Obra literaria - Renato Leduc - E-Book

Obra literaria E-Book

Renato Leduc

0,0
14,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Renato Leduc, enfrentado al academicismo de inicios del siglo XX, hizo de la desconfianza intelectual y del desprecio al falso refinamiento sus sellos distintivos. Sin embargo, Edith Negrín deja claro que no se trató de un poeta descuidado o simplemente humorístico pues su rebeldía literaria se expresaba en una lucha contra la cursilería, no contra la precisión.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 902

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



letras mexicanas

OBRA LITERARIA

RENATO LEDUC

Obra literaria

Compilación e introducción deEDITH NEGRÍN

letras mexicanas

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2000Primera edición electrónica, 2014

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2379-9 (ePub)ISBN 978-968-16-5877-9 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecer a Patricia Leduc su amistad y la amable disposición con que me permitió incursionar en los papeles de su padre. A José Luis Martínez, que me mostró algunas ediciones poco accesibles de Leduc en su espléndida biblioteca. A Alí Chumacero, que asimismo me dejó revisar libros de Renato casi inconseguibles y además me proporcionó generosamente un poema poco conocido. A María Eugenia Negrín, su invaluable apoyo y colaboración en cada una de las fases de este proyecto. A Raúl Hernández Monroy, su puntual cooperación para obtener materiales hemerográficos. A mis compañeros Enrique Flores, Adriana Sandoval, Elizabeth Corral Peña, Miguel Rodríguez Lozano, Gustavo Jiménez Aguirre, Luz Elena Zamudio, que compartieron las vicisitudes de este trabajo y me ayudaron de diversas formas. A Carla Gabriela Negrín, su comprensión diariamente renovada.

Mi reconocimiento también al Centro de Estudios Literarios, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde llevé a cabo este trabajo.

E. N.

RENATO LEDUC (1897-1986)“NO SÉ QUÉ CARAJOS HAGO EN EL OLIMPO”

CARLOS MONSIVÁIS

Renato Leduc López nace el 16 de noviembre de 1897… José Alvarado completa la ficha:

El padre, Alberto Leduc, queretano, escritor conocido por su relato “Fragatita”, un tratado acerca del dominó, un recetario de coctelería y el primer diccionario histórico, geográfico y biográfico mexicano, en compañía de Lara Prado y Roumagnac. Su madre, doña Amalia López, nació en Calpulalpan, sitio decisivo para la victoria de los liberales contra los conservadores. Su abuelo paterno, soldado francés traído por las tropas invasoras, optó por quedarse en México a la salida de sus compañeros de aventura, seducido no se sabe si por las carnitas, los ópalos o los camotes de Querétaro.

Las primeras influencias de Leduc se asocian a los ecos de la bohemia y el culto a la inspiración. Por razones ligadas a la aventura y el entusiasmo político, se incorpora en 1914 al movimiento armado. Es telegrafista de Pancho Villa y allí conoce al gringo John Reed, que hace la crónica del México insurgente, y se interna en las atmósferas de riesgos mortales que se inician o se apagan en la violencia verbal. Relacionado desde niño con la literatura, Leduc localiza en la Revolución el antídoto contra la sensibilidad moribunda y el sonido poético que lo seducen. Cerca del trajín de la tropa, Leduc adquiere sus sellos distintivos: el desprecio por la “exquisitez” tan propia de algunos amigos de su padre, y la profesión de fe antiintelectual que su poesía contradice. Al desprenderse del medio literario, rígido o desmadejado y al centrarse en el idioma de cafés y cantinas, Leduc se distancia de una parte de su herencia, se burla de faunos y nenúfares y de “los poetas cursis como Amado Nervo”, al que ha admirado casi tanto como a Rubén Darío. Véanse unos versos suyos a-lo-Nervo:

(Aquella gota de agua que produjo

neurastenia y derrame musical.)

Leduc es, de manera obvia, un lector compulsivo de Salvador Díaz Mirón, Leopoldo Lugones, Luis G. Urbina, Ramón López Velarde, Jules Laforgue, Baudelaire, y es un estudioso de los clásicos españoles, del Arcipreste de Hita a Quevedo. Pero su experiencia definitiva de la poesía se la debe a Rubén Darío, “el divino Rubén”. Leduc admira la intensidad perfecta de Darío que dota de algo equivalente a la autonomía a los vocablos inesperados, amplía sin cesar el lenguaje poético, sitúa esdrújulas como provocaciones culturales y le confiere un aura misteriosa a lo cotidiano a fuerza de la adjetivación sorpresiva. Leduc no pretende “actualizar” a Darío, pero al amparo de su herencia filtra nuevas atmósferas:

Pequeña coribante de núbiles caderas,

maravillosamente capciosas, como el jazz.

DE LA CIUDAD COMO LABERINTO DE MENTADAS DE MADRE

Al regreso a la capital, Leduc ingresa a la Escuela Nacional Preparatoria y a la Facultad de Jurisprudencia, el recinto de los literatos fallidos y logrados de la época. Allí se dedica tanto a la demolición como a la afirmación paródica de la sensibilidad circundante. A la Cultura del Abogado, al hieratismo profesional (ese desfile de estatuas resucitadas por los brindis) y al latinajo como casa de huéspedes, opone la música verbal y sus aderezos: humor, ironía, desenfado, hartazgo ante las glorias de este mundo, todo lo que se llamará “antisolemnidad”. Y cautiva a los todavía habituados a memorizar versos para rendir tributo al Espíritu:

Acre sabor de las tardes

en que fuimos

bizarramente cobardes.

Primer amor, ¿la quisimos?

Tiempo de ensueños opimos

y de alardes.

Tiempo de estar al tanto de que “opimos” es una licencia poética en vez de óptimos. A la enorme destreza, Leduc añade un repertorio de vida y obra: vocación nómada, placer sensual por la conversación, inmersión en el santo olor de las “malas palabras” y elección de amistades “inconvenientes”: poetas que declaman en pulquerías (“Si el vino se ha acabado, / traed pulque, mancebos”), toreros, madrotas, disidentes vasconcelistas, burócratas que se emborrachan afligidos por el recuerdo del poeta que hubo en ellos, “mujerzuelas” que inducen a la confesión y enriquecen las autobiografías ideales de quienes las frecuentan. La mala fama de Renato (que cristaliza en el vocablo despectivo “bohemio”) es, suele suceder, el origen de la leyenda que ocultará al escritor. Un amigo suyo, el historiador Edmundo O’Gorman, en el prólogo a la hermosa edición de Versos y poemas (1946, Alcancía), traza el juicio de sus contemporáneos:

Las palabras gruesas, el cinismo y el desparpajo en decir abiertamente “cosas que no se dicen” le dan un aire muy personal a la poesía de Leduc; mas lo interesante de todo esto no es su significado inmediato sino lo que revela de su fuente de inspiración. Porque en efecto, esas cosas solamente son de Leduc en la medida en que las transfigura, sacándolas de los mercados, de los cafés, de los burdeles y de las oficinas públicas. Su inspiración deriva de la vida de la ciudad que siente como tan suya; vida popular y callejera, pero al fin y al cabo vida auténtica. En este sentido es Leduc un poeta popular, y en ello está el vigor de su personalidad lírica. Por eso la poesía de Leduc no es formalista… Poeta de inspiración popular, Renato Leduc no teme exhibir la ropa sucia de su musa, y deja que libremente circule entre el desaliño de sus versos el bronco tono y la ruidosa carcajada de las prostitutas y de los amigotes…

Lectura de época, que sitúa a un ser peripatético que no teme dejarse influir, al contrario, por “la vida popular y callejera”. Esto es Leduc: alguien sin distancias de clase, de trato fácil, de búsqueda de compañía extravagante, lo que sigue siendo hasta el final. Pero el retrato exacto del comportamiento no es su acercamiento adecuado a la obra. Afirma don Edmundo: “…la poesía de Leduc no es formalista”. Lo es en alto grado, tanto que no hay tal cosa como “desaliño” en sus versos. Por lo contrario, hay la maestría que le imprime vitalidad a la inclusión literaria de la “ruidosa carcajada de las prostitutas y de los amigotes”. Leduc le añade un público a la poesía, el de la marginalidad atenta al buen modo de emitir las más profanas ocurrencias.

