Paulino Lucero - Hilario Ascasubi - E-Book

Paulino Lucero E-Book

Hilario Ascasubi

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Beschreibung

El escritor argentino Hilario Ascasubi presenta «Paulino Lucero» como una historia de los gauchos del Río de La Plata que cantaban y combatían contra los tiranos de la República argentina y el oriente del Uruguay (de 1839 a 1851). Se trata de una recopilación de versos a medio camino entre el poema épico y el teatro, que funciona como crónica del conflicto civil y que Ascasubi atribuye a Paulino Lucero, su alter ego: gaucho correntino y enemigo acérrimo de la tiranía de Rosas.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Hilario Ascasubi

Paulino Lucero

o Los gauchos del Río de La Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y oriental del Uruguay (1839 a 1851)

Saga

Paulino Lucero

 

Copyright © 1846, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726682397

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Prólogo

HOMENAGE

A la memoria del doctor don VALENTÍN ALSINA,

eminente patriota, virtuoso ciudadano

e ilustre jurisconsulto argentino.

 

HILARIO ASCASUBI.

París, 2 de agosto 1872.

 

Después de algunos años consagrados al sostén de los principios de libertad y civilización, en que, teniendo en vista ilustrar a nuestros habitantes de la campaña sobre las más graves cuestiones sociales que se debatían en ambas riveras del Plata, me he valido en mis escritos de su propio idioma, y sus modismos para llamarles la atención, de un modo que facilitara entre ellos la propagación de aquellos principios, es sólo a instancias de mis amigos que he podido resolverme a publicar, reunido a un solo cuerpo, todas las poesías que contiene este libro.

 

En globo, ellas presentarán al lector como el horizonte lejano de nuestros hechos y sus diversas peripecias; el cual irá perdiéndose de nuestra vista cuando más vamos entrando en la actualidad, donde el cuadro de la realidad principia a hacer desaparecer el aparente límite que a lo lejos diseña aquel ficticio horizonte.

 

Sin haber podido formar conciencia del mérito real y positivo de mis producciones, lejos de haber tenido en vista antes de ahora poner en un solo cuerpo las que contiene este libro, he temido por el contrario el exponerlas como en un cuadro sobre el cual el público pudiere juzgar de ellas, fuera de la escena en que me fueron inspiradas; circunstancia que tanto contribuye a realzar el mérito de toda producción literaria.

 

Pero personas más competentes que yo para juzgar de trabajos de esta naturaleza, ya sea movidas por un espíritu de patriotismo, amistad, o simpatía por los principios que he vertido en mis escritos, han conseguido al fin lanzarme el campo de la publicidad. Ellas me han impulsado a ofrecer a mis compatriotas una colección completa de mis trabajos, y no obstante que agradezco el generoso sentimiento que les induce a aconsejármelo así, debo sin embargo hacer caer sobre ellas ya sea el aplauso o el sarcasmo con que fueren recibidos mis trabajos, pues a no ser por sus insinuaciones no me habría expuesto a hacerme acreedor a una u otra cosa; desde que tampoco habría llegado el caso de ofrecer la colección que hoy sale a luz.

HILARIO ASCASUBI.

Jacinto Amores, gaucho oriental, haciéndole a su paisano Simón Peñalva, en la costa del Queguay, una completa relación de las fiestas cívicas, que para celebrar el aniversario de la jura de la Constitución oriental, se hicieron en Montevideo en el mes de julio de 1833

 

JACINTO llegando a casa de su aparcero Peñalva antes del mediodía

 

JACINTO: ¡Aquí está Jacinto Amores!

Vengo, paisano Simón,

a ganarle un vale cuatro,

y al grito rayarseló.

 

SIMÓN: Pues, amigo, si tal piensa,

fieramente se engañó.

 

JACINTO: ¡Qué me he de engañar, nunquita!

 

SIMÓN: Se engaña, y creameló,

que en la redondez del mundo

hasta ahora no alumbra el sol

a gaucho alguno que pueda

alzarme al truco la voz.

 

JACINTO: ¡Barbaridá! Y ¿cómo está?

 

SIMÓN: Alentao, gracias a Dios.

Y usté ¿diaónde diablos sale

en ese pingo flanchón?

 

JACINTO: De la ciudá caigo, amigo,

rabiando, y con su perdón

voy a soltar a este bruto,

que desde que lo parió

su madre la yegua...

 

SIMÓN: ¡Ahijuna!

La madre del redomón,

si le parece, y...

