Llévame a casa - Joanna Neil - E-Book
SONDERANGEBOT

Llévame a casa E-Book

Joanna Neil

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ross tenía tanto trabajo que no podía con todo. Jenna tenía unas semanas de vacaciones antes de incorporarse a su nuevo y fantástico empleo en el continente. Así que se ofreció para ayudarlo en la consulta, hasta que él encontrase un sustituto. Este trato tan simple se complicó cuando Jenna se dio cuenta de que seguía sintiendo lo mismo de siempre por él. Tenía muchos motivos para marcharse de la isla. Además, parecía que Ross estaba muy contento con la idea de que ella tuviera un trabajo tan bueno esperándola. Pero el calor de su boca cuando la besaba la impulsaba a quedarse...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 162

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Joanna Neil

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Llévame a casa, n.º 1225 - octubre 2015

Título original: Practising Partners

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7340-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

TE importa esperar a que el doctor Buchanan vuelva de sus visitas a domicilio, Jenna? Sé que le gustaría saludarte.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo, de verdad. Además, seguro que Ross tiene mucho trabajo.

Aún no estaba preparada para ver a Ross Buchanan, pero imaginaba que Mairi no lo entendería. Mairi era la recepcionista de la clínica y Ross le parecía un hombre maravilloso.

—Pero seguro que le gustaría charlar contigo un rato. Ya sabes que para el doctor Buchanan tú eres como de la familia. Tu padre y él trabajaron tanto tiempo juntos... Además, se marchó hace más de dos horas, así que no creo que tarde mucho.

—Aun así... Había pensado subir a la vieja casa antes de que se hiciera de noche.

—Pero si acabas de bajar del ferry —objetó la secretaria—. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Jenna sonrió con tristeza.

—Tengo que solucionar muchas cosas antes de que se haga de noche. Pensé que estaba preparada para volver a casa, pero ahora ya no estoy tan segura. En cuanto vi la isla a lo lejos empecé a ponerme sentimental y... llevo tanto tiempo fuera de aquí que no me había dado cuenta de cuánto la echaba de menos.

Jenna MacInnes sonrió, recordando cómo se había sentido en el puente del ferry, mirando el mar, respirando a pleno pulmón mientras el viento movía su pelo.

Aunque su vuelta a casa estaba teñida de tristeza, lo único que deseaba era bajar del barco y correr por las viejas y escarpadas colinas de su infancia.

La expresión de Mairi se suavizó entonces.

—El doctor Buchanan te esperaba esta mañana. Pero como no llegabas, dijo que no había motivo de preocupación, que tú nunca eras puntual.

Jenna hizo una mueca.

Era el comentario que podía esperarse de Ross Buchanan. Él siempre la había tratado como si fuera una niña pequeña, una cría inconsciente que no paraba de meterse en líos. Y probablemente pensaría que seguía siendo tan alocada como antes. Para Ross, ella seguía siendo la hija del doctor Robert McInnes, una adolescente que vivía en las nubes.

Pero Jenna ya no era una adolescente y tarde o temprano le demostraría que se había convertido en una persona madura y sensata.

Y absolutamente capaz de no meterse en líos.

Aunque para eso prefería esperar. Solo pensar en Ross hacía que le temblaran las piernas.

—Tuve que solucionar un problema de última hora en Perth. Un asunto inesperado.

—Bueno, pero ya estás aquí. Y no quiero que te vayas sin comer algo caliente. O un bocadillo al menos.

—No, de verdad, no hace falta. Prefiero empezar a hacer cosas. La última vez que vine estaba tan triste que no me enteré de nada. Esta es la primera vez que veo la isla de verdad en muchos meses y estoy deseando dar un paseo. Si me das las llaves de la casa, podría ir a echar un vistazo.

—¿Seguro que no quieres que vaya contigo? —insistió Mairi—. Puede que ir allí sola te resulte doloroso ahora que tu padre no está —añadió, con voz entrecortada—. El doctor MacInnes era un hombre tan bueno... todos lo echamos mucho de menos.

Jenna tomó la mano de Mairi.

