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Julia 1019 Penélope no podía creer que su suerte había cambiado. El millonario Jasper Derring le prestaba su piso en Hawai, le regalaba el billete de avión y ponía un coche a su disposición. Todo era demasiado perfecto. Pero... había una condición: debía ir a visitar a su rebelde hijo Craig. Ella aceptó, sin saber que al hacerlo su vida cambiaría para siempre. Craig era demasiado atractivo y sensual para una mujer tan sensata y recatada como ella.
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Seitenzahl: 204
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Lori Herter
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Nunca me casaría contigo, JULIA 1019 - agosto 2023
Título original: ME? MARRY YOU?
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411801287
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
JASPER Derring recogió una postal del montón de cartas que acababa de dejar el cartero. Mostraba palmeras inclinadas sobre una playa de arena blanca con un barco de vela en la distancia. Antes de darle la vuelta supo que se la enviaba su hijo mayor. Hizo una leve mueca al leer la caligrafía viva y familiar.
¡Saludos!
Estoy bien. Espero que todo esté fantástico en vuestro lado del planeta. Tengo alojamiento nuevo y otro número de teléfono: 555-2123. El mismo distrito postal, el mismo apartado de correos, la misma ciudad, la misma isla. Quería hacéroslo saber.
Aloha, Craig
La esposa de Jasper, Bea, entró en la sala.
—¿Ya han traído el correo? —preguntó—. El cartero se ha adelantado. ¿Facturas y catálogos, como siempre?
—No, hemos recibido una misiva de Craig —con expresión hosca alzó la postal.
Bea se sentó en el sofá a su lado y la leyó.
—¡Oh! —exclamó con interés—. ¡Se ha mudado! —sonrió—. No dice exactamente a dónde… típico de él, ¿verdad? Bueno, ha sido agradable que dedicara tiempo a informarnos de cómo ponernos en contacto con él.
—Sí, ¿verdad? —corroboró Jasper con sarcasmo—. Debió necesitar diez segundos para escribir la postal, otro segundo para pegar el sello y probablemente la echó en el buzón de camino a la fiesta de cerveza más próxima.
—Jasper —reprendió ella—. Cuando vino a la boda de Charles me comentó que reduciría su asistencia a las fiestas. Me dio la impresión de que al final empezaba a sentar la cabeza. Y ahora tiene una casa nueva.
—Quizá lo echaron de la anterior —musitó su marido.
—No seas tan gruñón.
—Es nuestro hijo mayor, Bea. ¡Tengo derecho! Había depositado tantas expectativas en él. Ya tiene treinta y cuatro años. Debe ser el «surfista» más viejo de la isla… de todo Hawai.
—Se marchó de Chicago por tus elevadas expectativas —le recordó—. Querías que siguiera tus pasos, y él deseaba abrirse su propio camino. Dejó bien claro que no quería ser el hijo de un millonario, al frente de la cadena de grandes almacenes de su padre. Lo cual demostró ser lo adecuado, ya que Charles resultó idóneo para esa tarea. Craig parece feliz haciendo… lo que esté haciendo —movió la mano con gesto vago—. Llevando ese barco para turistas, o lo que sea —se rascó la mejilla—. En la boda le pregunté si esa seguía siendo su línea de trabajo. Me contestó de forma un poco confusa, pero creo que dijo que sí.
—La boda de Charles fue hace dos años —indicó Jasper—. Por lo que sabemos, Craig ahora puede estar fabricando esas faldas de hierba nativas. ¡Y apuesto que no nos equivocamos si pensamos que persigue a quienes las usan!
—Es verdad que Craig parece haber disfrutado de suficientes excesos juveniles —Bea frunció sus delicadas cejas—. Confieso que de todos nuestros hijos es el que más me preocupa. Espero que la casa nueva esté bien y no en algún barrio de renta baja.
—¿Cómo podemos saberlo? —bufó Jasper—. Aunque fuera a visitarlo, me recibiría en nuestro piso de Kona y jamás me mostraría su casa. A menos… —se volvió hacia Bea—. Quizá si tú vinieras, él…
—Es un vuelo muy largo desde Chicago —con gesto nervioso, Bea sacudió la cabeza—. Es un trayecto tan turbulento que tendrían que sacarme en brazos del avión.
