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Theodore Dreiser

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Beschreibung

La trilogía del deseo es la historia de Frank Cowperwood, inspirada en la vida real del magnate de los negocios estadounidense Charles T. Yerkes, promotor de la mayor parte de los sistemas de transporte público de Chicago y Londres. En las tres entregas de esta trilogía, El financiero (1912), El titán (1914) y la póstuma El estoico (1947), retrata con fidelidad el mundo de los negocios de entonces aunque también de ahora, pues en su crítica realista y cruda percibimos que, a pesar del tiempo pasado, muchas cosas apenas han cambiado. Esta trilogía cautiva no sólo por la fuerza y singularidad de sus actores, sino también porque es un retrato sin igual del nacimiento del mundo financiero que sigue rigiendo nuestros destinos.

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Akal / Clásicos de la literatura

Theodore Dreiser

TRILOGÍA DEL DESEO

El financiero / El titán / El estoico

Traducción: María José Martín Pinto

Diseño de portada

RAG

Imágenes de cubierta:

El financiero: Frederick Burr Opper, «Jay Gould’s Private Bowling Alley», Puck XI, 264, 29 de marzo de 1882

El titán: Keppler & Schwarzmann, «Wall Street bubbles-Always the same», Puck, 1901.

El estoico: Retrato de Charles Tyson Yerkes, por Jan van Beers, ca. 1893, National Portrait Gallery.

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Títulos originales:

El financiero: The Financier / El titán: The Titan / El estoico: The Stoic

© Ediciones Akal, S. A., 2019

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN (obra completa): 978-84-460-4721-6

ISBN: 978-84-460-4371-3 (El financiero)

ISBN: 978-84-460-4473-4 (El titán)

ISBN: 978-84-460-4529-8(El estoico)

CRONOLOGÍA

1871: Nace Theodore Herman Albert Dreiser en Terre Haute, Indiana, el duodécimo hijo de un inmigrante germano, John Dreiser.

1889: Tras su graduación en un colegio de Warsaw, Indiana, asiste a la Universidad de Indiana durante un año.

1892: Comienza a trabajar como reportero del Chicago Daily Globe y como enviado especial en Saint Louis para el St. Louis Globe Democrat.

1893: Trabaja durante un año para el St. Louis Republic.

1898: Se casa con Sara Osborne.

1900: Publica su primera novela Nuestra hermana Carrie [Sister Carrie].

1901: En respuesta a un linchamiento del que fue testigo, publica en Ainslee’s Magazine el relato «Niger Jeff».

1906: Trabaja durante un año como redactor jefe de la revista femenina Broadway Magazine.

1907: Trabaja durante un año como editor de la revista Butterick Publications.

1909: Se separa de su esposa Sarah debido a su relación con Thelma Cudlipp, hija de un compañero de trabajo.

1911: Publica su segunda novela, Jenny Gerhardt.

1912: Publica la primera novela de su Trilogía del deseo: El financiero [The Financial].

1913: Publica su ensayo A Traveler Forty. Inicia una relación con la pintora y actriz Kyra Markham.

1914: Publica la segunda novela de su Trilogía del deseo: The Titan [El titán].

1915: Publica El genio.

1916: Publica su primera obra teatral, Plays of the Natural and Supernatural, y su ensayo A Hoosier Holiday.

1918: Publica The Hand of the Potter [La mano del alfarero], y otros relatos cortos con el título de Free and Other Stories.

1919: Publica su ensayo Twelve Men. Inicia una relación con su prima Helen Patges Richardson.

1920: Publica el ensayo Hey Rub-a-Dub-Dub: A Book of the Mystery and Wonder and Terror of Life.

1922: Publica el ensayo A Book About Myself; reeditado posteriormente en Newspaper Days.

1923: Publica el ensayo The Color of a Great City.

1925: Publica la novela considerada como su gran obra maestra: Una tragedia americana.

1926: Publica el ensayo MOODS Cadenced and Declaimed, con una tirada única y numerada de 550 ejemplares autografiados.

1927: Publica una colección de relatos cortos con el título de Chains: Lesser Novels and Stories.

1928: Publica su ensayo Dreiser Looks at Russia, resultado de su viaje a la Unión Soviética.

1929: Publica una colección de relatos cortos con el título de Una galería de mujeres y el ensayo My City. Su poema «The Aspirant» es publicado en The Poetry Quartos, una colección de poemas reunidos por Paul Johnston.

1930: Dreiser es nominado al Premio Nobel de Literatura.

1931: Se estrena en el cine Una tragedia americana. Asume la dirección del Comité Nacional para la Defensa de los Presos Políticos (NCDPP). Publica Tragic America, una crítica al capitalismo americano, y Dawn.

1941: Publica America Is Worth Saving, en la misma línea de crítica al capitalismo.

1944: Se casa con Helen Patges Richardson.

1945: Se une al Partido Comunista en el mes de agosto. Muere en Hollywood, Los Ángeles, el 28 de diciembre.

1946: Se publica póstumamente The Bulwark.

1947: Se publica postumamente la tercera y última novela de su Trilogía del deseo: The Stoic [El estoico].

Akal / Clásicos de la literatura / 9

Theodore Dreiser

EL FINANCIERO

Traducción: María José Martín Pinto

El financiero relata la historia de Frank Cowperwood, un hombre nacido para el éxito en el mundo de los negocios de la floreciente sociedad americana de los años sesenta y setenta del siglo XIX. Su extremada ambición, el gusto por el lujo, las mujeres y el deseo de poder conducen al protagonista a una especulación despiadada, para lo que se apoya en banqueros, financieros y funcionarios, cuyo desfile a lo largo de la novela muestra un auténtico catálogo de los personajes que encarnaron la quimera del sueño americano. Un relato que, inspirado en el magnate estadounidense Charles Tyson Yerkes, promotor de la mayor parte de los sistemas de transporte público de Chicago y Londres, retrata con fidelidad el mundo de los negocios de entonces aunque también de ahora, pues en su crítica realista y cruda percibimos que, a pesar del tiempo pasado, muchas cosas apenas han cambiado. El financiero es la primera parte de la Trilogía del deseo, de la que forman parte El titán (1914) y El estoico (1947).

Theodore Dreiser (1871-1945) fue un novelista y periodista estadounidense cuya producción se adscribe al naturalismo literario. Su experiencia vital inspiró sus obras: de orígenes humildes, se procuró una educación autodidacta y, tras varios trabajos poco cualificados, consiguió escribir para varias publicaciones periódicas. Su primer libro, no exento de polémica, fue Nuestra hermana Carrie (1900), a la que seguiría su Trilogía del deseo: El financiero (1912), El titán (1914) y la póstuma El estoico (1947). Pero su gran éxito llegaría con Una tragedia americana (1926), cuya versión cinematográfica de 1951 (Un lugar en el sol) sería ganadora de dos Oscar de la Academia. De convicciones socialistas, Dreiser criticó el sueño americano y a la sociedad burguesa en sus obras y en numerosos artículos de opinión política, tarea a la que se entregó especialmente los últimos años de su vida. En 1930 fue nominado al Premio Nobel de Literatura.

