Parzival - Wolfram von Eschenbach - E-Book

Parzival E-Book

Wolfram von Eschenbach

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Beschreibung

Junto con el Fausto de Goethe y el Cantar de los Nibelungos, el Parzival de Von Eschenbach se erige como uno de los principales mitos de la cultura alemana. Del interés que suscitó en su momento esta obra nos hablan los más de ochenta manuscritos conservados. Un interés que no ha dejado de aumentar con los años, generando una ingente bibliografía que, junto con la ópera de Wagner, ha tratado de esclarecer los enigmas que encierra este texto. Este poema de casi 25 000 versos representa el último y esencial eslabón del ciclo novelesco en torno al grial. Wolfram von Eschenbach (Eschenbach, actual Baviera, ca. 1170-ca. 1220), destacado caballero alemán reconocido como uno de los mayores poetas épicos de su época, completa la historia que Chrétien de Troyes dejó inacabada a finales del siglo XII e introduce una transformación simbólica que afecta a todo el sentido de la leyenda: el grial ya no es una copa de efectos maravillosos ni el cáliz de la Última Cena, sino una piedra mágica caída de la corona de Lucifer en el momento de su derrota. Además, la ampliación del argumento y la nueva complejidad de los personajes hacen de Parzival una de las grandes creaciones épicas de la Edad Media y quizá de todos los tiempos.

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Seitenzahl: 786

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: junio de 2025

Título original: Parzival

En cubierta: Ulrich von Lichtenstein. Códice Manesse (Cod. pal. germ. 848), Biblioteca de la Universidad de Heidelberg

Diseño gráfico: G. Gauger

© De la introducción, traducción y notas, Antonio Regales

© Del epílogo, René Nelli y Slatkine Reprints

© De la traducción del epílogo, María Tabuyo y Agustín López

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-87688-14-1

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

IntroducciónANTONIO REGALES

Nota sobre la traducción

PARZIVAL

Libro primero

Libro segundo

Libro tercero

Libro cuarto

Libro quinto

Libro sexto

Libro séptimo

Libro octavo

Libro noveno

Libro décimo

Libro undécimo

Libro duodécimo

Libro decimotercero

Libro decimocuarto

Libro decimoquinto

Libro decimosexto

Notas

Bibliografía

Epílogo: El Grial en la etnografíaRENÉ NELLI

IntroducciónAntonio Regales

El Parzival, de Wolfram von Eschenbach, es un excelente ejemplo del interés que suscita la Edad Media para el hombre de nuestros días. Con el Fausto, de Goethe, y el Cantar de los Nibelungos constituye uno de los principales mitos de la cultura alemana. Del interés que suscitó en su tiempo nos hablan los más de 80 manuscritos conservados (16 de ellos completos), algo inaudito para una obra medieval en una lengua vernácula. También fue uno de los primeros libros editados por la imprenta (1477), una de las primeras obras medievales traducidas (por Johann Jakob Bodmer, en el siglo XVIII) y uno de los primeros textos editados con criterios modernos (por Christian H. Myller, en 1784, y, ya críticamente, por Karl Lachmann, en 1833). No obstante, a pesar de la ingente bibliografía que se le ha dedicado desde las más diversas ramas del saber, sigue guardando celosamente muchos de sus principales misterios.

Nada sabemos seguro de Wolfram von Eschenbach, que no es citado en ningún documento fuera de su propia obra. Suele aceptarse que nació en la pequeña ciudad que hoy se llama Wolframs-Eschenbach (Franconia). Allí tenían posesiones los condes de Wertheim, citados en el Parzival. La lengua de la obra es francón central, con elementos bávaros. Según la Ehrenbrief (1462) del poeta Jakob Püterich von Reichertshausen, en Eschenbach se encontraba por entonces su tumba, algo que confirma también en 1608 un ciudadano de Nuremberg llamado Hans Willhelm Kreß. Pero parece probable que esa tumba fuera inventada por los señores de Eschenbach, familia de la baja nobleza que aparece documentada a partir de 1268, en época de la mayor fama de nuestro autor. Algunos conceden mayor importancia a un pasaje en el que Wolfram se cuenta entre los bávaros, y le asignan ese origen.

Por complejos razonamientos de cronología comparada entre varios autores medievales, junto con algún dato histórico que figura en su obra, se suele fijar la vida de Wolfram entre 1170 y 1220, y la elaboración del Parzival entre 1200 y 1210.

Aunque se suele decir que Wolfram era noble, no hay datos precisos sobre su adscripción estamental. En el famoso Códice Manesse, que recoge lo esencial de la poesía lírica alemana medieval, figura ciertamente con un blasón (con dos hachas verticales), pero ese códice procede del siglo XIV, cuando el autor del Parzival ya era leyenda. Algunos de los mejores conocedores de Wolfram no consideran determinante su frase, en el segundo libro del Parzival, «schildes ambet ist mîn art», que parece significar «propio de mi ser es el oficio de las armas», y no «soy por nacimiento un caballero», como ha solido entenderse tradicionalmente.

Aunque a un autor tan irónico y caprichoso como Wolfram casi nunca hay que tomarlo al pie de la letra, es probable que, según nos cuenta, los ratones no tuvieran mucho que comer en su casa. La propia vida del escritor era entonces particularmente difícil, pues la adquisición del manuscrito fuente, el pergamino, la tinta, las copias o las pizarras de cera costaba mucho. Hasta Jean Paul, en el siglo XIX, los escritores dependían en Alemania de la generosidad de los mecenas. Después se enfrentaron con la dura realidad del mercado. Entre los probables mecenas de Wolfram cabe destacar al conde Hermann de Turingia (citado en el Willehalm), a uno de los barones de Durne y a uno de los condes de Wertheim.

Además del Parzival, Wolfram escribió dos obras narrativas en verso. El Willehalm trata del encuentro del cristianismo y el paganismo en el sur de Francia; el Titurel, de una historia de amor que termina trágicamente. De su producción lírica se conservan cinco albas y cuatro canciones de amor, todas ellas en el estilo propio del autor.

La educación de Wolfram fue discutida mucho tiempo. La expresión del Parzival «ine kan decheinen buochstap» fue tomada literalmente por muchos («yo no sé ni una letra»), con lo que convirtieron a nuestro autor en analfabeto.

En realidad, Wolfram tiene una cultura amplia, aunque autodidacta. Ello no quiere decir, por el otro extremo, que todos los ingredientes de teología, derecho, geografía, historia, astronomía, magia, botánica, mineralogía, etc., que aparecen en el Parzival, supongan unos conocimientos sólidos en esos campos. Más bien parece que se trata de conocimientos de segunda mano o de ideas recibidas del clérigo asesor de la corte. Por lo demás, Wolfram se siente con razón orgulloso de su oficio de poeta.

En cualquier caso, nuestro escritor dominaba suficientemente el francés y, quizá, también el latín. Muchos de los errores que se le han atribuido en la traducción de la fuente francesa no lo son en realidad, sino que buscan determinados rasgos estilísticos y efectos en sus oyentes (creación verbal, dislocación de los nombres, efectos grotescos o cómicos). Y muchos errores ciertos son comunes en la época, pues no existían diccionarios para poder evitarlos.

En conexión con el problema de la formación de Wolfram está el de las fuentes del Parzival.

Wolfram conoce muy bien las obras de Heinrich von Veldeke, Hartmann von Aue y Walther von der Vogelweide, a los que cita expresamente. También demuestra conocer la Kaiserchronik, el Straburger Alexander, el Tristrant, de Eilhart von Oberg, el Cantar de los Nibelungos y la poesía de Reimar. Es evidente que conocía también el Rolandslied, el Eraclius, de Otte, y la enciclopedia denominada Lucidarius. Por ciertas alusiones, cabe imaginar que tampoco desconocía otras obras de la literatura alemana de su tiempo. Por otro lado, Wolfram utiliza las obras de Chrétien de Troyes (Perceval, Erec et Enide, Lancelot, Cligés), así como otras de la literatura francesa medieval (en particular, el Roman de Thèbes, Athis et Prophilias, Tristan, de Tomás de Bretaña, y Roman de Brut, de Wace).

