Orgullo y prejuicio - Jane Austen - E-Book

Orgullo y prejuicio E-Book

Jane Austen.

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Beschreibung

Cuando Elizabeth Bennet conoce al enigmático señor Darcy, su arrogancia y aparente desprecio la llenan de desdén. Herida en su orgullo, Elizabeth encuentra consuelo en la atención del carismático ofificial Wickham, pero en un mundo regido por las apariencias y las conveniencias matrimoniales, las primeras impresiones pueden resultar engañosas. Entre promesas que se desvanecen, rumores que se propagan a la velocidad del viento y sentimientos que desafían toda lógica, Elizabeth y Darcy se verán atrapados en un duelo de ingenio, orgullo y deseo que pondrá a prueba sus certezas sobre el amor, la moral y la sociedad. La nueva traducción de Ángeles Caso, novelista y profunda conocedora de la literatura inglesa, nos devuelve a la esencia de la obra más célebre de Jane Austen. Su versión captura la ligereza, el ingenio y la ironía que han hecho de Orgullo y prejuicio un clásico imperecedero. Además, esta edición incluye las ilustraciones originales de Hugh Thomson, que plasman con gran sensibilidad la atmósfera y los personajes de la novela.  

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Seitenzahl: 607

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ORGULLO Y PREJUICIO

Jane Austen

ORGULLO Y PREJUICIO

Traducción de Ángeles Caso

Ilustraciones de Hugh Thomson

 

 

Título original: Pride and Prejudice

© de la traducción: Ángeles Caso, 2025

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2025

ISBN: 978-84-10313-88-0

Diseño de colección: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Índice

Cubierta

Título

Créditos

Índice

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Guide

Cover

Título

Start

1

Es una verdad universalmente aceptada que un hombre soltero en posesión de una buena fortuna anda sin duda en busca de esposa.

Es obvio que cuando un hombre semejante llega a un nuevo vecindario, nadie conoce todavía sus sentimientos y sus ideas; aun así, esa verdad está tan grabada en las mentes de las familias del entorno que todas le consideran de inmediato lícita propiedad de una u otra de sus hijas.

—Mi querido señor Bennet —le dijo un día a este caballero su esposa—, ¿has oído decir que Netherfield Park por fin se ha alquilado?

El señor Bennet respondió que no lo había oído.

—Pues sí —insistió ella—, porque la señora Long ha estado aquí y me lo ha contado todo.

El señor Bennet no contestó.

—¿No quieres saber quién lo ha alquilado? —clamó su esposa con impaciencia.

—Si tú estás deseando contármelo, no tengo inconveniente en oírlo.

A la señora Bennet esta invitación le pareció suficiente:

—Bueno, querido, es mi obligación contártelo. La señora Long dice que Netherfield lo ha alquilado un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un carruaje con otras cuatro personas y le gustó tanto, que inmediatamente se puso de acuerdo con el señor Morris; que va a tomar posesión de la propiedad antes de San Miguel, y que algunos de sus sirvientes llegarán ya a la casa a finales de la próxima semana.

—¿Cómo se llama?

—Bingley.

—¿Está casado o soltero?

—¡Oh, soltero, querido, por supuesto! Un soltero con una gran fortuna; con una renta de cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buena noticia para nuestras hijas!

—¿Y eso? ¿De qué modo las afecta?

—Mi querido señor Bennet —replicó su esposa—, ¿cómo puedes ser tan exasperante? Sabes muy bien que lo que tengo en la cabeza es que igual se casa con alguna de ellas.

—¿Es ese el motivo por el que va a instalarse aquí?

—¿El motivo? ¡Qué absurdo! ¿Cómo puedes decir eso? Pero hay muchas probabilidades de que se enamore de alguna, así que debes ir a visitarlo en cuanto llegue.1

—No veo ninguna razón para hacerlo. Podéis ir tú y las niñas; o puedes mandarlas solas, que igual es mejor; eres tan guapa como ellas, así que puede que el señor Bingley te prefiera a ti.

—Me halagas, querido. Cierto que alguna vez fui guapa, pero ¡a estas alturas no pretendo ser nada extraordinario! Cuando una mujer tiene cinco hijas creciditas, es mejor que deje de pensar en su propia belleza.

—Normalmente una mujer en esa situación no tiene ya mucha belleza sobre la que pensar.

—Querido, eres tú el que debe ir a visitar al señor Bingley en cuanto se instale aquí.

—No es algo a lo que me apetezca comprometerme, la verdad.

—Piensa en tus hijas. Considera qué boda tan buena sería esa para cualquiera de ellas. Sir William y lady Lucas ya han decidido que irán a verle, y solo van a hacerlo por ese motivo; ya sabes que, en general, no visitan a los recién llegados. Así que tienes que ir, porque nosotras no podemos visitarle si tú no vas antes.

—Creo que eres demasiado escrupulosa. Me atrevo a decir que el señor Bingley estará encantado de verte; y le mandaré por ti unas líneas para asegurarle mi más cordial consentimiento a su boda con aquella de nuestras hijas que elija. Aunque le escribiré algo especialmente agradable sobre mi pequeña Lizzy.

—No deberías hacerlo: Lizzy no es mejor que las demás, y ni siquiera es tan guapa como Jane, ni tiene tan buen humor como Lydia, solo que es tu preferida.

—Todas tienen muchas cosas a su favor —replicó él—. Son tan tontas e ignorantes como suelen serlo las muchachas, pero Lizzy es un poco más lista que sus hermanas.

—Señor Bennet, ¿cómo puedes maltratar de esa manera a tus propias hijas? Te gusta ofenderme. No tienes ninguna compasión por mis pobres nervios.

—Me malinterpretas, querida. Siento un elevado respeto por tus nervios. Son viejos amigos míos. Llevo oyéndote hablar de ellos con muchísima consideración desde hace por lo menos veinte años.

—¡Ah, no sabes cuánto sufro!

—Espero que te recuperes y que vivas lo suficiente para ver cómo muchos jóvenes con rentas de cuatro mil libras al año se instalan en el vecindario.

—Si tú no vas a visitarlos, no nos va a servir de nada; ni aunque llegase una veintena.

El señor Bennet poseía una mezcla tan rara de agudeza, humor sarcástico, reserva e impulsividad que la experiencia de treinta y dos años no había sido suficiente para que su mujer entendiese su carácter. La mente de ella era mucho más fácil de comprender: se trataba de una mujer de escasas entendederas, pocos conocimientos y temperamento voluble. Cuando se sentía descontenta, le gustaba decir que se le alteraban los nervios. La ocupación principal de su vida era casar a sus hijas, y su manera de distraerse consistía en hacer visitas y estar pendiente de toda clase de rumores.

_________

1 Las normas sociales de la alta clase inglesa de la época exigían que fuese el cabeza de familia, por supuesto varón, el que iniciase las relaciones con otros caballeros recién llegados al círculo. (Todas las notas son de la traductora).

2

El señor Bennet fue uno de los primeros en ir a ver al señor Bingley. En realidad, siempre había tenido claro que lo haría, a pesar de asegurarle a su esposa lo contrario. Sin embargo, no se lo contó hasta aquel mismo día por la noche, después de haber estado ya en Netherfield. Solo entonces reveló su secreto. Mientras observaba cómo su segunda hija se afanaba por arreglar un sombrero, se dirigió de pronto a ella:

—Espero que le guste al señor Bingley, Lizzy.