 

JACINTO: De juro.

(¡Qué viejo tan cociador!)

Pues, como le iba diciendo,

nunca en la vida se vio

de este bruto una obra buena.

¡Ah, maula!

 

SIMÓN: Pues largueló,

que de flautas de esa laya

dos tropillas tengo yo;

por supuesto, a su mandao.

 

JACINTO: Eso sí, siempre pintor.

 

SIMÓN: Como guste; desensille,

y vamos para el fogón,

pues le conozco en la cara

que viene algo secarrón;

y allí, mientras toma un verde,

me contará por favor

si ha visto esas funcionazas

de nuestra Custitución,

de las cuales en el pago

no hay gaucho que dé razón.

Así, merecer deseo

de su boca un pormenor.

 

JACINTO: Me parece razonable,

amigo, su pretensión;

así, voy a complacerlo,

aunque vengo calentón

por causa de que el caballo

también cuasi me tapó,

allí al cair a la cañada,

aonde tan fiero rodó

que, si no le abro las piernas

en su lindo, hecho mojón

entre el barrial de cabeza

me planta, o me hace colchón.

 

SIMÓN: No me venga con preludios,

pues ya sé que es parador.

 

JACINTO: A veces, pero no en todas;

por fin, eso ya pasó.

Y volviendo a su deseo,

en cuanto a conversación

traigo más cuento que infierno

y podré darle razón,

como guste, en lo tocante

al todo de la función.

 

SIMÓN: ¡Cosa linda!, sientesé;

velay mate, apureló,

y empiece, que estoy ganoso

de escucharlo.

 

JACINTO: Pues, señor,

partiendo de una alvertencia,

desde el día veintidós,

ya rumbeando a las funciones,

fui a golpiarme al Canelón,

adonde jugando al truco

con el ñato Salvador,

me pasé todo ese día;

y el liendre con su intención,

sintiéndome algunos riales,

y sabiendo mi afición

a echar un trago, a la fija

esa noche me apedó,

y orejiando la pasamos;

y la jugada siguió

hasta el veintitrés de tarde,

que del todo me peló,

y largándome el barato

a la ciudá se largó.

Yo, después de churrasquiar,

apenas escureció,

ensillé el ruano y salí

al trote hasta el Peñarol,

adonde desensillé

en la chacra de Almirón;

y de allí, a la madrugada,

cuanto el lucero apuntó,

cogí despacio, y después

que asiguré un cimarrón,

rumbié al galope a la Aguada,

aonde llegué a la sazón

en que la primer orilla

iba descubriendo el sol.

¡Barajo!... ¡Pero, qué helada,

la que se me levantó

en esa cruzada! ¡Ah, Cristo!

Por poco me endureció,

con todo que para el frío

presumo de aguantador;

pero, esa mañana... ¡eh, pucha!

las narices, crealó,

me gotiaban, y entumido

me apié en lo de un Español,

pulpero de mucho agrado;

y luego que alabé a Dios,

le pedí un vaso de anís,

que para entrar en calor

es bebida soberana;

y apenas me lo alcanzó,

al pegarle el primer beso,

de atrás sentí... ¡Bro... co... tón!

el trueno de un cañonazo

que a la casa estremeció.

Y al crujido de los frascos,

los vasos y el mostrador,

por supuesto, mi rocín

de la sentada que dio

hizo cimbrar el palenque,

y en seguida reventó

el cabresto, al mesmo tiempo

que el cojinillo voló

y en medio de las orejas

al pingo se le enredó;

de manera que espantao

y echando diablos salió

campo afuera hasta el Cerrito,

en donde me le prendió

las boliadoras un criollo

que allí se le atravesó.

 

SIMÓN: Vaya un mozo comedido!

 

JACINTO: Cabalmente, se portó.

Y como le iba diciendo,

tras del trueno del cañón

un repique general

por todo el pueblo sonó,

y al mesmo tiempo soltaron

en el Cerro un banderón

de la Patria azul y blanco,

y en la esquina con el Sol.

De ahí siguieron menudiando

las campanas y el cañón,

y de tal modo, aparcero,

se me ensanchó el corazón,

que doblé el codo y de un trago

sequé el vaso, crealó;

y luego un ¡Viva la patria!

le atraqué por conclusión.

 

SIMÓN: En su vida, amigo Amores,

no ha hecho usté cosa mejor;

y en un caso semejante

lo mesmo hubiera hecho yo

y cualquier criollo patriota.

