Pasión en París - Robyn Grady - E-Book
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Pasión en París E-Book

Robyn Grady

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Beschreibung

Un romance de lo más inesperado El millonario Mateo Celeca no deseaba enfrentarse en sus vacaciones a una visitante inesperada, especialmente a una tan hermosa y misteriosa como Bailey Ross. Ella decía que la abuela de Mateo la había enviado, así que le ofreció un lugar en el que quedarse. Pero de ninguna manera iba a dejar a su "invitada" sola en la mansión. Si Bailey necesitaba un refugio, iría con él… a París. Al estar con Mateo, Bailey olvidó muy pronto las razones por las que había jurado evitar las relaciones románticas. Pero meterse en su cama podría conseguir que revelara todos sus secretos… y que se enamorara de él.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Robyn Grady. Todos los derechos reservados.

PASIÓN EN PARÍS, N.º 1824 - diciembre 2011

Título original: The Billionaire’s Bedside Manner

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-110-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

−Si es un mal momento, sólo tiene que decirlo.

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, Bailey Ross vio al hombre a quien acababa de dirigirse, que debía de ser el doctor Mateo Celeca, volverse hacia ella. Él ladeó la cabeza y la miró a los ojos con tanta intensidad que Bailey se ruborizó. Mamá Celeca había dicho que su nieto, ginecólogo de profesión, era guapo, pero Bailey no recordaba que hubiera mencionado la palabra «despampanante».

Acababa de llegar a aquel exclusivo barrio de Sydney, y había observaba primero el equipaje, colocado ordenadamente junto a la puerta, y después las anchas espaldas del hombre que estaba al lado de las maletas. Mateo Celeca estaba ocupado con su moderno sistema de seguridad y no sabía que tenía visita. Normalmente, Bailey nunca aparecía sin anunciarse, pero aquel día era una excepción.

Al cabo de unos segundos, el doctor sonrió de una manera amable, pero también cautelosa.

−Perdóneme −dijo, con una voz grave que delataba ligeramente su origen mediterráneo−. ¿Nos conocemos?

−No, en realidad no. Pero su abuela debería haberle llamado. Soy Bailey Ross −explicó ella. Tomó aire, y le tendió la mano. Sin embargo, el doctor Celeca la miró con los ojos entornados, como si sospechara algo malo de ella, y a Bailey se le borró la sonrisa de los labios−. Mamá Celeca lo telefoneó, ¿no?

−No, no he tenido ninguna llamada de teléfono −respondió él, y frunció el ceño−. ¿Está bien Mamá?

−Sí, estupendamente.

−¿Tan delgada como siempre?

−Yo no diría que está delgada. Después de disfrutar tantas veces del delicioso pandoro que hace, yo tampoco estoy delgada.

Bailey sonrió, y la expresión de cautela de Mateo se suavizó. Con una desconocida que acababa de aterrizar en el umbral de su lujosa casa de North Shore con una historia mal hilvanada, hecha un desastre después de un vuelo de quince horas, ¿quién no indagaría un poco más? Sin embargo, cualquiera que conociera a Mamá Celeca conocería también su delicioso bizcocho cremoso.

Mateo se cruzó de brazos pacientemente, como si fuera un centinela de guardia ante su palacio, y Bailey carraspeó y se explicó.

−Durante el pasado año he estado viajando por Europa, y pasé los últimos meses en Italia, en el pueblo de Mamá Celeca. Nos hicimos amigas.

−Es una mujer maravillosa.

−Es muy generosa −murmuró Bailey, al recordar el último acto caritativo de Mamá. Aquello le había salvado la vida a Bailey, prácticamente. Bailey nunca podría pagárselo, aunque estaba empeñada en intentarlo.

Al ver que los ojos oscuros del médico se ensombrecían, Bailey temió haber hablado demasiado, y continuó apresuradamente.

