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"Orgullo y Prejuicio" es una novela escrita por Jane Austen y publicada en 1813. Ambientada en la Inglaterra rural del siglo XIX, sigue la historia de Elizabeth Bennet, una mujer inteligente y vivaz, y su compleja relación con el rico y orgulloso Sr. Darcy. A medida que Elizabeth y Darcy superan sus prejuicios mutuos y malentendidos, descubren el verdadero amor. La novela aborda temas como la sociedad, el matrimonio y el papel de la mujer en la sociedad de la época. Con una prosa elegante y una aguda observación social, Austen crea una comedia de costumbres atemporal que ha cautivado a generaciones de lectores con su ingenio, su ironía y su romance eterno.
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Seitenzahl: 587
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Es verdad universalmente admitida que un soltero poseedor de buena fortuna tiene que necesitar una mujer.
Aunque los sentimientos y opiniones de un hombre así sean poco conocidos a su llegada a un punto cualquiera, está tan arraigada aquella creencia en las familias que le rodean, que le consideran como propiedad indiscutible de una u otra de sus hijas.
—Querido Bennet—decía a éste cierto día su esposa—, ¿has oído que el parque de Netherfield se ha alquilado al fin?
El señor Bennet contestó que no lo había oído.
—Pues está alquilado—volvió ella a decir—; porque la señora de Long acaba de estar aquí y me lo ha contado todo.
El señor Bennet no respondió.
—¿No deseas saber quién lo ha tomado en arriendo?—exclamó su mujer con impaciencia.
—Tú eres quien desea decirlo y no puedo oponerme a escucharlo.
Eso bastó para darle pie.
—Has de saber, querido, que la señora de Long dice que el parque de Netherfield ha sido tomado en arriendo por un joven muy rico del norte de Inglaterra, joven que vino el lunes en una silla de postas con cuatro caballos para verlo, y quedó tan encantado, que se arregló al punto con el señor Morris; tomará posesión antes de San Miguel, y algunos de sus criados estarán en la casa a fines de la semana próxima.
—¿Cómo se llama?
—Bingley.
—¿Es casado, o soltero?
—Oh!, soltero, querido mío; un soltero de gran fortuna: cuatro o cinco mil libras anuales. ¡Qué a propósito para nuestras hijas!
—¿Cómo es eso? ¿Cómo las puede afectar semejante cosa?
—Mi querido Bennet —replicó su mujer—, ¿por qué eres tan posma? Has de saber que pienso casarlo con una de ellas.
—Es eso lo que proyecta al establecerse aquí?
—¡Proyectar! ¡Qué majadería! ¿Cómo puedes hablar así? Pero es muy probable que se enamore de una, y por eso debes visitarle en cuanto venga.
—No hallo motivo para hacerlo. Podéis ir tú y las niñas, o las puedes enviar solas, lo que quizá sea lo mejor, pues siendo tú tan hermosa como cualquiera de ellas, podrías parecer al señor Bingley lo mejor de la partida.
—Me lisonjeas, querido. Cierto que he tenido mi tinte de belleza; mas ahora no pretendo ser nada extraordinario. Cuando una mujer tiene cinco hijas adultas debe prescindir de pensar en su propia hermosura.
—En esos casos la mujer no tiene por lo común mucha belleza en qué pensar.
—Pues bien, querido, has de ir a visitar al señor Bingley cuando venga a nuestra vecindad.
—No me comprometo a tanto, te lo aseguro.
—Piensa en tus hijas. Considera sólo la proporción que sería él para una de ellas. Sir Guillermo y lady Lucas han resuelto ir sólo por eso, pues en general tú sabes que no visitan a los reciénllegados. Has de ir sin falta, porque nos será imposible visitarle si tú no lo haces.
—Eres sobrado escrupulosa a fe mía. Me atrevo a asegurar que el señor Bingley se alegrará mucho de verte, y yo le pondré unas líneas dándole mi cordial consentimiento para que se case con la que elija de las muchachas, aunque tendré que deslizar alguna palabreja en favor de mi Isabelita.
—Espero que no hagas semejante cosa. Isabel no es ni pizca mejor que las otras, y estoy segura de que no es ni la mitad de guapa que Juana ni la mitad de alegre que Lydia. Mas tú siempre le estás dando la preferencia.
—Ninguna tiene mucho de recomendable —replicó él—; todas son necias e ignorantes como otras jóvenes; pero Isabel posee algo mayor penetración que sus hermanas.
—¡Bennet!, ¿cómo ultrajas de semejante modo a nuestras hijas? Te complaces en molestarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.
—Te equivocas, querida; los respeto grandemente. Son antiguos conocidos míos. Te oigo hablar así de ellos lo menos hace veinte años.
—¡Ah!, no sabes lo que sufro.
—Pero espero que te repondrás, que vivirás para ver llegar a la vecindad a muchos pollos de cuatro mil libras anuales.
—No sacaremos nada aunque vengan veinte si no los visitas.
—Ten por seguro, querida, que cuando estén los veinte los visitaré a todos. El señor Bennet era tan singular mezcla de viveza, humor sarcástico, reserva y capricho, que la experiencia de veintitrés años no había bastado a su mujer para descifrar su carácter. Ella resultaba más fácil de conocer. Era mujer de mediana capacidad, poca instrucción y temple desigual. Cuando se hallaba descontenta se imaginaba nerviosa. La empresa de su vida la cifraba en casar a sus hijas; sus solaces eran el visiteo y el adquirir noticias.
El señor Bennet fué de los primeros que visitaron al señor Bingley. Siempre había pensado hacerlo, aunque siempre también asegurara a su esposa que no lo haría, y hasta la tarde siguiente a la visita no tuvo aquélla conocimiento de la misma. El hecho quedó entonces revelado del modo siguiente: Observando el señor Bennet a su hija segunda ocupada en adornar su sombrero, díjole de pronto:
—Espero que le gustaré al señor Bingley, Isabel.
—No llevamos camino —arguyó la madre con sentimiento— de conocer los gustos del señor Bingley, puesto que no le visitamos.
—Por lo visto olvidas, mamá —dijo Isabel—, que le encontraremos en las reuniones públicas y que la señora de Long ha prometido presentárnoslo.
—No creo que la señora de Long haga tal cosa. Tiene dos sobrinas, es egoísta, hipócrita, y no tengo de ella buena opinión.
—Tampoco la tengo yo —añadió el señor Bennet—, y me congratulo de que no dependas de sus servicios.
La señora de Bennet no replicó; pero, incapaz de contenerse, principió a regañar a sus hijas.
—¡No tosas así, Catalina, por Dios! Compadécete un poco de mis nervios. Los desgarras a pedazos.
—Catalina no tose discretamente—dijo el padre—; no lo hace con oportunidad.
—No toso por divertirme —replicó Catalina con mal humor—. ¿Cuándo es tu primer baile, Isabel?
—De mañana en quince días.
—Así es —exclamó su madre—, y la señora de Long no regresa hasta el día anterior; de modo que le será imposible presentárnoslo, porque ella misma no le conocerá.
—Entonces, querida, puedes adelantarte a tu amiga presentándole tú al señor Bingley.
—Imposible, Bennet, imposible, porque yo tampoco le conoceré. ¿A qué me atormentas así?
—Celebro tu circunspección. Quince días de relación es en verdad muy poco. En realidad no se puede saber al cabo de ellos qué clase de persona es. Pero si no nos aventuramos, otro lo hará; y después de todo, la señora de Long y sus sobrinas han de seguir su suerte. Por consiguiente, como puede ella tomar por acto de delicadeza el que declines el ofrecimiento, yo lo tomo a mi cargo.