—No estamos en disposición de saber lo que le gusta al señor Bingley —dijo la madre, llena de resentimiento—, ya que no podemos ir a visitarlo.

—Pero madre —afirmó Elizabeth—, no se olvide de que nos lo vamos a encontrar en otras casas; la señora Long ha prometido presentárnoslo.

—No creo que la señora Long vaya a hacerlo. Tiene dos sobrinas. Es una mujer egoísta e hipócrita, y no tengo buena opinión de ella.

—Tampoco la tengo yo —dijo el señor Bennet—, y me alegra saber que no confías en que te resulte útil.

La señora Bennet no se dignó replicarle; pero, incapaz de contenerse, empezó a regañar a una de sus hijas:

—¡No sigas tosiendo así, Kitty, por el amor de Dios! Ten un poco de compasión por mis nervios. Los estás haciendo pedazos.

—Kitty no tiene ningún criterio en lo referente a sus toses —dijo su padre—, las cronometra mal.

—No toso por divertirme —replicó Kitty, irritada—. ¿Cuándo es el próximo baile, Lizzy?

—De mañana en quince días.

—¡Ay!, eso es —chilló su madre—, y la señora Long no vuelve hasta el día antes, así que va a ser imposible que nos lo presente, porque para entonces ella tampoco lo va a conocer.

—Por lo tanto, querida, la ventaja la vas a tener tú; eres tú la que vas a presentarle al señor Bingley a tu amiga.

—Imposible, señor Bennet, imposible, resulta que ese día yo tampoco lo conoceré. ¿Cómo puedes ser tan bromista?

—Admiro tu prudencia: una relación de quince días es realmente muy breve. Uno no puede conocer de verdad a una persona en solo quince días. Pero si nosotros no corremos el riesgo, otros lo harán; y, después de todo, la señora Long y sus sobrinas tienen derecho a tener una oportunidad; así que, como presentárselo sería un gesto de gran amabilidad hacia ella, si tú rechazas ese compromiso, lo haré yo mismo.

Las chicas miraron a su padre. La señora Bennet se limitó a decir:

—¡Absurdo! ¡Absurdo!

—¿Qué significa esa exclamación tan vehemente? —preguntó él—. ¿Consideras que las presentaciones, y el esfuerzo que hay que poner en ellas, son absurdas? No puedo estar de acuerdo contigo a este respecto. ¿Tú qué opinas, Mary? Eres una joven de reflexiones profundas, lo sé bien, y lees libros muy gordos, y haces resúmenes.

Mary quería decir algo sensato, pero no se le ocurrió nada.

—Mientras Mary ajusta sus ideas —continuó el padre—, volvamos al señor Bingley.

—Estoy harta del señor Bingley —exclamó su esposa.

—Siento mucho oír eso. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, seguro que no habría ido a verle. ¡Qué mala suerte! Pero, como ya he hecho la visita, ahora ya no podemos evitar tener trato con él.

Las damas reaccionaron justo como él quería, y la más sorprendida de todas fue por supuesto la señora Bennet, aunque, cuando las exclamaciones de alegría se acallaron, comenzó a afirmar que todo el tiempo había tenido claro que eso era lo que iba a ocurrir:

—¡Qué bondadoso has sido, señor Bennet! Al final conseguí convencerte. Estaba segura de que quieres demasiado a tus hijas como para no ocuparte de establecer esta nueva relación. ¡Qué contenta estoy! ¡Menuda broma, que hayas ido esta mañana y no hayas dicho nada hasta este momento!

—Ahora, Kitty, ya puedes toser todo lo que quieras —dijo el señor Bennet. Y, mientras hablaba, salió de la habitación, cansado de los arrebatos de su mujer.

—¡Qué padre tan excelente tenéis! —dijo ella cuando la puerta se cerró—. No podéis ponerle ni un pero, con lo amable que es con vosotras. Y a mí tampoco. A nuestra edad, os aseguro que no resulta agradable andar estableciendo nuevas amistades todos los días, pero hacemos lo que haga falta por vosotras. Lydia, mi amor, aunque eres la más pequeña, me atrevo a asegurar que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.

—Oh —dijo Lydia con determinación—, no me sorprendería, porque, aunque soy la más pequeña, soy la más alta.

El resto de la velada lo pasaron haciendo conjeturas sobre cuánto tardaría el señor Bingley en devolverle la visita al señor Bennet, y decidiendo cuándo deberían invitarle a cenar.

3

Por más que la señora Bennet, ayudada por sus cinco hijas, preguntó y volvió a preguntar sobre el asunto, no logró que su marido le diese ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Lo atacaron de varias formas, con preguntas directas, con ingeniosas suposiciones y con distantes conjeturas. Él supo evitar todas esas tretas, y al final se vieron obligadas a conformarse con lo que les contó su vecina, lady Lucas, que en realidad hablaba de oídas, porque tampoco le había conocido. Su descripción fue muy favorable: sir William, su marido, estaba encantado con él. Era muy joven, enormemente atractivo, extremadamente agradable, y, sobre todo, tenía previsto asistir al siguiente baile con un grupo amplio de personas. ¡Todo era delicioso! Que a un hombre le gustase bailar indicaba sin duda que estaba dispuesto a enamorarse, así que aquella noticia despertó felices expectativas respecto al corazón del señor Bingley.

—Si pudiese ver a una de mis hijas magníficamente instalada en Netherfield —le dijo la señora Bennet a su marido— y a las demás simplemente bien casadas, todos mis sueños estarían cumplidos.

Unos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet, y estuvo con él en su biblioteca unos diez minutos. El visitante esperaba ver a las señoritas, de cuya belleza había oído hablar, pero solo vio al padre. Las damas fueron un poco más afortunadas, porque tuvieron la suerte de descubrir, desde una ventana de la planta alta, que llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.

Pronto le enviaron una invitación a cenar; la señora Bennet ya había planeado los platos que debían acreditar su buen quehacer doméstico cuando llegó una respuesta aplazando el encuentro: el señor Bingley tenía que estar en Londres al día siguiente, y por lo tanto no podía aceptar el honor de la invitación, etc. La señora Bennet se sintió desconcertada. No lograba imaginar qué asunto podía llevarle a la capital tan pocos días después de su llegada a Hertfordshire, y empezó a temer que fuera uno de esos caballeros que siempre andan revoloteando de un sitio para otro y que nunca se quedase a vivir tranquilamente en Netherfield, como debía hacer. Lady Lucas acalló un poco sus temores soltando la idea de que quizá solo había ido a Londres para recoger al gran grupo que iba a acompañarle al baile. Y enseguida empezó a circular la noticia de que el señor Bingley llevaría a doce damas y siete caballeros a la reunión. Las jóvenes se lamentaron de aquel gran número de damas, pero se tranquilizaron el día antes del baile al oír que, en vez de doce, tan solo seis le habían acompañado desde Londres, sus cinco hermanas y una prima. Sin embargo, cuando el grupo entró en el salón de baile, estaba formado únicamente por cinco personas: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro caballero joven.

