Pasado y presente de los verbos leer y escribir - Emilia Ferreiro - E-Book

Pasado y presente de los verbos leer y escribir E-Book

Emilia Ferreiro

0,0

Beschreibung

Reunión de textos destinados a plantear la variada gama de profesiones vinculadas con la existencia misma de la lengua escrita: desde los productores de libros hasta los formadores de lectores, pasando por múltiples roles sociales de intermediación.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 87

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



COLECCIÓN POPULAR 590  PASADO Y PRESENTE DE LOS VERBOS LEER Y ESCRIBIR

EMILIA FERREIRO

Pasado y presente de los verbosleer y escribir

Primera edición, 2001 Segunda edición, 2008 Tercera edición, FCE México, 2016 Primera edición electrónica, 2016

PARA USO DEL PROGRAMA NACIONAL SALAS DE LECTURA

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4613-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

Fui invitada por primera vez a hablar en un congreso de editores en México, en noviembre de 1997. Se trataba del Segundo Congreso Interamericano de Editores, el cual fue brillantemente inaugurado por Carlos Fuentes.

Mi intervención fue tan bien recibida que las representantes de la Cámara Argentina del Libro me ofrecieron casi de inmediato participar en el 26º Congreso de la Unión Internacional de Editores que se reúne cada cuatro años y que tendría lugar en Buenos Aires, en mayo de 2000.

Este congreso mundial, iniciado con una profunda reflexión de Roger Chartier, fue rápidamente dominado por las nuevas tecnologías de la edición y del libro (e-book de Microsoft contra e-ink de MIT).1 Cuando tocó el turno a mi conferencia de clausura, la inicié con la sensación de que ya nadie estaba en condiciones de escuchar un discurso como el que yo había preparado durante varias semanas de reflexión. Grande fue mi sorpresa al percibir, en los primeros 15 minutos, el silencio atento de la audiencia, y mucho mayor cuando los aplausos intensos y prolongados de los editores presentes, puestos de pie, saludaron el final de mi intervención.2Esa recepción inesperada habla bien de los editores, más que de mi presentación. Después de dos días casi enteramente dedicados al international business y a las tecnologías de punta, los editores se sintieron reconfortados por alguien que les recordaba el lado humano del oficio, ubicándolos en los datos elementales de un mundo profundamente marcado por crecientes desigualdades.

Estas dos conferencias, dirigidas a los editores, aparecen reunidas aquí con las ilustraciones utilizadas durante esas presentaciones. Los comentarios a las ilustraciones de textos producidos por niños fueron escritos especialmente para esta edición.

Este volumen incluye otro texto, presentado en el Congreso Mundial de la International Reading Association, también realizado en Buenos Aires, en 1994. Corresponde a la conferencia inaugural de dicho congreso, cuando me fuera otorgada la International Citation of Merit de dicha asociación. Esa reflexión tuvo la virtud de resituar el tema de la diversidad de un modo eficaz, lo cual justifica que haya sido traducida al italiano y al francés (dos lenguas ausentes en dicho congreso).

Agradezco a Enrique Tandeter la oportunidad de reunir estos tres textos, que tienen en común, en mi opinión, dos características.

En primer lugar, en una época llena de solicitaciones para participar en congresos, simposios y reuniones de diverso tipo, no hay tiempo para reflexionar suficientemente sobre lo que se va a decir. Reconozco que no todas mis intervenciones son suficientemente elaboradas. Estas tres sí lo son.

Por otra parte, estos tres textos están destinados a sacudir las conciencias adormecidas. Intentan plantear con rigor y sin fáciles concesiones ciertos problemas que conciernen directamente a esa variada gama de profesionales vinculados con la existencia misma de la lengua escrita (desde los productores de libros hasta los formadores de lectores, pasando por múltiples roles sociales de intermediación). El planteo conciso pero fundamentado de esos problemas tiene consecuencias ideológicas y políticas (política de la edición, política del acceso al libro, políticas para la formación de lectores / productores de textos, etc.). Esas consecuencias no son ni simplistas ni esquemáticas. Pero abren camino (así lo espero) a la acción reflexiva y a la reflexión predispuesta para la acción.

EMILIA FERREIRO

México, noviembre de 2000

LEER Y ESCRIBIR EN UN MUNDO CAMBIANTE*

Hubo una época, hace varios siglos, en que escribir y leer eran actividades profesionales. Quienes se destinaban a ellas aprendían un oficio.

En todas las sociedades donde se inventaron algunos de los cuatro o cinco sistemas de escritura primigenios (China, Sumeria, Egipto, Mesoamérica y, muy probablemente, también el valle del Hindus) hubo escribas, quienes formaban un grupo de profesionales especializados en un arte particular: grabar en arcilla o en piedra, pintar en seda, tablillas de bambú, papiro o en muros, esos signos misteriosos, tan ligados al ejercicio mismo del poder. De hecho, las funciones estaban tan separadas que los que controlaban el discurso que podía ser escrito no eran quienes escribían, y muchas veces tampoco practicaban la lectura. Quienes escribían no eran lectores autorizados, y los lectores autorizados no eran escribas.

En esa época no había fracaso escolar. Quienes debían dedicarse a ese oficio se sometían a un riguroso entrenamiento. Seguramente algunos fracasaban, pero la noción misma de fracaso escolar no existía (aunque hubiera escuelas de escribas).

