Ofréceme tu amor - Joanna Neil - E-Book

Ofréceme tu amor E-Book

Joanna Neil

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Beschreibung

El doctor Daniel Maitlend tenía fuertes prejuicios contra las mujeres, justificados en parte por una mala experiencia. De modo que no creía que la doctora Barnes fuera capaz de permanecer en su puesto de trabajo durante el tiempo que estipulaba su contrato. Emma intentó convencerlo de que él era un hombre que tenía mucho amor que ofrecer, pero él estaba convencido de que se equivocaba. Sin embargo, la llegada de la joven doctora lo ayudó a comprender que tener una familia podía ser el mayor de los tesoros.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sharon Kendrick

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Ofréceme tu amor, n.º 1123 - junio 2020

Título original: The Greek’s Marriage Bargain

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-641-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

POR qué estaba tan segura de que iba a quedarse usted con el puesto? –Daniel Maitland frunció el ceño y se reclinó en su silla.

Emma pestañeó varias veces ante la crudeza de la pregunta. El médico había empleado un tono amable y comprensivo que la hubiera satisfecho por completo si no hubiera sido aquel el contenido de la pregunta.

–No estoy segura de haberlo entendido bien –dijo Emma–. ¿Por qué no voy a ser yo la persona más adecuada para ese puesto –¿creería Daniel Maitland quizá que estaba dispuesta a tirar años de preparación por la borda?–. Soy una buena doctora y además necesito trabajar.

–No lo dudo –replicó Daniel–, pero necesito a alguien que les proporcione a mis pacientes seguridad y estabilidad. Y no estoy convencido de que puedan encontrar ambas cosas en usted, doctora Barnes.

Emma lo miró confundida, buscando en sus duras facciones alguna pista que le indicara qué motivos podía tener para estar haciéndole pasar ese mal rato.

Daniel Maitland debía de tener poco más de treinta años, calculó. Y a juzgar por la determinación que reflejaban tanto su rostro como sus ojos grises, su fuerza de voluntad debía de ser muy grande para haber llegado tan pronto a dirigir un ambulatorio. Por lo que ella había podido ver, era un hombre inagotable y agresivamente masculino, con una gran confianza en su capacidad para conseguir cualquier cosa que se propusiera. Quizá simplemente no la consideraba capaz de la misma capacidad de aguante.

–Yo creo que podría darles ambas cosas. Jamás he tenido ningún problema con los pacientes que he tenido a mi cargo, ni siquiera con los más difíciles.

Daniel la miró pensativo, pero inmediatamente bajó la mirada hacia los papeles que descansaban en su escritorio.

–Y, sin embargo, su currículum no es particularmente bueno –señaló bruscamente–. Sólo trabajó seis meses en un hospital cuando se esperaba que se quedara en él mucho más tiempo y se fue de allí para hacer suplencias. Me pregunto por qué. No me parece una actuación lógica en una persona para la que su profesión es importante.

Emma sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y pestañeó rápidamente para apartarlas.

–Mi hermana estaba enferma y no había nadie que pudiera cuidar de ella. Esa es la razón por la que renuncié a mi empleo. Mi hermana era lo prioritario en ese momento y haciendo suplencias podía ayudarla cada vez que me necesitaba –se interrumpió y añadió con firmeza–: Doctor Maitland, si lee mis referencias, verá que no causé ningún problema mientras estaba en el hospital. Hice un buen trabajo y fui feliz allí. Encajaba perfectamente en el equipo. No fue fácil para mí tener que renunciar a mi trabajo.

El doctor Daniel la analizó rápidamente con la mirada.

–No estoy cuestionando sus referencias –dijo con amabilidad–. No le habría pedido que acudiera a esta entrevista si no hubieran sido de primera–. Este ambulatorio no se parece en nada al hospital en el que trabajó anteriormente. ¿Debo entender que su hermana ya no necesitará su ayuda?

Emma bajó la mirada brevemente mientras jugueteaba nerviosa con la tela de su falda.

–Exacto –contestó con voz ronca.