Las muchachas clavaron los ojos en su padre. En cuanto a la señora de Bennet, exclamó sólo:
—¡Qué necedad!
—¿Qué significa esa enfática exclamación? —dijo él— ¿Tienes por necias las fórmulas de presentación, con la importancia que revisten? No puedo convenir en eso contigo. ¿Qué dices, María? Tú, que eres muchacha reflexiva y, según creo, lees librotes y los extractas.
María quiso decir algo importante, mas no acertó.
—Mientras María concierta sus ideas —continuó él— volvamos al señor Bingley.
—Estoy harta del señor Bingley —exclamó la esposa.
—Siento oírte eso; pero ¿por qué no me lo has dicho antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, bien seguro que no habría ido a visitarle. Es una verdadera desgracia; mas habiéndole visitado, no puedo librarme de su relación.
El asombro de las damas fué tal como él esperaba, y el de la señora de Bennet acaso sobrepujó al de las demás; pero cuando hubo pasado el primer rapto de júbilo, comenzó a declarar que eso era lo que había esperado siempre.
—¡Qué bueno eres, querido Bennet! Ya sabía yo que te persuadiría al fin. Estaba segura de que amabas demasiado a tus hijas para perder una relación como ésa. ¡Qué dichosa soy! Y ha sido buena broma que, habiendo ido esta mañana, no hayas dicho una palabra hasta este momento.
—Ahora, Catalina, puedes toser a tu antojo —dijo el señor Bennet; y en diciéndolo se marchó, cansado de los entusiasmos de su mujer.
—¡Qué padre tan excelente tenéis, hijas mías!—exclamó ella cuando se cerró la puerta—. No podéis reprocharle falta de cariño, ni a mí tampoco. A nuestra edad, os lo aseguro, no es grato entablar cada día nuevas relaciones; pero algo hemos de hacer por vosotras. Lydia, amor mío, aunque seas la menor, me atrevo a asegurar que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.
—¡Oh! —repuso Lydia resueltamente— no me asusta eso, porque aun siendo la más joven, soy la más alta.
El resto de la velada se pasó en conjeturas sobre cuándo devolvería el señor Bingley su visita al señor Bennet y en determinar qué día le convidarían a comer.
Cuantas preguntas hizo la señora de Bennet, ayudada por sus hijas, no fueron suficientes para obtener de su marido satisfactoria descripción del señor Bingley. Atacáronle de diversos modos: con preguntas descaradas, suposiciones ingeniosas, remotas sospechas; mas él superó a la habilidad de todas las damas, las cuales se vieron obligadas a aceptar los informes de segunda mano de su vecina lady Lucas. Las noticias de ésta eran muy halagüeñas: a lord Guillermo le había gustado mucho. Era muy joven, extraordinariamente guapo, por extremo agradable, y, para coronamiento de todo, proyectaba asistir a la próxima reunión con numerosa compañía. ¡Nada podía haber más delicisso! Gustar del baile era escalón para llegar a enamorarse, y por eso se concibieron muchas esperanzas en lo referente al corazón de Bingley.
—Si pudiera ver a una de mis hijas dichosamente establecida en Netherfield —decía la señora de Bennet a su marido— y a las demás igualmente bien casadas no tendría nada que desear.
Pocos días después Bingley devolvió la visita al señor Bennet y permaneció sobre diez minutos con él en su biblioteca. Había aquél alimentado esperanzas de que le fuera permitida una mirada a las muchachas, de cuya belleza había oído hablar mucho; pero sólo vió al padre. Las señoras fueron algo más afortunadas, porque tuvieron la suerte de cerciorarse, desde una ventana alta, de que vestía traje azul y montaba un caballo negro.
Poco después se le envió una invitación para comer; y la señora de Bennet pensaba ya en los platos que habían de acreditar sus cuidados domésticos, cuando se recibió una contestación que difirió todo: el señor Bingley se veía obligado a marchar a la capital al día siguiente, y en consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación, etcétera.
La señora de Bennet quedó por completo desconcertada. No podía imaginar qué asuntos podría tener en la capital tan poco después de su llegada al condado de Hertford, y comenzó a temer que habría de estar siempre de un lado para otro y jamás fijo en Netherfield, como era debido. Lady Lucas aquietó sus temores exponiendo la conjetura de que fuera a Londres sólo para traer numeroso acompañamiento al baile; y se corrió la noticia de que Bingley iba a llevar consigo a la reunión a doce señoras y siete caballeros. Las muchachas se afligieron con semejante número de señoras; pero el día anterior al baile calmáronse oyendo que en vez de doce sólo había traído de Londres seis: sus cinco hermanas y una prima; y cuando la partida penetró en la sala de la reunión constaba no más que de cinco personas en conjunto: Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.
Bingley tenía bueno y caballeroso aspecto, fisonomía agradable y fáciles y no afectados modales. Sus hermanas eran personas distinguidas y muy a la moda. Su cuñado, el señor Hurst, no pasaba de semejar un caballero; pero su amigo el señor Darcy atrajo pronto la atención de la sala por su fina persona, su talle, sus bellas facciones y noble aire, y en cinco minutos se extendió la noticia de que poseía diez mil libras anuales. Los caballeros afirmaban que tenía figura distinguida, las señoras declararon que era mucho más guapo que Bingley; y así, fué mirado con singular admiración aproximadamente la mitad de la velada, hasta que sus modales disgustaron de tal modo que se disipó la oleada de su popular dad por haberse descubierto que era orgulloso, que pretendía sobreponerse a todos y por todos ser complacido, y ni aun su extenso estado en el condado de Derby pudo ya librarle de tener el más desagradable y odioso aspecto y no valer nada en cotejo con su amigo.
Bingley entró pronto en relación con las principales personas de la sala; era vivo y franco, bailó todos los números, sintió que el baile acabase tan temprano, y habló de ofrecer él mismo uno en Netherfield. Tan amables cualidades se recomendaban por sí mismas. ¡Qué contraste entre él y su amigo! Darcy bailó sólo una vez con la señora de Hurst y otra con la señorita de Bingley, declinó el ser presentado a ninguna otra señora y empleó el resto de la velada en pasearse por la sala y hablar alguna vez con alguno de su partida. Su carácter quedaba juzgado: era el hombre más orgulloso y más desagradable del mundo, y todos suponían que no volvería otra vez. Entre los más adversos a él se contaba la señora de Bennet, cuyo disgusto por el comportamiento de él en general se había aumentado hasta tornarse particular resentimiento por haber menospreciado Darcy a una de sus hijas.
Isabel Bennet se había visto obligada por la escasez de caballeros a permanecer sentada durante dos números del baile, y parte de ese tiempo había estado tan cerca de Darcy que pudo escuchar la conversación entre éste y Bingley cuando el último llegó allí desde donde bailaba para invitar a su amigo a unirsele.
—Ven, Darcy —díjole—; he de hacerte bailar; me carga verte de ese modo estúpido. Obrarías mucho mejor bailando.
—¡Bien seguro que no lo haré! Tú sabes cuánto lo detesto, a no ser que conozca especialmente a mi pareja. En una reunión como ésta eso me sería insoportable. Tus hermanas están comprometidas y no hay en el salón ninguna otra mujer con la cual no me sirviera de castigo el estar.
—Por nada del mundo me aburriría yo como tú —exclamó Bingley—. A fe mía que nunca en mi vida he encontrado muchachas tan simpáticas como las de esta noche, y mira cómo hay varias extraordinariamente bonitas.
