Parejas impares - Eva Miñana Márquez - E-Book

Parejas impares E-Book

Eva Miñana Márquez

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Beschreibung

HQÑ 345 Un momento no da para llenar una vida, pero sí para marcarla. ¿Qué harías si tu pareja te abandonara sin darte una explicación? Amaia lo tiene claro: se autoproclama coach emocional e intenta ayudar a las parejas de su entorno para que no cometan el mismo error que ella con Iván. Decide estrenar terapia con su familia y pone en jaque a sus padres y a sus hermanos. Todo se complica cuando Hugo entra en escena; un hombre fuerte en apariencia, pero roto por dentro que le pide instrucciones para dejar de amar a su ex. Amaia acepta el reto y pronto nace entre ellos una atracción difícil de manejar. Iván reaparece, la madre de Amaia se va de viaje, el padre se hunde, el hermano se siente acorralado, la hermana necesita cambios, Hugo se desespera y Amaia está a punto de enloquecer. La familia se tambalea. Necesitan aprender que el amor no se entiende, se siente. Y que es mejor perdonar que lamentar lo perdido por no haber perdonado. ¿Tú serías capaz de perdonar? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Eva Miñana Márquez

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Parejas impares, n.º 345 - noviembre 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-356-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Rosa, mi madre,

por aceptar aquel baile aquella tarde de diciembre.

Y por su receta infalible:

Amor con mucho humor.

 

 

 

 

 

Amor:

Sentimiento intenso del ser humano

que busca la unión con alguien.

 

Desamor:

Falta de amor.

 

Odio:

Sentimiento intenso del ser humano

de repulsa hacia alguien.

Capítulo 1

 

UN ADIÓS SIN DESPEDIDA

 

 

 

 

Iván no cerró la puerta al salir. Yo habría preferido escuchar un portazo de los que dictan sentencia. ¿Qué mejor sonido para un final? Pero eligió marcharse en silencio y arrastró el mensaje a paso lento con su mirada, como la estela de un barco que se aleja y desaparece. Se acabó.

Nuestra relación fue un lapso de tiempo importante que tira del presente, sujeta a un hilo invisible cuya resistencia desconozco y del que no me apetece permanecer más tiempo atada. Prefiero dejar naufragar su recuerdo entre olvidos intermitentes, porque la memoria es así, no palpita siempre al mismo ritmo. A veces se acelera y pasa veloz sin que apenas puedas apreciarla disfrazada de indiferencia, y otras, brota tan despacio que parece que lo haga marcha atrás para obligarte a revivir aquel instante. Todo porque nuestra retentiva y nuestra esperanza congénita poseen las funciones de un gran mando a distancia y, de una manera u otra, el instinto nos permite indagar en esa parte que deseamos, y a veces tememos, recordar o imaginar —nunca hay que menospreciar a la imaginación; la manipuladora por excelencia—. Y si la información no aflora, entonces preguntamos, rebuscamos entre fotografías, releemos cartas antiguas, hurgamos en lo que fue, curioseamos en las redes sociales, en bibliotecas…, porque no solo nos interesan nuestros recuerdos y fantasías, también nos atraen las vidas de los demás. La existencia ajena. Incluso las memorias de los muertos todavía no olvidados; lo que llamamos historia. Y, aun así, encadenados a vivencias y aferrados a nuestros deseos, avanzamos mecidos por una misteriosa corriente y con un estimable grado de ilusión puesto en el futuro, porque la vida es tiempo, el tiempo fluye, y nos ayuda a moldearnos con cada dosis de experiencia. Y lo mío con Iván, lo nuestro, fue toda una experiencia.

 

 

Hace algo más de un lustro que organicé aquella fiesta en casa. Nos juntamos muchos sin llegar a ser todos y, como me cansé de estar pendiente del timbre, dejé la puerta abierta sin ser consciente de que mi suerte podría entrar y salir a su antojo.

Iván apareció con un rioja en la mano y una sonrisa que no pedía permiso, sino que avisaba de que le gustaba lo que estaba viendo y que pensaba quedarse. Se quedó cinco años.

Era amigo de un amigo. Hablamos mucho, muchísimo, y me gustó coincidir con él en la mayoría de argumentos que acostumbro a darme para no desistir en mi lucha constante. Aquello no fue cosa de mitades que se encuentran y se acoplan ni de almas que comparten algún tipo de vínculo consanguíneo. Allí latía algo diferente. Entre nosotros corría luz. Esa que barre la sombra a un lado. ¿Era amor? Sí. Lo supe entonces. Y me dolió después, al tener que aceptar que ese fulgor se apagó. Que la sombra acaba regresando como regresa el polvo a las estanterías y, antes de dejarnos a oscuras y cegarnos del todo, él decidió abrir la puerta, largarse y que entrase algo de claridad entre aquellas dos vidas que ya empezaban a verse borrosas cuando se miraban a los ojos.

