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Esta novela es una biografía histórica novelada que recrea la vida de OLYMPE DE GOUGES, una revolucionaria francesa que escribió la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, por lo que se consideraría hoy, precursora del feminismo y que fue, además, una extraordinaria humanista que estaba a favor de los derechos de los negros, que se atrevería a representar en una obra de teatro, en la Comédie Française, se manifiesta contra la pena de muerte y sensible a los estragos de la pobreza propone una ayuda social. Mediante una narración que alterna la primera persona, el diálogo y la recreación indirecta, Isabel Medina construye la increíble biografía de esta excepcional mujer. Olympe de Gouges, que había llegado a París, con 20 años y viuda con un hijo, que no fue una intelectual al uso, pero que con su compromiso, alumbró El Siglo de las Luces. Su actitud en defensa de la justicia en la época en que la guillotina se había convertido en el primer ministro de Francia, la llevaría al cadalso el día 3 de noviembre de 1793. Esta novela fue publicada en París, en junio-2015, por la editorial L´Harmattan, y según sus propios traductores Jean-Marie Flores y Marie-Claire Durán, Isabel Medina ha escrito una novela netamente francesa o netamente europea.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
narrativa izana
ISABEL MEDINA
Narrativa izanaColección dirigida por Justo Sotela © ISABEL MEDINA BRITO, 2015 © Diseño de portada, Alfonso Vinuesa © Ilustración de Portada, Ana Salguero © AMBAMAR DEVELOPMENT S.L., 2015 e-mail: [email protected] Avenida de Machupichu, 17-3 28043 MADRID Tel.: 91 3880040www.izanaeditores.com ISBN: 978-84-944567-1-8
Mi agradecimiento A Arlette Veglia Andrea, catedrática de Filología Francesa de la Universidad Autónoma de Madrid, por sus comentarios sobre el primer borrador de esta novela. A mis traductores al francés, Mª Claire Durand Guiziot y Jean Marie Florès, cuyo trabajo ha ido más allá de lo estrictamente necesario. A la magistrada Montserrat Comas d’Argemir por el magnífico Prólogo a esta novela A Caries Mir Puig, que desde Barcelona, siguió todo el proceso de construcción de la obra. Al compositor y académico Francisco González Alonso que ha hecho una ópera sobre la vida de Olympe de Gouges. A Maila Lema cuyos comentarios y sugerencias enriquecieron esta recreación de la vida y obra de la revolucionaria francesa. A Alicia Contreras García, profesora de Filosofía del Derecho, por el incondicional afecto a Olympe de Gouges y a la autora de este libro. Y a IZANA editores por abrirme las puertas de su casa.
Dedicatoria: A Olympe de Gouges ¡Y a todas las mujeres que desde el olvido han hecho crecer los hijos de las flores!
Frases de Olympe de GougesSi la mujer tiene derecho a subir al cadalso también tiene derecho a subir a la tribuna. Olympe de Gouges (Francia, 1748-1793) La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común.
Cuando Isabel Medina me solicitó —a través de un amigo común— que prologara este libro tuve dudas. Pensé que siendo mi actividad profesional la de magistrada, mucho más prosaica que la literatura, no podría hacerme cargo del prólogo de una novela. Nunca hasta ahora lo había hecho. Sin embargo, en cuanto me sumergí en su lectura y quedé en ella atrapada, comprendí el porqué del encargo y agradezco su deferencia, porque me ha permitido acercarme a la historia de una mujer real, Olympe de Gouges, seudónimo que utilizó la escritora feminista y republicana Marie Gouze, nacida en Francia en mayo de 1748. Conocida por su activismo a favor de los derechos humanos de los más desfavorecidos, defensora a ultranza de los derechos de las mujeres, contraria a la esclavitud y a la pena de muerte, fue además una auténtica mujer de estado que luchó por dar la voz a los ciudadanos para que pudieran decidir la forma de Estado. Su libertad de pensamiento y su acción política contra el Terror en la Francia de Robespierre la llevó a la guillotina en noviembre de 1793.
Nuestra autora, Isabel Medina, con un estilo literario en el que funde novela con poesía, ha convertido su novela en un gran poema a favor de la vida, del amor sin ataduras, de la amistad, de la maternidad, de los derechos de las mujeres. Es una novela que obliga a la reflexión y, a la vez, emociona y conmueve. Es una novela que atrapa por la forma en la que está narrada y porque la protagonista es una mujer cuya historia es, a todas luces, fascinante.
En efecto, la novela de Isabel Medina entra dentro del género literario de la novela histórica contemporánea, de tal forma que partiendo de datos reales acotados como tales, a través de su creatividad, trasciende la ficción y nos permite entrar en el conocimiento del personaje histórico real, de su época, con su mutua interacción. y, lo que es más importante en el alma y pensamiento del personaje como mujer, como madre, como escritora, como activista, con lo cual se adquiere una dimensión específica en la que la realidad que conocemos se entrevera con la eventual ficción que elabora la autora.
De este modo se obra el milagro que, desde la ideación, nos permite sumergirnos en la esencia de una protagonista de la Historia, en su vida personal y en el contexto social y político en el que vivió. Gracias a lo cual los lectores nos enriquecemos, porque accedemos a campos y realidades de nuestra propia historia que antes nos eran más lejanos. Pasearnos por los entresijos del espíritu de la Ilustración y de las diferentes etapas de la Revolución francesa nos da una dimensión de dónde venimos y adonde debemos ir, guiados siempre por el compromiso ético de crear un mundo mejor, más humano, más justo, en el que las barreras discriminatorias cedan y en el que las mujeres logren la igualdad real con los hombres.
Olympe de Gouges está entre las grandes de la Historia porque contribuyó a cambiarla. Es un personaje fantástico porque es difícil encontrar en un ser humano esta lucha constante a favor de tantas causas justas. Si tuviera que resumirlas me quedo con tres facetas de su vida, que la autora ha sabido reflejar indefectiblemente en su novela. En primer lugar, la activista social y humanista sensibilizada contra todas las injusticias sociales, la pobreza y las discriminaciones de los más débiles. La lucha a favor de la abolición de la esclavitud de los negros fue una constante en su vida, lo que le granjeó grandes enfrentamientos con el lobby colonial de la República. Son muchas sus obras como escritora que reflejan esta faceta. En segundo lugar, su pensamiento feminista a favor de la igualdad entre hombres y mujeres, la defensa del derecho universal al voto y de la participación pública de las mujeres. En 1791 escribió su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, consciente de que en los avances conseguidos con la proclamación de la República francesa, las mujeres carecían de papel alguno en la sociedad porque todos los derechos les eran negados. En tercer lugar, su vertiente de activismo cultural político manifestada en tertulias y conferencias a favor de la separación de poderes y en contra de la pena de muerte. Criticó hasta la extenuación la dictadura política impuesta por el régimen de Terror de Robespierre, caracterizado por el ritmo implacable de la guillotina contra sus adversarios políticos. Fue además una auténtica mujer de estado porque propuso una especie de referéndum que llamó “las Tres Urnas”, a fin de que los ciudadanos pudieran votar tres formas de gobierno: una Monarquía parlamentaria, una República, o una República Federal. En puridad esta propuesta la llevó a la muerte acusada de atentar “contra la soberanía del pueblo”.