−Ella me obligó a que le prometiera que lo primero que iba a hacer cuando volviera a Australia sería venir a saludarlo −explicó, y miró nuevamente hacia el equipaje−. Pero como ya he dicho… no es un buen momento.

Tampoco a ella le serviría de nada entretenerse. Ahora que ya estaba en casa, tenía que pensar en cuál iba a ser su próximo paso. Una hora antes había sufrido un revés; Vicky Jackson, la amiga con la que pensaba quedarse un par de días, estaba fuera de la ciudad. Bailey tenía que encontrar un lugar donde dormir, y una manera de costeárselo.

Mateo Celeca todavía la estaba observando. Después, miró sus maletas.

−Yo también me marcho al extranjero.

−¿A Italia?

−Entre otros lugares. Bailey frunció el ceño.

−Mamá no me lo dijo.

−Esta vez será una sorpresa.

Él hizo girar distraídamente el reloj de pulsera que llevaba, y ella dio un paso atrás.

−Bueno, dele un beso de mi parte −dijo−. Espero que tenga muy buen viaje.

Sin embargo, cuando se volvió para marcharse, él la detuvo agarrándola por el brazo. No la sujetó con firmeza, pero Bailey notó que su mano era cálida y tenía fuerza. El contacto piel con piel fue muy intenso; para Bailey fue como si una llama se extendiera por su sangre. Aquella sensación le dejó un chisporroteo, un calor curioso. ¿Hasta qué punto sería potente el roce de Mateo Celeca si se besaban?

−He sido un grosero −dijo él, mientras bajaba la mano−. Por favor, pase. Mi taxi no va a llegar hasta dentro de un rato.

−No debería…

−Claro que sí.

Él se hizo a un lado y asintió hacia la puerta. Con el movimiento, y Bailey percibió el olor de su loción de afeitar… Tenía notas de madera, y era sutil y masculino. Todas sus feromonas tomaron nota de ello. Sin embargo, aquélla era una razón más para declinar su invitación. Después de todo lo que le había pasado, había jurado que se mantendría apartada de todos los hombres persuasivos y guapos.

Negó con la cabeza.

−No puedo, de verdad.

−Mamá me despellejaría si supiera que no he atendido debidamente a una amiga −dijo él−. No querrá que se enfade conmigo, ¿verdad?

Bailey apretó los labios, movió los pies y, al pensar en Mamá, se rindió de mala gana.

−Supongo que no.

−Entonces, no hay nada más que decir −afirmó él. Sin embargo, de repente debió de sentir dudas otra vez, porque miró a su alrededor−. ¿Acaba de llegar?

−preguntó, y ella asintió. Él miró su mochila−. ¿Y sólo lleva esa bolsa?

Ella sonrió débilmente, y asintió mientras pasaba.

−Viajo ligera de equipaje.

Por su mirada, Mateo Celeca debía de pensar que viajaba demasiado ligera de equipaje.

Mateo observó a su inesperada visitante al entrar con ella en el espacioso vestíbulo de la casa.

«Mona», pensó, mientras miraba su pelo largo y rubio, y su atuendo modesto.

Mateo cerró la puerta con una ceja arqueada.

No estaba convencido.

El movimiento de sus caderas, los vaqueros, la falta de maquillaje, las pocas posesiones… Bailey Ross había descrito a su abuela como una persona muy generosa, y eso era cierto. Últimamente, Mamá se había vuelto una buenaza. Mateo no tenía ninguna duda de que se había ablandado con el aspecto de gatita perdida de aquella muchacha y el instinto y la experiencia le dijeron que la señorita Ross había sacado provecho de ello. Su primer impulso fue despedirse de la chica al instante, pero tenía curiosidad y un poco de tiempo. Su taxi no llegaría hasta diez minutos después. En aquel momento, su visitante estaba observando la casa, admirando las antigüedades y el mobiliario.

