Pederastia clerical o el retorno de lo suprimido - Fernando González - E-Book

Pederastia clerical o el retorno de lo suprimido E-Book

Fernando González

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Beschreibung

Cuando la actividad sexual efectiva se manifiesta a cielo abierto en el caso de los que se presentan ante los ojos de los demás como célibes y castos (y por lo tanto diferentes de la mayoría de sus seguidores), la investidura sacralizada se desconfigura. Entonces aparece no el sujeto consagrado de tiempo completo a su Dios, sino sólo el actor que pretende representar ese papel que en medio de la obra muestra la fractura que se despliega entre su mensaje, el personaje y los actos. Tal discordancia agujera el mensaje, que tiende a emitirse de manera performativa: decir es hacer. Entonces el simulacro muestra sus entrañas en toda su crudeza. Y al hacerlo, tiende a igualar al consagrado con quienes no optaron por su elección de vida. Sin embargo, esta caída de la sacralidad no es tan evidente, ya que en el sacerdocio católico abundan los expertos en administrar un tipo de invisibilidad que se muestra a vistas entre otros lugares, en la alba hostia que pretende no sólo representar, sino contener el cuerpo real de Cristo, después de que el oficiante emite las palabras de la consagración. Cuando desde la primera infancia se ha sido educado en este hábituscreyente, la sacralidad resiste. Y en el caso de la pederastia clerical hay incluso un segundo bastión que apoya el edificio: la ficción de un sujeto también ataviado con indumentaria blanca que en el vértice de la estructura pretende mantenerse por encima de estos terrestres avatares, sin develar que desde esa investidura se emitió la orden de mantener en secreto tal tipo de relación violenta de poder sexualizada. El presente libro aborda sin cortapisas los temas señalados.

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Pederastia clerical o el retorno de lo suprimido

Fernando M. González

Universidad Nacional Autónoma de MéxicoInstituto de Investigaciones SocialesCiudad de México 2022

Catalogación en la publicación UNAM. Dirección General de Bibliotecas y Sistemas Digitales de Información

Nombres: González, Fernando M., autor.

Título: Pederastia clerical, o, El retorno de lo suprimido / Fernando M. González.

Otros títulos: Pederastia clerical. | Retorno de lo suprimido.

Descripción: Primera edición. | México : Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales, 2020.

Identificadores: LIBRUNAM 2091037 (impreso) | LIBRUNAM 2137485 (libro electrónico) | ISBN 9786073039116 (impreso) | ISBN 9786073060271 (libro electrónico).

Temas: Iglesia Católica -- Clero -- Conducta sexual. | Abuso sexual de niños -- Aspectos religiosos -- Cristianismo. | Abuso sexual de niños por el clero. | Delitos sexuales del clero. | Iglesia Católica -- México -- Clero.

Clasificación: LCC BX1912.9.G656 2020 (impreso) | LCC BX1912.9 (libro electrónico) | DDC 261.83272088282—dc23

Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por académicos externos al Instituto, de acuerdo con las normas establecidas por el Consejo Editorial de las Colecciones de Libros del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio, sin el consentimiento por escrito del legítimo titular de los derechos.

Primera edición electrónica en e-pub: 2022, de acuerdo con la primera edición en papel de 2020.

DR 2022, Universidad Nacional Autónoma de México 

Instituto de Investigaciones Sociales 

Ciudad Universitaria, C.P. 04510 

Libro electrónico editado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, se terminó de producir en junio de 2022. La edición electrónica en formato e-pub estuvo a cargo de Oscar Quintana Ángeles. Participaron: Virginia Careaga Covarrubias (edición del proyecto), María Antonieta Figueroa Gómez (revisión de contenidos electrónicos), Cynthia Trigos Suzán (diseño de portada) y Marcela Pineda Camacho (cuidado de la edición).

ISBN: 978-607-30-6027-1

Resumen

Cuando la actividad sexual efectiva se manifiesta a cielo abierto en el caso de los que se presentan ante los ojos de los demás como célibes y castos (y por lo tanto diferentes de la mayoría de sus seguidores), la investidura sacralizada se desconfigura. Entonces aparece no el sujeto consagrado de tiempo completo a su Dios, sino sólo el actor que pretende representar ese papel que en medio de la obra muestra la fractura que se despliega entre su mensaje, el personaje y los actos.

Tal discordancia agujera el mensaje, que tiende a emitirse de manera performativa: decir es hacer. Entonces el simulacro muestra sus entrañas en toda su crudeza. Y al hacerlo, tiende a igualar al consagrado con quienes no optaron por su elección de vida. Sin embargo, esta caída de la sacralidad no es tan evidente, ya que en el sacerdocio católico abundan los expertos en administrar un tipo de invisibilidad que se muestra a vistas entre otros lugares, en la alba hostia que pretende no sólo representar, sino contener el cuerpo real de Cristo, después de que el oficiante emite las palabras de la consagración. Cuando desde la primera infancia se ha sido educado en este hábitus creyente, la sacralidad resiste.

Y en el caso de la pederastia clerical hay incluso un segundo bastión que apoya el edificio: la ficción de un sujeto también ataviado con indumentaria blanca que en el vértice de la estructura pretende mantenerse por encima de estos terrestres avatares, sin develar que desde esa investidura se emitió la orden de mantener en secreto tal tipo de relación violenta de poder sexualizada. El presente libro aborda sin cortapisas los temas señalados.

Índice

Introducción

De una denuncia inédita intraeclesial. El caso Maciel

Cuando el delegado apostólico y luego nuncio de México mostró que no era un desalmado

Declaraciones de autoridades eclesiásticas respecto a la pederastia

Diferentes estrategias clericales para intentar neutralizar las denuncias o manejar diversos grados de impunidad

El pacto de pederastia

Una genealogía del abuso sexual

Cuando la virilidad sacralizada devela sus entresijos

Cuando la institución papal tiene dos bocas

Epílogo

Bibliografía

Introducción

[ Regresar al índice ]

Contrariamente a lo que se podría pensar, el acontecimiento no queda definitivamente clasificado en los archivos del pasado; puede retornar como espectro, habitar la escena del presente e hipotecar el porvenir, suscitar angustia, temor o esperanza…Dosse (2013: 283).