El problema principal de las fuentes es que Wolfram se distancia expresamente de Chrétien y cita en seis ocasiones al provenzal Kyot como fuente verdadera. Flegetanis, un investigador pagano, habría escrito el manuscrito en árabe, que Kyot habría hallado en Toledo. Ahora bien, todos los esfuerzos por encontrar un Guiot o Guizot semejante han resultado baldíos, por lo que dentro de la Filología Alemana predomina hoy la idea de que se trata de una invención de Wolfram, quizá para defenderse de la fama, que le atribuían sus contemporáneos, de poeta demasiado libre en el seguimiento de las fuentes.

La fuente principal del Parzival es el Perceval le Galois o el Conte du Graal, de Chrétien de Troyes, que consta de 9.234 versos y carece de final. Con sus 24.810 versos el Parzival constituye una de las obras más extensas de la literatura medieval alemana y se distancia notablemente del texto francés. La obra de Wolfram no es una versión libre de la de Chrétien, sino una obra nueva, que puede y debe estudiarse también como una obra autónoma. Con razón se considera a Wolfram como uno de los autores más originales de la Edad Media. Las propias fuentes de Chrétien son básicamente desconocidas, aunque se piensa que se sirvió del material céltico transmitido por recitadores franceses. Wolfram aumenta unos episodios, acorta o suprime otros y añade algunos totalmente nuevos. También cambia los nombres y los caracteres de los personajes. El Perceval es para él como un guión, a partir del cual escribe su propia obra. Los contenidos principales que toma de Chrétien son la dualidad del mundo artúrico y del Grial y la dualidad de los protagonistas (Gawan y Parzival). Las diferencias principales están en la pintura de los caracteres, en la reflexión filosófica, religiosa y política y en el estilo.

No se sabe si Wolfram utilizó algún texto francés para completar lo que falta en la narración de Chrétien (el final y los antecedentes de la historia). Sí parecen advertirse influencias de la propia literatura alemana. Por ejemplo, en los dos matrimonios de Gahmuret podría haber recibido la idea de la Eneida, de Heinrich von Veldeke. Las fuentes latinas —Liber lapidum, de Marbod, Polihistor, de Solino, y la Crónica de Guillermo de Tiro— probablemente solo llegaron a él por divulgaciones o por asesoramientos.

En cuanto a la forma de trabajo, lo más probable es que Wolfram escribiera (o dictara para que escribiera otro) en pizarras de cera y que un escriba pasara luego los versos al pergamino. Hay razones formales para creer que se utilizaban pizarras de 30 versos.

Para comprender la originalidad del Parzival en toda su extensión es preciso confrontarlo, siquiera brevemente, con las otras obras de la literatura precortesana y cortesana alemana.

El marco histórico (aproximadamente desde 1170 a 1230) es sumamente agitado. Es el mejor reflejo de la llamada anarquía feudal. Rige ampliamente el derecho del más fuerte. La sociedad está sumida en una grave crisis política y religiosa. Los emperadores alemanes tratan de imponer su dominio frente a los señores territoriales y frente al papado, que pretende a menudo el poder universal. Frente al poder de la Iglesia, cada vez más secularizada, se producen movimientos de seglares que pretenden volver a las raíces del cristianismo y hablar directamente con Dios, sin intermediación de la Iglesia. También aparecen sectas, como las de los cátaros o los valdenses, que minan el propio edificio teológico de la Iglesia. Las cruzadas proporcionan una nueva y más tolerante visión de las sociedades paganas.

En ese contexto la literatura alemana precortesana y cortesana cumple una función muy distinta a la de la etapa anterior. Si antes era un privilegio de los clérigos y se nutría principalmente de los textos religiosos, ahora es un exponente de las pretensiones culturales de la nobleza feudal. En una época de crisis, se trata de presentar un programa, un ideal, por utópico que parezca. En la práctica, esta literatura, originariamente promovida por la baja nobleza, acabó por presentar un modelo atractivo para todos los nobles y para el propio emperador. Si bien se mira, se trata de una literatura «didáctica», al servicio de los intereses de la nobleza feudal. El caballero, con todas sus virtudes, era algo que los nobles debían imitar. Era como un espejo que se oponía a la triste realidad de aquel entonces.

Pero antes de que aparezca este tipo de héroe en la literatura clásica cortesana, tenemos otros modelos. El héroe de las leyendas de santos es un modelo de comportamiento religioso. El héroe de la literatura precortesana —el del Rolandslied o el del König Rother, por ejemplo— se diferencia aún bastante del de la literatura cortesana. Es cierto que tiene ya algunas características similares, como las virtudes guerreras o la fuerza del amor, pero se diferencia, con todo, esencialmente de él. Además de ser más refinado y estar más orientado al mundo terrenal, el héroe cortesano lucha por metas individuales, no para realizar la idea de poder de un soberano. No se trata ahora, como antes en el Rolandslied, de cumplir los designios de Dios convirtiendo por la fuerza a los españoles, paganos y de costumbres libidinosas, con lo que se legitimaban las ambiciones imperialistas de Carlomagno y sus sucesores, sino de conseguir la gloria y la felicidad de cada cual.

Chrétien o Hartman von Aue (Erec, Iwein) no presentan un héroe perfecto desde el principio, sino un protagonista que, a través de unas aventuras y de unos conflictos personales, va convirtiéndose en ese héroe. El rey Arturo es solo primus inter pares. Su corte no es prestigiosa por su poder ciego y absoluto, sino por el prestigio individual alcanzado por sus miembros.

En el Parzival el mundo del Grial se opone esencialmente al de la Tabla redonda. Es un mundo superior, como se evidencia en que Gawan, representante del mundo artúrico, es secundario respecto a Parzival y en que este, después de ingresar en la Tabla redonda, dirige todos sus esfuerzos a culminar su vida ingresando en la comunidad del Grial.

Mientras que en el Erec y en el Iwein solo se ofrece una humanización de los usos y abusos de la nobleza, y prácticamente sin problemática religiosa, en el mundo del Grial, tal como lo pinta Wolfram, se encuentra toda una respuesta, aunque utópica, a los grandes problemas de su tiempo. Se defiende aquí la idea de un imperio fuerte, cuya función sería asegurar la justicia y la paz, y la de una sociedad secularizada, en la que los ciudadanos hablan directamente con Dios sin pasar por el tamiz de la Iglesia.

La sociedad del rey Arturo es al principio caótica y adquiere su máximo prestigio tras la victoria de Gawan en la aventura del Schastel Marveile. Arturo funciona entonces en su verdadero papel: como conciliador. La comunidad del Grial tiene en común con la de la Tabla redonda el boato, la educación y el código caballeresco. Pero la diferencia es esencial, pues la comunidad del Grial está dirigida directamente por Dios, que manifiesta su voluntad en las inscripciones del propio Grial. Wolfram parece haberse inspirado aquí en los templarios, a los que les estaba prohibido entonces el amor a la mujer. El principio del Grial no es la aventura, como en la Tabla redonda, sino la humildad, como en muchos movimientos religiosos de la época.

Muy llamativa también es la ausencia de la Iglesia en el Parzival. No se nos llega a decir si Parzival es bautizado y educado cristianamente por su madre, que ni siquiera le ha explicado en un principio quién es Dios. Los matrimonios se realizan en el lecho, no en la iglesia. Y así podríamos seguir aportando ejemplos. No obstante, la cuestión religiosa es tan esencial para la obra como lo era para la sociedad de su tiempo. Se trata, sencillamente, de ese otro tipo de sensibilidad religiosa a la que hemos hecho referencia.

