Pequeño elogio de la fuga del mundo - Rémy Oudghiri - E-Book

Pequeño elogio de la fuga del mundo E-Book

Rémy Oudghiri

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¿Quién no ha sentido, al menos una vez en la vida, el deseo de alejarse del mundo? ¿Quién no ha soñado con dejarlo todo y desaparecer? La tentación de la huida, el motivo de la fuga mundi, es recurrente en nuestra cultura porque permanece vivo a lo largo de la historia, y siempre provoca una mezcla de fascinación, nostalgia y callado remordimiento. Para seguir su rastro, de la huida al desierto predicada en el siglo iv por el eremitismo cristiano al exaltado elogio de la evasión entonado por los hippies de la década de 1960, el sociólogo Rémy Oudghiri se ha deshecho de las herramientas habituales de su oficio —estudios, encuestas y estadísticas— para dejarse guiar por una docena de libros y autores, de Petrarca a Rousseau, de Flaubert a Tolstói, de Simenon y Emmanuel Bove a Le Clézio y Pascal Quignard. Porque la literatura abarca todos los registros, de la emoción a la razón, y no desdeña ningún método, de la introspección a la descripción, el relato o la poesía, el realismo o la ficción. Y porque los escritores no están constreñidos por protocolos rigoristas y se atreven a explorar territorios desconocidos e inciertos. Este pequeño gran libro es una invitación a tratar de comprender mejor en qué reside la irresistible atracción que produce el gesto de ruptura con el mundo, y descubrir, bajo sus diferentes máscaras, este secreto, sorprendente y paradójico: que huir del mundo es otra manera de iniciarse en él verdaderamente.

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Rémy Oudghiri

PEQUEÑO ELOGIO DE LA FUGA DEL MUNDO

De Petrarca a Pascal Quignard

Traducción de Ana Nuño

Título original: Petit éloge de la fuite hors du monde, publicado en francés por Editions Arléa, en París, en 2014.

Primera edición en esta colección: octubre de 2019

Arléa © novembre 2014

© de la presente edición: Alfabeto Editorial, 2019

© de la traducción, Ana Nuño, 2019

Alfabeto Editorial S.L.

C/ Téllez, 22 Local C

28007 - Madrid

www.editorialalfabeto.com

ISBN: 978-84-17951-01-6

Ilustración de portada: Alba Ibarz

Diseño de colección y de cubierta: Ariadna Oliver

Diseño de interiores y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A Yann O.

¡A cualquier parte! ¡A cualquier parte!¡Con tal que sea fuera de este mundo!

CHARLES BAUDELAIRE, El spleen de París

ÍNDICE

Introducción1. Huir de la multitud, Petrarca2. Huir para renacer, Rousseau3. La última huida, Tolstói4. La huida hacia el arte, Flaubert5. La huida de un salvaje, Paul Gauguin6. Un hombre que desaparece, Emmanuel Bove7. Cambiar de piel, Simenon8. La huida perpetua, Le Clézio9. De tener a ser, Hacia rutas salvajes10. Una vida intensa al margen de la sociedad, Pascal Quignard11. La huida y la cuestión de la felicidadEpílogo

INTRODUCCIÓN

En el inolvidable elogio de la lectura que Proust hace en su prefacio a Sésamo y lirios, de John Ruskin, publicado en 1906, el autor de la Recherche empieza señalando una paradoja. Los momentos dedicados en nuestra infancia a la lectura, cuando nos apartábamos del mundo para leer en un rincón, parecían alejarnos de la vida cotidiana y del mundo real. Al alcanzar la edad adulta, tomamos conciencia de que en realidad aquellos momentos quizás habían sido los más auténticos y satisfactorios de nuestra vida.1

Y es que la lectura se parece a algunas formas de apartamiento. Aquello que dábamos por perdido, resulta que gracias a ella lo encontramos; lo que creíamos evitar es eso mismo hacia lo que nos dirigimos; lo que parecía que dejábamos atrás, ahora lo alcanzamos. En ocasiones, la huida aparente en realidad apunta a nuestro ingreso en un mundo que ya no nos atrevíamos siquiera a ansiar, a fuerza de proyectar en él nuestros sueños y anhelos más personales.

El especial encanto de la huida del mundo reside plenamente en esa paradoja, es un encanto intransferible, que cada quien ha de conocer por su cuenta. ¿Quién no ha sentido, al menos una vez en su vida, un deseo acuciante de apartarse del mundo? En momentos de desconcierto y desánimo, ¿quién no ha soñado con dejarlo todo, con salirse del juego y desaparecer?

