Para Los Que Se Atreven - John Anthony Miller - E-Book

Para Los Que Se Atreven E-Book

John Anthony Miller

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Beschreibung

Berlín Este, 1961. Kirstin Beck está decidida a escapar a Occidente. Desde la ventana de su casa adosada, a sus espaldas, una alambrada que cruza un cementerio, ve cómo cierran la frontera con Berlín Oeste, donde Tony Marino, un escritor norteamericano que allí trabaja, observa en la cercanía el progreso del levantamiento, al tiempo que ve a una atractiva mujer en su ventana.

Kirstin sujeta una pizarra con AYUDA para que este la vea, lo que los lleva a un plan, aunque difícil empresa, para que ella cruce la frontera. Con la Stasi pisándoles los talones, Tony y Kirstin entran en un caleidoscopio de embustes y peligros, pero decididos a alcanzar la libertad a cualquier precio.

Pero ¿podrá Kirstin escapar del mundo que no soporta en un país dividido entre el Comunismo y el Capitalismo?

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PARA LOS QUE SE ATREVEN

JOHN ANTHONY MILLER

Traducido porFRANCISCO BUENO ANAYA

Derechos de autor (C) 2019 John Anthony Miller

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2021 por Next Chapter

Publicado en 2021 por Next Chapter

Arte de la portada por CovertMint

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.

ÍNDICE

Agradecimiento

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Epílogo

Querido lector

Sobre el autor

Mensaje del autor

Notas

Para mi familia, que es lo más importante.

AGRADECIMIENTO

Agradecimientos especiales a Donna Eastman del Parkeast Literary y todo el equipo de Next Chapter.

1

BERLÍN ORIENTAL

13 de agosto de 1961 a las 5:08 de la madrugada.

Kirstin Beck, con su pelo rubio desparramado sobre la almohada y presa del desasosiego, seguía despierta. Era una decisión difícil, meses de trabajo, un camino que, una vez tomado, cambiaría más vidas que la suya propia. Algunos saldrían adelante, alcanzarían destinos ignotos, mientras otros se enfrentarían a destrucciones o se verían sorprendidos por una espiral giratoria imposible de desencorvar. Aquella sobrecogedora tranquilidad se vio empañada por el tictac de un reloj que vivía sus últimas horas hasta el amanecer. Se acercaba el momento de actuar.

Acomodándose para que los muelles no chirriasen, sacó cuidadosamente su esbelta figura del colchón. Hizo una pausa, se sentó al borde de la cama y dio oídos a la respiración acompasada de su marido supino a su lado. Una vez segura de no haberlo perturbado, se puso en pie, permaneció inmóvil un instante y salió de puntillas de la habitación al pasillo.

Le lanzó una nueva mirada para asegurarse de que aún dormía antes de dirigirse al baño, despojarse del camisón y ponerse aprisa unos pantalones brunos deportivos y una chistera gris. Abrió la puerta del ropero hasta alcanzar la parte del fondo de la repisa detrás del montón de toallas para sacar una pequeña cartera. En su interior llevaba sus documentos personales: certificado de nacimiento, tarjetas de identificación, números de teléfonos importantes y dinero —marcos alemanes y dólares americanos—, que guardó y ocultó concienzudamente a su marido. Encogiéndose al rechinar levemente los goznes, cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido, retrocedió unos pasos en el pasillo, se desplazó con sumo cuidado en la oscuridad y se detuvo en la puerta del dormitorio.

Su marido, al envés de ella, dormía aún en ronquidos casi imperceptibles que acompasaban su respiración antes de mascullar quién sabe qué en sueños. Creyó advertir mover su brazo y su mano palpar el espacio vacío que ella dejó al abandonar la cama, pero se retorció, levó su cabeza de la almohada y se reacomodó. Quietamente pasaban los segundos y, casi sin aliento, se apartó de la puerta. Los resortes de la cama chirriaban tal cual el peso de su marido cedía para luego quedar todo en un silencio irrumpido por el movimiento de las manillas del reloj. Aguardó un poco más y echó un vistazo por la jamba.

Estaba echado de costado, de cara a la puerta, sin que ella llegase a ver si tenía los ojos abiertos o cerrados. Miró la hora en su reloj, consciente de que no debía esperar mucho más y, confiada de que el viejo suelo de madera no crujiese, se apresuró en franquear la puerta.

El silencio reinaba. Él, al no decir nada, supuso que seguía durmiendo. Dudó un instante, solo para estar segura, y salió sigilosamente al pasillo hasta las escaleras. Se mantuvo junto a la pared al descender los escalones donde estos eran más resistentes y bajó con sumo cuidado peldaño tras peldaño. Al encontrarse a medio camino de la bajada, hizo un alto y dio oídos, pero ningún ruido procedía del dormitorio. Bajó lo que le quedaba de escaleras hasta el primer piso, cruzó el vestíbulo y echó una ojeada en el salón. Era posible distinguir en la oscuridad la radio junto al tocadiscos. Una pila de elepés amontonados, todos americanos: Patsy Cline, Shirelles, Roy Orbison, los Platters, entre sus posesiones más preciadas. Por un breve instante, se le pasó por la cabeza llevárselos, al tiempo que se convencía de que se trataban de unas pertenencias fáciles de reemplazar. Había mucho más en juego. Entró en el comedor y luego en la cocina para coger su bolso de la mesa, sobre la cual dejó una nota que sacó de su mochila.

Escrito días antes, explicaba la razón de su ida, del porqué no le quedaba otra y cuán mejor sería para los dos. Consciente de ese modo cobarde que ponía fin a su relación con él, no podía arriesgar a contárselo. Él era convincente y resolutivo, que daría su parecer y suplicaría, hasta que poco a poco ella se resistiese hasta ya no existir. Había que proceder así, en la nocturna oscuridad. Abrió la puerta con cuidado, se detuvo y echó un último vistazo a lo que había sido su hogar antes de poner un pie afuera.

Con apenas diez grados, la noche era fría para ser agosto. Luego, cruzó el pequeño patio por detrás de la última de las viviendas adosadas. Más parecía un jardín que un césped. Con cada flor apiñada como pudo en un espacio reducido, plasmó un caleidoscopio de colores en un paisaje parduzco. Ahora iba a echarlo de menos. Pero, del mismo modo que podía comenzar una nueva vida, más flores podría plantar.