Especialmente controvertido ha sido también el tema de la culpa o del pecado de Parzival, un tema, como tantos otros en la investigación de la obra, particularmente difícil. La culpa principal de Parzival es no haber hecho a Anfortas la pregunta sobre su salud. Visto teológicamente, sin embargo, esto no era un pecado mortal, entre otras cosas porque no había consciencia de actuar mal. Este requisito falta incluso en otros casos llamativos, como en la muerte de su pariente Ither, que recuerda el mito de Caín y Abel, o en la muerte de su madre, que no puede resistir la idea de que Parzival quiera ser caballero. Hay quien, no obstante, ha visto en la omisión de la pregunta un pecado contra la caridad cristiana. Otros se inclinan por una falta contra la fidelidad feudal. Hay quien pone el acento en el odio contra Dios que manifiesta Parzival. Otros ven la culpa, más bien, en la muerte de Ither, que va en contra del código de la caballería. Por mi parte, creo que en las culpas de Parzival se dan, en distinto grado, tres ingredientes: primero, la culpa general del hombre, heredada del pecado de Adán (no por casualidad le habla de ella Trevrizent); segundo, la ignorancia (especialmente llamativa en la juventud); y, tercero, las transgresiones de hecho, religiosas y del código ético de la caballería. Chrétien se centra en la aventura religiosa y deja en segundo plano la caballeresca. Aunque al faltar el final del Perceval no sabemos cómo resolvería el conflicto entre el hombre religioso y el caballero, algunos de sus sucesores se inclinaron por la victoria del comportamiento religioso: el reino de Arturo acaba destruido por sus pecados. Wolfram, sin embargo, propone una armonía entre los dos tipos de comportamiento.

El amor es en Wolfram el hilo conductor de todas las aventuras. Pero el amor produce también conflictos, odios, violencias, guerras, muertes. El amor puede ocasionar no solo la muerte del individuo, sino de toda la sociedad. Para evitarlo, el amor debe configurarse como una expresión enriquecedora de la fidelidad. Cuando el amor no es correcto, se producen graves desarreglos personales y sociales. El ejemplo principal es el del rey Anfortas, que ama a una doncella en contra de lo establecido por Dios. El amor es de suyo tan fuerte que puede restablecer el orden de las sociedades trastocadas por un amor pervertido. Parzival y Gawan tienen como tareas ese restablecimiento del buen orden social, que es el querido por Dios.

Muy original es Wolfram también en la atención que presta al parentesco, que convierte en algo fundamental de la obra. La mayoría de los incontables personajes del Parzival son parientes. Sin embargo, se establecen claras prioridades: los linajes de Titurel, primer rey del Grial, y Mazadan confluyen solo en Parzival. También se advierte que la línea padre-hijo aparece a menudo perturbada (Arturo pierde a su único hijo; Parzival y su hermano Feirefiz crecen sin padre, etc.). Con frecuencia los parentescos se descubren tarde (por ejemplo, cuando Parzival mata a Ither o cuando lucha con Feirefiz). Cuanto más se sabe de los parientes, mejor se comprende uno mismo. En otro sentido, algunos parientes (como Feirefiz para Parzival) funcionan psicoanalíticamente como proyecciones del propio yo (la lucha contra Feirefiz es la lucha de Parzival consigo mismo).

En conexión con esto desearía apuntar otro rasgo singular del Parzival, que contribuye también a su modernidad: el profundo respeto al paganismo. No solo se trata de episodios aislados, sino de que la obra en su conjunto propone un modelo ideal de sociedad (utópica) en la que los cristianos y los paganos viven en armonía y tolerancia. Oriente y Occidente quedan subsumidos en esa sociedad universal, regida inmediatamente por Dios y orientada a conseguir el orden, la justicia, la paz y el bienestar de todos los súbditos. En la sociedad del Parzival los cristianos y los paganos tienen los mismos derechos. Esta igualdad de derechos queda concretada y realzada al ser hermanos el cristiano Parzival y el pagano Feirefiz. Oriente y Occidente tendrían el mismo tipo de sociedad feudal, la misma cultura y la misma ideología. Es cierto que, al bautizarse Feirefiz y extender el cristianismo en Oriente, Wolfram parece pensar que la unidad futura se hará bajo el cristianismo; pero ello no quita nada a la idea de tolerancia que distingue a toda la obra. Es el amor fraternal entre Parzival y Feirefiz —y no la Iglesia, siempre ausente— el que simboliza la nueva sociedad universal tolerante. Incluso en el duelo entre los dos hermanos resulta vencedor en todos los sentidos el pagano Feirefiz, algo impensable en la literatura de aquel tiempo.

Wolfram tiene un estilo sumamente peculiar. En realidad, en el Parzival hay dos planos de la narración. El autor no se conforma con contar cosas, sino que interviene con comentarios, noticias y apelaciones al oyente, que queda perfectamente implicado en los hechos. Wolfram cambia a menudo bruscamente de plano. Le gusta sorprender, romper la monotonía. El elemento cómico le sirve también para dar vivacidad al relato. Es un prototipo del narrador omnisciente, que domina toda la narración y sabe engarzar sabiamente las aventuras y los temas y motivos del relato. Wolfram es famoso, por otro lado, por su oscuridad y por su constante juego con el lenguaje. En ninguna otra obra de la literatura alemana se siente el traductor tan desamparado, a pesar de la ingente bibliografía. Wolfram es tan peculiar en el uso del lenguaje, tan oscuro, tan caprichoso y tan elíptico, que a menudo no se sabe a ciencia cierta lo que de verdad quiere decir. Lo que el traductor lamenta es, sin embargo, otro rasgo positivo de originalidad que contribuyó a enriquecer decisivamente la expresión literaria en alemán.

En resumen, el Parzival alumbra incontables caminos que forman parte no solo de la conciencia del hombre medieval, sino también de la del hombre en general y de la de nosotros mismos en particular. Las incontables aventuras de la obra son, en última instancia, los esfuerzos por construir nuestro propio yo y por conocernos mejor.

Nota sobre la traducción

La traducción se basa en la edición crítica de Karl Lachmann (1833), en su sexta y séptima ediciones (1926 y 1952, respectivamente). Se ha mejorado, sin embargo, con algunas pequeñas correcciones de la crítica especializada, en particular las de la edición de Eberhard Nellmann (Fráncfort del Meno 1994).

En esta primera traducción al castellano se han tenido en cuenta la bibliografía especializada, de la que se recoge aquí solo una pequeña muestra, y las traducciones a otros idiomas, si bien ha primado siempre la amorosa dedicación y el fiel respeto al texto original.

Wolfram von Eschenbach, Códice Manesse (s. XIV), fol. 149.

Parzival

Libro primero

Si la desesperación anida en el corazón, nacerá amargura en el alma. Si se unen, como los dos colores de la urraca, el ánimo inamovible del hombre y su contrario, todo será a un tiempo laudable y deshonroso. Este puede estar contento, pues el cielo y el infierno forman parte de él. El inconstante está teñido de negro y termina en el negro color del infierno. En cambio, quien se rige por la constancia se guía por el luminoso color del cielo.

Este ejemplo alado de la urraca parecerá demasiado rápido a los necios, pues no captan su verdadero sentido: se les escapa como una liebre asustada. Sucede como con el espejo y la falsa imagen del mundo que tiene el ciego: ofrecen una imagen fugaz, sin nada detrás. Su turbia luz es inconstante y causa una efímera alegría. Quien me quisiera afeitar la palma de la mano, donde nunca ha crecido un cabello, tendría que hacerlo desde muy cerca y ser muy avispado. Si entonces gritara yo de miedo «¡ay!», eso dejaría claro cuál es mi inteligencia. ¿Quiero encontrar la fidelidad precisamente allí donde esta puede desaparecer, como el fuego en la fuente y el rocío en el sol?