Una mano invisible nos impide in extremis desertar de la comedia humana, mientras otra, tan efectiva como un elocuente discurso sobre sus bondades, se encarga de devolvernos con firmeza a este mundo, el «mundo verdadero», donde todos hemos de superar una serie de etapas claramente balizadas: el aprendizaje de un oficio, la entrada en la vida activa, la formación de un hogar, el nacimiento de un hijo, la jubilación…

Huir del mundo: una idea que muchos contemplan y algunos evocan en sus libros, pero que casi nadie se atreve a llevar a la práctica. El motivo de la fuga mundi es de todos los tiempos, y aunque en lo relativo a los hechos solo afecta realmente a una minoría de individuos (monjes, artistas, ascetas, filósofos), ejerce igual fascinación, provoca idéntica nostalgia y despierta el mismo callado remordimiento.

Y con razón.

Porque basta con detenerse un poco y tratar de comprender mejor en qué reside la fascinación que produce este gesto de ruptura para descubrir, bajo sus diferentes máscaras, el mismo secreto, sorprendente y paradójico: huir del mundo no es sino otra manera de iniciarse en el verdadero.

¿No fue esa la razón que llevó, en el siglo IV de nuestra era, a los primeros eremitas que decidieron retirarse en el desierto a convertirse en objeto de fascinación para sus contemporáneos? ¿No eran acaso portadores de un misterioso mensaje de origen divino, rico en insinuaciones sobrenaturales, según el cual era imperioso abandonar el «falso mundo» de las apariencias si lo que se ansiaba realmente era alcanzar el «mundo verdadero» que los profetas anunciaron a los hombres? Hasta los mismísimos emperadores parecían envidiar a aquellos seres, capaces de abandonarlo todo para dedicarse exclusivamente, en medio de la soledad y la pobreza, a rendir culto a Dios.2 Mientras que los habitantes de las ciudades se recreaban y agitaban sin razón aparente, aquellos, al apartarse del mundo, parecían indicar el camino hacia una posible salvación. ¡Menuda paradoja! Los fugitivos eran santos, y los santos, gracias a su huida, salvaban el mundo.

Los cristianos han compuesto durante siglos loas al retiro del mundo. El símbolo más visible de esta actitud son los monasterios. Pero la huida del mundo hunde sus raíces mucho más lejos que el cristianismo. ¿Qué hicieron los Abraham, Isaac, Jacobo, Moisés, Elías, sino rehuir el mundo? Exiliados en el desierto, esperaban ser dignos de recibir las revelaciones del absoluto. En el siglo XIV, Petrarca enumera, en su Tratado de la vida solitaria, las más memorables huidas de la historia occidental. De los profetas a los padres de la Iglesia, son legión los que decidieron apurar su existencia o parte de ella en soledad. Casi todos eran monjes y religiosos que se apartaban de la sociedad para acercarse a Dios. ¿Cómo acceder al Creador sin antes renunciar a la compañía de nuestros semejantes? La gloria humana es perecedera y efímera, solo el Eterno merece que le dediquemos el escaso tiempo que nos ha sido impartido en esta vida. Pero huir del mundo no resulta nada fácil; de hecho, es la acción más difícil de todas. Porque no se trata solo de salir del mundo, también hay que saber resistir a la tentación de volver a él. Resistirse a los demonios que de todas partes nos asedian en cuanto ponemos un pie fuera de nuestras ciudades. Sin duda por ello, durante mucho tiempo, el apartamiento del mundo fue cosa de minorías. No dejaba de ser motivo de ensueño, desde luego, a imagen de los retiros espirituales que conocieron su mejor momento en el siglo XVII,3 pero lo cierto es que las gentes dedicaban su día a día a las cosas de este mundo en sus incontables facetas: labores de todo tipo, tanto en el campo como en la ciudad, deberes religiosos y seculares, guerras, expediciones, descubrimientos, invenciones, cambios climáticos, terremotos, enriquecimiento y pauperización, seguridad, diplomacia, negociaciones y comercio.