Prosiga.

 

JACINTO: Pues, sí, señor.

Luego que el vaso apuré

y el cuerpo me entró en calor,

enderecé al bullarengo

cantando muy alegrón;

y al embocarme en la calle

que le llaman del Portón,

la vide de punta a punta

que parecía una flor,

adornada con banderas

de toda laya y color:

las unas de Buenos Aires,

las otras de la Nación;

pero, eso sí, acollaradas,

como quien dice: en unión;

después las de Ingalaterra,

las de Uropa y qué sé yo...

Era puro banderaje

de lo lindo lo mejor.

Así, medio embelesao

con tantísimo primor,

fui a torcer por una esquina,

cuando en esto el redomón

de una yunta de mujeres

se hizo poncho y se tendió

al ver que una en la cabeza

traiba un escarmenador

que era capaz de espantar

al famoso Napolión.

¡La pu... rísima en el queso!

¡si aquello daba temor!

Era más grande que un cuero

la peineta, sí, señor;

de manera que el caballo

tan de veras se asustó

que fue preciso atracarle

las espuelas con rigor.

Al sentir las nazarenas,

tiritando atropelló

en derechura a las hembras,

y una de ellas se enojó

tantísimo y tan de veras,

que la gente se juntó,

al comenzarme a gritar:

«¡Ah, camilucho ladrón,

que te hago pelar la cola

si ruempo mi peinetón!

¡Jesús, mis ochenta pesos!

Favorézcanme por Dios;

vayan a la Polecía

y tráiganme un celador;

o que venga el comisario

y amarre a este saltiador,

gaucho, atrevido, borracho...».

Y la hembra se calentó

a decirme desvergüenzas,

que a no ser por la afición

que le tengo y le tendré

siempre al ganado rabón,

me dejo cair y allí mesmo

la castigo, o qué sé yo.

 

SIMÓN: Pues, amigo, en no hacer caso

no hay duda que la acertó,

porque las hembras puebleras

en cuanto se enojan son

como víboras toditas;

y en teniendo un camisón

de tafetán o lanilla,

ya tienen la presunción

de unas virreinas, y así

se largan de sol a sol

con el corpiño ajustao

y llenas de agua de olor,

sin camisa algunas veces,

pero con su peinetón;

pues como es prenda de moda,

ahí largan todo el valor;

lo mesmo que en el ponerse

en cada hombro un pelotón

como panza de novillo.

¡La gran punta! ¡qué invención!

¿No la ha visto?

 

JACINTO: Quitesé;

de eso también procedió

que el animal se espantase,

de suerte que me obligó

a volverme para atrás;

fortuna a que en el portón

vive un mozo portugués

en un medio corralón,

adonde me resolví

a dejar mi redomón.

 

Luego a pie me fui a la esquina,

y al sentirme delgadón

compré pan y gutifarras

y un rial de vino carlón;

atrás me chupé otro rial,

después me soplé otros dos;

y en seguida a la guitarra

me le afirmé tan de humor,

que ni el mesmo Santos Vega,

que esté gozando de Dios,

se hubiera tirao conmigo;

porque estaba de cantor

con la mamada, paisano,

lo mesmo que un ruiseñor.

 

En esto, a la doce en punto,

otra vuelta... ¡Bro... co... tón!,

dianas y repicoteos

por toda la población:

cosa que me hizo acordar

de cuando en Ituzaingó

nos tiramos cuatro al pecho...

¿Se acuerda, amigo Simón?

 

SIMÓN: Glorias como esa, paisano,

nunca Peñalva olvidó;

pues ya sabe que este brazo

allí también se blandió.

Bien que los gauchos patriotas

peliamos por afición;

y en cuanto se arma una guerra,

sin más averiguación.

de si es rigular o injusta,

nos prendemos el latón,

y dejando las familias

a la clemencia de Dios,

andamos años enteros

encima del mancarrón,

cuasi siempre unos con otros

matándonos al botón.

Así de la paisanada

los puebleros con razón

suelen reírse, porque saben

que los gauchos siempre son

los pavos que en las custiones

quedan con la panza al sol;

y el que por fortuna escapa

de cair en el pericón,

después de sacrificarse

saca un pan como una flor,

cuando tiene por desgracia

que arrimarse a un figurón

de los que al fin se asiguran

del mando y del borbollón.

