PALABRAS VACUAS PARA UN ADIÓS QUE NO TERMINA - Manuel Bernardo Rojas - E-Book

PALABRAS VACUAS PARA UN ADIÓS QUE NO TERMINA E-Book

Manuel Bernardo Rojas

0,0

Beschreibung

R. ha vivido la mayor parte de su vida en el exterior, pero la muerte de su madre lo obliga a regresar a Colombia. Reencontrarse con sus raíces lo confrontará con heridas del pasado que no han terminado de cerrar y con las huellas de un amor de juventud que aún retumba en la consciencia de una existencia marcada por la violencia de la década de los 90 en Antioquia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 250

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



©️2022 Manuel Bernardo Rojas

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Septiembre 2022

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-68-2

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: María Fernanda Carvajal

Corrección de estilo: Alvaro Vanegas @alvaroescribe

Corrección de planchas:Juliana Martínez Giedelman

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López Lesmes @martinpaint

Diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para María Cecilia, la palabra plena…

El mundo es algo que funciona

como el piano mecánico de un bar.

(Se ha acabado la cuerda,

se ha parado la máquina...)

León Felipe, Drop a Star

De que adianta ter boa vontade,

mesmo calado o peito, resta a cuca

dos bêbados do centro da cidade

[De qué sirve tener buena voluntad,

incluso acallando el pecho, queda la cabeza

de los borrachos del centro de la ciudad]

Chico Buarque, Cálice

Hoy voy a hacer asamblea de flores marchitas,

de deshechos de fiesta infantil, de piñatas usadas,

de sombras en pena -del reino de lo natural-

que otorgan licencia a cualquier artefacto de amar

Silvio Rodríguez, Ala de colibrí

PRIMERA PARTE

PUERTAS

I

1995

R.

Ahora no queda más que la cortina de metal, un pedazo de madera y las tapias en derredor. Una varilla de hierro, que soportaba los falsos vitrales, se yergue como si fuera un hombre sobreviviente de un derrumbe, que acaba de sacar su mano para pedir auxilio. En realidad, es un grito que se ahoga, el cadáver que no se ha de salvar, porque justo esta mañana han acabado de tumbar el techo de lo que fuera durante tanto tiempo el lugar de nuestro encuentro. Muchas veces atravesé la puerta, –entrada a la guarida, se podría decir–, al entrar o al salir, buscando un refugio a todo aquello que se hace insoportable en la vida: los padres, los profesores, el autobús, las noticias, un sueño frustrado, un rosario en la tarde, o el canturreo interminable de mi abuela con sus mil Jesuses en medio de un aguacero de mayo. Amparo de bandidos de letras furtivas, de un poema de Benedetti para seducir incautas; vándalos de las horas del día traspuestas a la noche; criminales de nuestra propia vida. Puerta que llevaba a un punto ciego, a un silencio en medio de los sonidos de la música y de las canciones eternamente repetidas, que todos cantábamos y nos hacían brindar por la vida, el amor, la poesía, la amistad o por el mismo dueño del bar.

Una rata acaba de asomarse por encima de los escombros. Sus ojos vivarachos me miran por un instante; le lanzo una piedra, más por jugar que por el deseo mismo de acabarla. Sin duda, es una convidada tardía. En la taberna de Alejo no había ratas, ni siquiera minúsculos ratoncitos, pero sí cucarachas que todos sabíamos que recorrían las paredes, los vasos, el tarro plástico en donde guardaban las rosetas de maíz tostado a donde llegaban, luego de cerrar el negocio, a revolcarse entre los restos de mantequilla y sal; y sin embargo, todos bebíamos en esas jarras de cerveza, de esas cocacolas elegantemente servidas, comíamos de esas palomitas de maíz, de esos picadillos de naranja con uchuva, que nos hacían olvidar (o a lo mejor nunca lo pensábamos, nunca se nos ocurrió) el tránsito de los asquerosos insectos que, de vez en cuando veíamos caminar o casi bailar al son de una canción de Silvio.

