¿Para qué necesitamos las obras maestras? - Ricardo Ibarlucía - E-Book

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Ricardo Ibarlucía

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El arte participa de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar. Las personas nos conmovemos, hallamos consuelo o sublimamos nuestras emociones más intensas ante las grandes obras maestras, que desempeñan un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que intervienen en nuestra visión del mundo. Los ensayos reunidos en este volumen ponen el acento en el modo en que el arte actúa en nuestras vidas, individual y colectivamente, configurando nuestro mundo simbólico y proporcionándonos, al mismo tiempo, las claves para interpretarlo y transformarlo. Así, Ricardo Ibarlucía aborda aquí temas diversos: desde la función cultural y social de las llamadas "obras maestras", hasta la secularización de la belleza en una tela de Rafael Sanzio, la erotización de la máquina en Marcel Duchamp y las vanguardias de principios del siglo XX, la poesía de Paul Celan y la música de los campos de concentración, y las resonancias biográficas y filosóficas de una frase del historiados Jules Michelet, conocida a través de una cita de Walter Benjamin. Ibarlucía sostiene que, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, las obras maestras urden secretamente la trama de nuestra vida psíquica mucho más de lo que creemos, puesto que participan no solo en la elaboración de los criterios con los que valoramos el arte, sino también, y en no menor medida, en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva. De este modo, apunta: "Este libro aspira a dar testimonio de una esperanza irrenunciable en la creatividad humana".

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Ricardo Ibarlucía

¿Para qué necesitamos las obras maestras?

ESCRITOS SOBRE ARTE Y FILOSOFÍA

El arte participa de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar. Las personas nos conmovemos, hallamos consuelo o sublimamos nuestras emociones más intensas ante las grandes obras maestras, que desempeñan un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que intervienen en nuestra visión del mundo. Los ensayos reunidos en este volumen ponen el acento en el modo en que el arte actúa en nuestras vidas, individual y colectivamente, configurando nuestro mundo simbólico y proporcionándonos, al mismo tiempo, las claves para interpretarlo y transformarlo. Así, Ricardo Ibarlucía aborda aquí temas diversos: desde la función cultural y social de las llamadas “obras maestras”, hasta la secularización de la belleza en una tela de Rafael Sanzio, la erotización de la máquina en Marcel Duchamp y las vanguardias de principios del siglo XX, la poesía de Paul Celan y la música de los campos de concentración, y las resonancias biográficas y filosóficas de una frase del historiador Jules Michelet, conocida a través de una cita de Walter Benjamin. Ibarlucía sostiene que, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, las obras maestras urden secretamente la trama de nuestra vida psíquica mucho más de lo que creemos, puesto que participan no solo en la elaboración de los criterios con los que valoramos el arte, sino también, y en no menor medida, en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva. De este modo, apunta: “Este libro aspira a dar testimonio de una esperanza irrenunciable en la creatividad humana”.

RICARDO IBARLUCÍA (Buenos Aires, 1961 )

Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de San Martín, donde es profesor titular de estética y problemas de estética contemporánea en la Escuela de Humanidades y la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales. Es investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y director del Instituto de Filosofía “Ezequiel de Olaso” del Centro de Investigaciones Filosóficas.

Dirige el Boletín de Estética e integra el comité científico de la revista Aisthesis. Pratiche, linguaggi e saperi dell’estetico, de Università degli Studi di Firenze. Entre 1986 y 2012, formó parte del equipo de Diario de Poesía. Ha traducido, entre otros, a Louis Aragon, Alexander G. Baumgarten, Allen Ginsberg, Johann Wolfgang von Goethe, Franz Kafka, Emmanuel Levinas, Gershom Scholem y Georg Simmel. En 2006 fue distinguido con el Premio Konex en Estética, Teoría e Historia del Arte.

Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Estuvo a cargo de la edición de Qué es la belleza y otros ensayos (2017), de Luis Juan Guerrero. Entre sus libros más recientes, se cuentan: Estéticas del siglo XVIII. Conversaciones sobre D’Holbach, Herder, Gerard, Diderot, Kames, Hamann (2019), y Belleza sin aura. Surrealismo y teoría del arte en Walter Benjamin (2020).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorDedicatoriaEpígrafePrefacio¿Para qué necesitamos las obras maestras?La Madonna Sixtina de Rafael Sanzio: ¿altar o cuadro?La novia automática: Marcel Duchamp y el arte de las máquinasMenorah: Paul Celan y la poesía después de Auschwitz“Cada época sueña la siguiente”: breve historia de una fraseProcedencia de los textosÍndice de nombresCréditos

Para León

Acaso haya tantas formas de consuelo como obras de arte.

FEDERICO MONJEAU

Prefacio

EL HILO conductor de estos ensayos es una pregunta acerca del modo en que el arte obra en nuestras vidas, individual y colectivamente, configurando nuestro mundo simbólico y proporcionándonos, al mismo tiempo, las claves para interpretarlo y transformarlo. La selección no responde a un plan preestablecido, sino a una mirada retrospectiva sobre los caminos de una indagación que ha atravesado distintas etapas y aún no está clausurada.

En esta indagación, la filosofía y la historia del arte asumen una relación dialéctica. La filosofía, moviéndose en el plano de la especulación, intenta comprender la naturaleza de las obras de arte, su funcionamiento y los criterios con los que las valoramos. La historia del arte, enraizada en la facticidad, aporta las herramientas para describirlas, reconstruir el contexto en que fueron creadas y explicar su recepción. Así, mientras le recuerda a la filosofía que el concepto de arte no permanece invariable en el curso del tiempo, esta examina los presupuestos implícitos en la determinación de los objetos que investiga la historia del arte.

En conjunto, los escritos que integran este volumen ponen el acento en la historicidad de la experiencia estética. Los temas abordados son diversos: la función cultural y social de las llamadas “obras maestras”, la secularización de la belleza en una tela de Rafael Sanzio, la erotización de la máquina en Marcel Duchamp y las vanguardias de principios del siglo XX, la poesía de Paul Celan y la música de los campos de concentración y las resonancias biográficas y filosóficas de una frase del diario íntimo del historiador francés Jules Michelet, famosamente conocida a través de una cita de Walter Benjamin.

No abundaré en los argumentos. Básteme decir que, mientras escribo esta presentación, una guerra de consecuencias impredecibles ha estallado en Ucrania, cuya topografía evoco, en mi ensayo sobre Celan, como uno de los escenarios del exterminio nazi de los judíos europeos. La invasión rusa se ha cobrado ya cientos de miles de víctimas entre muertos y refugiados, ha arrasado ciudades y destruido, además de otros tesoros patrimoniales, el Museo Histórico y Cultural de Ivankiv, al noroeste de Kiev, sepultando bajo sus escombros las pinturas de animales fantásticos de Maria Primachenko.

De cara a un presente sombrío, este libro no aspira sino a dar testimonio de una esperanza irrenunciable en la creatividad humana.

 

RICARDO IBARLUCÍA

Buenos Aires, 7 de junio de 2022

¿Para qué necesitamos las obras maestras?

HACE ALGUNOS años, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores de La Gioconda que el fotógrafo francés tomó en el Musée du Louvre en 1945.1 Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el encuentro con una obra maestra. Detrás de la soga que delimita los espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta las cejas, perplejo. Tras él, se recorta un espectador que parece fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente se encuentra lejos y es tal vez más pequeño de lo que se esperaban.

Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue transformado en museo público, La Gioconda ha sido depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y millones de hombres y mujeres de todas partes del mundo han peregrinado a París solo para verla. Desde los ensayos de Théophile Gautier y Walter Pater hasta las novelas El código Da Vinci de Dan Brown o Valfierno de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias del robo supuestamente ideado por un estafador argentino en 1911, se ha escrito toda clase de libros sobre ella. Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol la han parodiado hasta convertirla en ícono pop. Una y otra vez, la pintura de Leonardo da Vinci ha sido tema de documentales y programas de televisión. Se han fabricado toneladas de postales, afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con su efigie, y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces.