—Lo sé —dijo su marido, dándole una palmada en el hombro. Bea siempre había padecido mareos en los viajes. Las pastillas y los tapones para los oídos sólo empeoraban su estado. ¡Maldito Craig!, pensó Jasper, moviéndose en su asiento. ¿Por qué se mostraba tan furtivo?
Siempre que había ido a Hawai, Craig le había dado la impresión de encontrarse bien, de estar feliz y tener muchos amigos, a juzgar por los saludos que recibía allí a donde iban. Sabía que Craig tenía un viejo catamarán en Kailua-Kona que usaba para llevar a bucear a los turistas, ya que siempre salía a navegar con él unas horas. Pero en las varias visitas que le había hecho a lo largo de los doce años pasados desde que Craig se había trasladado a Hawai, nunca se había ofrecido a mostrarle dónde vivía, aduciendo que estaban fumigando o arreglando su casa, o una excusa similar.
Jasper le quitó la postal a Bea y volvió a mirarla. Quizá ya era hora de abandonar la esperanza de que su hijo llegara a confiar en ellos. Tal vez era el momento de realizar alguna investigación secreta. Después de todo, la pobre Bea no tendría que preocuparse tanto, ni él tampoco, a su edad. Eran sus padres… ¡tenían derecho a saber!
—¿En qué piensas, Jasper? —Bea lo estudió.
—¿Yo? —dejó de dar golpecitos con la postal—. Oh, en nada, Bea —repuso con indiferencia, porque sabía que su mujer jamás aprobaría que se inmiscuyera en los asuntos de su hijo.
—¿En nada? ¿De verdad?
—Desde luego —insistió, mirándola con expresión de absoluta sinceridad—. ¿En qué iba a estar pensando?
—Llevamos juntos cuarenta y tantos años y aún no he descubierto todos los parámetros de tu mente —suspiró—. Podrías estar pensando en aprender a bucear para poder espiar a Craig en su barco desde el fondo del agua.
Jasper movió los ojos. En realidad era una idea ingeniosa, pero era demasiado viejo para llevarla a cabo. Además, sufría del corazón. No, tendría que contratar a otra persona para que lo espiara. Alargó la mano y le dio un pellizco afectuoso a Bea en la nariz.
—Empiezas a pensar como yo.
—Oh, cielos —musitó ella, consternada—. ¡Espero que no!
Craig Derring entró en la casa que acababa de comprar, situada en las altas y verdes colinas que daban a la bahía de Kealakekua y a la playa de Napoopoo en la costa de Kona. Su empleado, Ned Pukui, un hombre de pelo negro y complexión robusta de cuarenta y pocos años, y que se encargaba de mantener la flota de catamaranes de Craig en óptimo estado, terminaba de dar los últimos retoques de barniz a los armarios de la cocina.
—¿Cómo va todo? —le preguntó—. ¡Qué buen aspecto tiene! —la vieja madera parecía revitalizada.
—Va bien —Ned se enorgullecía de su arte.
—¿Quieres una cerveza? —ofreció Craig abriendo la puerta de la nevera.
—Claro.
—Hoy he comprado un yate en Hilo —le pasó una cerveza y sacó un refresco para él—. Voy a usarlo para ofrecer cruceros a la puesta de sol —abrió la lata y bebió un trago—. Aunque le hace falta una mano de pintura. Quiero que la semana próxima dejes de trabajar aquí y te dediques a adecentarlo, si no te importa.
Ned titubeó y abrió la lata de cerveza antes de contestar.
—Lo que tú quieras —se apoyó en el mostrador y sonrió—. No estás muy ansioso de que empiece a barnizar el suelo aquí, ¿no?
—No tengo ganas de ver tanto desorden —Craig rió entre dientes—. Probablemente me vea obligado a dormir fuera algunas noches.
—Sería una buena idea —acordó Ned—. No podrás pisarlo. Y suelta mucho olor mientras se seca. Pero si de verdad quieres reacondicionar todos los suelos, deberías dejar de postergarlo. Todo lo demás en la casa está prácticamente terminado.
—Sí, bueno… sigo necesitándote para que te ocupes del nuevo barco. Me gustaría tenerlo operativo en Kailua—Kona para la avalancha de turistas de agosto. Llévate a uno de los chicos para que te ayude.
—Hecho, jefe.