La ensoñación de la huida atraviesa los siglos. En las sociedades en las que la religión decae, se convierte en tema recurrente. La mayoría de los representantes del romanticismo —que Thomas Mann definía, en La montaña mágica, como «la sentimental huida del mundo»— sintieron en algún momento la llamada a recogerse y apartarse. De La vida de Rancé, de Chateaubriand, a A contrapelo, de Huysmans, la huida del mundo ha ejercido una enorme fascinación sobre los hombres de letras. En la segunda mitad del XIX, Mallarmé escribía, en Brisa marina:

¡La carne es triste, ay! y ya agoté los libros.¡Huir, huir allá! Siento a las aves ebriasde estar entre la ignota espuma y los cielos.Nada, ni los viejos jardines que los ojos reflejanretendrá el corazón que hoy en el mar se anega,oh, noches, ni la desierta claridad de mi lámparasobre el papel vacío que su blancura veday ni la joven madre que a su niño amamanta.4

Importa menos el hecho cierto de que Mallarmé no huyó a ninguna parte que el brillo con el que refrenda en su poema el prodigioso deseo de lejanías que embargaba a sus contemporáneos.

Marchar a lo lejos no solo era una obsesión, también fue para muchos una fuente de inspiración.

La idea de la huida del mundo, si bien nunca desapareció del todo de la literatura, conoció un regreso triunfal a la escena social hacia la década de 1960 y no tardó en convertirse en temática omnipresente para los contestatarios de esos años. En 1967, la canción She’s leaving home, de los Beatles, fue ensalzada como un «verdadero himno a la huida»,5 y más de uno se sintió tentado por la huida lejos de este mundo. Había que huir de una vida que resultaba asfixiante, vivir en el camino, desaparecer sin dejar rastro de un mundo esclerótico, evadirse. Se trataba menos de abolir la sociedad industrial que de romper con el culto frenético y vacío al consumo. Los hippies no buscaban tanto acabar con el modelo social y económico dominante cuanto poder vivir al margen de él, para no contaminarse con sus falsos valores. «Como no podíamos “romper” este mundo monstruoso, por no decir obsceno, tomamos la decisión de rechazarlo. Para ello, nos fuimos lo más lejos de él que nos fue posible, y no hemos parado de huir desde entonces.»6 De ese modo, los hippies se convirtieron en los eremitas de nuestro tiempo. Obviamente, la idea que se hacían de la huida al desierto era muy diferente, e incluía cosas como una apología del «colocón», el culto a la naturaleza, la exaltación del amor, y la defensa y el ejercicio del pacifismo. Su marcado interés por el misticismo los vinculaba a una vieja tradición espiritual. Estaban convencidos de que había que escapar de las garras de la sociedad para descubrir el camino capaz de conducirlos a la plena realización de los sueños, anhelos, caprichos y fantasías que anidan en cada ser. En suma, buscaban algún tipo de autenticidad. «Si queréis ser felices, hacer el amor, fumar hachís, soltar las riendas a vuestra creatividad, solo tenéis que dejar la escuela y el trabajo. Vivid vuestra quimera.»7

Vivir la quimera quería decir, en una palabra, huir.

Entre la huida al desierto predicada en el siglo IV por el eremitismo cristiano y el exaltado elogio de la evasión entonado por los hippies en los 60, es posible escribir una historia de la huida de amplitud y calado nada desdeñables. No es esa mi intención aquí.8 De hecho, no me propongo abordar la dimensión religiosa de este fenómeno, aunque pueda ocasionalmente rozarla al tratar de Petrarca. Lo que realmente me interesa es sondear las razones por las que esa fascinación perdura hoy en día, en nuestras sociedades modernas.

La tentación de la huida es un tema recurrente en las conversaciones. Puede asumir diversas formas. El interés por viajar a un país lejano en busca de parajes naturales, de «paraísos verdes», como los llama Jean-Didier Urbain.9 El deseo de romper con el «sistema». La aspiración a llevar una vida más simple, anónima y frugal. Ahora que se ha vuelto casi imposible librarse de formas universales de control electrónico, la huida vuelve como tema de actualidad. Vivimos permanentemente conectados, localizables y geolocalizados, estudiados y analizados; en suma, estamos «atrapados en la red», como sostienen Raffaele Simone y Pierre Zaoui. Sobre todos y cada uno de nosotros se cierne la amenaza de un «registro indiscriminado a base de cámaras de vigilancia, escuchas telefónicas, intercepción de correos electrónicos, de la amenaza de drones y satélites para controlar al común, y de paparazzi y dosieres comprometedores para vigilar a las celebridades».10 Ahora que el espectáculo y la puesta en escena individual se han convertido en aptitudes y destrezas indispensables para desempeñarse en nuestras sociedades, la huida del mundo tal vez represente el último recurso para quienes aspiran a proteger su intimidad y llevar una vida independiente. Como la discreción, alabada por Pierre Zaoui, y la sobriedad, aplaudida por Pierre Rabhi, la huida es una forma de vida cuyas virtudes y potencial haríamos bien en descubrir y conocer. Conviene explorarla, perderse en sus muchos caminos. Pero conviene hacerlo de la mano de guías competentes y seguros.