−Doctor Celeca, su casa es increíble −dijo, señalando la escalera−. Me imagino a Cenicienta bajando esos peldaños con su vestido y sus zapatos de cristal.

Él sonrió.

−Me temo que no hay doncellas con zapatos de cristal en el piso de arriba.

Ella no se sorprendió.

−Mamá mencionó que es soltero.

−¿Lo mencionó, o lo repitió bastantes veces? −preguntó él con una sonrisa de ironía.

−Supongo que no es ningún secreto que está orgullosa de usted −admitió Bailey−. Y que le gustaría tener uno o dos biznietos.

A pesar de lo que quisiera su abuela, Mateo no iba a casarse en un futuro próximo. Ya había ayudado a nacer a suficientes niños. Su profesión, y Francia, eran suficientes para él.

Ella se le acercó con una sonrisa, y ambos entraron en el salón decorado con un estilo clásico. Su visitante estaba fuera de lugar, pensó Mateo, pero tuvo que admitir que no de una manera negativa. Irradiaba frescura, aunque estuviera conteniendo un bostezo de cansancio.

−Bueno, ¿y cuál es el primer destino de su viaje? −preguntó ella mientras se sentaba en un sofá.

−La Costa Oeste de Canadá −dijo Mateo, y ocupó la única butaca de toda la estancia−. Un grupo de amigos que hemos estado esquiando en las mismas pistas durante años celebramos una reunión anual −explicó. El número de asistentes, sin embargo, se había ido reduciendo lentamente. La mayoría de los chicos se habían casado, incluso divorciado. La reunión, por desgracia, ya no tenía el mismo sabor que antaño−. Después iré a Nueva York, para ponerme al día con algunos colegas de profesión. Y después iré a Francia.

−¿Tiene amigos en París? Mis padres pasaron allí su luna de miel. Se supone que es una ciudad maravillosa.

−Soy patrón de una organización benéfica que se encuentra al norte de la ciudad.

−¿Qué tipo de organización?

−Es un orfanato −dijo él. Y, para guiarla hacia lo que realmente quería saber, para comprobar si ella iba a morder el anzuelo, añadió−: Me gusta dar lo que puedo.

Cuando ella inclinó la cabeza para ocultar su sonrisa, a él se le formó un nudo de inseguridad en el estómago; con algo de dificultad, consiguió mantener una expresión de mero interés.

−¿He dicho algo gracioso?

−No, es que Mamá Celeca siempre decía que es usted un buen hombre −dijo ella. Volvió a alzar la mirada y clavó sus ojos azules en él−. Aunque yo no dudaba de ella.

−Mi abuela me admira tanto a mí como yo a ella −respondió Mateo−. Parece que siempre está haciendo algo bueno y ayudando a alguien.

−También juega muy bien a la brisca. Él pestañeó. ¿Cartas?

−¿Jugaron por dinero? −preguntó, con una risa forzada−. Seguramente la dejó ganar.

Bailey Ross arrugó la frente.

−Jugamos porque a ella le gusta.

Había entrelazado los dedos alrededor de las rodillas, y Mateo se fijó en lo desgastados que estaban sus pantalones vaqueros. Sin embargo, llevaba una pulsera cara, de gruesos eslabones de oro amarillo. ¿Habría comprado aquella joya en el duty-free con el dinero de Mamá?

Como si le hubiera leído la mente y no estuviera cómoda, su invitada se puso en pie.

−Bueno, ya lo he entretenido suficiente. No quiero que pierda el avión.

Él también se puso en pie. Aquella chica no iba a admitir nada, y tenía razón: su taxi llegaría en cualquier momento. Parecía que su curiosidad con respecto al verdadero carácter de la señorita Ross iba a quedar insatisfecha.

−¿Tiene familia en Sydney? −le preguntó, mientras caminaban juntos hacia la salida, y ella se tapó la boca con la mano para disimular un bostezo.

−Me crié aquí.

−Entonces, irá a visitar a sus padres.