Su angosto patio terminaba en una vieja valla oxidada de hierro forjado bordeado de maleza que marcaba el límite de un cementerio y un sendero que conducía a las lápidas, tumbas y mausoleos. Lo anduvo siguiendo la verja y cruzó una franja de césped entre su vivienda y la vecina Iglesia de la Reconciliación1. Ocultándose en la oscuridad, próxima al enorme edificio de ladrillos dominado por espirales y ventanas arqueadas, fue acercándose lentamente a la parte de atrás. Con solo una tenue luz de la luna menguante, se percató de lo lóbrega que estaría la carretera adyacente. Vaciló, preguntándose por qué las farolas estaban apagadas, al igual que cuando oía el tictac de su reloj y el ruido monótono de su nevera al salir de su cocina.

Ignorando lo que fuese, presentía que algo no iba bien. Dejó las sombras que proyectaban la iglesia y se deslizó sigilosamente en el cementerio que se extendía por detrás. Lo circundaban arbustos y árboles, secuelas de un lugar antaño hermoso caído en desgracia, casi tanto como el resto de Berlín Este. Muchas tumbas eran viejas, lápidas desgastadas, separadas por senderos peatonales, sucios, espaciados uniformemente entre ellos. Kirstin pisaba con tiento, moviéndose de tumba en tumba, hasta encontrarse a medio camino del cementerio atraviesa antes de verlos, siluetas primero, y luego más claras conforme más se aproximaba.

Algunos soldados alemanes del Este, espaciados por cuatro o cinco metros de distancia entre ellos, aguardaban en la linde del cementerio. Otros, en pares, susurraban en corrillo, llegando a ver el tenue destello de un cigarrillo que uno de ellos sostenía en su mano antes de llevárselo a la boca. Sus uniformes, al camuflarse con la oscuridad, apenas eran visibles. Tanteó la ristra de soldados, alongados como una cinta bidireccional, e intuyó que algo iba mal.

En la distancia, diez metros de donde se encontraban los militares parados, había una pared de piedra de apenas noventa centímetros de alto, la cual marcaba en límite con el cementerio. Tan solo tenía que llegar a ella, treparla y ya quedaba libre, integrada en Occidente como tantos otros habían hecho antes que ella. Pero, aquella noche, atípica, una primera línea de soldados fronterizos aguardaba en la oscuridad, esperando quién sabe qué.

Alemania y la ciudad de Berlín habían quedado divididas desde la II Guerra Mundial: la Oriental comunista, administrada por los rusos; y la Occidental libertada, controlada por franceses, británicos y norteamericanos. Kirstin vivía en Berlín Oriental, en la mitad rusa, y su abuela en Berlín Occidental, en la sección francesa. Los ciudadanos siempre habían disfrutado de libertad de movimiento entre los sectores, aunque muchos de los que iban a Occidente, jamás regresaban. Nunca antes pareció importar, mas reparó en una sensación de vacío que tal vez ahora importase.

Llegaba a oír el zumbido de la maquinaria, lejano primero y más ensordecedor después. Curiosa de lo que acaecía, atisbó por detrás de un mausoleo. Un motor, un camión o algún tipo de vehículo, el ruido se aproximaba. Se detuvo y ojeó por la parva pared de piedra a solo veinte metros de distancia que unos soldados de a pie ante ella custodiaban. ¿Debía arriesgar al escapar, atravesar el cementerio corriendo, pasar los soldados y saltar la pared con la esperanza de que no la atraparan?

El ruido se avecinaba y, antes de pasar a la acción, la frontera se bañó de luces. Lindando con el camposanto había un camión aparcado con un reflector en la parte trasera que proyectaba una potente iluminación a lo largo de la pared, justo en la senda de Kirstin. Se agachó y se ocultó conforme más soldados y obreros uniformados emanaban del vehículo. Desilusionada y asustada, se retiró para ocultarse tras arbustos y lápidas, escurriéndose por un penumbroso camino de vuelta a casa.

2

Steiner Beck despertó al escuchar vehículos frente a su vivienda. Creyendo que se trataba de algún vecino que llegaba tarde a casa y que el ruido cesaría, se dio la vuelta. Al no ser así, se reacomodó en la cama, se frotó sus ojos soñolientos y alcanzó a su mesita de noche para encender la lámpara, a lo que sintió el frío de las sábanas en el espacio vacío a su lado.

—Kirstin —dijo en voz baja, pensando que estaría en el baño.

Llegaba a ver su propio reflejo en el espejo sobre la cómoda, su pelo revuelto, sus pupilas cenizas deslumbradas. Los pliegues de la almohada se le habían marcado en su cara, justo por encima de su barbita cuidadosamente recortada. Casi en los cincuenta, era veinte años mayor que su esposa, una edad distinta de la que él era plenamente consciente conforme se hacía mayor. Guapetón y atractivo para las mujeres, reparó en que su pelo comenzaba a escasear —más ceniciento que bruno—, y su cara mostraba arrugas más profundas que las marcas dejadas por la almohada.

Bostezó y oyó a su mujer abajo de las escaleras. —Kirstin —volvió a llamar, esta vez más alto, preguntándose si se había quedado dormida en el sofá.

No hubo respuesta. Esperó un poco más y fue a echar un vistazo a la calle desde la ventana de su dormitorio. Veía vehículos militares aparcados cerca de la iglesia: dos camiones y un yip, más otro más abajo en la carretera. Cruzó el pasillo y fue al segundo dormitorio, una oficina que compartía con su esposa, y volvió a mirar por la ventana que daba al cementerio. Había un camión del ejército por el carril del callejón del camposanto, cerca de la pared. Un foco reflector en la parte trasera transmitía un trazado de luz tenue a lo largo de la frontera —más tenue cuanto más se alejaba—, que exhibía una hilera de soldados desplegados en los límites fronterizos.

— ¡Kirstin! —gritó, ya preocupado.

Se apresuró a su dormitorio, agarró su pantalón de una silla con respaldo recto junto a la cómoda y se los puso. Fue al armario, sacó una camisa de la percha, y dio con sus zapatos y unos calcetines. Ya vestido, salió al pasillo y bajó las escaleras.

—Kirstin —alzó la voz de nuevo.