—Estás bailando con la única muchacha guapa del salón —repuso Darcy mirando a la mayor de las Bennet.
—¡Oh!, es la criatura más bella que he visto jamás. Pero ahí, justamente detrás de ti, está sentada una de sus hermanas, que es muy bonita, y aun me atrevo a añadir que muy agradable. Déjame suplicar a mi pareja que te presente.
—¿Qué quieres decir? —y volviéndose, contempló un momento a Isabel hasta que sorprendió su mirada; apartó entonces su vista y dijo fríamente: —Es pasadera; pero no lo suficientemente
Orgullo y prejuicio.—T. I.hermosa para tentarme; y por ahora no estoy de humor de conceder importancia a muchachas desairadas por los otros hombres. Mejor harás en volver a tu pareja y gozar de sus miradas, porque estás perdiendo el tiempo conmigo.
Bingley siguió el consejo, Darcy se marchó, e Isabel quedó con no muy cordiales sentimientos hacia éste. Sin embargo, entre sus amigas contó la historia con mucho ingenio, porque poseía dotes de viveza y gracia y se complacía en lo ridículo.
En conjunto, la velada transcurrió gratamente para toda la familia. La señora de Bennet había visto a su hija mayor muy admirada por la gente de Netherfield; Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas la habían distinguido. Juana estaba tan satisfecha por todo eso como pudiera estarlo su madre, pero con más tranquilidad; Isabel notó la satisfacción de Juana. María misma se había oído llamar por la señorita Bingley la muchacha más completa de la vecindad, y Catalina y Lydia habían sido suficientemente afortunadas para no estar nunca sin pareja, que era cuanto ellas habían aprendido a ambicionar en un baile. Por eso volvieron contentas a Longbourn, lugar donde vivían y en que eran los principales habitantes. Encontraron aún levantado al señor Bennet, quien, con un libro delante, no se cuidaba del tiempo, y en la ocasión presente sentía bastante curiosidad por conocer el resultado de una velada que había despertado tan óptimas esperanzas. Acaso creyera que la opinión de su esposa sobre el forastero fuera desagradable; mas pronto hubo de oír muy diferente relación.
—¡Oh querido Bennet! —dijo en cuanto entró en el cuarto—. Hemos pasado una velada agradabilísima; ha resultado un baile admirable. Quisiera que te hubieses hallado allí. Juana ha sido tan admirada que no se ha visto cosa igual. Todo el mundo ha confesado lo bien que parecía, y el señor Bingley la ha encontrado bellísima y ha bailado con ella dos veces! Piensa en eso, querido: ¡ya ha bailado con ella dos veces!, siendo la única del salón a quien ha pedido el segundo baile. El primero lo pidió a la señorita Lucas. ¡Estaba yo tan contrariada de verle a su lado!; mas no le gustó nada, y es natural que no le gustase, tú lo sabes; al paso que pareció por completo entusiasmado con Juana cuando ésta salió a bailar. Por eso se informó de quién era; le fué presentado, y la comprometió para el número próximo de baile. Después bailó el tercero con la señorita de Long, y el cuarto con María Lucas, y el quinto otra vez con Juana, y el sexto con Isabel...
—Si hubiera tenido alguna compasión de mí —exclamó impaciente el marido— no habría bailado ni la mitad. ¡Por Dios, no me hables más de sus parejas! ¿Por qué no se habrá lastimado en el primer baile?
—¡Oh querido mío —continuó la señora de Bennet—, estoy satisfechísima de él! Es sobremanera guapo, y sus hermanas son encantadoras. No he visto en mi vida nada más elegante que sus vestidos. Creo que el vestido de la señora de Hurst... Aquí fué interrumpida de nuevo; el señor Bennet protestó contra toda descripción de adornos. Vióse por ende obligada a tocar otra parte del tema y relató con gran amargura y algo de exageración la ofensiva rudeza de Darcy.
—Pero te aseguro —añadió— que no pierde ella mucho con no ser de su gusto, porque es persona muy desagradable, feo, y que de ningún modo puede gustar; tan altanero y vano, que no había allí quien le pudiera aguantar. Se paseaba de acá para allá creyéndose muy importante. ¡Que no es bastante guapa para bailar con él! Querría que hubieses estado allí, querido mío, para haberle dado una de tus lecciones. Le detesto por completo.
Cuando Juana e Isabel quedaron solas, la primera, que antes había sido cauta en su elogio de Bingley, expresó a su hermana cuánto le admiraba.
—Es exactamente lo que debe ser un joven —le dijo—: sencillo, vivo, de buen humor, y nunca vi tan finos modales, tanto desembarazo, tan exquisita educación.
—Es guapo —añadió Isabel—, lo cual también debe ser un joven, si es posible. Es por consiguiente completo.
—Me envanecí con que me sacase a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.
—¿No? Pues yo lo esperaba. Sino que hay gran diferencia entre nosotras. Los cumplidos te sorprenden siempre a ti, y a mí nunca. ¿Qué más natural que sacarte de nuevo? No podía él evitar el ver que eras cinco veces más guapa que todas las del salón. No le agradezcas esa galantería. Cierto que es muy agradable, y te permito que te guste. Te han gustado muchos tontos.
—¡Querida Isabel!
—¡Oh! Bien sabes que eres muy dada a que te gusten todos en general; nunca ves defectos en ninguno. A tus ojos, todo el mundo es bueno y agradable; no te he oído hablar mal de un ser humano en toda mi vida.
—Querría no ser dada a censurar a nadie; pero, créelo, siempre digo lo que pienso.
—Sé que lo haces, y eso es lo admirable: ¡poseer tan buen sentido y ser tan modestamente ciega para las locuras y la falta de sentido de los demás! La afectación de candor es bastante común; se halla por doquiera. Pero ser cándida sin ostentación ni propósito, fijarse en lo bueno de cada cual, y aun mejorarlo, y no decir nada de lo malo, es cosa que te pertenece a ti sola. Y ¿te gustan también las hermanas de ese muchacho? Sus modales no son como los de él.
—Cierto que no, al principio. Pero son mujeres muy complacientes cuando él conversa con ellas. La soltera va a vivir con su hermano y cuidar su casa, y me engañaré mucho si no hallamos en ella una encantadora vecina.
—Isabel escuchó en silencio, pero no se convenció; la conducta de aquéllas en la reunión no había sido a propósito para agradar en general; y con más viveza de observación y menor flexibilidad de temperamento que su hermana, así como con juicio sobradamente libre de atenciones a sí misma, se encontraba poco dispuesta a la aprobación. Eran, en efecto, señoras muy finas; no les faltaba buen humor cuando eran complacidas, ni dejaban de resultar agradables cuando lo anhelaban; pero parecían orgullosas y vanas. Eran más bien bellas que otra cosa; habían sido educadas en uno de los mejores colegios particulares de la capital, poseían una fortuna de veinte mil libras, tenían la costumbre de gastar más de lo debido y de juntarse con gentes de alto rango, siendo inclinadas por lo tanto a pensar bien en todo de sí mismas y medianamente de las demás. Pertenecían a una respetable familia del norte de Inglaterra, circunstancia más impresa en su memoria que el hecho de que su propia fortuna y la de su hermano habían sido ganadas en el comercio.
