¿Para esto murió un árbol? - Sebastián Wilhelm - E-Book

¿Para esto murió un árbol? E-Book

Sebastián Wilhelm

0,0

Beschreibung

La vida es absurda. La muerte es absurda. No sólo eso, ¿viste el precio de las paltas?. Más vale reírnos. Vengo a ofrecer estos relatos. Son trece, un número al que muchos cargan de mala suerte. Como la que tuvo aquel hermoso árbol, proveedor de sombra, alimento y oxígeno. Que hachamos sin piedad para que puedas disfrutarlos en este libro. Te invito a leerlo, querido lector.   Que si no lo haces, pues no serás lector, y mucho menos querido.   Pero, sobre todo, su sacrificio habrá sido en vano.   Flor de garca resultaste al final.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 139

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



¿PARA ESTO MURIÓ UN ÁRBOL?

RELATOS DESEBASTIÁN WILHELM

NARRATIVAS

Wilhelm, Sebastián

¿Para esto murió un árbol? / Sebastián Wilhelm. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-09-5

1. Literatura. 2. Narrativa. 3. Relatos. I. Título.

CDD A863

© 2023, Sebastián Wilhelm

Primera edición, junio 2023

Diseño de tapaMaxi Anselmo

DiagramaciónLara Melamet

Corrección Malvina Chacón y Patricia Jitric

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Para Pao, con un amor tan grande que no me da miedo dedicarte este libro.

Bully

No es que Juan Pablo lo recordara, sino más bien que nunca lo había podido olvidar.

—¿Ves el mozo ese que está ahí, el alto?

Angie gira la cabeza con la sutileza de Linda Blair en El exorcista.

—¿El panzón?

—El alto panzón. Ese iba conmigo al colegio.

—Ah —dice Angie, y vuelve a intentar elegir entre unas cintas a la parisienne y un filet de merluza con papas al natural.

—Leonardo Perrota.

—Me parece que le voy al filet, que hace mucho que no como pescado.

—Mirá dónde terminó el hijo de puta, ja.

—¿Eran muy amigos?

Juan Pablo larga un suspiro sin dejar de mirar al mozo, que le sirve una ensalada rusa a otro comensal.

—Era una basura. Me patoteó toda la secundaria. Yo me desarrollé tarde y él era gigante desde los trece. Me robaba la comida, la guita, me obligaba a hacerle la tarea, me ponía en el walkman el cassette de Guillermo Vilas… no sabés lo mal que me la hizo pasar…

—Uh… nunca me lo habías contado. ¿Y vos qué hacías? ¿No lo denunciaste? No te imagino mansito.

—Si lo hubiera contado en casa, mi viejo me habría dicho “no seas maricón”. Aparte, lo terminaron echando a mitad de quinto año. Lo encontraron en el baño aspirando merca. Él decía que era tiza en polvo. Ja. Después se comprobó que sí, que era tiza.

—Un loco de mierda.

—No lo vi más desde que se fue. Leonardo Fucking Perrota.

—Bueno… debe ser un consuelo verlo laburando de mozo en una cantina pedorra a los… ¿qué tiene? ¿Como vos, cuarenta y nueve?

—Sí, no sé… creo que había repetido uno o dos años.

Juan Pablo toma un trago de agua con gas y sonríe, todavía mirando fijo a Leonardo, que camina hacia la caja.

—Un psicólogo hace mucho me dijo que, en parte, gracias a él llegué adonde llegué en la vida. Como que esas experiencias de pendejo te endurecen la piel, te marcan. Como que me prepararon la cabeza para el mundo corporativo, de alguna manera.

—De alguna manera retorcida, sí. Bueno, ¿qué vas a pedir?

—Erm… no sé, no miré… A ver… ¿Qué será bueno acá? Uh, costillas de cerdo a la riojana. Espectacular. Mallmann nunca me las quiere hacer, el muy trolo.

—Sí, pidamos algo que salga bien en este tipo de lugares. Voy por el filet.

El mozo viejo que los había atendido se acerca para saber si estaban listos para ordenar. Juan Pablo pide la comida e información sobre su ex compañero.

—No hace tanto, hará unos cuatro, cinco meses que entró. Bien, normal. Un tipo normal, qué sé yo. Viene, labura y se va. Habla mucho, lo único. ¿Quiere que lo llame?

—¿Eh? No, no. Está bien, gracias.

—Bueno, ahí voy marchando todo.