Intermedio para reproducir unas líneas del año 1924 en donde su autor se manifiesta, a ojos vistas, como ya ajeno a la idea del poema como Vaso Sagrado de la inspiración

EL MAR

Inmensidad azul. Inmensidad

patria del tiburón y el calamar,

por el temblor rumbero de tus ondas

vienes a ser el precursor del jazz…

Síntesis colosal

de mariscos, espumas “and steamers”

Profundo aquel filósofo que dijo:

“Cuánta agua tiene el mar…”

Fue Vasconcelos?

Fue Bergson?

Fue Kant…?

En su poesía, Leduc, eficazmente, sigue el diálogo sin estar ya presente. En sus libros El aula, etc… (1924), Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario (1930), Breve glosa al Libro de buen amor (1939), Desde París (1942), XV fabulillas de animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles (1964), Renato convoca al interlocutor y le notifica sus visiones urbanas y sus ocurrencias. En todo momento actúa sin sentimentalismos y, cuando le da la gana, con énfasis sentimental. Previa asimilación de Lugones y López Velarde, a esta poesía la distinguen los matices, el ritmo impecable, el oído infalible y, novedad apreciable, la actitud de izquierda que, sin embargo, no despeña a sus textos en la “literatura de protesta”. Sin participar en grupos, sin tomarse mortalmente en serio, Leduc se une a dos de sus coetáneos, alejados de él por la actitud y el registro literario, pero próximos en el intento: flexibilizar a la poesía evitando los “ropajes proféticos”. Asegura Pellicer: “El agua de los cántaros sabe a pájaros”. Trivializa Novo: “Me escribe Napoleón / el colegio es muy grande”. Interviene Leduc (en “Temas”, de 1924):

No haremos obra perdurable. No

tenemos de la mosca la voluntad tenaz.

Mientras haya vigor

pasaremos revista

a cuanta niña vista

y calce regular…

En la tradición ceñida a la devoción y la persecución de Lo Poético, la mayor jactancia es asegurar: “No haremos obra perdurable”. El desdén por la obra maestra ya anuncia la nueva sensibilidad. A los lectores que extraen de los versos lecciones de serenidad y pretenden deambular por la vida de las cosas con noble lentitud, o se exaltan para igualar con la vida a la lírica, Leduc les ofrece confrontaciones insólitas en escenarios modernistas:

CÍVICA

Caterva gobiernista, que sigue paso a paso,

el cadáver de un héroe que va para el panteón.

Una muchacha tiende rotundo y blanco brazo,

señalando en las nubes el vuelo de un avióny

Vapor caliginoso levanta de la tierra.

La comitiva marcha, rezumando sudor.

Y un perrito bull-terrier, encima de una perra,

afánase y jadea… para mirar mejor.

TIEMPO DE APLICAR EL LLANTO

En Leduc la devoción por la musicalidad del idioma se enlaza con la (genuina) indiferencia por el prestigio, y el desdén hacia el tótem cultural de su infancia y adolescencia, el Poeta, con las mayúsculas de la obligación. (El Poeta, siempre en trance de levitación ante sus propias frases, condenado a dramatizar la inspiración, atento al círculo restringido, a los-lectores-como-galeotes que de él aguardan conjuros de augur.) Según Leduc, el crimen sin remisión es “profesionalizarse”, hacer literatura con horario. Esto encarcela los dones naturales, burocratiza el impulso adquirido, le imprime características fatales a la vocación lúdica. En seguimiento de sus tesis y en oposición a este fantasma, el Poeta, Leduc elige dos modelos sucesivos. El primero, el frívolo que hace poemas desde el valemadrismo, o como se le llame a la actitud de apartarse de las grandes metas. Escribe: “Yo sólo soy turiferario / en los altares de la Santísima Trivialidad”. El segundo personaje, no literario sino de tiempo completo, es el hombre directo y sin recovecos, el “macho cabal”, el periodista y el taurófilo y el conversador incesante que detesta las falsas complejidades. Con tal de no encajar en ninguno de los estereotipos del poeta, Leduc opta por convertirse en el personaje antiintelectual y alegremente vandálico al que le ofrenda su psicología y su fama pública, pero de ningún modo su obra poética.

¿Por qué fomenta Leduc esta visión calamitosa de su propio trabajo? Al no disponer de elementos y técnicas para la psicobiografía, me atengo a sus escritos. En sus primeros libros, Leduc es el romántico hostigado por el frenesí de lo contemporáneo, es la elocuencia finisecular neutralizada por el sense of humour del Progreso, es la exquisitez aliada a la jubilosa vulgaridad de la calle. Y, sobre todo, es el artífice. A Leduc le importa hacer inocultable su dominio formal, porque el virtuosismo legitima intemperancias y “audacias de conducta”, defrauda al lector de poesía no rimada con temas y vocabulario del modernismo, y molesta al lector tradicional introduciendo la voraz, cínica, ansiosa mentalidad posrevolucionaria:

Pequeños refranes. El que calla otorga.

Oh amada,

que calzas tus frases con chanclos de goma

pero nunca otorgas.

En un mismo poema, Leduc combina el “undívago viento” y el quick-lunch, o la pequeña estancia que es tibieza y fragancia con el pregón de la lotería. Este bárbaro, cara Lutecia, ama el gas neón y Hollywood, pero recurre con donosura a los ritmos poéticos ya en 1923 o 1935 un tanto cuanto tradicionales. Y Leduc es un “clásico inesperado y desconocido”; el dueño del refinamiento que de tan preciso pasa inadvertido:

Cuando seamos clásicos y la gloriosa

juventud nuestros nombres vitupere

si algún maestro pronunciarlos osa.

Un impecable oído literario se consagra a la descripción de sensaciones que es gozo de la forma, o al recuento nostálgico matizado por la prisa relajienta del claxon. Para él, en lo básico, la poesía es la más alta cumbre de la inutilidad y, por lo mismo, del deleite. ¿A qué rondar por entre reflexiones filosóficas o incursiones metafísicas, si la poesía es también la pasión verbal encauzada por la ironía? La “deliberación romántica” de Leduc incluye las ganas de decepcionar al Manuel Acuña y al López Velarde que lleva dentro, y de ostentar su erotismo, su burla de las fórmulas consagradas, su rechazo de la vida convencional:

Cansancio de haber nacido

en este

gran siglo empequeñecido,

sin pasión torva o celeste.

Cueste, oh Dios, lo que cueste

mártir mejor, o bandido.

Lo que Leduc más aprecia no son los escenarios sino el desenfado que le permite transitar por la variedad de horizontes (de ofrecimientos líricos, gastronómicos, amistosos, sexuales). Es irremediablemente urbano pero no se concentra en la ciudad, para él un paisaje complementario. Lo suyo es el viaje regocijado por un espacio vital de conversaciones regidas por el habla libérrima, y si esto exige la alabanza a la ciudad de México, está bien:

Ciudad de mis ensueños—como dicen los clásicos—

déjame que te diga mi profesión de fe.

Si aún albergas doncellas, permanezcan intactas

en la Escila y Caribdis de cine y cabaret.

Que tus horizontales se conviertan en santas.

Que redobles tu tráfico y tu gendarmería;

y en vez de la querida,

seas la obesa mamá de grandes y pequeños.