Abrió la puerta de casa y miró afuera. Los camiones, con un conductor sentado en cada uno de ellos y con los motores en marcha, seguían estacionados en el encintado. Una hilera de casas adosadas del siglo XIX se ahilaba en el lado opuesto de la calle, algunas de las cuales seguían mostrando daños por la guerra, a pesar de que había terminado hacía dieciséis años. Ignorando lo que sucedía, había vecinos que corrían las cortinas y atisbaban desde las ventanas, en tanto que otros, en pijamas y batas, se asomaban a las puertas entornadas, curiosos pero precavidos, como si fuesen testigos de algo trágico. Algunos debieron haber sospechado que, con la frontera de Berlín Occidental tan cerca, la poca libertad de la que disfrutaban podría esfumarse como una niebla matinal derretida por el sol naciente.

Steiner cerró la puerta principal de casa y entró en la cocina. —Kirstin —alzó la voz, pero sin respuesta aún. Abrió la de la cocina y se detuvo al apercibirse de una nota sobre la mesa, al tiempo que Kirstin hacía entrada.

—Steiner, creo que están cerrando la frontera —siseó ella.

Parecía faltarle el aire, si bien Steiner ignoraba la razón. —Cariño, ¿qué haces? —preguntó él—. Te he estado llamando.

—Tanto ruido me desvelaron —esclareció ella—. Así que salí a ver lo que pasaba.

La tanteó más de cerca a ver lo que se traía entre manos, pero su mirada se desvió al papel sobre la mesa con la intención de alcanzarlo.

—probablemente sean los militares —dijo ella—. Llegan hasta donde se extiende la vista, más allá de la empresa de ropa junto a la iglesia hasta Strelitzer Straße1.

—Steiner, ven a ver —dijo ella, tirándole del brazo—. Hay tropas del ejército en el cementerio.

Él vaciló. —Las vi desde la ventana —le dijo Steiner—. ¿Qué están haciendo?

—No estoy segura —dijo, acercándose un poco más—. También hay operarios.

Se quedó observándola un momento, caviloso, pero sin objetar. El cementerio marcaba la frontera con Berlín Occidental. Es posible que ella tuviese razón. Quizá estuviesen cerrando la frontera. Un rato estuvo Steiner preguntándose cómo es que no había reparado en ello. Y, se apercibió de que era imposible, de que las probabilidades eran escasas. Tenía que haberse mantenido en secreto. O todos los alemanes del Este hubiesen cruzado a Oeste.

— ¿Qué voy a hacer con mi abuela? —preguntó Kirstin, preocupada.

—Ni idea —respondió él—. Veremos a ver qué pasa. Steiner se preguntaba qué causó el cierre fronterizo. ¿Se trataba de un incidente internacional? ¿O de algún tipo de desavenencia entre el Este y el Oeste? Volvió a mirar el papel y estiró el brazo por la mesa, pero Kirstin se interpuso, arrebatándole la nota.

“MMi lista de la compra —se precipitó a decir ella—. Café, patatas, cosméticos, pasta de dientes, plátanos... ¿Alguna otra cosa se te ocurre?

Un ruido, como si se dejase caer la puerta trasera de un camión, le atrajo la atención. — ¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó él, ya perdiendo interés en la lista de la compra.

—probablemente sean los militares —dijo ella—. Llegan hasta donde se extiende la vista, más allá de la empresa de ropa junto a la iglesia hasta Strelitzer Straße2.

Steiner quedó desconcertado. —Pero ¿por qué ahora cierran la frontera? —preguntó—. ¿Podríamos estar en un conflicto bélico?

Kirstin vaciló, como si no hubiese caído en eso. —No lo sé —dijo—. Si así fuese, lo sabríamos.

—Ni idea —respondió él—. Pero no cerrarían la frontera a medianoche sin razón aparente.

—Quizá no quieran que nos vayamos —se limitó ella a decir.

—Otras veces la han cerrado —dijo él, manifestando que no se trataba de nada serio o que hubieran sabido. Y, solo temporalmente. Al igual que esta vez.

—Pero ¿y si no fuese así? —preguntó ella.

Él la abrazó. —Entonces, lo aceptaremos —le dijo—. Como el resto de berlineses del Este.

3

Tony Marino llevaba casi dos meses en Alemania recabando información para su próximo libro. Encargado por Green Mansion Publishing para su serie «Historia de las Naciones», ya había escrito «La Historia de Francia» y «La Historia de Bélgica». Ahora estaba escribiendo «La Historia de Alemania». Tenía planteado marcharse de Berlín una semana antes y pasarse por su casa en los Estados Unidos, pero se lo pensó mejor y lo pospuso debido al retraso que llevaba.

Cerca de los treinta y cinco años, le daba aires a Elvis Presley, si bien sus ojos y complexión eran algo más morenos. De madre soltera que aún hablaba un inglés con acento, creció en Filadelfia, hogar de tantos emigrados italianos durante la primera mitad del siglo XX. Dominaba el italiano, el francés y el alemán, y pasó un tiempo como traductor del ejército de los Estados Unidos para luego ir a la universidad de G. I. Bill. Su talento innato para la escritura e interés por la historia lo llevaron a la publicación de artículos en diversas revistas antes de ir a parar a su asignación actual con Green Mansion.

De pie frente a la cafetera, bostezaba mientras esperaba que su café se hiciese. Nada más levantarse de la cama, ponía la radio para enterarse de los resultados de béisbol en la cadena de noticias del ejército norteamericano. Se había aficionado, casi obsesionado, a este juego desde que jugaba en las calles del sur de Filadelfia. Y era de los Philadelphia Phillies, horribles y el peor equipo de béisbol, lo cual resultaba arduo ser un fiel incondicional. La noche anterior cayeron 4-0 contra los Pittsburgh Pirate, logrando solo 5 imparables tras haber perdido ese día anterior y el anterior a ese. De hecho, habían perdido catorce partidos consecutivos. Y el locutor apenas aludía a los Phillies. Los Yankees eran el centro de atención de todo el país. Roger Maris, a punto de batir la plusmarca de Babe de más jonrones en una temporada, anotó su 43º jonrón. Había un batiburrillo de aficionados. Algunos, esperanzados de que una estrella actual pudiese llevarse la plusmarca, iban con Maris, en tanto que otros eran incondicionales de Babe.