Juan Pablo siente una vibración en el bolsillo y mira su celular. Es un texto de uno de sus secretarios, que le transmite un mensaje de Mauricio Macri, que dice que no quiere parecer insistente pero que, por favor, le encantaría si pudiera ir a la presentación de su nuevo libro.

—Qué pesado que es Macri, por Dios.

—¿Qué quiere ahora?

—Nada, ya le dije que no. Estos tipos no están acostumbrados a que les digan que no, viste.

—Porque a vos te encanta.

Juan Pablo sonríe. Se pone mimoso. Baja el tono de voz y se reclina hacia adelante sobre la mesa.

—Bueno, vos a veces me decís que no, guachita, y me la tengo que bancar.

Angie le hace un gesto subiendo las cejas que a él le toma un par de segundos entender. Le señalaba que alguien estaba llegando por su espalda. Cuando por fin lo comprende y gira, ya tiene una mano pesada en su hombro.

—Juan Pablo Do Lobos. Qué honor tenerte acá.

Desde su asiento, mirando hacia arriba, Juan Pablo tiene un déjà vu del punto de vista de toda su adolescencia. Leonardo, quizá por primera vez en la vida, le habla en tono afectuoso.

—¿Cuánto hace? Como treinta años que no nos vemos.

Juan Pablo apoya en la mesa la servilleta que estaba sobre sus piernas y se pone de pie. Le da dos palmaditas en la espalda, pero el mozo lo envuelve con sus brazos fuera de escala, abrazo de boxeador, demostrando un cariño tan inusual como incómodo.

—¿Cómo andás, Perrota? ¿Bien?

—¿Qué hacés vos acá? No te hacía viniendo a estas cantinas.

—No, sí… cada tanto me gusta volver… Te presento… María de los Ángeles, mi mujer.

Angie le sonríe apenas y le estira la mano. Leonardo se agacha y le da un beso.

—Te vi a lo lejos, le pregunté a nuestro mozo si eras vos. No sabía que laburabas acá.

—Me dijo, me dijo, por eso vine a saludarte. Porque yo sí estoy al tanto de vos, eh. Dos por tres te veo en la tapa de Noticias, o en la de Caras, en el diario… Yo le digo a mi vieja: “Este venía conmigo al colegio, Juampi Do Lobos”. Juampi Dolobu, lo llamaba yo a tu marido. ¿Te acordás?

Quiere retrucar, pero Leonardo es de esas personas con la rara virtud de respirar mientras hablan, entonces no dan espacio para meter bocadillo.

—Pero era cariñosamente, qué sé yo. Éramos pibes.

—Tan dolobu no resultó —opina Angie, con ese tono inocentón que usan algunas mujeres para evitar decir todo lo que continuaría en la oración.

—No, je, parece que no. Pero bueno, ahí Alberto, el mozo de ustedes, me pasó la comanda. Le pedí que me deje atenderlos a mí.

—Pero no hace falta, no cambien el orden por…

—¿Estás loco? Yo le pedí. Un placer atenderte… atenderlos… Dale, ahora les traigo la comida. Disfruten.

Como cierre de la charla, como aún apoyaba su mano sobre el hombro de Juan Pablo, Leonardo lo empuja amistosamente hacia abajo con su fuerza de ogro y lo sienta de vuelta en la silla. El guardaespaldas de Juan Pablo, que espera su comida a dos mesas de distancia, amaga a reaccionar, pero su jefe lo tranquiliza con un gesto.

—Puf, qué personaje intenso. Lo que debe haber sido.

Juan Pablo se limpia las gotitas de saliva de Perrota de sus lentes.

—La verdad… tenías razón. Me encanta ver dónde terminamos él y yo.

Gira, busca de nuevo a Leonardo con la vista. Está charlando con el cajero, a unos quince metros.

—Pensar que le tenía terror a este impresentable.

—¿Y tus amigos nunca saltaron a defenderte?

—Es que siempre me agarraba solo. Era bicho. Me esperaba, me emboscaba, qué sé yo. Cuando iba al baño, muchas veces.

—¿Y por qué a vos?

—Por qué a mí. Supongo que porque ya de pendejo era líder, otros chicos me seguían, me hacían caso… Ya a esa edad era el que tomaba decisiones… no sabría decirte. Envidia, tal vez. Viste cómo es. Yo tenía facha, era el presidente del centro de estudiantes, el capitán del equipo del colegio, tenía varios VHS porno… no sé… era popular, y este era un pibe “con problemitas”.