Una vez más la Historia fue desagradecida con una de sus hijas. Olympe de Gouges no tuvo un juicio justo. Fue condenada por un Tribunal popular el 2-11-1793 a la pena de muerte sin ni siquiera poder ser asistida de un letrado. Transcurridos más de doscientos años desde entonces, una buena parte de su pensamiento sigue siendo de rabiosa actualidad en el debate político y social. Se avanzó en la propuesta de realizar un referéndum para dar la voz a los ciudadanos respecto a la forma de gobierno —República, Monarquía, Federalismo—, un tema que actualmente en España se rechaza como si la Constitución Española de 1978 fuera inmutable. Las injusticias sociales permanecen porque las oligarquías financieras han creado día a día más pobreza. Y las mujeres seguimos discriminadas en todos los ámbitos: laboral, social, económico y político. Como máxima expresión de esta discriminación la violencia sobre la mujer sigue provocando regueros de sangre y dolor. Un promedio de sesenta mujeres mueren anualmente en España asesinadas en manos de sus parejas o ex parejas. Cuarenta años de democracia no han sido suficientes para terminar con una de las manifestaciones más brutales de la desigualdad entre hombres y mujeres.
La violencia contra la mujer acontece en todos los ámbitos y es de carácter universal porque afecta a todos los países y culturas: en el familiar (homicidios, malos tratos físicos y psíquicos, coacciones, amenazas, abuso sexual de mayores y niñas), en el cultural-religioso (mutilación genital femenina, exclusión social) y socio-económico (explotación laboral y profesional). Denominamos violencia de género a la violencia ejercida por hombres contra mujeres, fruto de relaciones de poder, de dominio y de posesión. El origen de este tipo de violencia, entre otros factores se encuentra, en la mal llamada tradición cultural y en la historia de la familia patriarcal basada en la supuesta superioridad del hombre sobre la mujer. Un problema atávico que responde a una estructura social que ha potenciado un reparto desigual de las actividades productivas, creando unos roles sociales asignados en función del sexo. Son los patrones culturales machistas —de discriminación hacia la mujer—, de hondas raíces en todas las sociedades, los que explican la permisividad social durante décadas con la violencia masculina.
La Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 10 de Diciembre de 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que supuso un paso importantísimo en la internacionalización de los derechos humanos, en la defensa de los ideales de la Justicia, Libertad y Paz, los mismos ideales por los que luchó Olympe de Gouges. En sus artículos primero y segundo se establece el valor supremo de la igualdad de todas las personas en dignidad y derechos, sin que pueda hacerse distinción alguna en función del sexo. Transcurridos casi sesenta y siete años, la realidad social demuestra que diariamente se violan en el mundo los derechos humanos de millones de mujeres, al persistir en todas las sociedades situaciones discriminatorias por razón de sexo en todos los ámbitos.
Históricamente los movimientos sociales contra la injusticia y los movimientos feministas son motor de cambio y de transformación social. Los resultados suelen ser lentos, pero finalmente irreversibles. En este largo recorrido es preciso trabajar hombres y mujeres, codo a codo, porque en la batalla a favor de la igualdad y de la justicia estamos implicados toda la sociedad.
La obra de Olympe de Gouges estuvo silenciada durante décadas. Hubo que esperar hasta el final de la Segunda Guerra Mundial para que se convirtiera en una de las grandes figuras humanistas de Francia. La biografía escrita por Olivier Blanc en 1981 ayudó a que sus escritos fueran divulgados. Desde entonces varias peticiones se han venido realizando a los distintos mandatarios para que su nombre figure en el Panteón de París, sin que se haya conseguido. En Montauban, su ciudad natal, el teatro municipal lleva su nombre desde 2006 y varios municipios franceses le han dado su nombre a calles y colegios. Qué duda cabe que esta deliciosa novela, contribuirá a que en España, gracias a Isabel Medina, nos acerquemos a su figura y su pensamiento. Por eso recomiendo encarecidamente su lectura.
Por último, solo me queda felicitar a la autora por su magnífica obra. Es una novela de gran calidad literaria e histórica: contiene la memoria de una de nuestras grandes luchadoras y con ella nos sumerge en la memoria de lo que un día fuimos. Eso es vital para valorar lo que hoy somos y en qué momento estamos para mejorar nuestra democracia, los derechos sociales de los más desfavorecidos y los de las mujeres en este largo camino hacia la igualdad real con los hombres. A partir de ahora que juzguen sus lectores.
En Barcelona, a veintidós de Febrero de dos mil quince.
Montserrat Comas d’Argemir.
Magistrada
Llovía. Llovía insistentemente sobre París. El manto negro del cielo se preñó de millones de lágrimas que caían voluptuosas desde el techo del mundo, a sabiendas de que los ojos del mundo se habían clavado como punchas de fuego en la Francia revolucionaria.
Era el día 2 de noviembre de 1793 cuando Olympe de Gouges se dejó caer, como quien se desprende de un viejo vestido, en el jergón de una celda de la Conciergerie, su cárcel ya por poco tiempo. Por una rendija de luz humedecida brillaban los ojos de la guillotina. El silencio, después de tanto alboroto, chillaba en sus oídos decidido a dejarse oír. Ya no eran los gritos, ni los aplausos, ni los insultos, ni su deseo inconmensurable de hablar, explicar, decir... cuando ya todo estaba hablado, explicado, dicho... decidido. Era verdad que nada podía cambiar la historia que se había empantanado en un charco de sangre.
Pero sus oídos levantaron la voz para recordarle la sentencia que, momentos antes, había leído uno de los miembros del tribunal que la había juzgado. Le hubiera gustado romperla como había roto un viejo borrador de su primera comedia, pero aquella sentencia, aunque era real, no podía tocarla, ni leerla, ni olerla... solo escucharla desde el ahogado grito de sus oídos que, aún tapándolos, se empeñaban en hablar:
...Tribunal extraordinario, en París, según decreto de la Convención de 10 de marzo de 1793, año II de la República... el jurado ha deliberado que Marie Olympe de Gouges ha atentado contra la soberanía del pueblo en unos escritos de los que es autora... por lo que el jurado la condena a pena de muerte, que se deberá ejecutar en un plazo de veinticuatro horas... de conformidad... con el artículo... de la ley... 29 de marzo. Bienes confiscados por la República.
