Pensar la imagen II - Vilém Flusser - E-Book

Pensar la imagen II E-Book

Vilém Flusser

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Beschreibung

Pensar lo visual antropológicamente conlleva comprender las formas en que distintos pueblos alrededor del mundo se han enfrentado a lo que hacen las imágenes –no siempre diferenciada de la escritura–, así como el lugar que se les ha asignado en la vida y en la muerte, en la «cultura» y en la «naturaleza». La reflexión resultante lleva indefectiblemente a interrogar el estatuto de lo humano, y su transformación concomitante a las mutaciones de lo visual, una vez que las imágenes se obtienen por medio de un cálculo maquínico. Este segundo volumen reúne algunos de los nombres más relevantes de la antropología y de los estudios sobre la imagen, además de figuras centrales de disciplinas como la egiptología o la epistemología. Sin excepción, sus trabajos muestran que el estudio de la visualidad no puede hacerse si no es cruzando disciplinas, campos y culturas. El conjunto es un libro que con seguridad contribuirá a los debates en curso sobre lo visual y lo antropológico.

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Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2022-A-3484

ISBN: 978-956-6048-88-6

ISBN digital: 978-956-6048-89-3

Diseño de portada: Paula Lobiano

Corrección y diagramación: Antonio Leiva

Penser l’image, vol. 2 (E. Alloa, ed.)

© Les presses du reel, 2015. Todos los derechos reservados

De esta edición, © ediciones / metales pesados

E mail: [email protected]

www.metalespesados.cl

Madrid 1998 - Santiago Centro

Teléfono: (56-2) 26328926

Santiago de Chile, mayo de 2022

Impreso por Gráfica Andes

Diagramación digital: Paula Lobiano Barría

Índice

Nota a la edición en español. raúl rodríguez freire

¿Antropologizar lo visual? Emmanuel Alloa

La imagen cálculo. Por una nueva facultad imaginativa. Vilém Flusser

La libertad de la imagen. Homo pictor y la diferencia del hombre. Hans Jonas

La mirada pontífice. La historia de las imágenes a prueba de la morfología. Andrea Pinotti

La máscara de Warburg: un estudio sobre idolatría. David Freedberg

La doble vida de las imágenes. Algunas reflexiones sobre la intencionalidad delegada. Philippe Descola

Memoria-narrativa e imagen-memoria. Sobre la representación de los blancos en la tradición chamánica kuna. Carlo Severi

El poder de las imágenes. De la performatividad de las imágenes en el. Jan Assmann

Las «visualizaciones» del pensamiento. Una introducción a la antropología de las ciencias y las técnicas. Bruno Latour

Desoccidentalizar los estudios visuales. Sobre algunos conceptos de imagen en China, Persia e India. James Elkins

Autores

Nota a la edición en español

raúl rodríguez freire

Este segundo volumen de Pensar la imagen contiene ensayos de autores provenientes de distintos países y tradiciones, por lo que su traducción debía coordinar el trabajo a partir de las lenguas en que fueron inicialmente leídos, escritos o publicados: inglés, alemán y francés. Comienzo agradeciendo la labor de traducción realizada por Pablo Faúndez Morán, que aceptó traducir del alemán, mientras Ninoska Vera y Jorge Cáceres lo hicieron del francés. Se sumaron a esta tarea Isidora Souyris Baros y Diego Ávila López, que también trabajaron desde el francés. Por otra parte, agradezco la autorización de la editorial Sans Soleil para republicar la traducción ya realizada de David Freedberg, y a Breno Onetto por permitirnos republicar su traducción del texto de Vilém Flusser. Finalmente, agradezco a Paula Barría por confiarme una vez más esta hermosa tarea, y a Emmanuel Alloa, que colaboró en distintas etapas para que este libro, finalmente, se publique en Chile. Una vez que se contó con la versión en español de cada ensayo, vino un proceso de revisión y edición, con el fin de establecer, por una parte, una traducción común de expresiones y conceptos, y, por otra, homogeneizar el formato del conjunto. El resultado, espero, hará de este libro lo que ya es en su primera publicación, tanto en francés como en español: un libro clave de la crítica contemporánea.

Viña del Mar, marzo de 2022

¿Antropologizar lo visual?a

Emmanuel Alloa

Estás viva, pero no me haces daño.Aby Warburg a propósito de la imagen1

Recuperar lo ausente o hacer aparecer el presente. Los dos sentidos de la representación

El nacimiento de la pintura, nos dice Plinio el Viejo, fue el resultado de un acto de desesperación. La hija de Butades, alfarero de Sición, al enterarse de que su joven amante se iría a la guerra al día siguiente, descubrió de manera inesperada cómo conservar su recuerdo indefinidamente, aunque él nunca regresara del frente. En el corazón de la noche, en una habitación apenas iluminada por la tenue luz de una lámpara de aceite, la joven pasa las manos por el rostro de su amado por última vez, antes de descubrir que en la pared de piedra, detrás de ellos, se encontraba hacia fuera, reconocible entre todos, el contorno distintivo de ese mismo rostro que acaba de tocar. Parado sobre una escalera, la hija del alfarero de Sición le pide al joven que no se mueva. Acercando hacia ella la lámpara de aceite con la mano izquierda, pasa su índice de la mano derecha sobre la rodera de la lámpara y comienza a trazar, con su dedo ennegrecido por el hollín, el contorno de la sombra que se dibuja, temblando, en la superficie de la pared. Una vez realizada la tarea, libera al joven de su fija pose. Un momento después, se despegará del muro, y mañana, al amanecer, dejará la ciudad: nada permite presagiar su regreso, pero su perfil quedará como una evocación imborrable. Y si este frágil rastro de hollín a su vez corre el riesgo de ser borrado por el tiempo, entonces tal vez la joven le pida a su padre que haga con su arcilla una majestuosa efigie.

La leyenda de Butades, que Plinio el Viejo relata en su Historia natural, es célebre y ha inspirado una larga serie de pinturas, incluida la del pintor de Brujas Joseph-Benoît Suvée [Fig. 1], realizada en el siglo XVIII. El arte de la representación –el arte de hacer aparecer imágenes artificiales– se destaca, por ejemplo, de la imagen natural que se forma espontáneamente en cuerpos de agua o a través de un juego de sombras proyectadas. Donde la imagen natural aparece solo en presencia de lo que muestra (no se da ninguna aparición en un espejo a menos que haya alguien o algo parado enfrente), la imagen artificial lo hace aparecer en ausencia: es, por así decirlo, en ausencia que hace aparecer a su sujeto y lo somete al juicio de la mirada. La representación pone ante nuestros ojos lo que se sustrae a la presencia, al horizonte inmediato del presente, ya que solo convoca a comparecer a los ausentes. Este es en todo caso el primer significado –y el más famoso– de la palabra «representación»; no es necesaria la representación si los presentes pueden hablar personalmente, la representación se hace in absentia, en ausencia de presencia, por sustitución o vicariedad: el prefijo re- en la representación indica entonces que estamos remediando una carencia, que estamos paliando un defecto. Pero si la representación es pues, según esta primera acepción, una sustitución, es también un acto: hacer aparecer lo ausente es hacerlo reaparecer, hacer resurgir lo desaparecido. Y aunque solo se trate de representaciones, esto es, de cosas secundarias, pueden tener sin embargo, un efecto perturbador de la realidad, como si la representación fuera a veces más real que la vida, más real que la realidad que pretende reemplazar. Leon Battista Alberti evoca este efecto de puesta en presencia [mise en présence] en el segundo libro de su tratado De la pintura, cuando dice que la pintura tiene «una fuerza tan divina que no solo, como dicen de la amistad, hace presente los ausentes, sino que incluso presenta como vivos a los que murieron hace siglos»2. Dos siglos y medio más tarde, en su Dictionnaire universel de 1690, Antoine Furetière escribe bajo la entrada «representación» que esta consiste en una «imagen que nos devuelve en idea y en memoria los objetos ausentes»3, y confirma así este primer sentido, el más célebre, del término. Recapitulemos: representarsería ponernos en presencia de una ausencia, traerla de vuelta, re-presentarla. El prefijo «re-» se refiere aquí a una función de sustitución y remediación.