Puede que quedase algo entre nosotros en aquel espacio que nos separaba, pero yo no lograba averiguar qué era y tampoco había posibilidad de reconciliación porque no hubo guerra. Lo nuestro se terminó como muere cualquier ser vivo de inanición. Se agotaron los recursos de amor que nos alimentaban y ambos tomamos la decisión de no reponer la despensa. O tal vez nos olvidamos de hacerlo y lo que había pereció. Culpa suya, mía o de los dos. Qué más da. A esas alturas buscar culpables habría sido un gesto cobarde.

Él se fue y yo permití que se marchara, y creo que ambos sentimos lo mismo durante aquella mirada de despedida: desamor. Desamor a última vista.

Capítulo 2

 

RESURGIR O MORIR

 

 

 

 

Su llamada me descolocó.

—No iré a por mis cosas. Tíralas —dijo Iván.

—¿Todo?

—Todo.

—Son muchas cosas —le dije—. Tendrás que venir tú y tirarlas. No me cargues con tus huellas. —Colgó.

Fue un desprecio. Dio a entender que aquella porción de vida compartida era basura. Que se había convertido en esas sobras que no sabes cómo conservar y que decides que es mejor tirarlas antes que esforzarte en buscar otra salida. ¿Cómo se reciclan los sentimientos caducados? Con la cantidad de gente que pasa hambre de cariño y buenos recuerdos e Iván fue capaz de desperdiciar aquellas raciones de emoción sin remordimientos. Lo que era importante para él se lo llevó en una maleta; el resto lo abandonó conmigo.

Y en aquel punto extraño de frustración empezó mi búsqueda del error cometido. Caí en la dichosa trampa. Me esforcé en recordar, pensé en lo nuestro, en lo anterior, en los sueños cumplidos y en las desilusiones, en los momentos felices y en las discusiones, y sentí lástima. Me di cuenta de que aquellos cinco años deberían haber sido como mucho tres, no más. El resto fue inercia, comodidad, costumbre y una valiosa pérdida de tiempo. Y entre las chispas de aquella rabia encontré la tara: somos mamíferos y necesitamos que nos amamanten, cuanto más tiempo, mejor. Muchos deseamos el vínculo, el calor humano, cierto grado de dependencia. La seguridad de tener y ser. La promesa del amor eterno. Ahí se la juegan nuestra voluntad, la educación recibida, la cultura que nos rodea y el sobrevalorado miedo a la soledad. Todo junto en un mismo cuerpo. «Señoras y señores, hagan sus apuestas. Pero, ojo, porque pueden perder sus ahorros emotivos». El que no arriesga no gana y el que no gana es un perdedor, pero arriesgar tampoco es garantía de victoria. Hay que saber leer la letra pequeña y a veces es tan pequeña que algunos se atreven a decir que en su caso no existe, y siempre está. Forma parte del contrato de vida, el que firmamos al nacer con los ojos cerrados justo donde pone: Vivirás hasta morir. La manera de vivir ya la escoge cada uno o le viene aplicada según su suerte, pero la letra pequeña está y, si la ampliásemos como hacemos con las pantallas digitales, al despegar con suavidad ese pellizco previo de nuestros dedos índice y pulgar, veríamos un aviso, una advertencia a los posibles efectos secundarios del amor. Dos palabras: dependencia emocional. El principio del fin de toda relación, pero no por ello de la convivencia.

Pensé en las historias de amor que aseguran despertar a primera vista. El brillo transparente de ilusión en sus ojos al descubrirse y entendí que mi misión, a partir de aquel momento, sería advertir al mayor número de desenamorados posible de la opacidad real de su mirada. Para que aquellos años de más que yo compartí con Iván no se derrocharan de manera inconsciente en relaciones agonizantes o ya muertas. Cuando se acabó, se acabó. Hay que asumirlo y avanzar. Mi iniciativa no pretendía restaurar rupturas ni salvar lo insalvable; solo me propuse advertir del derroche de vida a los que, por un motivo u otro: desgana, cansancio, infelicidad o por el veneno de la rutina, habían dejado de apostar por el valor de su tiempo personal, porque hay que entender que se agota y que jamás regresará.

Lo primero era zanjar bien mi historia con Iván. Iba a ser el doctorado a mi carrera sentimental, ya que no logré terminar la de Psicología en la facultad, y me animé a lograrlo con una mención cum laude. No quise curiosear entre sus cosas porque sabía que aparecería algo que me haría replantear mi postura. Por eso me limité a ejecutar sus órdenes sin miramientos. Repartí lo suyo en tres cajas grandes de cartón y las dejé al lado del contenedor la noche asignada a la recogida de trastos, por si alguien lo podía o quería aprovechar. Aquella opción a una segunda oportunidad la lancé al destino. Quien decidiera acarrear con esas cosas, debería aceptar también el peso de su historia.

Gané en espacio, en limpieza, en frío, en silencio y en soledad. Y me di cuenta de que algunas de aquellas ganancias en realidad eran pérdidas, pero formaban parte del precio a pagar para salir a flote y estaba más dispuesta que nunca a navegar.