Quedan cosas sin hablar claro. Agujeros de cuerpo presenteGelman (2004: 63).

En el título de este escrito utilizo un término casi freudiano, y digo “casi” porque en realidad en lo que expondré no se trata de un material que apunte al inconsciente, ya que entonces estaríamos hablando del retorno de lo reprimido. En cambio, lo suprimido articula y convoca dimensiones que tienen que ver con el secreto, la voluntad de no querer saber o de dejar correr, así como una serie de mecanismos puestos en juego para intentar diferir, diluir, minimizar o hacer invisible una violencia cuidadosamente sostenida que —me atrevo a decir— ha pervivido durante siglos. En términos de Michel Foucault, se busca dar cuenta

De las diferentes maneras de no decir. Cómo se distribuye lo que se puede decir o no decir, qué tipo de discurso está autorizado y qué forma de discreción es requerida para unos y para otros. [Porque] no hay uno sino muchos silencios.

[Todo lo cual nos lleva de manera casi directa a la cuestión de la censura, ya que ella liga] Lo inexistente, lo ilícito y lo informulable. De tal manera que cada uno sea a la vez principio y efecto del otro. La lógica de la censura supone tres formas: afirma eso que no está permitido, impide que sea dicho, niega que existe (Foucault, 1976: 38-111).

Obviamente, lo que señalo no sólo se aplica a la Iglesia católica: se ha dado también en las familias, escuelas, hogares para huérfanos, conventos. . . No obstante, en el caso de dicha Iglesia —que en los últimos 25 años ha sido objeto de muchas denuncias— tanto el aparato conceptual puesto en juego como la política estructural desplegada y las estrategias operadas para promover una cultura de silenciamiento y transfiguración de los actos clericales de pederastia, tienen su especificidad.

Sin embargo, debe señalarse también que el cambio de posición de muchos abusados que decidieron abrir las cartas al respecto no es un dato originado en esta Iglesia, puesto que forma parte de una transformación más amplia de la perspectiva moral respecto a tal tipo de casos, así como de la posibilidad y disposición a exponerlo públicamente.

Ahora bien, a esas diferentes maneras de no decir de las instituciones (y, en el caso que me ocupa, el de la Iglesia católica), en ocasiones responden y se les oponen aquellas otras que buscan sí decir: la de los violentados. Al principio de lo que puede resultar un largo proceso, lo hacen de manera no necesariamente nítida, sino a partir de una narración atravesada por las “culpas”, una serie de dudas, interrupciones y —en no pocas ocasiones— nuevos silencios.

Dichos silencios de pronto se fisuran, los violentados reemprenden la voluntad de aclararse y —en algunos casos— deciden hacer público lo ocurrido. Antes, sus testimonios pasaron por una confidencia a una amiga(o), una maestra, la madre, un psicólogo, u otros, con la intención de preservar su intimidad.

La decisión de pasar al espacio público trae consigo nuevas complicaciones para el que decide hacerlo; no sólo para él, ya que no pocas veces implica a otros miembros de la familia que no quisieran ser exhibidos: ni como padres, hermanos o parientes de los violentados; y obviamente, si se trata de lo ocurrido no en la familia, sino en una institución, el individuo puede esperar una respuesta ríspida y anulatoria. A su vez, salir al espacio público puede dejarlo marcado como la víctima de cabecera profesional de cualquier movimiento que se proponga denunciar en esos territorios.

Podríamos ubicar la ola de denuncias sobre abuso sexual de los últimos 25 años dentro de lo que Foucault denomina “umbrales de intolerancia”, los cuales no pueden ser reducidos sólo a un asunto de sensibilidad, sino que implican una “capacidad de rechazo y de voluntad de combate” (Perrot, Foucault, Agulhon, y otros, 1980: 316). En dichos umbrales no puede ser previsto fácilmente cuándo se transformarán; pero al menos hay que tratar de avanzar algunos elementos del abuso sexual que permitan vislumbrar cómo se fueron configurando a partir de un contexto más amplio.

El testigo moral(Henry Rousso-Jean Norton Cru)

El historiador Henry Rousso señala que uno de los frutos que engendró el final de la primera Guerra Mundial fue el denominado testigo moral: el sobreviviente que va a hablar a “nombre de sus camaradas muertos”, el cual —además— siente la obligación de recordar lo ocurrido y sostiene que quienes no han vivido el conflicto, no pueden “aprehender el sentido de la guerra que acaba de terminar”. Además, habla a partir de dos posiciones: desde la primera persona, pero también a nombre de un “nosotros” que

Engloba los muertos, los vivos y los sobrevivientes. En ciertos casos, este testigo privilegiado va a colocarse como rival de los historiadores.[1] […] Tal testigo de un nuevo género afirma con fuerza la autenticidad y primacía de la experiencia vivida. El ejemplo más conocido es el de Jean Norton Cru, quien se alistó voluntariamente en agosto de 1914 y durante dos años estuvo en el frente, principalmente en Verdun; en 1929 publica una obra que tuvo fuertes repercusiones, intitulada Temoins, en la cual da cuenta y critica los testimonios aparecidos sobre la guerra en la década precedente. […] Cuestionando los errores, lo inverosímil y las fanfarronerías, obsesionado por la puesta al día de una verdad histórica una e indivisible. Él se erige en verdadero juez de la buena manera de rendir testimonio de la guerra, no sin algunos excesos cientificistas y un cierto populismo antiintelectual (Rousso, 2012: 97-98).

Tal tipo de testimonios al pie del lodo y de los cadáveres —como la describe Rousso— va a conectarse con diferencias con aquella que surgirá de la Segunda Guerra, cuando se hagan presentes el proceso de exterminio en los hornos y el tipo específico de hacer desaparecer gente, propiciada por los nazis. El sobreviviente de los campos de exterminio aportará nuevas maneras de testimoniar; de ahí que la noción de testigo moral entraña más de una manera de concebir su testimonio.