Y que yo no lo vea, ciudad de mis ensueños…

El personaje es infrecuente: alguien ajeno a la “carrera literaria”, que escribe y publica muy irregularmente y como sin darse cuenta, dispone de lectores fieles que si no se renuevan con la frecuencia exigible es por la ausencia de ediciones de su obra, salvo alguna antología ocasional y las copias mecanográficas.

QUE PÚBERES CANÉFORAS LE EJECUTEN AL DANZÓN

En la “Justificación” a su segunda antología, Fábulas y poemas (1966), Leduc es autocrítico:

Por las mismas oscuras razones que ciertos padres se encariñan con el hijo canalla o defectuoso con detrimento de su amor a los mejores, es frecuente entre escritores menospreciar sus obras de mayor aceptación y preferir las menospreciadas por el público. En lo personal me apena tanto la indiferencia de los lectores hacia mi “Epístola a una dama que nunca conoció elefantes” como me sorprende la vieja y sostenida popularidad de ese banal ejercicio de retórica que es mi soneto “Tiempo”.

“Tiempo” es un gran soneto, y la “Epístola a una dama” no admite la indiferencia, pero Leduc tiene razón en un punto. En su inicio, cada texto suyo es un ejercicio de retórica que en el camino suele convertirse en poesía:

El niño solo sobre las olas

sobre las olas el niño solo

sobre las olas tan sólo el niño.

Luce sus luces como amapolas,

al viento manda de polo a polo

y al mar propina pases de aliño.

El niño solo sobre las olas

sobre las olas el niño solo

sobre las olas tan sólo el niño…

(De “El niño sobre las olas”)

A Leduc le importa el público extraliterario, el ajeno a las capillas de los “poetas de ambigua envergadura”, el que le debe a la poesía el vislumbramiento de otro horizonte personal, así sea nomás el gusto por la rima. Y para él la vulgaridad, bien manejada, amplía el territorio poético. El público lo reconoce y durante un periodo sus lectores continúan la obsesión de aquellos de principios de siglo que retenían larguísimos poemas en pos del deleite musical, y de la cita capaz de iluminar de pronto una situación. Y este público es a tal punto fiel que puede incluso prescindir de sus libros, le basta la memoria. En la “Justificación”, Leduc explica por qué no seleccionó con más rigor:

Recordé, por ejemplo, que uno de los poemas eliminados lo encontré, recortado de la página literaria de una revista y enmarcado en un cuadrito azul, colgado en la alcoba de una pequeña y romántica prostituta provinciana. Recordé que, cierta noche de tormentosa juerga, en una taberna de Chihuahua, un ferrocarrilero ebrio casi me perdonó la vida cuando se enteró de que yo era el autor de uno que tengo clasificado entre mis peores poemas… Y recordé que alguien me refirió que en el Penal de las Islas Marías, un presidiario recitaba ese verso mío: “Yo que la sufro cerca… tú que la lloras lejos…” cada vez que le atormentaba la imagen de la mujer por cuyo asesinato purgaba larga condena

Antes de las sucesivas recopilaciones de su obra, Leduc publica dos plaquettes: XV fabulillas de animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles (1964). El periodismo es su actividad fundamental, y por esos varios de los textos de estas plaquettes son en su origen colaboraciones periodísticas. Así, las XV fabulillas…, la “Tardía dedicatoria al primero pero ya difunto amor del fabulista”, con sus extraordinarias líneas iniciales:

Tiempos en que era Dios omnipotente

y el señor don Porfirio presidente.

Tiempos—ay—tan lejanos del presente

se publica por primera vez como un fragmento de la sátira política enderezada contra el régimen de Adolfo Ruiz Cortines. (De esas páginas destellantes recuerdo unas líneas de los versos satíricos dedicados a Rodríguez Clavería, el voluminoso secretario de Ruiz Cortines: “Don Adolfo, don Adolfo, / grandes señales había, / y todo quedó en la panza de Rodríguez Clavería”.) Ya entonces, Leduc sólo se ocupa literariamente de una “poesía de circunstancias”, exhibiciones de la antigua destreza sin otro propósito que la diversión.

El desplante deviene actitud inalterable. Según aclara Leduc en todas las oportunidades, no es o nunca quiso ser un poeta solemne, sino un versificador popular que, mejor que nadie, hace lo que ni siquiera se digna recopilar. Y esto no es una pose, tan sólo una incomprensión—por las prisas del personaje—de la obra propia. ¿Cómo va a ser sólo poeta popular el autor de, por ejemplo, “Euclidiana”, el soneto del amor lésbico?:

Por el vértice unidos, con ardor incidente,

sobre el rombo impasible de un tapete de Persia,

cuatro muslos albeantes, epilépticamente,

sufren raptos de fiebre y colapsos de inercia.

Cuatro senos que quieren devenir dos esferas

en el límite absurdo de un espasmo carnal;

y el isócrono ritmo de las cuatro caderas

engendrando los ejes de una blanda espiral…

Lasitud nacarada, la penumbra estiliza

dos mujeres yacentes: coordenada y abscisa

con los cuerpos formando pitagórica cruz.

Y en la suma inexacta de las hembras en celo

las pupilas resultan cuatro flechas de anhelo,

cuatro hipérboles rubias saturadas de luz…

La conversión en cuadro estético de lo que a Leduc de seguro le parece un “acto bochornoso”, da idea de su amor por la forma, lo opuesto a sus jactancias de vitalismo.

NOTICIERO: LEDUC VIAJERO Y COLUMNISTA

Leduc va a Europa, a París, y las famosas hetairas o putillas lo ayudan mientras Hitler invade París y los nazis bombardean y sojuzgan Europa. Regresa a México en 1943, casado con la pintora surrealista Leonora Carrington. Lo aguarda, gracias a la difusión oral de sus poemas y su leyenda, el destino temible: convertirse, gracias a su rechazo de la institucionalidad, en institución.

Las amistades lo conducen al periodismo. Vuelve Renato, el Bohemio, y sus amigos lo celebran, comida tras comida, abundan los brindis y el regocijo “por que estés aquí de nuevo entre nosotros”, pero de ofertas laborales ninguna y en la crisis del desempleo, en 1942 Renato acepta la oferta de Jorge Piñó Sandoval y se dedica al periodismo. Pronto, afama columnas como “Banqueta”, se burla comedida o violentamente de los poderosos y produce cuartillas, miles de cuartillas, que mediatizan o posponen catastróficamente su poesía.

El periodismo le facilita a Leduc su vocación irremisible: el relato de lo vivido y lo acumulado. A la vez Scherezada y Harún-Al Raschid, el narrador y la audiencia cautiva, Renato recupera para sus lectores—entre viñetas cosmopolitas—las mil y una noches de un México en trance de olvido, observado por un testigo literalmente insomne. Y al lado del periodismo, se despliega la conversación. Allí Leduc sostiene la realidad equidistante de lo real, el bosquejo de la pequeña historia colmada de biografías de quince minutos y de retratos psicológicos de una frase. Por eso, entre otras cosas, la imagen de Leduc encaja sin problemas en “la bohemia”, la marginalidad con anhelos artísticos que descree de la disciplina y deja correr los riesgos del arrebato emocional. Pero la libertad puede ser costosa desde el punto de vista del entendimiento de una obra. La aureola del indiferente a los prestigios se interpone entre los lectores y la obra de Leduc, en verdad rigurosa, fruto de tensiones idiomáticas y culturales, y del placer literario desconocido luego por su autor (en vano). “Cada mañana, escribe José Alvarado, Leduc inaugura una leyenda y cada noche la deja morir.” En él, lo mítico es función del relato—su “obra abierta”—donde ningún personaje se extingue del todo, siempre vuelve al fuego de las anécdotas con su trayectoria correspondiente y con el tedio y el alborozo que simultáneamente le provocan a Leduc. Pues entonces este cabrón me fue a ver y me dijo…

“MENSAJERO FATAL”

¿Qué papel juegan la “grosería” o las “malas palabras” en la poesía de Leduc? Uno fundamental: crear los anticuerpos que devasten a su odio predilecto: la cursilería. En los veinte y los treinta, cuando Renato escribe sus grandes provocaciones contra las buenas costumbres, las “obscenidades” son, en efecto, irrupciones del mal en las casas decentes y del regocijo en los círculos de la hipocresía (casi todos). Paz ha examinado en El laberinto de la soledad el papel de la Chingada, pero El laberinto se publica en 1950 y no celebra la palabra, la mitifica. En cambio, Leduc propicia y festeja el ingreso a la poesía del torrente verbal que circula en recámaras y cantinas, calles y prostíbulos. Véase el inicio de Prometeo sifilítico:

ACTO IPROMETEO, CRATOS, HEFESTOS

CRATOS (a Prometeo)

Por fin hemos llegado

al siniestro confín de Recabado.