Capítulo 3

 

LA ILUSIÓN DE ILUSIONAR

 

 

 

 

Me sentía rara, viva y dolorida; con la energía renovada, pero con agujetas en el alma de tanto aguantar las tentaciones de llamar a Iván. Una parte de mí lo echaba de menos y la otra, la que en aquel momento dominaba la situación, me hacía sentir ese empujón anónimo que, al dejar atrás una etapa concluida, nos muestra un sugerente menú con lo que está por vivir. Ahí estaba yo, con la mente en zona virgen, sentada en mi mesa de secretaria de dirección. La espalda bien recta, la mirada fija en la pantalla del ordenador y el pensamiento atrapado en elaborar una lista con las parejas de mi entorno que podían precisar mi ayuda.

Encabezaban aquella lista mis dos hermanos, Alfredo y Mónica, y mi madre, Lola.

Alfredo: cuarenta y tres años; cinco más que yo. Tres años casado con Susana y sin hijos.

Mónica: cuarenta y un años; tres más que yo. Seis años compartiendo piso y vida con Gonzalo y con un hijo de cuatro añitos llamado Álex.

Lola: sesenta y ocho años; treinta más que yo. Cuarenta y cinco años casada con Santiago, mi padre, y con tres hijos en común: mis hermanos y yo.

Los llamé y quedamos para cenar en el italiano que tanto nos gusta a los cuatro y que mi padre aborrece. Argumento que le otorga unas horas de celebrada tranquilidad doméstica. Se convirtió en una costumbre, en una excelente excusa que se inventó mi madre cuando éramos pequeños y echaban fútbol por la tele: «Me llevo a los niños a la pizzería y así te dejamos tranquilo». La pizzería era nuestra casita en el árbol. El lugar para soltar confidencias y pedir consejos. Un refugio alegre en el que nos sentíamos libres de la mirada y oídos del señor Santiago, el juicioso padre. Y después de más de treinta años desde el inicio de aquella suculenta y sanadora tradición, se fueron espaciando los encuentros al tener que acoplarlos a nuestras agendas de adultos independientes, pero seguía siendo nuestra curiosa madriguera. Pactamos establecer el italiano de Carlo como punto de encuentro especial. Nunca íbamos con nuestras parejas ni con amigos. Era un lugar reservado para nosotros: mamá y sus tres cachorros. Podía fallar alguno algún día, pero jamás era reemplazado.

—¿Cómo llevas lo de Iván? —me preguntó Alfredo nada más sentarnos.

—Ahí voy. Poco a poco. ¿Tú qué tal con Susana?

—Como siempre —confesó sin saber que había abierto su expediente.

—Igual deberíais tomaros un tiempo de reflexión —le aconsejé.

Los tres me miraron como si en pleno agosto me vieran aparecer embutida en un traje de esquí.

—¿Por? —continuó Alfredo sin cambiar la cara de asombro.

—Porque esta respuesta indica que el aburrimiento se pasea a sus anchas entre vosotros y que es muy probable que se haya instalado bien cómodo en vuestra cama.

—¡Qué dices! —soltó molesto—. Indica que nuestra relación va viento en popa como siempre.

—Haya paz —intervino nuestra madre.

—¿Después de tres años de noviazgo, tres de matrimonio y un «como siempre» por repuesta? —pregunté sin buscar contestación.

—Ya veo por dónde vas, Amaia, y vas mal —dijo Mónica—. Que lo tuyo no haya funcionado con Iván no significa que los demás tengamos que fracasar en nuestras relaciones. Fíjate en papá y mamá. Llevan la tira de años juntos y están de maravilla.

—Eso lo veremos después de evaluar vuestras vidas en pareja —contesté—. Pidamos la comida. Lambrusco, ¿no?

En cuanto se marchó Carlo con nuestros deseos anotados, Alfredo saltó directo a mi yugular.

—Estás bien jodida.

—No. Qué va —me defendí—. Es solo que he descubierto que la mayoría nos condenamos sin darnos cuenta. Nos conformamos y perdemos la oportunidad de ser más felices.

—¿Tan felices como tú ahora? —se burló Mónica con una ceja arqueada que insinuaba: «Yo conservo lo que tú has perdido». No podían ni sospechar que los tenía justo donde yo quería.

—Ahora me diréis que no os gustaría ir de vacaciones a un lugar bien lejano sin vuestras amadas parejas —dije convencida—. Decidme que no queréis perderlas de vista una buena temporada.

—Eso no significa que queramos separarnos de manera definitiva —dijo Alfredo—. Estás fatal —continuó mientras se colocaba la servilleta sobre el regazo con un gesto distraído y sin mirarme.

—A mí me encantaría —dijo mi madre con la cabeza ladeada en posición previa a un suspiro.

—Pues hazlo —le dije—. Podemos organizarte un viaje sin papá entre los tres.

—¿Y adónde iría yo sola? ¿Y si le pasa algo a papá mientras no estoy o a mí me pasa algo sin él allí donde esté? No, no. Tal como está el mundo ahora mismo no me parece buena idea. Me gustaría, sí —continuó con una sonrisa de soñadora empedernida—, pero no es posible —concluyó antes de regresar a su rictus de madre ejemplar.