Silvio también cruzó la puerta muchas veces. Viéndolo bien, fuimos los culpables de que se amañara tanto. El día en que a todos nos dio por creer que eso era algo culto, que oían en las universidades públicas y que anunciaba la revolución a la vuelta de la esquina, atravesó las puertas bajo el brazo de Alejo que llegaba con sus discos, los negros Long Play, o un casete que alguien le había grabado, y luego en los plateados CD que parecían darle un nuevo brillo a la música, aunque terminaba diciendo lo mismo. La cantinela esa de que ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo, y al final el deseo inmenso de no volverla a oír porque me cansó, me fastidió tanta canción protesta. ¿Cómo es que alguien hace una canción de esas para Pinochet y no para la mujer que ama y que lo ha abandonado? Silvio Rodríguez, como todos los que se dan la pose de revolucionarios, estaba enamorado de su enemigo. Si ellos desaparecían su vida no tenía sentido. Pero fallecieron y el mundo cambió de rumbo: se acabó la guerra fría, el imperialismo se volvió menos evidente en medio de las redes multiplicadas y el despliegue capilar del poder del dinero; Pinochet hizo transición a la democracia y se burló de la justicia; y Fidel Castro reveló su condición de dictador tropical, ordenando ejecuciones mientras se bebía un jugo de mango en una soleada tarde en La Habana. Entonces Silvio, Pablo y tantos otros que protestaron, se quedaron en la taberna de Alejo haciendo parte de un museo que se organizaba de modo aleatorio todas las noches. Se quedaron y remplazaron sus fusiles por copas de ron, cambiaron la revolución por la fiesta y a nuestro lado bebieron, mirando el culo de las niñas que, apenas descubriendo la vida, entraban en nuestra búsqueda, para luego decir que habían conocido a un muchacho muy interesante, mayor que ellas, pero más interesante que los jóvenes de su edad, que amaba los libros, que oía música muy bonita, que qué rico que salgamos, que a mí también me gusta el cine de Fellini, que claro qué rico ir a ver la obra de teatro, qué bien y qué genial pagar por el concierto de Serrat e ir a vibrar con la música de un verdadero poeta, claro que nos vemos mañana, podemos almorzar también. Así llegó Paolita, con su cabello negro y ondulado que le llegaba hasta la cintura, y esa mirada felina que parecía retar a todos: ojos azules, demasiado claros, atravesaban la puerta y después de la puerta, al pobre Giovanny que terminó enredado con ella y con un hijo que no esperaba. Giovanny hacía poesías negras, llenas de dolor, de una cierta condición de locura y desespero que lo habitaba. Gritaba a voz en cuello que él no entendía por qué se amañaba tanto en esa ratonera, en ese lugar del vicio y la degeneración, y entonces pedía una cerveza y fumaba un cigarrillo haciéndolo bailar alrededor de su inmensa nariz y de su cabello desordenado. Giovanny «acometía» poesías, a su manera se dedicaba al psicoanálisis, creía que Lacan era un genio y miraba de soslayo para declararse hijo de la escuela de la sospecha: cada palabra que uno decía podía revelar algo de su mísera condición deseante, de sus más bajas pasiones o de sus pulsiones ebrias, luego de tanta cerveza y ron, muertas en las redes del alcohol, impotentes en la lengua pesada de la ebriedad. Paolita también escribía versos. Ambos llevaban sus escritos en cuadernitos de argolla y pedían una vela para sentarse en una mesa a escribir, porque las musas les llegaban cuando estaban frente a frente, o cuando se besaban, y entonces tenían que escribir sobre esa dulce sensación del amor: Paolita y Giovanny van a ser padres; Paolita y Giovanny no van a casarse ni van a vivir juntos; Paolita dejará sus ansias de independencia y se refugiará con su madre y su padre, en la misma habitación de su hermana, mientras pasan los nueve meses; Giovanny beberá más y vivirá como loco; Paolita tendrá una niña, y Giovanny no podrá verla; Giovanny desaparecerá y solo con el tiempo sabremos que está de visitador médico en los pueblos y que allí vende pastillas y menjurjes de quién sabe qué laboratorio. Giovanny comenzará a beber en los pueblos, en cualquier cantina, y cambiará la cerveza para emborracharse, al son de cualquier música, con aguardiente, esperando hacer más dinero para consignar en la cuenta misteriosa de la que cada mes Paolita hará uso en noches de juerga en discotecas y pubs, porque habrá abandonado la taberna, decidirá salir a vivir la vida que ese tontarrón poeta le robó y su madre criará la niña. ¡Ah! ¿Qué ha sido de ti, Paolita?, de tu mirada felina, de tus ojos azules, de tu cabellera que caía hasta la cintura, de ese sostén de copa treinta y seis B, talla que gritabas a voz en cuello, mientras te reías del incauto que se sonrojaba al oírte, talla de gigante, de la familia de Gargantúa como alguna vez te dije, pechos por cuyos pezones no salía leche sino cerveza.

