Nunca antes de las cuatro - Gabriela Torres Cuerva - E-Book

Nunca antes de las cuatro E-Book

Gabriela Torres Cuerva

0,0

Beschreibung

"En el centro de este mundo, un hombre y dos mujeres. Un hombre, una adolescente y una niña. Y entre ellos, serpenteando silencioso, el deseo. Pleno, añejado con parsimonia. Impetuoso y arrasando cuerpos y respiraciones. Que no sabe lo que es, pero está allí levantando palpitaciones, ansias y risas. Gabriela Torres Cuerva ha urdido una historia que se proyecta hacia rutas ignoradas por conciencias rectas. Se aventura a narrar un sereno ambiente sensual, donde sus personajes se desenvuelven y se envuelven así mismos, rodeados de agua y sol, de cielo y constelaciones, de miradas. Una historia breve pero mayúscula, ajena a límites cronológicos y edades. Tres cuerpos a quienes el deseo funde pero también separa". —Luis Martín Ulloa

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 146

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



¿Y si no te mueres?

¿Qué voy a hacer si no te mueres?

JUAN CARVAJAL

REGRESO ES DESTINO

2323

Trae el dolor. Las memorias hacen estragos en ella. Un piquete en el esternón es el aviso de que el tronco le quedará casi inmóvil hasta que sea capaz de liberar los recuerdos como si se tratase de una bandada de pájaros. Negros. Negrísimos. Esto le toma, por lo general, unas horas, en lo que rumia por la memoria con la insistencia de una mosca que sobrevuela por la misma porquería. Maldice a Estrada, lo que es lo mismo que maldecirse a sí misma. Ya no hay diferencia.

Tal como lo dicen los vendedores de membrillos, la laguna se abre en enorme pantalla después de las curvas. Pocas veces aciertan en las señas, y hay quienes dan instrucciones falsas por puras ganas de perjudicar. No es que sea gente mala. Están ociosos. Después del mediodía se les acaban las obligaciones, empiezan con las cervezas, al rato están aburridos y sin ganas de llegar a casa. Por lo general se trata de lugareños revestidos con las vidas de sus antepasados. No tienen voz propia: su voz es la de los otros que ya están viejos o enterrados. Gloria reconoce bien esas miradas despreocupadas, la voz alargando las sílabas, el letargo.

Cuando las idas en camión a Las Albercas, eran los padres de estos haciendo justamente lo mismo: en las esquinas vendiendo la fruta con sal y chile, otros haciendo llaveros de alambre, los niños jugueteando con los pollos. Como aquel que la Niña cogió del cuello, lo zangoloteó como viera que Flora hacía con las gallinas en casa, hasta que lo dejó loco, con los ojos volteados. Lo aventó al suelo, ya inservible, y se le quedó viendo un rato, aferrada al pantalón de Estrada como si fuera su cobija. No chilló. Ni le dio el temblor de cuando le asustaba la mirada de Flora o la voz jadeante de la madre. Solo se agarró de él. Estrada no se movió: hacerlo hubiera sido lo mismo que soltarla, apartarla. Y nunca la dejó sola en medio de una tribulación. Del mismo modo en que ahora la Niña lo cuida a él del desamparo en que lo pone la debilidad del cuerpo.

Con desconfianza, Gloria toma nota mental de las indicaciones pensando en la posibilidad de que la hayan timado. Tantos años yendo y viniendo de Las Albercas, y ahora tiene borrada la ruta. La mente se le ha puesto oscura con respecto a esas calles mil veces transitadas. La media hora en el camión se le pasaba en un instante. Estrada protegiéndola con su cuerpo, su muslo rozando el suyo, con la cautela de no incomodarla, de que el espacio fuera suficiente para ella, aun tan flaquita, la pobre. Ha preservado un espacio mental para esos días, al que acude cuando cree que está a punto de enloquecer o de empezar a morir. Un cosmos de sombras y chorros de luz, en el que están guardadas para ese último segundo (la muerte) las lecciones de orientación de Estrada. Ella, en silencio, y él le decía:

—Ah, Flaca. Estás concentrada. A ver, si tu cuerpo fuera el mundo, ¿cuál sería tu norte y cuál tu sur?

Mucha vergüenza le daba no entender a la primera, ser incapaz de apuntar con firmeza y deslizar el dedo de un punto del horizonte a otro. Le entraban nervios con la orientación. Estaba segura de jamás haber pasado por eso en la escuela. Estrada era un hombre impaciente.

—Parada con los pies juntos, derecha, así, no te muevas, ¿ves?, la cabeza es tu norte porque da al techo, hacia arriba —y le gustaba sentir su mano en el casco— y el sur son tus pies.