Tú, padrote de putas miserables,

quedarás enclavado en esta roca,

un chancro fagedénico en tu boca

dejará cicatrices imborrables.

(a Hefestos)

Y tú, cojo cabrón, ya palideces

como si fueras a correr su suerte.

Átalo pronto, que si no, mereces,

¡oh pendejo inmortal, que te dé muerte!

Hoy no se entiende el espasmo triunfalista que alguna vez recorrió el centro de la capital, el Barrio Estudiantil, los juzgados, los bufetes, los desayunaderos políticos, los ladiesbars. Un poeta le encuentra acomodo al habla preferencial de los hartos de la circunspección, los incapacitados para la alta retórica, los arrinconados en las horas de la solemnidad. Se lee a Leduc con el énfasis de quien comete una deleitosa mala acción, y el poeta es un apóstol, el primero, del mal decir, de la risa que convoca un “lenguaje de carretonero” ajustado a las normas de ritmo y eufonía. Prometeosifilítico se copia a mano, se mecanografía, se memoriza. En cualquier instante, en la madrugada de los burdeles, alguien, por lo común un abogado o un médico de pretensiones literarias en lontananza, se pone de pie y declama entre un coro de carcajadas:

PROMETEO

Si me hubiera tejido la puñeta

no sintiera el dolor de que taladre

mi canal uretral la espiroqueta…

(a Hermes que llega)

Mensajero fatal ¡chinga a tu madre!

La “grosería”, estrategia ofensiva y defensiva, se convierte en el verdugo de Leduc. Es tan nocivo temerle a las “malas palabras” como amarlas con desenfreno, y el éxito de Prometeo sifilítico embarca a su autor en el fetichismo de las “obscenidades”, la transgresión que acaba siendo la cárcel lingüística.

TARDÍA DEDICATORIA AL PRIMERO PERO YA DIFUNTO AMOR DEL FABULISTA

Tiempos en que el amor delicuescente

y delicado y delictuoso hacía

un dechado en cada hija de María

de flores blancas y de melancolía.

[…]

Tiempos de ideales y de frases hechas.

¿Quién no insinuó a su prima con violetas

y otra flor, esperanzas tan concretas

cual dormir una noche entre sus tetas…?

Bizarra edad que puso cuello tieso

y corbata plastrón a mi pescuezo

y me inhibió a la alegría y al beso.

Si Leduc fue notoriamente en México el “Último bohemio”, su actitud irónica y divertida contrasta con las versiones de auto-destrucción y autocomplacencia de la marginalidad literaria. Con gran frecuencia, en torno de una mesa de cantina Leduc regocijadamente comparte, pero eso no le impide el trabajo infatigable. Y demuestra su calidad profesional (y su ética literaria) al prescindir de cualquier dejo de superioridad o patrocinio frente a sus temas. A fin de cuentas son extraordinarios los recorridos periodísticos de Leduc por tabernas, prostíbulos, restaurantes, calles, rincones costumbristas, seres insólitos, situaciones heterodoxas, personajes de excentricidad que equilibran reglas de juego viejas y recientes. Sin ostentarlo, Leduc—al lado de su valeroso periodismo político—escribe la prolongada y magnífica crónica del mundo no tan marginal como pintoresco, donde traza una confluencia de respuestas límite y de pintoresquismo vario: toreros, líderes electricistas, coroneles retirados, prostitutas francesas, pintores surrealistas, alcohólicos que desatan su inspiración al filo de un mezcal, criadores de chivos, periodistas gangsteriles. Muy poco de lo “respetable” o “digno de aplauso” se cuela en la órbita de Leduc. Y nada indica tampoco la certidumbre de hallarse ante hechos o seres anómalos. Leduc no discrimina medrosamente sus compañías.

¿Por qué abandonar la poesía? Porque nunca Leduc se considera poeta profesional y porque necesita un modo tumultuoso de ganarse la vida. Y si algo, el periodismo en los años por así decirlo pretecnológicos en que trabajó Leduc, es la confluencia de amigos, políticos, artistas, restauranteros, líderes sindicales, toreros. Los periodistas graduados en “la Universidad de la Vida” detestan la soledad, y Leduc, ave de multitudes, maneja dos respuestas para quienes le exigen el ejercicio de la literatura: 1) “Para escribir novelas, ensayos, teatro o cualquier cosa de altura tendría antes que desintoxicarme del periodismo y eso me costaría mucho trabajo después de más de treinta años de vivir de él y para él”; 2) “Después de permanecer cuatro o cinco horas culiatornillado frente a la máquina tecleando idioteces para ganarse el pan cotidiano, ya no le queda a uno humor ni para escribirle recaditos a la mujer amada”. Más bien convendría atribuirle el retiro de la literatura al fastidio por un medio tan incomunicado socialmente.

“UN SOLO PERSONAJE PARA UN SOLO LECTOR”

Los banquetes (1932 y 1944) es el libro de prosa más conocido de Leduc, ciertamente no a la altura de su maestría poética y versificadora, y muy normado por el prejuicio que ha de llamarse homofobia, y por el machismo. Leduc inicia Los banquetes con una declaración de ambiciones: “Pretendo escribir la historia de un solo personaje para un solo lector […] Pretendo escribir la historia de un pobre hombre ridículo y atormentado […] Y ahora me asalta otra duda: La vida gris de un pobre hombre ridículo y atormentado, ¿podrá conmover, o divertir siquiera a mi único lector?”

Leduc no escribe la historia de hombre pobre alguno, sino tres divagaciones que mezclan reflexión, crónica costumbrista, apuntes sociales, breves intentos narrativos, apuntes (descuidados) de lectura, proyectos de aforismos (“cada hombre será el chofer, el conductor de su propio destino”), homenajes a la mitología y el toreo. Esto es “Krishnamurti o de la redención”. En el segundo texto, “Corydon o de los amores”, Leduc se entrega con socarronería a dos de sus insistencias: la condición exclusivamente sexual de la mujer, y “el amor que no se atreve a decir su nombre”. Leduc quiere refutar Corydon de André Gide, del modo más despreciativo:

Pero ya estamos convencidos de que el homosexualismo es absolutamente natural; también estamos convencidos, sin necesidad de que se escriban diálogos socráticos para demostrarlo, que en el universo casi todo es natural, desde los astros cristalinos hasta el estiércol de los muladares; pero aquí no se trata de lo natural y lo artificial, sino de lo limpio y de lo sucio y las estrellas son limpias y el estiércol es sucio, y más sucio todavía quien lo revuelve.