−Mi madre murió hace unos años.

−Lo lamento −dijo Mateo. Él no había conocido a su madre, pero el hombre que se había convertido en su padre había fallecido recientemente−. Estoy seguro de que su padre la ha echado de menos.

Ella no respondió, sino que apartó la mirada. Mateo siguió caminando a su lado, girando los hombros. Sin madre, y distanciada de su padre. Pocas posesiones. Demonios, en aquel momento, él mismo quería darle un cheque.

Cambió de tema.

−Bueno, ¿y qué tiene planeado hacer ahora, señorita Ross? ¿Tiene algún trabajo aquí?

−Todavía no tengo planes concretos.

−Entonces, ¿va a seguir viajando?

−Hay más sitios que me gustaría conocer, pero por el momento me voy a quedar aquí.

Se detuvieron en el vestíbulo. Él abrió la puerta de par en par, observó su cara perfecta y sonrió.

−Bien, le deseo buena suerte.

−Lo mismo digo. Dígale «hola» a París de mi parte. Cuando ella salió y comenzó a alejarse, Mateo se dio cuenta de que no podía dejar que se marchara sin preguntárselo.

−Señorita Ross −la llamó, y ella se dio la vuelta con cara de sorpresa. Entonces, Mateo inquirió−: ¿Le dio dinero mi abuela?

La señorita Ross frunció el ceño nuevamente.

−No. No me dio dinero.

Mateo sintió alivio al oír la respuesta. Podía irse de vacaciones sabiendo que aquella joven no había salido de casa de su abuela con los bolsillos llenos de billetes.

Sin embargo, Bailey no había terminado.

−Mamá me prestó dinero.

Al oírlo, Mateo se quedó mirándola fijamente. Había acertado con ella desde el principio. La señorita Bailey Ross se había aprovechado de su abuela. Observó su expresión de inocencia y se encogió. Ojalá no le hubiera preguntado nada.

−Un… préstamo −dijo. Su tono fue burlón. Ella enrojeció.

−No lo diga así.

−Si usted dice que es un préstamo −respondió Mateo, encogiéndose de hombros−, es un préstamo.

−Voy a devolverle hasta el último centavo.

−¿De veras? −preguntó él mientras se cruzaba de brazos−. ¿Y cómo va a conseguirlo, sin trabajo ni planes de ningún tipo?

La mirada de Bailey se endureció.

−No todos podemos llevar vidas de ensueño, doctor.

−No piense que sabe algo sobre mi vida −replicó él.

−Yo sólo sé que no tuve otra elección.

−Todos podemos elegir. Ella se ruborizó aún más.

−Entonces, yo elegí escapar.

A él se le escapó una carcajada seca. Aquello cada vez era mejor.

−¿Acaso mi abuela la tenía prisionera?

−No, su abuela no.

Él descruzó los brazos. Había percibido un ligero temblor en su voz, y se había dado cuenta de que ella tenía las pupilas dilatadas, tanto que el azul se había convertido en negro. Sin embargo, aquella mujer le había dicho lo que él quería saber: que había aceptado el dinero de Mamá. Mateo no necesitaba ni quería oír excusas.

−Adiós, señorita Ross −dijo mientras entraba en casa.

−Y gracias, doctor −respondió ella, con tristeza−. Ha terminado con la fe que me quedaba en los hombres. De veras creía que era usted un caballero.

−Sólo cuando estoy en presencia de una dama.

Al decirlo, sintió una punzada de desagrado hacia sí mismo.

−Disculpe. No he debido decir eso.

−¿Ni siquiera desea saber de qué tenía que escapar? −le espetó ella−. ¿Ni para qué necesitaba el dinero?

Mateo exhaló un suspiro. Después de aquel insulto, le debía una.

−¿Por qué necesitaba el dinero?

−Por un hombre que no quería escuchar −respondió ella, con los ojos empañados−. Dijo que íbamos a casarnos y, dado la situación en la que me encontraba, no tuve otra elección.