Bingley había heredado unas cien mil libras de su padre, el cual habia proyectado ya comprar un estado; mas no vivió lo suficiento para poder hacerlo. El hijo proyectaba lo mismo, y más de una vez eligió el condado; pero como ahora se vería con buena casa y con la libertad de un propietario, era dudoso a muchos de los que conocían lo acomodaticio de su carácter que no pasase el resto de sus días en Netherfield, dejando lo de la compra para la venidera generación. Sus hermanas ansiaban mucho que poseyese un estado; pero, aun hallándose en la ocasión presente establecido sólo como arrendatario, la señorita de Bingley no dejaba de gustar de presidir su mesa, ni la señora de Hurst, que se había casado con un hombre de más elegancia que medios, se veía por aquello menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese. No hacía sino dos años que Bingley era mayor de edad cuando, por una casual recomendación, se decidió a conocer la posesión en Netherfield. La vió por fuera y por dentro durante media hora, le agradó la situación y las principales piezas de la casa, se dió por satisfecho con lo que el propietario la ponderó, y la alquiló inmediatamente.
Entre él y Darcy reinaba firme amistad, a pesar de la oposición de los caracteres. Bingley era aficionado a Darcy por la facilidad, franqueza y ductilidad de su propio temperamento, aunque ningún otro natural pudiera contrastar más con el suyo y a pesar de no parecer nunca descontento del que él mismo poseía. Bingley hallaba el más fuerte sostén en la firmeza de las opiniones de Darcy y tenía de su juicio la mejor opinión. En entendi miento Darcy era superior. No le faltaba, de ningún modo, a Bingley; pero Darcy era más hábil. Era a la par altanero, reservado y desdeñoso, y, aun estando bien educado, sus modales no resultaban atractivos. En ese particular su amigo le aventajaba notablemente. Bingley tenía asegurado el agradar allí donde se presentase; Darcy ofendía de continuo.
La manera como hablaron de la reunión de Meryton fué suficientemente característica. Bingley jamás se había hallado con gente más agradable ni con muchachas más bonitas; todo el mundo había estado atento y afable con él; allí no había habido etiqueta ni tiesura; y en cuanto a la mayor de las Bennet, no podía concebirse ángel más bello. Darcy, por el contrario, había visto una colección de personas donde aparecía escasa belleza y ninguna elegancia, por ninguna de las cuales sintiera el menor interés, así como de ninguna recibiera atenciones ni satisfacción. Reconocía que la mayor de las Bennet era bonita; pero notaba que se sonreía demasiado.
La señora de Hurst y su hermana concedían que así era; pero admiraban a dicha señorita y les gustaba, declarándo la muchacha dulce y de quien no rechazarían mayor intimidad. Así, pues, Juana quedó tenida por muchacha dulce, y Bingley, autorizado con semejante recomendación para pensar en ella a sus anchas.
A poca distancia de Longbourn habitaba una familia con la cual las Bennet tenían especial intimidad. Sir Guillermo Lucas había pertenecido primero al comercio de Meryton, y quedó elevado al rango de caballero por cierta alocución que ejerciendo el cargo de corregidor dirigió al rey. Acaso esa distinción le impresionó demasiado. Disgustáronle los negocios y la residencia en una ciudad mercantil, y, abandonando ambas cosas, se retiró a una casa situada a una milla próximamente de Meryton, llamada desde entonces Quinta Lucas, donde podía pensar a su placer en su propia importancia y, libre de los negocios, dedicarse sólo a ser sociable con todo el mundo. Porque, aunque engreído con su rango, no se tornó altivo; al contrario, era la atención misma con todos; además de su natural inofensivo, amigable y atento, su presentación en la corte le había hecho cortés.
Lady Lucas era mujer de buena casta, aunque no sobrado lista para ser vecina útil a la señora de Bennet; tenían varias hijas. La hija mayor, muchacha sensible e inteligente, de unos veintisiete años, era la amiga predilecta de Isabel.
Que las señoritas de Lucas y las de Bennet tuvieran que reunirse para hablar del pasado baile era cosa en absoluto necesaria; y así, la mañana siguiente a la reunión vinieron las primeras a Longbourn para oír y hablar.
—Tú principiaste bien la velada, Carlota —dijo la señora de Bennet con estudiada cortesía a la mayor de las Lucas—: fuiste la primera elección del señor Bingley.
—Sí; pero pareció que le gustaba más la segunda.
—¡Oh! Supongo que te refieres a Juana y porque bailó con ella dos veces. Cierto que parecía que le agradaba, así lo creo, y hasta oí algo de eso, aunque no lo recuerdo bien; algo referente al señor Robinsón.
—Acaso lo que entreoí yo al señor Robinsón y a él; ¿no se lo dije a usted? Al preguntar el primero al segundo cómo encontraba nuestra reunión de Meryton, si creía que había en el salón muchas hermosuras, y quién le parecía más bonita, contestó al punto a lo último: «¡Oh! La mayor de las Bennet, sin duda ninguna; no se puede discutir eso.»
—¡Caramba!
—Bien; pues eso está resuelto; parece que...; pero, no obstante, habrá de quedar en nada; ya lo sabes.
—Lo que yo entreoí al señor Darcy no es tan digno de escucharse como lo de su amigo —añadió Carlota—. Pobre Isabel; ¿fué aquello siquiera tolerable?
—Te suplico que no pienses que a Isabel la molestó aquello, pues es hombre tan desagradable que sería desgracia gustarle. La señora de Long me dijo la noche pasada que había estado sentado a su lado durante media hora sin despegar los labios.
—¿Estás segura, mamá? ¿No hay en eso una pequeña equivocación? —dijo Juana—. Yo vi al señor Darcy hablando con ella.
—¡Ah! Porque al final ella le preguntó si le gustaba Netherfield, y no pudo evitar el responderle; pero la misma señora dijo que parecía molestarse él cuando se le hablaba.
—La señorita de Bingley nos contó —añadió Juana— que nunca habla él mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es sumamente agradable.
—No lo creo, querida. Si tan agradable fuera habría hablado con la señora de Long. Mas yo me figuro cómo fué la cosa; todos saben que está repleto de orgullo, y supongo que habría oído que la señora de Long no alquila coche de cochera y había ido al baile en un simón.
—Paso por alto que no hablara con la señora de Long —dijo la señorita Lucas—; pero querría que hubiese bailado con Isabel.
—Yo que tú —dijo a ésta su madre—, no bailaría con él en ninguna otra ocasión.
—Creo, María, poder asegurar que tú nunca bailarás con él.
—Su orgullo —añadió la de Lucas—no me ofende como tal orgullo, porque tiene una excusa. No hay que maravillarse de que un muchacho tan fino, con familia, fortuna y todo a su favor, piense altamente de sí mismo. Si puedo expresarme así, diré que tiene derecho a ser orgulloso.
—Es verdad —repuso Isabel—, y con facilidad perdonaría su orgullo si no hubiera mortificado el mío.
—El orgullo —observó María, que se jactaba de lo sólido de sus reflexiones— es un defecto muy común. Mis lecturas me han convencido de ello, de que la naturaleza humana es por extremo propensa a él, y de que hay muy pocos que no abriguen sentimientos de propia complacencia con motivo de tal o cual cualidad real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas diversas, aunque a menudo se tomen como sinónimas ambas palabras. Una persona puede ser orgullosa sin ser vana. El orgullo se refiere más a nuestra opinión sobre nosotros mismos; la vanidad, a lo que los demás hayan de pensar sobre nosotros.
—Si yo fuera tan rico como el señor Darcy —exclamó uno de los Lucas, que había venido con sus hermanas— no me cuidaría de si era o no orgulloso. Cada día compraría una trailla de perros zorreros y me bebería una botella de vino.