INTRODUCCIÓN

Theodore Dreiser, un hombre adelantado a su tiempo

Theodore Dreiser nació en Terre Haute, en el estado de Indiana, el 27 de agosto de 1871, en el seno de una familia muy humilde. Fue el undécimo hijo de los trece que tuvo el matrimonio compuesto por Sarah Maria (Schänäb de soltera), procedente de una comunidad menonita de Dayton (Ohio), de orígenes alemanes, y John Paul Dreiser, un inmigrante alemán católico. La pobreza en la que vivía la familia empujó a Theodore a trabajar desde muy joven en los más variados oficios, si bien no abandonó su formación y, aunque nunca terminó la escuela secundaria, logró ingresar en la Universidad de Indiana, aunque sólo durante un curso (1889-1890). Su auténtica escuela definitivamente habría de ser la de la experiencia y la de la vida.

Efectivamente, su pericia con la escritura le permitió comenzar a trabajar como reportero para varios periódicos de Chicago: el Chicago Daily Globe, el St Louis Globe Democrat y el St Louis Republic. Posteriormente, abandonó Chicago y siguió ejerciendo como periodista en ciudades como Pittsburgh y Nueva York, entre otras. Su experiencia en el campo del periodismo sirvió a Theodore no sólo para entrenarse en la redacción literaria, sino también para conocer la realidad social que con tanto acierto plasmaría en sus obras, consagrándolo como el pionero del naturalismo americano. Ante él se abrió un mundo muy distinto del que su estrecha educación católica impuesta en el seno familiar le había mostrado. Igualmente, la lectura de autores como Charles Darwin, Herbert Spencer y Thomas Huxley, así como Thomas Hardy y Honoré de Balzac en el ámbito de la literatura, tuvieron un gran impacto en Dreiser.

Mientras desempeñaba su tarea como reportero del St Louis Republic, en 1893, conoció a Sara Osborne White, alias Jug, una maestra de Missouri, a la que acompañó junto con otras damas a la Exposición Universal de Chicago. En 1898 contraerían matrimonio, pero este no habría de durar mucho. Theodore y Sara no parecían compartir las mismas inquietudes y en 1909 se separaron, mas Sara nunca concedería el divorcio a su marido. Este mantendría a lo largo de su vida varias relaciones, si bien fue la que tuvo con su prima Helen Patges Richardson, la más estable. De hecho, Theodore y Helen contraerían matrimonio en 1944.

Fue en 1900, antes de su separación matrimonial, cuando Dreiser publicó su primera novela, Sister Carrie (Nuestra hermana Carrie), la cual causó un gran revuelo debido al tratamiento que el autor hacía de la sexualidad de la mujer y de las relaciones extramatrimoniales. Dreiser conocía muy bien, por la experiencia vital de su propia hermana Emma, lo que suponía para la mujer enfrentarse a determinadas situaciones en las que quedaba expuesta a la crítica y el rechazo social. Carrie, la joven que da título a la novela, es una muchacha que huye del campo y de la pobreza en busca de una vida mejor en la ciudad. Para los editores y la crítica americana resultaba intolerable que una mujer de «vida relajada» terminara triunfando y que la historia concluyera sin la moraleja adecuada. Sin embargo, la crítica sí fue favorable al otro lado del Atlántico y Europa reconoció la brillantez de la obra de Dreiser. América tardaría en admitir su error y retiró del mercado los ejemplares, lo que sumió al autor en una depresión que le llevó a abandonar la literatura durante unos años. Afortunadamente, pese a la censura, Nuestra hermana Carrie tendría finalmente el éxito que se merecía. En 1952 el director William Wyler la llevaría a la gran pantalla.

En 1911 Dreiser publicó su segunda novela, Jennie Gerhardt, que de nuevo tenía a una mujer que lucha por un futuro mejor como protagonista. Afortunadamente, en esta ocasión el apoyo recibido por Dreiser a su novela, pese a ser también censurada por cuestiones morales, propició que pudiera dedicarse en exclusiva a la literatura. Su producción desde entonces sería imparable. Tan sólo un año después, en 1912, saldría a la luz la primera obra de la «Trilogía del deseo» con The Financier(El financiero), a la que seguiría The Titan (El titán) en 1914. La tercera obra y última de esta trilogía se publicaría póstumamente, en 1947, con el título The Stoic (El estoico). En 1915 publicó el semiautobiográfico The Genius (El genio), que relata las vivencias de un pintor llamado Eugene Witla. La obra fue censurada por la Sociedad para la Supresión del Vicio de Nueva York, entre otros motivos por sus críticas a la burguesía americana.

Durante estos años también cultivó otros géneros como el teatro (Plays of the Natural and Supernatural [Comedias de lonatural y sobrenatural], 1916, y The Hand of the Potter [La mano del alfarero], 1919) y publicó once relatos cortos bajo el título Freeand Other Stories (Libre y otras historias, 1918). Igualmente escribió obras de carácter autobiográfico como A Traveler at Forty (Un viajero a los cuarenta, 1913), A Hoosier Holiday (Una fiesta en Indiana, 1916) y A Book About Myself (Un libro sobre mí mismo, 1922), que sería reeditada con otro título años más tarde (Newspaper Days [Días de periodista]), en 1931, el mismo año que se publicara su también autobiográfica Dawn. También escribió un ensayo filosófico (Hey Rub-a-dub-dub: A Book of Essays and Philosophy [Hey Rub-a-dub-dub: un libro de ensayos y filosofía],1920) y un libro sobre la ciudad de Nueva York (The Color of a Great City [El color de una gran ciudad], 1923).

No obstante, su gran éxito vendría con An American Tragedy (Una tragedia americana, 1925), la que sería reconocida como su gran obra cumbre. En Una tragedia americana Dreiser relata la historia de un chico de orígenes humildes que sueña con alcanzar una vida mejor. Para lograrlo, mata a su novia, que está embarazada, y se casa con una mujer de buena posición. Inspirada también en un personaje real (la historia de Chester Gillete), Dreiser vuelve a incidir en temas como la ambición, la superación, la búsqueda de la felicidad y a retratar la sociedad americana y sus convencionalismos de manera magistral. La obra, aclamada por la crítica y considerada en la actualidad como una de las más importantes en lengua inglesa del siglo XX, fue llevada al teatro y al cine dos veces, primero en 1931, versión que sería criticada por el mismo autor, y en 1951, esta segunda vez con un título diferente al de la novela: A Place in the Sun (Un lugar en el sol) y con más éxito de crítica. Recibió dos premios Oscar: a la mejor dirección y al mejor guion.

Theodore Dreiser se convirtió en un autor de éxito y a partir de entonces se dedicó con más empeño que antes a denunciar en sus obras la desigualdad, la discriminación y la pobreza. Sus escritos respondían a su activismo en campañas como la huelga de mineros en Pineville y Harlan, o la denuncia del linchamiento de Frank Little, líder de la IWW (Industrial Workers of the World). Ideológicamente afín al socialismo, Dreiser escribió una visión favorable sobre la Unión Soviética, que había visitado en 1927, en Dreiser Looks at Russia (Dreiser mira a Rusia, 1928), y denunció el capitalismo feroz, la censura y la falta de libertad en obras como Tragic America (América trágica, 1932) y America Is Worth Saving (América merece salvarse, 1941). Asimismo, publicó varios relatos cortos en Chains (Cadenas, 1927) y los dos volúmenes de A Gallery of Women(Galería de mujeres, 1929), retratos de quince mujeres de diversa condición social que él había conocido. Ya en 1919 había escrito un libro semejante, Twelve Men (Doce hombres), dedicado como indica su título a doce hombres, entre ellos a su hermano Paul, que llegó a ser un reconocido músico. Igualmente, se atrevió con la poesía en Moods [Talantes] y Cadenced and Declaimed [Rimado y recitado], ambos publicados en 1935. En 1929 escribió otro retrato de la ciudad de Nueva York: My City (Mi ciudad).

