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El escritor argentino Hilario Ascasubi presenta «Paulino Lucero» como una historia de los gauchos del Río de La Plata que cantaban y combatían contra los tiranos de la República argentina y el oriente del Uruguay (de 1839 a 1851). Se trata de una recopilación de versos a medio camino entre el poema épico y el teatro, que funciona como crónica del conflicto civil y que Ascasubi atribuye a Paulino Lucero, su alter ego: gaucho correntino y enemigo acérrimo de la tiranía de Rosas.
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Seitenzahl: 253
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Hilario Ascasubi
o Los gauchos del Río de La Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay (1839 a 1851)
Saga
Paulino Lucero
Copyright © 1846, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726682397
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
HOMENAGE
A la memoria del doctor don VALENTÍN ALSINA,
eminente patriota, virtuoso ciudadano
e ilustre jurisconsulto argentino.
HILARIO ASCASUBI.
París, 2 de agosto 1872.
Después de algunos años consagrados al sostén de los principios de libertad y civilización, en que, teniendo en vista ilustrar a nuestros habitantes de la campaña sobre las más graves cuestiones sociales que se debatían en ambas riveras del Plata, me he valido en mis escritos de su propio idioma, y sus modismos para llamarles la atención, de un modo que facilitara entre ellos la propagación de aquellos principios, es sólo a instancias de mis amigos que he podido resolverme a publicar, reunido a un solo cuerpo, todas las poesías que contiene este libro.
En globo, ellas presentarán al lector como el horizonte lejano de nuestros hechos y sus diversas peripecias; el cual irá perdiéndose de nuestra vista cuando más vamos entrando en la actualidad, donde el cuadro de la realidad principia a hacer desaparecer el aparente límite que a lo lejos diseña aquel ficticio horizonte.
Sin haber podido formar conciencia del mérito real y positivo de mis producciones, lejos de haber tenido en vista antes de ahora poner en un solo cuerpo las que contiene este libro, he temido por el contrario el exponerlas como en un cuadro sobre el cual el público pudiere juzgar de ellas, fuera de la escena en que me fueron inspiradas; circunstancia que tanto contribuye a realzar el mérito de toda producción literaria.
Pero personas más competentes que yo para juzgar de trabajos de esta naturaleza, ya sea movidas por un espíritu de patriotismo, amistad, o simpatía por los principios que he vertido en mis escritos, han conseguido al fin lanzarme el campo de la publicidad. Ellas me han impulsado a ofrecer a mis compatriotas una colección completa de mis trabajos, y no obstante que agradezco el generoso sentimiento que les induce a aconsejármelo así, debo sin embargo hacer caer sobre ellas ya sea el aplauso o el sarcasmo con que fueren recibidos mis trabajos, pues a no ser por sus insinuaciones no me habría expuesto a hacerme acreedor a una u otra cosa; desde que tampoco habría llegado el caso de ofrecer la colección que hoy sale a luz.
HILARIO ASCASUBI.
Jacinto Amores, gaucho oriental, haciéndole a su paisano Simón Peñalva, en la costa del Queguay, una completa relación de las fiestas cívicas, que para celebrar el aniversario de la jura de la Constitución oriental, se hicieron en Montevideo en el mes de julio de 1833
JACINTO llegando a casa de su aparcero Peñalva antes del mediodía
JACINTO: ¡Aquí está Jacinto Amores!
Vengo, paisano Simón,
a ganarle un vale cuatro,
y al grito rayarseló.
SIMÓN: Pues, amigo, si tal piensa,
fieramente se engañó.
JACINTO: ¡Qué me he de engañar, nunquita!
SIMÓN: Se engaña, y creameló,
que en la redondez del mundo
hasta ahora no alumbra el sol
a gaucho alguno que pueda
alzarme al truco la voz.
JACINTO: ¡Barbaridá! Y ¿cómo está?
SIMÓN: Alentao, gracias a Dios.
Y usté ¿diaónde diablos sale
en ese pingo flanchón?
JACINTO: De la ciudá caigo, amigo,
rabiando, y con su perdón
voy a soltar a este bruto,
que desde que lo parió
su madre la yegua...
SIMÓN: ¡Ahijuna!
La madre del redomón,
si le parece, y...
JACINTO: De juro.
(¡Qué viejo tan cociador!)
Pues, como le iba diciendo,
nunca en la vida se vio
de este bruto una obra buena.
