Para ser cristiano - Juan Luis Lorda Iñarra  - E-Book

Para ser cristiano E-Book

Juan Luis Lorda Iñarra

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Beschreibung

El título del libro anticipa ya su propósito: trazar un esquema de caminos por los que transitar hacia el logro de una auténtica vida cristiana. Es un apoyo firme para todas las personas que hayan vislumbrado el sentido trascendente de la vida humana y deseen responder con seriedad a sus exigencias. Con este punto de mira, el autor enfoca la doctrina con aires diferentes, a la medida de las formas de vivir y de estar en el mundo de hoy.Patmos

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Veröffentlichungsjahr: 1994

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PARA SER CRISTIANO

Juan Luis Lorda

PARA SER CRISTIANO

EDICIONES RIALP, S.A.

MADRID

© 2014 de la presente edición, by

EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.

28027 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-321-4485-1

ePub producido por Anzos, S. L.

PRESENTACIÓN

En este volumen hay poco o nada que sea estrictamente mío. La ascética es una experiencia de la vida de fe que la Iglesia viene recogiendo y transmitiendo desde sus orígenes.

Lo que este libro reúne es lo que yo mismo he recibido de otros, muy particularmente del fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, a cuyo espíritu debo casi todo lo que hay en el mío. Lo demás viene de autores muy clásicos; algunos Padres de la Iglesia, especialmente san Gregorio de Nisa (s.IV), san Agustín y Casiano (s.IV-V), san Juan Crisóstomo (s.IV-V) y san Gregorio Magno (s.VI-VII); escritores como santo Tomás de Aquino (s.XIII), santa Teresa de Ávila, san Juan de Ávila, san Juan de la Cruz y san Ignacio de Loyola (s.XVI), san Francisco de Sales (s.XVI-XVII) y muchos otros. Entre autores más recientes, me ha servido la lectura de Newman, Chesterton, Lewis, Knox, Guardini y Pieper; y algo debo también a autores espirituales como Boylan, Chevrot o Garrigou-Lagrange entre otros.

Me ha resultado útil la Antología de Textos de Francisco Fernández Carvajal para la redacción de estas páginas; y algunos de los textos patrísticos que utilizo están tomados de allí. He procurado citar de la manera más simple para no recargar el texto. Muchas de las citas de san Josemaría aparecen simplemente con el título del libro y el número del punto que se cita: Camino, Forja, Surco, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Conversaciones, Vía Crucis.

J. L. L.

1. INTRODUCCIÓN

«Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.»

(Lc 2, 14)

Cuenta san Marcos en su Evangelio (12, 28) que, en una ocasión, se acercó al Señor un escriba y le preguntó: ¿cuál es el primero de todos los mandamientos? Y Jesús le contestó: El primero es «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas».

Las palabras del Señor habrían sonado muy familiares a los oídos de los que le escucharon entonces, ya que se trata de un pasaje de la Ley de Moisés (Dt 6, 4), y los judíos tenían por costumbre recitarlo en forma de oración, al menos dos veces al día. Sin embargo, el mismo hecho de que el escriba hiciera esta pregunta —san Mateo nos advierte, además, que quería probarle (Mt 23, 35)— indica que la respuesta podía haber sido otra, o que otros hubieran respondido de manera distinta.

Entonces como hoy, este mandamiento, aunque fuera reconocido teóricamente como el primero y más importante, podría haber pasado inadvertido en una respuesta apresurada. Y es que no es fácil que ocupe realmente un lugar de primer plano en la vida cotidiana, donde debe competir con tantos pequeños y grandes afanes que reclaman y acaparan nuestra atención. Es muy probable que nunca nos hayamos detenido a pensar en la enorme exigencia de estas palabras que quizá aprendimos de memoria desde la infancia: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas».

Oírlo de labios del Señor parece darle un especial relieve y, sobre todo, lo convierte para nosotros, cristianos, en el Primer Mandamiento; es decir, en lo primero que Dios espera de nosotros. La exigencia más elemental y principio de la vida cristiana: amar a Dios con todas las fuerzas del alma y del cuerpo.

Y este mandamiento primero viene inseparablemente unido a un segundo: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 31; Lc 19, 18). También el Señor quiso unirlo cuando respondió a aquel escriba, y más tarde lo confirmaría con una nueva fuerza, como un mandamiento nuevo, cuando pidió a sus discípulos que se amaran como Él mismo los había amado; es decir, no solamente como a uno mismo, sino con aquel amor inmenso que albergaba el corazón de Cristo que era Dios.