En 1930 Dreiser fue nominado para el Premio Nobel de Literatura, pero este fue concedido al también escritor americano Sinclair Lewis. Sus últimas novelas, The Bulwark (El baluarte, 1946) y The Stoic (El estoico, 1947), fueron publicadas póstumamente, pues murió el 28 de diciembre de 1945 en Hollywood (California) a la edad de setenta y cuatro años.

El inicio de la Trilogía del deseo: El financiero

Una historia sobre el mundo de los negocios

En 1912 Dreiser publicó el primer libro de lo que constituiría su conocida como «Trilogía del deseo»: El financiero. Con esta obra iniciaba el relato de un hombre hecho a sí mismo, Frank Algernon Cowperwood, quien desde su infancia se había mostrado como un chico despierto y hábil para los negocios: su primer gran éxito empresarial había consistido en la compraventa de jabón de Castilla, siendo tan sólo un muchacho de trece años… Este no fue más que el inicio de una serie de beneficiosas inversiones que convertirían al señor Cowperwood en un reconocido hombre de negocios de la ciudad de Filadelfia.

El protagonista está inspirado en el magnate estadounidense Charles Tyson Yerkes, responsable del desarrollo del transporte de Chicago y Londres. Como el personaje de la vida real, Cowperwood centra sus negocios en la construcción de las líneas de tranvía que atravesarían la ciudad americana a finales del siglo XIX, y sus ganancias no dejan de crecer exponencialmente gracias a ello, así como paralelamente lo hacen su riqueza, su influencia social y sus amistades. La clave de su éxito es confiar en uno mismo, porque su principio vital es que uno depende de sí para prosperar y triunfar, pues la vida, en términos darwinistas, es una lucha entre los individuos por la supervivencia.

Efectivamente, Cowperwood consigue ser un hombre afortunado en todos los sentidos, incluido en el amor. Logra casarse con una hermosa mujer, mayor que él y viuda de un pequeño empresario, Lillian Semple Cowperwood, con la que forma una familia modélica y que le dará dos preciosos hijos. Vive en una bonita casa que enriquece con obras de arte y las últimas tendencias en mobiliario y decoración. Tiene amistades y conocidos con influencias por doquier… Pero el mundo de los negocios no entiende de fama, fortuna y amistad cuando las cosas se tuercen. La economía americana está en manos de banqueros y hombres de negocios sin escrúpulos que no dudan en especular en su beneficio a costa de hundir a los más pobres, incluso si es la nación entera. Son esos hombres que se aprovechan de la guerra civil que enfrenta a los estados del Norte y del Sur para medrar en sus negocios o que conducen al país a pánicos financieros como los vividos en 1893 y 1907 y sus consiguientes depresiones. Aquellos que manipulan las altas esferas políticas para conseguir sacar adelante sus planes empresariales; unas altas esferas que a su vez se benefician de los hombres de negocios con sus inyecciones de dinero. La novela se convierte así en un retrato fiel, semiperiodístico, del mundo empresarial y de los negocios de finales del siglo XIX y principios del XX, que se une a los que sobre este tema se escribieron en esta época e incluso con anterioridad. El peso político, económico y social de los hombres de negocios era tan fuerte que la sociedad americana comenzaba a denunciar y movilizarse por el cambio de los parámetros que movían la economía, también en Europa. Y los periodistas, como Dreiser, tuvieron mucho que ver en ello. En El financiero realidad y ficción se mezclan constantemente y los personajes verídicos desfilan entre los imaginarios de manera que el lector puede sumergirse en una historia que bien podría haber sucedido fielmente.

Cowperwood logra convertirse en uno de esos hombres sin escrúpulos, pero Dreiser logra que el lector entienda al personaje e incluso le respete y le compadezca en los momentos en que cae en desgracia… o en todo caso, logra que no se le desprecie como se llega a despreciar al resto. Porque Frank Cowperwood termina siendo también víctima del mundo financiero y porque encarna igualmente el rechazo a los convencionalismos morales de la burguesía americana. Efectivamente, en el caso de Cowperwood, al desastre financiero se une su relación extramatrimonial con Aileen Butler, la hija de Edward Malia Butler, un contratista de Filadelfia del cual Frank es durante un tiempo asesor. Cuando Butler descubre, a través de una carta anónima, que su hija es la amante de Frank, urde un plan para arruinar a este y enviarle a la cárcel, aprovechando el caos financiero que causa el gran incendio de Chicago de 1871. Y no le faltan amigos en las altas esferas políticas para conseguirlo.

En ocasiones podríamos pensar que la benevolencia de Dreiser hacia el protagonista podría interpretarse como una alabanza del capitalismo que tanto combatió en su vida real en defensa del socialismo, pero Cowperwood es quien permite perfilar a la perfección al tipo de hombre que la obra pretende denunciar. Es el claro prototipo del tipo que amenaza económica y socialmente al país y contra cuyas prácticas se debe establecer una legislación urgentemente. Y a la vez, Cowperwood (un hombre inteligente, con encanto y con una moralidad más progresista) desafía a los hombres de negocios de la época, a su moral hipócrita y a la exhibición obscena de sus excesos renaciendo de sus cenizas y recuperando, tras el pánico de 1873, de nuevo su riqueza.

Esa crítica a la falta de moral y de escrúpulos del mundo de las finanzas hace de El financiero una obra intemporal, cuya historia y personajes no resultarán ajenos al lector de hoy. Cuando el lector actual lea la novela, se percatará de que las causas de la crisis económica iniciada en 2008, que todavía lastra a tantos países de todo el mundo, no se alejan mucho de las que motivaron los colapsos financieros de finales del siglo XIX y primera mitad del XX. Y la sensación que le dejará es que a los personajes que movían los hilos de la economía de aquella época no los ha barrido el tiempo y siguen decidiendo, cual moiras, el destino del hombre.

El efecto «Cowperwood»

Como mencionamos líneas antes, para el personaje protagonista, Dreiser se inspiró en el magnate filadelfio Charles Tyson Yerkes (1837-1905), quien alcanzó su gran fortuna gracias a sus ilícitas inversiones y especulaciones en el negocio del tranvía de la ciudad de Chicago. Sin embargo, la personalidad de Yerkes –que integraría el grupo de los conocidos como «barones ladrones» junto con financieros como J. P. Morgan, Andrew Carnegie, Jay Gould o John D. Rockefeller entre otros– parece estar lejos de la de Frank A. Cowperwood. Efectivamente, Dreiser no permite, al menos por el momento, que su personaje traspase los límites que puedan provocar en el lector una animadversión a su persona y/o actos. Cowperwood se presenta como un hombre perfecto hasta cuando se equivoca, y el efecto positivo que causa su personalidad sobre todos aquellos que le rodean es evidente en todo momento; incluso los que más tarde se convertirán en sus enemigos no pueden dejar de reconocer su encanto y carisma. De ahí que todos los personajes que desfilan por la novela se contraponen a Cowperwood, o se amoldan a él, irremediablemente, para brillar o para oscurecerse en una historia donde el hilo conductor no es otro que el ascenso y la lucha por mantenerse en lo más alto de un hombre singular.