Aún no he conocido a un hombre juicioso que no quisiera saber qué sentido profundo tiene esta historia y qué buena doctrina ofrece. La historia es incansable en lo siguiente: tanto huye como acosa, retrocede como contraataca, conduce a la deshonra como a la honra. A quien domina estas suertes su entendimiento le ha guiado bien. No se quedará sentado, ni errará el camino, ni acertará a desenvolverse bien en cualquier otro lugar del mundo. El ánimo desleal con el prójimo conduce al fuego del infierno y destruye toda buena fama como si fuera granizo. La confianza que ofrece ese ánimo tiene una cola tan corta que no puede evitar la tercera picadura cuando los tábanos caen sobre ella en el bosque.

Estas distinciones no solo van destinadas al varón. A las mujeres les fijo las siguientes metas: la que quiera oír mi consejo tiene que saber a quién dirige su alabanza y su honra, y a quién ofrece después su amor y su virtud, para que más tarde no se arrepienta de su castidad y fidelidad. Pido a Dios que las mujeres honradas sigan siempre la justa medida. La castidad es la corona de todas las virtudes. No necesito pedir para ellas mayor felicidad.

La mujer falsa consigue una falsa celebridad. ¿Cuánto dura una fina capa de hielo cuando recibe el sol de agosto? Con la misma premura se desvanecerá su prestigio. La belleza de muchas mujeres es celebrada por doquier. Pero si su corazón es falso, comparo su valor con el de unos añicos de vidrio engastados en oro. Y, al contrario, no tengo por ninguna menudencia el que alguien engaste un noble rubí en humilde latón con todos sus misteriosos poderes mágicos. Con esto último comparo a la verdadera mujer. Si ella hace justicia a su feminidad, no la juzgaré ni por su color externo ni por la envoltura visible de su corazón. Si tiene un noble corazón dentro de su pecho, no se le negará el premio de un inmaculado prestigio.

Si quisiera tratar detenidamente a la mujer y al hombre —como bien podría hacerlo—, necesitaría una larga narración. Oíd entonces esta historia, que os hablará de amor y de sufrimiento: la alegría y las cuitas van de la mano. Suponed que yo fuera tres personas y que cada una hiciera por su cuenta lo que soy capaz de hacer por mí mismo: aun entonces se necesitaría una extraordinaria fantasía y un gran esfuerzo para contaros entre los tres lo que os voy a contar yo solo.

Os voy a contar con voz nueva una historia que habla de inquebrantables fidelidades, de la verdadera feminidad de una mujer y de la virilidad del hombre que nunca se doblegó ante ninguna dificultad. Dondequiera que luchó, no lo dejó abandonado su corazón. Era como forjado de acero y consiguió en victoriosos combates muchos títulos de gloria. Era valiente y tardó en adquirir la experiencia de la vida. Saludo al héroe, a quien miraban dulces los ojos de las mujeres, cuyos corazones llenaba de añoranza, y quien cuidadosamente huía de toda mala acción. El que he elegido como héroe de esta historia, y a quien sucederán tantos portentos, no ha nacido aún en este punto de mi narración.

Rige hoy, como antes, donde impera e imperaba el derecho de sucesión francés (también sucede en algunos territorios alemanes, como sabéis), el principio de que quien rige el destino del país pueda disponer sin avergonzarse (es cierto, aunque parezca extraño) que toda la herencia del padre la reciba el hermano mayor. Para los hermanos menores era una desgracia que la muerte del padre los privara de los bienes que disfrutaban cuando este aún vivía. Antes compartían lo que ahora poseía solo el mayor. Un sabio estableció que la vejez debe ir acompañada de bienes, pues la juventud tiene muchas excelencias; la vejez, suspiros y penas. Nunca ha habido nada peor que la vejez y la pobreza. Según mi sincera opinión, que los reyes, condes y duques queden desheredados, excepto los hijos mayores, es un uso muy extraño.

Gahmuret, el valiente pero comedido héroe, perdió así los castillos y el país en el que su padre había llevado esplendorosamente cetro y corona, con un gran poder como rey, hasta que cayó muerto en un combate caballeresco.

Se le lloró mucho, pues se había distinguido hasta su muerte por su sentido del deber y por su buen nombre. Su primogénito convocó ante sí a todos los príncipes del reino. Llegaron estos como convenía a unos caballeros, pues esperaban con razón conseguir de él grandes feudos.

Oíd lo que hicieron cuando llegaron a la corte y se les reconocieron sus pretensiones de recibir los feudos. Según les aconsejaba su lealtad, toda la asamblea, ricos y pobres, elevó la petición, modesta pero decidida, de que el rey mostrara a Gahmuret su mayor amor fraternal y se honrara a sí mismo no desheredándolo por completo, sino dejándole un predio, de modo que se pudiese ver que el noble señor podía vivir conforme a su alcurnia y a su estamento libre. El rey se mostró de acuerdo y dijo: «Sabéis pedir con mesura: os concedo esto y más aún. ¿Por qué no llamáis a mi hermano Gahmuret de Anjou? Anjou es mi país: seremos llamados ambos por ese nombre». El noble rey prosiguió: «Mi hermano puede contar con mi constante ayuda, mayor que la que ahora rápidamente le prometo. Debe pertenecer a mi séquito. Os voy a demostrar a todos que los dos somos hijos de la misma madre. Él tiene poco, y yo en abundancia: lo repartiré con él para no poner en juego mi salvación ante Aquel que da y quita con pleno derecho».

Cuando todos los poderosos príncipes supieron que su señor obraba con amor de hermano, fue para ellos un día jubiloso. Todos se inclinaron ante él. Gahmuret no permaneció callado por más tiempo, sino que se mostró conforme, siguiendo la voz de su corazón. Amistosamente dijo al rey: «Señor y hermano mío, si quisiera pertenecer a tu séquito o al de algún otro, habría conseguido una cómoda vida. Mirad, no obstante, mi fama, pues sois fiel y experimentado, y dadme vuestro consejo y ayuda para acrecentarla. No tengo más que mi armadura: ¡ojalá hubiera realizado en ella muchas hazañas que me hubieran traído la fama en tierras lejanas, donde se pensara en mí!». Gahmuret continuó: «Tengo dieciséis escuderos, de ellos solo seis con armadura. Concededme además cuatro donceles bien educados y de alta cuna. No dejaré de darles generosamente parte de lo que consiga. Quiero andar por el mundo. También antes he ido a menudo en busca de aventuras. Si la suerte me es propicia, conquistaré el favor de las nobles damas. Si puedo servirlas, y soy digno de ello, mi inteligencia me aconseja que lo haga con recta fidelidad1. ¡Que Dios me indique el camino de la dicha! Una vez fuimos juntos (entonces gobernaba vuestro reino nuestro padre Gandin) y sufrimos muchos penosos avatares por causa del amor. Vos erais caballero y ladrón, pues sabíais servir por amor y ocultarlo. ¡Ay! ¡Ojalá supiera yo también ahora robar amores! ¡Si tuviera vuestra destreza y consiguiera el favor de las damas!».

El rey suspiró y dijo: «¡Qué pena haberte visto! Con tu despreocupado comportamiento me has partido el corazón y lo volverás a hacer si te vas. Mi padre nos ha dejado a ambos muchos bienes: te cedo la mitad. Siento gran inclinación por ti. Piedras preciosas, oro rojo, hombres, armas, caballos, vestidos... Coge lo que quieras para obrar a tu antojo y para ejercer tu generosidad. Tu arrojo es extraordinario. Si hubieras nacido en Gylstram2 o procedieses de Ranculat3, te tendría, con todo, siempre a mi lado, pues tengo debilidad por ti. Realmente eres mi hermano».