No sé dónde está Paolita, a lo mejor no me importa. Las ciudades son sabias. Ella se ha perdido en los meandros de este vasto desierto de concreto, como quizás ahora nos tengamos que perder todos. La puerta en el suelo, de hecho, es indicio de una sabiduría del mundo, de las urbes que reciclan todo para volver a inventarse. No es que quienes planifican los espacios sean sabios, sino que a veces, ellos parecen hacer eco de lo inevitable. El ensanche de esta calle ha derrumbado la taberna de Alejo, ha obligado al trasteo de las cucarachas, nos ha hecho movernos. La puerta ya no sostiene nada, nunca más nuestras manos podrán aferrarse a ella antes de caer ebrios; ya no será entrada ni salida de nadie ni de nada; ya no será más la pantalla del mundo que por allí pasaba, el marco bajo el cual se intercambiaban miradas, saludos, gestos furtivos; el silente testigo de las mentiras que nos soportaban en nuestras vidas. Por la puerta no volverá a entrar Adolfo, no volverán la Jenny, la Cata, ni las tristezas iincontables de Pablo; no se volverán a ver las miradas iracundas de Juanca, ni las palabras soeces de Fernando sorprenderán a los transeúntes en la calle, que terminarán asomando la mirada dentro del local, alumbrado con velones y luces a medias; no volverá a pasear por ahí la insoportable castidad de Norman, convencido de que sus palabras son la magia seductora que soporta la mejor conversación y puede enamorar a todas las nenas; sobre todo, no volverá a transitar el recuerdo de Esteban abrazado a Anabel, en un amor que al final solo me dejó un olor a muerte.

Esteban, niño malvado, adulto precoz; Anabel, mujer misteriosa, amores furtivos, huracán de seducción; Esteban, el aventurero que creyó que todo se podía resolver con el dinero; falsos poetas los dos, hablaban de un amor en medio de una canción; se decían dulces palabras, cual amantes debutantes, pero esas palabras en realidad tejían una historia mendaz y siniestra. Ya no pasará ni su recuerdo… Tampoco yo cruzaré por esa puerta. Ahora que se presenta ante mí como una ruina, una historia tan vaporosa como el humo de cigarrillo, siento que debo decir adiós a este lugar, a esta ciudad-pueblo, a esta tierra de poetas y bohemios, de mafiosos y mujerzuelas de tercera, de ostentación y miseria, a este mundo de orgullos falaces, de ancestros inventados, de atardeceres hermosos, de lluvias monumentales, de muchachas frescas y maravillosas que cruzan por sus calles como maripositas a punto de ser atropelladas por la mirada del anciano con vocación de sátiro. Digo que ese portal destrozado me parece la metáfora perfecta del fracaso, la poderosa evocación de una vida inútil.

2016

R.

Hoy he encontrado este papel. Hace más de veinte años lo escribí. Estaba oculto en un rincón de una cómoda de la casa de mis padres. Lo encontré porque tuvimos que desocupar ese armatoste. Es lo que trae la muerte: una necesidad de limpiar todo, de hacer borrón y cuenta nueva. Necesidad, pero, al mismo tiempo, labor imposible. Nada se puede evitar.