¡Ah, maula!
SIMÓN: Pues largueló,
que de flautas de esa laya
dos tropillas tengo yo;
por supuesto, a su mandao.
JACINTO: Eso sí, siempre pintor.
SIMÓN: Como guste; desensille,
y vamos para el fogón,
pues le conozco en la cara
que viene algo secarrón;
y allí, mientras toma un verde,
me contará por favor
si ha visto esas funcionazas
de nuestra Custitución,
de las cuales en el pago
no hay gaucho que dé razón.
Así, merecer deseo
de su boca un pormenor.
JACINTO: Me parece razonable,
amigo, su pretensión;
así, voy a complacerlo,
aunque vengo calentón
por causa de que el caballo
también cuasi me tapó,
allí al cair a la cañada,
aonde tan fiero rodó
que, si no le abro las piernas
en su lindo, hecho mojón
entre el barrial de cabeza
me planta, o me hace colchón.
SIMÓN: No me venga con preludios,
pues ya sé que es parador.
JACINTO: A veces, pero no en todas;
por fin, eso ya pasó.
Y volviendo a su deseo,
en cuanto a conversación
traigo más cuento que infierno
y podré darle razón,
como guste, en lo tocante
al todo de la función.
SIMÓN: ¡Cosa linda!, sientesé;
velay mate, apureló,
y empiece, que estoy ganoso
de escucharlo.
JACINTO: Pues, señor,
partiendo de una alvertencia,
desde el día veintidós,
ya rumbeando a las funciones,
fui a golpiarme al Canelón,
adonde jugando al truco
con el ñato Salvador,
me pasé todo ese día;
y el liendre con su intención,
sintiéndome algunos riales,
y sabiendo mi afición
a echar un trago, a la fija
esa noche me apedó,
y orejiando la pasamos;
y la jugada siguió
hasta el veintitrés de tarde,
que del todo me peló,
y largándome el barato
a la ciudá se largó.
Yo, después de churrasquiar,
apenas escureció,
ensillé el ruano y salí
al trote hasta el Peñarol,
adonde desensillé
en la chacra de Almirón;
y de allí, a la madrugada,
cuanto el lucero apuntó,
cogí despacio, y después
que asiguré un cimarrón,
rumbié al galope a la Aguada,
aonde llegué a la sazón
en que la primer orilla
iba descubriendo el sol.
¡Barajo!... ¡Pero, qué helada,
la que se me levantó
en esa cruzada! ¡Ah, Cristo!
Por poco me endureció,
con todo que para el frío
presumo de aguantador;
pero, esa mañana... ¡eh, pucha!
las narices, crealó,
me gotiaban, y entumido
me apié en lo de un Español,
pulpero de mucho agrado;
y luego que alabé a Dios,
le pedí un vaso de anís,
que para entrar en calor
es bebida soberana;
y apenas me lo alcanzó,
al pegarle el primer beso,
de atrás sentí... ¡Bro... co... tón!
el trueno de un cañonazo
que a la casa estremeció.
Y al crujido de los frascos,
los vasos y el mostrador,
por supuesto, mi rocín
de la sentada que dio
hizo cimbrar el palenque,
y en seguida reventó
el cabresto, al mesmo tiempo
que el cojinillo voló
y en medio de las orejas
al pingo se le enredó;
de manera que espantao
y echando diablos salió
campo afuera hasta el Cerrito,
en donde me le prendió
las boliadoras un criollo
que allí se le atravesó.
SIMÓN: Vaya un mozo comedido!
JACINTO: Cabalmente, se portó.
Y como le iba diciendo,
tras del trueno del cañón
un repique general
por todo el pueblo sonó,
y al mesmo tiempo soltaron
en el Cerro un banderón
de la Patria azul y blanco,
y en la esquina con el Sol.
De ahí siguieron menudiando
las campanas y el cañón,
y de tal modo, aparcero,
se me ensanchó el corazón,
que doblé el codo y de un trago
sequé el vaso, crealó;
y luego un ¡Viva la patria!
le atraqué por conclusión.
SIMÓN: En su vida, amigo Amores,
no ha hecho usté cosa mejor;
y en un caso semejante
lo mesmo hubiera hecho yo
y cualquier criollo patriota.
Prosiga.
JACINTO: Pues, sí, señor.