—En ese caso beberías más de lo debido —dijo la señora de Bennet—, y si yo te viera, en derechura te quitaría la botella.
El muchacho protestó, asegurando que no ocurriría eso; mas ella continuó diciendo que sí lo haría, y el tema terminó sólo con la visita.
Las damas de Longbourn visitaron pronto a las de Netherfield, y la visita fué devuelta en debida forma. El grato porte de Juana aumentó la benevolencia hacia ella de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley; y aunque ambas encontraban abominable a la madre, y en cuanto a las hermanas menores juzgaban que no valía la pena hablar con ellas, expresaron a las dos mayores su deseo de intimar. Juana recibió semejante atención con el mayor agrado; pero Isabel veía altivez en el trato de ellas con todo el mundo, con la sola excepción de su hermana, y no le podían gustar, aun teniendo valor para ella la atención que mostraban a Juana, atención debida probablemente a la influencia del hermano. Era evidente a todos que éste admiraba a Juana, y para Isabel era también patente que su hermana iba creciendo en la preferencia que desde el principio había comenzado a mostrar por él, estando en camino de enamorarse de veras; pero consideraba a la vez con placer que eso escaparía a las gentes en general por el hecho de unir Juana a la fuerza de sus sentimientos una moderación de temple y una constante jovialidad de carácter que la habían de librar de las sospechas de los importunos. Así se lo comunicó a su amiga la de Lucas.
—Acaso sea grato —replicó Carlota— poderse imponer al público en un caso así; mas a veces es desventaja llevar eso tan oculto. Si una mujer disimula su afecto con igual habilidad ante el objeto que lo provoca, puede perder la oportunidad de hacer decidirse a éste; y entonces será mezquino consuelo suponer al mundo en igual ignorancia. Hay tanto de gratitud o de vanidad en casi todas las afecciones, que no es cauto abandonarlas a sí mismas. Principiamos con la mayor libertad; una pequeña preferencia es lo más natural; pero hay pocas de nosotras que posean suficiente corazón para enamorarse de veras sin estímulo. En nueve casos de diez, la mujer muestra más bien mayor afecto del que siente. A Bingley le gusta sin duda tu hermana; pero puede no pasar de ahí si ella no le ayuda.
—Es que ella le ayuda cuanto su modo de ser le permite. Si yo soy capaz de notar sus miradas hacia él, tendrá él que ser un simple para no descubrirlas.
—Recuerda, Isabel, que él no conoce el natural de Juana como tú.
—Pero si una mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él lo habrá de descubrir.
—Acaso, si la ve suficientemente a menudo. Mas, aunque Bingley y Juana se vean bastante, no pasan juntos muchas horas, y viéndose sólo en reuniones muy numerosas es imposible que empleen todo el tiempo en hablar entre sí. Por eso Juana debería extremarse siempre que pudiera para llamarle la atención. Cuando esté segura de él, entonces será ocasión de enamorarse tanto como quiera.
—Tu plan es bueno —replicó Isabel— cuando sólo se pretende quedar bien casada; y si yo estuviera determinada a buscar un marido rico, o un marido por lo menos, estoy por decir que lo adoptaría. Pero no son ésos los sentimientos de Juana; no obra por cálculo. No puede estar segura todavía del grado de su propio interés por él ni de su conveniencia. Lo ha tratado sólo durante quince días. Ha hablado con él en Meryton; lo vió una mañana en su casa, y desde entonces han comido juntos cuatro veces. Eso no es bastante para hacerle conocer su carácter.
—No es la cosa como tú la imaginas. Si hubiera simplemente comido con él, sólo habría descubierto si tiene o no buen apetito; pero debes recordar que han pasado juntos cuatro veladas, y cuatro veladas suponen algo.
—Sí; esas cuatro veladas les habrán podido hacer conocer que ambos gustan más de una danza que de otra; pero su carácter dominante no creo que se haya revelado mucho.
—Bien, pues —contestó Carlota—. Deseo el mejor éxito a Juana con todo mi corazón; y si mañana se casara con él, pensaría que era más dichosa que si estuviera estudiando su carácter durante un año entero. La felicidad del matrimonio es cuestión de suerte. Que las cualidades de cada cual sean recíprocamente bien conocidas o resulten muy semejantes es cosa que en último término no la aumenta. Siguen dichas cualidades desarrollándose después con suficientes diferencias para poseer su tinte molesto; y mejor es conocer lo menos posible los defectos de la persona con quien se ha de pasar toda la vida.
—Me haces reír, Carlota; pero no tienes razón; tú sabes que no la tienes, y que nunca obrarías de ese modo.
Ocupada en observar las atenciones de Bingley hacia su hermana, Isabel estaba lejos de sospechar que ella misma había llegado a ser objeto de cierto interés a los ojos del amigo de aquél. Darcy, al principio, apenas le había concedido el ser bonita; la había visto en el baile, sin admirarla, y cuando se encontraron de nuevo la miró sólo con el fin de criticarla. Mas no bien se percató, y lo comunicó a sus amigos, de que poseía buenas facciones, comenzó a tenerla por inteligente como pocas por la hermosa expresión de sus ojos negros. A tales descubrimien tos siguieron otros análogos. Por más que con ojos de crítico percibía más de un defecto de perfecta simetría en su figura, se vió obligado a reconocer que ésta era esbelta y agradable; y a pesar de sus aseveraciones de que sus modales no eran los del mundo elegante, quedó prendado de su sencillo aire jugue tón. De todo eso era ella por completo desconocedora. A sus ojos, él era sólo el hombre que no se hacía simpático en ningún sitio y que no la había juzgado bastante bella para bailar con él.
Comenzó Darcy a desear conocerla mejor, y como preparación para conversar con ella se fijaba en su conversación con los demás. Ese proceder no escapó a Isabel. Estaban una vez en casa de sir Guillermo Lucas, donde había mucha concurrencia.
—¿Para qué querría el señor Darcy —dijo a Carlota— escuchar, como ha escuchado, mi conversación con el coronel Forster?
—Eso es cosa a que sólo él puede contestar.
—Es que si lo hace otra vez le haré comprender que sé que lo hace. Tiene una mirada muy burlona, y si no principio por ser yo misma impertinente, pronto me causará temor.
Al aproximarse él después, aunque no revelando intención de hablar, la de Lucas provocó a su amiga a tratar de ese asunto con él; y en cuanto Isabel se vió así provocada, volvióse a Darcy y le dijo:
—No cree usted, señor Darcy, que me expresé sobremanera bien hace un momento al insistir con el coronel Forster en que diese un baile en Meryton?
—Sí; con gran energía; pero ése es un tema que siempre da energías a las damas.
—Es usted muy severo con nosotras.
—Pronto te va a tocar el verte molestada —dijo la de Lucas—. Voy a abrir el piano, y ya sabes lo que eso quiere decir.
—¡Eres extraña criatura para amiga!; ¡siempre necesitándome para tocar y cantar ante todos! Si a mi vanidad le hubiera dado por la música no habrías tenido precio; mas ya que es así, cree que preferiría no sentarme ante quienes tienen costumbre de escuchar mejores ejecutantes.
Y al insistir la de Lucas, ella añadió:
—Bien; si es preciso, sea. —Y mirando con gravedad a Darcy añadió: —Hay un discreto dicho antiguo que aquí a todos es familiar: Toma aliento para enfriar tu sopas, y yo voy a tomarlo para hinchar mi canción.