En la era del testigo-ausente (Annette Wiervioka-Claude Lanzmann Primo Levi-Jacques Ranciere)

Para tal fin, debe considerarse un tipo de genealogía que se inaugura con lo que Annette Wiervioka denomina “El tiempo del testigo”, y lo sitúa a partir del caso Eichmann en 1961. Lo hace en tal fecha porque es ahí cuando se da la conjunción del testigo como víctima. Según François Hartog, la manera como se dio dicha conjunción no tuvo como propósito testimoniar acerca de Eichmann (a quien no habían visto jamás), sino hablar de lo que habían soportado: “El testigo devenía de entrada de esta manera la voz y el rostro de una víctima, de un sobreviviente, al que se le escucha, y hace hablar; que se le graba y se le filma” (Hartog, 2013: 80).

Sin embargo, dicho testigo-víctima sobreviviente de los campos de exterminio tiene la singularidad de ser habitado por la sombra de la multitud de otros que nunca podrán testimoniar porque fueron aniquilados. Precisamente el filme Shoah de Claude Lanzmann tiene como centro y horizonte “el momento preciso cuando fueron borrados de la comunidad de los vivos” (Halévi, 2018: 181), de cuya desaparición apenas queda traza visual. No digamos de su voz. Y menos aún de su angustia dentro de la cámara de la muerte.

Aquí los vivos “se borran delante de los muertos, para hacerse sus portavoces” (Lanzmann, 2009, apud Halévi, Op. cit.: 441). Por tanto, no queda sino constatar un doble abismo que se instaura entre los exterminados y los sobrevivientes-testigos; también en aquellos que intentan analizar el fenómeno. Atenido a los hechos, y sólo a ellos, Lanzmann se sitúa

En las antípodas de la ficción literaria o cinematográfica, que pone en escena […] temas particulares o individuos “edificantes”, tales como el demiurgo sádico de los Binveillantes o el nazi benefactor de los judíos de Lalista de Schindler. Uno se hunde en el fango del recuerdo para hacer una sórdida narración [como] verdugo. El otro ofrece una luz patética de humanidad en un abismo de noche y niebla: es el itinerario de un justo entre las naciones. Dos historias y dos destinos singulares, dos “lecciones” sobre la obscenidad del mal y las contingencias del bien. En uno y en otro caso, las víctimas representan los figurantes necesarios, los “soportes narrativos”, presentes-ausentes: su historia no aparece sino a través del filtro del otro (Halévi, Op. cit.: 181).

En cambio, en Lanzmann no encontramos historias edificantes ni lecciones morales; tampoco busca penetrar los “resortes psicológicos” de los nazis y su maquinaria de exterminio, porque si se quiere “acceder” a ese real irrepresentable, hay que retomar la frase que un guardia de Auschwitz espeta a Primo Levi: “Hier ist kein warum” (“Aquí no hay por qué”). Este real irrepresentable no permite mensaje: sólo lleva a bordear el agujero de una ausencia plena de desaparecidos imposibilitados de testimoniar.

Como señala Jacques Ranciere, lo que le resulta irrepresentable del exterminio, para Lanzmann es hacerlo a la manera del “como si. . .”,

Por [medio de] una representación de cuerpos ficcionales, ofreciendo rostro humano y credibilidad histórica a los verdugos y a las víctimas. Eso que debe ser representado […] es el proceso de exterminio y la supresión de sus propias trazas. Y esta representación no es un testimonio. No se trata de tener que probar eso que tuvo lugar, sino de mostrar por una encuesta singular [que comienza en el presente] cómo ha ocurrido eso (Ranciere, 2000: 64).

El testimonio más radical del testigo ausente lo ofrece el citado Primo Levi cuando escribe:

Nosotros los sobrevivientes no somos los verdaderos testigos […], son ellos: los musulmanes, los enterrados, los testigos íntegros, aquellos cuya declaración tendría un significado general. La destrucción llevada hasta su consumación nadie la narró, como nadie regresó jamás para contar su muerte (Levi, 1989: 82).

Por lo tanto, aquellos que sobrevivieron a la Shoah —de acuerdo con Levi— sólo podrían considerarse testigos no plenamente íntegros. Ahora bien, este tipo de víctimas no integrales y sobrevivientes, ¿serviría como modelo generalizable para tratar de explicar otros casos de testigos-víctimas? Me parece que no.

A diferencia de tal tipo de testigos no integrales del nazismo o el estalinismo diseminados en la nada, los abusados sexualmente no tienen por qué pretender necesariamente ser los portavoces inevitables de otros que se rehúsan a hablar —por diferentes razones— de lo que ocurrió en su vida.[2] Colocados de esa manera, pueden hablar de su propia experiencia, dada su posición que conjunta el ser testigos y víctimas.

Sin embargo, esta dicotomía categorial se pluraliza cuando nos enfocamos directamente a la cuestión de la víctima. Entre otros motivos porque —por mínimo que haya sido el encuentro— un tipo de relación se estableció con el abusador, que dejará diferentes marcas en el sujeto. Y si la relación se consolidó durante meses o años, entonces la relación se despliega en una temporalidad que resignifica el primer encuentro [cursivas mías].

Y las consecuencias varían: sea que logre —con el tiempo y análisis— distanciarse de lo ocurrido y volverlo un episodio menor de su vida; sea que haya quedado —parafraseando literalmente a Freud— poseído por el abusador, cuya “sombra ha caído sobre el sujeto”. Entonces, dilucidar esas diversas maneras de ser poseído llevará a lo que se puede denominar un “trabajo de abuso”, en analogía con el “trabajo de duelo” (Freud) que no podrá obviar la parte sujetada del individuo.

A diferencia de las víctimas de los campos de exterminio que estuvieron ligadas a un contexto producto de una relación de poder brutal (contexto en el cual la vida estaba literalmente en juego y del cual era algo menos que imposible escapar), el caso de los abusados ocurre en diferentes contextos diferenciados.