Que Frank Cowperwood es especial es evidente desde su infancia, cualidad que no es heredada sino que surge como un brillante en bruto en una familia media acomodada muy convencional. Henry Worthington Cowperwood, el padre del financiero, es el ejemplo perfecto de hombre íntegro: pulcro, comedido, trabajador y cumplidor, pero falto, sin embargo, de la seguridad de su hijo: «Carecía en gran medida de las dos cosas necesarias para distinguirse en cualquier campo: magnetismo y visión». Es por ello que el éxito en la vida de Henry Cowperwood sólo es posible si su hijo se lo puede procurar; igual que el fracaso viene determinado por el de Cowperwood hijo. Y lo mismo le ocurre a la esposa del protagonista, Lillian Semple, quien es excepcional hasta que deja de serlo a ojos de su marido.

Hermosa, paciente y serena, Lillian alimenta durante un tiempo el ego de Cowperwood y su apetito sexual pese a que «no era brillante ni activa»; simplemente, «merecía la pena, porque mirarla era muy agradable y creaba una estampa dondequiera que se parara de pie o sentada». Como una figurita de porcelana… Una descripción reveladora del egocentrismo de Cowperwood, quien se dará cuenta con el tiempo de que no quiere a Lillian porque no está hecha para él, puesto que la mujer a «su medida» todavía está por llegar; «el destino se la entregaría con total seguridad».

Aileen, sin embargo, vuelve a despertar la pasión de Cowperwood. Rebosante de vitalidad, ella es una mujer provocativa, incluso viril, pero, sobre todo, un apoyo incondicional para «su Frank»; una mujer perfecta para Cowperwood, pues ella no siente «el más mínimo temor espiritual». Aileen es, en ese sentido, una mujer valiente y adelantada a su tiempo, y Frank, que rechaza el puritanismo de la sociedad americana de corazón, no por conveniencia, se ve favorecido por esa actitud abierta y complaciente de la que ha sido capaz de volver a despertar su pasión.

Pero Cowperwood no engaña nunca al lector, su lema es que sólo cree en él mismo y nada más que en él; es pura confianza en sus capacidades. Le es posible mantener su mente fría ante la adversidad porque sabe que siempre hallará una solución, y eso es lo que le diferencia de la mayor parte de los hombres de negocios, principalmente de Stener, el más oscuro y despreciable de todos los que asoman por la novela por su ignorancia y su cobardía, «uno de esos hombres, de los que hay tantos miles en cualquier comunidad grande, sin amplitud de visión, sin perspicacia, sin destreza y sin habilidad en nada». Su debilidad, que le convierte en un hombre manejable, es la clave de la prosperidad pero también del fracaso de Cowperwood; no obstante, la gran diferencia es que este logra renacer de sus cenizas, cosa que Stener jamás podrá hacer sin ayuda de otros. Esos otros que también han contribuido al enriquecimiento del protagonista y a su desgracia. Edward Malia Butler, un hombre hecho a sí mismo, es la fuerza, la persuasión y la inteligencia para los negocios, mas limitado por un sentimiento: el del amor a su hija. Prueba de que los sentimientos y las pasiones no llevan a feliz término ningún negocio. Y junto a él, Mollenhauer y Simpson, que manejan sin escrúpulos la política de la ciudad, pero sobre todo el tesoro de esta, para su beneficio. Fríos y calculadores, estos magnates no conocen amigos cuando hay un negocio entre manos. Son los «barones ladrones» de la novela que emulan a los que en los Estados Unidos del siglo XIX saqueaban las arcas públicas.

No querríamos que lo hasta aquí dicho de Cowperwood pudiese haber despertado el recelo del lector hacia el personaje. Es curioso que Cowperwood, pese a compartir muchos puntos de vista con esos magnates sin escrúpulos, siga siendo a lo largo de la historia un hombre de principios que podrá hacer creer al lector, pese a contar con todos los datos, en su candidez e inocencia. Cowperwood es un hombre seguro de sí mismo porque puede serlo, porque se ha demostrado día a día que es capaz de conseguir lo que se propone. Y aunque es egoísta, frío y calculador, también ama apasionadamente y es capaz de renunciar a muchas cosas por aquello que cree. Y también defiende la libertad y reprueba la hipocresía y el puritanismo de la clase alta norteamerican... Al final, Cowperwood también embaucará al lector con su efecto, porque a todos nos gusta compartir nuestro tiempo con quien queremos, disfrutar del dinero y de la buena vida.

EL FINANCIERO

CAPÍTULO I

La Filadelfia en la que nació Frank Algernon Cowperwood era una ciudad de doscientos cincuenta mil habitantes o más. Disfrutaba de hermosos parques, edificios notables y estaba llena de recuerdos históricos. Muchas de las cosas que nosotros y él conocimos más tarde no existían entonces –el telégrafo, el teléfono, el tren expreso, el barco de vapor transoceánico y el reparto del correo en la ciudad–. No existían los sellos de correos ni las cartas certificadas. El tranvía eléctrico no había llegado; en su lugar, había multitud de tranvías tirados por caballos, y para los viajes más largos, se contaba con el ferrocarril, que lentamente se iba desarrollando y aún estaba conectado en gran medida mediante canales.

El padre de Cowperwood trabajaba como empleado en un banco cuando Frank nació, pero diez años después, cuando el chico empezaba a fijarse en el mundo con mirada vigorosa y sensata, el señor Henry Worthington Cowperwood se convirtió en el heredero del puesto de cajero que había quedado libre como consecuencia de la muerte del presidente del banco y del ascenso consiguiente de los otros directivos, con el salario, munificente para él, de tres mil quinientos dólares al año. Enseguida decidió, tal como comunicó gozosamente a su esposa, llevarse a su familia del número 21 de Buttonwood Street al 124 de New Market Street, a un barrio mucho mejor, donde había una bonita casa de ladrillo de tres plantas de altura en oposición a su domicilio actual en una casa de dos plantas. Existía incluso la posibilidad de que algún día llegaran a tener algo todavía mejor, pero por el momento, esto era suficiente. Estaba extremadamente agradecido.

Henry Worthington Cowperwood era un hombre que sólo creía en lo que veía y que se sentía satisfecho de ser lo que era: un banquero, o un potencial banquero. En esta época era una figura notable –alto, delgado, inquisitivo, con aspecto de erudito− de bonitas patillas suaves y bien recortadas que le llegaban hasta más abajo de los lóbulos de las orejas. Tenía el labio superior delicado y curiosamente largo, la nariz larga y recta, y un mentón que tendía a ser puntiagudo. Las cejas eran pobladas y acentuaban unos ojos desvaídos de un verde grisáceo, y el pelo era corto y liso, y lo llevaba con la raya bien hecha. Siempre vestía con levita –era lo habitual en los círculos financieros de aquellos días− y sombrero de copa. Y llevaba las manos y las uñas inmaculadamente limpias. Su actitud podría haberse denominado como severa, aunque en realidad era más cultivada que austera.