—Sé cómo te sientes. Mi padre tenía muy buenos amigos y su muerte ha sido una sorpresa para todo el mundo —dijo, con un nudo en la garganta—. Pero no debes preocuparte por mí. Estoy bien, de verdad. Fui muy feliz en la casa de mis abuelos cuando era niña y me apetece mucho volver.

A pesar de todo, la mujer no parecía convencida.

—Pero estará llena de humedad. Tu padre estaba tan ocupado en la clínica que no tenía tiempo de subir para comprobar si necesitaba alguna reparación. No tengo ni idea de cómo estará esa casa.

—Bueno, pero al menos podré echar un vistazo. Si está muy mal, volveré aquí, te lo aseguro. Además, hace una tarde preciosa y el paseo me vendrá bien.

—Eso es verdad —concedió Mairi—. Después de soportar tanto tráfico y tanto asfalto en Perth, te encantará volver a ver las colinas. Y la verdad es que te iría bien un poco de aire fresco. Necesitas un poco de color en esas mejillas.

—Tú lo has dicho.

Después de eso, Mairi le dio las llaves de la casa y Jenna se inclinó para tomar su equipaje.

—¿No vas a dejar eso aquí?

—Prefiero llevarlo conmigo. Si quisiera pasar la noche en la casa me harían falta mis cosas. Además, ya sabes que llevo el maletín conmigo a todas partes.

Mairi decidió no insistir.

—Ya veo que no hay forma de convencerte. Siempre has sido muy cabezota.

Jenna sonrió mientras se despedía de su amiga.

Fuera, el sol empezaba a ponerse, envolviendo las casas del valle con una luz dorada. El tranquilo paisaje que conocía tan bien la hizo sentir nostalgia.

La clínica, como todas las casas de la isla, era un edificio de piedra con una residencia adosada que habían ocupado su padre y Ross Buchanan durante muchos años.

Jenna se quedó allí un rato, mirando las paredes cubiertas de hiedra y el mustio rosal del porche. Aquel rosal, que su padre había atendido como si fuera uno de sus pacientes, necesitaba la mano de un jardinero.

Con los ojos húmedos, miró el camino que llevaba hacia las verdes colinas de su infancia. Un paseo de veinte minutos y estaría en la vieja casa que había sido el hogar de sus abuelos.

Mairi le había dicho que era una cabezota y era cierto. Lo único que deseaba era llegar a la casa y, para ello, empezó a caminar a buen paso.

Quince minutos más tarde solo había cubierto la mitad del empinado camino. Con las bolsas de viaje colgadas al hombro, cada paso se convertía en un esfuerzo, pero no se arredró.

Aunque al día siguiente tendría que buscar alguna forma de transporte.

Dejando las bolsas en el suelo, Jenna paró un instante para tomar aliento. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando vio el lago en el que su padre solía pescar cuando ella era pequeña. El lago se nutría con las aguas de un riachuelo que nacía en la cumbre de la montaña y en invierno, cuando nevaba mucho, caía por la pendiente en una gran cascada.

En aquel momento, una figura solitaria estaba pescando de espaldas a ella.

Jenna lo observó durante unos segundos y después volvió a colocarse las bolsas al hombro, dispuesta a seguir caminando. El hombre debió percatarse entonces de su presencia porque se dio la vuelta. Jenna lo reconoció inmediatamente, era Donald Moffat, un vecino que tenía su casa al oeste de la isla.

—Hola, Donald. ¿Has pescado algo? —lo saludó.

—¿Eres tú, Jenna MacInnes? Dichosos los ojos...

El hombre no pudo terminar la frase. Había lanzado la caña mientras la saludaba y, al volverse bruscamente, el anzuelo hizo un giro extraño. Un segundo después, lo vio llevarse la mano a la cara.

—¿Qué ha pasado?

Jenna soltó sus bolsas y corrió hacia él.

—El anzuelo me ha dado en la cara —murmuró Donald—. ¡Maldita sea!

—Aparta la mano.

Jenna hizo una mueca al ver que el anzuelo se había quedado enganchado en la ceja del hombre.