Es interesante notar, sin embargo, que Furetière no se contenta con enunciar este primer significado. Hay otro, igual de importante, pero al que quizás aún no le hemos prestado suficiente atención. Representación, prosigue Furetière, se dice «de la exhibición de algo [...] Cuando llevamos a un acusado a juicio, le hacemos la representación de las armas que se le incautaron, del cuerpo mismo del asesinado». Representar, concluye Furetière, también puede significar «aparecer en persona y exhibir las cosas»4. La representación, por tanto, no actúa aquí como un sustituto, todo lo contrario: saca a la luz lo que ya estaba presente. No representa lo ausente, sino que presentifica [présentifie] un presente que ya está ahí. Tanto es así que el prefijo «re-» adquiere un nuevo significado: no es un prefijo de sustitución, sino de reduplicación, como dicen los gramáticos, o incluso un prefijo frecuentativo, que aumenta su frecuencia y amplifica su grado (como cuando se habla de «reiteración», «reorganización» o «reevaluación»). En otras palabras, y si nos atenemos a esta segunda definición, habría en efecto otro aspecto, demasiado pronto olvidado, en la semántica de la representación, una forma de representación que no obra como sustituto, sino como intensificación. Representar sería, pues –en un segundo sentido–, hacer que vuelva a salir [faire ressortir] lo que ya está ahí, hacer aparecer lo que ya está presente, en estado latente.

Figura 1. Joseph-Benoît Suvée, Dibutades o el origen del dibujo, 1791.

Si bien está llena de leyendas, la Historia natural de Plinio el Viejo no menciona este segundo nacimiento –frecuente– de la pintura. Un nacimiento que también es una cuestión de ojeras, pero que, en sus modalidades concretas, difiere en todos los aspectos de la leyenda de Butades, el alfarero de Sición, y su hija. Presupone retroceder aún más en el tiempo, antes de cualquier historia escrita, y reenvía a lo que comúnmente se halla dentro del campo de la antropología.

La imagen: una intensificación

El gran pionero de la antropología de la imagen Aby Warburg consideró que era necesario, más que ser un «historiador del arte» (Kunsthistoriker), convertirse en un verdadero «historiador de la imagen»5 (Bildhistoriker). Este desplazamiento supone en particular prestar una renovada atención al soporte de la imagen, que Warburg llama Bildträger. El soporte nunca es neutro, sino que, por el contrario, tiene cualidades dinámicas que no pueden deducirse del trabajo de simbolización o de la función referencial de la imagen. En la imagen, explica Warburg, los soportes materiales «llevan una existencia soberana que no está sujeta a la historia contemporánea, ya que son los formadores [Präger] de los máximos valores expresivos (positivos o negativos, estáticos o dinámicos)»6. Podemos pues afirmar, sin correr demasiados riesgos, que para Warburg el soporte material –lo que en francés se llama, a partir de una vieja palabra, el subjectil– dista mucho de ser indiferente al acto de nacimiento de la imagen y que constituye, más que un simple soporte para los sujetos que vienen a poblar su superficie, una verdadera matriz figurativa.

En el caso de la leyenda de Butades, el significado del soporte es perfectamente estático: el muro sirve solo como apoyo para la sombra proyectada. Cuanto más plana sea la superficie, más fiel será la proyección y mejor la representación. Sin embargo, para que el material se acomode a la imagen, primero debe neutralizar su rugosidad: cuanto menos visibles sean sus propiedades vigentes, mejor podremos ver ese «otro lugar» virtual que el soporte sugiere al ojo. En cierto sentido, hay así una línea directa que va desde la leyenda del «origen de la pintura» (o incluso del «origen del dibujo», ya que este es el título que Joseph-Benoît Suvée da a su obra) a la concepción modernista del soporte neutralizado: como si la autonomía de la representación solo pudiera adquirirse a costa de una homogeneización del lienzo. Desde el alisado del sustrato hasta la creación de la arquitectura museística del white cube, se trata de hacer olvidar las cualidades del «aquí» para transportar mejor al espectador a un «otro lugar». Esta primera modalidad de la representación –la que consiste en referirse a una realidad ausente– opacifica la materia para asegurar mejor su transparencia simbólica. Podríamos calificar la mirada que equivale a esta primera modalidad como mirada atravezante, que pasa más del artefacto visual. La segunda modalidad de la representación (siempre según los dos aspectos de la definición propuesta por Furetière) avanza en una dirección completamente diferente. Esta vez no se trata de una mirada atravezante [traversant], sino, por el contrario, de una mirada intransitiva que se detiene en las irregularidades de lo dado para llegar a ver más de lo que creíamos ver. Si se nos permite tomar prestada al filósofo inglés Richard Wollheim su feliz expresión, podemos calificar esta segunda mirada como un ver-en («seeing-in»).

Ver-en sería pues, según Wollheim, ver en una configuración más u otra cosa que lo que hay, pero esta vez no a pesar, sino gracias a, los accidentes de la materia7. Fiel en esto a cierta tradición estética, Wollheim se remite a la idea de Ludwig Wittgenstein según la cual «puedo representarme lo que quieras en una pared que tiene manchas»8.  

Pero claro, esta idea es mucho más antigua. Fue Leonardo da Vinci quien le pidió al aspirante a pintor que no cubriera inmediatamente las paredes con yeso, sino que primero contemplara las manchas y las suciedades, para descubrir en estas micrografías de salitre todo un decorado que contempla ríos, rocas, árboles y rostros [Fig. 2]. Es Athanasius Kircher quien, en el siglo XVII, nos invita a mirar la jaspeadura y el veteado de piedras que ninguna mano humana ha esculpido y en las que descubriremos hermosos paisajes y épicas batallas. Sigue siendo Baudelaire quien en La sopa y las nubes mejor contempla, con mirada disipada, «las móviles arquitecturas que Dios hace con los vapores, las maravillosas construcciones de lo impalpable»9.

Ver figuras en las nubes o en las piedras, manchas de tinta o partes de una pared –todo lo que André Breton llamó el retorno a un «ojo salvaje»– no se corresponde, sin embargo, con una modalidad de la visión reservada a la era moderna de la pintura, y mucho menos a una estética surrealista. Ciertas teorías antropológicas han afirmado, por el contrario, que esta capacidad de ver más de lo que no se ve y de poner en relieve lo dado por la imaginación, constituye un acontecimiento aún más antiguo que la representación simbólica, y que se ha tratado de ubicar en las primeras manifestaciones del arte paleolítico. Lo que supone, ante todo, poner entre paréntesis una teoría puramente estructural del arte prehistórico, como la defendida, por ejemplo, por André Leroi-Gourhan y su escuela.

Figura 2. Mármol ruiniforme, Toscana. Colección Claude Boulle, París.