Uno puede desembarazarse fácilmente del problema alegando que la imagen de la Mona Lisa es un estereotipo, cuya popularidad nada tiene que ver con una experiencia estética auténtica, sino con otra clase de fenómenos, como el kitsch, la industria cultural o el turismo. Mucho más arduo es, sin duda, intentar comprender por qué el retrato de la mujer de un próspero comerciante de seda florentino, pintado en 1503, despierta tanta admiración, más allá de las transformaciones del gusto, la sucesión de estilos pictóricos y el surgimiento de nuevas formas artísticas. ¿Cuál es la razón, en definitiva, por la que esta pintura del Renacimiento en particular es considerada una obra maestra?

Responder a esta pregunta es uno de los grandes desafíos de la estética y la filosofía del arte. Las obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la trama de nuestra vida mucho más de lo que tendemos a creer. ¿No procrastinamos como Hamlet, sentimos celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos figuramos el infierno con los ojos del Bosco, John Milton, Dante Alighieri o Gustave Doré? ¿No apelamos a la tragedia de Edipo para interpretar los traumas de infancia? ¿No describimos con frecuencia una situación absurda, descabellada y angustiante como “surrealista” o “kafkiana”? ¿No nos conmovemos hasta las lágrimas con el destino de Anna Karenina o Madame Bovary? ¿No percibimos en realidad la bruma de Londres, como sugiriera Oscar Wilde, desde que los pintores impresionistas la volvieron visible? ¿Nuestro oído musical no está condicionado por la escala temperada de Johann Sebastian Bach y por las armonías de Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven?

FIGURA 1. Robert Doisneau, Ante la Gioconda (1945).

En las páginas siguientes, quisiera compartir algunas reflexiones sobre la naturaleza de estas obras. Mi intención no es ofrecer una definición en términos de propiedades esenciales, sino examinar el trato que mantenemos con ellas, sus diversos modos de recepción y las tareas que están llamadas a cumplir. Empezaré abriendo una perspectiva histórica sobre la idea que hemos llegado a hacernos de las obras maestras y luego, a través de diversos ejemplos, procuraré mostrar de qué manera sus formas simbólicas instauran el horizonte último de sentido dentro del cual interpretamos el mundo y cómo actuamos sobre él. Finalmente, propondré criterios para reconocerlas y esbozaré, por último, algunas observaciones sobre el papel que la tecnología ha desempeñado y todavía puede desempeñar para que logren su cometido estético.

DEL TALLER AL MUSEO

La idea de “obra maestra” (masterpiece, chef-d’œuvre, Meisterstück, capolavoro) es una adquisición moderna, ligada al desarrollo de la conciencia estética en las sociedades occidentales, la secularización de las prácticas artísticas y la autonomía funcional del arte. Como ha mostrado Walter Cahn, la expresión tiene su origen en la tradición artesanal, más precisamente en el régimen medieval de las corporaciones, que exigía a todo aprendiz, para que le fuera acordado el estatus de maestro, producir una obra que demostrara su excelencia en la práctica del oficio.2 La producción de una “obra maestra” formaba parte de una prueba de experticia, en la que un jurado de artesanos decidía, sobre la base de criterios establecidos, si el candidato podía ser admitido como miembro del gremio y adquirir, en consecuencia, el derecho de abrir un taller, vender sus productos en la ciudad y formar a su vez aprendices. En distintas regiones de Europa, este examen de competencia, que habilitaba al ejercicio de una profesión, podía también responder a finalidades económicas como organizar el comercio, regular la oferta y la demanda o proteger la industria local de objetos manufacturados.

A lo largo de la modernidad temprana, el concepto de obra maestra se desplazó gradualmente del campo de las “artes mecánicas” al de las “artes liberales”, de las corporaciones de artes y oficios al sistema de las bellas artes, no sin sufrir una mutación semántica. Tanto la noción de obra maestra como la de maestría se modificaron poco a poco, dejando de invocar una práctica basada en reglas tradicionales, que se transmiten a través de generaciones. En el Renacimiento, “maestra” ya no es la pieza elaborada de forma manual por un artesano, sino la “creación” de un “artista”, cuyo saber se funda en principios físicos y matemáticos, como las leyes de la perspectiva. Hacia el siglo XVI, por obra maestra se entiende una “obra capital”, una pieza excepcional y ejemplar, dotada de propiedades distintivas, que constituye un modelo de imitación. Como observa Martina Hansmann, el término expresa, por un lado, “una obra realizada de manera autónoma” y, por otro, “la emancipación de una perfección artística, posible en cada fase de la creación y sustraída a todo control exterior”.3

