Pasiones encadenadas - Vicki Lewis Thompson - E-Book
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Pasiones encadenadas E-Book

Vicki Lewis Thompson

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Beschreibung

A veces, una sola noche no es suficiente. Trudy Baxter había salido de su pequeño pueblo dispuesta a comerse Nueva York. Iba en busca de emociones, aventuras... y sexo. Su primer objetivo fue el atractivo Linc Faulkner, un tiburón de Wall Street. El problema fue que, una vez que lo tuvo en la cama, no quiso dejarlo marchar. Linc Faulkner jamás había conocido a una mujer tan sexy y desinhibida como Trudy, pero sabía que para ella no era más que el primero en su lista de futuras conquistas. Lo único que podía hacer era convencerla de que él era todo lo que ella deseaba... y de que no necesitaba a nadie más.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Vicki Lewis Thompson. Todos los derechos reservados.

PASIONES ENCADENADAS, Nº 14 - noviembre 2011

Título original: Acting on Impulse

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-056-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

A Katherine Orr, por más años de apoyo y amistad de los que cualquiera de nosotras está dispuesta a admitir.

Prólogo

Se había quedado en la estacada.

Trudy Baxter agarró otra copa de champán y se propuso sacarle el mayor partido posible a la situación. Ya no podría compartir un piso de soltera en Nueva York con su mejor amiga, Meg. Tendría que experimentar ella sola el tipo de vida que tanto tiempo llevaba deseando.

Durante seis meses había albergado la secreta esperanza de que Meg cancelara su boda. Pero aquella mañana todo el pueblo de Virtue, en Kansas, se había congregado en la iglesia baptista para asistir al enlace de Meg y Tom Hennessy.

En el Grange Hall, donde se celebró el banquete, Trudy se dio cuenta de lo acertada que había sido la elección de su amiga. Nadie mejor que Tom para aplacar los ánimos de esa pelirroja temperamental y mandona.

Meg le había prometido a Trudy que seguiría estando en Nueva York para ella, pero Trudy sabía que no sería como lo planearon en el instituto. No era culpa de Meg. Había dejado su pueblo natal tres años y medio atrás, decidida a probar suerte en la gran ciudad y con los hombres, mientras que Trudy era mucho más precavida, y además estaba atada por las obligaciones familiares, que no se atrevía a ignorar. Mientras se esforzaba por estudiar a distancia en la universidad, su amiga conoció a Tom durante un viaje navideño a Saks. A pesar de su esmoquin y su apartamento en Manhattan, Tom resultó ser un tipo afable y divertido, al que le gustaba la cerveza y el baile. Trudy estaba convencida de que había enamorado a Meg por su sencillez más que por ser un agente de Bolsa.

Pero no por ello dejaba de ser un agente de Bolsa, y Trudy se preguntaba qué pensaría de aquel banquete en el Grange Hall, con manteles desechables y serpentinas de colores.

Meg había querido que los invitados estuvieran cómodos, y por eso habían servido ensalada de gelatina y champán rosado en vez de caviar y Dom Perignon. Habían usado una cinta de música en vez de una banda de Kansas, y para los regalos bolsas de tul de M&M’s en lugar de bolsas doradas de Godiva. Tom parecía estar de acuerdo con todo, pero a Trudy la curiosidad la carcomía por dentro.

Los padres de Tom eran de un pequeño pueblo de Indiana, por lo que seguramente se sentirían como en casa. Y, por suerte, Linc Faulker, el padrino de Tom, no había asistido por culpa de la varicela; según había informado Tom, la familia de Linc estaba forrada.

—¡Eh, Trudy, es la hora de la giga irlandesa! —la llamo Tom desde la pista de baile—. ¿Te animas?

Su hermano Kenny se echó a reír.

—¿Quién ha dicho que sea capaz de bailar la danza irlandesa?

—Yo —respondió ella dándole un golpe en el brazo.