¿Cómo llegar a amar así? ¿Cómo conseguir en nuestra vida amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo, y, todavía más, con el amor de Dios? Porque no se pide simplemente tener cierta simpatía o inclinación o incluso cariño, sino un amor que concentre todas las energías de la naturaleza humana. Pero, ¿somos capaces de amar así?, ¿está en nuestro poder dirigir todas nuestras fuerzas para hacerlas confluir en un amor tan absoluto?

La respuesta, avalada por la experiencia de muchos hombres que a lo largo de siglos lo han intentado, es que ese amor es posible, pero no se puede improvisar. No es el arrebato de un día, ni basta para conseguirlo la decisión de un momento, por muy firme que sea, sino que es tarea que exige toda la vida. Solo tras un esfuerzo paciente, constante, reiterado, ingenioso, y con la ayuda de Dios, se consigue adquirir esa capacidad de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.

Esa capacidad de amar supone una extraordinaria concentración de fuerzas e implica a todos los estratos de la naturaleza humana. A ese estado, la tradición cristiana le da el nombre de santidad: «Nos eligió antes de la constitución del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor» (Ef 1, 4). Y hace al hombre semejante a Dios mismo: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8), «Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16).

Esta santidad que Dios espera del hombre es, en gran parte, un puro don de Dios —la gracia— que nos viene dado a través de Jesucristo. «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo» (1 Jn 4, 10). Pero también depende del esfuerzo del hombre, que trata poco a poco de vencer sus limitaciones, de aumentar sus capacidades, de concentrar sus fuerzas, de amar cada día más y cada día mejor.

Desde muy antiguo, la tradición cristiana ha utilizado una imagen muy feliz para ilustrar ese proceso. Se basa en la espléndida teofanía (manifestación de Dios) que tuvo lugar en el Monte Sinaí, y en la que Dios estableció con Moisés una solemne alianza para el pueblo de Israel. El libro del Éxodo (Ex 19) relata que la gloria de Dios cubrió la cima del monte. Y Moisés subió allí para hablar con Dios «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33, 11; Dt 34, 10). En esa ocasión, Dios entregó a Moisés el conjunto de prescripciones morales y rituales que constituyen el núcleo de la religión israelita; entre ellos, los diez mandamientos. Previamente a la teofanía, se exigió a todo el pueblo una gran purificación (Ex 19, 14-15). Y no se permitió a nadie impuro trascender los límites del monte (Ex 19, 21-22).

Escritores cristianos antiguos como Orígenes o san Gregorio de Nisa han visto en la ascensión de Moisés al monte la imagen del esfuerzo de purificación que debe realizar el cristiano para hacerse capaz de contemplar y amar a Dios. San Juan de la Cruz utiliza la misma imagen, aunque prefiere llamar a su monte el Carmelo, en honor a los patronos de la orden carmelita. Del mismo modo que la ascensión al monte, la santificación es un proceso que debe realizarse mediante el esfuerzo ordenado de ir dando un paso tras otro en dirección a la cima. Precisamente por eso, este proceso de purificación, de mejora, ha sido llamado ascética o ascesis, palabra griega que significa sencillamente esfuerzo o ejercicio. No hay que pensar, sin embargo, en una subida angustiosa que exija un esfuerzo agotador. Ni el Sinaí, ni el Carmelo son cimas muy empinadas, y tienen rutas de subida muy sencillas. Lo importante, como en una excursión de montaña, es ascender poco a poco, saboreando los paisajes que se ensanchan en el horizonte, disfrutando de los aromas de la vegetación, de las amplitudes del cielo, de los frescores de las brisas que se levantan. Como en una excursión, caben también aquí momentos de descanso y de recuperación. Subir cuesta un poco, pero las bellezas de la ascensión compensan el esfuerzo; y, en el caso de la vida cristiana, la cima proporciona, no simplemente la contemplación de un maravilloso paisaje, sino la de Dios mismo.