«Señor, me alabáis por necesidad, porque a ello os obliga vuestra noble educación. Ayudadme en la misma medida. Si vos y mi madre queréis repartir conmigo vuestros bienes muebles, mi gloria crecerá y nunca descenderá. Mi corazón, sin embargo, busca las alturas: no sé por qué se excita así, abombando la parte izquierda de mi pecho. ¡Ay! ¿Adónde me lleva mi ansiedad? Lo intentaré, si puedo. Se acerca el día de mi despedida.»

El rey le concedió todo, más de lo que él mismo ansiaba: cinco caballos escogidos y conocidos, los mejores del país, valientes, fuertes, briosos; además muchas preciosas vasijas de oro y numerosos lingotes de oro. Al rey esto no le entristeció nada: llenó a rebosar de piedras preciosas cuatro arcas sobre otros tantos caballos. Los escuderos que se ocupaban de ello estaban hermosamente vestidos y tenían excelentes monturas. Cuando Gahmuret fue hacia su madre y esta lo abrazó muy fuerte, no contuvieron los lamentos. «Hijo del rey Gandin, ¿no quieres seguir a mi lado?», dijo la bondadosa mujer. «¡Ay! Yo te he traído al mundo, y eres también el hijo de Gandin. ¿Está Dios ciego, que no me ayuda, o sordo, que no me escucha? ¿Tendré que padecer nuevas tribulaciones? He enterrado a la fuerza de mi corazón y a la alegría de mis ojos. Si Él me quiere seguir robando, a pesar de ser un justo juez, no es cierto lo que se dice de su ayuda, pues Él, impotente, me ha abandonado.»

Entonces habló el joven señor de Anjou: «Dios os consuele, señora, de la pérdida de mi padre, al que ambos debemos llorar gustosos. De mí nadie os dirá nunca nada que os apene. Voy a países extraños en busca de aventuras caballerescas para conseguir la gloria. Señora, así tiene que ser».

Entonces dijo la reina: «Puesto que prestas tu servicio y tu ánimo al alto amor cortés, querido hijo, no menosprecies los bienes que te doy para el viaje. Ordena a tus chambelanes que vengan a buscar cuatro pesadas arcas de viaje: en ellas hay grandes pieles enteras, aún no cortadas, y muchas preciosas piezas de terciopelo. Querido hijo, hazme saber el momento de tu regreso: con ello me darás una gran alegría».

«Señora, no sé a qué país llegaré. Vaya a donde vaya, habéis obrado noblemente conmigo, como conviene a la honra del caballero. También el rey se ha despedido de mí de una forma que debo agradecer y por la que le tengo que rendir tributo. Por ello, confío plenamente en que lo tendréis en tanta mayor estima, me pase a mí lo que me pase.»

Según nos dice la historia, el intrépido héroe recibió, por el amor de una mujer a la que había servido, un tesoro valorado en mil marcos. Si un judío quisiera aún hoy una fianza, lo aceptaría sin tener ningún motivo para rechazarlo. Se lo envió una de sus amadas. Obtuvo, pues, ganancias por su servicio a la mujer, pero no se curó de sus penas de amor.

El héroe se despidió. Sus ojos no volverían a ver nunca más a su madre, a su hermano y a su país; para muchos fue una gran pérdida. Dio sus sentidas gracias a todos los que antes de partir le habían hecho regalos de cualquier género. Le parecía excesivo. Su buena educación no le movía a pensar que estuvieran obligados a ello. Su ánimo era muy recto. Mas el que se alaba a sí mismo a menudo no es creído: deberían pregonarlo los vecinos y los que hubieran visto sus hazañas cuando estaba fuera del país, pues a ellos se les creería.

Gahmuret se regía por la justa mesura, y no por la suerte. Se alababa poco, recibía paciente los grandes honores y no se dejaba llevar por la simple voluntad. Pero pensaba el valiente que no quería pertenecer a las mesnadas de nadie que llevase corona, fuese rey, emperador o emperatriz, a no ser de aquel que tuviese el mayor poder de todos los países de la tierra. Este deseo estaba vivo en su corazón.

Entonces oyó que en Bagdad existía un gobernante tan poderoso que dos tercios o más de la tierra le estaban sometidos. Su nombre pagano era muy noble: se le llamaba el califa4. Su poder ejercía tal atracción que eran sus siervos muchos reyes con corona y le servían como vasallos. Todavía hoy existen los califas. Así como se practica en Roma la ley cristiana, a la que nos obliga el bautismo, allí se pueden ver las normas paganas. En Bagdad ejercen su derecho papal (lo consideran perfectamente correcto) y el califa les pone la penitencia por sus pecados.

A dos hermanos de Babilonia, Pompeyo e Ipomidón, el califa les tomó Nínive, que había estado antes en manos de sus antepasados. Ellos se defendieron con todas sus fuerzas. Precisamente entonces llegó el joven de Anjou, al que el califa recibió muy amistosamente. Gahmuret, el noble señor, recibió su soldada por servirle. Le permitió ahora llevar un escudo de armas distinto del que le había otorgado Gandin, su padre. El noble héroe, como símbolo de sus deseos, lucía sobre la gualdrapa un ancla, cortada de blanca piel de armiño; los mismos blasones llevaba en el escudo y en el vestido. Más verde que la esmeralda era la gualdrapa de su cabalgadura, del color del ajmardí5. Es esta una tela de seda, mejor que el terciopelo: de ella mandó hacer la guerrera y la capa. Encima se cosieron anclas blancas y se adornaron con cordeles de oro. Pero sus anclas no tocaron tierra firme, ni siquiera los lugares de la costa. Nunca encontraron fondo. El señor tuvo que seguir llevando el peso de este blasón por muchos países, como noble huésped; tenía el símbolo del ancla, pero en ningún sitio se concedía ningún tipo de parada o de descanso. ¿Cuántos países recorrió a caballo o en barco? Si tuviera que jurároslo, os daría mi palabra de caballero: tantos como dice la historia; no tengo más testimonios. Y la historia indica que su fuerza heroica resultó victoriosa en tierras paganas, en Marruecos y en Persia. También venció en otros lugares: en Damasco y en Alepo; por doquier donde había luchas caballerescas, en Arabia y ante la ciudad de Arabí, ganó tal fama que nadie de sus iguales osaba enfrentársele en singular combate. Su corazón ansiaba la gloria: al lado de la suya, palidecía la fama de los otros o incluso quedaba aniquilada. Bien lo sentía el que justaba con él. Se decía de él en Bagdad que su valentía era imparable.

De allí partió hacia el reino de Zazamanc6. Allí todos lloraban a Isenhart, que había perdido la vida por servir a una mujer. Lo había llevado a la muerte la bella y virtuosa Belakane. Esta no le concedió su amor, por lo que él murió de añoranza. Sus deudos lo vengaron, en lucha abierta y con emboscadas. Asediaban a la dama con su ejército. Ella se defendía bravamente cuando Gahmuret llegó a su país, que el escocés Fridebrando había incendiado con su flota antes de partir de allí.

Mas oíd ahora cómo había sido el viaje de nuestro caballero. El mar lo lanzó allí en una tormenta, de modo que a duras penas salvó la vida. Con su velero llegó al puerto, delante del palacio7 de la reina. Muchos dirigieron sus miradas hacia él. En ese momento contempló el campo de batalla. Muchas tiendas de campaña se habían levantado en torno a la ciudad, salvo en la orilla del mar: acampaban allí dos poderosos ejércitos. Entonces mandó preguntar a quién pertenecía la ciudad, pues nunca había oído hablar de ella, ni tampoco ninguno de sus marineros. A sus mensajeros les dijeron que era Patelamunt8. Les habían respondido muy afectuosamente. Le pedían por sus dioses que les ayudara, pues estaban en grandes apuros y luchaban a vida o muerte. Cuando el joven señor de Anjou oyó su penosa situación, ofreció sus servicios por una soldada, como suele hacer un caballero. En caso de no aceptarlo, les pidió que le dijeran por qué otra recompensa habría de sufrir la cólera de los enemigos. Entonces dijeron los enfermos y los sanos, como una sola boca, que le pertenecería todo su oro y todas sus piedras preciosas; todo sería suyo, y podría vivir muy bien como su huésped. Pero él no necesitaba bienes: había traído de Arabí muchos lingotes de oro. Negros como la noche eran todos los de Zazamanc, por lo cual pensaba que una estancia allí se le haría larga. Pero ordenó procurar alojamiento a la tropa: para ellos era un honor ofrecerle el mejor. Las damas seguían en las ventanas y miraban hacia allí: contemplaban con la mayor atención a sus escuderos y la armadura del joven con sus ornamentos.