Para este planteamiento estructural, el arte parietal, tal como lo hemos podido descubrir en las cuevas del Paleolítico, es una representación en el primer sentido del término; cada huella forma parte de un complejo sistema de signos que Leroi-Gourhan define como «figuras geométricas de carácter simbólico», es decir, huellas que remiten a una dimensión abstracta y no presente10. Con esta insistencia en el carácter simbólico y abstracto, Leroi-Gourhan pretendía sobre todo relativizar la explicación chamánica y ritual que dominaba antes de que su propio trabajo la desplazara dentro del campo de la paleoantropología. Desde sus primeras investigaciones, Leroi-Gourhan se había esforzado por demostrar que las formas no son el resultado de prácticas circunscritas, sino que se derivan de repertorios simbólicos que persisten de manera idéntica a lo largo del tiempo, como esa ave rapaz derribando un cuadrúpedo que infundió la imaginación euroasiática durante cuatro siglos, desde la protohistoria hasta el siglo XX, en variaciones siempre nuevas11. Para Leroi-Gourhan, es, por tanto, la estructura la que informa las prácticas y no al revés. Después de un largo dominio del estructuralismo, el abordaje ritualista ha vuelto a ganar terreno recientemente, con el estudio de ciertas pinturas rupestres en Sudáfrica, pero sobre todo con el descubrimiento, en 1994, de la cueva de Chauvet, en Ardèche, al sur de Francia. A partir de estos vestigios, el antropólogo sudafricano David Lewis-Williams y su colega francés Jean Clottes han actualizado la tesis ritualista y la modalidad del ver-en asociada a ella12. Si las representaciones más antiguas conocidas hasta la fecha se sitúan esencialmente en lugares de difícil acceso, en lo alto de escarpadas rocas, o en el fondo de cuevas infranqueables, es porque no se trataría, según Lewis-Williams y Jean Clottes, de espacios a los que acudía gente del Magdaleniense o del Auriñaciense para contemplar imágenes perdurables, sino más bien lugares destinados a ciertos ejercicios efímeros de la visión.

Ayudados o no por estimulantes, estos primeros hombres habrían hecho aparecer, en formas naturales, el contorno de una figura. Así, en una gruta de Niaux, en Ariège, que los paleoantropólogos han llamado «Salón negro», encontramos hacia el fondo, un simple «agujero», una boca natural, en la que los artistas del Paleolítico evidentemente han visto más que una sencilla formación geológica, ya que le añadieron astas, haciendo del hueco la cabeza de un ciervo visto de frente [Fig. 3]. Más que tratar la pared como una superficie de proyección neutra, se trata más bien de explotar su configuración natural e intensificar sus líneas de fuerza. En suma, tomar en consideración todos los pliegues, las tramas y las asperezas que cavan tantos vacíos o a veces casi bordean la redondez; se trata de los «accidentes naturales» de una superficie de inscripción a los que Leroi-Gourhan reconoció no haberles prestado «toda la atención que merecían»13.

Figura 3. Astas añadidas a una cavidad natural para dar la ilusión de una cabeza de ciervo.

Pero quizás el caso más asombroso de esta representación por intensificación se encuentre precisamente en la gruta de Chauvet, que Warburg ciertamente no habría dudado, si hubiera vivido hasta su descubrimiento, en ubicar entre lo que él llamó un «laboratorio de historia cultural de la imagen»14. Mucho antes de algunas de las salas más espectaculares –la galería de los Megaloceros o el muro felino– encontramos, en la llamada sala Brunel, una formación rocosa natural, que se asemeja a una cascada mineralizada. En la superficie de esta cascada de rocas, algo llamó claramente la atención del artista prehistórico: en cierto lugar, vio algo en la forma singular de los flujos de calcita y, con una simple línea roja colocada en el contorno de la piedra, destacaba un perfil de mamut sobre el fondo mineral [Fig. 4]. Mientras que en la modalidad de la representación como traslucimiento [voir-à-travers], la afirmación de la subjetividad era, por así decirlo, inversamente proporcional a la afirmación del subjectil, aquí, por el contrario, es a través de la atención minuciosa a la materia que se afirma una mirada: en el caso del ver-en, la imagen nace no por sustitución, sino por intensificación de lo dado, magnificando sus rasgos, resaltando su fisonomía y abriendo en ella inéditas potencialidades.

Figura 4. Pequeño dibujo de mamut en rojo aprovechando el relieve natural de un macizo de estalagmita. Sala Brunel, cueva de Chauvet, Ardèche.

El primer negativo

Sin embargo, en la misma cueva, no lejos de la sala Brunel, encontramos otra técnica de figuración. Una técnica que, como veremos en un momento, proviene más del primer tipo de representación que identificamos antes y que parece ser el equivalente gravetiano del mito de Dibutades. Un poco más adelante, en la llamada galería de las manos, se encuentran unas zonas ocres que revelan perfectamente el contorno de una mano humana [Fig. 5]. Según el estado actual de la investigación, este tipo de esténciles paleolíticos se habrían realizado mediante una técnica de proyección. El artista prehistórico mastica óxido de hierro en la boca; mientras que la mano izquierda se coloca en la pared, la derecha sostiene un tubo vegetal o de hueso, y los pigmentos, que están siendo diluidos por la saliva, se proyectan a través de la cánula, para fijarse luego sobre y alrededor de la mano.

En Homo spectator, Marie-José Mondzain había intentado imaginar la escena del primer hombre que se había deslizado por este pliegue de la tierra, y tomando conciencia del poder que le otorgan sus manos. Manos que no se limitan a agarrar animales y cosas que ya están ahí, sino que pueden convertirse en instrumentos para hacer aparecer lo que no está presente15. La primera imagen nacería así de la conciencia que llevó al hombre a darse cuenta de que es capaz de hacer aparecer no lo que es, sino lo que puede ser y también lo que tiene que ser. La imagen, dice Mondzain, es por tanto el resultado de un gesto –un gesto de dislocación de lo dado–.

Pero lo significativo en el ejemplo de las manos negativas es lo siguiente: para que esta dislocación sea posible, el hombre habría tenido que retirarse previamente. Porque si el protoartista tuvo que concebir una realidad por venir, todavía invisible, para hacer su esténcil y proyectar los pigmentos diluidos sobre su propia mano, esta solo tomará forma a partir del retiro de la mano; aunque producida por el cuerpo, la imagen solo gana consistencia cuando este se retira. Un deseo de visibilidad, por tanto, que se realiza en una suerte de anticipación, en un futuro anterior que se adelanta a su propio advenimiento, pero que, ante todo, debe reconciliarse con una ausencia irreductible que se convierte en condición previa de la representación. La mano se retira para revelar una mano –tan pronto como se separa de la pared, pone en marcha el proceso mental de abstracción–. Así, el acto de representación remite inevitablemente a una ausencia: a lo que todavía no está, o bien a lo que ya no está, a una imagen por venir o incluso al testimonio de algo que ha sido, pero en todo caso a lo que actualmente no está presente. Mediante la proyección de pigmentos coloreados, el protoartista acredita haber estado allí y marca una presencia –la suya–, revelando una figura que es a la vez obra y firma.

Figura 5. Cueva de Chauvet, manos rojas.

La mano de Chauvet constituiría, por tanto, el primer negativo: es la huella [trace] de un toque, una seguridad indicial de que una mano se ha adherido efectivamente a los contornos de la roca, al tiempo que remite al hecho ineludible de que solo revela el resultado por su ausencia. Paradigma genealógico en más de un sentido, ya que cada vez se trata de proclamar un vínculo de derivación. También en este punto, las manos negativas de Chauvet se acercan a la sombragrafía del mito griego: la hija del alfarero, que según las fuentes antiguas se llama entonces Butades, no está separada de su creador, ya que su nombre indica que pertenece a su padre («Dibutades», «del» alfarero Butades). La ausencia que la imagen da a ver presupone una presencia anterior, que generó la impresión y de la que sigue siendo fundamentalmente dependiente. La representación queda subordinada a una relación de derivación.