Antier fue el entierro de mi madre. Hoy empezamos a limpiar la que todos, sin certificado de propiedad y tan solo con el derecho de sabernos vinculados a este sitio, llamamos «mi casa». Comenzamos por disponer de los variopintos objetos que allí había, bien para darles otro uso o para condenarlos a ese ciclo misterioso de las cosas cuando las clasificamos como basura. Mi madre, como una sombra, estaba ahí. No a la manera de un fantasma o algo similar. No creo en espantos ni en nada espectral o sobrenatural. Me refiero a su presencia en esa adherencia que dejamos todos sobre lo que usamos. Ni mis hermanos ni yo sabíamos qué hacer con la cómoda, y la mirábamos con detenimiento buscando la respuesta. Está hecha a la medida de quien fuera su dueña. El desteñido de la pintura, un rasguño sobre uno de los tablones, quizás testimonio de los arañazos de uno de los tantos perritos que hubo siempre en la casa grande de los padres, o del triciclo que contra el mueble de comino crespo uno de los hijos o de los nietos vino a chocar. Podía ser mi huella, la de mi hermano menor, Elkin, o la de Ana Elisa o Hernando; o a lo mejor, era de José, el mayor –quien, de entre todos, hoy tenía la cara más compungida–, que la hizo cuando todavía era un niño y no se había convertido en esa figura terrible, casi siniestra a la que parecen condenados los hermanos mayores: un niño-padre, un padre en miniatura, que cumplió la función de delator de las pilatunas de los demás; que nos denunciaba cuando comprábamos cigarrillos a escondidas –los que nos vendía el poco escrupuloso don Aristides, a quien le daba lo mismo enfermar los pulmones de los niños, que alimentar la barriga de todos los vecinos con plátanos de pésima calidad y papas que había conseguido a menosprecio en quién sabe qué sitio– y nos íbamos a intentar fumarlos en una esquina, debajo de un árbol carbonero.

Miramos el mueble y nadie se atrevió a decir que lo quería para sí. No era por la antigüedad de este, ni siquiera porque ninguno tuviera suficiente espacio en su casa para acomodarlo. Luego de hacerle unos retoques –ajustarlo, limpiarlo, quizás pintarlo–, todo lo que un buen carpintero puede hacer para devolver la dignidad a los muebles viejos, no disonaría en ninguna parte. Sin embargo, entendíamos que el mueble no era nuestro, o si mucho lo era a medias. De todos y de nadie, porque aquellos cajones guardan una perfecta correspondencia con su dueña. Le tuvo un especial afecto y siempre ocupó un lugar en la habitación que durante años compartió con mi padre; junto con la cama y un inmenso cuadro de la Virgen Dolorosa, que eran sus más preciadas posesiones. Los tres objetos, para mí, siempre estuvieron cargados de un halo de eternidad, como si fueran elementos indestructibles, como si los hubieran hecho para perdurar incluso después del fin de la humanidad. Los tres objetos tenían ese carácter, no solo por el uso, sino por los discursos que acompañaban su existencia. La imagen de la Virgen Dolorosa parecía señalarle el deber que como madre tenía: aguantar los sufrimientos de la vida, soportar las penas (como acostumbraba a decir) que dan los hijos y vivir con resignación la ingratitud de todos los que quería. La cama, lo decían los dos, era «el altar sagrado en donde se hacen los hijos», y por eso, siempre estuvo vedado para nosotros poner una mano en los inmensos tendidos de lana que la cubrían; tampoco podíamos recostarnos en ella –ninguna enfermedad o cansancio, eran razones para semejante atrevimiento– y mucho menos pensar en cambiarla por otra menos aparatosa. Y la cómoda, que ella llamaba como su «escaparate» (que no exhibía nada), era el lugar en donde ocultaba sus particulares tesoros: viejas novenas dedicadas a santos y vírgenes, a la Navidad y a los fieles difuntos; todo para que, como ella decía: «Dios no nos desampare nunca». La numerosa ropa de ambos, que en lo cotidiano daba la impresión de ser siempre la misma: camisas de mi padre con todos los tonos del gris y blusas de ella del blanco al beis más tenue; las faldas casi iguales y los pantalones, todos, de paño gris; en fin, el mismo olor oculto entre las telas. Allí estaban también las escrituras que los acreditaba como propietarios, y con ellas, la historia de la casa, y todas las cuentas de servicios desde 1964, cuando empezaron a ocupar este viejo caserón. En un tarro de galletas guardaban fotos de sus padres, de sus abuelos, de sus hijos y nietos; en otro, un cadejo de pelo de quién sabe quién y, empacados en bolsitas y viejas cajetillas de cigarrillos, dientes de leche que formaban un singular osario: las pequeñas piezas, amarillentas y quebradizas, parecían el anticipo paradójico de nuestros cadáveres exhumados antes de la muerte. Papeles, dibujos, más fotos de gente que desconocemos, viejos pedazos de tela, hilo, agujas, colchas bordadas, tendidos en crochet, frascos vacíos de perfumes, y entre todo ese maremágnum de objetos, estaban mis escritos de hace más de veinte años.