Al tener la ambición de prosperar social y económicamente, ponía mucho cuidado en con quién y de quién hablaba. Tenía el mismo temor a expresar una opinión política o social excesiva o impopular que a ser visto con algún personaje de mala fama, aunque en realidad, no tenía ninguna opinión de gran importancia política que expresar. No era ni pro ni antiesclavista, aunque el ambiente era tormentoso entre las opiniones a favor de la abolición y los que se oponían a ella. Creía sinceramente que con los ferrocarriles se harían grandes fortunas, siempre y cuando se tuviera el capital y esa cosa curiosa que era el magnetismo personal; la capacidad de ganarse la confianza de otros. Estaba seguro de que Andrew Jackson estaba totalmente equivocado al oponerse a Nicholas Biddle y al Banco de los Estados Unidos[1], una de las grandes cuestiones del momento; y le preocupaba, y con razón, la tormenta perfecta de dinero emitido por los bancos estatales que flotaba por allí y que llegaba a su banco constantemente –desvalorizado, por supuesto, y que volvía a entregarse a prestatarios ávidos a cambio de un beneficio–. Su banco era el Third National de Filadelfia[2], y estaba ubicado en lo que era sin duda el centro de Filadelfia, y en aquel momento, prácticamente de todas las finanzas nacionales –Third Street− y sus propietarios dirigían una correduría financiera como negocio suplementario. En aquellos días había una auténtica plaga de bancos estatales, grandes y pequeños, que emitían billetes prácticamente sin regulación alguna basándose en activos peligrosos y desconocidos, que quebraban y suspendían operaciones con extraordinaria rapidez. Tener conocimientos de todo esto suponía un requisito importante del puesto del señor Cowperwood. Como resultado, se había convertido en el alma de la cautela. Desgraciadamente para él, carecía en gran medida de las dos cosas necesarias para distinguirse en cualquier campo: magnetismo y visión. No estaba destinado a ser un gran financiero, aunque sí parecía haber sido designado para ser moderadamente próspero.

La señora Cowperwood era de temperamento religioso; era una mujer pequeña con el pelo castaño claro y los ojos marrones, que había sido muy atractiva en su día, pero que se había vuelto puritana y poco sentimental, predispuesta a tomarse muy en serio el cuidado maternal de sus tres hijos y de su hija. Los primeros, capitaneados por Frank, el mayor, eran una fuente de considerables disgustos para ella, porque hacían continuas expediciones a distintas partes de la ciudad, mezclándose con chicos malos, probablemente, y viendo y oyendo cosas que no deberían ver ni oír.

Frank Cowperwood era, ya a los diez años, un líder nato. Tanto en el colegio al que asistió como en la escuela secundaria, se le consideraba como alguien en cuyo sentido común se podía confiar incuestionablemente en todo momento. Era un joven robusto, valiente y desafiante. Desde el comienzo mismo de su vida, quiso saber de economía y política. Los libros no le interesaban nada. Era un chico limpio, espigado, bien proporcionado, de cara pulcra y radiante, de rasgos perfilados y afilados, con grandes ojos grises, frente ancha y el pelo castaño oscuro corto e hirsuto. Era de actitud incisiva, rápida e independiente y hacía preguntas constantemente con el deseo voraz de hallar una respuesta inteligente. Nunca tenía dolores ni molestias, comía con deleite y controlaba a sus hermanos con mano de hierro. «¡Vamos, Joe!», «¡Date prisa, Ed!». No daba las órdenes de manera brusca, pero sí con mucha seguridad, y Joe y Ed las acataban. Desde el principio, admiraron a Frank y lo consideraron el jefe, y escuchaban con avidez cualquier cosa que él tuviera que decir.

Estaba siempre reflexionando, reflexionando –fascinado por la información, fuera de la naturaleza que fuera− porque no era capaz de entender cómo estaba organizado este lugar al que había llegado, esta vida. ¿Cómo habían llegado al mundo todas estas personas? ¿Qué estaban haciendo aquí? ¿Y quién empezó todo esto? Su madre le contó la historia de Adán y Eva, pero no la creyó. Había un mercado de pescado no muy lejos de su casa y allí, de camino a ver a su padre en el banco, o guiando a sus hermanos en sus expediciones de después del colegio, le gustaba echar un vistazo a cierto tanque que había delante de uno de los puestos donde se guardaban los ejemplares raros de animales marinos que traían los pescadores de la bahía de Delaware[3]. Una vez vio un caballito de mar –un extraño animalito marino que se parecía un poco a un caballo− y otra vez vio una anguila eléctrica que el descubrimiento de Benjamín Franklin[4] ya había explicado. Una vez vio que metían un calamar y una langosta en el tanque, y en relación con ellos fue testigo de una tragedia que lo acompañó toda su vida y que le aclaró las cosas considerablemente a nivel intelectual. A la langosta, según parecía de lo que comentaban los curiosos desocupados, no le dieron comida, ya que se consideraba que el calamar era su presa legítima. Estaba en el fondo del tanque de vidrio transparente sobre la arena amarilla, sin ver nada aparentemente –no se sabía hacia dónde miraban aquellos ojos redondos parecidos a pequeños botones negros− pero, aparentemente, no se separaban del cuerpo del calamar. Este último, pálido y de textura cerosa, muy parecido a la grasa de cerdo o al jade, se movía como un torpedo, pero sus movimientos aparentemente no escapaban nunca a los ojos de su enemiga, porque su cuerpo empezó a desaparecer gradualmente en pequeñas porciones arrancadas por las pinzas implacables de su perseguidora. La langosta saltaba como una catapulta hasta donde estuviera el calamar, que parecía estar soñando de manera despreocupada, y el calamar, muy alerta, se alejaba como una flecha, soltando al mismo tiempo una nube de tinta tras la que desaparecía. Pero no siempre tenía éxito. Con frecuencia, quedaban en las pinzas de la langosta pequeñas porciones de su cuerpo o de su cola. Fascinado por el drama, el joven Cowperwood venía diariamente a observar.

Una mañana estaba delante del tanque con la nariz casi pegada contra el cristal; sólo quedaba una pequeña parte del calamar y su saco de tinta estaba más vacío que nunca. En una esquina del tanque estaba la langosta, al parecer preparada para la acción.

El chico se quedó todo el tiempo que pudo: lo fascinaba aquella encarnizada lucha. Ahora, quizá al cabo de una hora o de un día, el calamar podría morir, aniquilado por la langosta, y la langosta se lo comería. Volvió a mirar a la máquina de destrucción de color verde cobrizo de la esquina y se preguntó cuándo ocurriría. Esta noche, quizá. Volvería por la noche.

Regresó aquella noche, y ¡ved!, lo que se esperaba había ocurrido. Había una pequeña multitud alrededor del tanque. La langosta estaba en la esquina, y ante ella se encontraba el calamar partido en dos y parcialmente devorado.

—Al final lo pilló –observó un curioso−. Yo estaba aquí hace una hora, dio un salto y lo agarró. El calamar estaba demasiado cansado. No fue lo suficientemente rápido. Retrocedió, pero la langosta ya había calculado que haría eso; llevaba ya mucho tiempo observando sus movimientos. Lo ha pillado hoy.

Frank se limitó a mirar fijamente. Qué lástima que se lo hubiera perdido. Sintió una pizca de pena por el calamar al verlo muerto. Después dirigió la mirada hacia la vencedora.

—Así es como tiene que ser, supongo –comentó para sí−. El calamar no fue lo suficientemente rápido –concluyó.

»El calamar no podía matar a la langosta; no tenía armas. La langosta sí podía matar al calamar; tenía unas armas muy poderosas. El calamar no tenía nada con lo que alimentarse, y la langosta tenía como presa al calamar. ¿Cuál podía ser el resultado? ¿De qué otra manera habría podido ser? No tenía nada que hacer –concluyó finalmente, mientras trotaba hacia su casa.