El generoso héroe llevaba un escudo decorado con armiño y con no sé cuántas pieles de marta cebellina. El mariscal de la reina creyó apreciar en él una gran ancla. No se entristeció en absoluto al verla, pues sus ojos le indicaban que había visto ya antes a este caballero o a su viva imagen. Tenía que haber sido en Alejandría, cuando el califa la tenía sitiada. Nadie había hecho sombra a la gloria del héroe.

El caballero cabalgó contento y tranquilo hacia la ciudad. Mandó cargar diez caballos, que entraron por las calles. Detrás cabalgaban veinte escuderos. Delante se veía a los de a pie, pues los pajes, cocineros y mozos de cocina marchaban a la cabeza del cortejo. Espléndido era su séquito: doce donceles de alta cuna cabalgaban detrás de los escuderos, bien educados y con buenos modales. Algunos eran sarracenos. Después seguían ocho corceles en caravana, cubiertos de cendal. El noveno llevaba la silla del caballero. A su lado, un escudero muy hermoso portaba el escudo que ya he mencionado antes. Detrás de él cabalgaban los trompetas, que también son imprescindibles. Un tambor tocaba su tamboril y lo lanzaba muy alto. Esto no era bastante para el señor, pues cabalgaban también flautistas y tres buenos violeros. Todos ellos iban sin prisas. El propio caballero cabalgaba detrás con su experimentado y famoso timonel.

Todos los habitantes de la ciudad, hombres y mujeres, eran moros y moras. El señor vio muchos escudos rotos, atravesados completamente por las lanzas; colgaban en gran número de las ventanas y de las puertas. Se oían lamentos y gritos, pues se habían sacado a las ventanas, al aire, a muchos heridos, cuando se había traído al médico y no los podía curar. Habían permanecido ante los enemigos. Así sucede al que no quiere huir. Muchos caballos le salieron al encuentro, heridos de lanzadas y de tajos de espadas. A la derecha y a la izquierda vio a numerosas mujeres de piel oscura: eran negras como cuervos.

Su anfitrión lo recibió amigablemente, lo que redundaría después en su beneficio. Era un hombre de gran valentía: con su propia mano había repartido muchos tajos y golpes cuando protegía una puerta. Junto a él encontró a muchos caballeros con los brazos en cabestrillo y las cabezas vendadas. Sus heridas no les impedían combatir. No habían perdido las fuerzas. El burgrave de la ciudad pidió amablemente a su huésped que no se privara de servirse a su voluntad de sus bienes y de él mismo. Lo condujo hasta donde estaba su mujer, que besó a Gahmuret, lo que al caballero le produjo poco contento. Después se marchó a comer. Cuando terminó, el mariscal se fue enseguida hasta la reina y le pidió una gran propina9. Después le dijo: «Señora, nuestras penalidades se han trocado en alegrías. El que hemos recibido es un caballero tan excelente que tenemos que dar gracias a nuestros dioses, que pensaron en nosotros y lo trajeron aquí».

«Ahora dime, por tu fidelidad, quién es ese caballero.» «Señora, es un héroe extraordinario que está al servicio del califa, un Anjou de esclarecida estirpe. ¡Qué poco se preocupa de su vida cuando se le deja atacar! ¡Qué bien esquiva y se vuelve hacia delante! Enseña al enemigo a perder. Lo vi luchar espléndidamente cuando los babilonios intentaban liberar Alejandría y querían expulsar de allí con todas sus fuerzas al califa. ¡Cuántos cayeron en esa derrota! El adorable caballero realizó tales hazañas que sus enemigos no tenían más salvación que la huida. Además he oído contar —y eso debe reconocerlo cualquiera que lo haya visto— que en muchos países nadie goza de mayor fama.»

«Mira a ver cómo lo arreglas, sea como sea, para que pueda hablar con él aquí. Todo el día tenemos tregua. Entonces este héroe podría cabalgar aquí arriba, hasta mí. ¿O debo ir yo allí? Su color es distinto del nuestro: ¡ojalá no le incomode! Me gustaría saberlo antes: si los míos me lo aconsejaran, debería recibirlo con todos los honores. Si desea acercarse a mí, ¿cómo lo he de recibir? ¿Tiene el mismo rango que yo, para que mi beso no sea un beso perdido?»

«Señora, es conocido como de estirpe real: respondo de ello. Noble señora, voy a decir a vuestros príncipes que se pongan ricos vestidos y que esperen ante vos hasta que lleguemos. Decídselo también a vuestras damas. Cuando vaya abajo, os traeré al noble huésped, quien muestra gran cortesía.»

Las palabras no fueron en vano. El mariscal cumplió diligentemente el ruego de su señora. Al punto trajeron a Gahmuret ricos vestidos, que se puso. He oído decir que eran realmente magníficos. Según sus deseos, le cosieron en ellos pesadas anclas de oro arábigo. Acto seguido el caballero, que sabía recompensar el amor, subió a su caballo, que había montado un babilonio en singular combate contra él. Lo había tirado impetuoso al suelo de una lanzada, lo que fue su perdición. ¿Que si su anfitrión cabalgó con él? Sí, él y sus caballeros, y además gustosos. Cabalgaron juntos hasta allí y desmontaron delante del palacio, en el que había muchos caballeros ricamente vestidos. Los pajes de Gahmuret entraron delante de él, de dos en dos y tomados de la mano. Su señor encontró a muchas damas magníficamente vestidas. A la poderosa reina los ojos se le llenaron de pesadumbre cuando vio al de Anjou. Presentaba este un aspecto tan magnífico que, lo quisiera ella o no, abrió al amor el corazón de la reina, que antes había mantenido cerrado por su femenino recato. Anduvo un poco hacia su huésped y le pidió el beso de bienvenida. Ella misma lo tomó de la mano, lo condujo hasta la pared que daba a los enemigos y se sentaron en una amplia ventana, sobre una colcha guateada de terciopelo, que cubría unos suaves cojines. Si hay algo más claro que el día, no era ciertamente la reina. Era muy femenina y tenía buenos modales, pero no se parecía a la rosa humedecida por el rocío, pues era negra. Su corona era un esplendoroso rubí: con su luz se podía ver bien su cabeza. La anfitriona dijo a su huésped que se alegraba de que hubiera venido. «Señor, he oído mucho sobre vuestras virtudes caballerescas. Como tenéis buena educación, no os enojéis si os cuento mis desventuras, que llevo en mi corazón.» «Estad segura de mi ayuda. Sea lo que sea aquello que os amenazaba o amenaza, donde mi mano lo pueda cambiar, estaré a vuestro servicio. Soy un solo hombre, pero todo el que os haga ahora algo, u os lo haya hecho antes, tendrá enfrente mi escudo. Pero esto molestará poco a los enemigos.»