Luego que el vaso apuré
y el cuerpo me entró en calor,
enderecé al bullarengo
cantando muy alegrón;
y al embocarme en la calle
que le llaman del Portón,
la vide de punta a punta
que parecía una flor,
adornada con banderas
de toda laya y color:
las unas de Buenos Aires,
las otras de la Nación;
pero, eso sí, acollaradas,
como quien dice: en unión;
después las de Ingalaterra,
las de Uropa y qué sé yo...
Era puro banderaje
de lo lindo lo mejor.
Así, medio embelesao
con tantísimo primor,
fui a torcer por una esquina,
cuando en esto el redomón
de una yunta de mujeres
se hizo poncho y se tendió
al ver que una en la cabeza
traiba un escarmenador
que era capaz de espantar
al famoso Napolión.
¡La pu... rísima en el queso!
¡si aquello daba temor!
Era más grande que un cuero
la peineta, sí, señor;
de manera que el caballo
tan de veras se asustó
que fue preciso atracarle
las espuelas con rigor.
Al sentir las nazarenas,
tiritando atropelló
en derechura a las hembras,
y una de ellas se enojó
tantísimo y tan de veras,
que la gente se juntó,
al comenzarme a gritar:
«¡Ah, camilucho ladrón,
que te hago pelar la cola
si ruempo mi peinetón!
¡Jesús, mis ochenta pesos!
Favorézcanme por Dios;
vayan a la Polecía
y tráiganme un celador;
o que venga el comisario
y amarre a este saltiador,
gaucho, atrevido, borracho...».
Y la hembra se calentó
a decirme desvergüenzas,
que a no ser por la afición
que le tengo y le tendré
siempre al ganado rabón,
me dejo cair y allí mesmo
la castigo, o qué sé yo.
SIMÓN: Pues, amigo, en no hacer caso
no hay duda que la acertó,
porque las hembras puebleras
en cuanto se enojan son
como víboras toditas;
y en teniendo un camisón
de tafetán o lanilla,
ya tienen la presunción
de unas virreinas, y así
se largan de sol a sol
con el corpiño ajustao
y llenas de agua de olor,
sin camisa algunas veces,
pero con su peinetón;
pues como es prenda de moda,
ahí largan todo el valor;
lo mesmo que en el ponerse
en cada hombro un pelotón
como panza de novillo.
¡La gran punta! ¡qué invención!
¿No la ha visto?
JACINTO: Quitesé;
de eso también procedió
que el animal se espantase,
de suerte que me obligó
a volverme para atrás;
fortuna a que en el portón
vive un mozo portugués
en un medio corralón,
adonde me resolví
a dejar mi redomón.
Luego a pie me fui a la esquina,
y al sentirme delgadón
compré pan y gutifarras
y un rial de vino carlón;
atrás me chupé otro rial,
después me soplé otros dos;
y en seguida a la guitarra
me le afirmé tan de humor,
que ni el mesmo Santos Vega,
que esté gozando de Dios,
se hubiera tirao conmigo;
porque estaba de cantor
con la mamada, paisano,
lo mesmo que un ruiseñor.
En esto, a la doce en punto,
otra vuelta... ¡Bro... co... tón!,
dianas y repicoteos
por toda la población:
cosa que me hizo acordar
de cuando en Ituzaingó
nos tiramos cuatro al pecho...
¿Se acuerda, amigo Simón?
SIMÓN: Glorias como esa, paisano,
nunca Peñalva olvidó;
pues ya sabe que este brazo
allí también se blandió.
Bien que los gauchos patriotas
peliamos por afición;
y en cuanto se arma una guerra,
sin más averiguación.
de si es rigular o injusta,
nos prendemos el latón,
y dejando las familias
a la clemencia de Dios,
andamos años enteros
encima del mancarrón,
cuasi siempre unos con otros
matándonos al botón.
Así de la paisanada
los puebleros con razón
suelen reírse, porque saben
que los gauchos siempre son
los pavos que en las custiones
quedan con la panza al sol;
y el que por fortuna escapa
de cair en el pericón,
después de sacrificarse
saca un pan como una flor,
cuando tiene por desgracia
que arrimarse a un figurón
de los que al fin se asiguran
del mando y del borbollón.
Y si no, vaya por gusto
en cualesquier aflición
o atraso que le suceda,
y procure la ocasión
de alegarle a un gobernante,
a quien usté lo sirvió
con su persona y sus bienes
hasta que se acomodó;
vaya y pídale un alivio...