Los griegos consideraban que, por su origen, la pintura siempre sería una esquigrafía, literalmente una «escritura en sombra». En el siglo XIX, el pionero de la fotografía Henry Fox Talbot se hizo eco de esta idea a su manera, cuando habló de su invento en términos de una «sciagraphy». Hay, dijo, en este «arte de fijar una sombra» (art of fixing a shadow) algo así como una «magia natural» (natural magic). Unos años después de la publicación de The Pencil of Nature en 1844, en el que Talbot argumenta que la fotografía no es una forma fantasiosa de representar el mundo, sino la forma en que la naturaleza misma pasa a formar parte de la placa fotosensible, el fotógrafo pictorialista sueco Oscar Gustav Rejlander escenifica una fotografía que se supone que muestra por qué la fotografía representa el verdadero dispositivo sombragráfico. En 1857 escenifica para su cámara la leyenda de Butades con la joven corintia trazando en las paredes los contornos del rostro de su amante [Fig. 6]. Debajo de la foto escribe las siguientes palabras, casi encantadas: from nature (de la naturaleza), como si se tratara de venir a contradecir lo que claramente es una puesta en escena. Pero, sobre todo, Rejlanderañade las siguientes palabras en letras grandes:The First Negative (El primer negativo). El negativo es, por tanto, una sombra fija. O el registro de una ausencia. Susan Sontag enfatizó bien este aspecto en su libro Sobre la fotografía: «Todas las fotografías son memento mori. Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa»16. En la representación por sustitución, nos guste o no, algo está ausente.

Figura 6. Oscar Gustav Rejlander, The First Negative, 1857 (detalle). Impresión en papel salado de un negativo de vidrio de colodión húmedo, 22,4 x 15 cm.

Con su ensayo programático titulado Antropología de la imagen, Hans Belting radicaliza esta intuición más allá del campo de la fotografía y vuelve al vínculo entre figuración y ausencia, que considera fundamental para comprender el fenómeno antropológico de la imagen. Su hipótesis es la siguiente: «Las imágenes se tienen frente a los ojos, así como se tiene frente a los ojos a los muertos: a pesar de ello, no están ahí»17.

Figura 7. Cráneo recubierto con una capa de cal, VII milenio a.C. Lugar de origen: Jericó.

La imagen, por tanto, actúa siempre como un negativo, en la medida en que indica una cesura y nos hace conscientes de la pérdida. Por otro lado, sin embargo, le da cuerpo a esta ausencia, ya que su vocación es reponer el cuerpo de los desaparecidos. Belting pone espalda con espalda al culto a los muertos y a las prácticas de figuración: en numerosos sitios mortuorios de civilizaciones antiguas se han descubierto prácticas de ornamentación visual (como los cráneos decorados descubiertos en el valle del Jordán que datan de hace más de siete mil años, donde a través del escayolado y el color aplicado al hueso, se sugiere la presencia viva del difunto18) [Fig. 7]. La analogía entre la imagen y la muerte, concluye Belting, «señala el sentido arcaico de lo que la imagen es de todos modos»19.

¿Un retorno de la antropología?

Durante varias décadas, el antihumanismo dominó los debates teóricos en Francia, con el anuncio de la próxima muerte del hombre, tal como resaltaba la famosa metáfora de Michel Foucault sobre ese humanoide que eventualmente se desvanecería, como en el límite del mar un rostro de arena20. La «desantropologización» del conocimiento no se restringió, por supuesto, al postestructuralismo francés: en Alemania, el gurú de los media studies Friedrich Kittler invitó a las ciencias humanas a una «exorcización del hombre», mientras al otro lado del Atlántico, algunos ya creían que podían celebrar la entrada definitiva en la era posthumana. Está claro, sin embargo, que la cuestión antropológica ha vuelto ahora a estar en primer plano, y Hans Belting es solo un ejemplo entre muchos. Paradójicamente, aproximaciones como las teorías del actor-red (Actor Network Theory), planteadas en particular por Bruno Latour, de las que se puede decir que son, en cierto modo, herederas del postestructuralismo antihumanista, no han puesto fin a la polémica sobre los humanos, sino que parecen haberlo puesto nuevamente en la agenda; y cuando discutimos las cuestiones éticas de los animales y las nociones de una «inter-animalidad» más amplia, es, paradójicamente una vez más, la cuestión de la demarcación entre el hombre y el animal la que vuelve de manera recurrente.

En vista de estos desarrollos, es necesario un mapeo de los diversos debates. Asimismo, debemos indagar en toda su extensión los significados que cada vez se les dan a las palabras «antropología» y «humano», y rastrear los orígenes teóricos de los argumentos expuestos. Entre los elementos más destacados de este retorno a la cuestión antropológica está el estrecho acoplamiento de la cuestión del hombre con el problema de la visualidad. Sobre este terreno situado en el cruce de la etnología y la sociología, se ha establecido una nueva rama que sus fundadores denominan «antropología visual» (visual anthropology) y que ahora constituye un campo de estudio por derecho propio21. Además, antropólogos como Steven Mithen o Whitney Davis han desarrollado varias teorías sobre la antropogénesis que están íntimamente ligadas a la capacidad de producir imágenes22.

En Francia, un investigador como Philippe Descola extendió el enfoque estructuralista hacia una antropología que, mucho más que Lévi-Strauss, otorga un papel crucial a los artefactos visuales. Inversamente, en la historia del arte observamos una inflexión hacia la antropología, especialmente en la teoría performativa de la imagen propuesta por el historiador del arte berlinés Horst Bredekamp o en el gran clásico de Alfred Gell Arte y agencia23. Ante estos desarrollos, algunos no han dudado en hablar de un «canibalismo recíproco» entre la historia del arte y la antropología24.

Pero el acoplamiento entre la perspectiva de lo visual y la de lo antropológico también se observa en el campo de la filosofía. En este sentido, es significativo señalar el creciente número de referencias que se hacen –tanto por parte de los partidarios de la aproximación antropológica como de sus detractores– a la llamada tradición de la «antropología filosófica», vinculada a nombres como Arnold Gehlen, Helmuth Plessner, Hans Jonas y Adolf Portmann, cuyos escritos están siendo redescubiertos actualmente.

En diversos grados encontramos en estos autores un motivo recurrente (y destacado por Hans Blumenberg) que es el de «actuar a distancia» (actio per distans) y cuyo rol crucial para la hominización es subrayado por la antropología filosófica (por supuesto que también por otros autores, como por ejemplo Aby Warburg; recordemos el comienzo del texto de presentación del Atlas Mnemosyne: «El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el mundo exterior puede calificarse de acto fundacional de la civilización humana»25). Sin embargo, es gracias a la perspectiva de un pensador como Hans Blumenberg y a la relectura crítica de lo que él llama «la prohibición de la antropología» (Anthropologieverbot), que finalmente medimos en qué punto el cuestionamiento del propio hombre fue, en la tradición de la antropología filosófica, entrelazada con su relación con la visualidad. En definitiva, parece importante, para una mejor comprensión de los debates actuales, volver a la larga prehistoria de la noción de Homo pictor y a la idea de un «estar a distancia» asociada a ella.

Más allá del principio de inmediatez

En un texto circunstancial, Giorgio Agamben remarcó de pasada que el hombre es un animal que destaca por su interés en las imágenes. El hombre, dice Agamben:

Es el único ser que se interesa por las imágenes en cuanto tales. Los animales se interesan mucho por las imágenes, pero en la medida en que son sus víctimas. Se puede mostrar a un pez macho la imagen de una hembra, y él verterá su esperma; o mostrar a un pájaro la imagen de otro para lograr enjaularlo. Pero cuando el animal se da cuenta de que se trata de una imagen, su interés se desvanece del todo. Ahora, el hombre es un animal que se interesa por las imágenes una vez que las ha reconocido como tales26.