Apenas se acordaba de los pasos de baile que había dado en el Pizza Palace con un par de cervezas de más, pero podía hacerlo. Había visto el vídeo de Riverdance al menos cien veces, y mientras trabajaba en el granero solía zapatear para desahogarse de la frustración sexual.

—Hermanita, ver un vídeo no es lo mismo que…

—Aguánteme esto —le tendió la copa a Kenny—. Y prepárate para quedarte pasmado —había tomado el champán suficiente para cobrar seguridad y lo bastante poco para que no afectara a su equilibrio.

Kenny se mostraba tan arrogante porque en el último minuto había tenido que desempeñar el papel de padrino. Gracias a unos cuantos imperdibles había podido lucir el esmoquin confeccionado para Linc. Ver a un joven de diecisiete años con su primer traje podía ser realmente ridículo.

Su hermana menor, Sue Ellen, de apenas tres años, batió las palmas.

—¡Vamos, Trudy!

—¡Lo haré! —dijo Trudy, y miró con orgullo a su hermanita. Adoraba a la pequeña, aunque fuese ella la causa que la había mantenido en Virtue esos tres años de más. Su madre no podría haberse ocupado sola de otra hija, sobre todo con cinco niños más que no llegaban a los catorce años y con un marido que apenas ganaba lo suficiente para mantenerlos.

—¡Apuesto diez dólares a que no puede hacerlo! —gritó Clem Hogarth—. ¿Alguien acepta?

—Vas a perder, Clem —Trudy pensó que lo hacía por rencor, ya que había roto con él seis meses atrás. Le había dicho que tenía una sorpresa, y cuando ella pensaba que por fin recorrerían doscientos kilómetros hasta un motel, se encontró con los asientos traseros de su coche tapizados.

Aquella noche le juró que jamás se acostaría, con él ni con nadie, en el asiento trasero de un coche. Para las chicas solteras de Virtue eso era lo mismo que adoptar el celibato, pero Nueva York era otra cosa. Era una vida completamente nueva, y Trudy se moría de impaciencia por vivirla.

—Yo acepto, Clem —dijo Tom—. Si Trudy dice que puede, entonces es que puede.

—Apuesto otros diez a que sí puede —dijo Meg, y le hizo a Trudy un gesto de ánimo con el pulgar.

Trudy les sonrió mientras la música de violines empezaba a sonar. Desde que estaban en el instituto el lema de Meg y el suyo había sido: «Finge hasta que lo consigas». Todavía no le había fallado, así que se levantó la falda y dio todo lo que tenía.

1

Seis meses después…

—Oh, Tommy, tienes la barbilla manchada de salsa —Meg se inclinó hacia su marido y lo limpió suavemente con una servilleta.

Tommy… Linc tomó un bocado de su estofado de carne y dio gracias a Dios por ser un hombre soltero. Los diminutivos sólo eran la punta del iceberg del matrimonio. Tom se había vuelto loco cuando conoció a Meg un año atrás.

Se habían acabado los partidos de tenis, las noches de baloncesto, los partidos de fútbol, la cerveza… Después de llevar seis meses casados, Tom empezaba a comportarse como un ser normal, aunque Linc dudaba de que llegase a ser normal del todo.

Aunque de vez en cuando retomaban algunas de las antiguas actividades, no podía compararse a los viejos tiempos. Meg se había convertido en el centro de su mundo y lo había vuelto débil y vulnerable. El matrimonio era una aventura muy arriesgada. Tom podía parecer feliz, pero era porque estaba tan arrullado por el dulce sonido de las tranquilas aguas conyugales que no podía oír el estruendo de las cataratas hacia las que se dirigía.

—Tal vez me la haya manchado a propósito para ver si eras capaz de relamerla tú —le dijo Tom a su mujer.

Linc dejó el tenedor sobre la mesa.

—¿Estáis seguros de que no preferís quedaros solos? —cuando aceptó la invitación a cenar no se había dado cuenta de que estaban celebrando sus primeros seis meses de casados. A Linc nunca se le hubiera ocurrido que la gente celebrase los semestres, pero entonces descubrió que ellos dos lo celebraban cada mes.