¿Y qué le daban?, ¡pues no!
Ni bien llega usté al umbral,
le sale algún adulón
atajándole la entrada
y haciendo ponderación
de que se halla vuecelencia
muy lleno de ocupación,
porque le está dando taba
algún ricacho, o dotor,
o la señora fulana,
o el menistro, o qué sé yo
todas las dificultades
que pone con la intención
de cerrarle la tranquera
a cualesquier pobretón;
y si usté ve que lo engañan,
y se mete a rezongón,
le largan cuatro bravatas
y lo echan de un repunjón
cuando menos, que otras veces
le acuden con un bastón
a medirle las costillas
sin más consideración.
¿No es así?... Pero por fin,
mudemos conversación;
platique de las funciones.
Velay otro cimarrón.
JACINTO: ¿Qué dice de las costillas?
¡Barajo!, amigo Simón,
a mí nadies me aporrea
ni me ronca sin razón.
¡Qué!, ¿así no más se dan palos?
¡La pu... nta del maniador!,
pues estábamos lucidos
después de tanto arrejón
y trabajos por ser libres.
No, amigo, eso sí que no.
Yo, aunque soy un pobre gaucho,
me creo igual al mejor,
porque la ley de la Patria,
como las leyes de Dios,
no establece distinciones
de ninguna condición
entre el que usa chiripá
o el que gasta casacón.
Todos los hombres iguales
ante la justicia son,
la cual tan sólo distingue
y le da su proteción
al hombre más bien portao;
y sobre ese punto yo
presumo como el que más,
y es tanta mi presunción
que me creo en cualquier parte
del todo merecedor.
Siendo así, no puedo, amigo,
sufrirle a ningún pintor.
Cabalito. Con que así,
mudando conversación,
seguiré mi cuento aquel:
Me había puesto alegrón,
y al sentir los cañonazos
me tiré del mostrador,
y echando mano a sacar
plata de mi tirador,
me encontré sin un cuartillo.
¡Voto al diablo!, dije yo;
a la cuenta en el galope
la mosca se me perdió.
Entonces quise al pulpero
darle una sastifación,
dejándole el poncho en prenda;
pero el hombre no entendió
de disculpas, al contrario,
como un tigre se enojó,
y para echarme a la calle
me dio tal arrepunjón
que me hizo sentar de culo.
¡Ahijuna!, le grité yo,
y en cuanto me enderecé
sin más consideración
le sacudí un guitarrazo,
y en ancas con el farol
adonde estaba el candil;
pero el pulpero sacó
el cuerpo, haciéndose gato,
y no sé diaónde agarró
un espadín, con el cual
como un toro me embistió.
Pero, amigo, es como robo
peliar con un chapetón
y a cuchillo, hágase cargo;
ni medio a buenas llegó,
con todo que sobre el lazo
se me vino, y me tiró
tres viajes, que en el tercero
cuasi, cuasi me aujerió;
por suerte le metí el poncho,
y cuando él menos pensó
le hice una media cabriola,
¡y apenas se descuidó
le crucé los dos cachetes
con un tajo de mi flor!
Por supuesto, el maula viejo
al coloriar aflojó,
y le cacé el espadín
que asustao me lo soltó;
entonces salí a la calle,
y atrás de mí se largó
el pulpero, dando gritos,
de manera de que yo,
temiendo a la Polecía,
me le senté a un mancarrón
que estaba frente a una puerta
con apero de dotor;
y de allí como balazo
me fui a golpiar al Cordón,
adonde solté el rocín,
y se me proporcionó
el venderle las cangallas
a otro pulpero Nación,
que por la silla y la espada
siete pesos me aflojó.
Agarré el mono y a pie
caí por el otro portón,
y haciéndome zonzo entré
hasta la Plaza mayor.
¡Ah, cosa! ¡Bien haiga Cristo!
Viese, aparcero Simón;
eso era una maravilla
de cortinas de color,
pilares, arcos, banderas,
de la plaza al rededor;
y allá en el medio una torre
de muy lucida armazón
que nombraban la Pirami,
aonde estaba un figurón
arriba con la bandera
de nuestra Custitución.
Luego, esa misma Pirami
tenía abajo al redor
letreros y versería,
y un mozo que se arrimó
anduvo dándole güeltas,
y uno por uno leyó
el cómo, el cuándo, y el pago
aonde la patria triunfó.