Esta idea de que la especificación del hombre no puede hacerse ni por el lenguaje ni por la razón, sino por la imagen y por el interés por las apariencias, tiene sus inicios ya en Aristóteles. En la Poética, Aristóteles se pregunta por qué «hay seres cuyo aspecto real nos molesta, pero nos gusta ver su imagen ejecutada con la mayor fidelidad posible, por ejemplo figuras de los animales más repugnantes y de cadáveres»27. Habría, así, sugiere Aristóteles, un genuino interés de los seres humanos por la apariencia en tanto apariencia, cuyas formas pueden apreciarse independientemente de cualquier referencia a la realidad. Esta idea de que el hombre se caracteriza por una cierta relación con las apariencias virtuales se volverá crucial en la tradición de la antropología filosófica. Helmuth Plessner llegará incluso a hablar de una «dependencia de la imagen que caracteriza a la existencia humana» (Bildbedingtheit des menschlichen Daseins28). Según él, la producción de imágenes comienza mucho antes que la producción de pinturas: incluso antes de crear artefactos, el hombre emplea su propio cuerpo como instrumento. El ejemplo que piensa Plessner es la actuación: en la actuación el actor se escinde, por así decirlo, dentro de sí mismo, sin que haya esquizofrenia ni alienación. En el campo de la representación, el cuerpo se convierte en imagen y el hombre se exterioriza, para convertirse en alguien distinto de sí mismo. Sin embargo, es precisamente proyectando este alter ego en una «imagen esbozada» (Bildentwurf), afirma Plessner, que el hombre está más cerca de sí mismo: es en el artificio que toca la esencia. La experiencia del actor indica la imposible coincidencia de uno mismo consigo mismo y remite al concepto central de Plessner, la «ex-centricidad» constitutiva del ser humano que lo constriñe a estar siempre desterrado más allá de su centro de gravedad, a estar siempre en proyecto. Encontramos una idea bastante similar en Heidegger, cuando habla del «adelantarse a sí mismo» de la existencia humana, de relacionarse con lo que aún no está presente, pero se presenta, por así decirlo, en el horizonte.

La idea de Plessner de una «excentricidad posicional», así como la de un «ser lacunar» planteada por su colega Arnold Gehlen convergieron, en las décadas de 1960 y 1970, en la antropología de las mediaciones que Vilém Flusser comenzaba a desarrollar en ese momento. El hombre, decía Flusser, no es tanto una cuestión de sujeto como de proyecto29: no se constituye por interiorización, sino por extrañamiento de lo que es, por distanciamiento de lo dado. Así, la historia del hombre es una historia tecnológica desde el principio; está escrito a la luz de técnicas proyectivas que le permiten separarse de lo dado, modular sus frecuencias y manipular sus formas. La técnica es una cuestión de negación: la piedra no se toma tal como es, sino que se corta, se bisela, para que tome otra forma y dé lugar a otros usos. Desde la fabricación de herramientas hasta la programación de algoritmos, la historia humana está salpicada de una sucesión de descubrimientos que no son solo etapas sucesivas de una «abstracción» de la realidad, sino también de una «concretización» que permite volver mejor a ella.

A fuerza de concentrarnos demasiado en el aspecto del análisis crítico y del «distanciamiento», hemos olvidado que las tecnologías son también tecnologías de síntesis, de «concretización», que permiten acercar en una única representación lo que de otro modo se nos escaparía a la mente30.

Por muy digitales (y, por lo tanto, discretas) que sean, las nuevas tecnologías de la imagen, dice Flusser, son sobre todo imágenes de «síntesis», en el sentido literal del término: condensan el resultado de un cálculo y así permiten que el ojo lo visualice. En consecuencia, la historia de las tecnologías humanas no puede reducirse a una larga sucesión que va de lo concreto a lo abstracto, sino que corresponde a un movimiento permanente de abstracción y concretización que se invertiría a su vez. En el pequeño texto inédito que abre este libro («La imagen cálculo. Por una nueva facultad imaginativa»), Flusser considera que, con la llegada de las nuevas imágenes de síntesis, estas nos hacen retroceder más allá de la era de la linealidad del texto, para redescubrir un poder de visualización que, incluso más que la razón o el lenguaje, singulariza lo humano. Al volver a situar así el binomio hombre-imagen en el centro de sus últimos textos, Flusser actualiza una de las tesis más sorprendentes –y todavía muy poco discutidas– de la antropología filosófica.

¿Por qué antropologizar lo visual?

La antropología de la imagen no siempre ha tenido buena prensa, y con razón. Su proyecto parece asociado confusamente a todos los intentos de expresar la esencia del Hombre, para así plantear, después de tantos otros, una nueva definición del ser humano. Entre los más famosos: el ser humano como animal dotado de razón o lenguaje (Aristóteles), el hombre como zôon politikon (de nuevo Aristóteles), el ser que fabrica herramientas (el Homo faber de Marx y Bergson) e incluso el ser que se realizaría sobre todo a través del juego (el Homo ludens de Schiller y Huizinga). A estas proposiciones se añade, por tanto, una nueva: el hombre debe ser pensado ante todo como un Homo pictor: el ser que fabrica imágenes, que se da a sí mismo una imagen del mundo y que, por medio de esta imagen, se da también a sí mismo un mundo. La tesis del Homo pictor es bastante reciente: su formulación explícita probablemente se remonta al ensayo seminal de 1961 de Hans Jonas sobre el Homo pictor, del cual este volumen ofrece una nueva traducción. Esta tesis, como todas las que la preceden, pretende asir al ser para, a su vez, intentar asir el signo distintivo del hombre, su «diferencia específica», como dirían los medievales: se trata siempre de aislar una especie de exclusividad antropoide. Una exclusividad del hombre que marcaría toda su diferencia, precisamente, con exclusión de todos los otros seres vivos. Esta concepción ha sido a menudo criticada, y de manera acertada, por la tendencia a esencializar lo humano y a concebir sus prácticas como algo que, en sí mismo, no debe nada a la historia. Pero incluso en alguien como Georges Bataille, por más prejuicioso que sea, el demonio del esencialismo vuelve a rondar una teoría de la antropología visual que enfatiza, en un exceso que solo puede despertar sospechas, que se define como una antropología histórica. A unos años de distancia de Hans Jonas, en 1955, Bataille publica para la editorial ginebrina Skira su deslumbrante ensayo Lascaux o el nacimiento del arte, que propone nada menos que sustituir el «milagro griego» (E. Renan) por el «milagro de Lascaux»; en otras palabras: establecer que el nacimiento del hombre no se juega en el establecimiento del logos, sino mucho antes, en la invención de las artes de la imagen. El hombre solo puede nacer plenamente en la oscura hendidura de la caverna, donde, a la luz incierta de sus antorchas, el artista paleolítico descubre en las superficies pintadas el milagro de su propia creación. Además, la creación no debe nada al mundo y solo puede ser, para Bataille, una creatio ex nihilo. Bataille, que pudo visitar la cueva en persona, por primera vez en 1952, la convierte en el lugar de una autoinstauración del hombre. Las pinturas rupestres, cuya frescura primordial exalta, constituyen para él los vestigios de un doble nacimiento; signo de una espontaneidad humana insumisa, hacen de la imaginación su artífice. «Creando por completo el mundo que figuraban»31, creatio ex nihilo, dieron origen al arte y a su creador, el Hombre.

Mientras rinde homenaje al ensayo de Bataille, Maurice Blanchot subraya la ambivalente empresa que consiste en querer volver a los orígenes, tanto del arte como del hombre. Bajo la pluma de Bataille, escribe Blanchot en La bestia de Lascaux, es «como si, ante nuestros ojos, el arte se encendiese de repente a la luz de las antorchas»32. Y sin embargo, señala Blanchot de inmediato, «sabemos, e incluso sentimos, que este arte, que comienza aquí, ha comenzado desde hace mucho tiempo»33.