Y si no, vaya por gusto

en cualesquier aflición

o atraso que le suceda,

y procure la ocasión

de alegarle a un gobernante,

a quien usté lo sirvió

con su persona y sus bienes

hasta que se acomodó;

vaya y pídale un alivio...

¿Y qué le daban?, ¡pues no!

Ni bien llega usté al umbral,

le sale algún adulón

atajándole la entrada

y haciendo ponderación

de que se halla vuecelencia

muy lleno de ocupación,

porque le está dando taba

algún ricacho, o dotor,

o la señora fulana,

o el menistro, o qué sé yo

todas las dificultades

que pone con la intención

de cerrarle la tranquera

a cualesquier pobretón;

y si usté ve que lo engañan,

y se mete a rezongón,

le largan cuatro bravatas

y lo echan de un repunjón

cuando menos, que otras veces

le acuden con un bastón

a medirle las costillas

sin más consideración.

¿No es así?... Pero por fin,

mudemos conversación;

platique de las funciones.

Velay otro cimarrón.

 

JACINTO: ¿Qué dice de las costillas?

¡Barajo!, amigo Simón,

a mí nadies me aporrea

ni me ronca sin razón.

¡Qué!, ¿así no más se dan palos?

¡La pu... nta del maniador!,

pues estábamos lucidos

después de tanto arrejón

y trabajos por ser libres.

No, amigo, eso sí que no.

Yo, aunque soy un pobre gaucho,

me creo igual al mejor,

porque la ley de la Patria,

como las leyes de Dios,

no establece distinciones

de ninguna condición

entre el que usa chiripá

o el que gasta casacón.

Todos los hombres iguales

ante la justicia son,

la cual tan sólo distingue

y le da su proteción

al hombre más bien portao;

y sobre ese punto yo

presumo como el que más,

y es tanta mi presunción

que me creo en cualquier parte

del todo merecedor.

Siendo así, no puedo, amigo,

sufrirle a ningún pintor.

 

Cabalito. Con que así,

mudando conversación,

seguiré mi cuento aquel:

 

Me había puesto alegrón,

y al sentir los cañonazos

me tiré del mostrador,

y echando mano a sacar

plata de mi tirador,

me encontré sin un cuartillo.

¡Voto al diablo!, dije yo;

a la cuenta en el galope

la mosca se me perdió.

 

Entonces quise al pulpero

darle una sastifación,

dejándole el poncho en prenda;

pero el hombre no entendió

de disculpas, al contrario,

como un tigre se enojó,

y para echarme a la calle

me dio tal arrepunjón

que me hizo sentar de culo.

¡Ahijuna!, le grité yo,

y en cuanto me enderecé

sin más consideración

le sacudí un guitarrazo,

y en ancas con el farol

adonde estaba el candil;

pero el pulpero sacó

el cuerpo, haciéndose gato,

y no sé diaónde agarró

un espadín, con el cual

como un toro me embistió.

 

Pero, amigo, es como robo

peliar con un chapetón

y a cuchillo, hágase cargo;

ni medio a buenas llegó,

con todo que sobre el lazo

se me vino, y me tiró

tres viajes, que en el tercero

cuasi, cuasi me aujerió;

por suerte le metí el poncho,

y cuando él menos pensó

le hice una media cabriola,

¡y apenas se descuidó

le crucé los dos cachetes

con un tajo de mi flor!

 

Por supuesto, el maula viejo

al coloriar aflojó,

y le cacé el espadín

que asustao me lo soltó;

entonces salí a la calle,

y atrás de mí se largó

el pulpero, dando gritos,

de manera de que yo,

temiendo a la Polecía,

me le senté a un mancarrón

que estaba frente a una puerta

con apero de dotor;

y de allí como balazo

me fui a golpiar al Cordón,

adonde solté el rocín,

y se me proporcionó

el venderle las cangallas

a otro pulpero Nación,

que por la silla y la espada

siete pesos me aflojó.

 

Agarré el mono y a pie

caí por el otro portón,

y haciéndome zonzo entré

hasta la Plaza mayor.

 

¡Ah, cosa! ¡Bien haiga Cristo!

Viese, aparcero Simón;

eso era una maravilla

de cortinas de color,

pilares, arcos, banderas,

de la plaza al rededor;

y allá en el medio una torre

de muy lucida armazón

que nombraban la Pirami,

aonde estaba un figurón

arriba con la bandera

de nuestra Custitución.

 

Luego, esa misma Pirami

tenía abajo al redor

letreros y versería,

y un mozo que se arrimó

anduvo dándole güeltas,

y uno por uno leyó

el cómo, el cuándo, y el pago

aonde la patria triunfó.