Capítulo Dos

−¿Está prometida? −preguntó Mateo.

−No −respondió ella. Y, con tirantez, añadió−: En realidad no.

−Puede pensar que soy anticuado, pero creía que estar prometida era como estar embarazada; o se está, o no se está.

−Yo… estaba prometida.

Él ladeó la cabeza y la miró atentamente. Tenía la nariz pequeña y cubierta de pecas, y unos ojos cristalinos muy poco corrientes y muy grandes, y las pupilas se le habían dilatado más, cosa que hizo que su mirada fuera aún más pronunciada. ¿O acaso estaba asustada?

«No tuve otra elección».

Mateo recordó los carteles que decoraban las paredes de su consulta. Era hora de preguntarse con más detenimiento el motivo por el que Mamá Celeca le había enviado a aquella chica. Adoptó un tono de voz distinto, el que usaba cuando sus pacientes no estaban seguras.

−Bailey, ¿vas a tener un bebé?

A ella le brillaron los ojos de indignación.

−No.

−¿Estás segura? Podemos hacer un test de embarazo…

−Por supuesto que estoy segura.

−De acuerdo, de acuerdo. Dadas tus circunstancias, me parecía una posibilidad.

−Pues no, no lo es. No nos acostamos ni una sola vez.

Entonces, ella se dio la vuelta de nuevo y, al bajar rápidamente los escalones, se tropezó con la puntera de la sandalia. Mateo la agarró antes de que se cayera por las escaleras. Cuando la sujetó por los brazos, se dio cuenta de que estaba temblando.

Se había quedado tan aturdida que ni siquiera protestó cuando él la ayudó a sentarse en un escalón. La tomó por la barbilla para poder comprobar si la dilatación de sus pupilas era normal, pero con la palma de la mano sobre su piel, y su rostro tan cercano al de ella, sintió un calor peligroso y rápido en el vientre, y sin darse cuenta, inclinó la cabeza para besarla.

Justo entonces, Bailey pestañeó. Y él también. El hechizo se rompió, y Mateo carraspeó y se puso en pie mientras ella recuperaba el aliento y la compostura.

Tal vez sintiera incertidumbre con respecto a Bailey Ross en muchos aspectos, pero había una cosa de la que estaba seguro: aquellos bostezos constantes, y el tropiezo…

−Tienes que dormir −le dijo.

−Sobreviviré.

−De eso no tengo duda.

Sin embargo… Demonios, le estaba resultando difícil pensar en dejarla marchar sola, y después tener que decirle a Mamá por teléfono que no había cuidado a su amiguita, que aparentemente había tenido una estancia difícil en Casa Buona. Teniendo en cuenta su jet lag, Mamá se esperaría que al menos él le hubiera dado a Bailey la oportunidad de recuperarse antes de despedirse de ella. Y ésa fue la única razón por la que hizo la siguiente pregunta.

−Bueno… ¿Y quién es tu prometido?

Ella cerró los ojos y exhaló, como si el cansancio ya no la dejara estar a la defensiva.

−Yo estaba viajando por Europa −explicó ella−. Cuando llegué a Casa Buona se me había terminado el dinero. Allí conocí a Emilio; acepté un trabajo en el restaurante de sus padres.

Mateo se quedó inmóvil.

−¿Emilio Conti es tu prometido?

−Era. ¿Lo conoce?

−Casa Buona es un pueblo pequeño −respondió él. Y la familia de Emilio conseguía que fuera más pequeño todavía. Asintió y dijo−: Continúa.