—Lo vas a hacer —le advertí.

—A mí me parece una buena idea —dijo Mónica—. Seguro que Encarna se apunta contigo.

—Encarna y yo… ¿Os imagináis? Sería tan divertido…

Los ojos de mi madre se encendieron. Es fácil conseguirlo. Cualquier plan que suponga una aventura, aunque sea a la vuelta de la esquina, ya le acelera el corazón. Nunca olvidaré las mañanas del seis de enero de mi infancia, cuando mis hermanos y yo entrábamos en el salón y descubríamos alucinados todos los regalos que nos habían dejado allí los Reyes Magos. Nos quedábamos quietos sin atrevernos a avanzar y la mirábamos a ella, convertida en un destello de ilusión, con los ojos muy brillantes y los puños cerrados para contenerse. Entonces, con un gesto muy lento, asentía y después gritaba: «¡Ya!», liberándonos a nosotros del shock inicial y a ella del subidón que ya no resistía en su interior sin explotar. En aquel momento se desencadenaba la locura más divertida del mundo y nos lanzábamos en estampida a destapar sorpresas. Incluida ella, mientras mi padre lo observaba todo con una sonrisa de satisfacción sentado en el sofá en primera fila.

—Hablaré con Encarna y con papá y os vais las dos quince días a Canarias. ¿Qué te parece? —le pregunté—. ¿No dices siempre que te gustaría mucho conocer las islas? Papá no vuela ni navega, así que, o te vas tú o morirás sin pisarlas.

La conversación de la cena giró alrededor de aquel viaje tan deseado y no pude indagar en el amor o desamor de mis hermanos, pero valió la pena. Mi madre aceptó la propuesta y me pareció una manera estupenda para estrenarme como coach emocional. Título que les hizo mucha gracia.

Capítulo 4

 

PREPARATIVOS Y DECISIONES

 

 

 

 

Mi padre se enfadó. No lograba entender por qué mi madre tenía que irse de vacaciones sin él. Al resto nos divertía la situación y, tras la aceptación por parte de Encarna, que como buena viuda que es no tiene que mendigar la aprobación de nadie, empezamos a organizar el viaje.

Buscamos, comparamos y al final elegimos un apartamento pequeñito pero muy cuco en Patalavaca, municipio de Mogán, al sur de las Palmas de Gran Canaria. Solo serían dos semanas: del uno al quince de febrero. Momento ideal para disfrutar del contraste de temperaturas entre el archipiélago y la península. Ya no había más compromisos familiares tras los festejos navideños y atender a mi padre era muy fácil: algún que otro guiso listo para calentar en el microondas y lavarle y plancharle la ropa. Mónica se prestó voluntaria; es la que vive más cerca de ellos y la que está más acostumbrada a organizar menús y coladas. Cosas de madres, supongo.

—Me parece penoso que tengamos que prepararle comida y ropa —dijo Alfredo.

—¿No ves que él no tiene ni idea de manejarse con las tareas de la casa? —saltó Mónica en defensa de papá.

—Ya lo sé —continuó Alfredo—. Pero es lamentable hoy en día. Cuando aún no estaba jubilado, papá viajaba mucho y mamá se hacía cargo de todo. De nosotros, de la casa, de la compra… y además trabajaba media jornada en el despacho del tío Rafael. Nuestro padre es incapaz de sobrevivir sin ayuda durante quince días teniendo que ocuparse solo de él mismo. Yo colaboro con las tareas del hogar y no ha tenido que enseñarme nadie. Esto se aprende sobre la marcha.

—Es culpa de mamá —dije sin mala intención.

—¡Y una porra! —exclamó Alfredo—. No la culpes a ella. Cualquier adulto en buenas facultades debería ser capaz de sobrevivir en soledad. Que nos guste disfrutar de compañía es maravilloso, pero no debería convertirse en una necesidad vital. ¿Me equiparas la convivencia a la dependencia?

—Ahí le has dado —dije orgullosa aplaudiendo su discurso—, pero antes las cosas eran distintas. Mamá se esforzó tanto en complacerle que le anuló ese instinto de supervivencia innato y papá no llegó a aprender las tareas más básicas porque nunca le hizo falta aprenderlas. Ahora tendrá la oportunidad de hacerlo.

—Yo no pienso dejarlo a su suerte para que se estrene como cocinillas y amo de casa sin supervisión en un curso acelerado e improvisado a la carrera —dijo Mónica.

—Tú misma. Si a mamá le gusta este viaje y decide instaurarlo como costumbre, vas a flipar teniendo que multiplicar tu trabajo —le advertí—, o me veo a papá viviendo con vosotros.

—¡Venga ya! —contestó—. De costumbre nada. Esto es algo especial para mamá. Un premio a su amor, una cosa excepcional… No sé cómo catalogarlo.

—Los premios son para los perros que obedecen —dijo Alfredo sin acierto.

—¿Y el que te dieron a ti en el trabajo por tu investigación? ¿Era por haber sabido dar la patita? —atacó Mónica.