Por ejemplo, no es lo mismo ser abusado en la familia —donde se juegan afectos muy primarios— que en una escuela —donde las posibilidades de abandonarla son mayores—, o en un convento, al que en principio se ha entrado por voluntad propia, el cual está sujeto a ideales y representaciones que promueven la diferenciación de los supuestos elegidos por su dios, que los diferencian de [los alumnos de] las escuelas y de la familia, . . .

En estos contextos de abuso, lo que está en juego de diversas maneras es la vida psíquica. ¿Es acaso lo mismo que el padre o el padrastro haya abusado de un hijo, que un maestro o el sacerdote fundador de una congregación? En síntesis, las categorías adelantadas, de testigo como víctima y aquella de abusador y abusado —como se verá más adelante—, no pueden ser comprendidas si no se introducen nuevos términos que cuestionen tales dicotomías simplificadoras.

La “configuración presentista”(François Hartog)

Ahora bien, las cosas se complican cuando los testigos considerados como víctimas buscan justicia; dicha búsqueda se da en el contexto de una reconfiguración de las temporalidades, aquella que Hartog denomina “configuración presentista”. En ella, los que se consideran (o son considerados) como víctimas, harán pública la violencia sufrida y su demanda de justicia.[3]

Tal configuración se da en […] un mundo que privilegia lo directo e interactivo, el tiempo real […] lo inmediato (lo humanitario compasivo de las políticas, la práctica de los remordimientos instantáneos y del trabajo de duelo en 24 horas). Que habla más fácilmente del “pasado” (categoría difusa) que de la historia, […] que valoriza lo afectivo más que el análisis distanciado, que invita al testigo, [y] se centra sobre la víctima y sobre el trauma, y que oscila entre lo “demasiado” y lo “no suficiente” de la memoria, para retomar la interrogación de Paul Ricoeur en relación con su reflexión sobre La memoria, la historia, el olvido (Hartog, 2013: 99-100).

Y esa reconfiguración de la temporalidad y de las maneras de expresarse recoloca inevitablemente el papel del historiador, del sociólogo y del psicólogo, u otros, en una posición secundaria: las víctimas declaran que tienen el derecho y las capacidades para expresar lo que les ocurrió y —por lo tanto— no quieren ser “expropiadas” por los expertos ni ser sólo consideradas una “fuente”.

En efecto, ambos: su capacidad y derecho, son indiscutibles. Las posibles dificultades comienzan cuando —a partir de eso— algunas de las víctimas pretenden que todo lo que ocurra dentro de ese ámbito es de su “propiedad”, y que su experiencia expresaría la totalidad de lo ocurrido.

Las dificultades aumentan cuando se abre la posibilidad de salir a los medios, lo que conduce a reclamar el rol principal en los reflectores.[4] Dime en qué dispositivo y temporalidad denuncias y te diré parte de los límites con los que te enfrentarás. Esta sería una de las posibles aportaciones del historiador y el sociólogo.

Por lo tanto, en la configuración presentista que se juega en el espacio público una vez quemadas las naves, lo fundamental en un primer momento consiste en poder ser visibilizado; una buena parte de dicha posibilidad la tienen los medios de comunicación y, hoy en día, las denominadas redes sociales.

En el caso de periodistas y comunicadores, ellos en general deciden a quién llaman; entonces se da el caso ya no sólo de las víctimas profesionalizadas, sino de los activistas, comentaristas e investigadores de cabecera de ciertos canales televisivos o radiales. Por ello, ser protagónicamente visible se vuelve muy importante si se quiere mantener la “causa” viva y presente.

En consecuencia, las tensiones, malentendidos e incluso rupturas entre los diferentes protagonistas, forman parte de las posibilidades de este nuevo avatar del pasaje a lo público. Por ejemplo: se da el caso de que algunos de los violentados consideren que ciertos activistas de la causa contra la pederastia (sea por espíritu de justicia, sea porque sufrieron abuso por parte de familiares, conocidos, u otros) les están “robando” protagonismo, aunque también se dan situaciones en las cuales algunos activistas son requeridos por ciertos abusados para que representen su caso.[5]

Por otra parte, los que nos dedicamos a investigar esta problemática, a veces hemos compartido micrófono tanto con activistas como con abusados, pero procurando mantenernos fieles a los requisitos de la investigación. Es decir, buscando no hacer pleonasmo en lo posible con lo que los violentados puedan expresar.

Más bien nos interesa analizar los contextos y las genealogías que ayuden a tratar de entender cómo un acontecimiento como el de la publicitación de la pederastia clerical finalmente haya conseguido salir a la luz o también tratar de analizar cómo se construyeron las categorías de “víctima” y “testigo” en ese ámbito específico. Incluso —en algunos casos— recogiendo sus testimonios, sea que nos los comuniquen por primera vez o que los retomemos de lo dicho públicamente por ellos.

No obstante, es justo aclarar que, al analizar la cuestión de la pederastia —al menos de jugar a la ilusión de neutralidad radical— se juegan posiciones morales que tocan la cuestión en la cual unos individuos, utilizando una relación de poder (en este caso, “sexual”), violentan a otros. Debe señalarse que, si bien nadie puede ponerse en el lugar de aquel que sufrió una violencia, tampoco encontramos una mirada soberana acerca de este fenómeno, porque muchos elementos se encuentran en juego.

Incluso no es de extrañar que aparezca una zona de opacidad en el propio abusado, si aceptamos el supuesto de los efectos que ejerce lo inconsciente, y no sólo lo impensado o las diversas maneras de no decir, o de decir a medias, y otros. No está de más aceptar la posibilidad de una conjunción de miradas que pueden a fin de cuentas llegar a complementarse.