Veinticuatro horas para deglutirlas segundo a segundo. Quiso saber cuántas eran y empezó a contar: una, dos, tres, cuatro, cinco... Aún le quedaban algunos francos, pediría a los guardias unas velas. Tengo que escribir; escribir es lo único que puedo hacer. Mi querido hijo Pierre, quiero que sepas la verdad, mi verdad, que no tiene nada que ver con lo que esta farsa de tribunal ha dictado, tal vez porque la sentencia se había escrito mucho antes de que subiera a la tribuna; por eso no sirvió de nada que abriera mi corazón y se lo enseñara a los miembros del jurado y a toda aquella gente que se había reunido allí para verme, para ver a una mujer que había defendido su derecho a la palabra, su derecho a subir a la tribuna, a subir al cadalso si hiciera falta. Ellos jamás van a tolerar que una mujer indique el camino. Es un acto de soberbia imperdonable.
Siento mi cabeza como si quisiera estallar de golpe y esparcir sus huesos en todas direcciones. Pero no. Todavía es capaz de erguirse sobre mis hombros y llevarme con dignidad a la guillotina, ese lugar horrible que se ha convertido en el Primer Ministro de Francia. ¡Qué cansada estoy, Pierre! Si pudiera cerrar los ojos un momento, dormir no... no quiero dormir; solo cerrar los ojos unos segundos, los suficientes para que este escándalo se haga más débil. Tengo toda la eternidad para dormir.
La humedad rezumaba en los gruesos paredones de la cárcel y la noche por llegar se adelantó grosera sin pedir permiso. Una mirada inquisitiva a la estancia para comprobar, una vez más, que el insoportable ritual de la muerte, tenía una nueva víctima. Una voz tenue, como de pájaro recién nacido, se oyó al lado del jergón donde la mujer había cerrado los ojos una fracción de su tiempo medido.
Mamá... mamá... despierta; soy yo, Julie, soy Julie. La mujer intentó mover su cuerpo pesado como un fardo, quiso levantarse, pero ni siquiera sus propios ojos eran capaces de sustraerse a la sensación de laxitud que se había apoderado de ella.
Mamá... seguía oyendo dentro de su cabeza embotada. La voz tenue y machacona insistía como un bisturí perforándole los huesos craneales. Se dio cuenta de que tenía que hacer un esfuerzo y abrir los ojos. Era muy importante abrir los ojos.
¿Julie, mi pequeña Julie? ¡Oh... estoy delirando! Debe de ser la fiebre que me ha subido por la infección que tengo en la pierna y por este frío horrible y por esta humedad que me entumece los huesos y me paraliza... Lo peor de todo es que tengo visiones, que deliro. Sí, debe de ser que estoy delirando porque, ¿de quién es esa voz tan suave que nunca puede ser de mi Julie, de mi pobre niña Julie? ¡Hace tanto tiempo que no la veo, que nos abandonó sin decir nada! Como si fueras un pajarito, Julie, abriste la jaula y volaste. Volaste lejos de mí, de tu padre, de tu hermano... ¡Cuánto te amábamos, Julie! Y sin embargo, todo nuestro amor no pudo evitar tu marcha.
Mamá, estoy contigo... estoy aquí. No podía dejar que te fueras sin verte, sin que me vieras.
Una mano pequeña y suave acarició los cabellos, tocó su rostro blanco, más blanco aún que otras veces. Los últimos tiempos habían sido una dura prueba para la mujer que tenía el escandaloso privilegio de poder contar sus horas. Abrió los ojos, miró a la niña que se había acomodado a su lado, y pensó que lo que le estaba pasando era lo más extraordinario que le había ocurrido en toda su vida. Por eso pudo entender que su cuerpo se aflojara y que su rostro esbozara una sonrisa asumiendo la rendición total. Daba igual que aquello fuera un disparate, un delirio, una alucinación. ¿Por qué tenía que racionalizarlo todo? ¿A santo de qué iba a buscar una explicación a la insólita presencia de Julie en aquella cárcel?
Pero ella era Olympe de Gouges, feminista y republicana, la mujer que se atrevía a dar discursos, a escribir comedias, a dictar pasquines... La mujer de estado que había luchado por Francia como lo habían hecho pocos hombres; ella, Olympe de Gouges, tenía que saber lo que estaba pasando en el lugar más tenebroso del mundo. Y a ese lugar, precisamente allí, había llegado su pequeña hija Julie. Y no había duda de que era ella; Julie estaba a su lado y la llamaba, y la acariciaba, y el mundo entero se había oscurecido ante su presencia inconmensurable.
Arrinconó la razón en el último lugar de su cabeza y acarició aquel pequeño gorrión que le estaba ofreciendo el último concierto de su vida.
¡Julie... mi pequeña Julie! ¡Tengo tantas cosas que contarte! Pero ya ves, me conformo con que me des la mano... ¡Qué suave y cálida tu mano, Julie!
Cuando Marie Gouze —nacida en mayo de 1748— decidió ir a París, no había cumplido aún los veinte años, era viuda y tenía un hijo pequeño. También tenía un secreto que no compartía con nadie; ni siquiera con su fiel Justine, que le había acompañado todo el tiempo que su memoria recordaba, ni tampoco su hermana Jeanne, a la que se sentía muy unida. Ninguna de ellas sabía nada del vendaval que había sacudido su vida. Un pacto con su propio corazón había apalabrado el silencio. Claro que ella tampoco sabía nada de los pensamientos de Justine, que dormía con los ojos abiertos.
Ella, silenciosa como un felino, observaba sus idas y venidas, sus sobresaltos inesperados, su deambular solitario por la ribera del río al atardecer, cuando la niebla convertía en celajes el viejo castillo y árboles frondosos eran aprendices de fantasmas. Justine era la sombra que ella no veía y que pensaba en voz alta cuando estaba segura de que nadie la escuchaba. Y se reía en voz alta también, aunque alguien pensara que no tenía edad para andar con la cabeza desamueblada. Pero no estaba loca Justine y su cabeza tenía todos los trastos en el lugar adecuado, «cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa», como le había enseñado su madre y que ella seguía a rajatabla.
Pobre niña, me alegro tanto de que le brillen los ojos. No está bien lo que le han hecho: casarla cuando aún no había cumplido los dieciséis años fue un despropósito de la señora Arme Olympe que no tuvo en cuenta la voluntad de su hija. Y precisamente con alguien como Louis- Yves Aubry. Y no es que yo tenga algo contra el señor, que nunca me ofendió, pero era un hombre zafio, y mi pequeña Marie es muy inteligente y muy guapa.