El señor Bingley era bien parecido y elegante: tenía un semblante agradable, y sus modales eran sencillos y naturales. Sus hermanas, Caroline y Louisa, era mujeres bonitas, arregladas a la última moda. Su cuñado, el señor Hurst, parecía un caballero normal y corriente; pero su amigo, el señor Darcy, enseguida llamó la atención de todo el mundo por su figura esbelta y alta, sus apuestos rasgos, su noble apariencia y la noticia, que ya era conocida por todos cinco minutos después de su llegada, de que tenía una renta anual de diez mil libras. Los caballeros afirmaron que era un hombre digno de atención, las damas declararon que era mucho más apuesto que el señor Bingley, y todos le observaron con admiración durante la mitad de la velada, hasta que sus modales empezaron a resultar tan desagradables que la tendencia al alza de su popularidad cambió por completo: se descubrió que era orgulloso, que se creía por encima de los demás y que no se molestaba lo más mínimo en resultar agradable; ni siquiera su gran propiedad en Derbyshire pudo salvarle de poseer un semblante severo e irritante y de no ser digno de ser comparado con su amigo.

El señor Bingley enseguida estableció relación con las personas más importantes de la sala. Era un joven animado y extrovertido, bailó todos los bailes, lamentó que la fiesta terminase tan pronto y afirmó que pronto ofrecería él una en Netherfield. Semejantes virtudes, tan dignas de ser admiradas, hablaban por sí mismas. ¡Qué contraste entre él y su amigo! El señor Darcy solo bailó una vez con las hermanas de Bingley, la señora Louisa Hurst y la señorita Caroline Bingley, se negó a ser presentado a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche recorriendo la sala y hablando de vez en cuando con alguno de los miembros de su grupo. Se decidió categóricamente que era el hombre más orgulloso y más desagradable del mundo, y todos desearon no volver a verle nunca más. Entre las personas que se mostraban más indignadas con él estaba la señora Bennet, cuya antipatía por su comportamiento en general se vio convertida en resentimiento cuando supo que había menospreciado a una de sus hijas.

Dada la escasez de caballeros, Elizabeth Bennet había tenido que permanecer sentada sin bailar durante dos danzas; y en ese rato, el señor Darcy se había colocado tan cerca de ella que Lizzy pudo oír la conversación que mantenía con el señor Bingley, quien había abandonado el baile unos minutos para animar a su amigo a que se les uniera:

—Ven, Darcy —le dijo—, ven a bailar. No me gusta nada verte ahí solo, es estúpido. Mejor únete a la danza.

—No voy a hacerlo. Sabes cuánto lo detesto, a no ser que conozca muy bien a mi pareja. En una fiesta como esta, me resultaría insoportable. Tus hermanas ya están comprometidas para los bailes, y no hay ninguna otra mujer en la sala con la que me apetezca bailar sin sentir que es un castigo.

—¡Ni por un trono me gustaría ser tan quisquilloso como tú! —exclamó Bingley—. Te doy mi palabra de que nunca en mi vida he conocido a tantas jóvenes encantadoras como esta noche; y algunas de ellas son extraordinariamente bonitas.

—Tú estás bailando con la única joven guapa de la sala —dijo el señor Darcy, observando a la señorita Jane Bennet.

—Oh, ¡es la criatura más bella que he visto en toda mi vida! Pero una de sus hermanas, la que está sentada justo detrás de ti, es muy bonita, y me atrevo a decir que también muy amable. Le pediré a mi pareja que te la presente.

—¿A quién te refieres? —Darcy se giró y contempló por un momento a Elizabeth; sus miradas se entrecruzaron; luego apartó sus ojos de ella y dijo con frialdad—: Es aceptable, pero no lo suficientemente guapa como para tentarme. Y en este momento no me siento de humor para dar importancia a jóvenes damas que han sido menospreciadas por otros hombres. Harías mejor volviendo con tu pareja y disfrutando de sus sonrisas, porque estás malgastando el tiempo conmigo.

El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó y Elizabeth se quedó allí, cultivando ciertos sentimientos no demasiado cordiales hacia él. No obstante, le contó la historia con mucha gracia a su grupo, pues tenía un carácter alegre y juguetón, que se deleitaba en todo lo que resultase ridículo.

En conjunto, la velada transcurrió de manera muy agradable para toda la familia. La señora Bennet tuvo el placer de ver cómo su hija mayor era agasajada por el grupo de Netherfield: el señor Bingley bailó con ella dos veces, y también fue muy bien tratada por las hermanas del joven. Jane, por su parte, estaba igual de contenta que su madre, aunque de una manera mucho más silenciosa. Elizabeth se alegraba por el éxito de su hermana. Mary había oído cómo le decían a la señorita Caroline Bingley que ella era la joven con más talento de todo el entorno; y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no carecer de pareja para el baile en toda la noche, que era lo que más les importaba en aquel momento.

Así pues, todas volvieron con buen ánimo a Longbourn, el pueblo en el que vivían, y en el que eran la familia más notable. Se encontraron al señor Bennet todavía levantado. En cuanto tenía un libro entre las manos, se olvidaba del tiempo; y además, en esta ocasión sentía mucha curiosidad por lo que hubiese sucedido en aquella velada que había provocado expectativas tan notables. Esperaba más bien que las opiniones de su esposa sobre el nuevo vecino resultasen decepcionantes, pero enseguida descubrió que la historia que le tenían que contar era muy diferente.

—Oh, mi querido señor Bennet —le dijo ella en cuanto entró en la sala—, hemos tenido una velada realmente encantadora, un baile excelente. Tendrías que haber ido. Jane tuvo mucho éxito, nunca vi nada igual. Todo el mundo hablaba de lo guapa que estaba, y el señor Bingley la encontró preciosa y bailó con ella dos veces. Escúchame bien, querido: bailó con ella dos veces, de verdad. Y fue la única persona a la que le pidió un segundo baile. La primera a la que sacó fue a la señorita Charlotte Lucas. Al principio me molestó que se lo pidiese a ella, pero luego resulta que Charlotte no le gustó nada; en realidad, Charlotte no le gusta a nadie, ya sabes. Enseguida se sintió muy interesado por Jane, en cuanto la vio salir a bailar. Preguntó quién era, los presentaron, y después le pidió el baile dos veces seguidas. Las dos danzas siguientes las bailó con la señorita King, las dos siguientes con Maria Lucas, y después otras dos de nuevo con Jane, y las dos siguientes con Lizzy, y el Boulanger…

—¡Si ese hombre sintiese alguna compasión por mí, no habría bailado tanto! —exclamó su marido con impaciencia—. Por el amor de Dios, no me sigas contando quiénes fueron sus parejas. ¡Ojalá se hubiera torcido el tobillo en el primer baile!

—Oh, querido —prosiguió la señora Bennet—, a mí me ha caído muy bien. ¡Es muy guapo! Y sus hermanas son encantadoras. En mi vida he visto vestidos más elegantes que los suyos. Me atrevo a decir que el encaje en la falda de la señora Hurst…

En este punto fue de nuevo interrumpida: el señor Bennet se negó a escuchar ninguna explicación sobre modas. Su esposa se vio por lo tanto obligada a buscar otro tema de conversación, y describió con mucha amargura y bastante exageración la asombrosa grosería del señor Darcy.

—Pero te aseguro —añadió— que Lizzy no se pierde nada por no gustarle, porque es un hombre muy desagradable, horrible, que no se merece caerle bien a nadie. ¡Es tan vanidoso y engreído, que no hay quien lo soporte! ¡No paraba de caminar de un lado para otro, pavoneándose! ¡Ni siquiera es tan atractivo como para querer bailar con él! Me hubiera gustado que estuvieras allí, querido, para lanzarle uno de tus desaires. La verdad es que detesto a ese hombre.