Apenas registró el norte, se le perdió el sur. Ella que por lo general aprendía rápido, se extraviaba con los puntos cardinales. Todo parecía tan fácil en palabras de Estrada. Se moría de pena porque él pensaba que su memoria era buena y su cerebro aguantador, de esos que pueden cargar muchos pensamientos sin deschavetarse. Qué mal se iba a sentir cuando se arrepintiera de traerla por un lado de su acompañante, por lela, pendeja como las viejas cacareadoras a las que Estrada les decía urracas.

—Ahora con las piernas abiertas.

Y le explicó. Divertido de ver cómo ella se tambaleaba por abrirse de manera exagerada, como un compás.

—En la cabeza sigue estando el norte. Es el sur el que se detiene en la mariposa que todas las niñas traen a dos manos del ombligo.

Le gustó tocarse. Desde entonces, algo le decía que allí, en la mariposa entre las piernas, hacia el sur de su cuerpo, estaban todas las respuestas del mundo.

Por eso luego se obsesionó con aprender, con el pretexto de comunicarse con Victorio de alguna manera, repasó las lecciones de la escuela como si fueran suyas.

Nunca puso valor o significado a las palabras de Estrada; solo escuchaba su voz, y eso era todo lo necesario. Era feliz de ir junto a ese señor suyo y solo suyo. Solo los dos en esa aventura rumbo a Las Albercas.

Estrada siempre usó pantalones de idéntico color: grisáceo como el pelaje de una rata. La gente creía que no se cambiaba; una clienta le hizo la pregunta una vez, de manera tan directa y franca que a Gloria le pareció excesivo. Estrada, con la parquedad que le entraba cuando se acercaba la hora de cerrar, le respondió con flojera:

—Tengo muchos iguales. Además, dígame, si yo no le pregunto por sus cosas, ¿a usted qué le preocupan las mías?

—Es que no le vendría mal tener de otros colores, menos tristes. Luce usted muy grande, y por la edad de sus hijos y de su muchacha, no creo que lo sea tanto.

—Señora, deje eso. ¿Cuántas llaves necesita de cada una? Ya vamos a cerrar.

Cada semana se alcanzaba a juntar un altero de cinco o seis: a Gloria le tocaba doblarlos, alisarlos con firmeza, marcar bien la raya en cada pierna, dejarlos listos. Era Flora quien se ocupaba de plancharlos, porque a nadie le salía mejor ese oficio.

Los hombres de los membrillos la ven con la misma suspicacia con que ella lo hace con ellos. ¿Qué saben estos tipos de aquellas andanzas? ¿Qué saben de algo? Piensa que la quieren joder, siempre lo hace: no da palabra por buena. Se le olvida que esos hombres no trampean; serán parcos, acotados, pero no engañan. Sus papilas recuerdan con acritud el sabor de los membrillos. No se acuerda de la última vez que comió uno. Se esfuerza. Si tampoco está perdiendo la memoria, ¿cómo es posible que no tenga presente algo así? Deduce que pudo ser aquel día, antes del accidente, cuando el vendedor se metió sin permiso a Las Albercas y las supervisoras, ya que había logrado colocar dos o tres pedidos, muy enojadas, lo echaron.

Su situación mental es particularmente confusa. Los recuerdos son pirañas, la muerden. En ese estado de fragilidad poco puede confiar en sí misma; se resquebraja, de lo único que tiene conciencia es de su torso entiesado. Maldice a su esqueleto. No quiere que la Niña la vea con dolor. No se va a permitir la indignidad de lucir desvalida ante ella.

Las carreteras no cambian. Se puebla la periferia, las proximidades: supone que tanta gente un día ya no cabrá en este mundo. Se retacan los campos, las montañas poco a poco van siendo cercadas, trepadas por gente y más gente. Pero las carreteras siguen allí: las resanan, las amplían, las renuevan, pero siguen. Antes hubiera sido capaz de andar por esta con los ojos cerrados.

La asalta el traje de baño de la Niña, una de las imágenes que, como insectos, pululan en su mente: nebulosa, vidriada, confundida por tantos años y tantas telarañas.

El señalamiento anuncia Bellavista, poblado en el que se concentra un mayor número de vendedores de membrillos: mujeres, niños, viejos, jóvenes. Una revoltura de gente, todos vendiendo la fruta. Vadea la multitud casi a vuelta de rueda. Falta muy poco. Se agita. Viene el motel, a dos kilómetros, después Las Albercas.