—¿Qué tengo?

—No te preocupes, no es nada grave —contestó Jenna, intentando apartar la pieza de metal—. Vaya, está muy hundido. No va a ser tan fácil quitártelo —añadió, estudiando el problema cuidadosamente—. ¿Te duele mucho?

Donald asintió.

—¿Crees que podrás sacarlo?

—Lo intentaré. Pero no puedo sacarlo por donde ha entrado porque te rasgaría la piel. Lo mejor será cortar el sedal y tirar hacia arriba.

El hombre hizo una mueca de dolor.

—Haz lo que tengas que hacer. Siento mucho haberte metido en este lío, Jenna.

—No te preocupes. Además, la culpa es mía por distraerte cuando estabas tirando la caña. Ven, siéntate aquí mientras yo voy a buscar mi maletín. Tengo que ponerte un anestésico para sacarlo sin hacerte daño.

Jenna dejó a Donald sentado sobre una piedra y volvió unos segundos después.

—Siempre supe que algún día serías tan buen médico como tu padre —murmuró el hombre—. A todos nos dio mucha pena cuando te fuiste, pero Robert solía hablarnos de tus progresos. Estaba muy orgulloso de ti.

—La verdad es que no tuve más remedio que seguir sus pasos. No podía decepcionarlo —dijo Jenna en voz baja, mientras cortaba el sedal y tiraba del anzuelo hacia arriba, intentando no rasgar la piel. Cuando terminó, le entregó la ofensiva pieza de metal—. Ya está. Voy a limpiarte la herida y quedarás como nuevo. Bueno, casi.

—Gracias, Jenna. ¿Vas a la casa?

—Sí. Hace mucho tiempo que no vengo por aquí y he pensado subir para echar un vistazo.

—Pues parece que tienes compañía —comentó el hombre con una sonrisa.

Jenna lo miró, sin entender. Entonces se dio cuenta de que Donald estaba mirando hacia el camino, por el que subía un coche en ese momento.

Al ver el perfil del conductor, experimentó una sensación de hormigueo en el cuello que siguió por su espina dorsal.

El coche no era el que ella recordaba, pero el hombre que iba al volante era inolvidable.

Sus rasgos estaban grabados a fuego en la memoria de Jenna: pómulos altos, mentón firme, una boca de labios sensuales... Ross Buchanan había sido parte de su infancia, una parte esencial de su vida. La imagen de aquel hombre estaría grabada en su mente para siempre.

Él estaba saliendo del coche en ese momento. Sus movimientos eran gráciles, dinámicos a pesar de su envergadura.

Ross tenía la cualidad de parecer siempre tranquilo, por mucho caos que hubiera a su alrededor. Quizá era por eso por lo que sus pacientes lo apreciaban tanto.

No se dirigió hacia ellos inmediatamente. Se quedó mirándola desde el borde del camino e incluso a aquella distancia, Jenna podía sentir la intensidad de su mirada como si la estuviera quemando.

Y, de nuevo, como tantas veces, se quedó sin aliento cuando por fin Ross Buchanan llegó a su lado.

—Hola, Jenna. Me alegro mucho de verte —la saludó él. La profunda y ronca voz masculina parecía resonar en su interior, como un calambre—. Mairi me dijo que ibas a la casa. Estaba preocupada.

Los ojos azules del hombre se clavaron primero en los rizos de color miel que caían por sus hombros y después en la esbelta figura, envuelta en pantalones vaqueros y un suave jersey de cachemir que se pegaba a sus curvas.

Aquel lento escrutinio la hizo sentir un escalofrío. Y esa reacción la preocupaba. Habían pasado muchos años, pero Ross Buchanan seguía mareándola con una sola mirada.

—No tenía por qué preocuparse —dijo Jenna, con una voz que no parecía la suya.

—Ya conoces a Mairi. Es como una madre.

Donald tosió y Ross se volvió para mirarlo.

—Hola, Donald. ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado con alguien?

—Podría decirse que sí —sonrió el hombre—. Tuve una discusión con un anzuelo y Jenna ha hecho de árbitro.