4

Cuando Jane y Elizabeth se quedaron a solas esa noche, la primera, que hasta ese momento había sido muy prudente al referirse al señor Bingley, le confesó a su hermana lo mucho que le había gustado:

—Es justo como un joven debe ser —le dijo—, inteligente, animado, alegre. ¡Nunca he visto unos modales más encantadores! ¡Es tan relajado y al mismo tiempo tan bien educado!

—También es guapo —replicó Elizabeth—, de lo más atractivo, desde luego, así que su personalidad es muy completa.

—Me halagó mucho que me sacara a bailar por segunda vez. No me esperaba semejante cumplido.

—¿No? Pues yo sí me lo esperaba, pero en eso somos muy distintas. A ti, cuando alguien te hace un cumplido, siempre te pilla por sorpresa, y a mí nunca. ¿No es lo más normal del mundo que te volviese a sacar? ¡Cómo no iba a darse cuenta de que eres unas cinco veces más guapa que cualquier otra mujer del baile! No tienes que agradecerle su galantería, pero es verdad que es muy agradable, así que te doy permiso para que te guste. Ya te han gustado otros hombres mucho más bobos.

—¡Querida Lizzy!

—Oh, tienes una tendencia excesiva a que en general te guste la gente. Nunca ves los defectos de nadie. A tus ojos, todo el mundo es bueno y agradable. No te he oído hablar mal de nadie en toda mi vida.

—No me gusta empezar a criticar a la gente desde el principio, pero siempre digo lo que pienso.

—Ya sé que sí, y eso es lo que resulta tan encantador de ti. ¡Tienes mucho sentido común y, al mismo tiempo, nunca ves las estupideces y las bobadas de los demás! Fingirse inocente es algo habitual, hay muchas personas que lo hacen. Pero ser inocente de verdad, sin ostentación y sin ningún motivo oculto, ver lo bueno del carácter de todo el mundo y hacer que parezca aún mejor y no hablar nunca de lo malo, eso solo lo haces tú. Y cuéntame, ¿también te cayeron bien las hermanas de ese hombre? Yo creo que no son comparables a él.

—A primera vista no, es verdad, pero son muy agradables cuando charlas un rato con ellas. La señorita Caroline Bingley va a vivir con su hermano y se ocupará de la casa; y, o mucho me equivoco, o creo que tendremos una vecina bastante encantadora.

Elizabeth la escuchó sin decir nada, porque no estaba del todo segura: el comportamiento de aquellas damas en el baile no había sido en términos generales muy simpático; dotada de una mayor agudeza que su hermana a la hora de observar a los demás y menos dócil que ella, se sentía poco predispuesta a darles su aprobación. Además, con ella no habían sido muy atentas. Es cierto que eran unas damas elegantes que, cuando querían, se mostraban alegres y agradables. Pero también resultaban orgullosas y engreídas. Eran bastante guapas, y se habían educado en una de las mejores escuelas privadas de la capital; poseían una fortuna de veinte mil libras; tenían la costumbre de gastar más de lo que debían y de relacionarse con gentes de alcurnia; así que, en todos los sentidos, tenían motivos suficientes para pensar bien de sí mismas y mal de los demás. Pertenecían a una respetable familia del norte de Inglaterra, y preferían acordarse de esos orígenes que no del hecho de que tanto la fortuna de su hermano como las suyas propias se debían en realidad al comercio.2

El señor Bingley había heredado propiedades por un valor de casi cien mil libras de su padre; este había tenido la intención de comprar una finca, pero había muerto antes de poder hacerlo. El señor Bingley afirmaba tener la misma intención y había pensado en hacerlo en su propio condado del norte. Pero quienes le conocían sabían que era un hombre tranquilo y sospechaban que, ahora que había conseguido alquilar una buena mansión con un gran parque, sería capaz de pasar el resto de sus días en Netherfield y dejarle a la siguiente generación el asunto de la compra.

Sus hermanas anhelaban que tuviera su propia finca; aun así, y aunque por el momento solo fuese inquilino, a la señorita Caroline Bingley no le desagradaba la idea de presidir su mesa; también la señora Louisa Hurst, que se había casado con un hombre con más apellidos que fortuna, estaba dispuesta a considerar la casa de su hermano como su propio hogar siempre que le viniera bien. Hacía menos de dos años que el señor Bingley era mayor de edad cuando, por una recomendación casual, había tenido la tentación de echarle un vistazo a Netherfield House. Había visto la casa rápidamente, en solo una media hora; le habían gustado su situación y los salones principales, se había dado por contento con las demás cosas que el dueño le explicó y la había alquilado inmediatamente.

Entre él y Darcy existía una gran amistad, a pesar de lo distinto que era el carácter de cada uno de ellos. Darcy quería a Bingley por su naturalidad, su franqueza y su temperamento dúctil, justamente lo opuesto del suyo, del que, por cierto, parecía sentirse bastante contento. En cuanto a Bingley, tenía una total confianza en el afecto de su amigo por él y la más elevada consideración hacia su buen juicio. No es que Bingley tuviera poca cabeza, pero Darcy era más inteligente. Al mismo tiempo, resultaba altivo, reservado y quisquilloso, y en su trato, aunque fuese muy educado, no era nada afectuoso. A este respecto, su amigo le llevaba mucha ventaja. Bingley podía estar seguro de que caía bien donde quiera que fuese; Darcy no paraba de ofender a los demás.

La manera en la que ambos hablaron del baile de Meryton fue característica de sus diferencias: Bingley nunca había conocido a gente más afable ni a jóvenes más bonitas; todo el mundo había sido muy educado y atento con él; no había habido formalidades excesivas, ninguna rigidez; enseguida había establecido relaciones con todos los presentes; y en cuanto a la señorita Jane Bennet, no podía ni imaginar un ángel más hermoso que ella. Darcy, por el contrario, opinaba que solo era un grupo de personas poco agraciadas y nada elegantes; no sentía ni el más mínimo interés por ninguna de ellas y ninguna le resultó atenta o agradable. Reconocía que la señorita Jane Bennet era bonita, pero sonreía demasiado.

La señora Louisa Hurst y su hermana Caroline refrendaron a su vez esta última afirmación, pero a pesar de todo les había caído muy bien, y aseguraron que era una joven dulce y que no les importaría conocerla mejor. La señorita Jane Bennet quedó por lo tanto proclamada como una joven dulce. Tras semejante reconocimiento, su hermano se sintió autorizado a pensar de ella lo que le apeteciera.

_________

2 En el marcado sistema de clases del Reino Unido de la época, las viejas familias nobles, propietarias de grandes extensiones rurales, se consideraban superiores a los comerciantes, por muy ricos que estos fueran. Los segundos solían aspirar a convertirse a su vez en dueños de grandes fincas para ascender en la escala social y ser luego ennoblecidos por el rey. Y los primeros, a pesar de sus prejuicios, no siempre rechazaban un matrimonio ventajoso con alguien cuya fortuna procediese del comercio.