Este es un tema que puede ser abordado mediante entrevistas, sondeos y estadísticas. Son métodos a los que mi oficio de observador de los modos de vida me ha acostumbrado, y naturalmente siento la tentación de dejarme guiar por ellos. Pero he decidido seguir otra vía, la de la literatura. ¿Por qué? Porque la literatura es terreno fértil en medios exploratorios de los que carecen las encuestas de opinión, medios que abarcan todos los registros, de la emoción a la razón, y que incluyen tanto la introspección como la descripción, el relato y la poesía, el realismo y la ficción. Porque los escritores no están constreñidos por protocolos rigoristas y se atreven a explorar territorios desconocidos e inciertos. Porque su imaginación, sumada a muchas otras cualidades —la lucidez, por solo mencionar una—, desborda el marco estrecho de nuestras representaciones de la condición humana. Quizá también porque son muchos los individuos que se reconocen en las obras literarias, como en un espejo universal. Y porque también yo soy uno de esos innúmeros lectores, devotos y anónimos.

Italo Calvino respondía a la pregunta «¿Por qué leer a los clásicos ?» diciendo que « los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado».11 Precisamente son ellos, los clásicos, y en general los libros, los que mejor pueden ayudarnos a comprender el sorprendente y paradójico fenómeno de la huida del mundo. Nuestros exploradores seleccionados son diez autores o novelas para los que la huida es contemplada como iniciación y entrada… a Dios, a la humanidad, a sí mismo, al saber, al arte. Para la mayoría, huir es comenzar a ser; para algunos, huir es ser. Tomarnos el tiempo de acompañarlos, tratar de comprender sus razones, describir su itinerario, nos permitirá sacar a luz una parte oculta de nosotros, y recorrer cada una de estas fugae mundi, rozar fragmentos del enigma que somos. Se trata de arrojar luz, también, sobre la paradoja de que descubrimos el mundo al huir de él. Porque hay que reconocer que la tesis de que la huida es una manera de ser y existir entre otros hombres es realmente extraordinaria.

De Petrarca a Georges Simenon y de Jean-Jacques Rousseau a Pascal Quignard, la literatura y los libros nos devuelven a nuestra propia vida. Cada uno de ellos se encarga de impartir una lección singular. Aspiro, al leerlos, a comprender su visión de la huida, pero también la seducción que ejercen sobre sus lectores, la permanencia de su tentación. ¿En qué consiste su secreto, que tiene el encanto de las cosas que nunca se acaban? ¿Cómo se llega a pensar un día que hay que huir del mundo para poder realizarse?

1. HUIR DE LA MULTITUD PETRARCA

¿Qué visión más plácida puede haber, tras un largo viaje entre carreteras y caminos, que la de la silueta errante de un solitario que a lo lejos, en medio de la naturaleza, perdido en sus pensamientos y sueños, parece recrearse en todo cuanto lo rodea? ¿Cómo no envidiar a ese ser que, de manera tan perfecta, sin necesidad de intermediarios, parece conversar a la sombra de una colina con las flores, los árboles y el cielo y, sobre todo —esto lo adivinamos apenas lo vemos— consigo mismo?

Quizá fuese esta la imagen idílica de la felicidad que Petrarca, hace más de seis siglos, ofrecía a quienes se acercaban a visitarle a la modesta vivienda de Vaucluse donde se había retirado, cerca de la fuente del río Sorgue. Al poeta le gustaba pensar que sus amigos lo encontrarían así, recogido y sereno, entregado a la meditación en medio de la naturaleza, a él que tanto le alegraba y embelesaba la soledad y que tan a menudo les encarecía sus muchas virtudes. De ese modo, en todo caso, se describe a sí mismo en una carta, adoptando el punto de vista de quienes invitaba a venir a visitarlo a su casa apartada del mundo:

«Solo le veréis y errante, del alba a la noche, por prados y montañas, de fuente en fuente, huésped de la fronda, huésped de los campos; toda huella del humano evitando, en busca de andurriales.»

