Mis fronteras - Fernando González - E-Book

Mis fronteras E-Book

Fernando González

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Beschreibung

La responsabilidad de no contarlo todo. Las entrañas de La Bestia, ese tren en el que tantos centroamericanos se juegan la vida por alcanzar la frontera con Estados Unidos. La humanidad más mezquina y carroñera que aflora en territorios de conflicto, pobreza y desesperación. La extraña relación que las ONG mantienen con los reporteros. Y hasta el paradójico poder del fútbol, que se las arregla para llegar a todos los rincones del planeta. Mis fronteras es un recorrido por los lugares fronterizos más conflictivos de la geografía mundial, como Gaza, Siria, México o Hungría. Al mismo tiempo, es un viaje personal que atraviesa las vivencias de uno de nuestros periodistas más audaces. Fernando González —más conocido como «Gonzo»— desanda su propia historia familiar, desde la aldea natal, y revisita los rostros que ha ido encontrando a lo largo de su carrera y cuya huella no ha borrado el tiempo. Con un estilo ágil y un tono confesional que alterna anécdotas con hondas reflexiones, Gonzo se enfrenta en veintiséis asaltos a algunos de los problemas humanitarios que nos impelen con más urgencia.

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Seitenzahl: 88

Veröffentlichungsjahr: 2020

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A Loli, Pepe y María

aldea

A miña chámase Riotorto (Lugo); allí nacieron mi madre y mi padre, y allí conocí por primera vez la existencia de migrantes, que no eran otros que varios hermanos y hermanas de mi abuelo Manolo y un hermano de mi abuela Josefa. Para mí, la aldea era mucho más grande que su propio territorio: empezaba en Riotorto y llegaba hasta Buenos Aires pasando por Caracas.

La migración fue una realidad tan presente en mi familia que mi bisabuelo reinvertía los benefi­cios de vender hoces en el sur de Galicia y el norte de Portugal. En el puerto de Vigo compraba pasajes de la línea que unía la que sería mi ciudad con los puertos más importantes de Sudamérica. Algunos de los lucenses y asturianos que emigraron a aquellas tierras en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta lo hicieron ayudando a la economía de la casa de O Queitano. Cinco de aquellos pasajes sirvieron para adelgazar la cuenta de gastos del bisabuelo en lugar de engordar la de ingresos. Sus destinatarios fueron Paco, Pepe, Mercedes, Marina y Antonia, cinco de sus nueve hijos. Paco acabó en Caracas, donde vivió más de veinte años, mientras que el resto establecería su residencia en Buenos Aires de forma definitiva. En casa quedaron mi abuelo Manolo, Albino, Aurora y María. Las chicas acabarían migrando a Madrid. El porqué de que de los nueve hermanos solo mi abuelo y el tío Albino se quedaran en casa no tiene más explicación que sus habilidades en la forxa y en la moa.

El primer recuerdo que tengo de alguno de aquellos familiares que vivían lejos es el de mi tía Mercedes. Cuando nos visitó en 1979, dejó en mí la idea de que era distinta a la familia que vivía en la aldea. Para empezar, hablaba de una forma extraña pero comprensible; pero lo más llamativo era que las cosas que les contaba a mis padres y a mis abuelos no tenían nada que ver con lo que nosotros estábamos acostumbrados a vivir. En aquella época, la tía Mercedes vendía bañadores que ella misma diseñaba, y debía de vender muchos, ya que nos contaba viajes por el Caribe y el sur de Estados Unidos. Hasta ese momento las únicas historias de viajes que se contaban en aquella casa eran las del abuelo viajando por España vestido de soldado o las del abuelo y el bisabuelo viajando en burros cargados de hoces que esperaban vender por León, Zamora o Salamanca.

Mejor que a la tía Mercedes le fue a la tía Marina. La conocí en 1983. A ella y a su marido José Ángel, otro gallego emigrado. Los tíos eran ricos. Ricos de verdad. Tan ricos que la primera vez que nos vimos me regalaron trescientos dólares. Pero, como yo tenía siete años, lo que me hacía verlos como ricos era lo que me contaban de Buenos Aires. Vivían en una ciudad llena de rascacielos que contaba con varios equipos de fútbol en primera división; una ciudad en la que vivían blancos, negros y marrones; en la que había avenidas de ¡diez carriles! y de la que llegaban tras doce horas en avión. Para mí aquello era ser rico. Si podías vivir en ese mundo del que me hablaban y podías pagarte un vuelo transoceánico, es que eras rico. Y eso que yo había nacido en 1976 en Vigo. Nunca podré imaginar lo ricos que le debieron de parecer a mi padre, Pepe, y a sus amigos Neiro y Gervasio, que nacieron a finales de los años cuarenta en Soutelo de Abaixo, lugar que pertenece a la parroquia de Ferreiravella.

En enero de 2005 tuve la oportunidad de viajar por primera vez a Buenos Aires. Volví a ver a los tíos que aún vivían y a los primos que no había conocido. Entre los primeros, todavía estaban Marina y José Ángel, los tíos ricos. Comiendo con ellos, la tía Marina quiso recordar cómo empezó todo. Con menos alegría de la que habituaba a transmitir, rememoró cómo su padre la avisó un día de que a la mañana siguiente cogería un coche que la llevaría a Lugo y desde allí viajaría en autobús a Vigo para tomar el barco que la trasladaría a su nueva vida en el Nuevo Mundo:

—No te imaginas la ilusión que me hizo saber que iba a ir a Lugo. ¡A la ciudad! Tenía tantas ganas de ir que la noche anterior me puse el único vestido decente que tenía; dormí con él y ya no me lo quité hasta que llegamos a Caracas. El resto de la ropa que tenía en la maleta me delataba como lo que era, una chica de aldea.