El doctor Maitland parecía estar esperando que dijera algo más, pero ella permaneció en silencio, intentando alejar los recuerdos amargos que acudían a su mente. No podía contarle lo que había sucedido. Todavía tenía los sentimientos a flor de piel y no quería arriesgarse a derrumbarse delante de un desconocido.

El médico la miró perplejo. Tomó su bolígrafo y golpeó ligeramente el escritorio. Emma se fijó entonces en sus manos. Unas manos fuertes, de dedos largos y uñas perfectamente cuidadas. Su mirada vagó hasta sus muñecas y el vello oscuro que asomaba por los puños de su camisa inmaculada.

–¿Por qué quiere trabajar aquí? Este lugar no se parece mucho al hospital en el que estuvo antes. Esta es una población pequeña, pero eso no facilita precisamente el trabajo. Tenemos que atender a personas de las afueras y también a los habitantes de las granjas que están más aisladas. En invierno, cuando las carreteras se cubren de nieve, nuestros problemas se multiplican.

–No temo al trabajo duro y tampoco al mal tiempo. He estado recorriendo la zona y creo que puedo ser feliz aquí. Me gusta el campo, esto era precisamente lo que estaba buscando al irme de la ciudad.

El consultorio estaba razonablemente cerca de donde había estado viviendo con Charlotte y la pequeña Sophie. Sólo a media hora de camino. Eso significaba que podía mantenerse en contacto con su sobrina.

Lo que hasta ese momento conocía del pueblo y de la ciudad más cercana le gustaba y pensaba que podría establecerse allí durante algún tiempo. De hecho, ya había realizado el primer pago de una casita situada a la entrada del pueblo. Necesitaba unos cuantos arreglos, pero casi lo prefería. De esa forma tendría algo que hacer, algo que la ayudara a mantener la mente ocupada.

–Es posible que cambie de opinión –señaló el doctor secamente–. Después de haber vivido durante tanto tiempo en la ciudad, el cambio puede afectarla.

Por el tono de voz que empleaba, parecía estar dándolo por sentado. Emma lo miró atentamente. Ella quería ese trabajo, su intuición le decía que era la persona adecuada para él y estaba dispuesta a luchar contra todos los obstáculos con los que se encontrara en el camino. Pero la actitud del doctor Maitland la tenía perpleja.

–¿Qué le hace pensar que voy a renunciar pronto a este trabajo?

–La experiencia –respondió lacónicamente–. Ya contraté antes a dos mujeres que estaban deseando trabajar en el campo. Pero la ilusión por lo novedoso de su trabajo pronto desapareció y empezaron a añorar las luces de la ciudad –hizo una mueca y deslizó sus ojos grises por las femeninas curvas que se adivinaban bajo la camisa de Emma. Alzó rápidamente la mirada y descubrió con cierta irritación que Emma se había sonrojado. Suspiró débilmente–. Es usted muy joven. Mucho más de lo que esperaba, pero quizá no haya leído correctamente su solicitud. Por su aspecto, cualquiera diría que acaba de terminar sus estudios –sacudió la cabeza–. Yo quiero a alguien que pueda adaptarse rápidamente a este lugar, causando el menor número de molestias a mis pacientes. Alguien cuyo trabajo no necesite supervisar y que pueda garantizar cierta estabilidad. Y el hecho es que, además del lógico deseo de las jóvenes de tener cierta vida social, muchas de ellas tienen una fuerte tendencia a abandonar su trabajo para casarse y formar una familia.

Emma lo miró arqueando significativamente una ceja.

–Supongo que no será capaz de negarme el puesto por ese motivo, ¿verdad?

Daniel esbozó una irónica sonrisa.

–Qué el cielo nos libre de lo políticamente correcto.

–Puedo asegurarle –continuó Emma, haciendo caso omiso de su comentario–, que estoy absolutamente satisfecha con mi vida social y que de momento no pienso casarme. Y aunque parezca más joven, tengo veintiocho años, edad más que suficiente para asumir mis responsabilidades profesionales. Puedo ocuparme sin ningún tipo de ayuda de mi trabajo desde el primer momento e incluso he practicado cirugía menor, lo que supongo podrá serles de ayuda a sus pacientes. Al fin y al cabo, cuantos más servicios se les pueda ofrecer en este ambulatorio, mejor para ellos, ¿o no?