La ejecución fué aceptable, aunque de ningún modo extraordinaria; tras una o dos canciones, y antes de poder contestar a los ruegos de algunos para que cantase más, fué reemplazada en el instrumento por su hermana María, quien, habiendo trabajado mucho para procurarse conocimientos y perfección, estaba siempre ansiosa de ostentarlos.
María no tenía ni genio ni gusto, y aunque la vanidad le había prestado aplicación, la había dotado también de cierto aire pedante y de modales afectados, capaces de obscurecer mayores excelencias de
Orgullo y prejuicio.—T. I.las que alcanzaba. Isabel, fácil y sin afectación, había sido escuchada con mayor agrado, aun no tocando ni la mitad de bien; y María, al fin de un largo concierto, se tuvo por feliz con escuchar elogios por los aires escoceses e irlandeses tocados a ruegos de sus hermanas menores, quienes, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, se habían reunido ansiosamente para bailar en un extremo del salón.
Darcy permaneció cerca de ellos en silencio, indignado con semejante manera de pasar la velada, prescindiendo de toda conversación; y se hallaba demasiado embebido en sus propios pensamientos para notar que sir Guillermo Lucas era su vecino, hasta que este señor comenzó a decirle así:
—¡Qué encantadora diversión para los jóvenes, señor Darcy! Después de todo, no hay nada como bailar. Tengo el baile por uno de los primeros refinamientos de las sociedades cultas.
—Cierto, señor; y posee también la ventaja de estar en boga entre las menos cultas del mundo. Todos los salvajes saben bailar.
Sir Guillermo se limitó a sonreír.
—Su amigo de usted lo hace deliciosamente —siguió diciendo tras una pausa, al ver a Bingley en el grupo—, y no dudo de que usted mismo, señor Darcy, será aficionado a ese ejercicio.
—Me parece que me vió usted bailar en Meryton.
—Cierto, y me satisfizo no poco el verle. ¿Baila usted a menudo en St. James?
—No, señor; nunca.
—¿No cree usted que sería un acto muy oportuno en ese sitio?
—Es uno que no ejecuto en ninguna parte si lo puedo evitar.
—¿Supongo que tiene usted casa en la capital?
Darcy lo afirmó con una inclinación de cabeza.
—Algunas veces he pensado en establecerme en la capital, porque me gusta la sociedad distinguida; pero no estaba seguro de que Londres pudiese agradar a lady Lucas.
Detúvose esperando contestación; mas su interlocutor no se hallaba dispuesto a darla, y al dirigirse en aquel momento Isabel a ellos se le ocurrió una galantería y, llamándola, dijo:
—Querida Isabel, ¿por qué no bailas? Señor Darcy, permítame usted que le presente a esta señorita como una pareja muy apetecible. Estoy seguro de que no podrá usted rehusar el bailar teniendo cerca semejante hermosura.
Y tomando la mano de ella, íbasela a dar a Darcy, quien, aunque en extremo sorprendido, no la rechazaba, cuando Isabel se volvió de pronto y dijo, algo descompuesta, al propio sir Guillermo:
—La verdad, señor, es que no tenía la menor intención de bailar. Suplico a usted que no se figure que he venido aquí para pescar pareja.
Darcy, con grave cortesía, rogó que le hiciera el honor de su mano; pero fué inútil. Isabel estaba resuelta, y ni sir Guillermo con sus intentos para persuadirla le hizo vacilar en su propósito.
—Sobresales tanto en el baile, Isabel, que es crueldad negarme la dicha de verte bailando, y aunque este caballero no guste de esa diversión en general, estoy seguro de que no se opondrá a complacernos durante media hora.
—El señor Darcy es la misma cortesía —dijo Isabel riéndose.
—Lo es en efecto; pero habida consideración al estímulo, querida Isabel, no hemos de admirar su complacencia, porque ¿qué se puede reprochar a una pareja así?
Isabel miró con gracia y se marchó. Su resistencia no la había indispuesto con el caballero en cuestión, y hallábase éste pensando en ella con cierta complacencia, cuando fué abordado por la señorita de Bingley:
—¿A que adivino lo que piensa usted?
—No lo creo.
—Está usted pensando en cuán insoportable sería pasar todas las veladas de este modo, entre semejante sociedad, y soy en absoluto de su opinión. ¡Jamás he estado más aburrida! ¡Qué insípidas son estas gentes, y, a pesar de ello, qué ruido meten!; ¡qué insignificantes son, y, con todo, qué tono se dan! ¡Qué daría por oír sus juicios de usted acerca de ellos!
—Está usted por completo equivocada, se lo aseguro a usted. Mi mente estaba ocupada de modo más grato. Pensaba en el placer que procuran dos hermosos ojos en el rostro de una mujer bonita.
La señorita Bingley le miró con atención, manifestándole su deseo de que le dijese qué dama había logrado inspirarle semejantes reflexiones.
—La señorita Isabel Bennet.
—¡La señorita Isabel Bennet! —repitió la de Bingley—. Estoy asombrada en absoluto. ¿Desde cuándo ha empezado a ser su favorita de usted?; y dígame, ¿puedo felicitarle?
—Esa es precisamente la pregunta que yo esperaba de usted. La imaginación de la mujer es muy viva; salta de la admiración al amor, del amor al matrimonio, todo en un momento. He conocido que usted deseaba darme la enhorabuena.
—Si lo toma usted en serio daré el asunto por completamente resuelto. Tendrá usted una suegra encantadora de veras, y, por de contado, estará siempre en Pemberley con usted.
El la escuchó con absoluta indiferencia mientras ella trató de divertirse así, y cuando la tranquilidad de él convenció a ella de que todo estaba a salvo, prodigó su ingenio tratando del tema durante largo tiempo.
Casi toda la fortuna del señor Bennet consistía en un estado de dos mil libras anuales, que, desgraciadamente para sus hijas, estaba vinculado, a falta de herederos varones, a favor de un pariente lejano; y la de su madre, aunque considerable para su clase, con dificultad podía suplir la falta de la de aquél; su padre había sido procurador en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.
Tenía ella una hermana casada con el señor Philips —el cual, habiendo sido dependiente del padre, le había sucedido en el cargo—, y un hermano, avecindado en Londres, a respetable altura en el comercio.
El lugar de Longbourn distaba sólo una milla de Meryton, distancia conveniente para las muchachas, las cuales iban de ordinario al último punto tres o cuatro veces a la semana a cumplimentar a su tía y a casa de una modista que estaba justamente en el camino. Catalina y Lydia, las dos más jóvenes de la familia. eran en especial dadas a esas ocupaciones; sus espíritus estaban más ociosos que los de sus hermanas, y cuando no se les deparaba nada mejor, se imponía para las mismas un paseo a Meryton a fin de entretener las horas de la mañana y procurarse conversación para la tarde, y aunque el campo era en general escaso en noticias, siempre hallaban manera de saber alguna por su tía. En la actualidad ambas estaban con buena provisión de noticias y de dicha por la llegada de un regimiento de la milicia a la vecindad, el cual iba a permanecer por allí todo el invierno, siendo Meryton el cuartel general.
Las visitas a la señora de Philips eran, pues, ahora de lo más interesantes. Todos los días aumentaban sus conocimientos de los nombres y parentela de los oficiales; no fueron mucho tiempo desconocidas de ellos sus viviendas, y al fin comenzaron a conocerlos a ellos mismos. El señor Philips los invitó a todos, y eso procuró a sus sobrinas una suerte de felicidad que antes no conocían. No podían hablar sino de oficiales, y la pingüe fortuna del señor Bingley no valía a sus ojos nada en comparación con los uniformes de un abanderado.