Aunque, desde luego, no se puede decir que sea una jovenzuela tonta que se esté mirando todo el día en el espejo, no; mi Marie es distinta. A veces tengo la sensación de que tiene su cabeza en otro sitio; tal vez de ahí le venga su desazón, su deseo de beberse la vida. Si no fuera así, a qué viene tanta prisa por ir a París... Qué se le ha perdido a ella en esa ciudad tan grande. ¡Con lo lejos que está París! A veces pienso que, hasta para mí que la he visto nacer, mi joven señora es un misterio.
-Qué callada estás, Justine, ¿tienes sueño? ¿Estás cansada?
-No... no te preocupes, Marie, estoy bien. Menos mal que el pequeño Pierre se ha dormido ya, pobrecito, es un viaje demasiado largo para un niño tan pequeño.
-Sí, París está muy lejos de Montauban... aún nos quedan días y días de viaje; hasta quince días, Justine, es lo que dicen que se tarda en llegar a París.
-Quince días, Marie; y por caminos tan peligrosos... ¡Cómo se te ha ocurrido, niña!
-Por favor, Justine, Montauban me gusta mucho, ya lo sabes, pero yo necesito respirar hondo y lejos. A veces siento que me falta el aire. ¡El mundo es tan grande y tan hermoso! Y París es el mundo, Justine, el mundo que deseo conocer.
-Qué ganas tengo de desentumecer las piernas.
-Yo no pienso quedarme en esos albergues de mala muerte, con la ropa de cama maloliente y el aire denso por la poca ventilación. Y, además, tener que soportar el espantoso olor a la fritura de cebollas; prefiero quedarme aquí con el niño. Mañana llegaremos a Cahors y desde lejos vislumbraremos el castillo de Cayx de los Lefranc de Pompignan.
Imágenes fugaces le llegaron como vaharadas de un tiempo en el que la felicidad estaba en aquel castillo y sus alrededores.
-Daremos un pequeño paseo, será bueno desentumecer las piernas; luego comeremos algo, ¿trajiste las almendras, Justine?
-¿Almendras? ¿Quieres almendras, Marie? Sí, no te preocupes, compré almendras en el mercado de Montauban.
Las tres sílabas de la palabra almendra empezaron a deambular por la cabeza de Justine, que casi no se atrevía a pensar lo que estaba pensando y, preocupada, decidió esperar la oscuridad como quien espera una visita ineludible. El ladrido de un perro rompió en dos la noche cuando la luna asomaba con su luz lechosa y tibia que derramó sobre el incierto horizonte de árboles. Dispuesto a hacer lo que todo el mundo, el perro optó por el silencio en que cocheros, viajantes, animales y demás personajes de la noche habían decidido abrigarse. El día tocaba diana temprano y la tramoya humana llena de accesorios, gritos, bufidos, olores... daban un manotazo a la oscuridad y empezaba de nuevo con bríos renovados. Iban por caminos de tierra donde el peligro se escondía en una rueda del carruaje o en los rostros mal encarados de ladrones y maleantes. El recuerdo era un entretenimiento útil en medio de aquel traqueteo constante.
-¿Te acuerdas, Justine, de cómo te hacía enfadar de pequeña?
-¡Qué bichito eras, Marie! ¡y lo que me contabas de las monjitas ursulinas que te daban clase!
-¡Oh las monjitas! ¡Siempre de negro y pensando en la muerte. Uf ¡qué escalofrío! ¡Y hay que ver la manía que tenían de asustarnos con el infierno! Pensándolo bien, Justine, lo que pase después de la vida no lo sabe nadie.
-¡Niña, no seas provocadora!
-Justine, yo pienso que después de la muerte solo hay silencio. Pero hablemos de otra cosa; ¿sabes cuándo me gustaban las monjitas? Cuando hablaban de Montauban: «Niñas; no olviden que Montauban está situado en el 5.0. de Francia, a unos 50 Kilómetros al norte de Toulouse, y que tiene dos ríos importantes: el Garona y su afluente el Tarn, en cuya ribera izquierda estamos. Y recuerden que el occitano es un dialecto con el que nos podemos expresar correctamente».
-Hicieron muy bien, Marie, en enseñarte esas cosas. Aunque... ¡Hay que ver la de veces que te reías de su seriedad!
-En la infancia la risa está siempre dispuesta al borde de la boca como un cascabel que suena solo. Luego viene la vida y la risa es solo para las ocasiones porque vivir es una cosa muy seria. Y hacerse mayor también, Justine.
-No digas eso, Marie. Además, tú no eres mayor; ni cuando tu madre, aún no sé por qué lo hizo, te casó con el señor Aubry, que Dios lo tenga en su gloria. Aún no habías cumplido los dieciséis años. La verdad es que nunca lo entendí.
-El matrimonio es la tumba de la confianza y del amor.
-No digas eso; lo que pasa es que tú no lo amabas, ¿cómo ibas a sentirte bien, mi pequeña? Pero dicen que el amor es hermoso y que no tiene nada que ver con un matrimonio obligado.
-Sí, claro; pero nos hablan de matrimonio y nada sabemos de él. Nos asusta, pero nos convencen de que es lo mejor, de que es la felicidad. Y luego resulta ser una gran mentira.
-Tienes razón, Marie, un error.
-Y luego viene lo peor, Justine. Tienes que aguantar que se metan en tu cama y en tu cuerpo sin pedir permiso. Y tú que te abres de piernas, que es lo que tienes que hacer te dicen, abrirte de piernas y gritar porque duele, Justine, parir duele mucho y nadie te ha explicado nada... Y da miedo aquellas mujeres que meten la mano como si fueses una cosa... Y lloras y gritas porque nadie te dijo que casarse también era eso.
-Ya está bien, Marie, no es momento de recuerdos tristes, la vida sigue y tú eres una joven muy hermosa.
No la escuchó. Todos sus sentidos estaban en el pasado aun reciente.
-Y lo peor, Justine, viene cuando te ponen en los brazos un trocito de carne temblorosa que llora asustada, que grita porque tampoco sabe quién es ni qué hace en este mundo. Y resulta que esa cosita desangelada se había formado dentro de mi propio cuerpo, nacido de mí sin que lo imaginara, a pesar de que lo decían, todos lo decían, Marie, estás embarazada, vas a tener un niño, Marie. Y yo veía crecer mi panza como si fuese un adhesivo extraño que me hacía parecer un barco a la deriva.
-Eras muy joven, niña, y tal vez no te habría parecido tan terrible si hubieses amado al señor, si el amor hubiese sido la causa de ese sufrimiento lo habrías soportado con alegría. Duele, pero dicen que es lo más maravilloso del mundo.
El silencio, como un viajero más, se instaló entre las dos mujeres, se hizo hueco en medio del traqueteo incesante del carruaje, mientras cada una seguía el hilo de sus pensamientos, seguramente distantes y distintos.