¿Qué hacían allí? Es lo que me pregunto ahora. Sus bordes deteriorados y el tono amarillento evidencian no solo el tiempo que ha pasado, sino que me despiertan la sospecha de que quizás muchas veces fueron leídos. ¿Por mi madre? ¿Por mi padre? ¿Por los dos? No lo sé. Ella, a duras penas, pasaba sus ojos por los titulares de un periódico, los empaques de los alimentos o la publicidad en las vallas; él, más hábil en el asunto, tan solo leía el periódico, eso sí, todos los días, para luego hacer algún comentario lleno de desasosiego por el estado del mundo. En todo caso, pensar en la posibilidad de que ellos hubieran dedicado tiempo a estos papeles me hizo sentir un poco de vergüenza, como si una mirada de censura viniera a instalarse sobre mí, como si un tono de reproche y condena inundara el ambiente. Fue esa vergüenza la que me hizo, de prisa, recogerlos, empacarlos en una bolsa cualquiera y que frente a mis cuatro hermanos dijera, casi a gritos: «¡Esto es mío!». La mirada de todos, un poco con sorpresa, quizás la de alguno con suspicacia, me hizo explicar que no eran nada, solo papeles del tiempo en que quise ser escritor y que ahora aparecían en el lugar en donde menos lo esperaba. Esto era cierto. Había perdido su rastro desde la época en que decidí irme de este pueblo. Los había abandonado y olvidado, porque todo lo que entonces ocurrió me sacó de la extraña ensoñación que me hizo creer durante tanto tiempo que el mundo era un escenario en donde uno contemplaba el espectáculo, una feria a veces terrible, otras bastante cómica, sin que eso lo afectara a uno… Pero como en esas obras vanguardistas, donde el público hace parte de la obra, el teatro del mundo me vino a decir que la tragedia también era parte de mi vida.

Me llamo R. Tengo cuarenta y seis años, aunque la verdad, me gusta pensar que ya tengo cincuenta. No tengo una relación convencional con eso de las edades y la vejez, no como la de la mayoría de la gente, ya que no me molesta volverme viejo. Para mí, el tiempo es un pliegue, como un hilo o un resorte que se estira, y cuando se suelta uno de sus extremos, se recoge, se dobla, incluso se toca con la otra punta, o casi… En fin, he estado mirando estos viejos papeles y, al mismo tiempo, sin saber por qué, escribo estas notas, –que como todos los pedazos de papel que acumulo, son solo pensamientos inconexos que no pueden armar ninguna historia–, y me pregunto por ese particular depósito que todos llamamos memoria. O más que depósito, ese hueco sin fondo en donde están las cosas que no sabemos que tenemos.

Como sombrero de mago, los cajones de la cómoda me han devuelto registros de mí mismo, de un pasado que creía haber enterrado. Todos somos así. Suponemos que lo que nos pasa, se puede ocultar al igual que un gato tapa con arena sus excrementos. Me encanta esta imagen, la llamo la «Teoría del gato». Cuando tengo tiempo para encontrarme con amigos y sentarme a conversar con ellos alrededor de una copa, les hablo de esta felina teoría. Les hago caer en cuenta de que muchas de las expresiones habituales, lo más cotidiano, develan esa condición; en realidad, es un hábito tremendamente humano. Algunos dicen: «Ya elaboré el duelo, ya eso pasó», bien sea cuando pierden un ser querido –un padre o una mascota, ya no hay distinción, para muchos, en ese sentido–; «lo único que necesito es cambiar de sitio, es un asunto de espacio y no de tiempo», le escuché alguna vez a una mujer que, luego de seis años de matrimonio, se separaba de su esposo y creía que todo se resolvía abandonando los lugares en los que habían compartido.