Una mañana, tras de escuchar sus entusiasmos acerca de esto, observó fríamente el señor Bennet:
—De cuanto puedo colegir de vuestro modo de hablar, debéis ser ambas las más necias muchachas de la comarca. Hace tiempo que lo sospechaba; pero ahora me convenzo de que es así.
Catalina quedó desconcertada con eso y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, continuó expresando su admiración por el capitán Carter y su esperanza de verle aquel día, ya que se iba la mañana siguiente a Londres.
—Me asombra, querido —dijo la señora de Bennet—, que estés tan predispuesto a hablar de la necedad de tus propias hijas. Si yo hubiera de despreciar las de alguien, no serían éstas las mías.
—Si mis hijas son necias, habré de conocerlo siempre.
—Sí; pero el caso es que todas son muy listas.
—Me lisonjeo de que éste es el único punto en que no estamos de acuerdo. Creo que nuestros sentimientos coinciden en todo; pero tengo que separarme de ti en pensar que nuestras dos hijas menores están por completo locas.
—Querido Bennet, no has de pretender que unas muchachas así tengan el seso que su padre y su madre. Supongo que cuando lleguen a nuestra edad no hablarán de oficiales más que nosotros ahora. Yo me acuerdo de los tiempos en que me gustaba mucho un traje rojo, y en verdad que aun me gusta para mis adentros; y si un coronel joven con cinco o seis mil libras anuales pretendiese a una de mis hijas, no se la sabría negar; y tengo para mí que el coronel Forster resultaba muy bien con su uniforme en casa de sir Guillermo.
—Mamá —exclamó Lydia—, mi tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter no van a casa de la señorita de Watson tan a menudo como la primera vez que vinieron; ahora los ve con frecuencia en la librería de Clarke.
La señora de Bennet no pudo contestar, por la llegada de un lacayo con una carta para Juana; venía de Netherfield, y el criado aguardaba contestación. Los ojos de la señora de Bennet brillaron de alegría y estuvo silenciosa mientras su hija leyó.
—Bien, Juana, ¿de quién es?, ¿qué dice? Vamos Juana, apresúrate, dínoslo; date prisa, amor mío.
—Es de la señorita de Bingley— dijo Juana; y la leyó en voz alta:
«Mi querida amiga: Si no es usted tan compasiva que venga a comer hoy con Luisa y conmigo, estamos expuestas las dos a odiarnos recíprocamente por todo el resto de nuestra vida, pues un día entero de tête-à-tête entre dos mujeres no puede acabar sino en disputa. Venga usted lo antes que pueda tras de recibir ésta. Mi hermano y los demás señores están a comer con los oficiales.
De usted afectísima,
—¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—; me admira que mi tía no nos haya hablado de eso.
—Comer fuera —dijo el señor Bennet— es una desgracia.
—¿Puedo disponer del coche? —preguntó Juana.
—No, querida mía, y harás mejor en ir a caballo, pues parece que va a llover, caso en el cual tendrás que quedarte allí toda la noche.
—Sería vergonzoso —exclamó Isabel— que no se brindasen a enviarla a casa.
—¡Oh!, pero los caballeros tendrán ocupado el coche del señor Bingley para ir a Meryton, y los Hurst no tienen caballos.
—Mejor iría en el coche.
—Sí, querida; pero estoy segura de que tu padre no puede ceder los caballos. Se necesitarán en la granja, ¿no es así, Bennet?
—Se necesitan allí más veces de las que los puedo enviar.
—Pero aunque los hayas enviado hoy —dijo Isabel—, puedes contestar a mi madre.
Por fin arrancó a su padre la confesión de que los caballos del coche estaban ocupados; Juana se vió obligada por eso a ir montada, y su madre la despidió a la puerta con muy cariñosos pronósticos de mal tiempo. Sus temores se confirmaron; no se había alejado mucho Juana cuando ya llovía recio. Sus hermanas estaban inquietas por ella; pero su madre se hallaba satisfecha. La lluvia continuó toda la tarde sin cesar; era, pues, seguro que Juana no podría volver.
—¡Ha sido feliz idea la mía! —exclamó la señora de Bennet más de una vez, como si fuese cosa suya el que lloviese. Pero hasta la mañana siguiente no supo toda la suerte de su treta. Apenas habían acabado de almorzar cuando un criado trajo de Netherfield la siguiente carta para Isabel:
«Mi querida Isabel: Me encuentro hoy muy mediana, lo que supongo poder atribuir a haber llegado ayer mojada. Mis amables amigas no quieren que regrese a casa hasta que esté mejor. También insisten en que me vea el señor Jones; así, que no os alarméis si sabéis que ha estado a visitarme, pues, excepto notar la garganta resentida y dolor de cabeza, no tengo nada.—Tu...», etc.
—Bien, querida —dijo el señor Bennet cuando Isabel hubo leído la carta en voz alta—; si tu hija cayera enferma, si se muriera, sería un consuelo saber que todo ha sido por perseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
¡Oh!, no temo que se muera. No se muere la gente de enfriamientos insignificantes. Buen cuidado tendrá de no morirse. Mientras esté allí, bien irá la cosa. Yo iría a verla si tuviera el coche.
Isabel, que realmente estaba inquieta, se determinó a ir allí aun sin tener coche, y como no montaba a caballo, su único recurso era ir a pie. Declaró su resolución.
—¿Cómo puedes ser tan necia —exclamó su madre que pienses en eso con semejante barro? No se te podrá mirar cuando llegues allá.
—Estaré muy bien para ver a Juana, que es cuanto necesito.
—¿Es eso, Isabel, una insinuación para que envíe por los caballos?
—No, por cierto. No pretendo ahorrarme el paseo. La distancia no es nada teniendo interés: sólo tres millas. Estaré de regreso para comer.
Admiro lo activa que es tu benevolencia —observó María—; mas todo impulso del sentimiento ha de ser dirigido por la razón; y en opinión mía, el esfuerzo debe ser proporcionado a lo que se pretende.
—Iremos hasta Meryton contigo —dijeron Catalina y Lydia. Isabel aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.
—Sí, vamos aprisa —dijo Lydia mientras caminaban—; acaso veamos algún momento al capitán Carter antes de que se marche.
En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales, e Isabel continuó sola su paseo, atravesando tranquila campo tras campo y saltando sobre vallas y lodazales con impaciente viveza hasta encontrarse a la postre a vista de la casa, fatigada, con las medias mojadas y el rostro encendido por el ejercicio.
Presentőse en el cuarto de almorzar, donde estaban todas menos Juana y donde su aparición sorprendió grandemente. Que hubiera caminado tres millas tan temprano, con tiempo tan húmedo y sola era casi increíble para la señora de Hurst y la señorita de Bingley, e Isabel notó que la menospreciaban por ello. Fué no obstante recibida por todas con mucha cortesía, y en los modales de Bingley percibió algo más que galantería; había buen humor y amabilidad. Darcy habló poco, y el señor Hurst, nada en absoluto. El primero fluctuaba entre admirar la brillantez que el ejercicio había comunicado al tinte de Isabel y dudar de si el motivo justificaba que viniese sola desde tan lejos. El último sólo pensaba en su almuerzo.