-Mi pequeño y hermoso Pierre, tan guapo y tan moreno, dijo mientras parecía volver a la realidad, y yo temblando, Justine, porque aquello tan extraordinario había nacido de mí, de mis dolores, de mi cuerpo violentado, Pierre, mi niño, lo único bueno de todos estos años.
-Ya es un poco tarde, niña; no debes pensar en eso ahora, deberías descansar un poco. Creo que París aún está lejos.
-Sí; muy lejos.
A ambos lados del camino una multitud de tonalidades de verde la hizo mirar con fruición el color que más le gustaba. Aspiró profundamente para llenarse el pecho del color de la naturaleza, el que le hacía sentirse parte de una infinitud que también le pertenecía. El traquetear de las ruedas fue produciéndole una suave somnolencia. Necesitaba descansar, olvidarse de los tres últimos años de su vida. Estos que habían pasado como si todo el tiempo hubiese estado de pie, obligada a ser madre y esposa sin que nadie le hubiese consultado. Sin duda, el funeral por su infancia había durado demasiado tiempo.
Ella tenía que responder a obligaciones y responsabilidades que le habían caído encima como cae la lluvia, capaz de abrir las compuertas del cielo y vaciar de golpe una imponente tromba de agua. En algunos trechos el río Tarn, afluente del Garona, bajaba en rápidos violentos encajonándose entre rocas poderosas. Ese día del año 1766 que los habitantes de Montauban no querían recordar, el río enloqueció: un poderoso ejército de millones de gotas de agua enfurecidas lo transformaron en un inmenso cenagal donde muchos se ahogaron y desaparecieron casas y sembrados. La destrucción y la muerte andaban entre sus desolados habitantes. Cuando de nuevo el silencio se impuso al escándalo imperioso del río, a la lluvia incesante y a los gritos de la gente, Montauban vio horrorizado cómo un ángel exterminador se había enseñoreado de lo vivo y lo sembrado. Muchos murieron. Louis- Yves Aubry fue uno de ellos. Marie Gouges se quedó viuda cuando aún su vestido de novia colgaba intacto del armario.
Los ojos de un castaño dorado de Marie se abrieron de súbito. Se dio cuenta de que, en los umbrales del sueño, había entresijado un recuerdo doloroso.
-Qué te pasa, niña, ¿no puedes descansar?
-Lo intentaba, Justine, pero a veces cuando cierro los ojos vuelvo a ver aquel día en que la lluvia hizo tanto daño.
-No debes darle más vueltas, esas cosas pasan. Ahora todo es distinto... Tal vez este viaje cambie tu vida, Marie.
-Justine, París es muy grande y los hombres y mujeres son muy elegantes; los señores usan pelucas empolvadas y dos rollos por encima de las orejas, pantalones estrechos y zapatos de hebilla muy brillantes. Y las señoras... las señoras, Justine, llevan unos vestidos maravillosos, de brocados con encajes, joyas y pelucas que hacen equilibrios en el aire; y dicen que la reina María Antonieta es muy guapa pero que el rey no, porque es gordo. También dicen que a la reina, que es hija de la emperatriz María Teresa de Austria, solo le interesan el lujo y las fiestas.
El cansancio del viaje era evidente, pero ya se acercaban a París por la carretera de Orleáns. Casi sin darse cuenta el paisaje había cambiado: los pueblos se veían más alegres y limpios y los albergues no eran lugares malolientes y lúgubres. La antesala de París daba la bienvenida a la gente que llegaba a la capital desde todos los puntos cardinales de Francia. En un suspiro se le escapó algo de la tensión y el cansancio acumulados. Pero faltaba un trámite: al entrar en París por la barrera de Vaugirad les obligaron a parar.
-Perdón, señoras, épueden abrir los equipajes y los cofres?
-Sí... claro...
No contaban con eso. Al parecer los de la Aduana tenían que controlar todo lo que entraba en París. Menos mal que los sueños y las ilusiones no ocupaban espacio dentro de ningún baúl. Los de la Aduana se fueron exactamente como habían llegado: con las manos vacías.
Pasada la barrera, las dos mujeres observaron con curiosidad el arrabal de Saint Michel que les quedaba a la izquierda y se miraron con una complicidad nueva. El trote de los caballos, el amontonamiento de carretas, diligencias, carruajes, hombres y mujeres de toda edad y condición, indicaban que “la capital del mundo”, como pensó Marie, ya estaba cerca. No sabía lo que ocurriría en París, “el paraíso de las mujeres” como le habían dicho, y se deleitaba repitiendo sus dos sílabas como si en ellas se escondiera el secreto de la felicidad. Hacía tiempo que acariciaba una idea y creyó que había llegado el momento de ponerla en práctica.
Desde niña deseó llamarse de otra manera. No es que no le gustara su nombre, pero “Marie” era muy común. En París, decían, lo llevaban muchas mujeres, ¿por qué no cambiarlo por otro? Podría llamarse, por ejemplo, “Olympe”... ¡Marie Olympe de Gouges! Cambiaba también la grafía del apellido, pero daba igual. ¡Marie Olympe de Gouges! ¡SOnaba tan bien!
Algún día lo luciré con orgullo, pensó.
Escuchó sin preocuparle mucho las voces altisonantes de los cocheros, el bufido de los caballos y el sonido de lejanos truenos y luces fugaces que alumbraban la oscuridad ya evidente.
Marie levantó su esbelto cuello y se puso en pie con toda su estatura: A pesar del cansancio, París merecía un respeto.
Marie Gouges creyó asistir al momento mismo de la creación del mundo. Estaba convencida de que más allá, más acá o más lejos, todo sería nada comparado con París. París seguramente tenía entre sus manos el corazón palpitante de la vida como si fuera el tic tac de un inmenso reloj. Nada, ni siquiera su sueño más espectacular le había avisado. Todo se había quedado pequeño, mudo, insignificante... París no solo era la ciudad más grande del mundo. París era el mundo.
Pero un mundo extraño, desmedido, absurdo y maravilloso.
Acompañada de su hermana Jeanne, cogida fuertemente de su brazo, escuchaba a ratos y obviaba otros, las explicaciones que le daba con todo lujo de detalles.
-La población crece cada día, Marie, hasta aquí llega gente de todos los lugares del país: campesinos, artesanos, estudiantes... hasta mendigos que pululan por cualquier lugar, desgraciados que no tienen ni siquiera un techo donde cobijarse. Tienes razón cuando dices que esto parece un inmenso gallinero, se hablan de un lado a otro de la calle, los artesanos gritan pregonando su mercancía, otros ríen y charlan sin reparos como si la intimidad fuese para ser aireada y hasta se levantan la voz unos a otros gritando palabras malsonantes.
-París es como si lo agrandara todo, lo multiplicara hasta el infinito y no tuviésemos ojos suficientes para tanta exageración.