 

Luego la farolería,

amigo, daba calor;

era cosa de asombrarse,

ver tantísimo farol.

 

¿Y la soldadesca? ¡Ah, cosa!

Encantao estaba yo

viéndola tan currataca

luciendo en la formación,

cuando la musiquería

redepente resonó,

al tiempo que de la iglesia

el gobierno despuntó

con toda la oficialada

saliendo de la función.

¡Qué uniformes galoniaos!,

¡qué penachos de color!,

¡qué corbos y qué murriones

relumbrantes como el sol!

 

Luego con los melitares

entreverada salió

una manada de escuros,

vestida de casacón

y fachas de teruteros;

porque traiban el calzón

no más que hasta la rodilla;

de ahí, espadín y bastón,

y zapatos con hebillas,

y un gran sombrero flauchón...

vestimenta singular

que usa todo ese montón

de alcaldes y escrebenistas,

y dotores, como son

todos por lo rigular:

gente, amigo, superior

para armarle una tramoya

y chuparle el corazón

al diablo, si se le antoja

el meterse a pleitiador.

 

Al fin, se largó el hembraje

en la última división.

¡Ah, mozas de cuerpo lindo!,

¡si eso daba comezón!

Salió una muchacha rubia

así como de su altor,

con un vestido celeste

y su triángulo punzón,

y una cara como un cielo.

¡Ah, hembra linda!, ¡crealó!

Y tan pintora, eso sí;

toda se zangolotió

al bajar las escaleras,

de suerte que se enredó

en las polleras tan fiero

que medio trastabilló.

 

Entonces un cajetilla

que estaba allí de mirón,

y tendría con la moza

conocencia, o qué sé yo,

cuanto la vido ladiarse,

cuanto se le acollaró

por la cintura y salieron

requebrándose los dos.

¿Qué le parece?

 

SIMÓN: ¡Divino!

Me gusta, amigo, ¡pues no!,

ya sabe que me deleita

oír platicar del amor...

Pero, entre tanto, dispense,

y alcánceme ese asador,

voy a prenderle un matambre;

y prosiga por favor,

que recién me va gustando

el cuento.

 

JACINTO: Pues, sí, señor;

cuando todos se raliaron

yo también me iba a largar,

y me topé redepente

con el amigo Olimar,

tan apedao que a gatitas

se podía enderezar.

Al verlo tan chamuscao

le quise allí gambetiar,

pero me pilló tan cerca,

que no me pude escapar

de que me pegara el grito:

-¡Amigo!, ¿cómo le va?

-Muy lindamente... Y lueguito

se me pegó al costillar,

con un porrón de giniebra,

y me comenzó a informar

de las rifas que vendían,

mostrándome un chiripá

que con dos riales y medio

acababa de sacar.

 

Al ver esa prenda linda

se me antojó el arresjar,

y al punto de resolverme

echamos a caminar,

llegando hasta una ventana,

aonde primero a jugar

entré a la gata parida

para poderme atracar,

porque el gentío que había

era con temeridá.

 

Allí adentro estaba un mozo

de facha muy rigular,

haciendo la mazamorra

con cartuchitos no más;

y al verlo tan trajinista

me hizo medio desconfiar;

pero, como en todo soy

incapaz de recular,

largué mis dos petacones,

y luego salí a pelar

papeles en la vedera,

sin conseguir acertar

en alguno con letrero,

que era el modo de ganar.

 

Como soy medio suertudo

de nuevo volví a largar

otro petacón y medio;

pero, ¡qué Cristo!, al pelar

saqué puro blanco y blanco...

¡Mire qué infelicidá!

 

Dándome por trajinao

cuasi empecé a renegar,

y por no perderlo todo

rejunté para pitar

todos estos papelitos.

¡Mire si es barbaridá,

vender a medio cada uno!

¡Vaya un modo de robar!

 

SIMÓN: Pero, amigo, ¿quién lo mete

en juegos de la ciudá?

¿No sabe que los puebleros

son capaces de embrollar

al gaucho más orgulloso?

Valiente no maliciar.

Velay, pite, y otro día

no se deje trajinar.

Con que, prosiga adelante.

 

JACINTO: Por fin, me iba a retirar

después de la peladura,

cuando empezaron a entrar

las yuntas de danzarines,

que venían a bailar

sobre un tablao que sería

del tamaño del corral.