Sus preguntas acerca de su hermana no fueron contestadas muy favorablemente. Juana había dormido mal, y aunque levantada, tenía bastante fiebre y no se encontraba suficientemente bien para salir de su habitación. Isabel se alegro de que se la condujese al punto a su lado, y Juana, que sólo se había contenido por miedo de alarmar o de pecar de inconveniente expresando en su esquela lo que anhelaba esa visita, alegróse también de su entrada. No estaba, con todo, para mucha conversación, y cuando la señorita de Bingley las dejó solas dijo pocas cosas, excepto expresiones de gratitud por la extraordinaria amabilidad con que se la trataba. Isabel la asistió en silencio.
Cuando acabó el almuerzo se las unieron las hermanas, y a Isabel misma comenzaron a gustarle al ver el mucho afecto y la solicitud que mostraban por Juana. El médico vino, y tras de examinar a la paciente, dijo, como puede suponerse, que había pescado un fuerte enfriamiento y que debían esforzarse en curarlo; le prescribió que volviese a la cama y algunas pociones. Lo prescrito se cumplió inmediatamente, pues los síntomas de fiebre aumentaban y la cabeza le dolía mucho. Isabel no abandonó la estancia ni por un momento, ni las otras señoras estuvieron ausentes mucho rato; los caballeros salieron de casa, pues, en efecto, nada tenían que hacer en ningún sitio.
Cuando sonaron las tres, Isabel comprendió que debía marcharse, y, muy contra su deseo, lo manifestó así. La señorita de Bingley le ofreció el coche, y sólo aguardaba aquélla ver algo de insistencia para aceptarlo, cuando Juana exteriorizó tal pesar en separarse de ella, que la señorita de Bingley se vió obligada a trocar su ofrecimiento de coche por una invitación a quedarse en Netherfield por el momento. Isabel aceptó muy agradecida, y se despachó un criado a Longbourn para notificar a la familia la situación y traer alguna provisión de ropas.
A las cinco, las dos señoras de la casa se fueron a vestir, y a las cinco y media fué llamada Isabel para comer. A las corteses preguntas que le dirigieron, en las cuales tuvo la satisfacción de entrever la extrema solicitud de Bingley, no pudo responder favorablemente: Juana no estaba mejor de ningún modo. Al oír esto las hermanas, repitieron tres o cuatro veces lo mucho que las apenaba, cuán tremendo era tener un mal resfriado y cuán excesivamente las molestaba el verse enfermas, tras de lo cual ya no pensaron en eso; y así, su indiferencia para con Juana cuando no la tenían delante reavivó en Isabel su primitivo desagrado por ellas.
El hermano era en verdad el único a quien podía mirar con complacencia. Su interés por Juana era patente, y sus atenciones para con ella misma le eran muy gratas, pues le impedían considerarse como intrusa, como creíase tenida por los demás. Escasa fué la conversación que recibió fuera de la de Bingley. La hermana soltera de éste estaba dedicada a Darcy; la otra, poco menos, y en cuanto al señor Hurst, junto al cual estaba sentada Isabel, era hombre indolente, que sólo vivía para comer, beber y jugar a las cartas, y que cuando supo que ella prefería un plato sencillo a un ragout, ya no tuvo nada que decirle.
Al acabarse la comida volvió Isabel en derechura a donde Juana estaba, y la soltera de las Bingley comenzó a criticarla en cuanto salió de la estancia. De sus modales dijo que eran muy malos, mezcla de orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni gusto, ni hermosura. La señora de Hurst pensaba lo propio, y añadió:
—No tiene, en suma, nada recomendable, sino ser excelente danzarina. No olvidaré jamás su aparición esta mañana. Realmente parecía medio salvaje.
—Muy cierto que lo parecía, Luisa. Apenas pude contenerme. ¡Qué necedad, después de todo, el venir aquí! ¿A qué correr por el campo porque su hermana tuviese un resfriado? ¡Traía el cabello tan desordenado, tan revuelto!
—Sí; ¿y la enagua? Supongo que verías su enagua, con seis pulgadas de barro; y el vestido, que debía cubrirla, sin desempeñar su oficio.
—Usted se fijó, señor Darcy —dijo la señorita de Bingley—, y supongo que no desearía usted ver que su hermana daba un espectáculo por el estilo.
—Cierto que no.
—Andar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean, pisando barro y sola, ¡completamente sola! ¿En qué estaría pensando? Me parece que eso revela una detestable especie de independencia y gran indiferencia por el decoro, propia de gente baja.
—Con ello mostraba afecto hacia su hermana, que es cosa muy hermosa —dijo Bingley.
—Temo, señor Darcy —observó la señorita de Bingley a media voz—, que esta aventura haya disminuído la admiración de usted por sus bellos ojos.
—De ningún modo —replicó él—; estaban abrillantados por el ejercicio.
Siguió a esta frase una corta pausa, y la señora de Hurst comenzó de nuevo:
—Siento gran interés por Juana, que es en realidad una muchacha dulce, y desearía de todo mi corazón que se colocase bien. Pero con semejante padre y semejante madre y parientes de tan baja esfera, temo que no sea fácil.
—Creo haber oído a usted que su tío es procurador en Meryton.
—Sí, y tiene otro que vive cerca de Cheapside.
—¡Magnífico!—exclamó su hermana, y ambas se rieron a rienda suelta.
—Aunque tengan suficientes tíos para llenar Cheapside—exclamó Bingley—, eso no las hará menos agradables.
—Pero les disminuirá las probabilidades de casarse con hombres de alguna consideración en el mundo—replicó Darcy.
A eso no contestó Bingley; pero sus hermanas asintieron de corazón y se regocijaron por algún tiempo a expensas de las vulgares relaciones de su querida amiga.
Sin embargo, abandonando el comedor, comparecieron con renovada ternura en el cuarto de la enferma, sentándose allí hasta que fueron llamadas para el café. Juana estaba muy indispuesta, e Isabel no quiso de ningún modo abandonarla hasta muy avanzada la velada, cuando tuvo el consuelo de verla dormida y cuando, más bien que grato, le pareció obligado el bajar. Al entrar en el salón halló a todos jugando a los naipes y la invitaron a unirse a ellos; mas, sospechando que jugarían fuerte, rehusó, y tomando por excusa a su hermana, dijo que se entretendría sola con un libro el poco tiempo que pudiera estar abajo. El señor Hurst la miró con asombro:
—¿Prefiere usted la lectura a los naipes?—díjole—; es bien singular.
—La señorita Isabel Bennet—dijo la de Bingley—desprecia las cartas. Es gran lectora, y no encuentra placer en otra cosa.
—No merezco ni esa alabanza ni aquella censura exclamó Isabel—; no soy gran lectora, y encuentro placer en otras muchas cosas.
—Estoy seguro de que lo halla usted en cuidar a su hermana—dijo Bingley—, y espero que ese placer se aumentará al verla por completo bien.
Isabel agradeció esto muy de veras, y se dirigió a una mesa donde había libros. Aquél al punto se ofreció para ir a buscar otros, cuantos diese de sí su biblioteca.
—Y aun desearía que mi colección fuera mayor, en beneficio de usted y crédito propio; pero soy un perezoso, y aunque no tengo muchos, tengo más de los que he leído.
Isabel le aseguró que podía pasarse muy bien con los del salón.
—Me admira—dijo la señorita de Bingley—que mi padre dejara tan escaso número de libros. ¡Qué deliciosa biblioteca posee usted en Pemberley, señor Darcy!
—Debe de ser buena—repuso éste—; ha sido obra de muchas generaciones.
—Y además usted la ha aumentado mucho; siempre está usted comprando libros.
Orgullo y prejuicio—T. I.—No comprendo el abandono de una biblioteca de familia en estos tiempos.