En esa ascensión, es imprescindible la gracia de Dios para dar cualquier paso que acerque a la cima. Dios la da generosa y también misteriosamente. Puede llevar al cristiano por caminos nuevos e imprevistos hacia la contemplación. Y la da de manera distinta a cada persona. Es muy importante contar con esa ayuda. La empresa de subir por sí mismo —prescindiendo de Dios— solo lleva al agotamiento; y el resultado no sería la santidad cristiana, que supone un profundo equilibrio de potencialidades y capacidades, sino una personalidad dese­quilibrada. Un hombre dominado por la soberbia podría emprender esa subida por sí mismo e incluso llegar a una cierta altura, pero muy lejos de la cima, porque el camino escogido no puede acercarle. La diferencia estriba en que el cristiano que se acerca a la cima ama cada vez más a Dios, mientras que el otro solo se ama a sí mismo.

Se trata, pues, de ascender, pero ¿qué supone realmente ascender en la vida de un hombre?, ¿qué hace a un hombre mejor de lo que era antes? Cuando nos planteamos estas preguntas, comenzamos a entrar en el mundo maravilloso de la interioridad; un universo mucho más apasionante todavía que el fantástico universo material cuyas bellezas apenas conocemos. Hay dentro de cada hombre una inmensa riqueza que está como en germen a la espera de ser desplegada. Solo quienes se han introducido en el mundo del espíritu saben, por experiencia propia, que ese mundo existe y en cierto modo lo han abierto a la vida. Es un mundo que no se puede ver desde fuera, aunque desde fuera atraen y sorprenden algunas de sus manifestaciones.

El hombre en quien esa interioridad se ha desplegado da una imagen muy atrayente: causa admiración el vigor sereno con el que obra, el equilibrio de sus manifestaciones, la suave firmeza de sus decisiones, su cordial pero poderosa fuerza de voluntad, su paz y alegría interiores, su saber estar en todas partes, su poder prescindir sin alterarse de lo superfluo, e incluso de lo necesario sin queja, su buen ánimo en las adversidades y su sencillez cuando la fortuna le sonríe. La vida tiene en estos hombres una profundidad que no tiene en otros. Mientras en otros parece fluir sin reposo, sin dejar huella, en estos la vida se remansa y se acumula, se concentra y crece. En todas las culturas, ha habido hombres en los cuales se podía reconocer la huella de la sabiduría profunda de vivir. Nuestra cultura occidental actual ha buscado recientemente esa luz en manos orientales que ofrecen técnicas de concentración y desarrollo de la interioridad experimentadas durante siglos. Pero a veces han recogido solo los aspectos más folclóricos, olvidando que también nuestra tradición tiene una riquísima experiencia de la interioridad humana. La educación clásica grecorromana consistía básicamente en proponer como ejemplos a las nuevas generaciones los actos más notables de valentía, amor a la patria, piedad filial y honradez de sus hombres más grandes. Y esa sabiduría del vivir vino inmensamente enriquecida con la revelación cristiana, que aportó, además de profundos conocimientos sobre el ser humano, un nuevo modelo de hombre —Jesucristo— y las fuerzas necesarias —la gracia de Dios— para vivir de acuerdo con el modelo propuesto.

La clave del crecimiento interior del hombre se basa en una peculiaridad de su espíritu: todos los actos voluntarios dejan huella: el hombre aprende a obrar a medida que obra. Esto se aprecia muy claramente, a nivel elemental, en la capacidad de adquirir técnicas. Todos conocemos hombres muy hábiles, no solo malabaristas, sino también, carpinteros, artesanos, deportistas, músicos, etc. Todos tienen en común que son capaces de realizar fácilmente y con perfección acciones que para nosotros serían imposibles o, por lo menos, muy difíciles. Y todos han llegado a dominar esas técnicas (de poner un tirafondo, saltar con pértiga, tocar el arpa, etc.) del mismo modo: repitiendo muchas veces las mismas acciones. En ocasiones —como un buen intérprete de cualquier instrumento—, ensayando muchas horas al día y muchos días al año.

Esta es la regla de oro de la educación del espíritu: la repetición. Como cada acción deja su huella, el repetir una misma acción muchas veces deja finalmente una huella muy profunda. Y esto no sucede solamente en ese nivel inferior en que —simplificando en cierto modo— tratamos de «acostumbrar el cuerpo» a una acción —como por ejemplo, acostumbramos los dedos a manejar el arpa—, sino también cuando se trata de «acostumbrar el espíritu» a una acción. Hay un pequeño caso que afecta a una parte importante de la humanidad y que nos ofrece un buen ejemplo: la hora de levantarse de la cama. Casi todos los hombres tenemos la experiencia de lo que supone en ese momento dejarse llevar por la pereza, y los que son más jóvenes la tienen de una manera más viva. Si al sonar el despertador, uno se levanta, va creando la costumbre de levantarse, y, salvo que suceda algo como un cansancio anormal, resulta cada vez más fácil levantarse. En cambio, si un día se espera unos minutos antes de dejar la cama, al día siguiente costará más esfuerzo; y si se cede, todavía más al siguiente. Así hasta llegar a no oír el despertador.