–No quiero discutir sobre su cualificación profesional. Es excelente, sin duda. Sin embargo… –se interrumpió–. Necesito tiempo para pensar. Supongo que es consciente de que no es la única candidata para el puesto –tamborileó con los dedos el borde del escritorio y Emma comprendió que la entrevista estaba a punto de terminar–. Creo que ya hemos hablado de todo lo necesario y por ahora no hay mucho más que decir. La llamaré más tarde para comunicarle mi decisión –miró el reloj–. Ahora tengo que prepararme para la consulta. En cualquier caso, le agradezco que haya acudido a la entrevista.

Se levantó con un rápido movimiento y rodeó el escritorio para acercarse a ella. Era un hombre alto, de uno noventa de estatura aproximadamente. Al estar tan cerca de él, Emma fue mucho más consciente del cuerpo atlético que se ocultaba tras aquel elegante traje.

Emma se levantó lentamente. Se sentía un tanto aturdida y no sabía si era porque la entrevista había terminado y su futuro continuaba pendiente de la decisión de otro, o porque el doctor Maitland había posado la mano en su espalda para acompañarla hacia la puerta. Era un gesto sencillo y natural, pero sentía arder su piel bajo sus dedos, y continuaba sintiendo un ligero cosquilleo a causa de aquel breve contacto cuando el médico abrió la puerta del despacho.

Casi inmediatamente, oyeron un murmullo de voces. La recepcionista corrió hacia ellos con expresión preocupada. El murmullo se oía cada vez más cerca y Emma no pudo menos que advertir la ansiedad que reflejaban aquellas voces.

–¿Ocurre algo, Alison? –preguntó Daniel a la recepcionista. Ésta asintió, pero necesitó algunos segundos para recuperarse.

–Lo siento tanto, Daniel. Vengo a buscarte –tomó aire–. Es tu padre. La señora Harding acaba de llegar con él. Se dirigían hacia el aeropuerto cuando se ha desplomado. Ahora está en la sala de reanimación.

Emma desvió la mirada hacia el médico. Había palidecido ligeramente, pero siguió a Alison sin demora y Emma lo siguió a él, alerta ante la nueva situación.

El padre de Daniel permanecía sentado en posición de reanimación sobre una camilla y no parecía responder ni a la enfermera que estaba con él ni a la mujer que estaba a su lado, probablemente la señora Harding.

Acababa de vomitar y la enfermera estaba cambiándole las sábanas mientras la señora Harding le secaba cuidadosamente la cara.

Daniel lo miró preocupado y le tocó delicadamente el hombro.

–Papá, ¿me oyes?

No hubo ninguna respuesta. Daniel le examinó las pupilas y le tomó el pulso al mismo tiempo que le preguntaba a la mujer por lo ocurrido.

La señora Harding parecía a punto de echarse a llorar.

–Ha insistido en que tenía que ir a uno de sus hoteles para averiguar qué problemas estaba habiendo allí y me ha pedido que lo llevara al aeropuerto. Yo ya sabía que no estaba bien, pero no me ha hecho caso. Últimamente estaba un poco raro, distinto, pero yo pensaba que era por las preocupaciones causadas por los negocios. Habíamos salido ya del pueblo cuando de pronto ha gritado y se ha llevado la mano a la cabeza. No sé lo que ha pasado. Entonces se ha desmayado y yo lo he traído aquí –le pasó la mano por el brazo.

–Has hecho lo que debías –le dijo Daniel, apretándole cariñosamente el brazo. A continuación, posó la mano en la espalda de su padre y, aunque probablemente éste no podía oírlo, le dijo suavemente–: Te curaremos, papá. No te preocupes.

Se volvió para dar instrucciones precisas a la enfermera y en cuanto ésta salió a buscar una silla de ruedas, continuó examinando a su padre.

Emma se dispuso también para la acción. Aquello tenía muchas probabilidades de haber sido un infarto cerebral debido a un trombo o una hemorragia interna y se sentía en la obligación de ayudar. Era una situación urgente y tenían que actuar con rapidez.

–Necesito un respirador artificial –pidió Daniel.