5

A tan solo un corto paseo desde Longbourn, vivía una familia con la que los Bennet tenían una amistad muy íntima, los Lucas. Sir William Lucas había sido en el pasado comerciante en Meryton y había hecho una fortuna bastante aceptable, ascendiendo después al rango de «sir» tras haber hecho un discurso ante el rey mientras era alcalde de la pequeña ciudad. Pero quizá había recibido esa distinción de una manera demasiado enfática: le había generado un rechazo total hacia su negocio e incluso hacia su casa, situada en el casco urbano. Así que, abandonando ambas cosas, se mudó con su familia a una mansión que estaba a una milla de Meryton, denominada desde entonces Lucas Lodge. Allí, sir William podía pensar a gusto en su propia importancia y, alejado de los negocios, ocuparse tan solo en mostrarse enormemente cortés con todo el mundo. Aunque se sentía eufórico por el rango que había alcanzado, no se volvió arrogante; por el contrario, desplegaba toda clase de amabilidades con cualquiera que estuviese cerca. Inofensivo por naturaleza, amistoso y atento, su presentación en la corte de Saint James le había hecho creer que era un auténtico cortesano.

Lady Lucas era una mujer bondadosa, aunque no lo suficientemente lista como para ser una vecina valiosa para la señora Bennet. Tenía varios hijos e hijas. La mayor, una joven sensata e inteligente de veintisiete años, era la íntima amiga de Elizabeth.

Era imprescindible que las señoritas Lucas y las señoritas Bennet se viesen después de un baile, así que la mañana posterior a la fiesta fue testigo de cómo las primeras llegaban a Longbourn para escuchar y contar todo lo que pudiesen.

—Empezaste muy bien la noche, Charlotte —le dijo la señora Bennet a la mayor de las señoritas Lucas con un cortés dominio de sí misma—. Fuiste la primera joven elegida por el señor Bingley.

—Sí, pero me parece que le gustó más la segunda.

—Oh, quieres decir Jane, supongo, porque bailó dos veces con ella. La verdad es que sí que parecía que le gustaba, yo creo que sí que le gustó, incluso oí algo al respecto, pero no recuerdo qué, algo sobre el señor Robinson.

—Quizá se refiere a lo que yo oí que hablaban él y el señor Robinson, ¿no se lo conté? El señor Robinson le preguntó si le gustaban los bailes de Meryton y si no pensaba que había muchas mujeres bonitas en la sala y cuál le parecía la más bonita de todas. Y él contestó de inmediato: «Oh, la mayor de las señoritas Bennet, sin duda alguna; no creo que nadie opine de otra manera».

—¡Qué me dices! Bueno, fue muy categórico, desde luego, o al menos eso parece, pero de cualquier manera puede que todo termine en nada, ya sabes.

—Lo que yo oí fue más agradable que lo que oíste tú, Lizzy —dijo Charlotte Lucas—. Al señor Darcy no merece tanto la pena escucharle como a su amigo, ¿no es cierto? ¡Pobre Lizzy! Decir que solo es aceptable…

—Te ruego que no le metas a Lizzy en la cabeza que debe sentirse molesta por esa grosería. No es más que un hombre desagradable y sería más bien una desdicha llegar a gustarle. La señora Long me dijo anoche que estuvo sentado a su lado durante media hora sin abrir la boca.

—¿Está totalmente segura, madre? ¿No se estará equivocando? —exclamó Jane—. Estoy segura de que vi al señor Darcy hablando con ella.

—Claro, porque ella al final le preguntó si le gustaba Netherfield, y él no pudo evitar responderle; pero me dijo que parecía molestarle que se hubiese dirigido a él.

—La señorita Caroline Bingley —prosiguió Jane— dice que nunca habla mucho si no está con amigos muy íntimos. Pero que con ellos es extraordinariamente agradable.

—No me creo ni una palabra, cariño. Si fuese tan agradable, se habría molestado en charlar con la señorita Long. Pero yo sé muy bien por qué se portó así con ella: debió de haber oído que la señorita Long no tiene carruaje y que tuvo que ir al baile en un coche de alquiler, y como está devorado por el orgullo, no quiso dirigirle la palabra.

—A mí no me importa que no le hablase a la señorita Long —dijo la señora Lucas—, lo que yo quería era que bailase con Lizzy.

—Pues, Lizzy —prosiguió su madre—, yo la próxima vez no bailaría con él.

—Creo que puedo prometer sin miedo a equivocarme que nunca va a bailar con él, madre.

—A mí, en un hombre así, el orgullo no me parece tan ofensivo como en otras personas —afirmó la señorita Charlotte Lucas—, porque tiene razones para sentirlo. Se puede entender que un joven tan apuesto, con familia, fortuna y todo a su favor, tenga un alto concepto de sí mismo. Permítanme que lo diga, pero tiene derecho a ser orgulloso.

—Eso es verdad —replicó Elizabeth—, y lo cierto es que podría perdonarle fácilmente ese orgullo si no fuese porque ha ofendido el mío.

—El orgullo —observó Mary, siempre satisfecha de la solidez de sus reflexiones— es un defecto muy común, según creo. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que hay mucha gente así. La naturaleza humana es muy propensa a ello, y hay muy pocas personas que no cultiven un sentimiento de autocomplacencia respecto a tal o cual cualidad, sea real o imaginaria. Pero vanidad y orgullo son cosas diferentes, aunque esas palabras a veces se usen como sinónimos. Una persona puede ser orgullosa sin ser vanidosa. El orgullo tiene más que ver con la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad, con lo que creemos que piensan los demás de nosotros.

—Si yo fuese tan rico como el señor Darcy —exclamó uno de los pequeños Lucas, que había acompañado a sus hermanas—, no estaría nada preocupado por si soy orgulloso o no lo soy. Tendría una jauría de perros de caza y me bebería una botella de vino al día.

—Entonces beberías mucho más de lo que debes —le dijo Jane—. Y si yo te viese, te quitaría directamente la botella.

El niño aseguró que no se atrevería a hacerlo; ella siguió diciendo que sí, y la discusión no terminó hasta que se acabó la visita.

6

Las damas de Longbourn fueron pronto a visitar a las de Netherfield, y luego la visita fue devuelta en su debida forma. El aprecio de la señora Louisa Hurst y la señorita Caroline Bingley por las exquisitas formas de la señorita Jane Bennet aumentó aún más; y aunque a la madre la consideraron inaceptable y las hermanas pequeñas les parecieron indignas de dirigirles la palabra, ambas expresaron su deseo de estrechar la relación con las dos mayores. A Jane le encantó este cumplido, mientras que Elizabeth seguía considerando que eran muy superficiales en su trato, salvo tal vez cuando se dirigían a su hermana, y no había manera de que le cayeran bien. Sin embargo, le resultaba relevante que fuesen tan amables con Jane, porque probablemente eso se debía a la influencia de su hermano. Cada vez que coincidían con él, parecía más evidente que a Bingley le gustaba de verdad la joven. En cuanto a ella, era igualmente obvio que iba rindiéndose a la atracción hacia él que había sentido desde el principio, y que estaba empezando a enamorarse. Pero, con gran alivio, estaba convencida de que nadie iba a descubrirlo: sus sentimientos solían ser muy sólidos, pero siempre iban unidos a un aplomo y una serena tranquilidad que la mantenían a salvo de las sospechas de las gentes impertinentes.