No basta con que haya escuelas para que la noción de fracaso escolar se constituya. Veamos un símil con una situación contemporánea: tenemos escuelas de música, y buenos y malos alumnos en ellas. Si alguien no resulta competente para la música, la sociedad no se conmueve, ni los psicopedagogos se preocupan por encontrar algún tipo peculiar de “dislexia musical”. Ser músico es una profesión y quienes quieren dedicarse a la música se someten a un riguroso entrenamiento. Y, aparentemente, las escuelas de música, en todas partes, tienen un saludable comportamiento.

Todos los problemas de la alfabetización comenzaron cuando se decidió que escribir no era una profesión sino una obligación yque leer no era marca de sabiduría sino marca de ciudadanía.

Por supuesto, muchas cosas pasaron entre una época y otra, muchas revoluciones sangrientas fueron necesarias en Europa para constituir las nociones de pueblo soberano y democracia representativa. Múltiples transmutaciones sufrieron los primeros textos de arcilla o de papiro hasta convertirse en libros reproducibles, transportables, fácilmente consultables, escritos en las nuevas lenguas desprendidas del latín imperial y hegemónico.

Los lectores se multiplicaron, los textos escritos se diversificaron, aparecieron nuevos modos de leer y nuevos modos de escribir. Los verbos leer y escribir habían dejado de tener una definición inmutable: no designaban (y tampoco designan hoy día) actividades homogéneas. Leer y escribir son construcciones sociales. Cada época y cada circunstancia histórica dan nuevos sentidos a esos verbos.

Sin embargo, la democratización de la lectura y la escritura se vio acompañada de una incapacidad radical para hacerla efectiva: creamos una escuela pública obligatoria, precisamente para dar acceso a los innegables bienes del saber contenido en las bibliotecas, para formar al ciudadano consciente de sus derechos y sus obligaciones, pero la escuela no ha acabado de apartarse de la antigua tradición: sigue tratando de enseñar una técnica.

Desde sus orígenes, la enseñanza de estos saberes se planteó como la adquisición de una técnica: técnica del trazado de las letras, por un lado, y técnica de la correcta oralización del texto, por otra parte. Sólo después de haber dominado la técnica surgirían, como por arte de magia, la lectura expresiva (resultado de la comprensión) y la escritura eficaz (resultado de una técnica puesta al servicio de las intenciones del productor). Sólo que ese paso mágico entre la técnica y el arte fue franqueado por pocos, muy pocos de los escolarizados en aquellos lugares donde más falta hace la escuela, precisamente por ausencia de una tradición histórica de “cultura letrada”.

Surge entonces la noción de fracaso escolar, que es concebida, en sus inicios, no como fracaso de la enseñanza sino del aprendizaje, o sea, responsabilidad del alumno. Esos alumnos que fracasan son designados, según las épocas y las costumbres, como “débiles de espíritu”, “inmaduros” o “disléxicos”.1 Algo patológico traen consigo esos niños, algo que les impide aprovechar una enseñanza que, como tal, y por la bondad de sus intenciones, queda más allá de toda sospecha.

Pero el fracaso escolar es, en todas partes y masivamente, un fracaso de la alfabetización inicial que mal puede explicarse por una patología individual. Una década después, hacia 1970, los estudios en sociología de la educación desplazaron la responsabilidad de la incapacidad para aprender hacia el entorno familiar: en lugar de algo intrínseco al alumno habría un “déficit cultural”. De hecho, una cierta “patología social” (suma de pobreza y analfabetismo) sería responsable del déficit o handicap inicial. Efectivamente, pobreza y analfabetismo van juntos. El analfabetismo no se distribuye equitativamente entre los países, sino que se concentra en entidades geográficas, jurídicas y sociales que ya no sabemos cómo nombrar.

Hoy día no se sabe muy bien cómo clasificar a los países. Antes había “desarrollados” y “subdesarrollados”, pero esta última calificación pareció peyorativa y fue remplazada por un eufemismo: “países en vías de desarrollo”. Pero ¿cuántas décadas puede un país estar “en vías de desarrollo” sin acabar de desarrollarse? (De hecho, muchos de los países que antes parecían estar “en vías de desarrollo” parecen hoy día condenados a estar “en vías de subdesarrollo”.) Hubo una época en que los países se catalogaron en dos regiones: “Primer Mundo” y “Tercer Mundo”, con un supuesto “Segundo Mundo” que nadie asumió como designación adecuada para sí mismo. Y ahora hemos regresado a las coordenadas seudogeográficas: los ejes “Este” y “Oeste” desaparecieron, mientras que “Norte” y “Sur” tienen renovada vigencia (lo que obliga a innegables dificultades propiamente geográficas, tales como ubicar a Australia en el Norte y a México en el Sur). Yo hablaré de “periferia” para referirme a este Sur, que también existe.

Total, que no sabemos cómo clasificar a los países, pero sí sabemos qué es la pobreza. Sabemos —y es inútil que lo ocultemos, porque el Banco Mundial lo sabe y lo dice— que 80% de la población mundial vive en zonas de pobreza. Sabemos que ese 80% conjuga todos los indicadores de dificultad para la alfabetización: pobreza endógena y hereditaria, baja esperanza de vida y altas tasas de mortalidad infantil, malnutrición, multilingüismo. (Sabemos, por supuesto, que ese 80% también es heterogéneo, ya que las desigualdades entre los países se expresan igualmente en desigualdades internas tanto o más pronunciadas.)

A pesar de cientos de prometedoras declaraciones de compromiso nacional e internacional, la humanidad ingresa al siglo XXI con unos mil millones de analfabetos en el mundo (mientras que en 1980 eran 800 millones).

Los países pobres no han superado el analfabetismo; los ricos han descubierto el iletrismo.