 

Primero entraron a pie

dos pandillas, luego atrás

entraron los de a caballo,

y en el istante a volar

principió la cuhetería,

culebriando hasta trepar

allá por los infiernillos;

y de arriba... ¡tra... ca... tra!,

lo mismo que maíz en la olla

era un puro reventar.

 

Al rato los danzarines

empezaron a marchar,

moniando por el tablao

y sin quererse largar.

Así anduvieron rodiando,

pero en cuanto entró a tocar

la música el fandanguillo,

se agacharon a bailar

primorosísimamente.

¡Ah, mozos de habilidá!,

y luego tan currutacos,

eso era temeridá;

porque cada danzarín

parecía un general:

chaqueta y calzón de raso,

toditos por el igual;

luego en el pecho una cosa

a manera de pretal

de puro galón dorao.

De ahí, ceñidor y puñal

y unos bonetes cacones

con sortijas de metal;

y otra porción de primores

que se veían relumbrar.

Luego unos arcos floridos,

cosa muy particular,

con los que hacían mudanzas

y figuras al bailar;

hasta que al fin se cansaron,

y le dieron el lugar

a otra tropilla distinta

que luego subió a danzar;

y si bien lo hicieron unos,

no se quedaron atrás

los segundos, que bailando

se pusieron a trenzar

unas cintas de la patria

con toda preciosidá.

 

Sujetaron un istante;

y entonces vide trepar

a un muchacho como un cielo,

que principió a platicar

a gritos con los mirones;

y todos al escuchar

las razones del mocito,

en cuanto cesó de hablar

gritaron: ¡Viva la Patria!,

y entraron a palmotiar

de la plaza y los tejaos

las gentes como maizal.

A los gritos los danzantes

se volvieron a agachar,

y dele guasca... otra vez;

bailando hasta destrenzar

las cintas completamente.

 

En seguidita no más

los que estaban a caballo

se echaron a disparar,

maniobrando de este lao,

para luego irse a topar

a fuerza de chuza y bala

por el otro lao de allá;

y otra vuelta a sable en mano

se volvían a encontrar,

y de revés se tiraban

unos viages sin piedá:

eso sí, todo chanciando,

no era cosa de peliar.

Pero, ¡ah, pingos belicosos!,

se podía atropellar

al diablo en cualquiera de ellos.

Nunca he visto en la ciudá

unos fletes más bizarros.

 

Al fin se empezó a nublar

la tarde, y un aguacero

se principió a descolgar;

de suerte que me largué

en derechura al corral

del portugués que le dije,

quien me salió a preguntar

aónde me había entretenido.

¡Ah, mozo de voluntá!

Esa noche nos mamamos,

y cuando no pude más,

cojí y me acosté a dormir,

y me vine a despertar

al otro día a la tarde,

que, sin comer ni matiar,

cuanto vi el tiempo asentao,

me fui a la plaza a golpiar,

aonde las fiestas seguían

con la mesma majestá,

y estaban los de a caballo

prontitos para jugar

la sortija, que en un arco

entraron a disputar

quién la ensartaba primero;

y echándose a disparar

uno atrás de otro al galope

ninguno pudo embocar.

 

Pero... ¡eh, pucha!, ¡ah, mozo diablo

uno llamao Piquimán!,

ojo al Cristo se venía

a fuerza de rebenquiar,

y cuando estaba cerquita

comenzaba a sujetar,

y así mesmo cabuliando

no consiguió el acertar;

hasta que un hombre en un zaino

rompió, y después de embocar,

le tocaron los clarines

y sentó el pingo ahí no más.

Pusieron otra sortija

y comenzaron a entrar

otras nuevas mojigangas,

que era para reventar

al verles la facha, amigo;

y después de chacotiar

a vueltas y cogotazos

no sé aónde fueron a dar.

 

Tras de esto, las luminarias

empezaron a alumbrar,

y así que estuvo escurito

mandó el alcalde quemar

una porción de castillos

primorosos a cual más.