Enseguida dijo educadamente un príncipe: «Si tuviésemos un buen adalid, mal les iría a nuestros enemigos, puesto que Fridebrando se ha ido. Está liberando ahora su propio país. Los parientes del rey llamado Hernant, a quien mató por causa de Herlinde, lo ponen en aprietos y no se arredran. Ha dejado aquí algunos héroes, como el duque Hüteger y su séquito: sus hazañas caballerescas nos han causado gran daño; son diestros y fuertes en el combate. Además, Gaschier, de Normandía, el héroe experimentado y noble, tiene aquí muchos mercenarios. Más aún tiene Kaylet de Hoscurast. Así pues, el rey escocés Fridebrando trajo al país a muchos extranjeros, llenos de cólera; y con él cuatro de su mismo rango, también con muchos mercenarios. Al poniente, allí junto al mar, acampa el ejército de Isenhart con los ojos llenos de lágrimas. Desde que su señor murió en duelo singular, nadie los vio nunca sin un profundo pesar, fuese en público o en privado. La lluvia de lágrimas de sus destrozados corazones los inunda.»

Con modales caballerescos dijo el huésped a la reina: «Decidme, si os place, por qué razón os atacan tan encolerizadamente con toda la fuerza del ejército. Tenéis muchos héroes valientes. Me duele que sean acosados por el odio de los enemigos y se les causen daños».

«Os lo diré, señor, puesto que lo deseáis. Me servía un excelente caballero. Era como una rama con todas las virtudes de la caballería. El héroe era arrojado e inteligente, un verdadero fruto de la fidelidad amorosa. Su educación era un ejemplo para todos. Era más casto que una mujer. Tenía valentía y fortaleza, y no ha existido aún en parte alguna un caballero tan generoso. (Lo que suceda después de nosotros, no lo sé: pueden decirlo otros.) No era versado en villanía. Era negro y moro, como yo. Su padre se llamaba Tankanis, un rey también de gran fama. Mi amado se llamaba Isenhart. Como mujer pequé de inocente cuando acepté su servicio amoroso, pues no le concedí la alegría que anhelaba. Siempre tendré que lamentarlo. Ellos piensan que lo he llevado a la muerte: no sé nada de traición, por mucho que me acusen de ello los suyos. Lo he querido más a él que ellos a mí. No carezco de testigos, con los que lo probaré pronto: la verdad completa la saben mis dioses y también los suyos. Me hizo sufrir mucho. Mi castidad de mujer ha diferido su premio y ha prolongado mi pena. Al conservar yo mi doncellez, el héroe conquistó gran fama mediante hazañas de caballería. Quise comprobar si era digno de ser mi amante. Pronto se vio. Por mí se despojó de su armadura. Lo que se ve allí como un palacio es una gran tienda. La trajeron escoceses a este campo. Después de que el héroe se quitase la armadura, no prestaba atención a su vida. No le importaba su existencia, pues buscaba muchas aventuras sin armadura. Cuando esto sucedía, un príncipe, de nombre Prothizilas, de mis huestes, un valiente, cabalgó en busca de aventuras y no salió de ellas sin daño. En la selva de Azagouc10 libró un combate singular con un valiente caballero, quien le dio muerte y encontró también allí su fin. Era mi amado Isenhart. A cada uno de ellos una lanza le había atravesado el escudo y el cuerpo. Aún lo lamento, desdichada de mí. La muerte de ambos me atormenta siempre. Sobre mi felicidad florece el lamento. No me he entregado aún a ningún hombre.»

Gahmuret pensó que, aunque era pagana, nunca había entrado en el corazón de una mujer mayor feminidad. Su castidad era su bautismo, y también la lluvia de lágrimas que fluía de sus ojos y que la mojó al caer sobre su marta cebellina y sobre su pecho. El dolor era su dicha y una verdadera escuela de sufrimiento.

Ella siguió diciendo: «Por el mar llegó el rey escocés con su ejército, pues era el primo de Isenhart. Debo confesar que no pudieron hacerme más daño que el que había sufrido con este». La dama sollozó muchas veces. A través de las lágrimas miraba a menudo a Gahmuret, ruborizada y con curiosidad. Entonces sus ojos dijeron a su corazón que era realmente hermoso. Sabía distinguir también a los blancos, pues había visto antes a muchos paganos de este color. Al punto surgió entre ambos un fuerte deseo amoroso: ella miraba para allí, él miraba para aquí. Después mandó traer la bebida de despedida. Si se hubiera atrevido, no lo habría hecho. La entristecía que la obedecieran, pues ahora tenían que retirarse también los caballeros, que gustosos hablaban con las damas. La vida de la dama era ahora la propia vida del caballero; él había despertado en ella ese deseo, por lo que su vida era también la vida de ella. Entonces se levantó Gahmuret y dijo: «Señora, os resulto molesto. Llevo ya demasiado tiempo aquí. No me he comportado con mucha cortesía. Soy vuestro servidor y me duele que sean tan grandes vuestras preocupaciones. Señora, disponed de mí. Os vengaré donde queráis. Os prestaré el servicio que os debo».

Ella contestó: «Señor, os creo firmemente».

El burgrave, su anfitrión, se esforzaba por hacerle pasar bien el tiempo. Le preguntó si quería dar un paseo a caballo. «Mirad dónde luchamos y cómo protegemos nuestras puertas.» Gahmuret, el héroe cabal, dijo que le gustaría ver dónde se celebraban los combates caballerescos. Con el héroe cabalgaron hacia abajo muchos caballeros esforzados, unos experimentados y otros bisoños. Lo llevaron alrededor, ante las dieciséis puertas, ninguna de las cuales estaba cerrada «desde que se vengó a Isenhart tan furiosamente. Noche y día se mueve de acá para allá nuestra lucha, sin decidirse. Desde entonces permanecen las puertas abiertas. Ante ocho puertas luchan las huestes del fiel Isenhart. Nos han causado mucho daño. Luchan con saña los príncipes de alto linaje, los hombres del rey de Azagouc». Delante de cada puerta ondeaba sobre las valientes huestes una bandera resplandeciente. En ella figuraba un caballero lanceado, tal como Isenhart había perdido la vida. Sus gentes eligieron ese blasón por él. «En contra de ello, y para mitigar el dolor de nuestra reina, hacemos lo siguiente: nuestras banderas llevan los dos dedos de una mano, en señal de juramento de que ella nunca ha sufrido tanto como después de la muerte de Isenhart, la cual causó realmente gran pesadumbre al corazón de mi señora. Desde que vimos sus banderas, pusimos sin dilación en las nuestras la imagen de la reina, doña Belakane, cuyo amor le produce tanto dolor, cortada de tela negra sobre terciopelo blanco, sustentada por arcos. En lo alto sobre las puertas están nuestras señas. Ante las otras ocho puertas nos acosa el ejército del orgulloso Fridebrando, fuerzas cristianas de más allá del mar. Un príncipe protege cada puerta: sale con su estandarte para luchar. Así hemos hecho prisionero a un conde de Gaschier, quien nos ofrece una gran recompensa. Es el sobrino de Kaylet, y tiene que rendir cuentas de todo lo que nos está haciendo su tío. Raramente tenemos tanta suerte. Entre el foso y sus tiendas hay una extensión de tierra como para treinta ataques de caballo, con solo algunas manchas verdes: allí tienen lugar muchas justas.»

Su anfitrión continuó con el relato: «Un caballero no puede dejar de ir a luchar fuera. Si pierde la vida sirviendo a una dama que le envió allí, ¿de qué le sirve su valentía? Es el arrogante Hüteger. De él tengo que decir algo más: desde que estamos sitiados, el osado héroe se encuentra cada mañana, preparado para luchar, delante de la puerta que está enfrente del palacio. Atravesó muchos de nuestros escudos, por lo que se nos trajeron muchos tesoros de este valiente caballero, que los gritadores de los torneos, al separarlos de las lanzas, consideraron muy valiosos11. Nos ha derribado a muchos caballeros. Es digno de ver e incluso lo alaban también nuestras mujeres. El que es elogiado por las mujeres se hace famoso, tiene la gloria en la mano y la alegría en su corazón».