Tanto el bien como el mal obrar forman costumbres e inclinaciones en el espíritu; es decir, hábitos de obrar. A los buenos se les llama virtudes; y a los malos, vicios. Un hábito bueno del espíritu es, por ejemplo, saber decidir sin precipitación y considerando bien las circunstancias. Un vicio, en cambio, en el mismo campo, es el atolondramiento, que lleva a decidir sin pensar y a modificar muchas veces y sin motivo las decisiones tomadas. Algo tan importante como lo que llamamos «fuerza de voluntad» no es otra cosa que un conjunto de hábitos buenos conseguidos después de haber repetido muchos actos en la misma dirección.

Los hábitos buenos —las virtudes— consiguen que se vaya estableciendo el predominio de la inteligencia en la vida del espíritu. Los vicios dispersan las fuerzas del hombre, mientras que las virtudes las concentran y las ponen al servicio del espíritu. La persona que es perezosa, que tiene el vicio de la pereza, puede fijarse, quizá, propósitos estupendos, pero es incapaz de cumplirlos: su espíritu resulta derrotado por la pereza, por la resistencia del cuerpo a moverse. Todo estudiante experimenta íntimamente esta lucha entre lo que se propone estudiar y lo que después realmente estudia. Sorprendentemente, no basta proponerse una cosa para ser capaz de vivirla: ¡qué difícil es dejar de fumar o guardar un régimen de adelgazamiento! No basta una primera decisión.

Solo con esfuerzo —repitiendo muchas veces actos que cuestan un poco— se consigue el dominio necesario sobre uno mismo. La persona que tiene virtudes es capaz, por ejemplo, de no comer algo que no le conviene, aunque le apetezca mucho, o de trabajar cuando está muy cansado, o de no enfadarse por una minucia; logra que, en su actuación, predomine la racionalidad: es capaz de guiarse —al menos hasta cierto punto— por lo que ve que debe hacer. Quien no tiene virtudes, en cambio, es incapaz —también hasta cierto punto— de hacer lo que quiere. Decide, pero no cumple: no consigue llevar a cabo lo que se propone: no llega a trabajar lo previsto o a ejecutar lo decidido.

Así resulta que la persona que tiene virtudes es mucho más libre que la que no tiene. Es capaz de hacer lo que quiere —lo que decide—, mientras que la otra es incapaz. Quien no tiene virtudes no decide por sí mismo, sino que algo decide por él: quizás hace —por utilizar un casticismo español— «lo que le viene en gana». Pero «la gana» no es lo mismo que la libertad. La gana es una veleta que necesariamente se orienta hacia donde sopla el viento. El perezoso puede tener la impresión de que no realiza su trabajo porque «no le apetece» o «no le da la gana» y hacer de esto un gesto de libertad, pero en realidad es una esclavitud. Si no trabaja en ese momento, no es por ejercitar su libertad, sino precisamente porque «no es capaz» de trabajar. Y la prueba de esto es que «las ganas» se orientan con una sorprendente constancia siempre en el mismo sentido. A la persona que se ha acostumbrado a comer demasiado, «sus ganas» le inclinan una y otra vez, un día tras otro, a comer más de lo debido, pero raramente a guardar un día de ayuno. Y al que es perezoso, le llevan a abandonar un día tras otro su trabajo, pero raramente a realizar un sacrificio extraordinario.

Las virtudes van extendiendo el orden de la razón y el dominio de la voluntad a todo el ámbito del obrar. Concentran las fuerzas del hombre, que se hace capaz de orientar su actividad en las direcciones que él mismo se propone. La misma palabra virtud, que es latina, está relacionada con la palabra «hombre» («vir») y la palabra «fuerza» («vis»). La gran fuerza de un hombre son sus virtudes, aunque quizás su constitución física sea débil. Solo quien tiene virtudes puede guiar su vida de acuerdo con sus principios, sin estar cediendo, a cada instante, ante la más pequeña dificultad o ante las solicitaciones contrarias.