-¡Ya verás, Marie! No creas que esto pase en algunos momentos del día... ¡Qué va! Siempre hay gente en la calle, siempre acechan los peligros, mendigos y maleantes que se acercan a pedir o a robar. La vida bulle por todas partes, la muchedumbre se empuja, los mercaderes te ofrecen sus viandas... Mira, aquí venden buñuelos... ¿Quieres buñuelos, Marie?
-¡Oh... no, no quiero buñuelos!
-Y no te digo nada de las obras... hay obras por todas partes, incluso la plaza de Luís XV, que es inmensa, está patas arriba; vamos para que la veas.
Con un vestido azul con encaje, la chaqueta negra ajustada, un sombrero pequeño que ocultaba el inicio de una trenza y calzando ligeros botines, la joven Marie sabía que no era uno solo el corazón de París, que París tenía por lo menos dos corazones, y que uno de ellos le esperaba impaciente desde hacía varios días.
Jacques... mi querido Jacques; tú y París... tú y la libertad; el amor, Jacques... el amor.
Aspiró el aire con todas sus fuerzas como si fuese la primera vez. También era la primera vez que el empedrado de las calles supo de la existencia de aquella joven que caminaba al ritmo volandero de sus pensamientos. En Montauban, yo no podía ir a tu lado, Jacques, ni abrazarte cuando mi corazón tuviera necesidad de ti y pidiera compartir algo más que unas horas robadas, momentos secretos donde tú y yo nos amábamos sin que las lenguas de doble filo nos arrancasen la piel a tiras. Una mujer viuda es el blanco certero donde hacen diana los ojos del pueblo. Todos se creen con derechos sobre su vida: a vigilarla, a controlarla, a hacerle la cama cuando quieren o a deshacérsela cuando les da la gana, porque una viuda es una puerta abierta a todos los vientos, un coto de caza disponible siempre, un objeto donde escupir la lascivia sin que nadie se rasgue las vestiduras. Eso es una viuda, Jacques, y no importa que ella sea muy joven, mejor si es joven, ni que tenga un hijo... qué más da; es una mujer y está sola, y nadie cumple con ella, cómo admitir tamaño desperdicio... ninguno de los honorables hombres del pueblo podía aceptar algo así que para eso estaban ellos, hombres-machos, falos en tormenta siempre que tenían que cumplir como Dios manda.
Que no se diga que en Montauban no había hombres. Y llegaste tú, Jacques, con tu delicadeza y tus maneras educadas, y mostraste un infinito respeto por mi vida y mis circunstancias, y mi corazón se paró de improviso. Te miré y supe que tú no eras como todo el mundo. Y cuando me ofreciste tu mano y rectificaste enseguida diciendo: «las dos manos si hacen falta, Marie, para que tu vida tenga la dignidad que mereces», y las extendiste delante de mis ojos que te miraron con asombro. Entonces supe que mi vida anterior había desaparecido por completo y te miré como si acabara de nacer. No solo yo, sino la vida entera nacía en ese momento. Y acepté tus manos, Jacques, porque tenían la palabra amor escrita en sus palmas abiertas de par en par como un deseo. Y nos amamos porque, aunque no lo supieras, en tus ojos estaba el milagro tantas veces presentido del amor, el que jamás había llegado a mi vida que había sido un tremendo error, una equivocación sin paliativo. Mi vida, ya lo sabes, era un erial que se utilizaba sin pedir permiso donde se entraba y se salía. Nada más.
Pero eso era antes. Ahora está París y estás tú, Jacques, París y la libertad de amarte sin pedir permiso a nadie porque nadie tiene que calcular el peso específico del amor que nace cuando quiere y se va sin consultarnos.
Camino con el río Sena que atraviesa París y me pregunto si me estarás esperando como la Isla de la Cité esperó año tras año, siglo tras siglo, a que la gente se fuera asentando poco a poco a su alrededor. Y se hicieron los soberbios edificios, los imponentes castillos, las iglesias impresionantes... y hasta una catedral, bella como un sueño quiso acompañar a este río que es una inmensa avenida de agua por donde las barquitas se mueven de arriba abajo y de abajo arriba: París, Ruán y El Havre, y vuelta a empezar, El Havre, Ruán, París y así, viendo pasar el tiempo como si fuese un importante caballero.
Contar todos y cada uno de los puentes del Sena...
Qué trabajo, Jacques; el río tiene muchos puentes que se pueden caminar o subirse a un coche de caballos que van diligentes de una orilla a otra de la ciudad, de una ribera a otra del río que es la cinta de agua que la divide en dos y que recibe día a día a la gente que llega hasta París atraída por una luz especial que vislumbra oportunidades nuevas, tiempos distintos en este Siglo de las Luces.
Dios, Jacques, no me hagas mucho caso. A lo mejor hasta te ríes de mi admiración desmesurada y me consideres por ello una joven provinciana. Y es verdad que soy provinciana; yo jamás había salido de Montauban y Montauban ahora está tan lejos.
He llegado a la conclusión de que París no me cabe en los ojos, que me desborda como se desbordó aquella vez el Tarn.
Jacques Biétrix de Rozieres miró con impaciencia su reloj de bolsillo con leontina dorada e hizo un gesto de incomodidad. “Espero que no se haya despistado”, se dijo, las avenidas y callejas de París pueden servir para que alguien poco acostumbrado a los vericuetos de la ciudad perdiese el norte o cualquier otro punto cardinal. Aunque él estaba convencido de que a Marie no era necesario darle demasiadas explicaciones porque miraba la vida con los ojos abiertos para descubrir lo que era evidente y lo que no lo era tanto, le gustaba desentrañar el misterio que se esconde hasta en lo más insignificante.
Eso lo sabía muy bien el hombre de mediana edad y elegantemente vestido que intentaba disimular su impaciencia delante del servicio. Hubo momentos en que él, que tenía una gran experiencia, no en vano era funcionario de la Armada y director de una empresa militar muy importante, fue sorprendido por su sagacidad e inteligencia.
Hacía ya casi un año que Jacques Biétrix había conocido a Marie de Gouges en un viaje inesperado que hizo a Montauban, y cuando pensaba que el carruaje de ida iba a ser también el de vuelta, se encontró con el tiempo detenido en unos ojos que cambiaron sus intenciones. La primera vez que la vio atardecía y las brumas del otoño acortaban la luz llenando el espacio de penumbras. El viejo molino pintado de blanco estaba descascarillado a trozos por la lluvia, y el viento suave se había detenido en sus aspas atento al cambio de tiempo que vislumbraba las costuras del calendario. Era hacia el atardecer y le gustaba pasear por la ribera del río. Como surgida de la bruma le sorprendió la imagen fugaz de una joven que caminaba sola.