Unos ruidos en el exterior de la tercera planta de su apartamento en la sección francesa de Berlín Occidental, distrajeron a Marino, así que fue a echar un vistazo afuera para ver si se trataban de operarios o soldados los que irrumpían la tranquilidad de aquella mañana de domingo. El edificio donde vivía bordeaba un cementerio delimitado por una pared de piedra de unos noventa centímetros que soldados de a pie marchaban por las demarcaciones del camposanto a unos metros entre ellos. Mientras que algunos operarios clavaban a golpes unos mástiles de madera en el suelo, otros instalaban alambre de púas entre los postes. Llegaba a ver sus rostros tal cual construían la barrera, soldados que ordenaban y otros que fumaban cigarrillos. Parecía surrealista.

El camposanto era enorme. El tramo a lo largo de la frontera tenía forma del pie de la letra L, y más allá, la Iglesia de la Reconciliación y una hilera de casas adosadas. En lo que quedaba del cementerio, la parte de la letra ele, se extendían varios metros ya en Berlín Oriental. Strelitzer Straße era la calle más cercana que interceptaba el Este y el Oeste. Marino veía barreras de cemento que bloqueaban la carretera, soldados espaciados uniformemente alrededor. El día antes, la frontera había estado abierta, con desplazamientos accesibles en ambas direcciones. Una esplendidez que ahora, por alguna razón, dejaba de existir. Se preguntaba si toda la frontera de Berlín Oriental estaba siendo cercada.

A primera hora de la mañana, y a pesar de lo precipitado en la construcción, la barrera recorría entrambas direcciones de gran parte del paisaje urbano. La alambrada de púas, de casi un metro de alto, cruzaba el extremo occidental del cementerio, dejando filas de tumbas torcidas que, como curioso residente de Berlín Occidental, erosionadas por el tiempo. En la Mitte1 de Berlín Oriental, sombreado por árboles, como si observaran la parodia, pero sin rechistar, reposaba quieto y sereno el resto del camposanto. De diseño al estilo gótico y presidida un por capitel alto que parecía tocar las nubes, quedaba la Iglesia de la Reconciliación frente al edificio residencial de Marino. Unas elegantes arcadas soportaban el equilibro del templo de ladrillos, que aún se elevaban orgullosas y desafiantes en una nación que pisoteó la libertad religiosa que la construcción simbolizaba. A cuatro metros de la iglesia, bordeando aún la carretera, el cementerio se expandía a espaldas de una hilera de casas adosadas del siglo XIX, y luego una extensión de varios kilómetros hacia el sur y este.

La ciudad de Berlín Oriental bordeaba la mitad de la Occidental, pero los suburbios y la campiña de la Alemania del Este se dispersaban por lo que quedaba, lo que daba forma a una isla en un mar enemigo. Marino se preguntaba si la construcción del muro recorría toda la frontera y terminaba en Berlín Occidental en un intento de asfixiarla u obligarla a alguna clase de sometimiento de las Naciones Aliadas de Occidente. Era como si los comunistas soliesen utilizar a Berlín Occidental como peón de jaque mate en una partida mundial de ajedrez. Y luego, tras apercibirse de la vulnerabilidad de la ciudad, un millón de pensamientos se agolparon en su mente. ¿Podría salir? Y si pudiera, ¿podría volver a entrar? ¿Cómo iban a conseguir los berlineses occidentales alimentos, ropa y otras existencias? Tenían electricidad —su reloj y las luces funcionaban—, pero ¿por cuánto tiempo?

Echó un vistazo al otro extremo del camino, a la iglesia, donde se avispaban feligreses yendo a tropel al sagrario desde el Este, mientras una pequeña multitud de manifestantes empezaba a formarse por las calles interconectadas en Occidente, cada cual contemplando curioso la alambrada de púas. Se preguntaba cómo lo presenciaba el resto del mundo: Berlín Occidental siendo amurallado, o berlineses orientales que no dejaban pasar, privándoles de la libertad que placían los occidentales.

4

Kirstin Beck observaba a los obreros desde la ventana del segundo piso de su casa adosada. Alta y esbelta, de ojos azules abiertos como platos y radiantes, era inteligente y guapa, con pómulos prominentes y largas pestañas. Aunque llevaba ocho años casada, muchos ignoraban la razón. Steiner, su marido, un profesor de universidad y leal socialista, un hombre adusto y serio mayor que ella, no parecía encajar con su mujer más joven.

El jaleo dio comienzo temprano, justo después del alba. Tuvo suerte de haberse escurrido de los soldados tras su intento de huida. Por los pelos, a tiempo llegó a casa para meter su cuaderno y mochila en un cubo de basura e irrumpir justo cuando Steiner echaba mano a la nota que dejó sobre la mesa de la cocina. Aparentaba atraído, sin llegar a ver lo que ponía. Y se lo arrebató antes de que lo cogiese.

Si tan solo se hubiera ido un día antes. Se hubiese esfumado sin ser vista, como otros tantos que cruzaron la frontera, mezclándose en Berlín Occidental y moviéndose libremente a sus anchas. Ahora se enfrentaba a una seria disyuntiva. Su abuela estaba sola y dependía de Kirstin, no solo de las necesidades básicas, sino también de compañía. Aun cuando alguna que otra vecina le asegurarse que cuidaría de ella, la seguía preocupando. Tenía que avisarla, decirle que se demoraría sin saber aún por cuanto tiempo. Y tenía que llegar a Berlín Occidental, no solo por lo que huía, sino del porqué huía.

Kirstin observaba aterrada la llegada de más camiones, implorando de que esto fuese pasajero y pudiese largarse al Oeste en cuestión de minutos o en días en el peor de los casos. Pero, cuantas más tropas y operarios hacían acto de presencia, los topógrafos marcaban líneas donde debían ir las barreras y los carpinteros abordaban la fijación de postes en el suelo. Seguían alambradas encordadas en el terreno, clavadas en los mástiles para luego revestirlas en capas más altas hasta alcanzar los seis metros de altura. El propósito estaba claro: hacer de Berlín Occidental una isla libre en una mar comunista e impedir una desbandada de los berlineses orientales. Pero, por más razones que su abuela, Kirstin Beck tenía que llegar al oeste de la ciudad sí o sí.

Cerca de las nueve de la mañana, Steiner asistía al servicio matutino en la Iglesia de la Reconciliación. La asistencia era menor de lo habitual, ya que muchos feligreses lo hacían desde el sector francés de Berlín Occidental. Fieles y leales a la iglesia, la alambrada en Strelitzer Straße1 les bloqueaba el paso. Algunos, parados en la barrera, donde se estaba formando un gentío, observaban curiosos a los soldados, a gritos de protesta. Aparentemente inquietos y asustados, la mayoría tenía amigos y familias en el Este que tal vez jamás volverían a ver. Y, aunque la frontera se había cerrado temporalmente en varias ocasiones, nunca se había bloqueado con barreras de cemento ni alambres de púas.