Sí, suponemos actos de voluntad en lo que justamente no podemos controlar. Sin embargo, un día cualquiera, la forma de una nube, una canción que se oye al pasar, una palabra proferida por alguien en cierto tono; o bien, hurgando en objetos de otro, como hoy me ocurrió, nos indica que no existe algo así como el control voluntario de la memoria. Lo cierto es que este supuesto general siempre se derrumba, porque todo es una huella, todo es una presencia. No hay que vivir grandes cosas, o por lo menos, asuntos significativos, para que nos topemos con ese vestigio de lo memorioso; basta encontrar el registro de hechos que conocemos, pero cuyos detalles hemos borrado, distorsionado o transmutado. Por eso, quizás, es que acá, sentado, tengo un cierto temor que me crea un vacío en el estómago, como si hubiera abierto el cofre secreto de otra persona, un tesoro que no me pertenece. Por eso, en la habitación que mi hermano me prestó mientras arreglo un par de asuntos antes de emprender el regreso, me doy cuenta de que he llegado para reencontrarme con el pasado, pero también para armar un rompecabezas cuyas piezas, con mucha probabilidad, no encajarán jamás.

Todo se me hace confuso. Quizás sea vano el intento de querer recomponer las cosas, darles un sentido, coherencia, a pedazos y girones de vida que no piden ese orden lógico, pero en el cual me empecino, tal vez para tranquilizarme, pero, sobre todo, para no sentirme tan perdido en el mundo.

No sé mucho de mi madre ni de mi padre, de sus historias de antes de nuestra existencia, de que se conocieran y emprendieran eso de armar una familia; esas pequeñas cosas que, sin embargo, resultan, sin que lo queramos ni lo sepamos, determinantes para todos.

De mi progenitora, por lo que ella contaba, sé que había venido desde Urrao, con su madre y su hermana menor, huyendo de eso que muchos llaman la «Violencia de los años cincuenta». Su padre, quien era un furibundo seguidor del partido conservador, fue una víctima de las guerrillas liberales que, lideradas por el Capitán Franco, veían en don Arcesio no solo un contrario, sino un sapocuya lengua era tan larga como para delatarlos. No sé, si en ese juicio del violento, del que es incapaz de ver matices y diferencias, en realidad se develaba el carácter de mi abuelo; lo único que tengo claro, es que mi madre y mi tía llegaron con la abuela, en una situación que siempre calificaron de lamentable.

La viuda, mi abuela Berenice y sus dos hijas, con lo que logró recolectar de la venta de la casa en el pueblo y unas cuantas cabezas de ganado –tuvieron que darlo todo a menosprecio, porque el único comprador aprovechó la prisa y el miedo de las tres mujeres–, llegaron hasta Envigado, a la casa de una pariente lejana, no tengo claro si era una tía o una prima. En todo caso, en ese nuevo entorno, mi abuela se mostró como una mujer hábil para los negocios. Decidida a salir adelante, empezó por hacer empanadas de carne y arroz, que luego vendían las dos niñas, en las escasas tiendas del pueblo y las mucho más numerosas cantinas, en donde –ya fueran los consumidores de café en las mañanas o los borrachos habituales de las tardes, todos aparentando un espíritu bohemio y literario que ocultaba su profunda pasión por la vagancia y la inutilidad– no dejaron de alabarlas por su exquisito sabor. A más de la exquisitez de las viandas, también era verdad que por esa época, tanto mi mamá como mi tía, eran ya unas jóvenes de trece y once años, que se empezaban a convertir en mujeres y, como muchos decían, eran unas muchachas de buen ver. Esta, para muchos, era una motivación más importante para que las empanadas fueran las preferidas en sitios en donde tangos y bambucos, boleros y pasillos, eran el telón de fondo de piropos y coqueterías, algunas de ellas bastante desvergonzadas. Así, arriesgándose, mi abuela hizo un préstamo y decidió instalar un pequeño lugar de comidas en una de las calles cercanas al parque de Envigado, en donde, además de las ya célebres empanadas, empezó a vender papas rellenas y tamales, y los viernes preparaba una receta que se había transmitido durante generaciones en las mujeres de su familia: oreja de cerdo sudada, un exquisito guiso con cerdo, papas, yucas y arroz, que pronto se volvió uno de los platos más añorados durante la semana por comensales que comenzaban a encargarla desde el día miércoles.

