass (esta última obra es la segunda versión revisada de su autobiografía, donde utiliza estrategias que explícitamente retoman e implícitamente critican la novela y a su protagonista) y Blake; Or, the Huts of America (1859) de Martin Delany, una novela en que se hace explícita la llamada a una fuerza revolucionaria negra. Por su parte, las autoras afroamericanas de preguerra respondieron igualmente, como se hace patente en “The Two Offers” (1859) de Frances Ellen Watkins Harper, la primera narración publicada por un autor afroamericano, en Our Nig (1859), la novela de Harriet E. Wilson, como veremos más tarde, y en Incidents in the Life of a Slave Girl (1862) de Harriet A. Jacobs, tres textos fundamentales de la narrativa femenina negra de preguerra.
Durante décadas el libro de H. E. Wilson fue un texto menospreciado, puesto que se pensaba que era obra de un escritor blanco. Las investigaciones de Henry Louis Gates, Jr. y los posteriores estudios de Barbara A. White han permitido medio reconstruir la identidad de la autora, gracias al hallazgo de su certificado matrimonial de 1851, la partida de nacimiento de su hijo y el certificado de defunción de este, fechado en 1860. La mayor parte de detalles que se han podido recopilar sobre su vida corresponde a la década de 1850, período en el que compuso, publicó e intentó vender Nuestra Negra. El nombre de soltera de la escritora era Harriet Adams y nació en Milford, New Hampshire, hacia 1828. Gracias al censo de 1840 se sabe que trabajaba en esa ciudad para la familia de Nehemiah Hayword, en la que probablemente está inspirada la familia Bellmont de la novela. Contrajo matrimonio en esta misma localidad con Thomas Wilson en 1851, quien al parecer se hizo pasar por esclavo fugitivo y orador abolicionista. La pareja tuvo un hijo, George Mason, a finales de la primavera de 1852, semanas después de que el padre abandonase a la esposa embarazada y se embarcase en un buque. La criatura nació en un hospicio de Goffstown, New Hampshire. Las penosas circunstancias a las que se vio obligada a enfrentarse Wilson mejoraron con el regreso de Thomas al hogar, si bien este volvió a dejar a la familia, ahora definitivamente, puesto que más tarde tenemos noticia de su muerte a causa de la fiebre amarilla en Nueva Orleans. La desesperada situación económica en que se hundió la joven Harriet la llevó a confiar el cuidado de su hijo al hospicio, donde permaneció hasta que fue acogido por una pareja blanca, al no poder la madre seguir sufragando los gastos de alojamiento y manutención. Enferma y debilitada por los constantes infortunios, parece ser que Wilson se trasladó a Boston o a alguna población de los alrededores en busca de empleo como modista hacia 1855. En esta ciudad fue donde comenzó a componer su novela, donde el 18 de agosto de 1859 la registró y donde sufragó por cuenta propia la publicación en la imprenta de George C. Rand & Avery. Como se ha apuntado con anterioridad, Harriet E. Wilson se convertía de esta manera en la primera afroamericana libre que publicaba una novela en Estados Unidos, y no Inglaterra, en 1859. La circulación del libro, sin embargo, ha sido objeto de especulación. Los hallazgos de Eric Gardner parecen corroborar el hecho de que fue la propia autora la responsable de su comercialización del libro, y que la distribución se limitó al círculo de sus amistades personales (240).
Harriet E. Wilson dista de ser la única afroamericana libre que se siente atraída por la escritura literaria. Las mujeres formaban una parte muy importante dentro del porcentaje de negros libres de los Estados Unidos de preguerra. Según el historiador John H. Franklin, el censo de 1790 señala una población de 59.000 individuos, concentrados principalmente en las zonas urbanas del Norte y del Sur, mientras que el de 1860 indica un número de 488.000, de los cuales un 44% vivía en los estados sureños y un 46% en los norteños (217). A partir de este momento el porcentaje de crecimiento en el Sur va a empezar a disminuir. Los sureños sentían verdadero repudio a que los negros libres viviesen entre los esclavos, porque pensaban que su sola presencia era suficiente para actuar como detonador de insubordinaciones o insurrecciones violentas. Dondequiera que viviese este grupo siempre se hallaba en una situación de precariedad. Si durante el período colonial sus posibilidades sociales se vieron ligeramente mejoradas, su situación empezó a sufrir un gran deterioro hasta que a mediados de siglo la distinción entre esclavos y negros libres casi estuvo por desaparecer. Además de la siempre inminente amenaza del secuestro y esclavización posterior, a las que estaban expuestos los negros libres, los diferentes estados, en especial los sureños, fueron aprobando leyes que dificultaban y restringían cada vez más los movimientos de este segmento de la población. De ahí que, como manifiesta Franklin, “era lógico que el negro libre tuviese grandes dificultades a la hora de lograr una cierta estabilidad e independencia económicas” (222). No solo se encontraba con los problemas lógicos de ajuste al desequilibrio social, sino que en algunas zonas lo que resultaba una barrera insuperable era la fuerte oposición de muchos trabajadores blancos a mezclarse con los negros. Como explica este historiador, se promovieron nuevas legislaciones para impedirles el acceso a ciertos oficios, y cuando esto no les detenía se recurría a la violencia e intimidación con el fin de eliminar la competitividad que estos negros libres representaban.
Por lo que respecta a las mujeres negras libres norteñas, estas gozaban de menos oportunidades laborales que los hombres para sobrevivir. Por otra parte, ni siquiera las pertenecientes a las familias más pudientes y poderosas se libraban de la hostilidad racial de los blancos. De hecho, cuanto más respetables y prósperas eran las familias, más antagonismo generaban. Los blancos de las clases medias y altas no cuestionaban la inferioridad innata de los negros e incluso consideraban que su ascenso social no era más que un intento por fomentar el mestizaje, una idea que causaba verdadero terror. Y los pertenecientes a las clases más bajas se sentían intimidados y ofendidos por los aires de superioridad que, según declaraban y se manifestaba visualmente en folletos, prensa, etc., mostraban estos negros privilegiados. Los negros libres norteños con una cierta seguridad económica sufrían no solo el racismo de la población en general que les rechazaba, discriminaba y dificultaba la vida diaria, sino también el de los blancos abolicionistas, puesto que una cosa era luchar por los negros como símbolos abstractos de la opresión y degradación, y otra bien diferente relacionarse personalmente con ellos. Dentro de este contexto han de entenderse las palabras de una de las mujeres pertenecientes a esta élite negra, poeta y abolicionista, Sarah Louisa Forten, quien habla de esta situación en una carta a la abolicionista blanca Angelina Grimké: “Nosotras no tenemos problemas a la hora de relacionarnos. Jamás nos alejamos de nuestra casa y rara vez vamos a algún lugar público sin antes habernos asegurado de que la admisión es libre para todo el mundo. De esta manera, nunca nos encontramos con las molestias que de otra manera sería lógico que nos encontrásemos” (cit. en Sterling 125).