−A medida que pasaban los días, Emilio y yo nos hicimos amigos. Pasamos mucho tiempo con su familia, y también solos. Cuando me dijo que me quería, me tomó por sorpresa. Yo no sabía si quería a Emilio, pero sí me había enamorado de sus padres y de sus hermanas. Hacían que me sintiera como una más de la familia. Un sábado, delante de todo el mundo en el restaurante, Emilio me pidió que me casara con él. Me pareció que todo el pueblo estaba allí, sonriendo, esperando mi respuesta con la respiración contenida. Yo me quedé atontada, sin saber qué decir. Mientras pensaba en algo diplomático, alguien gritó que yo había aceptado. Todos prorrumpieron en vítores. Antes de que me diera cuenta, Emilio me puso un anillo de compromiso en el dedo y… bueno, eso es todo.

Bailey terminó con un bostezo, al mismo tiempo que se oía el motor de un coche que se acercaba. Era un taxi que subía hacia la casa.

−Espera un momento −dijo él, y cuando ella abrió la boca para protestar, él la interrumpió con firmeza−. Un minuto, por favor.

Atravesó el patio delantero de la casa para hablar con el taxista, que mantuvo el motor en marcha mientras Mateo volvía y se sentaba en el escalón, junto a ella.

−¿Adónde tienes pensado ir ahora? ¿Tienes algún lugar donde alojarte?

−Quería quedarme en casa de una amiga durante unos días, pero su vecina me ha dicho que ha salido de la ciudad. Me quedaré en un hostal.

−¿De veras quieres gastarte el dinero de Mamá en un hostal?

−Es algo temporal.

Él miró el taxi, pensando en el grupo de solteros cada vez más pequeño que se reunía en Canadá y, mientras Bailey se ponía en pie, tomó una decisión.

−Vuelve dentro.

−Pero si está a punto de marcharse. El taxímetro corre.

Él miró al taxista. Lo mejor sería arreglar aquello. Caminó hacia el vehículo y dejó al conductor sonriendo por la cantidad de billetes que le había dado. Mientras se reunía con Bailey otra vez, oyó el motor alejarse.

Ella estaba boquiabierta.

−¿Qué ha hecho?

−De todos modos ya había pensado en cancelar la primera parte de mi viaje −respondió él. Después señaló con la cabeza hacia la puerta, que seguía abierta.

−Eso sí que es una invitación halagadora −dijo ella con una sonrisa apagada−. Pero yo no tengo por qué obedecer sus órdenes.

Mateo se quedó sorprendido. ¿Acaso pensaba que estaba siendo autoritario? Tal vez sí lo fuera… Estaba acostumbrado a que la gente escuchara y siguiera sus consejos. Y para la locura que estaba a punto de cometer había cierta justificación.

−Dices que el dinero que te dio Mamá fue un préstamo. Sin embargo, has admitido que no tienes ingresos ni un lugar donde alojarte.

−Encontraré algo. A mí no me da miedo trabajar. Ella volvió a bostezar, con tantas ganas que se estremeció, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

−Antes necesitas descansar −le dijo él−. Permíteme que te enseñe tu habitación.

Otra mirada de asombro.

−No me voy a quedar.

−No te estoy sugiriendo que alquiles el cuarto, Bailey. Sólo que recargues fuerzas para mañana.

−No −dijo ella nuevamente. Sin embargo, en aquella ocasión su voz sonó menos firme.

−Mamá querría que te quedaras −dijo él, y al ver que ella vacilaba, insistió−: Sólo serán unas horas de descanso. Yo no voy a golpear la puerta y a importunarte.

Ella lo miró fijamente.

−¿Lo promete?

−Por mi vida.

Entonces, pareció que ella se quedaba sin energías. Se le hundieron los hombros. Mateo pensó que podría desarmarlo con una sola de sus sonrisas, pero la señorita Bailey Ross se limitó a asentir y le permitió que la acompañara dentro otra vez.

Después de subir la escalera, Mateo Celeca la guió por un amplio pasillo hasta una de las habitaciones.

−Esta suite tiene un baño −dijo, mientras ella se asomaba por la puerta y echaba un vistazo−. Siéntete como en casa. Yo estaré abajo, si necesitas algo.