Leduc es inclemente, porque Gide atenta contra el patrimonio natural de los varones; la posesión indiscriminada de la mujer. Afirma Gide: “Debemos al uranismo el respeto a la mujer”. Y Leduc responde: “Pero desdichadamente la mujer, en tanto que mujer, no pretende ser honrada ni glorificada, sino deseada y poseída, y aquellos que se limitan a honrarla, uranistas o no, acaban por regla general en maridos cabrones”. Y va a fondo contra Gide y contra los homosexuales:

Semejante [Gide] al maricón de la fábula, parece exclamar indignado: Aquí el único puto soy yo…

Ahora bien, puede afirmarse que la pederastia, como en el derecho romano la esclavitud, se adquiere con el nacimiento o por un hecho posterior, precisamente posterior al nacimiento.

Pero los pederastas congénitos son, casi por definición, invertidos, anormales, enfermos, y los otros son siempre ancianos impotentes o jóvenes degenerados cuya virilidad atrofiada no les deja otro recurso que recibir lo que ya no son capaces de dar.

El prejuicio es muy poderoso en Leduc, y lo es en función de la postura antiintelectual que lo absorbe. En materia de ideas, sus compañías habituales y el machismo de las atmósferas en que se incluye, terminan convirtiéndose en su programa moral.

TIEMPOS ¡AY…! TAN IGUALES AL PRESENTE

Poesía popular. El subrayado anterior indica un orden de prioridades: a) que lo ofrecido sea poesía, esto es, literatura donde lo irrenunciable es la forma y el imán es el sonido perfecto; b) que los lectores no se sientan alejados del texto por el esfuerzo a que les obliga la poesía experimental, o c) que se facilite la memorización por vía de la fluidez; d) que la extrañeza esencial en un poema se mantenga combinando la expresión inesperada con la frase de imposible olvido. Leduc, el técnico irreprochable de la poesía, es también la alegría de las multitudes.

Mientras aún domina el culto a la Palabra y sin afanarse en demasía, Leduc consigue un público vasto, atento voluntaria o involuntariamente a los desafíos formales y la fluidez de los versos. De allí las “calaveras” y los corridos de Leduc, de allí su gana de ingresar al feliz anonimato de los poetas perdurables. Lo popular se genera en las cualidades rítmicas y sonoras, y en la sucesión de versos felices y memorables:

ITIEMPOS EN QUE ERA DIOS OMNIPOTENTEY EL SEÑOR DON PORFIRIO PRESIDENTE.TIEMPOS ¡AY…! TAN IGUALES AL PRESENTE

Bonita placita de armas

—gritaba Nacho García—.

Para rotos y catrinas

la serenata seguía…

y en su silla de oro y plata

don Porfirio sonreía…

Tiburcia perdió a su hijo

ya nadie da razón de él…

Se lo llevaron de leva

y ha de estar en el cuartel.

Don Porfirio risa y risa

mirando al payaso Bell…

Qué buena se ha puesto tu hija

—el señor amo decía—.

Demetrio le hunde la daga

y a la sierra se partía

y en su silla de oro y plata

don Porfirio sonreía.

Ya me arrebató mis tierras

don Venancio el gachupín…

A ver si la jeta cierras

tú eres indio y él catrín…

Don Porfirio ¡ay…! cómo goza

en los bailes de postín.

Leduc se acerca a la poesía a través de las observaciones de lujuria, la descortesía, la irreverencia. Se propone secularizarla, es un discípulo de López Velarde que ya perdió la fe, un seguidor de Rubén Darío que ya no busca soliviantar a sus oyentes y lectores. Y en materia de fastidio o sarcasmo ante los símbolos consagrados, va muy lejos porque si desacraliza a la poesía cuantimás a la nación:

(Vertimos por la patria

medio litro de sangre;

comulgamos con ruedas de molino

por el amor de Dios.)

(De “La conversión”)

O esta sexualización inesperada:

Verte quisiera, oh patria, el albo manto

rasgar ante el pecado y prorrumpir en llanto

y abrir las piernas: santo… santo… santo…

Leduc, por así decirlo, no tiene secretos para con sus lectores. Sus juicios y prejuicios están a la vista, y su personaje poético, a la distancia, se entrega a pausas en confesiones jocosas que dan a entender el escaso aprecio por la intimidad, o si se quiere, el maremágnum de impresiones ordenado por el llamar a las cosas por su nombre:

Cándida fe de mi niñez ingrata

muerta al nacer, en plena colegiata

viendo folgar a un cura y una beata.

O el poema donde el personaje cuenta sus experiencias de viaje que incluyen las creencias:

Por las cuatro estaciones salí de la ciudad

para sendos países. Andaba por la edad

en que todo a los ojos causa perplejidad.

Cuando salí llevaba impoluta mi fe,

mas luego la perdí y nunca más la hallé,

navegando en dos tazas oscuras de café.

RENATO LEDUC: ESTAMPA DEL OCTOGENARIO

—No me gusta hablar en público, yo tengo fama de saber platicar, no de andar diciendo pinches discursos. Ahí tiene usted aquel tipo que era un político ruizcortinista, yo le di un madrazo en mi columna “Banqueta” y este sujeto me invitó a comer por intermedio de un conocido para declararme que él no era político y que no iba por su gusto al control de la Cámara de Diputados, que lo enviaban de Allá Arriba. Entonces le dije: “Pues qué bueno que estamos en casa de un amigo porque usted que lo dice en otra parte y lo agarro por mi cuenta en el periódico. Se supone, o eso dice la ley, que el presidente Ruiz Cortines no tiene por qué determinar quién dirige la Cámara, y además si usted no es político qué demonios anda haciendo allí, no sea pendejo”. Y Renato no se inmuta y sigue en su disquisición siempre regocijante: “Pues ya está el pinche secretario ese como el diputado en la Cámara que defiende una causa muy impopular y desde la galería le gritan: ‘¡Chinga a tu madre!’, y el diputado finge serenidad y lanza su fervorín: ‘El político tiene dos madres. Una, la que deposita en un nicho, la mujer serena, noble, de mirada limpia, a la que le debe el ser y el parecer. Otra, la dedicada a la mofa y los insultos del populacho vil’. Se hace un silencio y se oye la voz de antes: ‘¡Pues chinga a la del nicho!’ El diputado no volvió a usar la tribuna”.

Así, en el homenaje a sus ochenta años, no se inmuta al improvisar el discurso:

Estos actos me chocan porque parezco el difunto en el centro de la sala, pero este cabrón de Colunga insistió en que viniera y yo nunca tengo nada mejor que hacer, excepto cuando torea Manolo Martínez, porque allí sí no falto aunque en otra parte me homenajeen las once mil pinches vírgenes. Y les agradezco su presencia porque de seguro me aprecian, si no para qué chingados vienen, como decía mi coronel Zataray. Y ya saben, una vez muerto, soy cabrón si me meneo.

Divertido sabor de las tardes. Hasta el final, Leduc ni industrializa ni vuelve rentable a su criatura. Es su personaje, el periodista y el amigo de las celebridades y la memoria viva de un México desaparecido o desvanecido, pero también (me lleva la…!) es muchas otras cosas: el articulista prolífico, el militante antiimperialista, el escritor cuya obra no admite benevolencia alguna, así la autodenigración haya sido tan convincente que a su muerte los comentarios destacan sin cesar al personaje y sólo mencionan de paso al poeta que sí fue y extraordinario:

Si usted me permitiera, yo le daría mi nombre;

soy un hombre de pluma y me llamo Renato,

lo de la pluma es subsidiario en el hombre

mas tengo un porvenir color permanganato.

ACERCA DE LAS OBRAS INCLUIDAS

La presente compilación ha sido elaborada, sobre todo, con las obras literarias de Renato Leduc que fueron publicadas en volumen. Por lo que hace al material hemerográfico, se incluyen los poemas aparecidos en los años finales del escritor, o después de su muerte, así como algunos artículos. No se puede descartar, sin embargo, que aún exista alguna composición poética entre el material periodístico del autor.