Elizabeth y su amiga Charlotte Lucas hablaron precisamente de ese tema:

—En momentos así —afirmó Charlotte—, igual en parte es bueno ser capaz de disimular en público, pero a veces ser tan precavida es una desventaja. Si una mujer le oculta su interés al hombre elegido con demasiada habilidad, podría perder la oportunidad de que se fije en ella; en ese caso, saber que el resto del mundo sigue en la ignorancia sería un triste consuelo. Para enamorarte, si es que no lo haces solo por vanidad, necesitas sentir por lo menos cierta gratitud hacia esa persona, así que dejarlo todo al azar no me parece una buena idea. Todos podemos sentirnos atraídos por alguien, eso es natural; pero muy poca gente posee el suficiente corazón como para amar de verdad si no es alentada a ello. Creo que en nueve de cada diez casos, las mujeres deberíamos mostrar incluso más interés del que realmente sentimos. Es seguro que a Bingley le gusta tu hermana, pero quizá nunca vaya más allá si ella no le anima un poco.

—Sí que le anima, al menos todo lo que le permite su manera de ser. Si yo puedo darme cuenta de cómo lo mira, él debería ser bobo para no verlo también.

—Recuerda, Lizzy, que él no conoce a Jane como la conoces tú.

—Yo sin embargo creo que si una mujer se siente atraída por un hombre, debe hacer un gran esfuerzo por disimularlo, o él terminará por darse cuenta.

—Eso solo podría ocurrir si llegara a conocerla lo suficiente. Bingley y Jane coinciden a menudo, pero nunca pasan mucho tiempo juntos; siempre hay gente alrededor, así que no pueden conversar a solas. Jane debería sacar el mayor partido de cada rato que pueda acaparar su atención. Y cuando esté segura de él, ya tendrá tiempo suficiente para enamorarse todo lo que quiera.

—Tu plan sería bueno si lo único que importase fuera hacer una buena boda —replicó Elizabeth—. Si yo estuviese decidida a conseguir un marido rico, o incluso cualquier clase de marido, me atrevo a decir que lo pondría en práctica. Pero esos no son los sentimientos de Jane: no está actuando en pos de un objetivo. Y, además, todavía no ha tenido tiempo ni para saber lo que siente ni para averiguar cómo es él de verdad. Solo lo conoce desde hace quince días. Bailó cuatro bailes con él en Meryton, lo vio una vez en su casa, y ha coincidido con él en cuatro cenas. No es suficiente para conocer su auténtica manera de ser.

—Tal y como lo cuentas, tienes razón: si solo ha cenado con él, únicamente habrá podido averiguar si tiene buen apetito; pero ten en cuenta que también pasaron juntos las veladas después de esas cenas, y cuatro veladas son unas cuantas.

—Sí, y esas cuatro veladas les han servido para darse cuenta de que a los dos les gusta más el juego de cartas del veintiuno que el del comercio, pero respecto a otras cosas importantes, no creo que hayan descubierto mucho.

—Bueno —dijo Charlotte—, deseo que a Jane le vaya bien con todo mi corazón; pero creo que, si se casase con él mañana mismo, tendría las mismas posibilidades de que el matrimonio funcione que si se hubiera dedicado a estudiar su carácter durante un año. La felicidad en la pareja es una mera cuestión de suerte. Aunque conozcan muy bien los gustos y el carácter del otro, incluso aunque parezcan ser muy similares, eso no garantiza nada. Con el tiempo cambiarán, y entonces surgirá la decepción; así que creo que es mejor conocer lo menos posible los defectos de la persona junto a la que vas a pasar la vida.

—Me haces reír, Charlotte, pero esas ideas no me parecen muy sólidas. Sabes muy bien que no son sólidas, y tú misma nunca te comportarías así.

Ocupada en observar el interés del señor Bingley por su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que ella misma estaba convirtiéndose en objeto del interés del amigo de este. Al principio, al señor Darcy ni siquiera le había parecido una joven bonita: en el baile no le había gustado, y cuando volvieron a verse, tan solo la observó para criticarla después. Pero tras dejar claro ante sus amigos que no había ni un solo rasgo atractivo en su cara, empezó a darse cuenta de que ese rostro parecía extraordinariamente inteligente gracias a la bella expresión de sus ojos oscuros. A este descubrimiento le siguieron otros igualmente irritantes para él: a pesar de que, con su mirada crítica, había detectado más de un error de simetría en sus formas, se vio obligado a admitir que su figura era esbelta y agradable. Y aunque había afirmado que sus modales no eran adecuados para el gran mundo, pronto se sintió cautivado por su carácter alegre y relajado. Ella ignoraba por completo todo aquello: a Elizabeth, Darcy siempre le resultaba desagradable; solo era el hombre que no la había encontrado lo suficientemente atractiva como para bailar con ella.

Él se dio cuenta enseguida de que deseaba conocerla mejor, así que empezó a prestar atención a sus conversaciones con otras personas con la idea de ser capaz más tarde de iniciar una charla con ella. Esto llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió en casa de sir William Lucas, durante una nutrida reunión.

—¿Qué pretende el señor Darcy —le preguntó Lizzy a su amiga Charlotte— escuchando mi charla con el coronel Forster?

—A esa pregunta solo puede responder el propio señor Darcy.

—Pues si vuelve a hacerlo, pienso decirle que me estoy dando cuenta de lo que pretende. Es un hombre muy sarcástico, y si no empiezo a ser impertinente con él, acabaré teniéndole miedo.

El señor Darcy en persona se acercó a las dos amigas unos momentos después; no parecía tener ninguna intención de ponerse a hablar, pero Charlotte desafió a Elizabeth a que sacara el tema. Espoleada por aquellas palabras, se dirigió a él y le dijo:

—¿No cree usted, señor Darcy, que me estaba expresando extraordinariamente bien hace un momento, mientras molestaba al coronel Forster insistiéndole para que nos ofrezca un baile en Meryton?

—Con mucha energía; pero lo de los bailes siempre alimenta la energía de las damas.

—Es usted muy severo con nosotras.

—Al final ha conseguido molestarte él a ti —le dijo la señorita Charlotte Lucas—. Voy a abrir el piano, Lizzy, y ya sabes lo que viene luego.

—¡Eres una amiga bien rara! ¡Siempre quieres que toque y cante ante todo el mundo! Si mi vanidad se basase en mi talento para la música, tu actitud sería inestimable. Pero en este momento prefiero no tener que ponerme a tocar ante personas que sin duda están acostumbradas a escuchar a intérpretes mucho mejores que yo.

Después, ante la insistencia de la señorita Lucas, añadió:

—De acuerdo, si debe ocurrir, que ocurra —Y mirando con mucha seriedad al señor Darcy prosiguió—: Aquí hay un viejo dicho que todo el mundo conoce: Guarda tu aliento para enfriar las gachas; pues bien, yo guardaré el mío para perfeccionar mi canción.

Su actuación fue agradable, aunque no extraordinaria. Después de un par de canciones, y antes de que pudiera atender diversas peticiones que le iban haciendo, fue abruptamente reemplazada en el piano por su hermana Mary. Como era la más sosa de todas las hermanas, Mary se esforzaba mucho por estudiar y desarrollar sus talentos, y siempre estaba deseando exhibirse.

No tenía ni genio ni gusto; y aunque era muy aplicada, la vanidad le confería al mismo tiempo un aire pedante y presuntuoso que habría perjudicado incluso a alguien con un nivel de virtuosismo mucho más elevado que el suyo. A Elizabeth, tan relajada y natural, la habían escuchado con mucho agrado, aunque no tocaba ni la mitad de bien. Al final de su largo concierto, Mary disfrutó mucho recibiendo las muestras de admiración y gratitud que despertaron las melodías escocesas e irlandesas que le pidieron sus hermanas más pequeñas, con las que algunas de las jóvenes Lucas y dos o tres oficiales se pusieron a bailar en un extremo de la sala.