Luego la farolería,
amigo, daba calor;
era cosa de asombrarse,
ver tantísimo farol.
¿Y la soldadesca? ¡Ah, cosa!
Encantao estaba yo
viéndola tan currataca
luciendo en la formación,
cuando la musiquería
redepente resonó,
al tiempo que de la iglesia
el gobierno despuntó
con toda la oficialada
saliendo de la función.
¡Qué uniformes galoniaos!,
¡qué penachos de color!,
¡qué corbos y qué murriones
relumbrantes como el sol!
Luego con los melitares
entreverada salió
una manada de escuros,
vestida de casacón
y fachas de teruteros;
porque traiban el calzón
no más que hasta la rodilla;
de ahí, espadín y bastón,
y zapatos con hebillas,
y un gran sombrero flauchón...
vestimenta singular
que usa todo ese montón
de alcaldes y escrebenistas,
y dotores, como son
todos por lo rigular:
gente, amigo, superior
para armarle una tramoya
y chuparle el corazón
al diablo, si se le antoja
el meterse a pleitiador.
Al fin, se largó el hembraje
en la última división.
¡Ah, mozas de cuerpo lindo!,
¡si eso daba comezón!
Salió una muchacha rubia
así como de su altor,
con un vestido celeste
y su triángulo punzón,
y una cara como un cielo.
¡Ah, hembra linda!, ¡crealó!
Y tan pintora, eso sí;
toda se zangolotió
al bajar las escaleras,
de suerte que se enredó
en las polleras tan fiero
que medio trastabilló.
Entonces un cajetilla
que estaba allí de mirón,
y tendría con la moza
conocencia, o qué sé yo,
cuanto la vido ladiarse,
cuanto se le acollaró
por la cintura y salieron
requebrándose los dos.
¿Qué le parece?
SIMÓN: ¡Divino!
Me gusta, amigo, ¡pues no!,
ya sabe que me deleita
oír platicar del amor...
Pero, entre tanto, dispense,
y alcánceme ese asador,
voy a prenderle un matambre;
y prosiga por favor,
que recién me va gustando
el cuento.
JACINTO: Pues, sí, señor;
cuando todos se raliaron
yo también me iba a largar,
y me topé redepente
con el amigo Olimar,
tan apedao que a gatitas
se podía enderezar.
Al verlo tan chamuscao
le quise allí gambetiar,
pero me pilló tan cerca,
que no me pude escapar
de que me pegara el grito:
-¡Amigo!, ¿cómo le va?
-Muy lindamente... Y lueguito
se me pegó al costillar,
con un porrón de giniebra,
y me comenzó a informar
de las rifas que vendían,
mostrándome un chiripá
que con dos riales y medio
acababa de sacar.
Al ver esa prenda linda
se me antojó el arresjar,
y al punto de resolverme
echamos a caminar,
llegando hasta una ventana,
aonde primero a jugar
entré a la gata parida
para poderme atracar,
porque el gentío que había
era con temeridá.
Allí adentro estaba un mozo
de facha muy rigular,
haciendo la mazamorra
con cartuchitos no más;
y al verlo tan trajinista
me hizo medio desconfiar;
pero, como en todo soy
incapaz de recular,
largué mis dos petacones,
y luego salí a pelar
papeles en la vedera,
sin conseguir acertar
en alguno con letrero,
que era el modo de ganar.
Como soy medio suertudo
de nuevo volví a largar
otro petacón y medio;
pero, ¡qué Cristo!, al pelar
saqué puro blanco y blanco...
¡Mire qué infelicidá!
Dándome por trajinao
cuasi empecé a renegar,
y por no perderlo todo
rejunté para pitar
todos estos papelitos.
¡Mire si es barbaridá,
vender a medio cada uno!
¡Vaya un modo de robar!
SIMÓN: Pero, amigo, ¿quién lo mete
en juegos de la ciudá?
¿No sabe que los puebleros
son capaces de embrollar
al gaucho más orgulloso?
Valiente no maliciar.
Velay, pite, y otro día
no se deje trajinar.
Con que, prosiga adelante.
JACINTO: Por fin, me iba a retirar
después de la peladura,
cuando empezaron a entrar
las yuntas de danzarines,
que venían a bailar
sobre un tablao que sería
del tamaño del corral.