Sin embargo, huelga decir que en algunos casos la mirada del testigo-víctima no necesariamente coincide con la del investigador; ello por elementales razones: este último no puede reducirse a una especie de vocero de aquél. Tales posibles reclamos ya se han presentado en otros ámbitos; por ejemplo, en el caso de los sobrevivientes de los campos de concentración o en el de los que arriesgaron todo en la resistencia contra los nazis, y así por el estilo. También se ha manifestado en ciertas ocasiones respecto a la pederastia clerical.

“Las mercancías emocionales”(Eva Illouz)[6]

Para ejemplificar en parte este mundo que privilegia lo directo, lo emocional y lo interactivo, refirámonos a lo que ocurrió en Francia el 26 de octubre de 1983 en TV2. Esa noche, una tal Vivienne (una francesa común) se plantó en un programa de televisión y expresó a quien quisiera oírla y verla que nunca había experimentado un orgasmo durante su vida matrimonial debido a que su marido, Michel, padecía de eyaculación precoz.

Bauman comenta este suceso para tratar de llegar a algunas consecuencias acerca de lo que considera un trastocamiento nada banal en las maneras de exponer lo que se considera como vida íntima en el espacio público, para lo cual tematiza dos aspectos:

En primer lugar, actos [que se consideran] esencialmente privados se revelaban y exhibían en público. […] Y, en segundo lugar, el espacio público —es decir, abierto a un proceso incontrolable— se utilizaba para descargar y discutir un asunto de un significado, relevancia y emoción absolutamente privados (2012: 255).

Verosímilmente, Bauman se está refiriendo al programa intitulado Psyshow, en el cual intervendrán la pareja aludida representada por dos actores, además de dos periodistas, el público presente, más los innumerables telespectadores; pero con un plus: la presencia del psicoanalista Serge Leclaire, analizado de Jacques Lacan, y uno de sus discípulos más cercanos. Leclaire había participado en 1964 en la fundación de la L’École Freudienne; además, había creado el Departamento de Psicoanálisis de la Universidad de París VIII Vincennes-Saint Denis.[7]

Lo anterior desató una serie de reacciones por parte del plural mundo psicoanalítico y sociológico francés. Entre ellas quisiera rescatar dos: la de la psicoanalista e historiadora del psicoanálisis Élisabeth Roudinesco, y la del sociólogo Robert Castel, quien en 1973 había escrito el texto El psicoanalismo, acerca de lo que denomina el “inconsciente social” del psicoanálisis.

La doctora Roudinesco inicia su comentario recordando que en los inicios del siglo xx Freud había impuesto algunos límites muy precisos al dispositivo clínico de Charcot en la Salpétriêre, al proponer una clínica en la cual se privilegiaba la escucha y se borraba aquella que se apoyaba sobre la mirada y el tacto. Dicha posición freudiana contrasta con el programa Psyshow, por lo que Roudinesco señala que en esa emisión tanto la productora Pascale Breugnot como S. Leclaire

No respetaban ni las reglas espontáneas del arte audiovisual ni aquellas del psicoanálisis. [Añade que] nuestros aprendices de brujos no se contentan con manipular las angustias de una pareja en situación vulnerable: ellos distribuyen la terapia sin decirlo, como en otras épocas la Iglesia vendía las indulgencias (1983: 72).

Señala que en este caso los individuos sirven de cobayas a la mirada “panóptica” de la cámara, ya que su conflicto —así como sus cuerpos y sus miradas— son el objeto de una intervención “clínica” destinada exclusivamente a la satisfacción del espectador y del presentador.[8]

Afirma que Leclaire contribuye con su presencia a la promoción de una especie de gusto por la burla en el que se muestra que ya no existe “ninguna confianza en el freudismo clásico”, cuando él fue uno de sus militantes más convencidos.

Termina su comentario afirmando que si Lacan (muerto dos años antes) aún viviera, la televisión francesa no habría aceptado producir tal emisión. A saber.

Me parece mucho presuponer que en esa escena estuviera operando algo del orden del psicoanálisis y que —por lo tanto— la “otra escena” (freudiana) estuviera jugándose ahí. Más aún, puesto que dicho “encuentro” estaba inmerso en los moldes de los tiempos televisivos[9] —así como de los efectos de la filmación— las maneras de intervenir tanto de los miembros de esa pareja como del supuesto “psicoanalista televisivo”, en buena medida les están dictadas desde una exterioridad.

Por ejemplo, resulta casi imposible que el supuesto analista decidiera permanecer en silencio, como sí puede hacerlo eventualmente en su dispositivo “clásico”; o también, permitirse la posibilidad de acortar o extender la sesión más allá del tiempo televisivo asignado.

Porque no basta operar como tal en el ámbito y bajo las condiciones en que se hace habitualmente, para que se suponga que, trasladándose el psicoanalista, visto como una especie de esencia, y transformando a su vez el dispositivo, pueda operarse sin problemas.

Mas, al parecer, a Serge Leclaire ambas acciones no le presentaron especiales dificultades si nos atenemos a lo que respondió al ser interrogado al respecto: “Había que dar la palabra a las imágenes para reencontrar los mecanismos del inconsciente, [ya que] el significante está ahora en la imagen” (Parnet, 1983: 74).[10] ¿Por qué ahora para Leclaire el significante estaba en la imagen? No queda nada aclarado.

Además de las consideraciones que hace Bauman acerca de los trastocamientos y reformulaciones de lo que se consideraba hasta entonces algo de lo íntimo y lo privado —que pasa a formar parte del espacio televisivo y que después se volvió moneda corriente en los reality shows—[11]y de las que elabora Roudinesco acerca de la “reformulación” del dispositivo psicoanalítico, lo interesante consiste en preguntarse por qué pudo darse tal paso. Es el momento de recurrir a las consideraciones de Robert Castel, que señala que desde al menos 15 años prevalecía en Francia una cultura psicoanalítica de masa, y que sólo

[…] los representantes de una ortodoxia desde hace mucho fisurada, se indignarán de que Serge Leclaire se añada a la larga lista de los fabricantes de un prêt-à-porter psicoanalítico, desde ahora consumible en las chozas y en los palacios. Pero lo maravilloso con la televisión es que ella permite atravesar un umbral de visibilidad a las evidencias. He aquí por primera vez el psicoanálisis atrapado por la imagen en un funcionamiento banal. La “otra escena” proyectada sobre la pantalla, sin profundidad, convertida en espectáculo porque ella forma parte del espectáculo prosaico de nuestra modernidad (1983: 75).