Semejante placer, por no decir nada del orgullo por el simple hecho de vivir alejado de la civilización urbana, en medio de un bosque, fue algo que siempre acompañó a Petrarca. En una de sus cartas tardías, escrita cuando contaba sesenta y cinco años, seguía retratándose como un «hombre de los bosques», un «solitario dedicado, entre hayas centenarias, a farfullar quién sabe qué insensateces…».12 Sus mejores momentos, decía, fueron los vividos en medio de la naturaleza acogedora, lejos de los hombres. Los numerosos cargos políticos que ocupó a lo largo de su vida y que le obligaron a vivir en las ciudades (entre otros, Petrarca fue secretario de un cardenal en la corte de los papas de Aviñón) no pudieron nunca obrar ese mismo encanto ni procurarle la misma satisfacción. Al contrario, siempre buscó vivir lejos de los fastos palaciegos y de la agitación de los centros urbanos.

Porque su más gran anhelo era huir del mundo —«evitar toda huella del humano»—, porque su huida fue concebida no como cierre, sino como apertura, y porque dedicó numerosas páginas al deseo de vivir retirado: por estas tres razones, Petrarca es el primero en guiarnos por la maraña de motivos que dan cuenta y razón de esta extraña manía. Petrarca es un escritor que logra la síntesis de varias tradiciones al conciliar el legado de la Antigüedad y el cristianismo. Su visión de la huida bebe principalmente de estas dos fuentes.

Para Petrarca, huir del mundo es, para empezar, huir de los lugares poblados, esos espacios para el ahogo. Nada más desagradable para este poeta, en efecto, que las ciudades, de las que dice que en ellas siente que deja de ser dueño de su vida. En las aglomeraciones urbanas, la primera impresión reconfortante de ser uno mismo se ve rápidamente sustituida por la inquietante sensación de vivir a la deriva. ¿A qué puede deberse esta sensación de desposesión individual?

La primera razón tiene que ver con la abundancia: en las ciudades hay demasiada gente. Siempre hay alguien dispuesto a salir a nuestro encuentro. Caminar por sus calles es exponerse a ser observado como una bestia curiosa. Están los que nos abordan sin razón, porque sí, y los otros, los que salen a ofrecernos algún negocio sin el menor interés. Por lo general, abundan los parlanchines que lo único que saben hacer es distraernos de lo que realmente nos importa. En otras palabras, las ciudades son lugares donde con toda seguridad acabaremos perdiendo nuestro tiempo.

En las ciudades, además, nada es seguro. Los hombres que viven en ellas están sometidos a la inconstancia. Observadlos bien, dice Petrarca. No hay cosa que emprendan en la que no avancen tanto como reculan. Son incapaces de tomar una decisión y atenerse a ella y, como cada dos por tres cambian de parecer, acaban no sabiendo qué pensar de las cosas más nimias. Su vida transcurre en la más perfecta confusión. ¡Pobres hombres, perdidos en el corazón de las ciudades! Son el reino de la contradicción, no se divisa en ellas el más remoto rastro de coherencia. Con solución de continuidad, sus habitantes pasan del reflejo gregario, que los hace imitarse unos a otros (es el reino de la moda), a enzarzarse en interminables disputas que solo sirven de abono a un estado de conflicto permanente. Y, sin embargo, al verlos agitarse de un lado a otro, se tiene a veces la impresión de que viven entregados a altísimas ocupaciones. ¡Quia! Basta con inquirir por las razones profundas que explicarían su agitación para comprender que ignoran por completo la finalidad de la existencia. Para Petrarca, los habitantes de las ciudades son individuos ociosos que han renunciado a hacerse las preguntas fundamentales. Viven sin convicciones, sin «nada sólido» a lo que amarrar sus vidas.

Una palabra basta para señalar en qué consiste el mal urbano: la palabra «multitud». Ciudad y multitud, para Petrarca, son una sola y misma cosa. Pues bien, la multitud somete a dura prueba a cada individuo que aspira a ser dueño de sí mismo y a vivir con sensatez y moderación. Petrarca revisa uno a uno todos sus vicios. La multitud es apasionada. Se deja llevar sin esfuerzo. Siente fascinación por el destello de las apariencias, nunca por el fulgor de la verdad. Acude atraída siempre por lo que brilla. Es gregaria, conformista, borreguil, tiene el juicio en los talones. Es tan dócil que se deja vencer fácilmente por la mentira. En las ciudades, la influencia que la multitud ejerce sobre las ideas hace que los ciudadanos no puedan nunca tomar decisiones por su cuenta, sino siempre atendiendo al más «bello aspecto», es decir, sometiéndose a quien dispone del fácil voto de las mayorías. Siglos antes que Gustave Le Bon y su estudio sobre «la era de las masas» (La psicología de las masas, 1895), Petrarca ya analizaba la tiranía que la multitud ejerce sobre la libertad individual.