La enfermera apareció con el carrito y Daniel le insertó a su padre el respirador artificial. La señora Harding parecía estar aterrada. Emma le pidió que se ocupara de llamar a la ambulancia y la mujer obedeció rápidamente, con el rostro blanco como el papel, pero alegrándose de poder hacer algo útil.

Emma entonces se ocupó de tomarle la tensión al enfermo.

–Tiene la tensión arterial al máximo.

Daniel asintió.

–Intentaremos bajársela –frunció el ceño, lógicamente preocupado por la situación de su padre, pero continuó comprobando sus constantes vitales.

Emma se dispuso a trabajar a su lado y consiguieron coordinar rápidamente sus esfuerzos. De vez en cuando, la joven observaba a Daniel. Este no vaciló ni una sola vez, parecía estar seguro de cada uno de los pasos que daba para salvar a su padre, pero debía de estar también profundamente afectado.

–La ambulancia no tardará en llegar –le dijo Emma, con voz queda.

–Si lo movemos, puede empeorar su situación –musitó Daniel, con expresión fría.

–¿Y tenemos otra opción? Es imprescindible hacerle una tomografía para averiguar si ha sufrido o no un infarto y prevenir posibles infartos posteriores. Tiene muchas más posibilidades de recuperación en un hospital. Si conseguimos que se estabilice, pueden llevárselo de aquí y evitar posibles hemorragias.

Daniel suspiró.

–Tiene razón, por supuesto. No esperaba encontrarme nunca en esta situación. He tratado infinidad de infartos cerebrales, pero jamás me había ocurrido nada parecido… Me estoy cuestionando cada uno de los pasos a dar.

Emma lo comprendía perfectamente. Los infartos cerebrales eran impredecibles y el doctor Maitland era consciente de que la vida de su padre corría un serio peligro.

–Ha hecho todo lo que ha podido –murmuró Emma–. Es normal que todo resulte mucho más difícil cuando se trata de su propia familia –lo sabía por propia experiencia. Y por esa razón admiraba la seguridad con la que el doctor había trabajado durante la última hora.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada del equipo de la ambulancia. Daniel salió a su encuentro y les explicó lo ocurrido.

–Quiero que lo mantengan completamente quieto –le dijo al enfermero–. Es imprescindible que no sufra movimientos bruscos durante el trayecto al hospital.

–De acuerdo –contestó el enfermero y comenzó a supervisar el traslado a la ambulancia–. ¿Va a venir con él?

–Sí.

Daniel ya había agarrado su maletín y estaba siguiendo a la camilla cuando se volvió hacia Alison.

–¡La consulta! La había olvidado. ¿Puedes intentar localizar al doctor Parnell?

–Está enfermo. Lo he llamado hace media hora. La doctora Stanton tampoco está disponible. Pero puedo cancelar la consulta.

Daniel frunció el ceño.

–Preferiría no tener que hacerlo. Llama a todos los teléfonos de la lista de sustitutos antes de pensar en cancelarla.

–No tiene por qué molestarse –intervino Emma–. Puedo pasar yo la consulta. Ya que estoy aquí, podría servir de ayuda.

Daniel le dirigió una rápida mirada. La tensión se reflejaba en las arrugas que rodeaban su boca. Emma sospechaba que no era una persona a la que le gustara delegar su trabajo.

–Ya sabe que he estado haciendo suplencias. Estoy acostumbrada a trabajar con distintos equipos.

–Aun así… –sus recelos eran evidentes, así que Emma añadió:

–Estoy más que habituada a este tipo de situaciones.

–Quizá, pero no sabe cómo estamos organizados aquí. Y los pacientes no la conocen.

–Me adaptaré rápidamente a la organización del centro. Y supongo que cada paciente tiene su correspondiente historial, así que no voy a trabajar a ciegas. He hecho esto muchas veces sin ningún problema. Mis referencias así lo demuestran. Y en cuanto a los pacientes, me atrevo a decir que se amoldarán a la novedad en cuanto los pongamos al corrientes de lo ocurrido.

Daniel asintió.

–¿Está usted segura? Supongo que sabe que no tiene por qué sentirse obligada…

–Claro que estoy segura. Váyase con su padre y olvídese de la consulta. Pensaba quedarme aquí toda la semana, así que estaré disponible durante todo el tiempo que me necesite.