Habría que hacer algunas advertencias, en especial sobre la poesía. Las primeras composiciones poéticas de Leduc se publicaron en ediciones de corto tiraje y escasa distribución; unas son virtualmente imposibles de conseguir en la actualidad, como informo en las notas de presentación a cada poemario.

De una edición a otra de los poemas de Renato se encuentran unas cuantas alteraciones menores y sin intención aparente: cambios de mayúsculas y minúsculas, diferencias en la separación de las estrofas; variaciones de detalle en los títulos. De ahí que las bibliografías, las compilaciones globales y las antologías discrepen en cuanto a los nombres de algunos poemas y poemarios. No obstante, a veces el autor sí modificaba sustancialmente el título de alguna composición y la pasaba de una colección a otra. En la introducción y en las notas que anteceden a cada apartado de la sección de poesías explico estos cambios. Aclaro también los problemas que plantean determinados poemarios en cuanto a las fechas de publicación.

De mucha utilidad para establecer con precisión algunos datos fue la colección Versos y poemas de RL, prolijamente editada por Edmundo O’Gorman, que aparece en 1940, en la editorial Alcancía, dirigida por Miguel N. Lira. Asimismo, ha sido de gran valor la recopilación hecha por el propio autor en 1966, bajo el nombre de Fábulas y poemas, donde incluye casi toda su producción, a excepción de la poesía obscena—que en la presente edición he llamado interdicta—. Si bien Fábulas y poemas carece de notas y no menciona anteriores ediciones, permite apreciar las correciones del autor hasta esa fecha. En términos generales, elegí las versiones de este volumen, aunque decidí recuperar algunos poemas excluidos por el escritor que sí comprendió O’Gorman en su colección.

Me fue también útil la Antología poética de Leduc editada por Max Rojas (1991), que atiende a la mejor puntuación posible de los poemas ahí agrupados.

En la introducción hago un seguimiento cronológico de la producción poética de Leduc; en las notas precedentes a cada serie de poemas comento los problemas específicos que ofrece y consigno los cambios principales encontrados en las diversas ediciones, sin pretender llevar a cabo una edición crítica, tarea pendiente. Parte de las explicaciones se repite en la introducción y en las notas mencionadas, para que cada apartado pueda leerse de manera independiente.

En la presente compilación, cada una de las secciones de poesía corresponde a un poemario; sin embargo, en el caso del apartado “Desde París”, me basé en las colecciones globales editadas por Edmundo O’Gorman y el propio Renato Leduc, como aclaro en la nota respectiva.

Bajo el rubro “Poemas (casi) inéditos” he incluido las quince composiciones que Carlos Monsiváis presentó, en 1987, en la revista Nexos, más otras cinco. Y en el apartado “Otros poemas”, sitúo los que aparecieron en forma póstuma y algunos inéditos que me fueron proporcionados por Patricia Leduc.

Los libros en prosa no ofrecen problemas. La edición de la autobiografía de Renato, Cuando éramos menos (1989), que aquí se incluye, se apega a la edición póstuma editada por Antonio Saborit. Revisé asimismo los artículos que el autor publicó en la última década de su vida y, para la presente compilación, seleccioné tres que dan idea de sus inquietudes por entonces. No incluí los restantes por ser reiteraciones de ensayos o crónicas anteriores, como comento en la introducción.

INTRODUCCIÓN

EN LA JALISCIENSE

A un costado de la Plaza de la Constitución de Tlalpan, entre una papelería y una mueblería, se encuentra una modesta cantina, tan conocida entre los vecinos, vendedores de periódicos y boleadores de calzado, que ni siquiera necesita ostentar un cartel con su nombre, La Jalisciense. De cerca, al lado derecho de la entrada al local, puede apreciarse una placa dorada, en homenaje “al gran poeta y periodista Renato Leduc” que “en este lugar nació el 16 de noviembre de 1895”.

El interior de la cantina, un recinto pequeño, ensombrecido y acogedor, en el que apenas caben unas cuantas mesas, está decorado con fotos del Renato Leduc de los años finales, corpulento y canoso, irradiando confianza en sí mismo, ya una presencia entrañable en el panorama de la cultura mexicana. En las fotos se ve a Renato en La Jalisciense, rodeado de amigos como Armando Jiménez y Francisco Liguori.

Va muy de acuerdo con la personalidad que desarrollaría Leduc, apologista de los placeres corpóreos y terrenales, cantor de la sensualidad y la bohemia, partidario de la vida en los márgenes y defensor de las clases subalternas, el hecho de haber venido al mundo en una casa que se convertiría en una sencilla taberna. Muy en consonancia este acontecimiento con la calificación de poeta de los arrabales que le dio a Leduc alguna vez Octavio Paz.1

Es interesante que, tras una vida plena de aventuras, el incansable viajero Leduc terminara sus días frecuentando el barrio donde vio la luz; un barrio que, como el propio Renato, no ha perdido autenticidad.

Sin embargo, no hay una certeza absoluta de que Renato Leduc naciera precisamente en el sitio en que hoy se erige el bar. Su acta de nacimiento se refiere sólo a una “casa sin número” en la Plaza de la Constitución de Tlalpan. Si bien algunos amigos del escritor lo escucharon comentar que en el local de La Jalisciense había estado su casa paterna, Renato no escribió nada al respecto, ni tampoco se lo comentó a su hija Patricia.2

De acuerdo con el propio Leduc, tampoco la fecha natal asentada en la placa, coincidente con su partida de nacimiento, conservada por algunos diccionarios y oficializada por los homenajes, 1895, sería correcta. En un apunte autobiográfico, Leduc asegura haber nacido en 1897, el mismo año que el pintor David Alfaro Siqueiros—quien, en realidad, nació en 1896—; más adelante, en sus memorias, reitera que “su camada” procede de 1897, e insiste en el dato en diversas entrevistas.3 Patricia Leduc refiere que su padre sostenía haber nacido en este último año y que tenía una explicación sobre la diferencia de fechas: el escribano había dejado caer algún líquido sobre el original de su acta de nacimiento, y el 7 había quedado como 5, perpetrándose y perpetuándose el error. La historia es muy propia del humorismo del poeta, tanto como de su actitud atentatoria contra lo establecido y lo oficial—¿puede haber algo más legitimador y confiable que un acta del Registro Civil?—. Pero no parece ser cierta: entre los papeles familiares del escritor se encontró una participación de su bautizo—en el que, por cierto, fungió como padrino don Jesús Valenzuela, director de la Revista Moderna—, donde se data la venida al mundo de Renato en 1895. No importa si en el relato de Leduc hay veracidad; ni siquiera importa tanto si nació en una o en la otra fecha; el desfase y la aclaración interesan sólo como indicio de que estamos ante un gran fabulador, de que todos los datos sobre su vida oscilan entre la realidad y la ficción.