En cambio, los pequeños vicios de la conducta —el acostumbrarse a no hacer las cosas cuando y como deben ser hechas— debilita el carácter y hacen a un hombre incapaz de vivir de acuerdo con sus ideales. Son pequeñas esclavitudes que acaban produciendo una personalidad mediocre.

Por eso se entiende que, para amar a Dios sobre todas las cosas, para quererle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas, se requieren fundamentalmente virtudes; y solo quien las tiene es capaz de intentarlo. Ese es el propósito de la ascética: ir formando virtudes necesarias para reunir todas las fuerzas en el amor de Dios y del prójimo.

Ya hemos advertido que la ascética cristiana se diferencia de otras en varias cosas. La más importante es que su modelo de hombre es Jesucristo. Esto puede parecer complicado porque no tenemos la fortuna de contemplar con nuestros ojos su conducta diaria. Evidentemente, aprenderemos mucho de él si leemos con un poco de atención los Evangelios. Pero hay más: la vida cristiana no solamente se propone por modelo a Jesucristo, sino que tiende a identificarse con él, pensando lo que él pensaba, participando de los mismos criterios de conducta que él tenía, obrando como él hubiera obrado de haberse encontrado en nuestras circunstancias. Por eso, los Santos, los hombres que han llegado muy cerca de Dios, nos muestran también el rostro del Señor.

Esa identificación es en parte consciente cuando intentamos obrar como pensamos que Cristo habría obrado, y, en parte, inconsciente, porque espontáneamente la acción de Dios en nosotros —su gracia— produce ese efecto. San Pablo expresa este misterio de muchos modos, pero especialmente cuando, ya en su madurez humana y cristiana, puede exclamar: «Con Cristo estoy crucificado, y vivo pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 19-20). Y recomienda a los efesios: «Que Cristo habite en vuestros corazones, para que arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad. Y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 17-19). Esa identificación con Cristo es la meta de la ascética cristiana.

Lo que sigue en este libro está dividido en dos partes. La primera trata de la manera de adquirir las virtudes, esas capacidades que permiten mejorar el obrar y llegar a amar a Dios sobre todas las cosas. En la segunda se presentan más directamente algunos rasgos de la vida de Jesucristo que un cristiano debe procurar imitar conscientemente.

El libro no es, propiamente hablando, un «método de ascética». Solo intenta proporcionar algunas sugerencias que ayuden a dar los primeros pasos en este itinerario a la cima. Una advertencia se hace, sin embargo, necesaria. Ya he aludido a la distancia real que existe entre el querer obrar y el obrar efectivamente. La ascética no es un conocimiento útil si no se intenta practicar. Para que la lectura de este libro tenga sentido, se requiere de parte del lector una disposición activa: ir tomando pequeñas resoluciones y propósitos que le ayuden a avanzar. Como en toda ascensión, lo importante no es conocer muy bien el camino, sino ir dando pasos por él. Además, como la cima no puede lograrse en un momento, es preciso recomenzar muchas veces a andar, y volver sobre los mismos propósitos.

Si se vive así, se verá que no es algo complicado. La vida cristiana —como toda vida— tiene mucho de espontaneidad. Los animales y las plantas crecen por sí mismos, y lo mismo sucede aquí. Por eso, no es necesaria una excesiva preocupación por todos los detalles; lo importante es —como he dicho— ir dando pasos. Y así las virtudes crecen. Además, las virtudes —como los órganos de los seres vivos— tienden a crecer armónicamente. Cuando se crece en una, se crece de algún modo en todas. Las ideas y sugerencias que este libro puede proporcionar pretenden ser un estímulo, a la manera de un abono, o de un poco de luz, que ayudan al crecimiento de una planta pero no sustituyen su dinamismo interno.

Quien empiece a caminar verá que se trata de una experiencia fantástica, y que, si persevera, su vida se llenará de nuevas y profundas dimensiones hasta convertirse en algo apasionante. Porque a Dios solo se le puede amar apasionadamente.

PRIMERA PARTE

VIRTUDES

«¿Amas la rectitud?

Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, lo más provechoso para el hombre en la vida.»