El incidente le causó una gran impresión. Respondía a grandes rasgos al enigma que lo había estado incordiando tanto en el pasado: «¿Cómo está organizada la vida?». Las cosas se alimentaban unas de otras para vivir, esa era la respuesta. Las langostas se alimentaban de los calamares y de otras cosas. ¿Y qué se alimentaba de las langostas? ¡Los hombres, por supuesto! ¡Desde luego que era así! ¿Qué se alimentaba de los hombres?, se preguntó. ¿Otros hombres? Los animales salvajes se alimentaban de los hombres. Y había indios y caníbales. Y algunos hombres morían como consecuencia de tormentas o accidentes. No tenía muy claro lo de que los hombres se alimentaran de otros hombres, pero los hombres sí que mataban a otros hombres. ¿Qué decir de las guerras, las peleas callejeras y las turbas? Una vez vio cómo una turba asaltaba el edificio del Public Ledger[5] cuando volvía del colegio. Su padre le había explicado el porqué. Fue por los esclavos. ¡Eso era! Desde luego que los hombres vivían de otros hombres. Mira los esclavos. Son hombres. Por eso hay tanta excitación estos días. Los hombres matan a otros hombres, a los negros.

Se fue a casa muy satisfecho consigo mismo por haber hallado la solución.

—¡Madre! –exclamó al entrar en la casa−, ¡por fin lo ha pillado!

—¿Ha pillado a quién? ¿Qué ha pillado a qué? –preguntó extrañada−. Ve a lavarte las manos.

—Pues la langosta esa de la que os estuve hablando a ti y a papá el otro día, que ha cogido al calamar.

—¡Qué lástima! ¿Qué te hace interesarte en esas cosas? Corre a lavarte las manos.

—No se ven cosas así a menudo. Yo nunca lo había visto antes. –Salió al patio trasero, donde había un grifo y una columna con una mesita encima, y sobre ella, un cacharro brillante de estaño y un cubo de agua. Aquí se lavó las manos y la cara.

—Papá –le dijo a su padre más tarde−, ¿te acuerdas del calamar?

—Sí.

—Pues está muerto. La langosta lo cogió.

Su padre continuó leyendo.

—Qué mala suerte –dijo con indiferencia.

Pero durante días y semanas Frank estuvo pensando en esto y en la vida a la que se había visto arrojado, porque ya andaba reflexionando sobre lo que sería en este mundo y en cómo iba a salir adelante. De ver a su padre contar dinero, estaba seguro de que le gustaría la banca, y Third Street, donde estaba la oficina de su padre, le parecía la calle más limpia y más fascinante del mundo.

[1] Andrew Jackson (1767-1845) fue el séptimo presidente de los Estados Unidos (1829-1837). Nicholas Biddle (1786-1844) fue el tercer y último presidente del Segundo Banco de los Estados Unidos, localizado en Filadelfia. El Banco de los Estados Unidos, conocido como el First National Bank (Primer Banco Nacional), tenía su sede en Filadelfia, que fue la capital provisional de la nación hasta 1799, y funcionó como el banco central del país desde 1791 hasta 1816, cuando fue sucedido por el Second Bank of the United States (Segundo Banco).

[2] El Third National Bank de Filadelfia no existió hasta la firma de las National Banking Acts de 1863 y 1864, las leyes que regularon el establecimiento del sistema de bancos nacionales en Estados Unidos.

[3] La bahía de Delaware es una ensenada situada en el océano Atlántico, entre los estados de Nueva Jersey y Delaware.

[4] Benjamin Franklin (1706-1790), uno de los padres fundadores de Estados Unidos, además de reconocido inventor y científico, residió Fildelfia, ciudad en la que murió.

[5] Diario de Filadelfia publicado entre 1836 y 1942.

CAPÍTULO II

La juventud del joven Frank Algernon Cowperwood transcurrió durante años en lo que podría llamarse una cómoda y feliz existencia familiar. Buttonwood Street, donde pasó los primeros diez años de su vida, era un lugar estupendo para que viviera un chico. Contenía fundamentalmente pequeñas casas de ladrillo rojo de dos o tres plantas, con pequeños escalones de mármol blanco que conducían hasta la puerta principal, y delgados adornos de mármol blanco que bordeaban la puerta principal y las ventanas. Había árboles en la calle, muchos árboles. La superficie de la calle estaba cubierta de adoquines grandes y redondos, que las lluvias dejaban limpios y brillantes. Y las aceras eran de ladrillo rojo, siempre frescas y húmedas. En la parte de atrás, había un patio con hierba y árboles, y a veces con flores, ya que las parcelas tenían casi siempre al menos treinta metros de profundidad, y como la parte delantera de las casas se pegaba a la acera que corría por delante, eso dejaba un espacio amplio en la parte trasera.

Los Cowperwood, tanto el padre como la madre, no eran tan prácticos ni tan rígidos como para que eso les impidiera seguir la tendencia natural de ser felices y alegres con sus hijos; de modo que esta familia, que aumentó a razón de un niño cada dos o tres años tras el nacimiento de Frank, hasta que hubo cuatro hijos, resultaba un caso bastante llamativo cuando él tenía diez años y estaban a punto de mudarse a la casa de New Market Street. Los contactos de Henry Worthington Cowperwood aumentaban a medida que su posición se hacía de mayor responsabilidad, y gradualmente se iba convirtiendo en todo un personaje. Ya conocía a unos cuantos de los comerciantes más prósperos que hacían transacciones con su banco, y como sus responsabilidades de empleado le obligaban a visitar otros bancos, había llegado a ser conocido y bien considerado en el Banco de los Estados Unidos, en el Drexel, en el Edwards y en otros[1]. Los agentes de bolsa sabían que representaba a una organización muy sólida, y aunque no lo consideraban una persona brillante, sí se le conocía por ser un individuo extremadamente fiable y digno de confianza.

El joven Cowperwood indudablemente compartió los progresos de su padre. A menudo se le permitía ir al banco los sábados, cuando podía observar con gran interés el hábil intercambio de billetes en la agencia de corredores de la empresa. Quería saber de dónde procedían los distintos tipos de dinero, por qué se exigían descuentos y por qué se recibían, y lo que hacían los hombres con todo el dinero que percibían. Su padre, complacido por su interés, se lo explicaba gustosamente, de modo que ya a una edad muy temprana −entre los diez y los quince años− el chico adquirió amplios conocimientos sobre la condición financiera del país –lo que era un banco estatal y lo que era un banco nacional; lo que hacían los agentes de bolsa; lo que eran las acciones y por qué fluctuaba su valor–. Empezó a ver con claridad lo que significaba que el dinero fuera un medio de intercambio, y cómo se calculaban los valores según un valor primario, el del oro. Era financiero por instinto, y todo el conocimiento que concernía a ese gran arte le resultaba tan natural como lo son las emociones y las sutilezas de la vida para un poeta. Este medio de intercambio, el oro, le interesaba intensamente. Cuando su padre le explicó cómo se sacaba de la mina, soñaba que tenía una mina de oro y se despertaba deseando que fuera así. Sentía igualmente curiosidad por las acciones y los bonos y aprendió que algunas acciones y bonos no valían ni el papel en el que estaban escritos, y que otros valían mucho más de lo que indicaba su valor nominal.

—Mira, hijo mío –le dijo un día su padre−, no verás muchas de estas por este barrio con frecuencia.

Se refería a una serie de participaciones de la Compañía Británica de las Indias Orientales[2], depositadas como avales a dos tercios de su valor nominal para un préstamo de cien mil dólares. Un magnate de Filadelfia las había hipotecado para disponer del dinero en efectivo. El joven Cowperwood las miraba con curiosidad.