—Pues has tenido suerte de que apareciera en el momento justo —dijo Ross, mirando el maletín.

Jenna se inclinó para guardar las gasas, rezando para que él no notara su nerviosismo.

Sabía que iría a verla, pero esperaba que le hubiera dado algo más de tiempo.

Ross Buchanan no había cambiado en absoluto.

Era un hombre alto, fibroso, de estómago plano. Llevaba un inmaculado traje gris que destacaba sus anchos hombros y con el pelo oscuro bien cortado y los ojos azul cielo, era uno de los hombres más guapos que había visto nunca.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —preguntó, cuando Jenna se incorporaba maletín en mano—. ¿No lo trajiste contigo en el ferry?

Ella negó con la cabeza.

—Tuve que dejarlo en Perth porque se averió hace un par de días. Al principio, me dijeron que había que cambiar la correa del ventilador, pero luego empezaron a decir que si el carburador, que si esto y lo otro... En fin, seguramente me costará una fortuna.

Ross sonrió, burlón.

—Tienes suerte de que ese cacharro haya aguantado tanto tiempo. Antes de que lo compraras, te dije que tenía demasiados kilómetros, pero como eres tan cabezota...

—Es un coche estupendo —protestó ella—. Lo que pasa es que ha corrido mucho, eso es todo.

Ross soltó una carcajada, que intentó convertir en una tos cuando Jenna hizo una mueca de enojo.

—Te llevaré a casa.

—No hace falta. Supongo que tendrás cosas que hacer.

—Tengo una hora libre antes de volver a la clínica.

Ross miró el pesado equipaje tirado a un lado del camino.

—¿A quién se le ocurre subir cargada con esas bolsas? ¿Por qué no las has dejado en la clínica?

—Porque necesito mis cosas.

Él se encogió de hombros.

—Voy a meterlas en el coche.

Jenna pensó en el camino que le quedaba por delante y decidió aceptar.

—Vale. Gracias.

Mientras Ross se dirigía hacia el coche, Jenna tomó su maletín y se despidió de Donald.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Claro que sí. Me alegro mucho de que hayas vuelto a la isla, Jenna. Supongo que nos veremos por el pueblo, ¿no?

—Claro que sí. Cuídate.

—¡Vamos, Jenna! —gritó Ross.

Ella levantó los ojos al cielo. En cuanto Ross Buchanan aparecía en su vida, empezaba a darle órdenes.

—Mairi me dijo que estabas haciendo visitas —dijo, mientras entraba en el coche—. Supongo que tendrás mucho trabajo ahora que mi padre no está.

—La verdad es que he tenido tiempo para acostumbrarme —dijo él, sentándose frente al volante—. Al principio me resultó difícil porque el infarto fue algo tan repentino... Era un caos, como puedes imaginar, pero había que seguir y, al menos, he conseguido un auxiliar —añadió, mirándola—. ¿Y tú cómo estás? No pudimos hablar mucho después del funeral, pero parecías tranquila.

Jenna se encogió de hombros.

—Algunos días son peores que otros. A veces me he preguntado por qué tenía que pasarle precisamente a él, pero... bueno, mi trabajo no me permite pensar demasiado. Afortunadamente.

—Puede que tuviera un problema de corazón durante toda su vida, sin saberlo. Por eso nadie pudo hacer nada para prevenir el infarto. Además, ya sabes que Robert trabajaba muchísimo, más de lo necesario.

—Siempre se preocupó mucho por sus pacientes, los trataba como si fueran amigos. Me alegro de que estuvieras a su lado para quitarle parte de la carga —dijo Jenna, recordando lo contento que estaba su padre trabajando con Ross—. Supongo que ahora estarás buscando otro médico.

—Ya lo he encontrado. Pero no se incorporará a la consulta hasta dentro de seis semanas, cuando haya terminado su contrato en Inverness —dijo él, sin apartar los ojos del camino—. ¿Y tú? Lo último que sé es que estabas trabajando en una clínica privada, en Perth. ¿Estás de vacaciones?