Todo aquello era extraño para él. No recordaba que sus padres hubieran celebrado nunca un aniversario. ¿Cómo iban a hacerlo, con su madre viviendo en París y su padre en la mansión al norte del estado? Mucho tiempo atrás Linc había oído la frase «matrimonio de conveniencia», y había comprobado que casi todas las parejas ricas lo llevaban a cabo.

Se preguntaba cuántas de esas parejas habrían empezado como Meg y Tom. No eran precisamente ricos, pero el divorcio llegaba a todas las capas de la sociedad. Linc deseó que no acabaran igual que sus padres, pero no se atrevía a asegurarlo.

—Ya nos quedaremos luego a solas —Meg le hizo un guiño a Tom—. Además, esta noche te hemos invitado porque tenemos una sorpresa muy especial para ti.

—¿Ah, sí? —no podía imaginarse de qué se trataba. Ya sabía lo del bebé, teniendo en cuenta que Meg iba por el sexto mes de embarazo—. ¿Gemelos?

Tom se echó a reír.

—No, a menos que uno esté escondido.

—No, no son gemelos —dijo Meg—. ¡Ya tenemos el álbum de la boda!

—¿En serio? —Linc intentó parecer entusiasmado. Las fotos de boda lo ponían nervioso, con tantas caras sonrientes y optimistas.

—Como no pudiste asistir, hemos pensado que te gustaría ver las fotos —sugirió Meg.

—Son fotos realmente bonitas —dijo Tom—. El hermano de Trudy parece medio decente con tu esmoquin.

—Sí, bueno, siento lo de la varicela —se disculpó Linc—. ¿Quién habría esperado algo así? —la había contraído a los treinta y un años porque de niño había estado tan protegido que había sido imposible que algo le pasara. Aunque todavía se preguntaba si había sido una gracia del destino para ahorrarle una ceremonia matrimonial.

—Trudy aparece en muchas de las fotos —dijo Meg—. Y ya que se muda a la ciudad el mes que viene, he pensado que podrías sentir curiosidad.

—¿Eh? —Linc se puso en alerta. No tenía la mínima curiosidad, pero sospechaba que Meg le iba a dar una razón para tenerla.

—Tengo que hacerte una confesión —Meg apartó el plato y apoyó los brazos sobre la mesa.

—¿Una confesión? —las sirenas sonaron en su cabeza. Odiaba las confesiones.

—Tenía la esperanza de que cuidaras de Trudy los primeros días de su estancia.

Linc estaba pensando en una manera cortés de mandarla al infierno, cuando Tom intervino:

—¿De qué estás hablando, Meg? No me habías contado nada de eso.

—No te conté nada porque temía que le dieras demasiada importancia.

—Es lo que estoy haciendo ahora.

—Eso —dijo Linc—. Tom y yo prometimos hace muchos años que jamás nos tenderíamos una trampa el uno al otro.

—Tranquilo, amigo —dijo Tom—. Le dije que nada de trampas. ¿Verdad que sí, Meg?

—Sí, me lo dijiste.

—¿Lo ves? —Tom seguía preocupado—. Se lo dije.

—Esto no es ninguna trampa —replicó Meg—. Necesito que alguien cuide de ella, al menos durante un tiempo. Te estaría eternamente agradecida, Linc.

—Bueno, eso suena como una trampa —le dijo su marido.

—Pues no lo es, porque Trudy odia los compromisos tanto como Linc, después de haber criado a todos sus hermanos.

—Oh, bueno, eso tiene sentido —Tom pareció más aliviado—. ¿Cuántos hermanos y hermanas tiene? Son tantos que nunca los puedo contar a todos.

—Seis —respondió Meg—. Trudy es la séptima, y siempre le han endosado la labor de cuidarlos. Está hasta el gorro de labores domésticas.