Bestia, La

Es un tren al que nunca subí, a pesar de haber estado a su lado tras perseguirlo durante meses, y haberme cambiado un poco la vida. A la gente que decide subir le pasa lo mismo, porque quien se sube a La Bestia lo hace para cambiar de vida. Sucede que a buena parte de sus pasajeros, más que cambiársela, se la destroza.

Hablamos de un tren que no está pensado para las personas. De hecho, ni siquiera es un tren, son muchos. La Bestia son todos los trenes de mercancías que cruzan México de sur a norte. Desde Tapachula (Chiapas) hasta varios puntos próximos a la frontera de México con Estados Unidos: Nogales (Sonora), Tijuana (Baja California), Ciudad Juárez (Chihuahua) o San Fernando (Tamaulipas). De frontera a frontera por un precio variable. Puede costarte una pierna, o las dos, o incluso costarte la vida si te caes del tren. Puede costarte todos los ahorros que lleves encima, el teléfono y hasta la ropa, en caso de que sea asaltado por una banda. Y no sería un precio tan caro, porque hay bandas a las que lo que les gusta es secuestrar a la gente que va en La Bestia. A veces no es una banda de delincuentes la que para el tren; muchas veces lo para la policía, y también para secuestrar a los migrantes. La Bestia siempre se cobra su servicio. Siempre es caro, pero no falta clientela.

La gente que uno se encuentra a lomos de La Bestia es la clase baja de los migrantes centroamericanos. Subirse a La Bestia significa que te han bajado de la vida y tienes ya poco que perder. Sobre el techo metálico de los vagones cargados de materias primas, las chicas que viajan solas suelen ofrecerse en matrimonio: igual que el que vende pipas en la cola de un partido de fútbol, empiezan por un extremo y van pidiendo matrimonio a los hombres que se van cruzando. Lo habitual es que ninguno se quiera casar, porque a nadie le apetece tener que proteger de los violadores a una chica que acaba de conocer. Esa, y no otra, es la razón por la que las jóvenes se quieren ‘casar’ ahí arriba.

A los olvidados que no importan pertenecen pandilleros que escapan de una muerte segura, campesinos adolescentes y analfabetos que aprovechan el nacimiento de su primera criatura para buscar El Dorado, mareros que buscan mulasque transporten al norte las drogas de sus jefes, chicas que, hartas de ser tratadas como animales en sus países, prefieren arriesgarse a morir intentándolo que resignarse a vivir como sus madres. También se suben chivatos que trabajan para los cárteles informando desde el tren de la mercancía ilegal que va cruzando México, porque de los migrantes también se puede sacar beneficio… Muchos de ellos lo intentan por segunda o tercera vez; otros repiten un viaje que ya hicieron veinte años antes y que pensaban que nunca volverían a hacer; hasta que llegó Trump con sus nuevas normas para los ilegales. Igual Trump se piensa que los deportados van a dejar a sus familias, sus propiedades y sus trabajos olvidados en Estados Unidos.

Toda esa gente lo único que quiere es llegar a la frontera estadounidense sin gastar lo poco que tienen. Se juegan la vida para proteger su equipaje porque es lo único que poseen. Cualquier otra opción para llegar a su destino requiere un pago por adelantado y tampoco se les garantiza el éxito ni la seguridad. La Bestia no es una alternativa para los que la eligen como medio de transporte; es, simplemente, la única posibilidad. Me lo resumía José, un guatemalteco de diecisiete años, mientras estábamos sentados sobre raíles esperando al tren: «Este viaje así no es para nosotros, los pobres. Te dicen que es fácil, pero nos lo ponen muy difícil».

coyotes

En un país como México en el que el paso de extranjeros hacia otro Estado es una tradición desde hace medio siglo, la economía de las migraciones ha ido forjando una realidad social que pervive. Su cara más visible, los profesionales que viven exclusivamente de las necesidades de estas personas.

En este país centroamericano, la fauna ha servido de referencia a la hora de ponerle nombre a las nuevas profesiones surgidas de la posibilidad de ganar dinero atendiendo a las necesidades de los que buscan hallar en el norte las opciones vitales que les niegan sus países. El coyote es la figura socialmente más aceptada de esta economía sumergida que supone el transporte de indocumentados de una frontera a otra. Los primeros coyotes surgen a finales de los años setenta en el sur de México; es el caso de Fernando, un taxista de Tapachula que hace treinta y ocho años vio en los migrantes centroamericanos la manera de mejorar la economía familiar.

A finales de 1979, Fernando ganaba en una semana cruzando México de frontera a frontera cinco veces más que en todo un mes transportando a sus conciudadanos dentro de los límites de Tapachula o acercándolos a las ciudades más cercanas. Dos años después, trabajaba con otros transportistas del resto del país, y en 1983 había creado una red de tráfico de personas que incluía captadores en El Salvador y Guatemala, funcionarios corruptos a ambos lados de la frontera entre Guatemala y México, policías federales a sueldo, nativos de varios estados mexicanos que cedían sus casas para permitir descansar a los migrantes y compatriotas residentes en Estados Unidos que acercaban a sus clientes desde la frontera de Tijuana hasta las principales ciudades de California. Francisco pasó de manejar un taxi que apenas le daba para subsistir, a dirigir una red internacional que en 2018 cobra entre tres mil y cinco mil dólares por cada migrante al que transporta del sur al norte de México.