En el siglo XVII, con la aparición de las academias de pintura y escultura, la obra maestra participa fundamentalmente de un canon, es decir, de un corpus de obras paradigmáticas, también llamadas “clásicas”, destinadas a realizar la belleza como valor cultural y legitimar a la vez los criterios artísticos instituidos. En la segunda mitad del Siglo de las Luces, se introduce una cesura profunda con respecto a la noción canónica del siglo anterior. La obra maestra como creación original no sujeta a normas tiene su origen en el movimiento literario alemán del Sturm und Drang [tempestad e impulso]; a partir de Johann Wolfgang von Goethe, Johann Gottfried von Herder y Karl Philipp Moritz, la idea de maestría retrocede ante la de genio, “talento natural que da la regla al arte”, según la fórmula kantiana.4 Con el romanticismo de Jena, Friedrich Schelling y, por fin, con Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el arte llega a ser concebido como un saber que pertenece a una esfera superior del espíritu, común a la religión y a la filosofía, que se encuentra más allá de las competencias del quehacer artesanal y el método de la investigación científica, cuyo fin último es “hacer conscientes y expresar” los intereses más abarcadores de la vida humana.5

Como sugiere Hans Belting, el nacimiento del “mito de la obra maestra” debe ser visto en relación con la idea filosófica de la belleza artística.6 Del romanticismo al esteticismo, de Gautier y Balzac con su relato La obra maestra desconocida a Pater y su glorificación del Renacimiento, el arte está destinado a llevar a cabo este develamiento de la verdad a través de sus formas simbólicas, y el sueño de la obra maestra como manifestación del absoluto, producto de una perfección técnica incomparable, no deja de subrayarse hasta proporcionar el fundamento de una religión secular del arte —un “servicio profano de la belleza”, según la expresión de Walter Benjamin—7 cuyo templo moderno es el museo.

En un penetrante ensayo sobre el tema, Arthur Danto coincide con Belting al subrayar el estrecho lazo que existe entre esta idea de “obra maestra absoluta” —como la llama Walter Cahn— y la cultura del museo.8 De todos modos, creo que sus respectivos análisis históricos de este proceso tienden a sobreestimar el papel desempeñado por la crítica de arte, en detrimento de los movimientos del gusto. La refutación más lúcida de esta creencia en el poder omnipresente de la teoría y la erudición en la consagración de las obras maestras, a mi modo de ver, la ofrece Frank Kermode a propósito de Sandro Botticelli.

“Botticelli —explica Kermode— no se volvió canónico a través del esfuerzo académico sino por casualidad, o más bien por medio de la opinión.”9 Cuando La primavera y El nacimiento de Venus, emergiendo de la oscuridad de siglos, fueron expuestos en 1815 en la Galleria degli Uffizi de Florencia, despertaron el interés de los visitantes y, poco a poco, no solo estos cuadros empezaron a ser admirados, sino también los frescos sobre las paredes laterales de la Capilla Sixtina, que habían pasado inadvertidos al lado de las pinturas de Miguel Ángel. El interés por Botticelli se desarrolló más rápidamente que el estudio de sus obras, mucho antes de que John Ruskin, Pater, Herbert Horne y Aby Warburg las hicieran su objeto de estudio. El público de los museos y del incipiente mercado de reproducciones demandaba un arte anterior al Renacimiento, y Botticelli lo proporcionó, abriendo camino a los pintores prerrafaelitas y al “movimiento estético” de fin de siglo, que transformó la melancólica belleza de sus mujeres en moda. La Nachleben de Botticelli fue resultado de una nueva “forma de atención”, sostiene Kermode: “El entusiasmo contó más que la investigación, la opinión más que el conocimiento”.10

FIGURA 2. Sandro Botticelli, detalle de Flora en Allegoria della primavera (ca. 1478), temple sobre tabla, 203 x 314 centímetros, Galleria degli Uffizi, Florencia.