Tal vez Renato Leduc, quien—parafraseando a Oscar Wilde—puso su genio en su vida y sólo su talento en sus obras, cultivaba cierta imprecisión en los datos biográficos a fin de construir la imagen que deseaba proyectar, en un proceso continuo, a través de sus actos, entrevistas y declaraciones, y consumado con la escritura de sus memorias. Ya desde sus años de madurez se había convertido en un personaje legendario. Sus peculiaridades han sido descritas por él tanto como por sus contemporáneos y generado un alud de anécdotas muchas veces relatadas. En 1944 Octavio Bustamante tituló su prólogo a la segunda edición de Los banquetes “El misterioso caso de Renato Leduc”, y asegura: “nunca fue posible saber hasta qué punto la leyenda de Leduc coincide con su historia. No se sabrá nunca”.4

Más adelante, en 1972, para presentar una colección de poemas, José Alvarado escribió una cálida semblanza titulada “¿Existe Renato Leduc?”, que vale la pena recordar porque hace un recuento de los relatos que corrían acerca del poeta:

Hay varias leyendas. Una se refiere a un muchacho telegrafista en Chihuahua, entre los hombres adictos a Pancho Villa; otra alude a un pasajero por las aulas de San Ildefonso, en la Vieja Universidad y cuenta de su ira por el asesinato de Germán del Campo; una más habla de un andariego irremediable por las calles de la vieja ciudad de México y no falta la de quien hizo en siete días un viaje de Nogales a Tlalnepantla en vagón sin vidrieras y expuesto a balazos de rebeldes trashumantes. Una más, el residente en París, amigo de André Breton y Benjamin Peret, dueño de secretos indios y comedor de vidrio; otra, por si faltara, la del periodista solitario alojado en casa ruinosa, y no debe olvidarse la del poeta renegado. Vio la invasión de Hitler a París, lo despertaron los bombardeos nazis sobre Amsterdam; Victoriano Huerta bebió tequila en su presencia, junto a un mostrador de tienda por la colonia Santa María; Álvaro Obregón tomó café a su lado arrimado a la lumbre de un vivac; Plutarco Elías Calles le dictó órdenes militares. Hizo de Moscú a Pekín un recorrido de nueve días en el transiberiano, y un ingeniero soviético le preguntó acerca de John Reed, justo al cruzar el Volga. Se dejó perder en Shanghai; se aburrió en Bruselas; pasó por Madrid; un caballereiro fue su amigo en Portugal. Y antes, su estancia de burócrata en la Secretaría de Hacienda, como experto en sucesiones y legados. ¿Cuál de estas consejas es la auténtica? Acaso ninguna.

Alvarado subraya la construcción que Leduc llevaba a cabo de su personaje: “cada mañana Renato inaugura una leyenda, cada noche la deja morir”.5 Alí Chumacero, en una reseña de 1973, aludiendo al texto de Alvarado, opinó que acerca de Leduc “lo único cierto es su poesía”.6

“SOY UN HOMBRE DE PLUMA Y ME LLAMO RENATO”

“Renato Leduc López fue poeta y periodista”, explica la ficha del autor en el Diccionario de escritores mexicanos. “Maravilloso, genial, exquisito poeta”, escribía Salvador Novo en 1938. Como periodista, llegó a ser “la expresión de una sociedad insatisfecha de ciertas formas de nuestra política y en conjunto de nuestra vida social”, comentaba Germán List Arzubide hacia 1961. Dos décadas después Carlos Monsiváis opina que Leduc representa en el periodismo “lo mejor de una tradición que alía a las exigencias constantes de compromiso crítico y calidad literaria una actitud que no moraliza ni se pretende ejemplarizante”. “Cronista de casi todo un siglo”, lo describe Cristina Pacheco en 1986. A su vez, el escritor, cuya obra poética, periodística y narrativa recibió estos y muchos otros elogios, se define con modestia en un poema: “soy un hombre de pluma y me llamo Renato”.7

Las primeras incursiones literarias de Leduc fueron bajo el signo de la poesía. En 1929 publica El aula, etc…, y unos años después su obra dramática en verso Prometeo. En 1963 da a la imprenta el volumen llamado Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles, con el que, de hecho, clausura su labor poetizadora. En los años siguientes aparecieron sólo algunos poemas desperdigados en revistas y, por supuesto, reediciones de los anteriores.

En la década de los treinta, aparece su primer texto narrativo Los banquetes (1932), que lleva el subtítulo de “Quasinovela”; y posteriormente El corsario beige (1940), novela. Muchos años después, en 1976, reúne algunas de sus crónicas en el volumen Historia de lo inmediato. En forma póstuma, en 1989, se publicaron sus memorias, con el título Cuando éramos menos, mismo con el que habían ido apareciendo por partes en una revista, como se verá.

La duración relativamente breve del ciclo productivo de Leduc como poeta tiene que ver, en parte, con su concepción de que la poesía es labor propia de los años juveniles: “como los deportes, la poesía no la puede hacer sino la gente joven”, decía en 1960.8 En una fecha tan temprana como 1936, ya anunciaba a Miguel N. Lira—amigo cercano y editor de sus poemarios—, mediante una carta enviada desde París, su retiro de la literatura. “He resuelto cortarme la coleta literaria”, decía Renato, empleando los términos taurinos a los que era muy aficionado. Sin embargo, paradójicamente, en la misma carta le pide a Lira considere la edición de un libro que le urge publicar, si bien por razones extra-literarias: “No me interesaría pues la publicación de tales Glosas si no tuviera con Lolita Suárez desde hace ya tres años el compromiso de dedicárselas”.9

La actitud de Leduc, al menos la actitud pública, fue siempre la de negar a la escritura de poesía un lugar prioritario en su vida. Renato Leduc es un poeta involuntario, decía su amigo y crítico Arturo Sotomayor a principios de los cuarenta. Y en 1986, José Emilio Pacheco opinó que Leduc era un “caso extremo, pero típicamente mexicano, de inmenso talento sin ninguna disciplina ni vocación”.10

Renato expresa muy bien su actitud ante la poesía cuando, en uno de los poemas Desde París, “Amable amiga”, bromea haciendo decir al sujeto poético: “pues para mí, poeta, la poesía / no fue madre, ni amante, sino tía”.

Pero lo que más influyó en la relativamente escasa producción poética de Leduc fue su inmersión en el periodismo, al que, luego de una entrada tardía, en 1947, se dedica de lleno hasta el año de su muerte.

La relación entre poesía y periodismo, en el caso de Renato Leduc, me recuerda algunas de las observaciones que al respecto hace Cyril Connolly en su libro Enemigos de la promesa. Sostenía el escritor inglés que la premura, la dispersión, la necesidad de referirse a hechos actuales, la superficialidad que la práctica periodística impone al escritor hace de ésta uno de los principales enemigos del desarrollo de una vocación literaria. No obstante, reconoce no sólo el hecho de que algunos escritores se benefician de la escritura periodística—a la que llama “el lenguaje de nuestro tiempo”—, sino la influencia renovadora del periodismo en la literatura inglesa. Connolly sostiene que el secreto del periodismo es escribir como la gente habla. El mejor periodismo es la conversación de un gran conversador.11

La entrega de Renato Leduc al periodismo significó su distanciamiento de la poesía y de la narración de ficciones. Alguna vez se lamentaba: “aun cuando he sido poeta, a mí en realidad lo que me hubiera gustado habría sido ser novelista”—si bien se quejaba asimismo de no haber logrado ser torero—.12 Para él era incompatible la escritura que se imprime en los rotativos con la obra literaria. En reiteradas ocasiones citó una frase de Salvador Novo: “no se puede alternar el santo ministerio de la maternidad que es la literatura, con el ejercicio de la prostitución que es el periodismo”. En cuanto a su propia experiencia, decía Leduc en 1976: “Para escribir novelas, ensayos, teatro o cualquier cosa de altura tendría antes que desintoxicarme del periodismo y eso me costaría mucho trabajo después de más de treinta años de vivir de él y para él”.13

Así, Renato Leduc tenía muy claros los límites de su escritura periodística. A excepción de aquellos textos que trabajó deliberadamente como crónicas, sus numerosísimos artículos dispersos en periódicos y revistas, sustentados en suficiente información, valientes, combativos, ingeniosos, irónicos y bien escritos, poseen no obstante un valor histórico, no literario. Son por lo general coyunturales y con frecuencia misceláneos.

En cambio, la literatura de Leduc sí se vio favorecida por el quehacer periodístico: sus crónicas son memorables, y su obra toda, la poesía inclusive, muestra un excelente manejo literario del lenguaje coloquial.