 

Después de eso a las comedias

la gente empezó a rumbiar,

y yo atrás del bullarengo

también entré a cabrestiar

voluntario, de manera

que cuando quise acordar

estuve entre las comedias,

aonde tuve que aflojar

en la puerta cuatro riales,

que tengo que lamentar

mientras viva en este mundo;

porque, después de pagar

para ver las comediantas,

nada conseguí el mirar,

y allí entre unos callejones

cuasi me hacen reventar

a encontrones; y así anduve

dando güeltas sin cesar,

hasta que en ese trajín

me empezaron a sonar

las tripas como organito:

con que me mandé mudar,

y en la primer pulpería

que vi me entré a merendar

pescao frito y vino seco,

medio frasco o poco más;

de suerte que me templé,

y de allí me puse a cantar

hasta las diez, cuando el hombre

me dijo que iba a cerrar

la pulpería; y de allí

sin saber aónde rumbiar

salí en pedo, y... ¡vea el diablo!,

en cuanto salí no más,

pasó frente a mí una moza

y se empezó a zarandiar,

como diciéndome: envido,

de suerte que al costillar

me le pegué y al instante

la comencé a requebrar,

y, como que me rascaba,

la mosca le hice sonar;

pero la hembra redepente

al ñudo echó a disparar,

y dando güelta ahí cerquita

se trepó sin resollar

por una escalera arriba;

y yo me volví a topar

otra vez en las comedias,

aonde iban a fandanguiar.

 

Como ya había pagao,

de nuevo quise dentrar,

y al tiempo que me colaba

muy orondo y muy formal,

redepente, ¡voto al diablo!,

un pueblero gamonal

me sujetó del cogote

y me pegó el grito: -¡Atrás!

Ahora no se entra de poncho.

Salga, no sea animal.

-Paisano, le contesté,

usté puede dispensar,

que siendo yo mozo pobre

no me puedo presentar

de casaca como usté,

que algún platudo será

por lo guapo y vanidoso;

y si es de menospreciar

este poncho para usté,

patrón, me voy a largar,

permitiéndome tan sólo

decirle con claridá,

que entre un gaucho y un pueblero

no encuentro disigualdá,

cuando el primero es honrao

y se sabe comportar.

 

En esto un don Chutipea

vestido de militar,

agradao de mis razones,

de la mano me hizo entrar,

así no más, emponchao...

¡Vaya un hombre liberal!

 

Luego adentro, por sopuesto

me traté de acomodar

sentao como vide a muchos,

y como al lao de enlazar

viché un cajón boca arriba,

de dos varas poco más,

con muchas sillas adentro,

ahí me entré a repatinguiar

sobre la más bien dorada;

y vi una temeridá

de puebleros que a la sala

principiaron a dentrar

con unas mozas, amigo,

lindas como una deidá.

 

A poco rato salieron

dos madamas a bailar,

de unas cinturas, ¡ah, Cristo!,

si no hay cómo comparar

la finura, porque a un soplo

se les podía quebrar.

Cada una con su cortejo

hizo yunta, y a la par,

haciéndose cortesías,

entraron a recular,

y cuanto hacía la dama

lo mesmo hacía el galán.

 

De ahí bailaron otras cosas

que yo no puedo explicar;

pero lo que me gustó

fue, amigo, que al rematar

se armó un cielito con bolsa,

y ya se largó a cantar

sin guitarra un mozo amargo

de aquellos de la ciudá.

¡Bien haiga el criollo ladino,

cómo se supo quejar!

Al fin se hizo un entrevero

algo más de rigular;

y yo al ver la cosa en punto

me iba ya a desemponchar;

pero, apurándome el sueño,

comencé luego a vichar

aónde poderme tender

para medio dormitar;

y tantiando en un rincón,

(mire qué casualidá),

trompecé en una limeta

tapada con alquitrán;

luego le rompí el pescuezo

y le empecé a menudiar,

sin saber qué diablos era,

que se colaba no más

como dulce de aguardiente;

pero con la suavidá

tomé un pedo tan tremendo,

que me tuve que anidar

debajo de una escalera,

aonde comencé a roncar

sin saber más del fandango,

porque volví a dispertar

al otro día a la tarde

revolcao como animal;

y así me largué a la plaza...

Y al momento de llegar,

de nuevo los bailarines

empezaron a bajar;

y otro vez la cuhetería

y música sin cesar:

gentío que no cabía,

banderas cada vez más,

rompecabezas, tucañas,

y muchachos a montar

en caballitos de palo,

que hacían remoliniar

al lao de unos cochecitos,

cosa muy particular.

¿Y las mozas, aparcero?

¡Jesucristo!, ¡qué beldá!,

se cruzaban en tropillas

de a diez, de a doce y de a más;

mojigangas como hormigas,

soldados como trigal;

Naciones como mosquitos,

y en un puro lengüetiar;

cajetillas, por supuesto,

muchos, ¡con temeridá!,

eso sí, currutacones

todos ellos a cual más.