—Siete niños… —para Linc era algo inconcebible—. ¿Es por su religión o qué?

—Es porque en Virtue no hay mucho más que hacer —le dijo su amigo.

—Sí, pero se puede hacer y no sufrir las consecuencias.

—En Virtue no —Tom señaló la barriga redonda de Meg.

—Oh, por amor de Dios —exclamó Meg—. En Virtue también conocemos los métodos anticonceptivos. A los padres de Trudy les encantan los niños y no pudieron resistirse a la tentación de tener unos cuantos. Además, no les gusta nada que Trudy se venga a Nueva York. Seguramente tenían la esperanza de que su hija se casara con algún granjero local y se quedase en el pueblo.

—Parece que sus oraciones no fueron oídas —dijo Linc.

—Claro que no, ya que se muda la semana que viene. Menos mal que hay una vacante en Babcok y Trimball, o también tendría que preocuparme de su situación laboral.

—En mi opinión ya has hecho bastante al procurarle ese puesto de relaciones públicas —dijo Tom—. No veo por qué tienes que pedirle a Linc que…

—No lo entiendes, Tom. Trudy y yo somos amigas desde tercero. Siempre habíamos soñado con vivir juntas en Nueva York. En principio iba a ser yo quien estuviese con ella, pero no creo que le guste mucho tener como acompañante a una mujer casada y embarazada.

—En eso estoy de acuerdo… —dijo Tom—. Pero ¿por qué no puedes pedirle el favor a alguien del trabajo? A alguna mujer…

—No se me ocurre nadie. Es un tema muy delicado. Trudy nunca ha cruzado el Mississippi y nunca ha salido con alguien que no fuera un granjero. Lleva tanto tiempo esperando venir aquí que temo su imprudencia.

Linc se relajó un poco.

—¿Nunca ha salido de Kansas? Meg negó con la cabeza.

—Lo máximo que Trudy ha estado en una gran ciudad fue el fin de semana que pasamos en Kansas en nuestro segundo año de carrera. ¿Ves a lo que me refiero?

—Supongo que sí —de modo que Trudy era una chica rústica… Tal vez no fuera un desafío, después de todo.

Meg le acercó la fuente.

—Tómate la última porción, Linc. Y aquí tienes más patatas y zanahorias.

—Gracias —Linc aceptó la fuente y supo que también acabaría aceptando la propuesta. Tom Hennessy era el mejor amigo que había tenido en su vida, alguien a quien no parecía importarle su riqueza. Pero no iba a ponerlo tan fácil—. Debo decir que a mí me sigue pareciendo una trampa.

—¿Cómo puede ser una trampa si Trudy no tiene el menor interés en encontrar un novio? —preguntó Meg—. Tranquilo, no será tan malo como parece. Hasta Tom puede decirte lo encantadora que es, ¿verdad, Tom?

—Sí, pero…

—Vamos a ver esas fotos —dijo Meg, y salió de la habitación.

—Sé sincero —le dijo Linc a Tom en voz baja—. ¿Es muy fea? Sabes que no me importaría, pero sería bueno saberlo de antemano. Supongo que lo haré, pero…

—No es fea en absoluto, aunque tampoco diría que es tu tipo. A ti te gustan altas y refinadas, y ella es… bueno, más bien bajita y alegre.

—Pero si no es una trampa no importa si es mi tipo o no.

—Eso es.

—¿Tú crees que es una trampa?

—Meg dice que no lo es.

Linc sabía que Tom no traicionaría a Meg, así que no insistió. Podía manejar a una chica campestre de Kansas incluso con una mano atada a la espalda.

—De acuerdo, entonces es una chica alegre. Supongo que es un buen rasgo para alguien que se dedica a las relaciones públicas.

—Claro —Tom pareció contento de dejar el tema de la trampa—. Lo hará muy bien. Meg es una auténtica apisonadora en conseguir lo que quiere, pero Trudy lo consigue haciéndote reír.