En la producción literaria de Leduc, como suele ocurrir, poesía, ensayo y narrativa se retroalimentan y fertilizan entre sí; temas, expresiones, concepciones semejantes pasan de un género a otro. La narrativa y el ensayo se aproximan hasta casi confundirse. Así, Los banquetes, calificada por el autor de cuasinovela, consta de narraciones con poco argumento y mucha exposición de ideas. A su vez, Prometeo tiene que ver con el teatro y con la poesía. De ahí que Christopher Domínguez haya afirmado que en la obra de Leduc “la distinción de géneros es a menudo ociosa”.14

POETA Y ANTIPOETA

Desde sus textos iniciales, Renato Leduc deja ver las tendencias que harían distintiva su producción. El poemario El aula, etc… aparece publicado en 1929; aunque, como explico en la nota correspondiente al poemario, el autor daba como fecha 1924. Sin embargo, en diversos momentos afirmó que lo primero que había escrito fue Prometeo, que vio la luz en 1934. Si El aula, etc… presenta al exquisito poeta de que hablaba Novo, el Prometeo revela al formidable antipoeta, irónico e iconoclasta.

La actitud de Leduc frente a la poesía tiene que ver tanto con su circunstancia biográfica como con su posición de marginalidad en el ámbito cultural mexicano. Hijo del escritor y periodista Alberto Leduc, que fue colaborador del Diario del Hogar, El País y la Revista Moderna, Renato estuvo desde la infancia familiarizado con nombres como Amado Nervo, Luis G. Urbina o José Juan Tablada, que fueron amigos de su padre. En la biblioteca paterna entró en contacto con una colección de textos de poetas mexicanos que habían sido traducidos al francés por el propio Alberto Leduc. Al respecto dijo a José Ramón Garmabella: “no era muy aficionado a la poesía dado que no me gustaban los versos románticos y dulzones de poetas como Urbina, Nervo, Gutiérrez Nájera y demás vates de principios de este siglo”; le gustaba, sin embargo, Efrén Rebolledo, “ya que sus versos, contrastando con los de los poetas mencionados, eran más bien eróticos”.15

La muerte prematura de Alberto Leduc y la situación de miseria en que quedó la familia obligaron a Renato a dejar la escuela y a trabajar como obrero, en la Mexican Light and Power Company, antes de cumplir los quince años. Posteriormente se capacitó como telegrafista, y con este carácter, a partir de 1914, recorrió el país, integrado a las fuerzas del caudillo revolucionario Francisco Villa. Al finalizar la lucha armada, Renato continuó laborando en el telégrafo y reinició sus estudios en sus ratos libres. A principios de la década de los veinte, Leduc ingresó en la Preparatoria y posteriormente a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde estudió algunos años la carrera de derecho.

De los años estudiantiles datan amistades duraderas y acontecimientos significativos. Entre estos últimos destacan el encuentro de Leduc con el bardo bohemio Miguel Othón Robledo, acerca de quien luego escribió una crónica incluida en Historia de lo inmediato, y la lectura del libro Posturas difíciles del colombiano Luis Carlos López, nacido en Cartagena en 1879. El impacto que le causó esta lectura despertó su vocación poética.

DE LA REVOLUCIÓN AL AULA

El primer libro publicado de Leduc, El aula, etc…, lleva la impronta de su etapa estudiantil, tratándose de un alumno poco común. Obligado a ser un adulto precoz, era algo mayor que sus compañeros al ingresar en el bachillerato y tenía en su haber las vivencias del trabajo obrero, de la lucha armada, de una errancia aventurera por provincias y ciudades y del trato con una amplia gama de seres humanos pertenecientes a distintos estratos sociales. Habiendo experimentado el desamparo, la violencia, la explotación laboral y el sexo, Renato se acercaba a los libros con pasión y voracidad, pero a la vez con cierta distancia entre escéptica y cínica. No es de extrañar que se aburriera con frecuencia en las clases.

Uno de los mejores amigos de Leduc en el bachillerato, Alejandro Gómez Arias, quien pocos años después sería uno de los dirigentes del movimiento por la autonomía universitaria, relata en sus memorias:

[De mis compañeros] Renato Leduc es al que más vivamente recuerdo. Con él recorrí la ciudad y descubrí lo que en ella se esconde. Con él supe lo que era la dialéctica de palabras y silencios. Con él supe de la virtud de la conversación y de la amistad. Con él supe de los misterios de la vida que se encara durante la primera juventud, edad de la bohemia, la rebeldía y la soledad. Con él compartí todo […] Podría decir que el espíritu de Renato es de tipo libérrimo y expansivo. Era un espíritu de rebeldía que se oponía contra todas las instituciones y convencionalidades. Su lenguaje, su vestido, su poesía, todo era una forma de protesta y de desprecio hacia las normas, y no de singularidad, como se le ha querido etiquetar.16

En las treinta piezas que componen El aula, etc.…, se observa el amor de Leduc por los clásicos occidentales; menciona a Dante, a Cervantes y a Shakespeare. Con poca sistematicidad, pero infalible sentido del ritmo, combina la exploración de formas poéticas cultas con formas populares. Se perciben en esta colección fuertes resonancias del modernismo. A veces se ve la huella de López Velarde. Pero lo más propio del novel autor es que, en parte por la influencia de Luis Carlos López, en muchos de los poemas hay elementos que desacralizan o subvierten los arquetipos.

De la poesía modernista pasan a poblar los poemas de El aula, etc… argonautas, hamadríadas, hipocentauros, bacantes, duendes, reyes y princesas. También cierto tipo de imágenes; por citar un ejemplo, recordemos fragmentos de “Los buzos diamantistas”:

Una nítida noche, en que la pedrería

sideral deslumbraba,

[…]

Lunarios opalinos. Academias

rutilantes de nácar y coral,

[…]

una joven medusa iridiscente…

embrujó nuestros sueños

[…]

En un cielo violáceo, bosteza Lucifer.

El ponto está cantando su gran canción azul.

Algunas composiciones remiten implícita o explícitamente a Rubén Darío, le rinden homenaje y al mismo tiempo marcan su distancia de él. En uno de los mejores poemas de la serie, “Oda a la ciudad”, luego de una enumeración de imágenes urbanas de carácter sórdido, ajenas a la estética modernista, se menciona al poeta nicaragüense:

Cuando, como beatíficas estatuas,

hay un borracho meando en cada esquina.

Y el mundo celestial viene a nosotros;

y las cosas terrestres se idealizan

tanto, tanto,

que sabemos por qué

el divino Rubén

con infantil urgencia preguntó:

En el nombre de Dios, bulto siniestro,

aquello ¿es una estrella, o es un farol?

La cita de Darío pertenece a la “Canción de la noche en el mar”, que principia:

¿Qué barco viene allá?

¿Es un farol o una estrella?

¿Qué barco viene allá?

Es una linterna tan bella…

¡y no se sabe adónde va!17

La referencia, extraída del marco original y puesta a funcionar en un nuevo contexto, sumada a la calificación de infantil a Darío, adquiere un matiz jocoso. “Las cosas terrestres se idealizan”, afirma el texto de Leduc; pero lo que en realidad hace aquí el poeta mexicano es poner en la tierra las cosas ideales, optar por el farol; en tanto que los modernistas optan por la estrella.

La parte final de la “Oda a la ciudad” no sólo está escrita en alejandrinos, tan queridos por Darío, sino que recuerda muy de cerca uno de sus poemas, “Verlaine”; pero, por supuesto, con un cambio radical de signo en el contenido. Dice un fragmento el texto de Darío:

Que tu sepulcro cubra de flores Primavera,

que se humedezca el áspero hocico de la fiera

de amor si pasa por allí;

que el fúnebre recinto visite Pan bicorne;

que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne

y de claveles de rubí.18

Y dice el poema de Leduc:

Ciudad de mis ensueños—como dicen los clásicos—,

déjame que te diga mi profesión de fe.

Si aún albergas doncellas, permanezcan intactas

en la Escila y Caribdis de cine y cabaret.