FÓRMULAS EMPÁTICAS

El ejemplo de Botticelli me permite introducir dos reflexiones complementarias entre sí. En primer lugar, pienso que una obra maestra puede entenderse en parte a la luz de lo que Warburg caracterizó, sin definir jamás, como una Pathosformel, una “fórmula de pathos” o “empática”.11

Elaborada, en principio, para examinar la pervivencia de las formas plásticas antiguas en el arte del Renacimiento, la noción de Pathosformel hunde sus raíces en la teoría estética de la Einfühlung12 y ha recibido diversas interpretaciones. Según Ernst Cassirer, colega y amigo de Warburg, las Pathosformeln serían “determinadas formas características de expresión para ciertas situaciones típicas, constantemente reiteradas”, en las cuales se encierran “ciertas emociones y estados de ánimo, ciertos conflictos y soluciones”, que están “grabadas de manera indeleble en la memoria de la humanidad” occidental y que reaparecen a lo largo de su historia.13

Más adelante, Ernst Gombrich ha sostenido que una Pathosformel podría concebirse como “un depósito de experiencia emotiva que deriva de conductas religiosas primitivas”.14 De acuerdo con Carlo Ginzburg, las Pathosformeln serían “huellas permanentes de las conmociones más profundas de la existencia humana”.15 Kurt W. Forster, por su parte, las asocia a “posturas y gestos extraídos del repertorio de la Antigüedad, que los siglos posteriores utilizaron para representar específicas condiciones de acción y de excitación psicológicas”.16 Roberto Calasso define el concepto como “una marca de la memoria, de la presencia fantasmal de lo que vuelve a emerger”.17

Una interpretación altamente productiva, desde el punto de vista de la teoría del arte, es la de José Emilio Burucúa. La Pathosformel no debe confundirse con un reservorio intemporal de representaciones, como los arquetipos del inconsciente colectivo de Carl Gustav Jung o la mitología natural de Ludwig Klages, argumenta al discutir el alcance de esta categoría en los escritos de Warburg; más bien consiste en “un conglomerado de formas representativas y significantes”, surgido en condiciones históricas determinadas, que tiene la función de engendrar “un campo afectivo donde se desenvuelven las emociones precisas y bipolares que una cultura subraya como experiencia básica de la vida social”.18

Recuperando en parte esta última definición, me permito afirmar que las obras maestras son medios privilegiados de comunicación, dinamización y actualización de “fórmulas empáticas”, entendidas como esquemas de conductas estéticas, que vinculan fuertemente lo representado con un campo afectivo. Dicho de otra manera, ellas pondrían en obra estas Pathosformeln, proporcionando reconfiguraciones de un alto grado de densidad semántica de aquellas experiencias emocionales que instauran el horizonte de autocomprensión de una cultura, en una continuidad histórica que, como indica Burucúa, “atraviesa períodos de latencia, de recuperación, de apropiaciones entusiastas y metamorfosis”.19

Las obras maestras activarían estas “fórmulas empáticas” sobre la base de dos condiciones señaladas por Kenneth Clark: por un lado, “una confluencia de memorias y emociones que conforman una idea única”, una representación común de la existencia humana; por el otro, “una capacidad de recrear formas tradicionales de manera que se tornen expresivas de la propia época del artista y, sin embargo, sigan manteniendo una relación con el pasado”.20 En virtud de lo primero, las obras maestras son parte esencial de lo que consideramos una tradición cultural; en virtud de lo segundo, ponen de manifiesto que una tradición, como observaba Luis Juan Guerrero, “jamás está hecha y terminada, jamás se estabiliza en una figura del pasado”, sino que consiste en “una continua transfiguración del pasado”.21

En otras palabras, no acogemos pasivamente las obras maestras. Al asimilarlas, al incorporarlas a nuestras vidas, las reinterpretamos, las recreamos y las retransmitimos, enriquecidas de nuevas significaciones, a las generaciones venideras. A esto apunta Jorge Luis Borges cuando escribe: “Clásico no es un libro […] que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.22 Sin embargo, la cadena es frágil y corre peligro de romperse. La destrucción y el olvido también forman parte del proceso de la cultura.