Primero entraron a pie
dos pandillas, luego atrás
entraron los de a caballo,
y en el istante a volar
principió la cuhetería,
culebriando hasta trepar
allá por los infiernillos;
y de arriba... ¡tra... ca... tra!,
lo mismo que maíz en la olla
era un puro reventar.
Al rato los danzarines
empezaron a marchar,
moniando por el tablao
y sin quererse largar.
Así anduvieron rodiando,
pero en cuanto entró a tocar
la música el fandanguillo,
se agacharon a bailar
primorosísimamente.
¡Ah, mozos de habilidá!,
y luego tan currutacos,
eso era temeridá;
porque cada danzarín
parecía un general:
chaqueta y calzón de raso,
toditos por el igual;
luego en el pecho una cosa
a manera de pretal
de puro galón dorao.
De ahí, ceñidor y puñal
y unos bonetes cacones
con sortijas de metal;
y otra porción de primores
que se veían relumbrar.
Luego unos arcos floridos,
cosa muy particular,
con los que hacían mudanzas
y figuras al bailar;
hasta que al fin se cansaron,
y le dieron el lugar
a otra tropilla distinta
que luego subió a danzar;
y si bien lo hicieron unos,
no se quedaron atrás
los segundos, que bailando
se pusieron a trenzar
unas cintas de la patria
con toda preciosidá.
Sujetaron un istante;
y entonces vide trepar
a un muchacho como un cielo,
que principió a platicar
a gritos con los mirones;
y todos al escuchar
las razones del mocito,
en cuanto cesó de hablar
gritaron: ¡Viva la Patria!,
y entraron a palmotiar
de la plaza y los tejaos
las gentes como maizal.
A los gritos los danzantes
se volvieron a agachar,
y dele guasca... otra vez;
bailando hasta destrenzar
las cintas completamente.
En seguidita no más
los que estaban a caballo
se echaron a disparar,
maniobrando de este lao,
para luego irse a topar
a fuerza de chuza y bala
por el otro lao de allá;
y otra vuelta a sable en mano
se volvían a encontrar,
y de revés se tiraban
unos viages sin piedá:
eso sí, todo chanciando,
no era cosa de peliar.
Pero, ¡ah, pingos belicosos!,
se podía atropellar
al diablo en cualquiera de ellos.
Nunca he visto en la ciudá
unos fletes más bizarros.
Al fin se empezó a nublar
la tarde, y un aguacero
se principió a descolgar;
de suerte que me largué
en derechura al corral
del portugués que le dije,
quien me salió a preguntar
aónde me había entretenido.
¡Ah, mozo de voluntá!
Esa noche nos mamamos,
y cuando no pude más,
cojí y me acosté a dormir,
y me vine a despertar
al otro día a la tarde,
que, sin comer ni matiar,
cuanto vi el tiempo asentao,
me fui a la plaza a golpiar,
aonde las fiestas seguían
con la mesma majestá,
y estaban los de a caballo
prontitos para jugar
la sortija, que en un arco
entraron a disputar
quién la ensartaba primero;
y echándose a disparar
uno atrás de otro al galope
ninguno pudo embocar.
Pero... ¡eh, pucha!, ¡ah, mozo diablo
uno llamao Piquimán!,
ojo al Cristo se venía
a fuerza de rebenquiar,
y cuando estaba cerquita
comenzaba a sujetar,
y así mesmo cabuliando
no consiguió el acertar;
hasta que un hombre en un zaino
rompió, y después de embocar,
le tocaron los clarines
y sentó el pingo ahí no más.
Pusieron otra sortija
y comenzaron a entrar
otras nuevas mojigangas,
que era para reventar
al verles la facha, amigo;
y después de chacotiar
a vueltas y cogotazos
no sé aónde fueron a dar.
Tras de esto, las luminarias
empezaron a alumbrar,
y así que estuvo escurito
mandó el alcalde quemar
una porción de castillos
primorosos a cual más.