Craig sabía que Ned pensaba que lo retrasaba adrede, y suponía que era verdad. Pero se había acostumbrado a dormir en el gran dormitorio principal de la planta alta con los ventanales que daban al lanai y su vista espectacular y a sentir las frescas brisas procedentes del mar. A veces incluso podía oír las olas lejanas. Jamás pensó que querría una «casa de ensueño», pero ahora que la tenía, odiaba dejarla, incluso para barnizar los suelos de madera descuidados y viejos.
La casa había sido construida en la década de los cuarenta y había sido el hogar de un plantador de café. Exhibía grandes columnas blancas en la entrada, que daba al océano. Se llegaba a ella por un camino privado y sinuoso difícil de encontrar, algo que le gustaba a Craig. Empezaba a apreciar la soledad.
Al terminar la universidad había vivido durante un tiempo del dinero que le dieron sus padres como regalo de graduación, escapando de la vida urbana que conocía para adentrarse en el estilo de vida hawaiano. Se trasladó de isla en isla, explorando, yendo a fiestas, disfrutando con la vida de la playa, ligando a chicas en biquini y haciendo amigos. Al agotarse el dinero un año y medio más tarde, comenzó a vivir de los recursos escasos que obtenía de los turistas en excursiones de buceo en un catamarán que había comprado muy barato en Kailua—Kona. La embarcación había vivido días mejores, pero conoció a Ned, un nativo con una gran habilidad para las cosas manuales, que le dijo que podía dejársela como nueva. Ned cumplió su palabra. Al poco tiempo el negocio prosperó y compró un segundo catamarán, contratando a un amigo para que lo llevara. Y tras poco más de una década en Hawai, tenía uno o dos barcos en cada bahía turística de la isla grande, al igual que en Oahu, Maui y Kauai.
Un día, unos dos años atrás, su contable le informó, casi sin poder contener el entusiasmo, que era millonario. Craig sólo pudo mirarlo atontado.
—¿Qué quieres decir? —le había preguntado, con la cabeza embotada por la fiesta de la noche anterior.
El contable le explicó que sus ingresos habían aumentado hasta el punto de que, una vez descontados todos los gastos, aquel año había ganado un millón de dólares. Craig debió sentirse feliz, pero no fue así. Su padre había querido que se hiciera millonario.
Había sido tan rebelde en su adolescencia y al entrar en la veintena que aquello que la férrea voluntad de su padre había querido para él, siempre lo impulsaba a desear lo opuesto. Como era el hijo mayor, Jasper esperaba que dirigiera Derring Brothers, los famosos grandes almacenes de la familia en Chicago. «¡Bajo ningún concepto!», había jurado Craig. Quería ser independiente, no el clon de su padre.
Después de terminar la universidad para complacer a su madre, se había largado directamente a las playas de Hawai y nunca había vuelto… salvo durante una breve visita para asistir a la boda de su hermano. Nunca había anhelado el éxito de manera especial, ya que no quería brindarle esa satisfacción a su padre. Y al hacerse millonario a pesar de sí mismo, esperaba que la noticia no corriera. Sólo su contable y sus amigos más antiguos, como Ned, lo sabían, aunque su empresa, Cruceros Sunshine, había crecido a tanta velocidad que la gente empezaba a percibirlo como una persona triunfadora. Aún parecía despreocupado y amante de las juergas, pero ya no se quedaba hasta altas horas de la noche. Tenía muchas responsabilidades.
A veces el cambio de sus circunstancias le molestaba. Se preguntaba si empezaba a parecerse a su padre sin saberlo. Por ejemplo, ¿por qué había comprado una casa?
Una tarde, unos cuatro meses atrás, conducía de regreso de una excursión de buceo en la playa Napoopoo a su antiguo apartamento en Kailua-Kona. De algún modo se había confundido de ruta y había tomado un camino estrecho, viéndose obligado a continuar, ya que no había manera de dar la vuelta. De pronto el espeso follaje se abrió a un césped verde y la casa más hermosa que había visto jamás. Parecía vacía, como si no la hubieran habitado en años. Al día siguiente se informó con un amigo que trabajaba en una inmobiliaria. La casa no estaba oficialmente en venta, pero cuando el propietario se enteró de que había un comprador interesado que podía pagarle en efectivo, la vendió tras un tira y afloja. Craig impuso su punto de vista de que la propiedad necesitaba muchos arreglos, y la consiguió a precio de ganga.