(Sab 8, 7)

En esta primera parte se recogen los aspectos fundamentales de la ascética, divididos en trece capítulos. Los tres primeros tocan puntos de carácter general. El «sentido de la presencia de Dios» nos lleva a ver a Dios en todo, a saberlo próximo y a tenerlo así, fácilmente, como fin de nuestras acciones. «El conocimiento de sí mismo» nos proporciona información sobre el estado en que nos encontramos y sobre los pasos que hemos de dar para mejorar. Conocer nuestras deficiencias nos conduce a «la lucha ascética»: en ese capítulo se trata de la importancia que tiene mejorar cada día un poco y volver a empezar siempre que es necesario. A continuación se describen las virtudes. Primero se habla de las que nos liberan de las pasiones más fuertes: la pereza, el amor al bienes­tar, la sensualidad y la soberbia. Estas virtudes son las primeras que es necesario adquirir para lograr la libertad interior y la posibilidad de amar a Dios; y son: fortaleza, desprendimiento, castidad y humildad. Los dos capítulos siguientes se refieren a virtudes que dan un talante peculiar a la persona: la sencillez y la alegría; y tienden a manifestarse en cuanto la vida ascética ha empezado a crecer. Se habla después de dos virtudes centrales: la «prudencia», que es la virtud propia de la inteligencia, y que se refiere a la capacidad de elegir bien; y la «rectitud», que es la virtud propia de la voluntad y se refiere a amar el deber. Ambas, pero especialmente la segunda, suponen el coronamiento de la ascensión. «Vivir para los demás» es la orientación fundamental que debe tomar la vida de un cristiano; y «trabajo» es la actividad a la que dedicamos la mayor parte de nuestra vida, el servicio fundamental que prestamos a los demás y un lugar donde hemos de encontrar a Dios en este mundo.

2. SENTIDO DE LA PRESENCIA DE DIOS

 

 

 

 

Uno de los momentos más hermosos de los Hechos de los Apóstoles es el discurso de san Pablo a los atenienses. Después de predicar unos días por la ciudad, fue invitado a exponer sus doctrinas en el ágora, donde gustaban reunirse los ciudadanos de la culta urbe para conversar. Allí Pablo, usando los recursos de la retórica clásica, que conocía bien, inicia un estupendo discurso hablando primero de lo que es Dios, para tratar después de la Redención de Jesucristo. El discurso no tuvo éxito, pues los atenienses se burlaron de él cuando le oyeron hablar de la resurrección de los muertos; solo obtuvo unas pocas conversiones (Hech 17, 16-34). A aquellos hombres, dominados por un cierto escepticismo, les resultaba imposible aceptar que Cristo hubiera podido resucitar de entre los muertos. La fe cristiana encontraba en este punto una resistencia que costaría vencer; pero también en la primera parte del discurso, bajo aparentes concordancias, existían enormes diferencias. Así se expresó Pablo al hablar sobre Dios:

«El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra (...), da a todos la vida y el aliento (...). Él creó a todo el linaje humano (...) con el fin de que buscasen a Dios para ver si a tientas lo buscaban y lo hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros».

En este compendio admirable, Pablo nos da tres elementos esenciales de la Teología cristiana sobre Dios. Dios crea todas las cosas y es, por tanto, su Señor; Dios crea al hombre y lo crea para sí, para que llegue a conocerle y amarle; y, por último, la convicción de que ese encuentro con Dios es posible porque «no está lejos de cada uno de nosotros».

Se ha querido ver en estas últimas palabras una alusión al poeta Epiménides de Cnosos (s. VI a. C.), pero aunque la hubiera, la idea expresada es plenamente bíblica. La encontramos muchos siglos antes en otro precioso discurso, cuando Moisés quiere recordar a su pueblo los muchos cuidados que Dios había tenido con él. Moisés dijo entonces a los israelitas que los pueblos vecinos habían de tenerles envidia porque «¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que lo invocamos?» (Dt 4, 7).

Dios está cerca, pero mucho más cerca para nosotros que para aquellos griegos oyentes de san Pablo, cuyas ideas sobre Dios eran bastante confusas. Los cristianos sabemos que Dios ha creado el mundo de la nada: si el mundo existe es porque Dios quiere, no solo porque quiso en un momento original, sino porque quiere actualmente. El mundo depende en cada instante del querer divino; por eso, Dios está detrás de cada cosa que existe. En el fondo de la existencia de cada cosa está la actividad de Dios, que quiere que aquella cosa sea. Este es el fundamento teológico de la presencia divina; es decir, de la presencia de Dios en todas partes. Además, Dios está detrás de la actividad de las cosas, por eso está también detrás de los acontecimientos históricos. Nada sucede que no haya sido previsto o querido por Él. El mundo no está gobernado por las fuerzas ciegas de la fatalidad —como pensó constantemente la antigüedad clásica—, sino por los designios de un ser inteligente e infinitamente poderoso y bueno. Este plan de Dios, que todo lo prevé desde siempre, es llamado por la tradición cristiana la Providencia divina.