 

Finalmente, a la oración

se principió a iluminar

toda la farolería

en la plaza y la ciudá;

y prendieron los castillos...

y acabados de quemar,

las gentes a las comedias

se volvieron a largar.

 

Al ratito yo también

cansao me mandé mudar,

porque estaba tan rendido

que a gatas podía andar;

de suerte que a un bodegón

fui y me puse a merendar;

y a las ánimas en punto

fatigao me vine a echar.

Dormí en lo del portugués,

y en cuanto quiso aclarar

me levanté, calenté agua,

me senté a cimarrionar;

de ahí pagué lo que debía,

después me puse a ensillar;

monté y me largué a mi pago,

adonde espero llegar,

si el Señor quiere y la Virgen,

con toda felicidá.

 

Velay todo lo que he visto;

no tengo más que contar.

 

SIMÓN: Dichoso de usté, aparcero,

que ha sabido disfrutar

funciones tan soberanas.

¡Viva el Gobierno oriental!...

Y el año que viene, amigo,

si Dios nos deja llegar,

y yo tengo cuatro pesos

para poderlos gastar,

desde ahora ya le suplico

que me venga a acompañar

para que nos vamos juntos

a la función a gauchar.

 

Después que el viejo Peñalva

acabó de platicar,

Jacinto ensilló un obero

y Simón un alazán;

se echaron un trago al pecho

y salieron a la par:

el uno cortó a su pago,

y el otro se fue a campiar.

 

El Truquiflor

Remitido de un soldado oriental del ejército del general don Fructuoso Rivera, para el número cuatro del periódico titulado El Gaucho en Campaña, el cual se publicaba en Montevideo en el año de 1839

 

Campamento en marcha a 25 de otubre de 1839.

 

Amigo relator de la Gaceta del Gaucho:

 

Ya que va a soltar su número 4, lárguelo a la fija, patroncito, como nosotros, velay ahora se lo hemos atracao a los Rocines de Echagüe ayer 24 en las puntas del arroyo de Mendoza; y nos han reculao fieramente, porque no es fácil resistir a un ¡vale cuatro!, el cual le ataja la orina al diablo.- Y si no, vea lo que ha sucedido entre nosotros y los invasores de Juan Manuel el porteñazo.

 

Pues, señor, oído a la cosa

dende que los entrerrianos

se vinieron a esta banda

con las miras de atrasarnos,

viene a ser casi lo mesmo

que si vinieran jugando

al truquiflor con nosotros

un partido interesado,

en el cual los orientales

como por PRENDAS jugamos

la libertá y la fama;

y aquellos, por el contrario,

arrejan la esclavitú

y el sostén de esos tiranos

Rosas, Echagua y Urquiza,

que los están gobernando

pior que como en Portugal

se gobiernan los esclavos.

En fin, dende el Uruguay

nos vinimos barajando,

y la jugada empezó

del Uruguay a este lao.

 

Nos traiban una empalmada,

y nosotros descuidaos

cortábamos ande quiera,

y así nos fueron tantiando

creyendo ponerse en güenas

hasta que dende el Durazno

les conocimos el juego;

de suerte que comenzamos

a quererles a la fija,

pues para eso asiguramos

en todas manos el DOS.

¡Don FRUTOS!, ¡háganse cargo,

si flor que tiene ese triunfo

puede retrucarla el diablo!

 

Por fin así nos vinimos

nosotros siempre falsiando

con un punto cualquierita,

hasta que los igualamos,

y acá por Santa Lucía

ya nos pusimos a tantos.

En esta disposición,

de los dos lados cuajamos

una flor rigularita,

y ellos cuanto la orejiaron

al instante un contraflor

vanidosos nos echaron.

 

Haciéndonos los petizos

nosotros nos achicamos,

para dejarlos venir

y en el truco revolcarlos,

que es donde luce el poder.

Por supuesto, nos jugaron

carta grande en la primera;

pero ahí no más la empardamos

cantándoles ¡flor y truco!

con todo el DOS, por si acaso...

¡Retruco!... nos respondieron

queriendo largar el guacho.

¡Oigale a los embusteros!,

les dijimos... ¡VALE CUATRO!,

a que no aguantan maulones...

y medio les amostramos

la carta por la orillita.

 

¡Qué aguantar!, ¡ni por los diablos!

Se jueron a la baraja

al ver el DOS coloriando,

y han ido a dar al infierno;