El cansado sol había recogido sus resplandecientes rayos. Había que poner fin al paseo. El huésped cabalgó con su anfitrión. Encontró preparada la cena. Tengo que deciros algo de las viandas. Se sirvió con buena educación y conforme a las normas de la caballería. La poderosa reina se acercó decidida a la mesa de Gahmuret. Aquí había garzas reales, allí pescado. Había venido para cuidar en persona de que se le atendiese adecuadamente. La acompañaban sus damas. Se arrodilló, para tristeza del caballero, y con sus propias manos le cortó una porción de los manjares. La señora estaba feliz con su huésped. También le dio de beber y se ocupó bien de él. Él se fijaba asimismo en sus gestos y en sus palabras. En una esquina de la mesa estaban sentados sus juglares y en otra su capellán. Miró ruboroso a la señora y dijo muy tímidamente: «No estoy acostumbrado a tanto como me ofrecéis, señora. Nunca en mi vida he recibido semejantes honores. Si os lo puedo decir, hubiera deseado hoy recibir solo la acogida que merezco y que no hubieseis bajado hasta aquí. Si me atrevo a pedíroslo, señora: permitidme vivir modestamente, pues me habéis concedido demasiados honores». Ella no se privó de ir a donde estaban sentados los pajes, de pedirles que comieran en abundancia. Esto lo hizo para honrar a su huésped. Todos estos donceles sentían gran inclinación por la reina. Después la señora no olvidó ir a donde estaban sentados el anfitrión y su esposa, la burgravina. Alzó su copa y dijo: «Te encomiendo a nuestro huésped: su presencia te honra. Os lo pido encarecidamente a los dos». Después de despedirse, volvió ante su huésped. El corazón de este estaba lleno de amor por la dama. Lo mismo le sucedía a ella, como lo pregonaban su corazón y sus ojos, que tan unidos están al amor. Con buenos modales le dijo la señora: «Ordenadme, señor. Haré lo que queráis, pues os lo merecéis. Y dejadme despedirme de vos. Si encontráis aquí todo a vuestra satisfacción, nos alegramos sobremanera». Sus candelabros eran de oro, con cuatro velas, e iban delante de ella. Al cabalgar encontró otros muchos.

Ellos dejaron de comer. El héroe estaba triste y contento. Se alegraba de que se le hubiera honrado tanto, pero le oprimía otra pena: la fuerza del amor, que doblega hasta las conciencias más altivas.

La margravina se retiró rápidamente a sus aposentos. Con todo cuidado y con diligencia prepararon la cama al héroe. El anfitrión le dijo: «Ahora debéis dormir bien y descansar esta noche, pues lo vais a necesitar». Después indicó a los suyos que salieran de la habitación. Las camas de sus donceles se colocaron en torno a la suya, con las cabezas mirando hacia él, como era su costumbre. Había grandes antorchas, que irradiaban claridad al arder. Al héroe le enojó que la noche fuese tan larga. Le hacía perder el sentido la negra mora, la reina del país. Se movía constantemente de un lado a otro como un mimbre, hasta el punto de que le crujían los huesos. Ansiaba la lucha y el amor. ¡Deseadle que se cumpla su anhelo! Su corazón sonaba por los fuertes latidos, pues se hinchaba ansiando entrar en combates caballerescos. El pecho del héroe se tensaba en ambas partes como la cuerda de la ballesta. Sus ansias tenían alas.

El caballero no concilió el sueño hasta ver despuntar el día. Todavía no había clareado. Su capellán tenía que haber preparado ya la misa, que cantó en honor de Dios y de su señor. Después le trajeron la armadura y cabalgó hacia donde se combatía. Entonces montó enseguida en un caballo que sabía hacer bien las dos cosas: ir rápido al ataque saltando diligentemente y obedecer a las riendas y girar y parar. Con su ancla en lo alto del yelmo se le vio ir hacia la puerta. Todos, hombres y mujeres, decían que nunca habían visto un héroe tan hermoso y que sus dioses se le parecían. También le trajeron pesadas lanzas.

¿Cómo iban decorados sus arreos? Su caballo llevaba un peto, para protegerse de los tajos. Encima llevaba una gualdrapa, muy ligera, casi sin peso, de terciopelo verde. También su guerrera y su capa eran de verde ajmardí, tejido en la ciudad de Arabí. No miento a nadie. Las correas de su escudo, con todos sus complementos, tenían ribetes de colores con magníficas piedras preciosas. Acendrada en el fuego y de oro rojo era su bloca. Combatía solo por el premio del amor: la dura lucha le parecía liviana. La reina estaba sentada en la ventana, acompañada de muchas damas. ¡Mirad! Allí está ya Hüteger, donde consiguiera tantas victorias. Cuando Gahmuret vio galopar hacia él al desconocido caballero, pensó: «¿Cuándo y cómo llegó este francés al país? ¿Quién ha enviado aquí a este valiente? ¡Sería un necio si lo tuviera por un moro!».

Picaron espuelas ambos a sus caballos, del trote al galope. Mostraban el arrojo propio del caballero. No hubo engaños en la justa. Por el aire volaron las astillas de la lanza del valiente Hüteger, mas cayó a la hierba detrás del caballo por la lanzada de su adversario. Era algo que nunca le había ocurrido. Gahmuret galopó sobre él y lo derribó. Hüteger sacó varias veces fuerzas de flaqueza y mostró que quería seguir luchando, pero tenía clavada en su brazo la punta de la lanza de Gahmuret. Este le dijo que se rindiera. Hüteger había encontrado a su maestro.

«¿Quién me ha vencido?», preguntó el valiente caballero. El vencedor contestó enseguida: «Soy Gahmuret de Anjou». «A ti me rindo», dijo Hüteger.

Gahmuret aceptó la rendición y lo envió dentro de la ciudad. Por ello lo alabaron mucho las damas que lo vieron. Mas ya venía al galope Gaschier de Normandía, el héroe fuerte y valiente, poderoso justador. El magnífico Gahmuret también estaba preparado para el segundo combate. La punta de su lanza era ancha y el mango robusto. Los forasteros arremetieron el uno contra el otro y Gahmuret evidenció su superioridad. Gaschier cayó al suelo con su caballo y tuvo que rendirse, quisiéralo o no. Gahmuret, el héroe, dijo: «Vuestra mano, que tan bravamente ha luchado, me ha hecho juramento. Cabalgad ahora hasta el ejército de los escoceses y pedidles que terminen con sus hostilidades, si lo tienen a bien. Después seguidme a la ciudad». Todo lo que le ordenó o pidió lo cumplió hasta el final. Los escoceses dejaron de luchar.

Entonces llegó Kaylet al galope. Gahmuret lo esquivó, pues el caballero era su primo. ¿Cómo iba a hacerle ningún daño? El español lo llamó desafiándolo. Llevaba un avestruz sobre el yelmo. El caballero, como os debo contar, iba adornado con una capa de seda, amplia y larga. El campo de batalla resonaba con las campanillas del héroe. Era la flor de toda la belleza masculina. Su belleza no tenía igual, fuera de la de dos que vivieron después de él: Beacurs, el hijo de Lot, y Parzival, que aún no existían; ambos no habían nacido y fueron considerados después como singularmente hermosos.

Gaschier cogió por las riendas el caballo de Kaylet y dijo: «Me siento obligado a deciros que si lucháis con el de Anjou, al que me he rendido, se aplacará mucho vuestra fogosidad. Debéis escuchar mi consejo y, además, mi ruego. He prometido a Gahmuret que os apartaré a todos de la lucha: se lo tuve que jurar en su mano. Dejad por mí vuestras ansias de combate. De lo contrario, os demostrará que es superior a vos luchando».

Entonces dijo el rey Kaylet: «Si es mi primo Gahmuret, hijo del rey Gandin, no lucharé con él. Suelta las riendas». «No os las soltaré hasta que mis ojos no vean vuestra cabeza sin yelmo. La mía aún está aturdida por los golpes.» Entonces Kaylet se desató el yelmo.