Se ocultó para observarla mejor y a pesar de la distancia captó el aire de ensimismada tristeza que parecía envolverla. No quiso acercarse, le pareció impropio de un caballero alarmar innecesariamente a una dama. Cuando la joven era un punto en la distancia emprendió el regreso.
En sueños volvió a verla, exactamente igual que la vio esa tarde, ya la noche siguiente también la vio, siempre con la misma seriedad y la misma tristeza. Conocer todo lo que rodeaba la existencia de aquella extraña joven se convirtió en obsesión. Jacques Biétrix pudo comprobar que el pueblo aún no se había quitado el luto por las víctimas que la riada se llevó sin contemplaciones. Era domingo y le gustaba levantarse temprano y pasear por el amplio camino que desembocaba en los extrarradios del pueblo. Se sentía acompañado por los árboles, que en riguroso orden, le hacían guardia por la derecha y por la izquierda. Era reconfortante y vivificador el aire fresco de la mañana, el ligero susurro del viento y el augusto silencio que lo envolvía todo.
Poco a poco, el día fue desperezándose y el silencio dejó paso a las voces que crecían sin reserva frente a un jubiloso mercado donde colores y olores se mezclaban con el relinchar de los caballos y las palabras altisonantes de algunos cocheros. Jacques disfrutaba con el espectáculo seguramente impropio de un señor, pero a él siempre le gustó mezclarse entre la gente y, pese a su porte elegante y discreto, anduvo de un lugar a otro sin sentirse reconocido. Algo llamó su atención y pese a la claridad rotunda de la mañana reconoció a la joven del molino observada desde la nebulosa del atardecer. Iba acompañada de una señora un poco mayor, seguramente su criada.
La miró a placer; ella no se daría cuenta de nada porque no sabía de su existencia; al contrario que él que la conocían sus sueños.
Se acercó a un puesto del mercado y preguntó a bocajarro a la tendera que quien era la joven que acababa de pasar. La mujer lo miró de arriba abajo y dedujo que, seguramente, era alguien importante.
-Efectivamente, continuó, me recuerda a alguien que conocí hace tiempo y que también vivía en Montauban.
-Se ve que no es de por aquí, señor. La joven que acaba de pasar es Marie, Marie Gouges. Aún recuerdo cuando jugaba en el patio de la rue Fraiche, donde los hombres de su familia, varias generaciones de carniceros, degollaban a las bestias. Su padre, Pierre, murió cuando ella tenía solo dos años y fue algo horrible, señor, murió en mitad de la calle un viernes cuando mataba los animales. Dicen que la niña lloraba mucho porque le daba miedo ver tantos animales muertos. Pero de eso hace ya mucho tiempo, señor, supongo que ni siquiera ella lo recordará.
-¿La señora que la acompañaba es su madre?
-¡Oh... no! No es su madre; es Justine, su criada. Ahora viven las dos con el niño pequeño... pobrecito, se quedó sin padre. ¡Y ella, viuda a su edad! Una pena, señor, pero fue la riada del invierno pasado que se llevó a tanta gente.
-Bueno, tengo que irme. Muchas gracias por su información, pero me temo que esa joven no tiene nada que ver con la persona que conocí hace años.
La profunda reverencia de la tendera evidenció su alegría por las monedas que el viajero había dejado generosamente en sus manos. Emprendió sin demora el regreso. Aquella mujer le había dado más información de la que hubiese podido imaginar. Desde luego, sorprendente y curiosa: joven, bella, madre, viuda... ¡Cuántas cosas encerraban sus pocos años! Sin embargo tuvo la sensación de que aquella mujer no le había contado todo lo que sabía, y que en la vida de Marie, se llamaba Marie como tantas mujeres en París, había algún secreto. No tardaría mucho tiempo en saber la verdad de aquella historia: ella misma se la contaría cuando ya sus planes habían cambiado radicalmente y Marie ocupaba un lugar importante en su vida.
De su propia voz, a veces conmovida, Jacques conoció la complicada historia de los padres de Marie. Supo que cuando se casaron, él se iba lejos a buscar el ganado para que hubiese carne en el negocio familiar, y que la bella Anne-Olympe, su madre, se quedaba sola mucho tiempo. Hasta un año entero estuvo sola.
Yo no sé cómo fue, Jacques, pero lo cierto es que mi madre y el marqués de Pompignan, que es un hombre muy importante, se enamoraron y nací yo, y el marqués, que es mi verdadero padre, quería que estuviese a su lado, que fuese a vivir en su castillo. Aún recuerdo cuando me llevaba a pasear por las orillas del Tarn montada en su caballo y yo me sentía la niña más feliz del mundo. Me quería mucho mi padre y a su lado todo era maravilloso.
Los ojos de la joven se llenaron de una nostalgia antigua. Aún huelo la primavera, las flores, el tomillo, la ajedrea... Es el olor que me despierta muchas veces durante la noche porque me llega como si fuese real. Y entonces, Jacques, yo vuelvo al tiempo en que era una niña y mi «padrino», decían que era mi padrino, me llevaba de paseo en su hermoso caballo. Creo que desde entonces me gusta pasear por el campo, respirar el aire que anda suelto, a pesar de que me haya llevado muchas reprimendas por eso.
Es curioso —pareció despertar de un sueño antiguo que yo tuviese el apellido del marido de mi madre, que fuese como mi verdadero padre. Cuando murió yo era muy pequeña, pero lo recuerdo, aunque tal vez no debería porque solo tenía dos años. Era bueno y me aceptó a pesar de que sabía la verdad. No sé si será por eso que mi niño se llama como él. Luego pasaron cosas que nunca he entendido porque un día mi madre y el marqués se separaron y yo ya no iba con él a su castillo, ni me llevaba de paseo a caballo... de repente el mundo de fantasía de mi infancia desapareció. Tal vez mi madre no quiso que hubiera diferencia entre sus hijos y por eso me llevó con ella. O tal vez quiso vengarse de él... no sé. Bueno, lo curioso es que los padres de mi madre eran de buena familia, él era abogado, aunque no reconoció su paternidad.
Jacques abrazó con ternura a la joven. Desde luego no quiso contarle las historias terribles que rodeaban a las mujeres adúlteras; él las había oído desde que era un niño. Decían que las llevaban al río metidas en una jaula y que ahí las ahogaban poco a poco, que era espantoso ver a aquellas pobres mujeres agarradas a los barrotes ahogándose intermitentemente con refinada crueldad.
Jacques miró de nuevo su reloj. Marie tardaba demasiado y ya no sabía cómo entretener su impaciencia. «Señor, una joven pregunta por vos»
El suspiro le salió sin contención.