Y en ese momento no sólo era millonario, sino dueño de lo que algunos podían catalogar como una mansión. Le molestaba pensar en lo orgulloso que se sentiría de él su padre… si lo supiera. Aunque a Craig le habría gustado poder contárselo a su madre. Se sentía culpable, ya que con toda seguridad ella estaría preocupada por él.
—¿Así que crees que lo demoro adrede? —preguntó.
—No. Te gusta tener a alguien por aquí, trabajando en la casa. Cuando esté acabada te quedarás solo en ella.
—No me importa —aunque no había pensado en ello.
—¿A alguien a quien le gustan tanto las fiestas? —inquirió Ned con una sonrisa.
—Empieza a gustarme la soledad.
—Sí, últimamente me he dado cuenta de que te vas de los luaus y las fiestas incluso antes que yo. Pero yo tengo familia. Tú vas a regresar a estas habitaciones silenciosas —Ned indicó la amplia cocina y el vacío comedor contiguo—. Ni siquiera has comprado muchos muebles… sólo un viejo sofá en ese enorme salón y una cama inmensa en el dormitorio de arriba. ¿Vas a invitar a una wahine bonita a compartirla, o qué?
—No lo sé —se frotó la nariz, algo irritado—. Tal vez.
—No has tenido novia desde hace tiempo. Ahora ya ni siquiera persigues a las chicas. ¿Cansado del sexo?
—¡No! —le lanzó una mirada que le pedía un respiro—. ¿A qué vienen todas estas preguntas?
—Creo que ya no eres feliz —Ned se encogió de hombros—. No como solías serlo. ¿Sabes?, te comportas como si no supieras qué hacer exactamente contigo. Antes te gustaba estar sin hacer nada.
—Lo superaré —pero odió reconocer que Ned tenía razón. Últimamente se había sentido inquieto, o aburrido, o algo.
—Sí, pero, ¿cómo? ¿Ves?, esa es la pregunta clave. ¿Quieres saber qué pienso?
—¿Cuánto puedo pagarte para que no me lo digas? —agitó el refresco en la lata para ocultar su irritación.
—En realidad, fue mi mujer quien me lo comentó el otro día —continuó Ned—. Cree que deberías casarte. Me parece que planea algo.
—¿Eh? —había empezado a beber y estuvo a punto de atragantarse.
—Casarte. Ya es hora, tío. ¿Cuántos años tienes?
—Con treinta y cuatro no se es viejo.
—Ya no son veinticuatro. Mira, no diría nada si viera que disfrutabas de la vida, con chicas y barcos como solías hacer unos años atrás, cuando empezaste a darme trabajo. Pero entonces eras un joven despreocupado. Ahora eres mayor. Comienzas a adquirir un poco de sabiduría… un poco. Tu vieja vida ya no te atrae y aún no sabes cómo debería ser la nueva. Estás en un período de transición —Ned alzó el dedo para recalcarlo—. Así lo expondría… en transición.
—Quizá —dejó la lata en el mostrador y suspiró —. Pero, en tu esquema de las cosas, ¿dónde me ves con una esposa?
—No, tío, es tu vida y tu esquema. Yo sólo señalo los signos que veo. Has comprado esta casa. Eso demuestra que anhelas establecer algunas raíces. ¿Acaso vas a ser un ermitaño aquí? No lo veo. No en ti.
—No seré un ermitaño. Estaré trabajando todo el día, ocupado con mis empleados, con los turistas. Este es un lugar de reposo al que llegar al finalizar el día.
—¿Cuánto reposo? ¿Vas a ser célibe aquí? ¿A meditar, como en un monasterio?
—¿Por qué te preocupa tanto mi vida sexual?
Ned se puso a guardar los pinceles en una caja de madera, como si necesitara una pausa antes de contestar. Al final alzó la vista.
—De acuerdo, seré franco. Siempre ha sido estupendo trabajar contigo, y eso me ha gustado. No me metes prisas, mantienes tu palabra y… solías ser fácil de tratar.
—¿Ya no? —preguntó Craig sorprendido.