A mi abuela le fue bien en el negocio. No solo logró autonomía económica, sino que, al ser ella la dueña y regente, puso a sus hijas a trabajar en el lugar, en donde las protegió de la maldad del mundo, como solía decir, y si bien no podía evitar que las miradas de muchos se fueran tras el corpiño o las caderas de las jóvenes, al menos pudo evitar que las palabras indebidas llegaran a sus oídos. «Así levanté yo a mis muchachas», acostumbraba a decir, y aunque no estudiaron más que algunos años de escuela en su pueblo natal, no consideraba que el paso por las aulas hubiera ayudado a completar la que consideraba había sido una excelente formación moral. Pero lo que, para ella, venerable anciana, era motivo de orgullo, era causa de desazón para su hija mayor. Mi futura madre tuvo que padecer en carne propia saber leer a medias y conocer las operaciones matemáticas básicas. Muchas veces anheló encargarse de la contabilidad del lugar, sin embargo, de ello y de los asuntos legales, se ocupaba un señor contratado por mi abuela, que hablaba con palabras confusas y que a mi madre nunca le inspiró confianza. Al mirarlo, con sus gafas de marco de carey, el saco y pantalón de paño oscuro, una corbata delgada, sombrero de fieltro y un terrible tufo en el que se mezclaban exhalaciones de aguardiente con el olor del Agua de Florida Murray, tenía suficientes elementos para alimentar su desconfianza.

Algo de razón tenía mi madre. El contador fue despedido cuando las ganancias del negocio se redujeron de modo paulatino, mes tras mes, y entre la desconfianza de la joven –tenía diecisiete años– y la intuición de mi abuela, decidieron buscar otro abogado y contador (más joven y con un aspecto que inspiraba más confianza), quien les demostró que el dinero faltante estaba en los bolsillos del que, hasta ese momento, parecía un honorable caballero. Doña Berenice entonces comprendió que una mujer viuda podía ser víctima de los avivatos; mi madre, por su parte, quiso aprovechar la circunstancia para que le permitieran estudiar y así ponerse al frente de todo. Sin embargo, en 1956, no era habitual que una joven se empecinara en eso de estudiar y menos si era pobre. Por eso, haciendo gala de su actitud de gran matrona, y llena de temor ante un mundo que no alcanzaba a comprender del todo, mi abuela prefirió contratar a otro contador, más joven, para que se encargara de cuentas y asuntos legales. No se equivocó, porque el negocio creció, vincularon empleadas y hasta tuvo la tentación de abrir una sucursal, bien en el mismo Envigado o bien en el centro de Medellín. Al final, sobre todo porque mi abuela sintió que no podría administrar los dos lugares, que descuidaría tanto la sazón de la comida, como la moral de sus hijas, la idea se diluyó y quedó como un anhelo diferido «para cuando estas se organicen con hombres decentes», o como un sueño irrealizable, porque «un buen hombre, responde por todo, y no deja que su mujer trabaje y descuide su hogar». Así fue como las dos jóvenes salieron del local de comida cuando la decencia matrimonial las atrapó. Mi tía, con el dueño de una tienda de abarrotes que quedó fascinado con los hoyuelos que se le hacían a la muchacha al reírse; unos hoyuelos que con el correr del tiempo y varios hijos, se perdieron, porque el hombre, más o menos pudiente, tacaño y de mal genio, se encargó de que el matrimonio borrara para siempre la sonrisa de la joven, que se volvió mujer y anciana con un dejo de amargura en su rostro. Mi madre, no precisamente enamorada, pero sí cansada de estar relegada a la cocina del restaurante, se casó con un obrero textil de la fábrica de Rosellón, esperanzada en que todo sería distinto; pero pronto descubrió que el matrimonio era otro negocio en donde también tenía que cocinar, cuidar las cuentas del hogar para no defraudar a su marido, y sobre todo, en donde su comportamiento tenía que ser de tal modo, para estar libre de sospechas ante su cónyuge y los demás.