«Igual que tú», pensó Linc, y se sintió mejor. Aquella mujer sería la versión femenina de Tom.

—Tiene el pelo castaño y rizado, unos hoyuelos adorables y le encanta hablar. No hay nada que la haga callar.

—Es una espina en el trasero, ¿verdad? —Linc se preocupó otra vez—. Puedes decírmelo.

—No, no es ninguna espina, a menos que te cruces en su objetivo. Bajo esa encantadora sonrisa puede ser extremadamente cabezota. Figúrate, Meg había encargado rosas rojas para los ramos de la boda, y cuando llegaron las flores resultaron ser rosas blancas. Meg se preocupó mucho y estuvo a punto de montar en cólera, pero Trudy le prometió que conseguiría cambiarlas sin armar un escándalo. No sé cómo lo hizo, pero cuando el órgano empezó a sonar todos los ramos de la boda eran de rosas rojas.

—Aquí está el álbum —Meg apareció con un libro forrado de piel del tamaño de un diccionario enciclopédico.

Linc se armó de paciencia. Había docena de fotos, y verlas todas era como comerse un gran plato de galletas saladas sin una buena taza de café. Si al menos tuviera la certeza de que aquel despliegue de pompa y alegría iba a tener un final feliz… Pero no era así, por lo que todo le parecía una monumental pérdida de tiempo y dinero.

—Aquí está, caminando por el pasillo.

Linc miró obediente la foto que Meg le indicaba, y vio a una mujer que definitivamente parecía demasiado dulce para él. Le recordaba a la princesa de un cuento de hadas, y él ya había abandonado las fantasías azules mucho tiempo atrás. Llevaba un vestido color lavanda con mangas vaporosas, una corona de flores en la cabeza, y, tal y como Tom le había dicho, tenía el cabello castaño y rizado y unos simpáticos hoyuelos.

No tenía el aspecto de ser una mujer que se muriera por vivir en la gran ciudad. Tal vez Meg hubiera sobreestimado su imprudencia.

—¿Ves qué guapa es? —Meg la señaló con el dedo—. No te resultará muy duro acompañarla por unos días, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo Linc, y observó la foto con más detenimiento. La chica era definitivamente alegre, con esa sonrisa que provocaba más sonrisas. Linc se dio cuenta de que él mismo estaba sonriendo y se puso serio.

—Te gustará —dijo Meg—. Es muy fácil tratar con ella. Y le gusta mucho hablar.

—Eso ha dicho Tom —una auténtica parlanchina, pero siempre era mejor eso que un silencio incómodo.

Además, tenía que admitir que le gustaba el modo en que caminaba, con los hombros hacia atrás y la cabeza muy alta. Tenía unos pechos voluptuosos y una cintura estrecha, pero no pudo apreciar sus piernas porque el vestido le llegaba hasta los tobillos. No era que su físico le importase, pero el aspecto la ayudaría en su nueva vida social.

—¿Lo harás? —preguntó Meg.

—¿Cuánto tiempo crees que tendré que cuidarla?

—Oh, no sé. Una semana, tal vez dos…

Linc asintió. Ya estaba convencido de que Trudy no presentaba ninguna amenaza a su preciada vida de soltero. Si no se había dejado seducir por mujeres que hablaban tres idiomas y vestían ropa de diseño, no tendría el menor problema en tratar con alguien con briznas de heno en el pelo.

—¿Y cuándo llega?

—El jueves —Meg hojeó el álbum—. Tom y yo la ayudaremos durante el fin de semana a buscar piso — miró a Linc—. Si pudieras venir el sábado, sería un modo discreto de presentaros. Luego, podrías encargar una pizza por la noche y conoceros un poco más.

—Está bien —Linc se fijó en una foto que debía de haber sido tomada durante el baile del banquete—. ¿Es ésta?

Meg se echó a reír.