Continúa Castel su comentario señalando que en este primer programa el interrogante que pasaría por el filtro de la imagen no era otro que el que formula el presentador: ¿Cómo funciona una pareja? A la que el sociólogo, con su habitual ironía, responde de la siguiente manera:

Eso nunca marcha perfectamente porque siempre hay fracasos en nuestras pequeñas máquinas sexuales, afectivas, relacionales. Pero podrían marchar mejor, porque justamente siempre se plantean problemas de funcionamiento: se hace mal el amor, o se ama demasiado, o demasiado poco. […] En ese mercado de reparación de material psicológico (eso que los estadounidenses denominan “terapia para normales”), el psicoanálisis ocupa su lugar; incluso (milagro), sabe ser discreto (Ibid.).[12]

En fin, este tipo de sucesos van conformando el clima que permitirá a los abusados enfrentar su relación con aquellos que los violentaron.

Pasemos ahora a describir otro elemento que resultó central en la conformación de la resignificación en la noción de víctima.

“El imperio del traumatismo”(Didier Fassin-Richard Rechtman)

A la par de los testigos, de la configuración presentista y de las mercancías emocionales, se articula otro elemento que Didier Fassin y Richard Rechtman denominan el “imperio del traumatismo”, el cual ha traído como consecuencia la tendencia a amalgamar diferentes individuos y grupos de los cuales se considera que tienen como rasgo común haber sufrido un traumatismo (2007: “Prefacio”, III). Los autores afirman que

La verdad del traumatismo no reside [ni] en la psique, el espíritu o en el cerebro, sino en la economía moral de las sociedades contemporáneas. […] Es el producto de una nueva relación con el tiempo, la memoria, el duelo y la deuda, la desgracia […] que una noción psicológica ha permitido denominar.

[…] El traumatismo es para nosotros un “significante flotante” (Lévi-Strauss)[13] [con el cual se intenta] pensar conjuntamente al adulto que ha sufrido abuso sexual en su infancia, al descendiente del cautivo que ha redescubierto su historia, así como al militante político que ha sido torturado bajo un régimen autoritario… (Fassin y Rechtman, 2007: 406).

La noción psicológica aludida es un término psiquiátrico denominado “estrés postraumático”, el cual parte del supuesto de que una similitud de síntomas sería el producto de una violencia que ha dejado trazas. El inconveniente de psicologizar de esa manera consiste en que diversas situaciones singulares tienden a quedar descontextualizadas y deshistorizadas. “Políticas de la reparación, del testimonio y de la prueba, dibujan tres modalidades prácticas de inscripción del traumatismo en el campo de la acción” (Op. cit.: 409).

En el caso de los abusados —y no sólo en ellos—, las tres políticas se pueden combinar y apoyar. Por su parte, los citados autores problematizan su propio enfoque cuando señalan:

Se trata de analizar las economías morales sin caer uno mismo en la moralización. Sin embargo, ¿es posible por tanto escapar a toda lectura normativa? ¿Resulta deseable incluso situarse a una distancia tal que ningún valor esté en juego? A cada interrogante respondemos que no (Op. cit.: 410).

Precisamente porque para ellos no hay un punto de vista a tal grado alejado que prescinda de la política y la moral. En la medida en que la noción de traumatismo tiende a obliterar las experiencias de las víctimas, “opera como una pantalla entre el acontecimiento y el contexto del sujeto [respecto] al sentido que éste confiere a la situación”, lo cual tiende a eludir “la diversidad y la complejidad de las experiencias” (Op. cit.: 412).

Por último, a estos distintos eventos que tienen diferentes genealogías, causas y tipo de experiencias, y que prepararon un clima contextual testimonial para que en los años noventa irrumpieran los testimonios de quienes vivieron la experiencia del abuso sexual, hay que añadir que cuando me refiero a preparar un clima contextual no estoy afirmando que lo ocurrido era inevitable: condiciones casi necesarias no implican determinismo.

Porque se comprenderá que no es lo mismo testimoniar sin sentido figurado como sobreviviente de un campo de exterminio en los años sesenta, que no experimentar un orgasmo porque el marido padece eyaculación precoz, y tampoco por haber sido víctima de abuso sexual.

Cuando las denuncias comenzaron a desgranarse, las palabras con que fueron formuladas escandalizaron a muchos; rápidamente, se intentó acallarlas y contenerlas en el cauce de lo ya conocido: entre otros, el silenciamiento y el otorgamiento del perdón.

Rebasado en este caso uno más de los “umbrales de lo insoportable” gracias a una transformación que tuvo lugar en la “economía moral” en nuestras sociedades, los diversos denunciantes de los abusos cometidos por parte de los clérigos (armados de la categoría de abuso sexual y traumatismo) alzaron la voz a partir de denuncias públicas provenientes fundamentalmente del exterior y que culminaron en los medios.

Tales circunstancias aplicaron presión a las diversas autoridades eclesiásticas para que rindieran cuentas acerca de la información de la que disponían, por lo general protegida bajo siete criptas. No obstante, gracias a esa presión (mayoritariamente externa), parte de la información sustraída[14] comenzó a fluir; pero no de cualquier modo sino en general, de manera espasmódica, y con un sesgo que parecía haber tomado por sorpresa —como si en ese momento se hubieran enterado— a aquellas instancias o sujetos hacia quienes las denuncias iban dirigidas.

La respuesta institucional comprendió varias etapas: la primera consistió en la resistencia y negación de los hechos, así como maltrato a los denunciantes; cuando su postura resultó insostenible, recurrieron a pedir perdón a diestro y siniestro a las consideradas víctimas. Prometieron además tolerancia cero.