—No parece que valgan mucho, ¿verdad? –comentó.

—Valen exactamente cuatro veces su valor nominal –dijo su padre con aire de superioridad.

Frank volvió a examinarlas:

—La Compañía Británica de las Indias Orientales −leyó−. Diez libras; eso son cerca de cincuenta dólares.

—Cuarenta y ocho con treinta y cinco –comentó su padre con sequedad−. Pues si tuviéramos un lote de esas no tendríamos que trabajar mucho. Verás que casi no tienen marcas. No las mueven mucho. No creo que estas se hayan usado antes como garantía.

El joven Cowperwood las devolvió al rato, no sin haber percibido antes con claridad las amplias ramificaciones de las finanzas. ¿Qué era la Compañía de las Indias Orientales? ¿A qué se dedicaba? Su padre se lo contó.

En casa también escuchaba hablar mucho sobre inversiones y aventuras financieras. Oyó hablar, por un lado, de un personaje curioso de nombre Steemberger[3], un gran especulador de carne de res procedente de Virginia, que se había visto atraído hasta Filadelfia en aquellos días con la esperanza de conseguir grandes créditos fácilmente. Steemberger, o eso decía su padre, estaba próximo a Nicholas Biddle, Lardner y otros del Banco de los Estados Unidos, o al menos tenía amistad con ellos, y parecía poder obtener de su organización prácticamente todo lo que les pedía. Sus operaciones de compra de ganado en Virginia, Ohio y en otros estados eran importantes, suponiendo, de hecho, un monopolio total del negocio del suministro de carne a las ciudades del este. Era un hombre grande, enorme, y tenía la cara parecida a la de un cerdo, según decía su padre. Llevaba chistera y una levita larga que le quedaba holgada alrededor del ancho pecho y del estómago. Había conseguido forzar la subida del precio de la carne de res hasta los treinta centavos el medio kilo, provocando que todos los minoristas y los consumidores se rebelaran, y esto era lo que hacía que llamara tanto la atención. Solía venir a la correduría del banco de Cowperwood padre con hasta cien o doscientos mil dólares en pagarés a doce meses del Banco de los Estados Unidos en denominaciones de mil, cinco mil y diez mil dólares, que hacía efectivas a un diez o un doce por ciento por debajo de su valor nominal, y habiendo dado previamente al Banco de los Estados Unidos su propio pagaré a cuatro meses por la cantidad total. Sacaba el dinero en la ventanilla de correduría del Third National en paquetes de billetes de valor a la par de Virginia, Ohio y oeste de Pensilvania porque él hacía sus desembolsos principalmente en aquellos estados. El Third National conseguía en primer lugar un beneficio de un cuatro a un cinco por ciento sobre la transacción original; y como aceptaba los billetes del Western con descuento, también obtenía beneficios con ellos.

Había otro hombre del que hablaba su padre, un tal Francis J. Grund[4], un famoso corresponsal y miembro de un lobby de Washington, que tenía la facultad de desenterrar secretos de todo tipo, especialmente los que tuvieran que ver con la legislación financiera. Los secretos del presidente y del gabinete, así como los del Senado y los de la Cámara de Representantes parecían estar al descubierto para él. Grund, hacía años, había ido comprando grandes cantidades de varios tipos de certificados de deuda y bonos de Texas a través de uno o dos corredores de bolsa. La República de Texas, en su lucha por la independencia de México, había emitido gran variedad de bonos y certificados, cuyo valor ascendía a diez o quince millones de dólares. Más tarde, relacionado con el plan de convertir a Texas en un estado de la Unión, se aprobó un proyecto de ley por el que se proporcionaba una contribución por parte de los Estados Unidos de cinco millones de dólares, aplicables a la cancelación de esta vieja deuda. Grund lo sabía y también conocía el hecho de que parte de esta deuda, debido a las peculiares condiciones en las que se emitió, debía pagarse en su totalidad, mientras que otras partes se iban a reducir y se iba a producir un falso intento, acordado de antemano, de aprobar el proyecto de ley en una sesión con la finalidad de ahuyentar a los forasteros que hubieran podido enterarse y empezar a comprar los viejos certificados consiguiendo así una ganancia. Él informó al Third National Bank de este hecho, y por supuesto la información llegó hasta Cowperwood como cajero. Se lo contó a su esposa, y así su hijo, de manera indirecta, se enteró y le brillaron los grandes ojos claros. Se preguntaba por qué su padre no se aprovechaba de la situación y compraba certificados de Texas para sí mismo. Según dijo su padre, Grund, y posiblemente tres o cuatro más, habían ganado más de cien mil dólares cada uno. No era algo exactamente legítimo, parecía pensar, pero aun así también lo era. ¿Por qué no debería recompensarse esa información interna? De algún modo, Frank se dio cuenta de que su padre era demasiado honesto, demasiado cauteloso, pero cuando él creciera, se dijo a sí mismo, iba a convertirse en corredor de bolsa, o en financiero, o en banquero, y haría ese tipo de cosas.

Justo por esta época vino a casa de los Cowperwood un tío que no había aparecido anteriormente en la vida de la familia. Era hermano de la señora Cowperwood, y tenía por nombre Seneca Davis; sólido, untuoso, de un metro setenta y siete de altura, con un cuerpo grande y redondo, y la cabeza abombada y lisa, casi calvo; de complexión rubicunda y ojos azules, y el poco pelo que tenía era de un tono arenoso. Iba exageradamente bien vestido según los usos de aquellos días, permitiéndose llevar chalecos de flores, levitas largas de colores claros, y el invariable, para un hombre más o menos próspero, sombrero de copa. Frank se sintió instantáneamente fascinado por él. Había sido hacendado en Cuba y aún poseía un gran rancho allí y podía contarle historias de la vida en Cuba –rebeliones, emboscadas, lucha cuerpo a cuerpo con machetes en su propia plantación y cosas de ese tipo–. Trajo con él una colección de conejillos de indias, por no hablar de la fortuna de la que disponía a modo de renta y de varios esclavos –uno, llamado Manuel, un negro alto y huesudo, era su asistente permanente, un ayuda de cámara, por así decirlo–. Transportaba barcos llenos de azúcar sin refinar desde su plantación hasta los muelles de Southwark en Filadelfia. A Frank le gustaba porque se tomaba la vida de manera jovial y afable, de manera un tanto ruda e informal para esta casa un tanto silenciosa y reservada.

—¡Nancy Arabella –dijo a la señora Cowperwood al llegar un domingo por la tarde llenando toda la casa de alegre sorpresa ante su aparición inesperada e imprevista− no has crecido ni un centímetro! Creía que cuando te casaras aquí con mi eminente pariente engordarías como tu hermano. ¡Pero mírate! Juro por Dios que no pesas ni dos kilos. –Y la cogió por la cintura, elevándola y bajándola de nuevo, para gran perturbación de los niños que nunca habían visto que nadie manipulara a su madre con tanta familiaridad.

Henry Cowperwood estaba extremadamente interesado en su próspero pariente y estaba encantado con su llegada. Durante los doce años anteriores, desde que se casó, Seneca Davis no le había prestado mucha atención.

—Mira estos pequeños filadelfios con la cara del color de la masilla −continuó−. Deberían venir a mi rancho de Cuba y ponerse morenos. Eso les quitaría este color de cera –y pellizcó la mejilla de Adelaide, que tenía ahora cinco años−. Digo, Henry, que tienes una casa muy bonita –y observó el salón de la casa, bastante convencional y de tres plantas, con ojo crítico.