Una hora más tarde, al concluir el oficio religioso, asistentes que salían en fila de la iglesia, marcharon al cementerio y se acercaron a los militares tanto más se los permitían. Kirstin, temiendo una refriega, no les quitaba ojo. A medida que la caterva seguía apilándose, abandonó su estudio del segundo piso, bajó escaleras abajo a toda prisa y salió por la puerta de la cocina. Lápidas y tumbas a través, indicadores y mausoleos, cruzó el camposanto para sumarse a la muchedumbre.

Los operarios seguían colocando alambres de espino que enrollaban alrededor de postes, lo que daba a la valla semejanza a una cinta ondulante en el horizonte, escindiendo la ciudad en dos. Algunos entre la muchedumbre, como si trataran de resolver el impacto en sus vidas cotidianas, se limitaban a observar. Otros, más acalorados, presentían que algo preciado estaba a punto de disiparse. Kirstin los miraba con tiento, ya que sabía que al menos uno ―o más―, pertenecía a la omnipresente Stasi, la policía secreta de la Alemania del Este.

Oía susurrar a algunos del gremio conforme se acercaba, logrando pasar junto a ellos hasta colocarse frente a la multitud y ponerse a la vera de un anciano, enjuto y calvo, con bigote blanco, además de feligrés habitual.

—Buenos días, Dr. Werner —dijo ella.

—Kirstin, ¡qué hay! —expresó él, conmovido.

—Creo que están cercando la frontera.

—Pero ¿por qué? —preguntó—. Ayer mismo podíamos cruzar. ¿Qué hace que hoy sea diferente?

—No quieren que huyamos a Occidente —respondió ella. Kirstin, contemplando a los operarios, hizo un alto, a lo que añadió: —Ni siquiera de visita, parece.

—Pero ¿el alambre de púas? —interpeló—. Acabo de escuchar decir a alguien que es para mantener alejados a los fascistas de Berlín Oriental. Eso carece de todo sentido. Más bien sería para retenernos a nosotros en vez de mantenerlos a ellos alejados.

Kirstin sabía que su vida iba a cambiar para siempre, a menos que se largase. Tenía que llegar a Berlín Occidental. Y, de algún modo, debía. Solo que iba a ser más complicado.

—Todos nosotros tenemos amigos y familias al oeste de la ciudad —prosiguió el Dr. Werner—. No más quedarán en la retentiva.

—Ni podremos contactar con ellos —le dijo Kirstin—. Intenté telefonear, pero está fuera de servicio.

—Entonces, no nos queda otra que comunicarnos a través de cartas.

—La Stasi va a censurarlas —repuso ella, cerciorándose de que nadie la escuchaba—. O las desecharán.

—Yo tengo familia en Occidente que necesito ver —manifestó él, como preguntándose el modo de lograrlo.

—Y mi abuela necesita de mi asistencia. Está a solo cuatro kilómetros, pero ahora parece quedar al otro lado del mundo.

— ¿Qué están haciendo? —vino a decir una voz familiar a espaldas de ellos.

Kirstin, al girarse, vio a Dieter Katz, un estudiante y feligrés. Pequeño y delgado con gafas redondas y greñudo, era a veces demasiado bocazas en su discordancia hacia el régimen socialista. Aunque, desde luego, la mayoría de los jóvenes lo eran. No habían pasado por la guerra. Corajudos e impetuosos, se creían imbatibles.

—Construyen una valla para impedir que nos larguemos—le dijo Werner.

—No puede ser —gritó Katz, abriéndose paso entre ellos—. Mi novia está en Berlín Occidental. Y mi universidad también.

—Ten cuidado, Dieter —le susurró el Dr. Werner—. Vaya que te escuchen.

—Qué me importa si me oyen —respondió Katz, acercándose más a los guardias.

—No vayan a imponerte un castigo ejemplar —advirtió el Dr. Werner—. Se valdrán de cualquier pretexto para meterte entre rejas. Nada les gustaría más.

—No tengo intención de ir a la cárcel —les confesó Katz. Parecía como si estuviese analizando a los guardias, sus posturas, la altura del alambre de púas, lo que hacían los operarios, como si accediese a sus fuerzas y debilidades.

—Dieter, yo tengo una abuela en Occidente —dijo Kirstin, tratando de calmarlo—. Está mayor y delicada, y depende de mí para todo. Estoy segura de que habrá muchos otros en la misma situación. Las autoridades tomarán medidas precautorias. Han de tomarlas

—Y mis hijas están en Occidente —añadió Werner—. Como también muchos hijos e hijas, padres y madres. Ya encontraremos una salida. Si no, ya daremos con una.

—Yo no voy a esperar —murmuró Katz.

Kirstin estaba convencida de que este iba a hacer algo que no debiera, dejándose llevar por las emociones en lugar de la lógica. —Dieter, no hagas nada de lo que te puedas arrepentir —le advirtió ella.

—No puedo dejar que lo hagan —susurró Dieter enfadado, sin quitar ojo del alambre de púas.

—Dieter —dijo el Dr. Werner con aspereza, acercándose a él.

Antes de que nadie pudiera sujetarlo, Dieter se lanzó a la valla recién levantada.

— ¡Alto! —ordenó un guardia, apuntando su rifle.

5

Dieter, serpenteando al primer guardia, lo evadió y se lanzó a la alambrada. El segundo soldado apuntaba con su rifle, listo para disparar, aunque con el riesgo de dar a vigías y operarios. Mientras Dieter se echaba a correr hacia la valla, un guardia que vigilaba a los obreros, lo vio venir. Alzó su fusil por encima de su cabeza y lo lanzó hacia delante, golpeando con la culata la crisma de Dieter. Descompuesto, se desplomó y quedó desgarbado por los suelos. Consciente pero aturdido, trató de levantarse, dio un traspié cuando el guardia lo volvió a golpear y lo tiró de nuevo al suelo.

—Pare —imploraba Kirstin, corriendo hacia él—. Déjele en paz.

Otro soldado le cerró el paso a Kirstin. Cuando ella intentaba pasar a empujones, este la interceptó con su fusil. — ¡Manténgase alejada! -ordenó.