—Sí, ésa es Trudy. En aquel momento todos teníamos unas cuantas copas de champán en el cuerpo, y Tom la sacó a bailar una giga irlandesa. Hubo quien apostó a que no era capaz.

—Y no lo era —dijo Tom riendo—, pero el chico de la apuesta estaba tan concentrado mirando sus piernas que no se dio cuenta de que lo estaba haciendo fatal, así que Meg y yo ganamos.

Viendo la foto, Linc no pudo decir si Trudy sabía bailar o no, pero de lo que no había duda era de que tenía unas piernas muy… tentadoras. No era extraño que un tipo se hubiera quedado perplejo al admirarlas. Linc sintió un estremecimiento que no quería sentir.

De repente se sintió inseguro, y comprendió la preocupación de Meg porque Trudy Baxter estuviera sola en Nueva York.

¡Nueva York! Trudy sonrió a Meg y a Tom y los tres subieron al ascensor de su primer apartamento. Las pocas cosas que la acompañaban de Virtue estaban apiladas a sus pies y en la pequeña furgoneta que Tom había alquilado. Sin poder evitarlo, se puso a cantar New York, New York.

—Vamos —le dijo a Meg—. Canta conmigo.

Meg obedeció, mientras Tom ponía una mueca. Estuvieron cantando hasta el cuarto piso.

—Pensad en los vecinos —les dijo Tom.

—Oh, lo entenderán —respondió Trudy—. Una chica se muda a su primer apartamento en Nueva York una sola vez en la vida.

—Tiene razón —corroboró Meg—. Crecimos juntas con esta canción. Era nuestro ritual particular cada vez que nos imaginábamos viviendo en la Gran Manzana.

—Y por eso hay que cantarla ahora —añadió Trudy—. Para convencerme de que estoy aquí.

—De acuerdo, pero luego no me vengas llorando si alguien te denuncia en tu primer día.

Trudy miró hacia las otras puertas de la planta. Tal vez Tom tenía razón. Era la primera vez que vivía en un bloque de pisos, y no sería muy tranquilo si todos los vecinos salieran del ascensor cantando a pleno pulmón.

—¡Lo siento! —gritó—. ¡Es mi primer día! ¡Desde hoy no armaré tanto ruido! —se volvió hacia Tom—. ¿Qué tal?

—Oh, eso ha estado mucho mejor —respondió él con una sonrisa.

—Seguramente no haya nadie en casa a estas horas —dijo Meg—. ¿Dónde tienes la llave?

—Aquí —Trudy se descolgó su vistosa mochila y sacó la llave de un bolsillo. Le dio un beso sonoro y la introdujo en la cerradura.

—¿Es ése otro ritual? —preguntó Tom.

—No exactamente. Pero hay que comprender el significado. Es la primera llave que tengo que abre un sitio que es mío y sólo mío —giró la llave y abrió la puerta—. ¡Tachán!… Brrr… Hace frío aquí dentro. Vamos a calentarlo un poco —corrió hacia el termostato y subió la temperatura.

Pero ¿y qué si era frío y triste en aquella mañana gris de enero? En cuanto ascendiera en su nuevo empleo lo amueblaría a su gusto. De momento ya se había hecho con la pieza más importante del mobiliario, que se la llevarían en un par de horas. El día anterior, además de la nueva mochila, había comprado una cama.

¡Y menuda cama! Una enorme cama con dosel y postes tallados. Al verla había cerrado los ojos y la había cargado a su cuenta, junto a las sábanas negras de satén y el mullido edredón.

«¡Supera esto, Clem Hogarth!», pensó con malicia. Se acabaron los asientos traseros de los coches. Su próximo romance sería en una cama de verdad.

—Ya veras qué agradable te resulta cuando estés instalada —le aseguró Meg.

—Claro que sí —dijo Trudy volviendo a la realidad, mientras Tom entraba con las bolsas de viaje—. Muchas gracias, Tom —le dedicó una dulce sonrisa. Realmente, Tom era un pedazo de pan, y Meg había hecho lo correcto casándose con él. Miró a su amiga y su abultada barriga—. Deberías sentarte. No tengo sillas pero puedes usar esa bolsa. Seguro que aguanta tu peso.