–Gracias –musitó Daniel–. Espero que sea por poco tiempo. Y gracias también por toda la ayuda que me ha prestado. Es usted magnífica –se volvió para prestar atención a su padre.

Emma permaneció donde estaba hasta que la ambulancia se alejó. Entonces entró de nuevo en el edificio, deseándole lo mejor al padre del doctor Maitland. Sabía que las próximas horas serían críticas para su futuro.

–¿A qué hora comienza la consulta? –le preguntó a Alison.

Esta miró el reloj y arqueó las cejas.

–Dentro de unos minutos. La gente ya está empezando a llegar. Los pacientes de la tarde vienen con cita previa, pero hemos recibido un par de llamadas de personas que solicitan ser atendidas.

Emma asintió.

–Si me enseñas dónde tengo la consulta, tendré tiempo para ir acostumbrándome al lugar. Dile a todo el mundo que el doctor Maitland ha tenido que irse, para que no se sorprendan al verme a mí en su lugar.

–Lo haré –Alison sonrió, relajándose al saber que las cosas estaban más organizadas–. Puedes utilizar la consulta de la doctora Stanton mientras ella esté fuera. Es nuestra doctora residente y durante las siguientes semanas va a estar haciendo un curso.

Emma comenzaba a comprender a Daniel. No le extrañaba que, con esa plantilla, no quisiera contratar a otra doctora que tampoco parecía tener demasiada experiencia.

Alison le mostró entonces el que iba a ser su lugar de trabajo.

–En el ordenador tienes el historial de tus pacientes –le explicó Alison–. No creo que tengas muchos problemas, pero si necesitas cualquier cosa, llámame.

Emma miró a su alrededor, advirtiendo satisfecha el orden de la habitación en la que iba a trabajar.

–Estoy segura de que estaré perfectamente. Pero dame unos minutos antes de hacer pasar a mi primer paciente.

–Por supuesto. Te traeré la lista de los pacientes a los que tienes que ver hoy. ¿Te apetece una taza de té?

–Me encantaría –contestó Emma y en cuanto Alison salió, se dispuso a examinar el equipo médico.

La enfermera con la que minutos antes había estado trabajando, entró entonces en la habitación. Se había peinado y se había puesto un delantal blanco encima del uniforme azul.

–Hola. Soy Jane, la enfermera en prácticas. Ha sido una suerte que estuvieras aquí para sustituir al doctor Maitland. Mi trabajo consiste en realizar análisis de sangre y de orina, pero si viene alguien herido, mándamelo y yo lo atenderé. Aunque soy especialista en análisis clínicos, tengo una formación bastante completa.

–Desde luego. Antes has hecho un trabajo maravilloso. La situación era preocupante, pero has conservado la calma en todo momento. Espero que el pobre hombre salga bien de todo esto. ¿Lo conocías?

–Lo había visto unas cuantas veces –contestó Jane–. Es el propietario del hotel Regency de la ciudad y he hablando en alguna ocasión con él. Daniel adora a su padre. John lo ha criado prácticamente solo y están muy unidos. Creo que cuando la madre de Daniel se fue, éste sufrió muchísimo y se unió mucho más a su padre. Aunque la verdad es que él no habla demasiado de su familia –añadió precipitadamente, como si pensara que había hablado de más.

Emma se preguntó qué le habría pasado a su madre. ¿Habría muerto? Quizá se hubiera divorciado. En cualquier caso, era un triste asunto del que sin embargo le habría gustado saber mucho más.

Alison llegó a los pocos minutos con una taza de té y unas pastas. En cuanto la dejaron sola, Emma se concentró en la lista de pacientes. Encendió el ordenador para acceder a sus fichas y al cabo de un rato llamó para que hicieran pasar a su primer paciente.

La tarde transcurrió tranquilamente. La mayor parte de los pacientes entraban un tanto recelosos al tener que enfrentarse a un médico al que no conocían, pero la mayoría aceptó sin problemas la situación.