Ella, ignorándolo, intentó llegar a Dieter. El guardia la empujó con brusquedad y tropezó con la acera que, lidiando por mantener el equilibrio, cayó y se golpeó la cabeza contra una lápida. Al tratar de levantarse y ponerse en pie, hizo una mueca de dolor y cayó de nuevo al suelo.

—Déjenla en paz —dijo Steiner Beck tal cual se metía por entre el gentío—. Mi esposa trataba de ayudar, nada más. No tenía malas intenciones.

Otro soldado se acercó a ellos, un sargento con gesto serio, mayor que el guardia anterior. Parecía tener un marcado sentido de la responsabilidad, tal vez al mando del grupillo. O, es posible que fuese lástima. Todos ellos eran alemanes. De otro modo, no discutirían. — ¿Qué pasa aquí? —requirió.

—Ese hombre salió corriendo hacia la frontera —aclaró el guardia—.

—Y yo le golpeé con mi rifle para detenerlo —dijo el segundo soldado.

— ¿Y a ella? —preguntó el sargento, señalando a Kirstin.

—Trataba de ayudar a la víctima —intervino Steiner Beck, en nombre de ella—. Y este soldado la empujó al suelo.

El sargento los analizó un rato. Su mirada pasó de Dieter Katz hasta Kirstin Beck y viceversa. Finalmente, pasado unos instantes, pareció tomar una decisión. —Arrestad a ambos —ordenó.

Un soldado tiró de Dieter para que se levantara y le inmovilizó los brazos a sus espaldas. Abrió un juego de esposas, se las puso en las muñecas de Katz y las cerró. Luego, lo empujó a un yip cercano.

El segundo soldado agarró a Kirstin por la muñeca, y esta, velando por su tobillo izquierdo, se estremeció al ponerse en pie.

—Tenga cuidado —se quejó el Dr. Werner, desplazándose al lado de Kirstin—. Está herida. ¿Es que no tiene compasión?

—La llevaré a casa para que la vea un médico —dijo Beck, señalando a la suya—. Vivimos justo allí. Arréstenla luego si lo creen absolutamente necesario.

—No me queda otra que detenerla de inmediato —dijo el sargento—. Me da igual si está herida.

—Por favor, tenga piedad —rogó Beck—. Es un día espantoso para todo el mundo. Deje que se vaya en paz.

El sargento se encogió de hombros. —No tengo autoridad para eso.

Por un momento, Beck reparó en un muchacho lo suficientemente joven como para ser su hijo. —Reconozco que el prófugo cometió un delito grave y debe entregarlo a las autoridades. Pero mi esposa no hizo nada.

—Steiner, déjalo —dijo Kirstin, mirando al sargento—. Iré si tengo que ir.

El guardia desvió su mirada y vio tras ellos aproximarse un hombre. Vestía un traje gris y sombrero a juego, con apostura, rostro ceñido y pelo castaño. De unos treinta años, se metió entre el grupillo de gente, en tanto los mirones se hacían a un lado.

Se detuvo frente a ellos y miró a Dieter Katz, sentado en el yip con la cabeza magullada y sangrando. Luego se viró a Kirstin Beck, torpemente de pie, que un soldado toscamente sujetaba por el codo. —Soy Karl Hofer —dijo él—. Del Ministerio de Seguridad del Estado. Sacó sus credenciales del bolsillo y se los mostró al sargento: — ¿Qué pasa aquí?

—Aquel hombre intentó cruzar la frontera —dijo el sargento, señalando a Katz. Pero lo detuvimos, señor.

Hofer, involuntariamente, no le quitaba ojo de encima a Kirstin Beck. — ¿Y qué le ocurre a esta mujer?

—Trató de ayudar al fugitivo.

—Para luego herirla —interrumpió Steiner—. Ya que el guardia la empujó, cayó y se lastimó su tobillo.

—Tenemos la intención de arrestarla a ella también —prosiguió el sargento.

— ¿Y usted es...? —curioseó Hofer.

—Kirstin Beck —dijo ella, temblando, consciente de que aquel hombre era alguien a quien debía temer.

—Señora Beck —prosiguió él—, seguro que usted sabe que está mal ayudar a un fugitivo.

—Lo siento, señor —repuso ella—. Sé que está mal. Y bajó su mirada. Obré por instinto, interesándome en alguien que estaba herido.

—Me aseguraré de que nada de esto vuelva a ocurrir —dijo Steiner Beck muy serio.

—Eso puede no ser suficiente, profesor —dijo Hofer.

Kirstin lanzó una mirada cautelosa al Dr. Werner. La Stasi conocía a su marido. Se preguntaba si fue pura casualidad o por algo más. Puede que lo segundo.

Hofer, en un incómodo y aterrador silencio, la examinó unos instantes. —Bien, señora Beck —dijo al fin—. Asegúrese de no volver a cometer disparate afín. ¿Lo coge?

—Sí, señor —respondió humildemente—. Entiendo.

— ¿Necesita asistencia médica? —preguntó Hofer.

—Yo me encargo de ella —se ofreció el Dr. Werner—. Soy médico.

Hofer, como si ya se hubiese olvidado de Kirstin Beck, se giró al sargento.

“Iré a Ruschestraße con el prisionero —manifestó—. Tráigalo aquí, sargento.

Tal cual se alejaba Hofer, un soldado soltaba a Kirstin de entre sus manos. Werner y Steiner se acercaron a ella para ayudarla a levantarse.

—Lleváosla —dijo el sargento—. Pero que esto sea una advertencia.

—Gracias, sargento —dijo Steiner Beck—. Le garantizo que no causará más problemas.

Kirstin, de vuelta a casa, tenía la mirada puesta en la valla de alambre de púas, para luego dirigirla al edificio de apartamentos de detrás, abrigado en Berlín Occidental. Reparó en un hombre que atisbaba desde una tercera planta, cruzándose sus miradas. Se trataba de alguien que había visto en varias ocasiones al cruzar la frontera de visita a su abuela, a quien solía dirigirle la palabra. Ella se preguntaba cuánto había visto. Sus ojos, por un instante, se encontraron, se entendieron.