—Gracias, muchas gracias —dijo Meg en tono irónico—. Recuérdame que te hable así cuando te llegue el turno.

—¡Oh, Meg, no lo decía en ese sentido! Sabes muy bien que el embarazo te sienta de maravilla. ¿Verdad que está preciosa, Tom?

—Sí. Ella no piensa lo mismo, pero lo está.

—Está bien, está bien —dijo Meg—. Estoy preciosa… y hambrienta. Tom, ¿me harías el favor de subirme un par de sándwiches? Mientras tanto, nosotras buscaremos platos —se quitó el abrigo y lo dejó en el suelo.

—Eso —confirmó Trudy—. ¡Oh, Dios mío! Mi primera comida en mi primer día en mi primer apartamento…

—¿Quieres que traiga champán? —le preguntó Tom.

—No, porque Meg no puede beber, y así no es divertido. Pero podrías traer algunas cervezas. ¿Te importa que bebamos cerveza sin ti, Meg?

—Un poco, pero no tanto como si bebierais champán. Me conformaré con un descafeinado con leche.

—Te lo traeré, y una cerveza para nosotros —dijo Tom—. Seguramente a Linc también le apetezca.

—¿Linc? —a Trudy, el nombre le resultaba familiar pero no conseguía acordarse—. ¿Quién es Linc?

—¿Todavía no le has dicho nada? —le preguntó Tom a su mujer.

—Pensaba hacerlo en cuanto salieras por la puerta —respondió Meg—. Esto es cosa de chicas.

—Pero ¿qué pasa con lo que le dijiste a Linc? Esto no es…

—Los sándwiches, Tom.

Tom se encogió de hombros.

—De acuerdo, sólo estaba diciendo que…

—Para mí, de jamón con pan de centeno —dijo Meg—. ¿Trudy?

—Para mí también —Trudy estaba impaciente. Los brillantes ojos de su amiga dejaban claro que tenía un plan. Y una vez que Meg tenía un plan, nadie era capaz de detenerla.

—De acuerdo, ya me voy —dijo Tom.

En cuanto las dos se quedaron solas, Trudy se quitó el abrigo y se sentó con las piernas cruzadas frente a Meg.

—De acuerdo, suéltalo.

—El otro día se me ocurrió una idea genial.

—Y tiene que ver con ese Linc, ¿verdad?

—Exacto. Linc iba a ser el padrino de Tom en la boda, ¿te acuerdas?

—Sí, sí… Linc Faulkner. Tuvimos que cambiar su nombre por el de Kenny en el último minuto. Varicela. El de los padres tan ricos, ¿verdad?

—El mismo —Meg se abrazó las rodillas y se inclinó hacia delante—. Trudy, es encantador. Tiene la sonrisa de un niño, pero en lo demás es todo un hombre. Trabaja con Tom, y es uno de sus mejores amigos.

—Espera —Trudy le puso una mano en el brazo—. Esto suena al discurso que me sueltas cada vez que intentas emparejarme con alguien. Yo no quiero salir con ese amigo de Tom. ¿Qué pasa si está buscando a una novia formal… o a una futura esposa?

—Linc no. Es…

—Bueno, pero aun así sigue siendo el amigo de Tom. Lo que yo quiero es salir ahí fuera y conocer a un montón de desconocidos —le sacudió el brazo a Meg para enfatizar su intención—. ¿Te das cuenta de que en toda mi vida apenas he conocido a nuevas personas? Así no hay misterio ni nada. He hecho una lista… Quiero saber lo que es una cita con alguien de Wall Street…

—Ése es Linc.

—Y con un artista, y con alguien de la construcción, y con un bombero, y…

—Sí, pero eso pensábamos hacerlo juntas.