Ha llegado la hora Julie. Ya no debo esperar más. Demasiadas cosas han ocurrido en mi vida últimamente para que siga callando. Hace tres meses que supe de tu futura existencia como personita separada de mí. Al principio me sorprendió tanto que me costó creérmelo; luego, mientras se sucedían los días y las noches, fuiste tomando forma, no como si fueras algo minúsculo dentro de mi vientre, sino como si ya pudiese acunarte entre mis brazos. Aunque no te lo creas, empecé a hacerte hueco en mi vida y a asumir que llegarás antes de que nos demos cuenta. ¡El tiempo pasa tan veloz!
Te parecerá una tontería, pero estoy segura de que eres niña, mujer en unos años. Y te aseguro que no tengo ninguna razón que avale mi certeza, pero sé que será así y que te llamarás Julie, y que tendrás los ojos como los de tu padre. Seguro que serán como los suyos, de ese color indefinido que por momentos verdean y a veces, solo a veces, parecen grises. Ese es el color de los ojos de Jacques. La posibilidad de tu nacimiento nos estremeció a ambos, Julie. Recuerdo que estábamos en Montauban y paseábamos por la orilla del río. A Jacques ya mí nos encanta respirar el aire que parece recién lavado con olor a ropa limpia. No pasa igual en París donde los olores estallan en el rostro: por aquí huele a frituras y ahora mismo me molestan todas las frituras; más allá a bosta de caballos, cuando no a cloaca, suciedad y miseria. Pero no te vayas a creer que todo París es así. París, Julie, es la ciudad más grande del mundo, y la más hermosa también, y cuando paseo por el Sena y por algunos espacios abiertos, siento el aire lavado y limpio como si estuviéramos en Montauban. Lo que pasa es que París es otro mundo, o el mundo, y por eso dice tu tía Jeanne que es un gran gallinero con las puertas abiertas de par en par.
Por cierto, que a ella tengo que decírselo ya. No me perdonaría si no se lo contase pronto. y, además, fue por eso y por Jacques por lo que vine a París, y porque Jeanne me ha dejado su casa que está muy bien, aquí en el barrio de Luxemburgo, en la calle Fossoyeurs. Me lo repite siempre para que no me pierda cuando salgo porque dice que soy muy despistada; pero no es verdad, yo tengo muy claro donde está la calle Fossoyeurs.
Jeanne ha preparado una habitación bonita para mí y para Pierre. Me imagino lo que va a decir cuando le hable de mi embarazo “Pero Marie, tú estás loca, tener otro hijo en tus circunstancias, eso es muy comprometido”. Pero a mí me da igual porque tú, Julie, eres hija del amor, porque a pesar de que ya ha nacido tu hermano Pierre, nunca supe lo que era amar hasta que conocí a Jacques.
No lo sabes, pero mi matrimonio fue un fracaso, una equivocación, un empecinamiento de mi madre. Cuando conocí a tu padre, con su esmerada educación, sus buenos modales, su delicadeza, sus ojos de ese color indefinido que te dije, me deslumbró. Por primera vez supe lo que era estar llena de alguien a quien amas profundamente. Eso, Julie, no tiene nada que ver con los convencionalismos sociales que se inventan los bienpensantes padres de la patria. El amor es el amor y no tiene reglas, ni leyes, ni compromisos; es libre como el viento y lo mismo alborota los cabellos que la vida. No pienses que soy una loca, Julie, porque ame a Jacques y esté feliz de que vayas a nacer, y de que seas una niña, y de que te llames Julie, y de que seas tan bonita como el manojo de flores que tu padre escogió para mí el día que supo que nacerías y yo sentí que el mundo entero daba vueltas alrededor de nosotros, y que era por nosotros por lo que se sucedían las estaciones y la vida repetía siempre el mismo prodigio.
La tarde había oscurecido de improviso como si el sol se hubiese cansado de repente y le apeteciera un cese de actividad que no tenía nada que ver con las nubes negras que anunciaban tormenta. Le sorprendió que en pleno día el cielo se convirtiera en un toldo gris y tenebroso que pretendía engullirlo todo.
-¿Que estás embarazada, Marie? Los ojos grandes de Jeanne se abrieron con desmesura.
-Bueno... sí; es una historia especial, pero creo que es mejor empezar por el principio, por Jacques.
-¿Y quién es Jacques? ¿Algún hombre que has dejado en Montauban?
-Jacques es de aquí, de París; comisario de víveres en el Ministerio de la Marina; un alto funcionario, Jeanne, y si te digo eso no es porque me parezca lo más importante de él, sino para que lo sepas y sepas también que nos queremos mucho.
-Marie, creo que no te das cuenta de la situación. Mi marido es un médico que conoce a mucha gente y a nuestros amigos ya les hemos dicho que venías y que eras viuda con un niño pequeño. No sé cómo vamos a explicar ese embarazo tuyo tan... intempestivo.
-Hace ya más de un año que nos conocemos y supongo que el hecho de ser viuda no me inhabilita para la maternidad. Además, tú ya sabes cómo fue mi matrimonio.
-Lo sé, Marie, pero las cosas son como son. Dices que es un alto funcionario y que los dos se quieren mucho, supongo que si es así no le importará casarse antes de que empiecen los comentarios de la gente.
-Verás... Jeanne; es que yo no veo la necesidad de casarse.
Ya lo hice una vez y estoy convencida de que el matrimonio es la muerte de la confianza y del amor. Quiero mucho a Jacques, de verdad que lo quiero, pero casarse es otra cosa.
-¡Qué tonterías estás diciendo! ¿Pero él quiere? ¿Quiere él casarse contigo, Marie?
-Claro que quiere; me lo ha pedido muchas veces. Quiere estar a mi lado, que vivamos juntos casados como todo el mundo, pero soy yo la que no veo el matrimonio, Jeanne. Además, tengo el presentimiento de que sería la muerte del amor, de nuestra vida en común... No entiendo por qué hay que registrarlo todo, sellarlo todo como si el amor cupiera en unos papeles que son solo papeles. Yo quiero a Jacques y Jacques me quiere a mí, ¿qué más hay que hacer?
-Querida Marie, vivimos en una sociedad que se ha dado a sí misma unas normas; no está de más seguirlas. Comprendo que tu mala experiencia anterior con el pobre Aubry te lleve a desechar el matrimonio como algo nefasto, pero debe imponerse la cordura.
-No lo sé, Jeanne.
-Bueno, creo que hay que meditarlo mucho. Será mejor que nos retiremos a descansar, tal vez mañana lo veas todo diferente... buenas noches, Marie.
La conversación con su hermana le había producido una gran desazón. Ella creía que en París una situación como la suya no tendría tanta relevancia, que la gente no iba por ahí pidiendo papeles, certificados ni pólizas porque eran solo eso: papeles que no iban a añadir nada a lo que Jacques y ella sentían. Claro que lo más difícil iba a ser que Jacques lo comprendiera porque a él también le gustaba la idea de casarse, sobre todo ahora que Julie estaba en camino.