Estas dos convicciones, Dios presente en todas las cosas (omnipresencia divina) y Dios detrás de todos los acontecimientos (providencia divina), dan al cristiano un modo peculiar y nuevo de estar en el mundo.

El mundo no es un lugar inhóspito, dominado por fuerzas oscuras, maléficas y muchas veces horribles, como han pensado en admirable concordancia las civilizaciones antiguas más importantes, sino algo bueno salido de las manos de un Dios bueno y que manifiesta su grandeza: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Sal 19, 1). Y en ese mundo, el hombre puede encontrar a Dios «porque lo invisible de Dios desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1, 20).

Estas convicciones de fe merecen llegar a empapar la conducta del cristiano. Dios está cerca; si nuestro propósito es llegar a amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, debemos acostumbrarnos a verle detrás de los acontecimientos y de las cosas: «He aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y estaré con él y él conmigo» (Apc 3, 20).

No es necesario buscar momentos ni lugares privilegiados; basta querer hablarle: «Cerca está el Señor de todos los que le invocan, de todos los que le invocan con verdad» (Sal 45, 18). Se requiere, sin embargo, cierta maduración para llegar a constituir un hábito, para adquirir establemente el sentido de que Dios está cerca de nosotros, es decir el sentido de la presencia de Dios.

La tradición judeo-cristiana ha entendido este sentido de la presencia de Dios en dos aspectos. Uno, ver a Dios detrás de sus criaturas; otro, saberse criatura de Dios y por tanto en presencia de Dios; esta segunda es la convicción de que Dios nos contempla y ve lo que hacemos. El salmo 139 lo expresa de una manera eminente: «Señor, Tú me investigas y conoces, sabes cuándo me siento y cuándo me levanto; penetras de lejos mi pensamiento. Aún no está la palabra en mi lengua y Tú, Señor, la conoces entera (...) ¿Dónde iría lejos de tu espíritu?, ¿dónde podría escapar de tu rostro? Si subo hasta los cielos, allí estás, y si me acuesto en los abismos, allí te hallas. Si tomo las alas de la aurora y si voy a parar a los términos del mar, también allí me conduce tu mano y me toma tu diestra» (nn. 1-10).

La expresión plástica de esta verdad es la representación de Dios como un ojo que todo lo ve; la habremos visto en tantos retablos e imágenes cristianas. Pero esa mirada no es acusadora, sino de Padre que ve, lleno de cariño, lo que hacen sus hijos. Y resulta muy útil considerar esa mirada amorosa. Todos tenemos experiencia de que la presencia de una persona querida acompaña y da un tono cálido a la existencia. Quizá estamos trabajando y sabemos que alguien que nos quiere está detrás de nosotros. Aunque no hablemos, ya no trabajamos de la misma manera: nos sabemos acompañados, comprendidos, queridos. Pues esto es una gran verdad en relación a Dios. Si nos acostumbramos a saberlo al lado, tendremos una enorme facilidad para hablar con Él durante el día y para que nuestra actividad se empape de su presencia.

Nos ayudará también la consideración alternativa: Dios está en las cosas y en los acontecimientos. A Dios, creador del mundo, nada le es ajeno. San Juan de la Cruz dice poéticamente que «las criaturas son como un rastro del paso de Dios» (Cántico espiritual, 5, 3). Y es fácil ver a Dios tras las maravillas de la naturaleza, los panoramas extensos, las armonías de los colores del cielo y de la tierra, la serenidad de los bosques, el fragor de las tempestades, la inmensidad de los mares... Sin embargo, hay que verlo también en la realidad más cotidiana; porque no debemos esperar a momentos de especial inspiración poética para encontrarlo; de otro modo, solo en unas pocas ocasiones privilegiadas de nuestra vida podríamos tratarle. Hemos de tratarle diariamente como a un familiar o amigo muy íntimo; por eso necesitamos encontrarle habitualmente en las circunstancias ordinarias de nuestra vida (que tienen también su vis poética). Como si quisiera poner un contrapeso al lirismo de su compañero de hábito, Teresa de Jesús nos recuerda que también «entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones, 5, 8). El problema no es de las cosas, sino nuestro. «No está lejos —advierte san Agustín—; ama y se acercará, ama y habitará en ti» (Sermón 21). Y de una manera particular, Dios está en los hombres, especialmente en los que están cerca de Él.