Después de eso a las comedias
la gente empezó a rumbiar,
y yo atrás del bullarengo
también entré a cabrestiar
voluntario, de manera
que cuando quise acordar
estuve entre las comedias,
aonde tuve que aflojar
en la puerta cuatro riales,
que tengo que lamentar
mientras viva en este mundo;
porque, después de pagar
para ver las comediantas,
nada conseguí el mirar,
y allí entre unos callejones
cuasi me hacen reventar
a encontrones; y así anduve
dando güeltas sin cesar,
hasta que en ese trajín
me empezaron a sonar
las tripas como organito:
con que me mandé mudar,
y en la primer pulpería
que vi me entré a merendar
pescao frito y vino seco,
medio frasco o poco más;
de suerte que me templé,
y de allí me puse a cantar
hasta las diez, cuando el hombre
me dijo que iba a cerrar
la pulpería; y de allí
sin saber aónde rumbiar
salí en pedo, y... ¡vea el diablo!,
en cuanto salí no más,
pasó frente a mí una moza
y se empezó a zarandiar,
como diciéndome: envido,
de suerte que al costillar
me le pegué y al instante
la comencé a requebrar,
y, como que me rascaba,
la mosca le hice sonar;
pero la hembra redepente
al ñudo echó a disparar,
y dando güelta ahí cerquita
se trepó sin resollar
por una escalera arriba;
y yo me volví a topar
otra vez en las comedias,
aonde iban a fandanguiar.
Como ya había pagao,
de nuevo quise dentrar,
y al tiempo que me colaba
muy orondo y muy formal,
redepente, ¡voto al diablo!,
un pueblero gamonal
me sujetó del cogote
y me pegó el grito: -¡Atrás!
Ahora no se entra de poncho.
Salga, no sea animal.
-Paisano, le contesté,
usté puede dispensar,
que siendo yo mozo pobre
no me puedo presentar
de casaca como usté,
que algún platudo será
por lo guapo y vanidoso;
y si es de menospreciar
este poncho para usté,
patrón, me voy a largar,
permitiéndome tan sólo
decirle con claridá,
que entre un gaucho y un pueblero
no encuentro disigualdá,
cuando el primero es honrao
y se sabe comportar.
En esto un don Chutipea
vestido de militar,
agradao de mis razones,
de la mano me hizo entrar,
así no más, emponchao...
¡Vaya un hombre liberal!
Luego adentro, por sopuesto
me traté de acomodar
sentao como vide a muchos,
y como al lao de enlazar
viché un cajón boca arriba,
de dos varas poco más,
con muchas sillas adentro,
ahí me entré a repatinguiar
sobre la más bien dorada;
y vi una temeridá
de puebleros que a la sala
principiaron a dentrar
con unas mozas, amigo,
lindas como una deidá.
A poco rato salieron
dos madamas a bailar,
de unas cinturas, ¡ah, Cristo!,
si no hay cómo comparar
la finura, porque a un soplo
se les podía quebrar.
Cada una con su cortejo
hizo yunta, y a la par,
haciéndose cortesías,
entraron a recular,
y cuanto hacía la dama
lo mesmo hacía el galán.
De ahí bailaron otras cosas
que yo no puedo explicar;
pero lo que me gustó
fue, amigo, que al rematar
se armó un cielito con bolsa,
y ya se largó a cantar
sin guitarra un mozo amargo
de aquellos de la ciudá.
¡Bien haiga el criollo ladino,
cómo se supo quejar!
Al fin se hizo un entrevero
algo más de rigular;
y yo al ver la cosa en punto
me iba ya a desemponchar;
pero, apurándome el sueño,
comencé luego a vichar
aónde poderme tender
para medio dormitar;
y tantiando en un rincón,
(mire qué casualidá),
trompecé en una limeta
tapada con alquitrán;
luego le rompí el pescuezo
y le empecé a menudiar,
sin saber qué diablos era,
que se colaba no más
como dulce de aguardiente;
pero con la suavidá
tomé un pedo tan tremendo,
que me tuve que anidar
debajo de una escalera,
aonde comencé a roncar
sin saber más del fandango,
porque volví a dispertar
al otro día a la tarde
revolcao como animal;
y así me largué a la plaza...
Y al momento de llegar,
de nuevo los bailarines
empezaron a bajar;
y otro vez la cuhetería
y música sin cesar:
gentío que no cabía,
banderas cada vez más,
rompecabezas, tucañas,
y muchachos a montar
en caballitos de palo,
que hacían remoliniar
al lao de unos cochecitos,
cosa muy particular.
¿Y las mozas, aparcero?
¡Jesucristo!, ¡qué beldá!,
se cruzaban en tropillas
de a diez, de a doce y de a más;
mojigangas como hormigas,
soldados como trigal;
Naciones como mosquitos,
y en un puro lengüetiar;
cajetillas, por supuesto,
muchos, ¡con temeridá!,
eso sí, currutacones
todos ellos a cual más.