—A ver, podríamos ofrecerle otras soluciones a papá —dije de buena fe—. Puede comer un menú en el bar de Amparo. En lugar de ir los dos juntos como hacen los sábados al mediodía, que vaya él durante esos quince días. Lo tiene puerta con puerta y Amparo le hará buen precio. Y seguro que tiene ropa de sobra para esas dos semanas sin tener que poner ni una sola lavadora. Ya está, solucionado.

Pensé que Mónica atacaría de nuevo encendida y echaría por tierra mi aportación al justificarla como un gasto innecesario, pero no fue así.

—Vale. Se lo proponemos y, si él acepta, yo acepto —dijo con un gesto altivo. Y nuestro querido padre aceptó.

Capítulo 5

 

MALETAS LLENAS DE REMORDIMIENTOS

 

 

 

 

El uno de febrero llegó a su debido tiempo, aunque parecía haberse adelantado a lo previsto.

—¿Lo tienes todo? No te dejes nada que no tendrás tiempo de ir y volver y perderéis el avión —le dijo mi padre a mi madre. Al ser sábado pudimos reunirnos al completo en su casa, igual que hicimos un mes atrás para celebrar Año Nuevo.

—Tooodo —contestó mi madre alargando la primera o—. Lo tengo todo. ¿No ves que Amaia ha pagado un plus para que pueda llevarme la maleta grande? Y, además, iremos con un montón de tiempo de sobra. Nos daría para ir y volver tres veces.

—¿Y las tarjetas? Revísalo. Los billetes de avión, Lola, y el DNI. Las tarjetas del banco y las del médico. Mira que si tienes que ir al médico. ¿Qué médico te atenderá? —Mi padre negaba con los ojos cerrados.

—No necesitará ir a ningún médico —dijo Mónica para calmarlo.

—¿Estás malito? —preguntó mi sobrino después de acomodarse en el regazo de mi padre.

—No, Álex, yo no. Tu abuela, que no está muy fina de aquí —respondió él señalándose la sien.

—Eso no lo digas ni en broma —se quejó mi madre—. A ver si ahora el niño se va a creer que ando loca.

—¿Estás loca, yaya? —preguntó Álex.

—¿Lo ves? —respondió mi madre, disgustada.

—Calma —pidió Alfredo—. No os enfadéis ahora. Papá, por favor, es la primera vez que mamá se va de viaje sin ti. Tú lo has hecho millones de veces.

—Siempre por trabajo y nunca subido a un avión arriesgando mi vida. Mis viajes han sido en tren o en coche.

—Ya estamos otra vez… —dijo Alfredo—. El avión es el método de transporte más seguro que existe. Hay muchos más accidentes de coche que de avión. Te lo he dicho mil veces.

—Claro —respondió mi padre—, porque un avión vale un dineral. Si todos los que conducimos coche pilotáramos aviones, me gustaría ver esos números de los que hablas. Y, no solo es eso, a mí jamás se me ocurrió irme de vacaciones y dejarla aquí sola.

—No te quedas solo. Estamos los tres a una llamada de teléfono —dijo Mónica.

—Sí. Ya lo sé. Me preocupa un poco y ya está —dijo papá alzando los brazos para dar por zanjada la escena—. Ella estará bien con Encarna bailando la conga y yo estaré bien aquí tranquilito. Ya hablé con Amparo y sabe que iré a comer todos los días a las dos y su hijo me subirá las cenas a casa. Además, no soy un inútil ni un crío. Tengo setenta y cinco años y sabría prepararme una tortilla a la francesa o un bistec a la plancha.

—¿Y por qué no lo haces nunca? —preguntó mi madre.

—Porque siempre lo haces tú y me riñes si intento cocinar algo.

—Porque lo pones todo perdido.

—Pues ya está —concluyó mi padre.

—Exacto, ya está —repetí yo dándole un apretón en el hombro—. Esta vez mejor no experimentar. Comes donde Amparo y más adelante te vas tú de vacaciones sin ella.

—Eso. Me iré de juerga unos días a ver qué te parece —dijo mi padre para provocar a mi madre.

—Me parecerá muy bien —respondió ella sin inmutarse.

—Me trata de tonto, ¿lo veis, verdad?

—No eres tonto, abuelo —le dijo Álex—. Eres calvo y gordito.

No pudimos evitar reírnos y el ambiente se relajó. Encarna llegó puntual y Mónica, Gonzalo y Álex llevaron a las dos amigas al aeropuerto. Al pequeño le hacía ilusión.

A su regreso confirmaron haberlas acompañado hasta la zona de control para ver cómo se las apañaban. Las vieron alejarse nerviosas con la documentación en la mano que, según ellos, entregaron como si se tratara de un salvoconducto.

Estuvimos un ratito más con mi padre y después fuimos desfilando por tandas según la capacidad permitida del ascensor y lo dejamos allí, justo como él había dicho: solo y tranquilo.

—Creo que tenías razón en lo que me dijiste el otro día —me confesó Alfredo, aprovechando la intimidad que nos brindó el ascensor al ser los dos últimos.

—¿En qué?