—Empiezas a ser… no sé… ansioso. No paras de cambiar de parecer. Como hoy. Primero querías que acabara la casa. Ahora quieres que vaya a trabajar en el barco nuevo. Mañana querrás otra cosa. Me resulta difícil hacer planes. Mi mujer se enfadará un poco cuando le diga que tengo que ir a Hilo, ya que contaba con que estuviera en casa la semana próxima.
—Lo siento, no me he dado cuenta —«ese es el problema con las esposas», pensó, pero no lo dijo—. Puedo hacer que alguien traiga la embarcación a Kailua. ¿Qué te parece?
—Sí, estupendo. Gracias —a Ned se le iluminó el rostro—. Eso ayudará mucho. No pretendo quejarme, pero, ¿entiendes a dónde quiero ir a parar? Ahora no tienes vida. ¡Consigue una! Claro que una esposa representa unos grilletes… puedes considerarlo de esa manera. Pero también resultan convenientes. No tienes que salir a buscar mujeres. Sexo fácil. Puede que incluso sepa cocinar. Y luego vienen los críos. No estarás solo el resto de tu vida.
Craig empezó a sentirse realmente molesto. Enfadado, de hecho. Tardó unos momentos en descubrir el por qué.
—Comienzas a recordarme a mi padre —le dijo a Ned—. Él se expresaría de una manera más grandilocuente, pero el mensaje sería el mismo.
—Oh, tío… —Ned palideció un poco y dio la impresión de estar mortificado—. Sé lo que sientes por tu padre. Mira, olvida todo lo que he dicho, ¿vale? Se me ha soltado la lengua. Mi mujer me mete ideas raras en la cabeza. Esa es la parte negativa del matrimonio… siempre te están hablando, y descubres que empiezas a pensar como ellas.
—No me cabe ninguna duda de que la intención de Maryanne era buena —alzó la mano para detener a Ned—. Es un encanto y tienes suerte de que esté contigo. Pero es un modo femenino de pensar… si una mujer conoce a un soltero que haya pasado de los treinta, está convencida de que lo que más le conviene es casarse. Todas son así —tuvo que reírse—. Incluyendo a mi padre la «señora» más conspiradora de todas.
—Tu padre… ¿una señora? —Ned pareció confuso.
—Bueno, hace punto, para empezar —Craig se dio cuenta de que nunca había mencionado la última afición de su padre, buscarle pareja.
—Bromeas —Ned estalló en una carcajada.
—No. Se lo enseñó mi madre hace unos años para pasar el tiempo mientras se recuperaba de un ataque al corazón. Lo cual estuvo bien, pero luego se puso a hacer cojines matrimoniales.
—¿Qué es eso?
—Como un cojín normal, pero lleva los nombres de los novios y la fecha del casamiento… ya sabes, con montones de corazones y flores y esas cosas bordadas.
—Ya sé… vi uno en la casa de mi tía abuela.
—¿Recuerdas a mi hermano Charles? Lo conociste cuando vino a pasar su luna de miel aquí.
—Claro.
—Charles lo llama el «vudú de ganchillo».
—¿Vudú? —Ned volvió a mostrarse confuso.
—Papá les hizo uno de esos cojines. Bordó el nombre de Charles y el de Jennifer, mi cuñada, en él.
—Sí… —Ned asintió, como si intentara comprender.
—Lo que quiero decir es que mi padre lo hizo antes de que Charles y Jennifer incluso tuvieran idea de que iban a casarse. Puede que se conocieran porque ella trabajaba en los grandes almacenes, pero entonces no salían. Mi padre encontró un modo de juntarlos… incluso los encerró allí una noche. Al poco tiempo se casaron. Ahora tienen una hija.
—No te lo estás inventando, ¿verdad? —preguntó Ned.
—¡No! Luego hizo lo mismo con mi otro hermano, Jake. Le cosió un cojín con el nombre de una chica que ni siquiera conocía. Encontró un modo de que aceptaran un matrimonio «temporal» y los envió a una isla en Puget Sound. Aún no conozco a la esposa de Jake, pero ya tienen un hijo y otro de camino. ¡No tardaré en ser tío de tres niños!
—¿Y tú padre consiguió que pasara todo eso? —quiso saber Ned incrédulo.