—¡Ajá! Estás celosa porque has acabado con Tom antes de probar todo lo demás.

—En absoluto. Estoy preocupada de que salgas sola ahí afuera.

Trudy se encogió de hombros.

—Estaré bien. Yo soy cuatro años mayor. Y más sabia.

—Yo diría que sólo mayor.

—Eh, ¿estás diciendo que no puedo desenvolverme por mi cuenta en Nueva York?

—Estoy diciendo que es un gran paso y que no conviene precipitarse, y también estoy diciendo que no pasará nada porque pases la primera semana con Linc. Te enseñará los lugares que debes evitar hasta que sepas orientarte por ti misma.

Trudy la miró con recelo.

—No irás a convertirte en mi madre ahora que estás casada, ¿verdad?

—No —Meg se echó a reír—. Linc es el tipo de hombre que ninguna madre recomendaría a su hija. Es condenadamente guapo, sexy como nadie y no tiene la menor intención de comprometerse con ninguna mujer.

—¿En serio? —aquello empezaba a resultar interesante. Tal vez aquel hombre pudiera ser el tipo de Wall Street, siempre y cuando dejaran claras las reglas desde el principio. Ella quería conocer a la mayor cantidad posible de hombres, y tenía que asegurarse de que ese Linc lo entendiera—. ¿Seguro que no está buscando a una esposa? Has dicho que es el mejor amigo de Tom…

—Sí, y tienen ideas muy parecidas en casi todo, pero no piensan lo mismo del matrimonio. Linc nunca nos lo diría a la cara, pero creo que está esperando a que Tom y yo reconozcamos nuestra equivocación.

—¡Pero si estáis hechos el uno para el otro! ¿Por qué cree esa tontería?

—Supongo que por culpa de sus padres y sus amigos de la alta sociedad. Aunque sus padres están casados, no viven juntos.

—Ah… —Trudy apoyó la barbilla en las rodillas—. Pero no debería generalizar sobre los matrimonios sólo porque uno haya fallado.

—Tal vez, pero es el que mejor conoce Linc. Y hay que reconocer que hay muchas parejas desgraciadas. En cualquier caso, para Linc el matrimonio es la perdición, y por eso cree que lo mejor es no casarse nunca.

—Eso es muy triste.

—¿Lo es? No todo el mundo necesita casarse. Tú, por ejemplo, tampoco quieres.

—A corto plazo no, pero eso no significa que no acabe haciéndolo —le sonrió a Meg—. Después de haber experimentado lo suficiente.

—Oye, sé que quieres investigar por tu cuenta, pero creo que te vendría bien contar con la ayuda de Linc al principio. Es el acompañante perfecto, y además está buenísimo.

—No sé. Es como ir acompañada de una niñera. Yo… —un zumbido resonó en el apartamento—. ¡Mi timbre! — se puso en pie de un salto—. Es la primera vez que suena en mi primer día en mi primer apartamento. Sé que debe de ser Tom con los sándwiches, pero aun así es muy emocionante —corrió hacia la puerta.

—¡Mira primero por la mirilla! —le recordó Meg.

—Oh, sí, claro. Debería hacerlo aunque crea que es Tom, ¿verdad? Quiero decir, puede tratarse de un ladrón o de un loco.

Sonrió y echó un vistazo por la mirilla. Entonces dio un salto hacia atrás.

—¿Qué pasa, Trudy?

—No es Tom —no reconocía al visitante, pero era realmente guapo.

—¿Tiene el pelo negro y los ojos azules?

—Sí.

—Entonces es Linc.

—¿Mi canguro? —volvió a mirar por la mirilla. Iba vestido con unos vaqueros, una sudadera gris, una parka azul marino y unas zapatillas deportivas. Un conjunto muy atractivo.

—¿No vas a abrirle? —preguntó Meg.

—Sí —Trudy giró el pomo con expectación. Su primera visita masculina en su primer día en su primer apartamento en Nueva York—. Sí, creo que voy a hacerlo.

2