Tal medida tenía sus riesgos, porque en un buen número de casos implicaba efectivamente de hecho tratar de comenzar de cero: borrar el pasado, con lo cual quedarían en el olvido muchos de los casos y se impondría la clara política institucional aplicada al respecto. Entre otras tácticas utilizadas arguyeron, por ejemplo, la siguiente: “No contamos con estadísticas, pero de aquí en adelante haremos todo lo posible por tenerlas”, y así por el estilo.

Sólo con el transcurso de los años fue como la tozuda intervención estatal en Australia, Irlanda, Chile y Estados Unidos, exigiéndoles o arrebatándoles archivos, hizo posible reconstruir una parte de la trayectoria de la política estructural que la Iglesia católica aplicó a la práctica de la pederastia al menos durante 70 años.

En esa saga, los jerarcas tuvieron buen cuidado de que en ese decir no quedara una narración en la cual se pudiera implicar a la institución papal y a los papas en turno como responsables primeros de la formulación de dicha política estructural, porque entonces todo el edificio de credibilidad se podría haber derrumbado o —cuando menos— hubiera sufrido cuarteaduras de cuidado [cursivas mías].

Por otra parte, a medida que la presión aumentaba, los pontífices comenzaron a lanzar condenas y a destituir a diversos subalternos. Dichas acciones implicaron a los sacerdotes que habían cometido actos pederastas; luego a los obispos, arzobispos y cardenales cómplices, así como también a aquellos dignatarios que no sólo habían encubierto, sino que también habían cometido actos de pederastia.

No obstante, dichos pontífices han tenido buen cuidado de preservar la zona de su implicación directa en las políticas que permitieron fomentar las conductas que ahora condenan. En otras palabras: han evitado señalar que aquellos a quienes ahora destituyen y desautorizan, seguían un protocolo que provenía del vértice mismo de la jerarquía. Este punto fue lo que la carta de denuncia de monseñor Viganò,[15] dirigida al papa Francisco, comenzó a fisurar; sin embargo, al poner en cuestionamiento al papa y buscar al mismo tiempo salvar la cara de Benedicto XVI y de los pontífices precedentes, terminó en un intento fallido, o casi fallido.

Asimismo, mientras a las diferentes jerarquías nacionales y órdenes religiosas les llegaba su turno de poner a funcionar la serie de etapas descritas, miraban desde la barrera a las que ya habían quedado exhibidas; salvo algunas excepciones, no se adelantaban a la presentación de las denuncias.

Sin embargo, en esa contradictoria política emprendida contra las denuncias, a veces han hecho irrupción declaraciones que podrían ser calificadas como verdaderos lapsus institucionales, como lo fue la información que ofreció en Televisa, en abril de 2002, el entonces secretario del episcopado mexicano, Abelardo Alvarado, cuando acababa de reventar el caso de Boston y cinco años después de la publicación del caso de Marcial Maciel. El citado obispo completó dicha información el 1 de mayo de 2010; más adelante la citaré.

En el caso mencionado se instaura una dialéctica entre la política estructural instituida con el propósito de conseguir el máximo de silenciamiento y los actos instituyentes de eclesiásticos dispuestos a asumir una posición ética, al menos desde dos vertientes: 1) la de quienes consideran que una vez que lo sucedido ha comenzado a filtrarse, deben poner las cartas sobre la mesa, y 2) la de aquellos otros que aceptan ventilar lo ocurrido en el pasado, pero pretenden que ello no les acarree consecuencias y apuestan sólo a mirar hacia adelante.

No obstante, hay quienes también alientan la ingenuidad de creer que basta que por fin algo salga a la luz para que las cosas se arreglen, y pasan por alto que expresarse no siempre entraña estar dispuesto a hacer frente a las consecuencias de lo que se dice, menos aún si se trata de uno de los pilares fundamentales que sostienen parte de la sacralización de quienes se consideran a sí mismos los pastores elegidos por su dios para hacerse cargo del rebaño.

Dichos pastores se presentan como célibes y heroicos luchadores del combate cotidiano que libra la castidad, lo cual les otorga —según ellos— el derecho de dictar la moral al resto de los individuos que se encuentran a su cargo; incluso a los que no lo solicitan. Por ello su caso resulta aún más contradictorio.

Se muestra a cielo abierto que no sólo una parte de los denominados “consagrados” y “consagradas” ejercen y han ejercido la violencia que trae aparejada la relación pederasta, sino que también hay otros que sostienen tanto relaciones heterosexuales como homosexuales —que, aclaro, no equiparo con la relacionada con la pedofilia— y muchos de los que no lo hacen en buena medida están enterados pero guardan silencio.

Así pues, presenciamos el desmoronamiento de un discurso que pervive al precio de mantener cartesianamente disociados los dichos y los hechos que pretenden sujetar su investidura de “consagrados”.

Al exhibirse la vida sexual de los “elegidos”, quedan a la intemperie y entonces resultan muy similares a los demás.

No obstante, esa caída de la ficción de los sexualizados-sacralizados no basta, porque la institución a la que nos referimos cuenta con recursos suficientes para reconfigurarse puesto que —por ejemplo— goza del fuero que le concede un derecho paralelo al que se aplica al resto de los ciudadanos.

Dicho fuero ofrece un margen de maniobra que le permite diferir al máximo las acusaciones, ya sea separándolas del derecho civil y conminando a los denunciantes a guardar secreto, o bien jugando en el territorio del derecho internacional cuando aducen que constituyen un Estado de un kilómetro y medio de extensión y niegan ser una trasnacional; por tanto, no se consideran responsables de los delitos que su personal cometa en otros Estados, ya que además consideran que no tienen el derecho de intervenir en otras naciones.[16]

A tal manera de colocarse no le han faltado apoyos de los poderes fácticos: ya sea el de los políticos, de los jueces y los empresarios; incluso de los propios abusados, por paradójico que suene; por cierto, no lo es tanto, como se verá adelante.

Termino esta “Introducción” describiendo las diferentes temáticas que abordaré en el texto, que está dividido en ocho partes.