El señor Darcy estaba cerca del grupo y mostraba en silencio su indignación ante semejante manera de pasar la velada, que impedía cualquier conversación. Estaba demasiado absorto en sus pensamientos como para darse cuenta de que tenía al lado a sir William Lucas hasta que este se dirigió a él:

—¡Qué diversión tan encantadora para los jóvenes, señor Darcy! A fin de cuentas, no hay nada como bailar. Yo lo considero una de las mayores muestras de refinamiento de las sociedades civilizadas.

—Sin duda alguna, señor; y además tiene la ventaja de estar también de moda entre las sociedades menos civilizadas del mundo: todos los salvajes saben bailar.

Sir William se limitó a sonreír y continuó tras una pausa, cuando vio que el señor Bingley se unía al grupo:

—Su amigo baila de manera realmente deliciosa, y usted debe de ser también un adepto de ese arte, señor Darcy.

—Creo que ya me vio bailar en Meryton, señor.

—Sí, claro que sí, y verle resultó muy agradable. ¿Baila usted a menudo en la corte de Saint James?

—Nunca, señor.

—¿No cree que sería un cumplido muy adecuado para el lugar?

—Es un cumplido que nunca le hago a ningún lugar si puedo evitarlo.

—Imagino que tiene usted casa en Londres.

El señor Darcy asintió.

—Alguna vez he pensado en instalarme yo también en la capital —prosiguió sir William—, pues disfruto mucho de la compañía de la mejor sociedad. Pero no estoy seguro de que el aire de Londres le resulte agradable a lady Lucas.

Hizo una pausa esperando una respuesta, pero su compañero no estaba dispuesto a ofrecerle ninguna. Al ver que Elizabeth se acercaba a ellos, sir William sintió deseos de acometer un gesto galante, y se dirigió hacia ella:

—Mi querida señorita Elizabeth, ¿cómo es que no está bailando? Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven como una pareja de danza muy aconsejable. No puede usted negarse a bailar, seguro que no, cuando tanta belleza se despliega ante usted.

Y, tomando la mano de Elizabeth, estaba a punto de ofrecérsela al señor Darcy —el cual, aunque enormemente sorprendido, parecía deseoso de tomarla—, cuando ella se alejó y le dijo a sir William con cierta turbación:

—La verdad, señor, es que no tengo ninguna intención de bailar. Le ruego que no piense que me he dirigido hacia ustedes con la idea de buscar una pareja.

El señor Darcy solicitó con los mejores modales que le hiciera el honor de bailar con él, pero fue en vano. Elizabeth estaba decidida a no hacerlo, y el intento de sir William de convencerla no cambió ni un ápice su firme propósito:

—Es usted tan excelente bailando, señorita Elizabeth, que es cruel negarme la alegría de poder contemplarla; y aunque a este caballero no le gustan las diversiones, estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción a complacernos durante media hora.

—El señor Darcy es todo cortesía —afirmó Elizabeth sonriendo.

—Lo es, lo es. Pero teniendo en cuenta el incentivo, mi querida señorita Eliza, no puede sorprendernos su celeridad en aceptar. ¿Quién pondría objeciones a semejante pareja?

Elizabeth le echó una mirada pícara y se alejó. Su resistencia la había dejado en buen lugar a ojos del señor Darcy, que estaba pensando en ella con mucho agrado cuando se vio abordado por la señorita Caroline Bingley:

—Puedo adivinar en qué está usted pensando.

—No creo que pueda.

—Está pensando en lo insoportable que sería pasar muchas veladas de esta manera, en esta compañía; y además, soy de su misma opinión. ¡Nunca en mi vida me he aburrido tanto! ¡Toda esta gente es tan insípida como ruidosa y tan insignificante como autocomplaciente! ¡Daría cualquier cosa por oírle a usted criticándoles!

—Sus conjeturas son completamente erróneas, se lo aseguro. Mi mente estaba dedicada a cosas más agradables. Estaba meditando sobre el gran placer que pueden provocar unos ojos bellos en la cara de una mujer guapa.

La señorita Caroline Bingley lo miró fijamente y le rogó que le dijera quién era la dama que tenía el mérito de haber inspirado semejantes reflexiones. Intrépido, el señor Darcy replicó:

—La señorita Elizabeth Bennet.

—¡La señorita Elizabeth Bennet! —repitió la señorita Bingley—. Estoy atónita. ¿Desde cuándo es su favorita? Se lo ruego, avíseme cuando deba darle la enhorabuena.

—Esa es exactamente la observación que esperaba de usted. La imaginación de las damas es veloz; salta en un momento de la admiración al amor y del amor al matrimonio. Sabía que me desearía buena suerte.

—Si sigue expresándose con tanta seriedad, pensaré que la cosa ya está hecha. Tendrá usted una suegra encantadora que, por supuesto, va a estar siempre a su lado en Pemberley.

El señor Darcy la escuchó con total indiferencia mientras ella se entretenía de ese modo. El aplomo del joven la convenció de que la cosa era seria, y su buen humor terminó por desvanecerse, obligándola a alejarse de allí.

7

La única propiedad del señor Bennet consistía en la finca de Longbourn, que generaba unas dos mil libras de renta al año. Para desgracia de sus hijas, la herencia de esa hacienda estaba restringida y recaería por lo tanto en un pariente lejano, dado que los Bennet no tenían hijos varones.3 La fortuna de la madre, aunque era suficiente para ella, no podía cubrir las carencias de la otra parte: el padre de la señora Bennet había sido abogado en Meryton, y le había dejado cuatro mil libras.

Tenía una hermana que se había casado con un hombre apellidado Philips, que había sido empleado de su padre y le había sucedido en el despacho, y un hermano que vivía en Londres y trabajaba en una respetable compañía comercial.

El pueblo de Longbourn solo estaba a una milla de Meryton; una distancia muy adecuada para las jóvenes Bennet, que se sentían atraídas por la pequeña ciudad tres o cuatro veces a la semana para cumplir con sus obligaciones con su tía Philips y también con una sombrerería que había justo enfrente de la casa de esta. Catherine y Lydia, las más pequeñas, eran las que más se esforzaban en este cometido: sus mentes estaban más desocupadas que las de sus hermanas, y cuando no había algo mejor, el paseo hasta Meryton resultaba imprescindible para ocupar sus mañanas y ofrecer temas de conversación por las tardes. Aunque en general la vida campestre no genera muchas noticias, ellas siempre lograban enterarse de algo gracias a su tía. En aquel momento, estaban entusiasmadas por la reciente llegada de un regimiento de la milicia al entorno; su cuartel general estaba en Meryton, e iban a pasar allí todo el invierno.4

Ahora, sus visitas a la señora Philips eran fuente de interesantísimas novedades. Cada día aprendían algo nuevo sobre los nombres y las familias de los oficiales. Los lugares en lo que se alojaban dejaron de ser un secreto para ellas, y pronto empezaron a conocer a los propios oficiales. El señor Philips solía visitarlos a todos, y eso hizo enormemente felices a sus sobrinas. Ya no hablaban de otra cosa que no fuesen los oficiales, y hasta la gran fortuna del señor Bingley, cuya simple mención ponía tan contenta a su madre, no era nada a sus ojos en comparación con los miembros de un regimiento.