Juan Pablo suspira, termina el agua con gas de su vaso y se pone de pie.

—Ahí vengo, voy al baño —le dice a Angie. Le da un beso, se arregla el saco y camina hacia donde están los sanitarios, pasando la caja y la cocina. Su guardaespaldas deja todo y lo sigue un par de metros atrás.

Antes de llegar, Juan Pablo se detiene. A través de unos estantes de aluminio donde secan los vasos puede ver a Leonardo. El vidrio de las copas lo deforma de tal manera que lo hace aparecer monstruoso y a la vez caricaturesco. “Al final, es un pobre tipo”, piensa. “Lo que debería pasar en su casa para descargar esa rabia en la escuela.”

Mira mal a su guardaespaldas porque ya debería haberle abierto la puerta del baño para que él entre. El grandote se apresura a hacerlo y se queda esperándolo afuera. Le tocará hacer pis en el espacio de tiempo en que su jefe se lave las manos. Juan Pablo se relaja viendo su chorro mover las naftalinas. El olor a meo del ambiente lo lleva de vuelta al baño del colegio y a Leonardo haciéndole el submarino en un inodoro. Se le encarnan, a treinta años de distancia, su impotencia y sus ganas de denunciarlo, pero también el miedo a la represalia si lo hacía. “¿Algún problemita?”, le solía preguntar Leonardo cuando terminaba cada sesión de bullying para cerciorarse de no ser buchoneado, y él respondía que no y ahí quedaba, su pequeño secreto. Yo no digo nada si vos no decís nada. Se desprecia a sí mismo, al Juan Pablo adolescente. Será por eso que las personalidades débiles, hoy, le resultan patéticas. ¿Por qué no había reaccionado nunca?

“¿Qué hubiesen pensado tus compañeros de vos, de haber sabido lo que pasaba?”, le preguntó una vez su psicoanalista. “Probablemente si el maltrato hubiera sido público, no habrías dudado en denunciarlo. Pero siempre era en privado, me decís. Siempre te agarraba uno a uno. Nadie sabía nada. Nadie te veía en ese estado frágil. La pregunta no es por qué no lo denunciaste, sino por qué te cuesta mostrarte vulnerable ante los demás.”

Juan Pablo se lava las manos, remueve sus anteojos, se moja la cara y se mira en el espejo percudido. “Qué buenas costillas riojanas me voy a clavar”, piensa. “Si me gustan, me compro esta cantina y que me las hagan una vez por semana. Y lo echo. ¿Qué puede valer, tres, cuatro gambas? ¿Medio palo, con el fondo de comercio? Y me doy el gustito de rajarlo a la mierda. Sólo para eso. Después la vendo. Ni tiene que enterarse.”

Cuando sale, lo vuelve a buscar con la mirada. Está charlando con el cocinero a través del pasaplatos; media camisa afuera del pantalón, la servilleta manchada colgando de su antebrazo, la bandejita plateada con el pescado con papas al natural de Angie en una mano ya, mientras la otra espera que le entreguen el plato para Juan Pablo. Levemente encorvado, mal afeitado, el pelo canoso escaso pero largo, la panza floja abultando la camisa. Juan Pablo se retracta. “Verlo así ya es suficiente satisfacción”, piensa. “Dejalo vivir al infeliz.”

—Ahí vi, ya está viniendo la comida —le cuenta a su mujer mientras se sienta.

—Menos mal, estoy famélica.

—Yo también. Hace mil que no como estas costillitas de cerdo.

—Bueno, a ver. Filet de merluza para la señora…

—Gracias.

—… y pechuga de pollo a la portuguesa para el señor Do Lobos. Buen provecho.

Juan Pablo se inclina para observar su plato. El vapor que emana le empaña los anteojos. Se los saca y los aclara con la servilleta. Angie exprime el limón sobre su merluza. El guardaespaldas toma un trago de su gaseosa. El mozo camina de vuelta hacia el centro del salón. Ni el cerdo es pollo ni La Rioja queda en Portugal.

—Eh… Leonardo, disculpame…

Leonardo voltea y vuelve con una sonrisa.

—¿Algún problemita?

Juan Pablo duda un instante. Mira a Leonardo, que levanta las cejas esperando respuesta. Se pone los anteojos. Vuelve a mirar su plato.