—Sí. La clínica ha estado llena de pacientes todo el año y hemos tenido que hacer turnos incluso en Navidad. Así que he decidido tomarme unas vacaciones para descansar un poco.

—¿Has hablado con el abogado de tu padre? Supongo que habrá muchos asuntos pendientes.

Jenna asintió.

—Sí. Y no podía dejarlo por más tiempo.

Habían llegado a la cima de la colina. Un rebaño de ovejas pastaba tranquilamente tras un cercado y el terreno estaba cubierto de árboles, el abrigo de los vientos que azotaban la isla de vez en cuando. Jenna se inclinó hacia adelante, buscando con la mirada la casa que había pertenecido a sus abuelos.

—Allí está.

La casa estaba tal y como la recordaba, aunque parecía un poco abandonada, con hiedra creciendo por todas partes. Jenna sonrió al ver la ventana del cuarto en el que solía dormir de pequeña.

Era una casa que miraba orgullosa hacia la bahía. Si uno escuchaba atentamente, podía oír las olas rompiendo contra las rocas cuando había marea alta.

—No tiene mal aspecto, ¿verdad?

—Han pasado tres años desde la última vez que estuve aquí. No siempre podía subir cuando venía a visitar a mi padre porque normalmente teníamos muchas cosas que hacer, pero siempre estaba en mi cabeza.

—Tu padre solía subir algunos fines de semana. Robert había pensado alquilarla, pero hubiera tenido que hacer muchos arreglos y nunca tenía tiempo. Sobre todo en verano, cuando la clínica se llenaba de pacientes.

—Una vez me dijo que había pensado reformarla —murmuró Jenna, pensativa—. Supongo que alquilarla durante el verano sería buena idea. En el invierno no creo que nadie quisiera vivir en un sitio tan aislado.

—Eso es lo que pasa cuando se vive en una gran ciudad —dijo Ross, de broma—. Se acostumbra uno a las comodidades, a los supermercados, los cines... por no hablar de la vida nocturna.

—Aquí no hay nada de eso, desde luego —dijo Jenna, abriendo la puerta del coche. Cuando entraron en la casa, los recibió un desagradable olor a humedad—. Uf, hay que airear esto.

—Vamos a ver qué tal está la cocina.

Cuando entraron, Jenna miró los muebles que tan bien conocía. Había un armario de pino, con platos de cerámica y una mesa de madera con cuatro sillas. Podía recordar aquella cocina unos años antes, con sus alegres cortinas y los utensilios de cobre brillando en las estanterías. Jenna sonrió, recordando los momentos felices que había vivido allí con sus padres y sus abuelos.

—Me encantaba venir aquí en vacaciones. La estufa de leña siempre estaba encendida y mi abuela hacía bollos mientras mi abuelo cortaba lonchas de jamón —murmuró, mirando la vieja estufa, en una esquina de la habitación—. Dejamos de usarla hace tiempo porque era muy vieja, pero mi padre no quiso tirarla. Le gustaba venir aquí de vez en cuando. Venía a pescar y después se sentaba en la cocina a leer el periódico.

La visión de Jenna se nubló un poco y tuvo que tragar saliva.

—Son unos recuerdos muy entrañables —dijo Ross, tomando su mano.

—Sí. Quizá podría encender la chimenea del salón. Y la vieja estufa, para calentar esto un poco —dijo Jenna, buscando con la mirada el cubo en el que solía estar la leña. Pero estaba vacío—. Supongo que habrá algunos troncos en la leñera. Voy a ver.

—Yo iré. Quédate aquí y echa un vistazo por la casa.

Ross se había dado cuenta de que quería estar sola para controlar sus emociones y Jenna le agradecía la consideración.

Cuando él salió de la cocina, se quedó mirando alrededor un momento antes de ir al salón. Los muebles estaban cubiertos por sábanas y se preguntó quién lo habría hecho. Ross, probablemente.

La vieja chimenea parecía limpia y Jenna intentó imaginarla con un buen fuego chisporroteando, como cuando era niña. Recordó que sus abuelos a veces calentaban allí el agua para el té y hacían tostadas por las noches.