Tras haber estado oyendo toda la mañana las efusivas expresiones de sus hijas menores sobre aquel asunto, el señor Bennet observó con frialdad:

—Por lo que puedo deducir de vuestra manera de hablar, debéis de ser dos de las chicas más tontas del país. Llevo mucho tiempo sospechándolo, pero ahora estoy seguro de ello.

Catherine, desconcertada, guardó silencio, pero Lydia, con una total indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter y su esperanza de verle aquel mismo día, ya que a la mañana siguiente partiría hacia Londres.

—Querido, me asombra que estés tan dispuesto a considerar tontas a tus propias hijas —dijo la señora Bennet—. Si tuviese que pensar algo despectivo de las hijas de alguien, no sería de las mías, desde luego.

—Si mis hijas son tontas, confío en ser capaz de darme cuenta.

—Claro, pero resulta que en este caso son todas muy inteligentes.

—Me enorgullezco de que ese sea el único tema en el que no estamos de acuerdo. Esperaba que nuestros sentimientos coincidiesen en todo, pero debo discrepar de ti, pues nuestras dos hijas pequeñas me parecen extraordinariamente bobas.

—Mi querido señor Bennet, no pretenderás que unas niñas como ellas tengan el sentido común de su padre y su madre. Cuando lleguen a nuestra edad, me atrevo a asegurar que no pensarán en los oficiales más de lo que lo hacemos nosotros. Recuerdo la época en la que también a mí me gustaban las chaquetas rojas; en realidad, todavía me gustan. Y si un joven coronel inteligente, con una renta de cinco o seis mil libras al año, se interesase por una de mis hijas, no le diría que no. Por cierto, el coronel Forster estaba muy favorecido el otro día cuando se presentó en casa de sir William con su uniforme.

—Madre —exclamó Lydia—, la tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no van tan a menudo a casa de la señorita Watson como hacían al principio; se ha dado cuenta de que ahora van mucho a la biblioteca Clarke.

La llegada de un lacayo con una nota para la señorita Jane Bennet le impidió a la señora Bennet responder. El sirviente procedía de Netherfield, y tenía órdenes de esperar la respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaron de gozo y, mientras su hija leía, le preguntó con impaciencia:

—A ver, Jane, ¿quién la manda? ¿Qué dice? Vamos, Jane, rápido, cuéntanos, cariño.

—Es de la señorita Caroline Bingley —dijo Jane, y leyó la nota en voz alta:

Mi querida amiga:

Si no tiene usted la suficiente compasión como para cenar hoy con Louisa y conmigo, corremos el peligro de odiarnos la una a la otra para el resto de nuestras vidas; ya sabe que si dos mujeres están solas demasiado tiempo, la cosa no puede terminar sin una riña. Venga en cuanto pueda al recibo de estas líneas. Mi hermano y mi cuñado cenan hoy con los oficiales. Afectuosamente,

CAROLINE BINGLEY

—¡Cenan con los oficiales! —exclamó Lydia—. ¿Cómo es que la tía no nos lo ha contado?

—Cenan fuera —dijo la señora Bennet—, qué mala suerte.

—¿Puedo usar el coche? —preguntó Jane.

—No, querida, mejor vas a caballo, porque parece que va a llover; así tendrán que invitarte a pasar la noche allí.

—Sería un buen plan si estuviese usted segura de que no le ofrecerán en la casa un carruaje para que pueda volver —dijo Elizabeth.

—Seguro que no, porque los caballeros se habrán llevado el coche del señor Bingley para ir a Meryton. Y los Hurst no tienen caballos.

—Preferiría ir en el carruaje.

—Pero querida, seguro que tu padre no puede prescindir de los caballos de tiro. Los necesitan en la granja, ¿verdad, señor Bennet?

—Siempre los necesitan en la granja, tan a menudo que casi nunca puedo disponer de ellos.

—Bueno, si no los vas a utilizar tú hoy —dijo Elizabeth—, nuestra madre no conseguirá cumplir su propósito.

Al final, el señor Bennet admitió que necesitaba los caballos de tiro, así que Jane tendría que ir cabalgando. Su madre la despidió en la puerta con alegres pronósticos sobre el mal tiempo que iba a hacer. Sus esperanzas se vieron pronto recompensadas: Jane no se había alejado demasiado de la casa cuando ya empezó a llover muy fuerte. Sus hermanas estaban preocupadas por ella, pero la madre estaba encantada. La lluvia siguió cayendo toda la tarde sin parar ni un momento. Sin duda alguna, Jane no podría regresar.

—¡Qué buena idea tuve! —repitió varias veces la señora Bennet, como si el mérito de la lluvia fuese suyo.

Pero hasta el día siguiente no comprendió lo afortunado que había sido su ardid. La familia estaba terminando de desayunar cuando llegó un criado de Netherfield con la siguiente nota para Elizabeth:

Mi querida Lizzy:

Esta mañana me siento fatal, creo que porque ayer me empapé. Mis amables amigos no quieren ni oír hablar de mi vuelta a casa hasta que esté mejor. Insisten en avisar al señor Jones, el boticario, así que no os alarméis si oís decir que ha venido a verme. No hay ningún motivo para preocuparse, más allá de que me duelen la garganta y la cabeza.

Con cariño,JANE

—Bien, querida —dijo el señor Bennet cuando Elizabeth terminó de leer la nota en voz alta—, si tu hija cae gravemente enferma, si llega a morir, será para ti un consuelo saber que ocurrió mientras intentaba cazar por orden tuya al señor Bingley.

—Oh, no creo que se vaya a morir. La gente no se muere por un catarrillo insignificante. La cuidarán perfectamente. Y mientras pueda quedarse allí, me alegro mucho. Si pudiese disponer del coche, iría a verla.

Pero el coche no estaba disponible, así que Elizabeth, muy preocupada, decidió acercarse ella misma a Netherfield. Como no solía montar a caballo, la única manera de hacerlo era a pie. Inmediatamente declaró sus propósitos.

—¿Cómo puedes ser tan tonta para pensar en algo así con todo el barro que hay? —exclamó su madre—. No vas a estar nada presentable cuando consigas llegar.

—Estaré en condiciones de ver a Jane, que es lo único que pretendo.

—¿Es una insinuación para que te deje los caballos de tiro, Lizzy? —preguntó su padre.

—No, claro que no. No me importa ir caminando. Cuando tienes una buena razón, la distancia no es nada: son solo tres millas. Estaré de vuelta a la hora de cenar.

—Admiro tu bondad —observó Mary—, pero los impulsos que nacen del sentimiento deben ser guiados por la razón. Y, en mi opinión, los esfuerzos deben guardar proporción con la necesidad.

—Iremos contigo hasta Meryton —dijeron Catherine y Lydia. Elizabeth aceptó su compañía, y las tres jóvenes se pusieron en marcha.

—Si nos damos prisa —dijo Lydia cuando ya estaban en camino—, quizá podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya.

Al llegar a Meryton, se separaron. Las dos pequeñas se acercaron al alojamiento de la esposa de uno de los oficiales, y Elizabeth siguió sola su paseo, cruzando campo tras campo a paso rápido, ansiosa mientras saltaba piedras y esquivaba charcos, hasta que logró divisar Netherfield. Para entonces, le dolían los pies y llevaba las medias sucias y la cara resplandeciente por la intensidad del ejercicio.