6

Tony Marino veía a la multitud congregarse en el cementerio en tanto que los feligreses no quitaban ojo a la construcción del muro una vez terminado el servicio religioso. Observaban al principio, posiblemente tan confusos como él lo estaba de lo que estaba sucediendo. Pero entonces, un joven se lanzó a la alambrada en un vano intento de escapar. Un soldado le golpeó con la culata de su fusil en la sien y el muchacho cayó al suelo. Una rubia trató de ayudarle, pero la empujaron, lastimándose aparentemente su tobillo. Marino sabía que ella lo había visto. Sus ojos se encontraron, ambos se miraron, preguntándose por qué el destino los había puesto en lados opuestos de la alambrada: uno que placía de libertad, mientras a la otra se la denegaban.

A Tony le curioseaba saber quiénes componían aquel elenco de personajes que con tanta premura levantaba la valla. Muchas veces había visto a aquella mujer transitar del Este al Oeste, a quien solía dirigirle palabras, campechanas o alguna charla trivial. Jamás llegaron a conocerse formalmente, ni siquiera sabía su nombre o lo que fuese de ella; pero se conocían. Fue a ella, no obstante, a la única que reconoció; nadie más en la caterva le resultó familiar. Nunca había ido a misa, ni conocía la confesión, y eso que vivía cerca y llevaba dos meses en Berlín Occidental. Pero a Berlín Oriental iba únicamente a investigar, normalmente a la Biblioteca del Estado en Under den Linden.

Marino, confiado de enterarse de algo, puso la radio. El locutor describía el cierre fronterizo, evasivo sobre si era temporal o permanente. Incluso el caos juzgaba acrecentar entre las autoridades y sobre el futuro de la ciudad libre. La radio y la electricidad funcionaban en Berlín Occidental. Marino abrió la espita y el agua fluía libremente hasta desaparecer por el desagüe abajo. Pero ¿y esas cosas de diario que se dan por sentado hasta que nos hacen falta, tales como la comida y las necesidades básicas: la ropa, el jabón, menaje?

Pensó en ir a la Embajada Norteamericana para ver si habían dado con las respuestas; si le podrían garantizar la seguridad en una ciudad libre rodeada de alambre de púas que, no obstante, no era para mantenerlo a él dentro, sino a otros fuera. No tenía motivos para quedarse en Berlín Occidental, así que podría largarse en cualquier momento. Él era historiador, escritor de literatura no ficticia y documentales, encargado de recopilar la historia de Alemania. Pero, tomando Berlín como punto de partida, había transcurrido dos meses y su investigación aún no había concluido. Necesitaba un mes más, con la posibilidad de moverse libremente por Berlín. No estaba seguro de si sus credenciales actuales le permitieran llevarlo a cabo.

Apagó la radio y tanteó la televisión con pantalla de apenas un metro cuadrado; el armario de unos noventa centímetros con un altavoz en la parte inferior. Más parecía la pieza de un mobiliario con un tapete de encaje y un jarrón encima. La imagen era algo vaga y el sonido un poco confuso, aunque la emisora seguía emitiendo. Berlín tenía tres canales: dos retransmitían servicios religiosos los domingos, mientras el tercero ofrecía noticias. Al cambiar a esta última, se veía un reportero en Potsdamer Platz y un cámara enfocando a la frontera. De poco más de lo que ya sabía o vio por la ventana se enteró en la media hora que la estuvo viendo. Los trabajadores encordaban alambre de púas alrededor de todo el perímetro de Berlín, creando una isla democrática en una mar socialista. Miró el reloj y repuso en la diferencia horaria con la de Nueva York. En todo caso, pensando en que su editor seguiría despierto, lo llamó.

Ned Simpson, redactor jefe en el Green Mansion Publishing, con voz adormilada, contestó a la quinta llamada del teléfono. —diga.

—Ned, soy Tony.

— ¿Qué pasa? —preguntó, como si supiera de las minucias de llamar en mitad de la noche.

—Los alemanes del Este están cerrando la frontera.

Simpson dio un suspiro. —No sería la primera vez —repuso—, ni tampoco la última.

—Esta vez es diferente —le expresó Marino—. Hay guardias por todas partes levantando vallas de alambradas de púas. Han cerrado todas las calles trasversales y las estaciones de metro en la zona fronteriza. Enciende la radio.

—Espera —dijo Simpson.

Marino llegaba a oír crujidos por la habitación, seguido de voces, posiblemente la radio. Luego, las voces eran diferentes, como cambiando los canales.

—Se menciona brevemente en las noticias sobre el cierre fronterizo, pero nada sobre las vallas de alambre de púas.

—Te lo digo yo, Ned. Esto parece serio. Aquí no podrá cruzar ni quisque.

— ¿Sigues teniendo agua, alcantarillado y electricidad?

—Sí.

—Eso es porque el Este necesita divisa occidental —le dijo Simpson—. Seguirán proveyendo servicios. ¿Y las líneas telefónicas orientales, qué tal van?

—No las he probado.

—Apuesto a que no funcionan.

—No estoy seguro de si puedo salir, al menos no ahora.

— ¿Por qué quieres largarte? —preguntó Simpson con notable incredulidad—. Eso lo cambia todo.

— ¿Qué quieres decir?

—Suspende tu investigación —ordenó Simpson—. Estás justo en el meollo de la historia que estás contemplando. Ese es tu nuevo libro, un relato de primera mano.

—No había caído en eso —reconoció Marino. Se preguntaba cómo un editor podía ver el lado comercial en la miseria de Berlín Este, o el temor de Berlín Oeste. Tal vez por eso él no fuera uno de ellos. — ¿Algo más?

—Sí, dijo Simpson—. Llama a tu madre.

Marino oyó el clic del receptor y luego un pitido. Colgó el teléfono y bebió su café, en tanto que escuchaba la radio y cambiaba los canales de televisión. De poca información se estaba enterando. Tras varias horas de espera, llamó a la operadora, le facilitó un número de teléfono de Filadelfia y aguardó a que le estableciera la comunicación. Momentos más tardes, lo consiguió, si bien algo difusa.

—Tony, estaba preocupada —dijo su madre con acento italiano cerrado, y eso que llevaba toda una vida en los Estados Unidos.

― ¿Y eso? —preguntó Tony—. ¿Has visto las noticias?

― ¿Qué noticias? —preguntó ella―. Qué me importan a mí las noticias. ¡No sabía nada de ti! ¿Cómo se supone que sepa si estás bien?

Tony alzó los ojos al cielo. Todas las madres italianas eran iguales. Querían a sus hijos más que nada, excepto hacerlos sentir culpables. —Precisamente te llamé el pasado domingo —le recordó a ella.