Dejemos de lado por un momento las implicaciones metafísicas de esta última frase de Blanchot. Una cosa es cierta, sin embargo. El arte no comienza en Lascaux: incluso los paleoantropólogos ahora están de acuerdo en ello, ya que se han descubierto sitios mucho más antiguos, que dan testimonio de una intensa actividad pictórica. Si gracias a la datación por carbono 14 consideramos que Lascaux data de un periodo de hace 17.000 o 18.000 años, la cueva de Chauvet, descubierta en 1994 en Ardèche, dataría de hace más de 31.000 años. Este descubrimiento no solo «anticipó» el momento del «nacimiento» del arte, sino que, sobre todo, sacudió profundamente la idea de una lenta y progresiva evolución que todavía inerva toda la obra de Leroi-Gourhan, como se percibe, por ejemplo, en El gesto y la palabra: porque en efecto, incluso dentro de la cueva de Chauvet, la comparación de las diferentes capas temporales revela una (¿deliberada?) «regresión» en las técnicas de perspectiva… Pero, ante todo, se hace difícil suscribir la tesis de que cualquier imagen resultaría de una ruptura definitiva con el mundo natural, de una especie de «nadificación» [néantisation] del mundo, como decía Jean-Paul Sartre en su teoría de Lo imaginario34.

Pero al margen de estos debates, que deben dejarse a los especialistas, tenemos derecho a plantearnos otra pregunta: ¿por qué el arte prehistórico fascinó tanto al pensamiento del siglo XX y por qué seguimos planteándonos la cuestión del hombre desde el nacimiento de las imágenes? ¿Por qué situamos en estas cuevas paleolíticas el momento de una especie de parto mágico del homínido, como si en estas cuevas se repitiera una escena que el sujeto nunca ha presenciado: la de su propia concepción? Para escudriñar el arte parietal y la fascinación de sus dibujos deberíamos entonces, según un motivo ampliamente explotado por Pascal Quignard en La noche sexual, volver a una especie de imagen primordial y oscura a la que ya no tenemos acceso35. La falta de una imagen primaria del hombre (o bien una imagen faltante del primer hombre, que viene a ser lo mismo) se acentúa aún más por el hecho de que entre las pinturas rupestres más antiguas casi no hay representaciones de la figura humana: esta última, en efecto, parece intervenir solo como una carencia36. ¿Qué significa decir que el hombre se descubre en el espejo de sus propias imágenes? ¿En qué consiste exactamente «la imagen del hombre»?

Estas preguntas fueron objeto de un debate que siguió a la publicación original del ensayo de Hans Belting Antropología de la imagen. Según Belting, la imagen no solo constituiría un artificio que permitiría afrontar la ausencia, sino que también sería una forma a través de la cual el hombre se relaciona con su propia finitud. No contento con afirmar que la producción de imágenes es un fenómeno estrictamente humano, Belting también adelanta la hipótesis de que en toda imagen vemos el reflejo de su creador: si toda imagen es una imagen del hombre, es que el hombre es, por lo tanto –en el doble sentido del genitivo objetivo y del genitivo subjetivo–, el objeto y el autor de la imagen. Las tesis de Belting suscitaron una viva polémica al momento de su publicación y algunos vieron en ellas un retorno a una antropología conservadora. La afirmación de tesis muy generales (por ejemplo, el hecho de que todas las imágenes habrían sido generadas por «temas que están más allá del tiempo, como muerte, cuerpo y tiempo»37) llevó a algunos a decir que Belting iniciaba subrepticiamente un retorno a una visión normativa y esencialista del arte38, mientras que las críticas feministas han argumentado que la antropología de Belting se inclinó hacia una andropología, y que su noción genérica de «hombre» parecía incapaz de acomodar nada parecido a la diferencia de género39.

Este debate sobre el neoesencialismo de la antropología de la imagen tiene lugar 35 años después de un debate completamente diferente, donde la cuestión del antropocentrismo fue, sin embargo, igualmente virulenta: el debate lanzado por el historiador del arte estadounidense Michael Fried en torno a la escultura minimalista de la década de 1960, sospechosa de reintroducir en secreto un «antropomorfismo» del que las vanguardias abstractas habían querido depurar al arte moderno. En su famosa acusación «Arte y objetualidad» (1967), Michael Fried cuestionó el deseo «literalista» de escultores como Donald Judd o Tony Smith de volver a la pura afirmación del objeto material: en la estética literalista cuyas pilas de Judd o cubos de Smith son ejemplos perfectos habría, según Fried, un «antropomorfismo latente o no reconocido» que consiste en atribuir al objeto artístico el lugar de un cuasi-sujeto con el que el espectador entra en relación40. Una vez más, relativizamos la autonomía del objeto artístico para convertirlo en la superficie de todas las proyecciones. Recordemos a Goethe, que ya decía: «Podemos observar la naturaleza, medirla, contarla, pesarla, etc. No obstante, es nuestro peso y nuestra medida lo que le aplicamos»41.

Agitar el espantajo del antropomorfismo es, sin duda, una de las armas más eficaces para amordazar al adversario; asusta tanto al teórico moderno, que debe preocuparse por haber sido también su víctima. Algún día también será necesario rastrear los usos de esta estratagema, que desde Feuerbach y su crítica a la religión que –recordemos– no ha dejado de aparecer como un argumento de base: si Dios es a imagen del hombre (y no a la inversa) es porque es el resultado de una desposesión del hombre que proyecta sus propias cualidades intrínsecas en una alteridad ficticia. De la proyección al animismo, evidentemente solo hay un paso, de manera que la simple superficie imaginaria se convierte en objeto autónomo y la imagen se transforma en actor. En este nivel de discurso, la crítica del antropomorfismo se convierte en crítica del ventriloquismo: no contentos con denunciar el excesivo parecido entre el objeto visual y su espectador humano, denunciamos el juego de prestidigitación que consiste en prestar la propia voz a un objeto cuya elocuencia admiramos maravillosamente.

He aquí, pues, en síntesis, las tres grandes críticas dirigidas a la antropología de la imagen: su tendencia a la esencialización, su tendencia a la proyección y, finalmente, su tendencia al animismo. Pero ¿qué pasa con el «posthumanismo» que algunos reclaman para los estudios visuales y qué significa querer «desantropologizar» las imágenes?

¿Podemos desantropologizar las imágenes?

Los intentos de una desantropologización de las imágenes han sido numerosos, y es imposible clasificar aquí sus diferentes estrategias. En cualquier caso, una cosa no está en duda: la desantropologización se incribe perfectamente en el marco de un relato modernista. La afirmación de la autonomía de los objetos visuales y el retorno a su tautología –solo dicen lo que son, nada más, y no son «hablados» por otros ventrílocuos malignos– se confunde, en gran medida, con una crítica a esta ambigüedad que, según Lévy-Bruhl, caracteriza la mentalidad primitiva y que significa que «los fenómenos pueden ser, de una manera incomprensible para nosotros, a la vez ellos mismos y algo más que ellos mismos»42. En el marco modernista, el «objeto ambiguo» tan querido por Paul Valéry buscará en vano encontrar su lugar.

Pero obviamente podemos preguntarnos, como lo hace Bruno Latour, si alguna vez hemos sido realmente modernos y, por extensión, si tal reconocimiento objetivo es verdaderamente posible. Que la proyección cinematográfica de un tren entrando en una estación puede provocar el pánico entre los espectadores, como en diciembre de 1895 en el Grand Café del Boulevard des Capucines, cuando los hermanos Lumière proyectaron La llegada de un tren a la estación de La Ciotat, todo ello parece derivar más desde un relato etnográfico que desde una actitud finisecular. Pero en el espacio de un siglo, ¿realmente ha cambiado y de manera tan radical la actitud hacia las imágenes en movimiento? ¿A qué correspondería un espectador «iluminado»? ¿No requiere todo cine que el espectador se deje atrapar por su juego?