Este sentido de la presencia de Dios es el primer paso de la ascética. Tener una relación frecuente con Él es lo que nos permite ir avanzando paso tras paso en ese camino que lleva a amarle con todas las fuerzas. Aquí, como nos sucederá en todos los temas de la ascética, no basta una decisión: «Quiero vivir en presencia de Dios». Es necesario crear una costumbre, un hábito, repitiendo actos, volviendo muchas veces sobre las convicciones fundamentales —Dios me ve, Dios está detrás de las cosas y acontecimientos—, ingeniándoselas también para «acordarse».

El problema práctico de cómo acordarse se lo planteó ya la antigüedad cristiana, especialmente cuando meditó unas palabras del Señor: «Conviene orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1). ¿Cómo es posible acordarse continuamente de Dios?, ¿cómo es posible dirigirle muchas veces la mente, si tan fácilmente nos distraemos con lo que tenemos entre manos? La solución que encontraron —y que sigue siendo válida a través de los siglos— fue la de recitar, muchas veces durante el día, pequeñas oraciones —peticiones, exclamaciones, actos de amor—. A esas pequeñas oraciones se les llama jaculatorias.

San Agustín cuenta que ya era una tradición antigua entre los eremitas de Egipto. Después, se extendió por todo el oriente cristiano, y más tarde por el occidente. Los monjes orientales se aficionaron mucho a esta práctica, dándole un enorme desarrollo y llegando a constituir un punto fuerte de su espiritualidad. De ellos vino, por ejemplo, la costumbre —que se introdujo en la liturgia— de repetir «Cristo ten piedad, Señor ten piedad, Cristo ten piedad», o también otra, introducida en la liturgia del Viernes Santo (Hagios o Theos) y traducida popularmente en castellano hace muchos siglos: «Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos Señor de todo mal»; o la bella oración: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».

Este pequeño truco —repetir oraciones muy simples— sigue siendo útil. Pero no es necesario repetir oraciones rebuscadas. Bastan las que llanamente vienen a los labios: ¡Señor, ayúdame! ¡Señor, dame más fe! ¡Señor, aumenta mi caridad! ¡Señor, hazme fiel a ti! A Dios le hemos de tratar como hijos: «Cuando oréis, no seáis como los gentiles, que piensan que van a ser escuchados por hablar mucho. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6, 7-8).

A veces, se puede asociar este recitar jaculatorias con pequeñas acciones que se repiten durante el día. La tradición cristiana ha sabido impregnar, con gran sentido común, los momentos más ordinarios de la jornada; hasta las recetas de cocina: durante siglos se ha repetido que un huevo pasado por agua necesitaba estar cociéndose durante dos padrenuestros. En su sencillez, se trata del testimonio encantador de una cristianización que ha llegado a los detalles de la vida. También la nuestra debe estar impregnada de sentido cristiano, aunque quizás nos guste darle un tono más personal. Salir o entrar de casa o de una estancia puede ser ocasión de acordarse de Dios; el inicio y el término del trabajo, la bendición de la comida, el momento de lavarse y de acostarse; el encontrar a otros y rezar por ellos... y tantos más. Muchas tareas de tipo mecánico o repetitivo han sido ocasión para el rezo de jaculatorias: recoger la fruta en el campo, remover la masa en la cocina, etc.

Ayudan a acordarse de la presencia de Dios las imágenes y símbolos cristianos. La cruz o una imagen de la Virgen en una habitación no son solo un testimonio de la fe cristiana de quienes habitan allí; también pueden ser para ellos ocasión de muchos pequeños encuentros con Dios; basta una mirada de cariño o una jaculatoria.

Este esfuerzo por «acordarse» va dando lugar a un hábito: a la conciencia práctica de que Dios nos ve y nos oye. Y esta es la fuente de la que nacerá un trato más hondo con Dios. La vida cristiana se vive entonces con mayor espontaneidad, está más «a flor de piel», se va introduciendo en nuestro modo de ser y en la propia actividad. Nada queda al margen de Dios. Y se puede vivir la recomendación de san Pablo: «Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1 Cor 10, 31).