—Eso es lo que afirma mi madre. Ella es la que me escribe y me mantiene informado. El mismo Charles me contó su historia el día de su boda —hizo una pausa para soltar una risita ominosa—. Por eso no dejo de preguntarme cuándo me llegará el turno. Parece que papá desea casar a todos sus hijos antes de morirse. Mamá me ha escrito diciendo que empieza a ser una obsesión —se rascó la nariz y miró a Ned—. Imagino que por eso estallé cuando mencionaste el matrimonio.
—Lo entiendo —el otro sonrió con gesto comprensivo—. No te preocupes, jefe. ¡No me verás haciendo cojines! —ambos rieron y la tensión se evaporó—. ¿Has tenido noticias de tu padre últimamente? La última vez que lo vi fue hace unos años, antes de que sufriera el ataque al corazón.
—No. Les envié una postal dándoles mi nuevo número de teléfono. Mantuve mi viejo apartado de correos de Kailua—Kona. Dios, si papá descubriera que me he comprado esta casa, ¡seguro que me encontraba una mujer en dos segundos! Esa es la razón por la que, ahora más que nunca, tengo que hacer que sigan creyendo que voy tirando. Necesito que mi padre piense que soy demasiado pobre para mantener a una esposa, o saldrá a buscarme una. Y su historial de éxitos me pone nervioso.
Unas semanas más tarde, cuando Jasper leía un informe que le había enviado el detective privado hawaiano que había contratado, Bea entró en su despacho.
—¿Vamos a salir a cenar o quieres que nos quedemos en casa? —preguntó ella—. Es la noche libre de Mabel —se refería a su cocinera y ama de llaves.
Jasper se apresuró a guardar el informe en el sobre grande en que lo había recibido y lo colocó bajo otros papeles.
—Bueno, depende de ti —dijo de buen humor—. ¿Te sientes con ganas de cocinar?
—No especialmente —Bea frunció los labios.
—Entonces saldremos —recogió una pluma y le dio vueltas entre los dedos—. De hecho, podemos celebrar.
—¿Celebrar?
—He… hecho algunas indagaciones, y tengo motivos para creer que Craig quizá esté un poco más asentado de lo que pensábamos, económica y psicológicamente hablando.
—¿Cómo lo sabes? —se acercó y apoyó la cadera en el gran escritorio de roble de Jasper.
—Bueno, me he enterado de que no alquila su nueva vivienda. En realidad se ha comprado una casa.
—¿Sí? ¿Tenía el dinero para invertir en una casa? —a Bea se le iluminaron los ojos.
—Al parecer sí.
—¡Me alegro tanto por él! Aunque supongo que se trata de una casa pequeña. Probablemente necesite muchos arreglos. Pero está bien. Siempre le gustó trabajar con las manos.
Jasper conocía la verdad, pero se guardó la información. Tenía dos motivos para ello: Bea desaprobaría tanta intromisión en la vida privada de Craig, y era renuente a que ella averiguara de su boca que su hijo les había estado ocultando su situación durante todos esos años. Esperaba que con el tiempo, el mismo Craig le contara a su madre que le iba bien.
—Sin importar lo pequeña que pueda ser la casa de Craig —dijo Jasper—, indica que quizá al fin ha encontrado el instinto de sentar la cabeza. Por lo tanto… —calló adrede y miró a Bea.
—Por lo tanto… —ésta lo miró y se enderezó—… ¿qué? —preguntó como si realmente no quisiera saberlo.
—Creo que ya es hora de que consiga una esposa.
—Jasper —Bea alzó la vista al techo como si buscara fuerzas—, no pensarás ponerte a buscarle mujer a Craig, ¿verdad? No es como Charles o Jake. Algunos hombres no están hechos para el matrimonio. Quizá él sea uno de ellos.
Jasper abrió el cajón inferior del escritorio y sacó una bolsa de plástico con el logotipo de Tienda de Punto de Penélope impreso en ella.
—No te he mostrado mi último proyecto.
—¡No habrás empezado otro! ¡Otra vez no!
—Oh, claro que sí —repuso feliz, retirando el bastidor cuadrado para el cojín matrimonial—. Ya he pensado cómo voy a centrar los nombres que pienso bordar. Dibujé las letras con mi pluma especial. ¿Ves?
—No, no miraré —Bea se tapó los ojos con las manos.
—Vamos, Bea, debes ayudarme en esto. Hemos de tener pensamientos positivos si queremos ver a Craig casado.
—¡No pienso formar parte de tu vudú de ganchillo!