—En la respuesta que te di cuando me preguntaste por Susana y por mí. Con ese «como siempre». Da pereza solo de escucharlo. Suena a cadena perpetua.

El ascensor se detuvo de golpe y la puerta automática se abrió. Y allí estaban los demás. Entre ellos Susana, con una sonrisa y una buena dosis de ignorancia. Así lo percibí en aquel momento.

—¿Cenamos mañana en el italiano? —propuse con la intención de averiguar más.

—A las nueve en punto allí. Ni un minuto más tarde que después nos liamos y el lunes toca madrugón —dijo Mónica sin saber que se estaba cociendo algo. Se envolvió con su enorme bufanda roja, cogió a Álex en brazos y salió a la calle sin dejar de lanzar besos al aire.

Llegué a casa, me preparé un té y antes de sentarme en el sofá me llamó mi madre:

—No sé qué hacer —me dijo.

—¿Cómo?

—La gente está subiendo al avión y no sé qué hacer. Amaia, hija, que me has liado y ahora me siento fatal. A ver si papá se disgusta demasiado y enferma.

—Pero ¡qué dices! Sube a ese avión sin pensarlo. Mamá, son unas vacaciones cortitas y muy merecidas.

—¿Y si ocurre algo malo mientras no estoy?

—¿Y si ocurre algo bueno?

—Pues no estaré para celebrarlo. Quieres decir que mejor que vuelva, ¿verdad?

—No, mamá. Quiero decir que lo que tenga que pasar pasará. Sube al avión y desconecta el móvil. Pásatelo bien con Encarna. No pienses en lo que podría ocurrir y disfruta de lo que ocurre.

—Sí. —Resopló mi madre al otro lado del teléfono—. Eso haré. Pero llama a papá cada día. Yo también lo llamaré, y si Mónica y Alfredo también lo llaman, pues estará distraído. No se sentirá abandonado.

—Nos mandará a paseo si lo llamamos tantas veces. Nosotros ya nos hemos asignado un día cada uno para llamarlo. Tú hazlo cuando quieras, por las noches, por ejemplo, pero no te agobies ni le agobies.

—¡Lola, que nos toca! —escuché a Encarna cómo la reclamaba.

—Cuelgo, que tengo que colgar —dijo mi madre—. Gracias, cariño. Te quiero.

—Y yo a ti.

Capítulo 6

 

EXPERIENCIA Y DOCUMENTACIÓN

 

 

 

 

Antes de dar una buena charla hay que documentarse bien. El domingo por la mañana repasé algunos apuntes de mis años de facultad, me leí un par de artículos sobre inteligencia emocional, otro sobre relaciones sentimentales y me tragué varias charlas sobre empoderamiento, libertad y confianza en uno mismo que encontré en YouTube. La bibliografía dejaba bastante que desear, pero necesitaba información urgente; no quería presentarme a la cena sin estar preparada.

Mi padre había superado con buena nota la primera noche de abandono consentido y mi madre nos inundó el chat familiar con mil fotos de Encarna y ella en el avión, en el aeropuerto de Gran Canaria recogiendo las maletas, subiendo al taxi, llegando al apartamento, comiendo sus primeras papas arrugás y de cada acción realizada en aquel breve periodo de tiempo que había transcurrido desde su marcha.

Llegué la última al italiano, para no perder la costumbre, y lo primero que recibí fue una bronca de Mónica.

—Dijimos superpuntuales a las nueve. Son y veinte.

—Lo siento —dije en mi defensa.

—Sí, eso ya lo sabemos, siempre lo sientes. El día que aprendas que si actúas de otro modo no tendrás que pedir disculpas de forma constante, ese día…

—Ese día lo sentiréis vosotros porque me habré muerto —la corté con crueldad.

—Déjalo, Mónica —le pidió Alfredo. Mónica cerró la boca y echó la furia contenida por la nariz, como un búfalo.

Leímos la carta a pesar de conocerla de memoria y coincidimos los tres en platos muy calóricos. Tal vez, sin saberlo, el cuerpo nos pedía energía para resistir a las emociones que estaban por llegar.

—No voy a andarme con rodeos ni espero que lo entendáis —dijo Alfredo—. Tengo un lío con Carlota.

Silencio absoluto.

—No es coña —continuó Alfredo para derribar con palabras el tabique invisible que había levantado él solito—. Nos enrollamos un día en su consulta hace algo más de un año.

—¿Carlota la dentista? ¿Mi amiga Carlota? —preguntó Mónica, alucinada.

—Sí.

—¿La mujer de Óscar? —siguió Mónica para disipar cualquier duda.

—Os lo tendría que haber contado hace tiempo. Es que es raro de contar, pero sí, estamos juntos.

—Juntos, juntos… no estáis —dije tras superar el impacto—. Ella está con Óscar y tú con Susana. Lo vuestro es cosa de ratitos, que es diferente.

—¿Por qué no dais el paso y os juntáis de verdad? —preguntó Mónica con la intención de aliviar condenas.