Y por supuesto, esta actitud de «lo sé, pero de todas formas» no se limita al cine. Frente a objetos visuales de todo tipo, vemos actitudes que –hay que admitirlo– no encajan bien con la óptica de un sujeto moderno. Nos asombra la actitud supuestamente irracional de los indios aimaras que se niegan a que les tomen una foto, por temor a que su alma quede atrapada en la cámara. Pero si nos negamos a creer en la idea del «robo del alma», ¿de qué se trata exactamente la foto robada? ¿Por qué dudamos en recortar con una tijera la foto de un ser querido, cuando es solo un trozo de papel? De hecho, «eso es por lo que la gente todavía se puede ahorcar en efigie, por lo que de forma no casual arrojamos o destruimos las fotografías de la gente a la que amamos, por lo que todavía besamos un crucifijo, por lo que nos arrodillamos ante un icono o lo desfiguramos. Y cuando las imágenes nos ofenden, todavía nos vengamos ofendiéndolas a ellas a su vez»43.

A la luz de tales prácticas, uno debe preguntarse si la actitud mágica hacia las imágenes no está tan extendida en la época moderna, como en las llamadas épocas de las creencias. Teniendo en cuenta que las imágenes no son simples pantallas neutras, sino que somos mirados por lo mismo que miramos –que «lo que vemos» es también «lo que nos mira»44–, se trata de una actitud que no está reservada al paranoico, lejos de eso. Y, si es necesario, lo subrayo de nuevo: tampoco se limita al espacio museal, con un espectador dispuesto a entablar una relación estética con la obra de arte. Al sujeto de las urbanidades contemporáneas le son familiares todos esos rostros y cuerpos que habitan lo que llamamos, demasiado rápido, superficies publicitarias y que acompañan con su mirada todos sus movimientos en el espacio público. ¿Esta familiaridad lo hace inmune a su poder de seducción? Parecería que incluso el objeto reproducido infinitamente por la técnica no ha perdido su aura: una y otra vez, tan pronto como sentimos o pensamos que estamos siendo observados, levantamos la vista. En este intercambio de miradas, decía Walter Benjamin, hay un antropomorfismo irreductible, que consiste en proyectar en la naturaleza lo que es parte de una experiencia social: el hecho de sentir que una mirada se posa sobre nosotros45. A veces sucede que ciertos sujetos ya no soportan la mirada proveniente del cuadro. Los casos de reacción violenta a las imágenes son numerosos y están bien documentados, no solo durante las crisis históricas de la iconoclasia, sino también en el siglo XX: en 1907, una joven entró en el Louvre y perforó los ojos del Papa y de tres cardenales de la Capilla Sixtina de Ingres. En 1968, la Virgen de los ángeles de Rubens fue objeto de un apuñalamiento por parte de un hombre de 70 años que creía que lo había mirado «de mala manera». En 1977, Hans-Joachim Bohlmann cometió una serie de ataques a obras de arte por las que se sintió amenazado, en particular una obra de un discípulo de Rembrandt, Willem Drost, conservada en Kassel y titulada –colmo de la paradoja– Noli me tangere (no me toques). Pero quizás el ejemplo más famoso sea el de la Venus del espejo de Velázquez en la National Gallery de Londres, acuchillada por una sufragista en 1914 [Fig. 8]46. Con su gesto, Mary Richardson quiso llamar la atención sobre la violencia impuesta a las mujeres. Pero al afirmar la analogía entre el cuerpo del cuadro y el cuerpo femenino, por supuesto que solo estaba confirmando el vínculo inextricable entre el plan simbólico y la inversión libidinal, entre la abstracción formal y el analogismo visceral. Con sus ataques al ideal, Mary Richardson crea una nueva obra que, en cierto sentido, anticipa el atentado («Attese») de Lucio Fontana y sus lienzos lacerados que también oscilan entre un puro formalismo y una materialidad llevada al extremo. Por eso el antropomorfismo no concierne únicamente a las obras que muestran la figura humana, pues también puede intervenir –como mostró claramente el debate en torno a la escultura minimalista americana– sobre objetos a priori muy disímiles al cuerpo humano47.

Figura 8. Diego Velázquez, Venus del espejo (detalle), 1649. National Gallery, Londres. Foto de prensa de 1914 que muestra la pintura justo después del ataque de la sufragista Mary Raleigh Richardson.

En retrospectiva, la cruzada emprendida contra la «teatralidad» de las obras visuales se parece cada vez más a una forma de exorcizar no tanto el antropomorfismo como el poder de lo visible a fin de suscitar sus afectos. Sin embargo, existe simplemente una exigencia fenomenológica que nos lleva a tener en cuenta nuestros miedos, nuestras aprensiones y nuestras emociones frente a las imágenes. Si bien Edmund Husserl desconfiaba con razón de la proyección antropologizante (una desconfianza que daría lugar a lo que Blumenberg llamó la «prohibición de la antropología»), desconfiaba aún más de la palabra que no dice nada. Si algo enseña el debate en torno a la antropología, es en todo caso esto: rechazar el antropomorfismo en nombre de una neutralidad del discurso es reivindicar una perspectiva «amorfa» y, por lo tanto, literalmente informe. Que el lugar desde el que se habla y se percibe invariablemente informe a los objetos en cuestión, nos obliga a tomar en consideración estas operaciones plurales y variables de «conformación». En otras palabras: podemos combatir el antropocentrismo sin cuestionar el antropomorfismo. Así lo había entendido un pensador como Gilbert Simondon, quien, para pensar precisamente en la autonomía relativa de las imágenes en relación con el sujeto humano, las llamó «cuasi-organismos»48.

Los textos

El primero de los textos recogidos en Pensar la imagen II. Antropologías de lo visual proviene de un corpus aún en gran parte desconocido en francés y español, el de los ensayos dedicados por Vilém Flusser a las imágenes técnicas. Nacido en 1920 en Praga, exiliado a Inglaterra en 1939 debido a su origen judío, Flusser es un intelectual atípico que navegará entre mundos, haciendo de Brasil su tierra de acogida, aunque escribirá obras tanto en portugués como en alemán, inglés y francés. Con su muerte en 1991 durante un accidente automovilístico en la frontera checo-alemana, nos legó una vasta colección de textos y manuscritos que hoy se publican como parte de las obras completas, elaboradas bajo la responsabilidad del Archivo Flusser, en Berlín. Si en el campo teórico alemán, Flusser representa hoy una de las figuras esenciales de los media studies y su pensamiento está cada vez más presente en el mundo angloparlante, resulta paradójico que en Francia, donde Flusser estuvo sin embargo instalado al final de su vida, apenas comenzamos a descubrir su pensamiento. Unas pocas traducciones recientes han permitido afortunadamente medir el alcance del proyecto de la comunicología filosófica de Flusser, la que –más allá del análisis de fenómenos singulares como la fotografía o los gestos, por los que era más conocido hasta entonces– se corresponde muy bien con una antropología de las técnicas. Además, le endilga un lugar primordial a la imagen, como lo demuestra la gran síntesis que es La civilisation des médias49. El texto que aquí presentamos gracias a la generosidad de Edith Flusser y del director de los Archivos Flusser, Siegfried Zielinski, proviene de las reflexiones que Flusser realizó a finales de los años ochenta sobre el surgimiento de lo que denominó «tecno-imaginario». (Se trata de un manuscrito inédito del que apareció una versión ligeramente modificada en alemán en 1990, pero también se conservan otras versiones en los archivos50).