DEMANDAS ARTÍSTICAS

La tesis de Guerrero sobre el carácter esencialmente inconcluso de la tradición justifica una reflexión complementaria. La “triple direccionalidad metodológica” de su Estética operatoria en sus tres direcciones, sin precedentes en el campo de la filosofía del arte, se basa en los tres comportamientos fundamentales que los seres humanos mantenemos respecto de las obras de arte: en el dominio de las “manifestaciones” artísticas, el comportamiento fundamental es el acogimiento de las obras de arte como objetos de contemplación; en el de las “potencias” artísticas, la creación y la ejecución; en el de las “tareas artísticas”, la promoción y el requerimiento.23

Desde el punto de vista de la recepción, primero están los espectadores, y desde el punto de vista de la creación, los artistas. Sin embargo, en el ámbito de las tareas artísticas, no corresponde hablar de espectadores ni de creadores, sino de los protagonistas anónimos de un momento histórico, del coro de hombres y mujeres que en todas las épocas encomiendan al arte la escenificación del drama de un pueblo, la “rememoración” de sus glorias y desastres, pero también la “premonición” de sus anhelos y temores más insondables.24 Desde esta perspectiva, las obras de arte “no existen ya a la manera de entes contemplables, ni de procesos en trance de gestación, sino de propuestas operatorias, de sugestiones y demandas, de normas colectivas con sus respectivas estructuras de cumplimiento”.25

Ahora bien, del mismo modo que una tradición, si está viva, se halla sujeta a continuas recreaciones, las demandas artísticas no se agotan en la consumación de la obra de arte. Para ilustrarlo, quisiera evocar un hecho referido por Neil MacGregor y, más recientemente, por Charles Saumarez Smith, exdirectores de la National Gallery.26 En 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, todas las pinturas que formaban la colección de este gran museo fueron trasladadas a una mina de carbón en Gales para ser puestas al abrigo de los bombardeos alemanes y de una eventual tentativa de invasión. La National Gallery, no obstante, permaneció semiabierta, limitándose a programar exposiciones temporales de arte británico moderno y ciclos de conciertos organizados por la pianista Myra Hess.

Esto se mantuvo así hasta comienzos de enero de 1942, luego de que el Times publicara la noticia de que la National Gallery había adquirido el Retrato de Margarethe de Geer de Rembrandt Harmenszoon van Rijn, acompañado de una fotografía del cuadro en blanco y negro. El escultor Charles Wheeler, miembro de la Royal Academy of Arts, escribió entonces una carta dirigida al editor del diario en la que, a la vez que celebraba la incorporación de esta pieza al patrimonio del museo, lamentaba que el público londinense no pudiera acceder al original y proponía, en consecuencia, que las autoridades consideraran si no era razonable y provechoso para la ciudadanía tomar el riesgo de exhibir una pintura por mes. “Puesto que el rostro de Londres está cubierto de cicatrices y moretones en estos días, necesitamos más que nunca ver cosas bellas”, argumentaba Wheeler, reclamando en nombre de los “hambrientos de una reanimación estética” la oportunidad de contemplar, aunque más no fuera, “unas pocas de los cientos de obras maestras de la nación ahora almacenadas en un lugar seguro”.27

Semanas más tarde, Kenneth Clark, director de la National Gallery en ese momento, respondió en una columna del Times, dando a conocer la decisión de exhibir el retrato de Rembrandt y evaluar la propuesta de Wheeler.28 Finalmente, se resolvió llevarla adelante, aunque cada tres meses, de modo que el público contara con un período de tiempo más amplio para visitar el museo. Así se puso en marcha el programa popularmente conocido como The Picture of the Month [La pintura del mes], que continúa hasta nuestros días. Clark, para iniciar el ciclo, escogió dos cuadros de factura realista, Patio de una casa en Delft de Pieter de Hooch y Retrato de un joven de Tiziano Vecellio di Gregorio, imaginando que la escena cotidiana de unas mujeres holandesas y la calma virilidad del muchacho pintado por el artista veneciano satisfaría la demanda de obras maestras de los londinenses. Pero, con sagacidad, Clark invitó al mismo tiempo, a través de las páginas del diario, a participar en el proceso de selección a “los amantes de la pintura”, pidiendo que hicieran llegar por correo “los nombres de una o más pinturas que les gustaría volver a ver”.29 Gran cantidad de cartas llegaron entonces a su despacho y, para sorpresa de todos, si bien uno de los cuadros más votados era de Tiziano (se trataba de Noli me tangere), otro era La agonía en el Jardín de Getsemaní del Greco.