Tracy Walker, una niña tímida que sufría dolores de estómago, fue el mayor desafío para Emma aquella tarde. Ganarse su confianza no fue fácil y le llevó varios minutos persuadirla para que dejara de llorar y se relajara. Pero dejándola probar el estetoscopio lo consiguió. La niña quedó tan fascinada con la experiencia que hasta dejó que Emma la tumbara en la camilla.

–¿Puedes decirme dónde te duele? –le preguntó Emma.

Tracy estaba pálida y ligeramente delgada, pero después de examinarla, Emma concluyó que, al menos aparentemente, no parecía tener nada preocupante.

Los análisis de Jane demostraron que tampoco tenía ninguna infección de orina, así que Emma decidió indagar un poco más en la situación. Con los niños, nunca se podía estar segura y los dolores de estómago para los que no se encontraba motivo alguno podían ocultar toda clase de dolencias.

–¿Cuántos años tienes, Tracy? –le preguntó.

–Cinco –contestó la niña.

–¿Y ya has empezado a ir al colegio?

Tracy asintió.

–¿Y qué te ha parecido el cole? ¿Te gusta?

–Está bien –se encogió de hombros–. Hacemos dibujos y escribimos y jugamos en el patio.

–¡Qué divertido!

La pequeña asintió y Emma concluyó que en ese aspecto no debía de tener ningún problema.

–Ha empezado a ir al colegio hace un mes –le explicó su madre–. Creo que ha encajado bastante bien. Excepto algún que otro día.

–Todos tenemos días malos –contestó Emma riendo y añadió con amabilidad–: En realidad, no creo que tenga nada por lo que preocuparse. Es posible que haya tenido algunos dolores, pero le daré alguna medicación para aliviarlos.

Le hizo la receta y le regaló a Tracy unas pegatinas que había encontrado en uno de los cajones.

El último paciente de la tarde resultó ser un hombre de unos cincuenta años. En cuanto entró en la consulta, dio muestras de insatisfacción, como si hubiera preferido encontrar a otra persona.

Emma revisó rápidamente su historial.

–Hola, señor Jackson. ¿Qué puedo hacer por usted?

El recién llegado se encogió de hombros con timidez.

–Tengo un pequeño dolor, pero es bastante soportable. Supongo que he forzado algún músculo. Venía para que me diera un calmante.

–¿Dónde le duele?

Jackson señaló el centro de su caja torácica.

–Justo aquí. A veces me cuesta hasta respirar.

–¿Y siente el dolor continuamente?

Jackson negó con la cabeza.

–No. Viene y se va. Supongo que me he forzado demasiado en el trabajo… No debería haber venido. No puedo estar viniendo al médico cada cinco minutos… pero es por culpa de mi trabajo, ya ve. Tengo que levantar peso, y eso me causa algunos dolores de vez en cuando.

Emma volvió a revisar su historial en la pantalla. Por las consultas que había tenido con Daniel, parecía que había estado a punto de sufrir una angina de pecho, de manera que tendría que examinarlo atentamente para averiguar si aquel dolor tenía algo que ver con ello.

–Creo que será mejor que lo examine –contestó, buscando el estetoscopio–. Si no le importa, me gustaría que se quitara la camisa.

El paciente obedeció y Emma lo examinó cuidadosamente.

–¿Puede volver a decirme dónde le duele? Explíqueme también si el dolor se inicia en algún lugar en particular.

–A veces debajo del brazo y otras en el hombro. Estoy hecho un vejestorio –rió–. Yo ya le he explicado al doctor Maitland que sólo son problemas de indigestión, pero el continúa insistiendo en que me haga análisis y cosas así. Quiere enviarme al hospital… Pero yo no soporto los hospitales. Además, supongo que será algo muscular, eso es todo. ¿No puede usted recetarme algo que me alivie el dolor?

–¿Qué medicación está tomando en este momento? –le preguntó Emma.

–Estoy tomando unas pastillas que se supone que se me deben disolver debajo de la lengua, pero me producen un dolor de cabeza terrible y también me han recetado otras, pero me dejan los pies fríos, así que no estoy tomando ninguna de ellas, salvo que me duela demasiado. En cualquier caso, no soporto las pastillas.

Emma sonrió y asintió comprensivamente mientras le tomaba la tensión.