Finalmente, a la oración
se principió a iluminar
toda la farolería
en la plaza y la ciudá;
y prendieron los castillos...
y acabados de quemar,
las gentes a las comedias
se volvieron a largar.
Al ratito yo también
cansao me mandé mudar,
porque estaba tan rendido
que a gatas podía andar;
de suerte que a un bodegón
fui y me puse a merendar;
y a las ánimas en punto
fatigao me vine a echar.
Dormí en lo del portugués,
y en cuanto quiso aclarar
me levanté, calenté agua,
me senté a cimarrionar;
de ahí pagué lo que debía,
después me puse a ensillar;
monté y me largué a mi pago,
adonde espero llegar,
si el Señor quiere y la Virgen,
con toda felicidá.
Velay todo lo que he visto;
no tengo más que contar.
SIMÓN: Dichoso de usté, aparcero,
que ha sabido disfrutar
funciones tan soberanas.
¡Viva el Gobierno oriental!...
Y el año que viene, amigo,
si Dios nos deja llegar,
y yo tengo cuatro pesos
para poderlos gastar,
desde ahora ya le suplico
que me venga a acompañar
para que nos vamos juntos
a la función a gauchar.
Después que el viejo Peñalva
acabó de platicar,
Jacinto ensilló un obero
y Simón un alazán;
se echaron un trago al pecho
y salieron a la par:
el uno cortó a su pago,
y el otro se fue a campiar.
El Truquiflor
Remitido de un soldado oriental del ejército del general don Fructuoso Rivera, para el número cuatro del periódico titulado El Gaucho en Campaña, el cual se publicaba en Montevideo en el año de 1839
Campamento en marcha a 25 de otubre de 1839.
Amigo relator de la Gaceta del Gaucho:
Ya que va a soltar su número 4, lárguelo a la fija, patroncito, como nosotros, velay ahora se lo hemos atracao a los Rocines de Echagüe ayer 24 en las puntas del arroyo de Mendoza; y nos han reculao fieramente, porque no es fácil resistir a un ¡vale cuatro!, el cual le ataja la orina al diablo.- Y si no, vea lo que ha sucedido entre nosotros y los invasores de Juan Manuel el porteñazo.
Pues, señor, oído a la cosa
dende que los entrerrianos
se vinieron a esta banda
con las miras de atrasarnos,
viene a ser casi lo mesmo
que si vinieran jugando
al truquiflor con nosotros
un partido interesado,
en el cual los orientales
como por PRENDAS jugamos
la libertá y la fama;
y aquellos, por el contrario,
arrejan la esclavitú
y el sostén de esos tiranos
Rosas, Echagua y Urquiza,
que los están gobernando
pior que como en Portugal
se gobiernan los esclavos.
En fin, dende el Uruguay
nos vinimos barajando,
y la jugada empezó
del Uruguay a este lao.
Nos traiban una empalmada,
y nosotros descuidaos
cortábamos ande quiera,
y así nos fueron tantiando
creyendo ponerse en güenas
hasta que dende el Durazno
les conocimos el juego;
de suerte que comenzamos
a quererles a la fija,
pues para eso asiguramos
en todas manos el DOS.
¡Don FRUTOS!, ¡háganse cargo,
si flor que tiene ese triunfo
puede retrucarla el diablo!
Por fin así nos vinimos
nosotros siempre falsiando
con un punto cualquierita,
hasta que los igualamos,
y acá por Santa Lucía
ya nos pusimos a tantos.
En esta disposición,
de los dos lados cuajamos
una flor rigularita,
y ellos cuanto la orejiaron
al instante un contraflor
vanidosos nos echaron.
Haciéndonos los petizos
nosotros nos achicamos,
para dejarlos venir
y en el truco revolcarlos,
que es donde luce el poder.
Por supuesto, nos jugaron
carta grande en la primera;
pero ahí no más la empardamos
cantándoles ¡flor y truco!
con todo el DOS, por si acaso...
¡Retruco!... nos respondieron
queriendo largar el guacho.
¡Oigale a los embusteros!,
les dijimos... ¡VALE CUATRO!,
a que no aguantan maulones...
y medio les amostramos
la carta por la orillita.
¡Qué aguantar!, ¡ni por los diablos!
Se jueron a la baraja
al ver el DOS coloriando,
y han ido a dar al infierno;