FIGURA 3. El Greco, La agonía en el Jardín de Getsemaní (ca. 1590), óleo sobre lienzo, 102 x 131 centímetros, National Gallery, Londres.

La preferencia del público por la pintura religiosa sobre las composiciones realistas que había seleccionado Clark me parece altamente significativa. MacGregor se pregunta, con razón, qué emociones podían suscitar estas pinturas en los londinenses hacia enero de 1942, el momento más sombrío de la guerra, cuando Inglaterra acababa de perder el Imperio de Extremo Oriente y la dominación nazifascista del continente europeo parecía irreversible. ¿Por qué la gente quería volver a ver estas obras? ¿Qué significación podía tener para esos hombres y mujeres, que soportaban, noche tras noche, los bombardeos de la Luftwaffe, la representación del episodio evangélico en el que María Magdalena reconoce a Jesús, muerto en la cruz para salvar a la humanidad, quien le dice “No me toques” (Juan, 20:17) y se inclina para bendecirla? Con seguridad, proyectaban en esas imágenes sus deseos y temores más hondos. En el cuadro del Greco veían tal vez una representación de su propio martirio, de la dolorosa agonía de Inglaterra; en el de Tiziano, en cambio, hallaban quizá cifrado el sentido del tremendo sacrificio del pueblo británico y su anhelo de resurrección.

FIGURA 4. Tiziano, Noli me tangere (ca. 1514), óleo sobre tela, 110,5 x 91,9 centímetros, National Gallery, Londres. Fotografía de la sala, 1942.

HORIZONTES ESTÉTICOS

Frente a una obra maestra, acontece lo que Benjamin consideraba, en su ensayo sobre Charles Baudelaire, como característico del proceso de secularización de la belleza: la manifestación del “valor cultual como valor artístico”.30 La belleza sería “un llamado a reunirse con aquellos que la han admirado anteriormente”; el sobrecogimiento que provoca es un “ad plures ire”, según la expresión con la que los romanos hablaban de la muerte como un ir al encuentro de quienes nos han precedido.31 Así, mientras creemos estar apreciando solo las propiedades de la obra que tenemos delante, aquello hacia lo cual en realidad se dirige nuestra atención no se encuentra en la obra misma, sino más allá de ella. La admiración, concluye Benjamin, “recolecta lo que generaciones anteriores han admirado” en la obra que contemplamos.32

Toda obra maestra está investida de la autoridad que le ha concedido una tradición cultural. Por este motivo, no es exagerado decir que se sustrae al juicio. Un comentario de Goethe, que Benjamin evoca como corolario de su reflexión sobre lo bello, resume muy bien esta idea: una obra “que ha tenido gran influencia ya no puede ser juzgada” y solo nos formamos un juicio adecuado de ella cuando dejamos que “actúe sobre nosotros”, cuando nos entregamos a sus efectos.33 Dicho de otra manera, la auténtica relación estética no descansa en la distancia crítica frente a la obra, sino en la empatía, matriz emocional de la mímesis, cuyo trabajo Paul Ricœur concibe como la prefiguración, configuración y refiguración de nuestra propia experiencia del mundo.34

Las obras maestras instauran horizontes que —en términos de Guerrero— tienen al mismo tiempo un “apriorismo funcional” y un “carácter normativo”.35 Estos horizontes estéticos, vale la pena subrayar, imponen las condiciones que hacen posible toda experiencia artística y proponen una orientación axiológica tanto a los creadores como a los espectadores. Así, en tanto establecen los límites dentro de los cuales el arte es producido y valorado, podemos decir que las obras maestras se sitúan más allá de la crítica: ellas mismas ejemplifican el criterio, la regla, la medida del juicio estético. El carácter paradigmático del que están investidas, sin embargo, no se basa en un conjunto de propiedades intrínsecas, empíricamente verificables, sino que tiene un fundamento intersubjetivo.