De entre todos los autores vinculados al movimiento de la antropología filosófica del que Flusser, a su manera, es un heredero, el que sin duda impulsó más lejos la idea de la centralidad de la imagen en el proceso de hominización sigue siendo Hans Jonas. En su ensayo seminal sobre el Homo pictor de 1961, Jonas considera que, más allá del simple interés por las apariencias y la visibilidad en general, es la fabricación de visibilidades artificiales lo que marca una etapa decisiva en el pasaje hacia lo «humano».

Lamentablemente, el conocimiento de este ensayo ha permanecido durante mucho tiempo confinado a los historiadores de la antropología filosófica e incluso a los filósofos de la biología (había aparecido una traducción de la versión inglesa en El principio de la vida51). Con esta nueva traducción, posible gracias al amable apoyo de John Jonas y Gabrielle Jonas-Bloom (a quienes aquí agradezco), el objetivo era poner a disposición de los investigadores sobre la imagen una de las sugestiones más singulares para fundar una antropología de la imagen. De hecho, Jonas propone lo que el mundo anglosajón llama thought-experiment: supongamos que unos exploradores interestelares aterrizan en un planeta distante para verificar si, entre los seres que viven allí, hay rastros de vida humana. El criterio de distinción más simple, dice Jonas, no es ni la existencia del «lenguaje» (con la filosofía contemporánea, el alcance de esta palabra se ha vuelto incierto) ni el uso de herramientas (piensen en los debates actuales sobre los instrumentos utilizados en el mundo animal, en particular por los grandes simios), sino la producción de imágenes. Toda imagen es elíptica, dice Jonas, ya que omite más de lo que muestra; pero en la relación que entabla con su carencia constitutiva plantea la cuestión de la abstracción, es decir, la cuestión del desprendimiento de lo dado y la creación de espacios inéditos para la mente.

Si el texto de Jonas inaugura la antropología de la imagen a partir de un viaje virtual, otro texto fundacional de la disciplina parte de un viaje muy real. «Como un viejo libro enseña: Atenas y Oraibi son parientes». El epígrafe elegido por Aby Warburg para su conferencia de 1923, El ritual de la serpiente, texto fundacional de la antropología visual, no oculta su inspiración goetheana: al volver a su experiencia en Oraibi, en el país de los indios hopi de Nuevo México, donde se había quedado durante un viaje de verano en 1895-1896, Warburg subraya la cuestión del vínculo entre lugares y culturas. Un vínculo basado no tanto en las leyes de la causalidad como en las leyes formales; una relación de parentesco establecida no tanto por la genealogía como por el reconocimiento de una proximidad morfológica. En «La mirada pontífice. La historia de las imágenes a prueba de la morfología», el filósofo Andrea Pinotti propone una interpretación del método de Warburg, a la luz de lo que él llama «mirada pontífice»; en otras palabras: una mirada capaz de tender puentes entre fenómenos aparentemente inconmensurables. «No veía la relación», admitió más tarde su alumno Fritz Saxl, paradógicamente uno de los colaboradores más cercanos de la biblioteca de Warburg, como para marcar claramente hasta qué punto este método warburgiano no puede formalizarse, sino solo practicarse frente a los objetos. Para Pinotti, la antropología visual de Warburg debe reinsertarse en la línea directa de un pensamiento morfológico cuya fuerza consiste en lograr articular tanto un pensamiento de la forma como un pensamiento del devenir, un pensamiento de lo semejante y un pensamiento de la deformación. Aprender a ver –y sacar a relucir– la conexión entre una ménade dionisíaca y una Magdalena cristiana, un caballero recostado sobre la hierba almorzando con un viejo dios fluvial, una ninfa de Ghirlandaio y una jugadora de golf, es aceptar que la inteligencia siempre sigue siendo (en el sentido etimológico de la palabra inter-legere) una cuestión de vínculos, por arriesgados y precarios que sean.

En su texto «La máscara de Warburg: un estudio sobre idolatría», David Freedberg también vuelve a la conferencia El ritual de la serpiente, esta vez tamizando una lectura crítica. Si, como afirma Warburg en su conferencia, el encuentro con los hopi de Nuevo México le permitió resolver ciertos problemas que se le presentaron en torno al resurgimiento del primitivismo en la época del Renacimiento italiano, ello no se debe tanto al encuentro, argumenta Freedberg, como a la proyección de sus obsesiones personales. Atormentado por su búsqueda de culturas primitivas y ciego al conflicto social del que era escenario el pueblo de Oraibi, Warburg se había asegurado los servicios del misionero menonita H.C. Voth, quien, como contarán los indios tras el abandono de Oraibi, los había desposeído de buena parte de sus objetos rituales para comerciar con ellos. Si Warburg no contribuyó directamente a estos despojos, que el reverendo Voth justificó invocando el combate contra las actitudes idólatras, las fotos que lo muestran en Oraibi atestiguan una actitud por lo menos inquietante. En dos célebres fotografías lo vemos vestido al estilo occidental, sonriendo junto a unos indios semidesnudos o posando con una máscara katcina entronizada en lo alto de su cabeza. Para Freedberg, Warburg trivializa los misterios hopi; les quita sus secretos y los reduce, en un momento de frivolidad, a un colorido exotismo. La relectura crítica de Elritual de la serpiente no se limita, sin embargo, a denunciar la actitud colonialista; ofrece una interpretación psicológica de las famosas fotos. Warburg, que habrá pasado toda su vida estudiando el poder de fascinación –a veces mortal– de las imágenes, parece no haberse atrevido a ponerse la máscara katcina, porque quien se pone una máscara se expone al riesgo de perderse. Según Freedberg, es en este riesgo donde reside el verdadero peligro de las imágenes.

Con «La doble vida de las imágenes. Algunas reflexiones sobre la intencionalidad delegada», el antropólogo Philippe Descola continúa su reflexión sobre la antropología de la figuración. Para la exposición La Fabrique des images [La fábrica de las imágenes], de la que fue comisario en 2010-2011, Descola ya había aplicado su teoría antropológica desplegada en Más allá de naturaleza y cultura (2005) a los objetos visuales. Para Descola, que actualiza con ello el enfoque estructuralista de su maestro Lévi-Strauss, las diversas formas (individuales y colectivas) de organizar la experiencia del mundo pueden reducirse a cuatro esquemas ontológicos fundamentales: animismo (considera que la mayoría de los seres existentes tienen una interioridad semejante, mientras se distinguen por sus cuerpos); el naturalismo (solo los humanos tienen el privilegio de la interioridad, pero están unidos al continuo de los no humanos por sus características materiales); el totemismo (al interior de una misma clase, humanos y no humanos comparten las mismas propiedades físicas y morales); el analogismo (todos los elementos del mundo son ontológicamente diferentes entre sí, por lo que es necesario encontrar correspondencias estables entre ellos). A cualquier imagen del mundo, sus tipos de representación, a cada ontología, su iconología52. A partir de este principio teórico, Descola debate con una de las propuestas teóricas más influyentes para pensar la antropología visual: Arte y agencia de Alfred Gell. Para Descola, este trabajo se sostiene sobre un malentendido: Gell no aporta una teoría del poder de los objetos artísticos, ya que considerar que la obra de arte sería un agente delegado con efectos sobre el mundo no basta para definirla, en tanto que esto se aplica a muchos objetos de los que es difícil afirmar que tengan una relación, aunque sea indirecta, con el arte. Por otro lado, Gell da una excelente descripción de lo que Descola llama la relación anímica con el mundo. Queda por preguntarse cómo pensar otras modalidades de figuración, y en particular la intencionalidad delegada que proviene de una visión analogista del mundo.

En su artículo «Memoria-narrativa e imagen-memoria. Sobre la representación de los blancos en la tradición chamánica kuna», el antropólogo Carlo Severi