No está tan mal además las costillitas de cerdo por ahí tienen demasiado colesterol son una bomba mucho frito el huevo el jamón las papas me va a caer como el orto después reflujo acidez baño la salsa portuguesa no huele tan bien quería costillitas lo devuelvo pechuga es lo mismo preferible muslo preferible cerdo ya está lo como tenía antojo trajo pollo ok no pasa nada.

—Un poquito de sal ¿podrá ser?

—Sí, claro —le dice el mozo y le trae un salero Genser—. No te zarpes, que estamos grandes ya.

—¿Vos no habías pedido costillas de cerdo a la riojana? —le pregunta Angie cuando Leonardo se aleja.

—Sí… No… pero le cambié el pedido. Le dije… antes, cuando fui al baño, cambié por pollo a la portuguesa. ¿Tu merluza, qué tal?

—Rica, muy rica. ¿Lo tuyo?

—Sí, bien.

Angie termina su plato. Él deja casi la mitad. No quiere postre. Propone ir a tomar unos tragos a Florería Atlántico. A la distancia le pide a Leonardo la cuenta y la del guardaespaldas.

Cuando el mozo las trae, ellos ya no están. El efectivo que Juan Pablo dejó sobre la mesa cubre ambas facturas más un treinta por ciento, aproximadamente, de propina. Leonardo guarda el dinero contento y trapea la mesa. Piensa qué pena que se haya ido así, tan rápido, sin saludar.

Predictor

Creado con Pablo Minces

El algoritmo nunca se equivoca. Lo empezó a comprobar hace seis meses, cuando le llegaron las pastillas para dormir, un día antes de que su médico se las recetara en un turno virtual. “Y tratá de pasar menos tiempo frente a una pantalla”, le había aconsejado. Pero cómo hacerlo si trabajaba de responder encuestas online, un trabajo que había conseguido, justamente, contestando una encuesta laboral en la computadora. El problema no era la pantalla. Era que cada vez que se acostaba, por una u otra razón, la ruedita de la computadora de su cabeza daba vueltas como cuando internet no carga. Esa noche, aún con dos pastillas en su sistema, se quedó hasta tarde pensando cómo pudo el algoritmo saber que las iba a necesitar.

Dos semanas después recibió un taladro percutor. Lo abandonó sobre la mesa, entre la cajita de chop suey del viernes y el álbum de fotos viejas. Lo iba a devolver. Sospechó, en ese punto, que el algoritmo funcionaba de manera genérica, como los horóscopos, enviando productos que cualquier persona, eventualmente, pudiera necesitar. Pero cuando a la mañana siguiente se cayó el espejo-botiquín del baño, entre anonadado y maravillado, Lenny abrió la caja, sacó el percutor y pudo volver a amurarlo.

La página de Amazon le preguntó si estaba satisfecho con el servicio Amazon Predictor. ¿Halló útiles las pastillas para conciliar el sueño? ¿El percutor era lo que esperaba? Pero no respondió porque él cobraba para responder encuestas. Además se había suscripto al servicio casi sin pensarlo, quizás por la curiosidad de ver cómo funcionaba esa tecnología o porque mientras menos tuviera que salir de su casa, mejor. El video de marketing lo vendía como un upgrade de las sugerencias del algoritmo predictivo básico (“porque compraste este libro disfrutarás este otro”). Aún así, era escéptico. ¿Cómo podría una inteligencia artificial saber qué es lo que una persona va a necesitar de acuerdo con sus hábitos online y sus compras previas? Según explicaban, Predictor analizaba tus comportamientos, costumbres y gustos, anticipaba qué necesitarías y te enviaba gratis un producto. Si a los treinta días no le encontrabas utilidad, lo devolvías sin cargo y no se te cobraba nada.

Cuando recibió la vulva de goma sintió que Predictor se había pasado de la raya. Había invadido, quizás, lo único sobre lo que Lenny tenía real control en su vida: su sexualidad, o la falta de ella. Pero, por otro lado, se encontró excitado, algo que no le sucedía hacía tiempo. Por eso se la quedó.

Luego llegó la comida congelada cuando ya se había quedado sin provisiones, el veneno para cucarachas unos días antes de descubrirlas entrando y saliendo del chop suey que aún estaba sobre la mesa, unas doce latas de Red Bull, unas flores, un cenicero, un pijama nuevo y un pack de desodorantes que Lenny valoró por evitarle tener que bañarse.