En efecto, las obras maestras son depositarias de un “consenso público fundado en la confianza”, como sostiene Neil MacGregor.36 Ahora bien, si gozan de este consenso es porque cristalizan experiencias compartidas por la mayor parte de los miembros de una comunidad en un momento dado. Dicho de otra manera, las obras maestras poseen propiedades funcionales que no se encuentran en todas las obras de arte y que no pueden ser disociadas del reconocimiento particular del que se benefician. Una significación densa, sedimentada en interpretaciones cambiantes y a menudo contradictorias entre sí, coexiste en ellas con una función cultural relativamente estable. A las propiedades estéticas que les son inherentes se sobreañade un valor simbólico, que refuerza la identidad y el sentido de pertenencia colectivos.37

Las obras maestras, sin embargo, no se limitan a reproducir valores instituidos. Con agudeza, Herbert Marcuse ha apuntado que, en el ideal artístico que suele atribuirse a la sociedad burguesa, aun cuando es anterior a su advenimiento, la belleza transfigura el dolor y la tristeza de la existencia cotidiana, elevándolos a una realidad absoluta, escindida y alejada del presente.38 A través de esta irrealización, en lugar de justificar y neutralizar el sufrimiento, extrae de su representación el potencial de una experiencia emancipatoria. La dimensión estética, de esta manera, cumple también una tarea crítica: la rememoración del sufrimiento y la demanda de felicidad operan, en las grandes obras de arte de todos los tiempos, como ideas regulativas de la praxis vital.39

La trascendencia estética consistiría en esto: el arte instala, en el mundo real, un ente imaginario cuya contemplación nos redime, momentáneamente, de la finitud. Ya Schopenhauer hablaba de este “consuelo” que no nos libera para siempre de nuestra condición, sino apenas por un instante. El placer estético, para él, era un estadio en el tránsito hacia la santidad, como en El éxtasis de Santa Cecilia de Rafael, donde la patrona de la música deja caer sus instrumentos y eleva el rostro al cielo para escuchar el coro de ángeles.40 El detalle de un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo, El triunfo de la Muerte, retrata una pequeña escena que sugiere una idea acaso complementaria. Nadie captó quizás mejor el sentido de esa imagen que Sylvia Plath en la primera de sus “Dos visiones de una sala de cadáveres”. Esta es mi traducción del poema:

 

En la panorámica de humo y matanza de Brueghel

Solo dos personas están ciegas al ejército de carroña:

Él, a flote en el mar de sus faldas de satén

Azul, canta en la dirección

De su espalda desnuda, mientras ella se inclina,

Sobre él con una partitura entre los dedos,

Ambos ajenos al violín en manos

De las calaveras que ensombrecen su canción.

Los amantes flamencos florecen; no por mucho tiempo.

 

Pero la desolación, detenida en la pintura, perdona a aquel pequeño país

Loco, delicado, en el ángulo inferior derecho.

 

[In Brueghel’s panorama of smoke and slaughter

Two people only are blind to the carrion army:

He, afloat in the sea of her blue satin

Skirts, sings in the direction

Of her bare shoulder, while she bends,

Finger a leaflet of music, over him,

Both of them deaf to the fiddle in the hands

Of the death’s-head shadowing their song.

These Flemish lovers flourish; not for long.

 

Yet desolation, stalled in paint, spares the little country

Foolish, delicate, in the lower right hand corner.]41

FIGURA 5. Pieter Brueghel el Viejo, detalle de El triunfo de la Muerte (1562-1563), óleo sobre tabla, 117 x 162 centímetros, Museo del Prado, Madrid.

CRITERIOS DE RECONOCIMIENTO

Hasta aquí me he concentrado en las creaciones de otras épocas. Pero existen, sin duda, obras maestras en los más diversos campos de la actividad artística de nuestro tiempo. Nadie discute ya los nombres de Anselm Kiefer, György Ligeti, Diane Arbus, Art Spiegelman, Federico Fellini o The Beatles. Quizá carezcamos aún de la distancia histórica necesaria para ponernos de acuerdo respecto de obras más recientes o sobre manifestaciones de las artes performáticas, el videoarte o el arte digital, frente a las cuales afloran a menudo prejuicios fuertemente consolidados.