—Porque no nos queremos —aclaró mi hermano—. Lo nuestro es solo sexo. Sexo del bueno. Y ya está. No nos soportaríamos ni tres días. Yo quiero a Susana y ella a Óscar. Ya se nos pasará. La verdad es que no imaginábamos que la cosa duraría tanto.

—¡Qué fuerte! —exclamó Mónica—. Si Susana se entera se morirá del disgusto.

—No se ha enterado hasta ahora y si no cantáis seguirá sin enterarse —dijo Alfredo.

—Eso no depende solo de ti. Puede que Carlota cometa algún error o que os vea alguien algún día. ¿Dónde quedáis? —quise saber.

—Vas lista si crees que te lo voy a decir. Cualquier secreto deja de serlo una vez que se comparte.

—Tarde —dijo Mónica.

—Solo os he contado un hecho. No pienso daros más información. Resulta que tenías razón —dijo Alfredo mirándome a mí—. Las relaciones no son estables y en los descensos de pasión las ganas por reencontrar lo perdido se aceleran y si dan con la fuente de energía precisa es imposible no detenerse a repostar.

—Podrías haberte esforzado en reparar el surtidor que tienes en casa —dijo Mónica.

—Uf, qué va. Ese está demasiado seco.

—Pues encárgate tú de que aparezca humedad donde haga falta —le recriminó.

—¿Te crees que no lo he intentado? Venga ya, Moni. No soy un canalla que vaya frotándose con cualquiera. Carlota es la única y surgió sin buscarlo. Estaba ahí en el momento justo.

—¡Qué asqueroso! Pobre Óscar. Es muy buen tío. Y pobre Susana —dijo Mónica sin ocultar su decepción.

—Ya lo sé —dijo Alfredo—. Si Óscar y yo nos llevamos genial; una cosa no quita la otra. Es más, si no me hubiese liado con Carlota, entonces sí que Susana y yo nos habríamos separado. Se habrían roto nuestras parejas y, en su caso, una familia; que ellos tienen tres hijos. Pero nuestra aventura ha salvado nuestros matrimonios. Ahora ya no entramos en casa de mal humor. No acumulamos tensiones que le amarguen la existencia a nadie. No hay reproches. No hay dolor porque no hay negativas. Y no hay negativas porque ya no pedimos lo que tanto echábamos de menos. Vamos bien servidos.

Alfredo nos dio una buena lección. No debíamos juzgarlo sin conocer la versión al completo. Sin conocer bien a Carlota ni a Óscar. Incluso, tal vez, tampoco conocíamos lo suficiente a Susana a pesar de que formaba parte de nuestra familia desde hacía más de seis años.

No me atreví a exigirle que buscase una solución a su vida de pareja porque ya lo había hecho. Nadie sufría. Al menos de momento. Así que callé. Necesitaba más información para poder aportar otros recursos de acción que fueran más lícitos.

A veces el amor no tiene nada que ver con el sexo y la convivencia dentro del hogar familiar puede resultar más llevadera sin exigencias de desnudez. Debería haber un epígrafe al respecto, algo, una breve cita que alertase de las posibles averías por el deterioro de la pasión. No se trata de justificar la infidelidad, pero, a falta de más detalles, la aventura de Alfredo era la pieza de recambio para mantener en marcha el motor de su matrimonio. Me pareció un argumento raro e interesante, la verdad. Todo depende a veces del punto de vista y del lugar que le toque ocupar a cada uno en cada escena de la vida. Si somos capaces de aceptar que cada persona es distinta, deberíamos entender que ninguna relación será igual a otra. Las películas de amor, los poemas apasionados, las canciones sentimentales y los libros románticos han marcado de manera muy profunda a la humanidad. Se generan anhelos que por un lado pueden motivar, pero que por otro pueden frustrar, herir e incluso matar.

Capítulo 7

 

EXIGENCIAS A DESTIEMPO

 

 

 

 

Apenas pude dormir de tanto pensar en Alfredo y Susana. En lo que debía haber pasado o dejado de pasar entre ellos para que él se distanciara tanto como para embarcarse en algo tan arriesgado. La infidelidad es la causa más sonada de ruptura. Pocas parejas logran superarla, porque siempre queda esa duda que corroe. La desconfianza domina sobre el buen comportamiento posterior y el traidor pierde determinado valor emotivo para siempre. No digo que no pueda ser perdonado y consiga otra oportunidad tras aplicar con mucho esmero el empaste adecuado de amor necesario, ese que es capaz de restaurar la grieta abierta. Pero no deja de ser un parche. Una cicatriz oculta de cara a la galería capaz de brillar en la oscuridad. En esa negrura donde cohabitan el rencor y el miedo a la reincidencia. Por eso la infidelidad se oculta. Se disfraza con excusas y, la mayoría de las veces, la parte pérfida de la historia la justifica como consecuencia inevitable a la pasión no correspondida. «La culpa siempre es del otro», solía decir mi abuela. Hacía una breve pausa y añadía: «Menos cuando se es culpable».