Llegó a contar con Estrada el tiempo: dos mil metros era igual a tres o cuatro minutos, por las paradas del autobús a recoger gente. Se ponían a ver juntos cuántas personas alcanzaban a subir en ese lapso. A Gloria le daba tanto gusto atinarle, caer en la coincidencia de que seis, ocho, nueve, fuera el mismo número para los dos. Estrada reía con el gusto en ella; era cuando le ponía la mano en la parte frontal de la cabeza, arriba de la frente, y la dejaba allí unos segundos; o le jalaba las orejas sin lastimarla; o le acomodaba los ribetes de la playera, por alguna razón siempre torcidos hacia adentro. Ahora piensa en ese canto de otro color, esos bordes de tela tan inútiles y se pregunta por qué a Flora nunca le quedarían bien planchados: ella tan fijada en esas cosas.

La laguna sigue viva. Viejo panorama. No veía esa alucinación desde el día del accidente, desde la Niña ese día de agosto de sol bravo. El tiempo más floreciente para los membrillos: gordos, amarillos, con la carne menos ácida. A Gloria se le escocía la lengua después de unas mordidas incluso en los días de temporada de la fruta, pero la Niña disfrutaba sin quejarse hasta dos frutos completos. Cómo reblandecerse, si ella era la grande: tenía que resistir, tragar esos bocados amarrosos, con la lengua punzante y llena de puntos rojos que se revisaba al espejo en la noche.

Se desprecia por ir hacia ella una vez más, a pedir prestado algo de su existencia. ¿Por qué el desgraciado tiempo tiene que llegar a cambiar todas las cosas? Se hace la pregunta y se trata de convencer de que alguna fragilidad le ha de quedar a la Niña, aun ahora después de tantos años que hasta parecen siglos: un resquicio dolorido que tal vez Gloria pueda ayudar a sanar. Eso espera. En eso confía con las fuerzas que le quedan.

La laguna sigue sin turismo: a salvo en su anonimato, limpia de paseantes. Un piquete más la lleva a tantas tardes con la Niña, cuando Estrada la enseñaba también a contar el tiempo, pero a ella chupándole los dedos uno por uno: la cara diáfana de la Niña, metiendo ella misma un dedito y otro, dejándose morder, entre carcajadas, por los dientes sin filo de Estrada. El recelo le cubre la mirada de sangre. Teme que esté sangrando de verdad por un derrame ocular, algo así, en verdad terrible; después rememora que ella poco sangra y casi nada, así que algo así es impensable. La mente fabrica los pájaros negros que se sangran entre ellos a picotazos; es su pensamiento el suelo fértil donde florece su rabia: cardos que raspan al pasar por su conciencia, como la carne reseca del membrillo en su lengua.

Baja un poco la velocidad para observar. Hace lo que los conductores no deben de hacer: se distrae con el paisaje a riesgo de perder el control de la camioneta de Victorio, de chocar por ir sumida en sus mundos alternos. Pocos pajarracos, el cielo inmenso ya ennegrecido por la noche. El paisaje está en paz, pero ella siente que se incendia. Se aviva el fuego de su estómago. No quiere dejar a Estrada en manos de la Niña. Aunque sea un remedo de lo que fue, no quiere soltarlo. No todavía. Y cuando lo haga, lo dejará solo en una calle vacía, oscura, en el sitio preciso que imposibilite que la Niña pueda rescatarlo. Donde no pueda encontrarlo, aunque ponga al mundo de cabeza, buscándolo, llamándolo con ese tono de Niña eterna. Sonríe ante el pedazo de película que ha fabricado. Lo dejará morir para poder morir ella. Secarse en su carne y en sus nervios. Debe vivir para eso. Le tiene que alcanzar el tiempo. Se harta de oírse pensando eso, pero no intenta parar.

Una hilera de árboles delgados, de follaje escaso, muy altos, bordean la zona. Deduce que es nada de agua —la de la laguna a la distancia— para ser época de lluvias. Siempre fue un lago esmirriado, de capacidad limitada, con tendencia a desbordarse por las lluvias poco intensas. Ahora, con todo y los aguaceros recurrentes de la temporada, es posible evidenciar el bajo nivel del agua, los flancos de árboles en el mismo estado de deshidratación, el estado general —casi desértico— del panorama.

Acelera hasta tomar la velocidad permitida. El paisaje desaparece. En su lugar queda el precipicio de la última curva.

Está demasiado oscuro afuera y adentro. La luz del interior del coche no sirve. Es algo que suele ocurrir: apenas toma el control de las cosas, en este caso el vehículo de Victorio, algo deja de funcionar. El estribillo reverbera mientras pulsa el botón con insistencia:

—Estaba en buenas condiciones cuando te lo presté, mamá. No se puede confiar en ti.

Con qué cara se va a poner a replicar. Mucho le debe. Ha vivido su resquebrajamiento desde que era chico, desde que el niño, suspicaz, abrió los ojos y pudo verle los defectos. Hay un paso apenas entre ser distraída y en ser una desmemoriada sin remedio a la que se le olvida cerrar cuando debe abrir, jalar en vez de empujar, acelerar por frenar, y así de manera indefinida, entre accidentes y caras de frustración del único hijo que la Providencia tuvo a bien concederle.