En la primera presentaré una síntesis del caso Maciel, que en 1997 colocó en la opinión pública de México el asunto de la pederastia clerical y que representa un ejemplo en el que se muestra “a cielo abierto” la política estructural respecto a la pederastia clerical no sólo de la Legión de Cristo, sino del Vaticano. Esta síntesis no trae aparejada un final, porque la trama sigue viva y sujeta a nuevas posibilidades.

En la segunda describiré el caso del entonces delegado apostólico y, más tarde, primer nuncio, Girolamo Prigione, y su relación con la religiosa Alma Zamora.

En la tercera aludiré a diferentes testimonios de los propios eclesiásticos respecto a la pederastia, en los cuales dejan traslucir el dispositivo estructural implementado, así como un caso jesuítico que tuvo lugar en Alemania.

En la cuarta mostraré algunas de las tácticas utilizadas por la institución católica que —sin duda— podrán extenderse a otras del mismo tipo, además de presentar algunas opiniones y denuncias de radioescuchas.

En la quinta trataré la cuestión del pacto de pederastia.

En la sexta parte haré una breve genealogía que da cuenta de las diferencias entre las nociones de maltrato a los niños que sostenía el siglo xix y de abuso sexual que se manifestó en la segunda mitad del siglo xx. En este segundo caso, describiré algunas de las transformaciones sufridas por la percepción del abuso, porque en ese contexto aparecieron las denuncias publicitadas a finales del siglo xx.

En la séptima sección analizaré la cumbre acerca de la pederastia clerical en la Iglesia católica que se celebró en Roma la última semana de febrero de 2019, así como algunas de las consecuencias que ella acarreó.

En la octava parte me enfocaré en las intervenciones del papa Francisco y de su antecesor, Benedicto XVI, que aluden a las maneras de enfocar la cuestión de la pederastia clerical, intervenciones hechas públicas durante abril de 2019 y que trajeron consigo un acontecimiento inédito en siglos: dos papas simultáneamente en la palestra.

Abro con el caso Maciel, que constituyó la puesta en la escena pública de la pederastia clerical en México durante los años noventa, pero que ya en 1956 (gracias a dos prelados mexicanos y un monje benedictino) había pasado por los laberintos internos de la burocracia vaticana; incluso desde diez años antes, como se verá.

[Notas]

[1] Aquí conviene hacer referencia al tipo de historia del presente que surgió al terminar la llamada “gran guerra”: la primera mundial del siglo xx. Destaca —entre otros historiadores— Pierre Renouvin, cuyos trabajos, Henry Rousso señala: “[…] contribuyeron a fundar una nueva historia de las relaciones internacionales, salida de una evolución de la historia diplomática clásica, más atenta a las ‘fuerzas profundas’ de las sociedades en contacto las unas con las otras que al solo comportamiento de las elites políticas y diplomáticas” (Rousso, 2012: 96). Renouvin publicó el libro Les origines immédiates de la guerre: 28 juin-4 août 1914, publicado en 1925.

[2] Aunque algunos deciden hacerlo.

[3] Y como el tiempo disponible para ello es el presente (sea que lo sucedido acabe de ocurrir o se trate de un daño antiguo), ha dado lugar —por ejemplo— a las denominadas “Comisiones de la Verdad”, las cuales no se someten a un solo modelo. A su vez, en otros juicios (como, por ejemplo, en Francia en el caso de los antiguos nazis) el individuo es enmarcado en una “atemporalidad jurídica”, producto de la imprescriptibilidad del denominado “crimen contra la humanidad”, el cual también reconfigura la noción de responsabilidad.

[4] En el caso de la pederastia clerical, tanto en los medios como en los arcanos del Vaticano.

[5] Es el caso del ex legionario de Cristo, Juan Manuel Fernández Amenábar, que estaba en trance de morir y que pide al entonces sacerdote Alberto Athié que se haga cargo de sostener su denuncia. Al hacerlo, sumerge al citado sacerdote en el laberinto burocrático de los tribunales eclesiásticos, los cuales buscaron por todos los medios controlar, suprimir o diferir hasta las calendas griegas, ese y otros casos. Además, el entonces padre Athié terminó confrontándose con su propia investidura y rompió con las complicidades que lo ligaban con el asunto de llevar una doble vida sexual (como muchos miembros del clero solían hacer) y, más concretamente, respecto a la omertá en referencia con la pederastia que atenazaba a la institución.

[6] La socióloga Eva Illouz (2019) describe así las citadas mercancías: “Era necesario revisitar la historia del capitalismo para poner al día una forma de mercancía de la que no se había hasta ahora teorizado como tal: eso que yo denomino la ‘mercancía emocional’ o ‘emodity’, que es la contracción de emotional commodity. En El capital, Marx había definido la mercancía como un objeto sólido, donde el valor es definido por el tiempo de trabajo. Después, para Baudrillard la mercancía se desmaterializa y es un conjunto de signos; pero la mercancía emocional no es ni lo uno ni lo otro. Anne Friedberg había aportado el concepto importante de mercancía experiencial: es el que se acerca más a la emodity. Sin embargo, [Friedberg] no había visto que las emociones devenían el objeto de estrategias comerciales y que serían uno de los vectores más fuertes del capitalismo. Ello resulta cada vez más claro con el internet, que es en cierto modo una enorme emodity, así como con las redes sociales, que son los flujos emocionales […].

Para una parte del consumo emocional, el consumidor es efectivamente reclutado de manera que produzca la cosa misma que está en vías de consumir. En un taller de relajación, por ejemplo, es usted mismo el que hace los ejercicios para generar esa relajación. […] Se participa en un workshop donde se toma la ayahuasca […] para descubrir eso que se es ‘verdaderamente’. […] Más aún, la búsqueda de la autenticidad es una práctica que presenta la ventaja económica de poderse desarrollar al infinito; puede verdaderamente no terminarse de descubrir eso que se es” [cursivas mías] (62-63).

[7]