Con unas medidas de seis metros por siete y con terminaciones en imitación de madera de cerezo, con un conjunto nuevo de muebles de salón del diseñador Sheraton[5], presentaba un aspecto pintorescamente armonioso. Desde que Henry se convirtiera en cajero, la familia había adquirido un piano −decididamente, un lujo en aquellos días− traído de Europa, con la intención de que Anna Adelaide aprendiera a tocarlo cuando tuviera edad suficiente para ello. Había unos cuantos adornos poco convencionales en la habitación –una araña de gas y una pecera con peces de colores, algunas conchas raras y muy pulidas, y un cupido de mármol con una cesta de flores–. Era verano, las ventanas estaban abiertas, y los árboles del exterior, con las ramas verdes muy extendidas, resultaban agradables a la vista mientras daban sombra a la acera de ladrillo. El tío Seneca salió al patio trasero.

—Bueno, aquí se está bastante bien –observó, fijándose en un gran álamo y viendo que el patio estaba parcialmente pavimentado y cercado por muros de ladrillo por los que trepaban enredaderas−. ¿Dónde está la hamaca? ¿No colgáis una hamaca aquí en verano? En mi veranda de San Pedro tengo seis o siete.

—No habíamos pensado poner una por los vecinos, pero sería agradable –coincidió la señora Cowperwood−. Henry tendrá que comprar una.

—Tengo dos o tres en mis baúles en el hotel. Las hacen mis negros de allí. Mandaré a Manuel con ellas por la mañana.

Arrancó una hoja de la enredadera, le pellizcó la oreja a Edward, le dijo a Joseph, el segundo chico, que le iba a traer un hacha de guerra india, y volvió a entrar en la casa.

—Este es el chico que me interesa –dijo al rato, poniéndole a Frank una mano en el hombro−. ¿Cuál es su nombre completo, Henry?

—Frank Algernon.

—Bueno, le podías haber puesto el nombre por mí. Este chico tiene algo. ¿Qué te parecería venirte a Cuba y convertirte en hacendado, muchacho?

—No estoy seguro de que me gustara –contestó el mayor.

—Bueno, eso es ser claro. ¿Qué tienes en contra?

—Nada, simplemente que no sé nada de eso.

—¿Qué sabes?

El chico sonrió sabiamente:

—No mucho, supongo.

—Bueno, ¿y qué te interesa?

—¡El dinero!

—¡Ajá! Lo llevas en la sangre, ¿eh? Lo has sacado de tu padre, ¿eh? Bueno, esa es una buena cualidad, y además, dicho como un hombre. Oiremos hablar de eso más tarde. Nancy, estás criando un financiero, me parece. Habla como si lo fuera.

Miró a Frank detenidamente ahora. Había auténtica fuerza en aquel cuerpo joven y robusto, no había duda. Aquellos ojos grandes y grises estaban llenos de inteligencia. Indicaban mucho sin revelar nada.

—¡Un chico listo! –Le dijo a Henry, su cuñado−. Me gusta la pinta que tiene. Tienes una familia espléndida.

Henry Cowperwood sonrió secamente. Este hombre, si Frank le gustaba, podía hacer mucho por el chico. Podría incluso llegar a dejarle parte de su fortuna con el tiempo. Era rico y soltero.

El tío Seneca se convirtió en un visitante frecuente de la casa −él y su guardaespaldas negro, Manuel, que hablaba inglés y español, para gran asombro de los niños− y se fue interesando cada vez más por Frank.

—Cuando ese chico tenga la edad suficiente para saber lo que quiere hacer, creo que le ayudaré a conseguirlo –le dijo a su hermana un día, y ella le contestó que le estaba muy agradecida. Habló con Frank sobre sus estudios y descubrió que no le interesaban mucho los libros ni la mayor parte de las cosas que estaba obligado a aprender. La gramática era una abominación. La literatura era una tontería. El latín no servía para nada. La historia, bueno, tenía cierto interés.

—Me gustan la contabilidad y la aritmética −observó−. Pero lo que quiero hacer es ponerme a trabajar. Eso es lo que quiero hacer.

—Eres demasiado joven, hijo –observó su tío−. Sólo tienes… ¿cuántos años tienes ahora? ¿Catorce?

—Trece.

—Bueno, no puedes dejar el colegio antes de los dieciséis. Te irá mejor si te quedas hasta los diecisiete o dieciocho. No te vendrá mal. No volverás a ser un niño.

—No quiero ser un niño. Quiero irme a trabajar.

—No vayas demasiado rápido, hijo. Te harás un hombre dentro de nada. Quieres ser banquero, ¿no?

—¡Sí, señor!

—Bueno, cuando llegue el momento, si todo va bien y te has portado bien y aún te interesa, te ayudaré a empezar en el negocio. Si yo estuviera en tu lugar y quisiera ser banquero, primero pasaría un año o así en una buena casa comisionista de grano. Ahí conseguirás una buena formación. Aprenderás muchas cosas que necesitarás saber. Y, mientras tanto, cuida de tu salud y aprende todo lo que puedas. Esté donde esté, infórmame, y yo escribiré para averiguar cómo te has portado.

Le dio al chico una moneda de oro de diez dólares con la que abrir una cuenta bancaria. Y no resulta extraño decir que le gustaba mucho más toda la familia Cowperwood por este joven dinámico, autosuficiente y sobresaliente, que era parte integral de ella.

[1] En 1837 Francis M. Drexel (1792-1863) abrió una casa de cambio en la Third Street de Filadelfia. Su hijo, Anthony Joseph Drexel (1826-1893), también un exitoso financiero y banquero, socio de JP Morgan, fundó la Universidad Drexel, en esa ciudad. Por otra parte, en 1850 los exitosos financieros G. W. y J. W. Edwards inauguraron un lujoso hotel también Filadelfia: la Girard House.

[2] La Compañía Británica de las Indias Orientales fue fundada en 1599 por empresarios ingleses para hacer frente al monopolio de las compañías holandesas sobre el comercio de las especias.

[3] B. Steemberger fue un personaje real, cuyos negocios, sin embargo, fueron un fracaso.

[4] Francis Joseph Grund (1805-1863) fue un periodista americano de origen alemán, autor de The Americans in Their Moral, Social, and Political Relations (1837).

[5] El Sheraton fue un estilo neoclásico inglés muy de moda entre 1785 y 1820; inspirado en el estilo Luis XVI. Creado por Thomas Sheraton (1751-1806), fue el más reproducido en Estados Unidos durante el periodo federal.

CAPÍTULO III

Tenía trece años cuando el joven Cowperwood inició su primer negocio. Un día, caminando por Front Street, una calle de establecimientos de importación y venta al por mayor, vio la bandera de un subastador colgada ante un almacén de comestibles al por mayor, desde cuyo interior le llegaba la voz del subastador:

—¿Qué me ofrecen por este excepcional lote de café de Java, de veintidós sacos en total, que se está vendiendo en el mercado a siete dólares y treinta y dos centavos el saco al por mayor? ¿Quién da más? ¿Quién da más? El lote completo debe salir junto. ¿Quién da más?

—Dieciocho dólares –sugirió un comerciante que estaba de pie junto a la puerta, más por empezar la puja que por otra cosa. Frank se paró.

—¡Veintidós! –dijo otro.