Aguanta el regaño. Baja la cabeza, deja que caigan las recriminaciones. A ver si aprende. Y nunca aprende. El hijo le aseguró que por accionar con demasiada fuerza los botones de la luz, se habían averiado. No puede asegurar si es culpable o no; no tiene tal conciencia de sus actos. Se sabe una ficha de cuidado, capaz de hacer tonterías que exasperan el orden de Victorio. Desconfía de sí misma de principio a fin.

Con el interior a oscuras, tentalea en busca del teléfono. Le da seguridad sentirlo, como si fuera una mano que coge en medio del silencio: recuerda en su palma la garra de Estrada de los últimos meses, con esos apretones rabiosos, histéricos. Piensa en él con una nitidez que odia: la enfermedad se ha encargado de consumirlo, un poco cada día. Sobreviven escasas briznas de cordialidad, adheridas con saliva en ese cuerpo de toro: pegoteadas en las extremidades y en la cabeza, como recordatorio de cuán fácil se va perdiendo el control de los músculos y de los huesos. El cuerpo, siempre lo ha dicho, es un depósito que jamás olvida. Las cicatrices de Estrada están en el suyo, en cada milímetro de piel, y no solo allí, también culebrean por su conciencia: esa es la parte difícil. Sus marcas son las suyas, una sola masa viscosa en la que apenas se distinguen las formas individuales: la Niña amándola, la Niña necesitándola, la Niña odiándola. Tiene pensamientos claros al respecto. Juega con ellos cada que quiere hacerse daño: le gusta pasarse los dedos por los nervios, como cuando se aprieta los pezones o la vulva con fuerza hasta lograr el orgasmo.

La Niña odiándola. Se podrá tener muy limpio el cuerpo, para lo que un buen baño es justo y bastante. Lo otro es el interior. En vez de lavarse, esa cueva se ensucia más y, lo peor, es la que dicen inmortal. Al cuerpo de cualquier manera uno lo pierde, lo va dejando caer a cada paso. Pero basta una acción para infectar el alma y convertirla en la caverna de las culpas.

La Niña necesitándola, queriéndola. Antes de equivocarse, se supo más lista, con el atrevimiento que faltaba en otros. Superior, en algunos sentidos, como cuando la Niña la necesitaba a ella y solo a ella para no ponerse triste. La felicidad, está segura, es lo mismo que ser indispensable para alguien. Por eso quiere que la Niña esté desvalida, que sea ella misma la que le pida que se le acerque, que la cubra con sus brazos, que la cuide. No lo hará. Pero lo piensa. No lo hará porque la odia desde el accidente. La desprecia en la medida que ama a Estrada. Y eso la hace fuerte. Hunde a Gloria en el olvido, mientras a él lo sigue queriendo. Le da la razón. Haber sido capaz de hacer lo que hizo, justamente a ella que tanto la quería, le retuerce los sentidos. Le surge un deseo: desaparecer. Ser nadie. Borrarse en ese pueblo de membrillos que va dejando atrás.

Llega al motel Eddy’s, fiel a la descripción de los hombres: una chillante construcción pintada de rosa. Siempre se llamó igual. Estrada le contaba historias. Cosas interesantes. Que las cajeras se metían a los cuartos a dar gusto a los hombres. Se quitaban el uniforme y se ponían vestidos bonitos, para que aquellos no las miraran feo. Se daban un baño antes. Perfume. Tenían muchas tareas y para todas eran buenas. Limpiar. Trapear. Abrir las ventanas. Preparar bebidas. Después cobraban. Sabían hacer de todo: eran eficientes.

—Hacen bien su trabajo, sirven de algo, por eso las quieren —concluía Gloria.

Estrada asentía y le ponía la mano en la cabeza, sin descuidar a la Niña: que fuera bien sentada, con el trasero hasta atrás para que no se fuera a caer con los frenazos. Ya una vez casi se les va de boca por ir platicando.

El motel es un aglutinado de formas. Las torres de un castillo, palmeras, paredes en distintas texturas y relieves. A la usanza de los viejos moteles, al entrar con el auto, del turbio cristal de una ventanilla emerge una voz de mujer. Le dice que viene por las llaves. La mujer se queda en silencio. Le pregunta a otra. Voltea hacia Gloria. Aunque no puede verla, Gloria está segura de dos cosas. De que se miran tras el cristal, primero. Número dos: esa mujer está imbécil. No puede ser que solo la mire, que indague en los ojos del otro lado del vidrio sin abrir la boca.