¿Cómo podía compaginar Alfredo las dos relaciones sin que nadie notase nada? Yo no estaba enfadada como Mónica, que imagino que supo vestir las pieles de Susana y de Óscar. Yo estaba sorprendida. No lo habría sospechado nunca de él. Siempre tan atento a su mujer amada. Tan pendiente de su aprobación y va y resulta que se la estaba pegando con una amiga común. Seguro que aquello aumentaba el morbo cada vez que quedaban los cuatro para cenar. Seguro que hay miles, qué digo miles, millones de parejas en la misma situación. Y la tonta de Susana, feliz, pensando que habría ganado la batalla. Que su maridito, mi querido hermano, habría sabido aceptar sus negativas; esa distancia cada vez mayor entre sus cuerpos desnudos. Pensaría que lo habría domado lo suficiente para que se conformara con un beso seco de buenas noches y un polvo mediocre de vez en cuando. ¿Cómo se puede ser tan ingenua?

Una de las lecciones más bien aprendidas que poseo es la charla que nos dio Alfredo a Mónica y a mí sobre los impulsos, deseos y necesidades sexuales de los chicos a partir de la pubertad. En cuanto Mónica se echó el primer noviete nos advirtió: «La gran mayoría solo pensamos en follar. Cuantas más veces y con más gente, mejor. El resto son artimañas para conseguirlo». Y eso lo dijo a los diecisiete años. Lleno de granos, con la cara transformada después de pasar por el proceso picassiano adolescente y la voz mutada. Yo me lo tomé como un buen consejo de hermano mayor a mis recién estrenadas doce primaveras y se lo agradecí, aunque no lo acabara de entender. Unos cuantos veranos después, con la misma edad que tenía Alfredo cuando nos regaló su advertencia, leí Cuatro amigos de David Trueba y entendí aquel consejo. Sentí que había realizado un buen máster en instintos sexuales y, sin pretender generalizar porque cada cual es como es y el deseo no entiende de género, si recomendasen este libro en bachillerato, su lectura ahorraría unas cuantas decepciones al personal.

Una confía en la fidelidad de su pareja cuando decide arriesgarse en la convivencia. Es un pacto íntimo que no requiere firmas de curas, jueces ni testigos. No se trata de perder la libertad. La libertad es haber podido elegir a esa persona para compartir tu tiempo con el suyo. Y digo tiempo, no vida. Respeto, tolerancia, comprensión, amor y sexo. Si falla una te arriesgas a perderlo todo o, lo que es peor, te condenas a una amargura eterna.

Pensé entonces en Iván. Nuestra pasión había sido de muy buena calidad. No solíamos recrearnos en los preludios, pero alargábamos el desenlace al máximo. Gritábamos, nos arañábamos. Sudábamos como animales con sonrisa triunfante al alcanzar el gran premio del placer.

Jamás le fui infiel y dudaba de que él me hubiese puesto los cuernos alguna vez. No al menos por andar hambriento de orgasmos. Si lo hizo sería por otra razón. Por dar con alguien mejor; diferente; más diestra en la cama; más caliente aún. O quizá animado por algún amigo borracho en alguna de sus juergas «sanas para toda relación», como él las llamaba. Yo no recuerdo haberle dado negativas a ninguna de sus propuestas eróticas; tampoco es que fueran muy descabelladas. No sé…, entre nosotros falló algo. Nos apagamos los dos. Fue la anestesia del desencanto culpa de la rutina. Fue la desquiciante comodidad al saber que siempre saldrá agua si abres el grifo. Y me indignaba no haber sido yo quien hubiese dado el paso. Fui tan egoísta conmigo misma que me privé durante más de dos años de encontrar algo mejor. Por eso no lo odiaba, porque le agradecía la oportunidad que me brindó al marcharse. Tal vez por ese motivo mi ego aceptó seguir amándolo de otro modo. Era amor desde el desamor. Las migajas del cariño restante. Y mi conciencia agradecida sentía que le debía una.

Lo que no pensé en aquel momento fue que Iván tuviese la cara de exigirme el pago de dicha deuda sin cumplir el plazo que conllevaba semejante concesión emotiva.

—¿Tiraste mis cosas? —me preguntó casi un mes después de haberme plantado.

—Me ordenaste que lo hiciera.

—Pero ¿lo has hecho? —insistió desde cualquier lugar con su boca pegada al móvil. Casi podía percibir su aliento. Lo recordaba dulce; con olor a caramelo.

—Sí, lo hice. ¿Por?

—Ya te vale, Amaia. Nunca haces ni puñetero caso de nada de lo que te digo y justo esta vez has tenido que ser rápida y eficiente.

—Han pasado semanas. ¿Qué quieres ahora?

—Olvidé algo importante e irremplazable.

—Pues lo siento. Lo coloqué todo en cajas y lo dejé al lado de los contenedores de la esquina.

—Vaya, muchas gracias por las molestias en ofrecerme un anonimato digno.

—¡Tendrás morro! Me dijiste que tirara tus cosas. Te largaste sin dar una explicación.

—Tampoco me la has pedido. Y tirar no es dejar al lado del contenedor en cajas. Ahí cualquiera puede hurgar y dar con algo íntimo que me pertenece.