— ¿Es que no puedes llamar entre semana? —inquirió ella—. ¿Es que tengo que esperar al domingo para hablar contigo? ¿Y si llamas mientras estoy en la iglesia?

—Escucha, mamá, en Berlín están sucediendo muchas cosas. Ya lo verás por televisión.

— ¿Qué quieres decir con que están pasando muchas cosas? —preguntó ella.

—Alemania del Este está levantando una valla alrededor de Berlín Occidental. No me afecta a mí, yo estoy bien. Pero mucha gente del Este no puede ir a Occidente con sus familias.

—Eso es terrible —expresó ella—. ¿Cómo pueden separar a familias de esa forma? Con lo lejos que tú estás, tampoco es que nosotros estemos juntos. ¿Qué vas a hacer? ¿Vienes a casa?

—No, todavía no —dijo él—. Aún tengo unas cosas de las que ocuparme aquí. ¿Te parece bien?

—Tan bien como pueda serlo con mi hijo al otro lado del mundo.

— ¿Has recibido el dinero que te mandé?

—Sí, lo tengo —respondió ella—. Aunque preferiría tener a mi hijo.

—No será por mucho tiempo, mamá. Cuídate, y te llamo el domingo que viene.

—Ten cuidado —dijo ella—. Te lo suplico, Dios mío. E, intentaré no preocuparme mucho.

Marino se echó una sonrisa imaginándose a la mujercita al otro lado del teléfono. —Estaré bien —dijo él—, así que, no te preocupes. Ya hablaremos la semana que viene.

—Espera —interrumpió ella, que lo pilló antes de que colgase el teléfono.

— ¿Qué sucede? —preguntó.

— ¿Tienes suficiente para comer?

—Sí, mamá —afirmó, que la echaba más de menos de lo que reconocería—. Me sobra que echarme a la boca.

Y colgó el teléfono con una leve sonrisa. Su madre era diferente, completamente entregada a su hijo, como si nada más en la vida importara. Algún día tendría que decirle cuánto la apreciaba, lo afortunado que era tener una madre como ella. Se preguntaba a la vez por qué su felicidad dependía tanto de él. Soportarlo le significaba a Tony una carga enorme. No solo era responsable de su propia felicidad, sino también de la de su madre.

La televisión atrajo nuevamente su atención. La cobertura era ahora mayor, cuando la mañana cedía paulatinamente a la tarde. Y no eran infundadas. La frontera se cerraba y la alambrada se levantaba alrededor de toda la ciudad de Berlín. Se mantenían los servicios básicos, entrada y salida del oeste de la ciudad y Alemania Occidental. Berlín Occidental sobreviviría. Al menos, de momento.

Pero ¿qué sería de Berlín Este?

7

Kirstin, renqueante de su tobillo lastimado, regresaba a casa. Se apoyaba en el Dr. Werner, en tanto que Steiner caminaba a su lado prestando ayuda adicional.

— ¿Te duele? —preguntó Steiner—.

—No, un dolorcillo —respondió Kirstin—. Seguro que está bien.

—No creo que esté fracturado —dijo el Dr. Werner—, pero le echaré un vistazo con más detenimiento cuando lleguemos a casa.

Aproximándose a los límites del cementerio, Steiner retrocedió unos pasos y volvió a mirar la alambrada de púas. —Mejor será que me quede cerca de la frontera —les dijo él—. Por si alguien más intenta escapar.

Kirstin, curiosa por ese repentino interés en sus compañeros feligreses, se dio la vuelta. Era como si estuviese observándoles al tiempo que parecía observarla a ella. —Ten cuidado —advirtió Kirstin—. Y no permitas que nadie cometa estupidez alguna.

El Dr. Werner la ayudó a entrar en casa hasta el salón. La acomodó en una silla y se sentó en una otomana para levantarle la pierna izquierda y ponerla en su regazo. Luego, con ternura, le flexionó los dedos y el pie. —Hay una hinchazón —dijo él—, pero no fractura. Le pondremos hielo.

— ¿Cuánto llevará en curarse?

―Tres o cuatro días, no más. La aspirina te aliviará el dolor.

—Muchas gracias —dijo ella—. Tu ayuda se agradece.

—Ojalá tuviese mi botiquín —respondió—. Podría vendarte el tobillo con gasa para mayor apoyo. Hizo un alto, pensativo momentáneamente. — ¿Y si voy a casa a buscarlo? Estoy solo a unas manzanas de distancia.

—No quiero ser en una carga —repuso ella.

—De ninguna manera —dijo, levantándose de la otomana.

— ¿Estás seguro?

—Claro que no es molestia —manifestó—. Me llevará unos minutos. Dio unos pasos hacia la puerta, se detuvo y volvió su mirada hacia ella.

— ¿Pasa algo?

— ¿Por qué crees que Dieter intentó huir? —inquirió él—. Nunca debió haberlo hecho. Debió saberlo.

—No estoy segura —repuso ella—. Indignación y frustración, supongo.

—Tuvo suerte de que no le dispararan. No entiendo por qué corrió ese riesgo, con tan pocas esperanzas de lograrlo.

Sobre todo, porque el cierre podría ser provisional —repuso ella.

—No tiene pintas de que sea temporal —observó Werner desafiante, como si midiera su reacción.

—No, no lo parece —consensuó ella, dubitativa. Sabía ella que no podía confiar en nadie. La Stasi se encontraba entre la población. Tu carnicero o el cartero, incluso tu médico o el cura podrían ser.

—Es posible que no vuelva a ver a mis hijas —dijo él contrito.

Ella lo observó más detenidamente, preguntándose si era aliado o enemigo. —Si solo hubiese sabido ayer lo que sé hoy —expresó ella para salir del paso—. He de llegar a Occidente.

—Por tu abuela.

Sí —dijo ella, a lo que añadió con evasiva—. Aunque por muchas más cosas.

Él, cauto, la miró. —Parece que Occidente es lo que todos queremos —repuso con delicadeza—. Acaso debimos habernos largado cuando se nos presentó la ocasión.

Sus miradas, sin inmutarse, se cruzaron. —Aún puede lograrse —dijo ella en tono críptico—. Solo que será más complicado.

Los ojos de Werner se abrieron, causa no evidente. Bien desconfiaba, bien agradecía encontrar a alguien con pareceres afines. —Es posible —dijo, y añadió tras un momento—. Mejor que vaya a por ese maletín.