Perros perdidos sin collar - Gilbert Cesbron - E-Book

Perros perdidos sin collar E-Book

Gilbert Cesbron

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Beschreibung

Francia, principio de los años 50. Toda una generación de chicos huérfanos de la Segunda Guerra Mundial o abandonados por sus padres a causa de las dificultades de la posguerra han sido marginados por la sociedad y recluidos en fríos y hostiles centros de menores. Gilbert Cesbron describe magistralmente en esta novela, que le catapultó a la fama, la vida cotidiana de un grupo de estos chicos recluidos en un correccional, sus intereses, aspiraciones y sufrimientos, su búsqueda incesante de afecto y la construcción de su propia identidad a través de las grandes dificultades que han de atravesar. Los chicos tienen a su lado al juez de menores Lamy, quien se ve llamado a la difícil tarea cotidiana de hacer que, en medio de un ambiente cargado de escepticismo y desesperanza, puedan emerger las semillas de generosidad, afecto y pureza que sólo una mirada llena de compasión es capaz de descubrir en estos chicos. Escrito en un lenguaje crudo y directo, con tintes fuertemente dramáticos, el lector descubrirá la actualidad temática y estilística de esta obra, de cuya primera publicación se cumplen ahora 60 años.

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Literatura

A los lectores

Esta colección está dirigida a aquellos lectores curiosos y atrevidos que anhelen encontrar una historia hermosa, un drama que revele algo de nosotros mismos o una percepción más aguda del misterio del hombre y del universo. Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incompren­sible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O’Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo.

La colección Literatura de Ediciones Encuentro ofrece obras que permitan sentir con mayor urgencia el anhelo de un significado y la experiencia de la belleza. Textos en los que la razón se abre y el afecto se conmueve. Piezas teatrales, poemas, narraciones y ensayos en los que andar por otros mundos, abrazar otras vidas, espiar la hermosura de las cosas, y participar en la experiencia dramática que despierta un hecho escandaloso en la historia, el de Dios hecho hombre.

Guadalupe Arbona Abascal Directora de la colección Literatura

CONSEJO EDITORIAL DE LA COLECCIÓN «LITERATURA» DE EDICIONES ENCUENTRO

Directora

Guadalupe Arbona AbascalProfesora de Literatura Española, Universidad Complutense de Madrid

Consejo Editorial

María Dolores de Asís GarroteCatedrática de Literatura Universal, Universidad Complutense de Madrid y San Pablo CEU

María del Carmen Bobes NavesCatedrática de Teoría de la Literatura, Universidad de Oviedo

Sergio CristaldiProfessore di Letteratura Italiana, Università di Catania

Henry (Hank) T. Edmondson III,Professor of Liberal Arts and Sciences Georgia College & State University

José Jiménez Lozano,escritor

Jon JuaristiCatedrático de Literatura Española, Universidad de Alcalá de Henares

José Antonio Millán-AlbaCatedrático de Literatura Francesa, Universidad Complutense de Madrid

Álvaro de la Rica Aranguren

Gilbert Cesbron

Perros perdidos sin collar

Título originalChiens perdus sans collier

© 1953 Éditions Robert Laffont, París © 2015 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

ISBN epub: 978-84-9055-659-7

Traducción María Barbeito y Cerviño

Diseño de la cubierta: o3, s.l. —www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª —28043 Madrid

Al padre de Dominica dedico esta historia, quizá demasiado gris, quizá demasiado rosa. Pero este color indeciso se lo dan, al mezclarse, la sangre de los niños, la blancura del invierno

Y de repente, Alain Robert vio un castillo, el primero de su vida... Sí, en la otra orilla y entre aquel polvillo de sol que todo lo envolvía, lejano, elevado y teatral, había un castillo con almenas, torreones, quizá también «matacanes». (¡Si al menos supiese lo que era aquello...!) ¿Qué caballeros y qué caballos vivían así en pleno París?

—¡Deprisa, Alain Robert! —dijo el acompañante con tono cansado. (Desde aquella mañana a las cuatro, desde el timbre que le despertó, en la calle desierta, en la estación y en el vagón maloliente, no sabía más que repetir lo mismo: «¡Deprisa, Alain Robert!»)—. ¡Vamos! —repitió el conductor—, ¿qué pasa?

Se volvió y vio al niño inmóvil: cejas fruncidas que se aproximaban; ojos negros y límpidos, labios entreabiertos como si fuese a hablar; no; como si acabase de llorar. Aquel muchachito de once años que no parpadeaba nunca, que en el tren, con las manos en los bolsillos y el cuello levantado, no había dormido un instante ni había hecho una sola pregunta, aquel chico extraño le intimidaba.

—¿Allí? —preguntó Alain Robert, con la voz enronquecida de la madrugada, y levantó el brazo. (Solamente dos dedos salían de la manga, demasiado larga...)—. ¿Qué es eso?

—El Palacio de Justicia. ¡Ven!

—¿Qué hay dentro?

—Ladrones, asesinos..., jueces. ¡Vamos, vamos, deprisa!

Alain Robert imaginó enseguida subterráneos de tortura, patíbulos en cada piso, verdugos de caperuza roja, cuyas manos...

El pitido de un remolcador lo resolvió todo. El muchacho corrió hasta el centro del puente para inclinarse sobre el remolcador cuando éste apareciera bajo el arco. Vio a otro niño de su edad tumbado en la popa de un barco, entre dos macetas de flores y una jaula de conejos. Sus miradas se cruzaron sin simpatía. «¿Y si yo me largase también?», pensó Alain Robert, apretando los puños dentro de sus desmesuradas mangas.

—Mira —dijo el acompañante, que le había alcanzado—, mira un panorama célebre: ése es el Palacio de Justicia... A la izquierda, el Tribunal de Comercio y la Prefectura de Policía... Y allí, detrás, el Hôtel-Dieu, un hospital muy antiguo.

Tribunal, Policía, Hospital: con tres palabras de adulto había construido un mundo de piedra en el que el chico respiraba mal y sentía el estómago vacío. «¡Oh, el barco, el niño acostado, tan lejos ya...!»

Alain Robert levantó su rizada cabeza y se fijó en aquel tipo que hablaba con agradable sonrisa: sombrero, lentes, impermeable, un conjunto perfecto. ¡Un monumento entre los otros! ¿Por qué, sin embargo, su mano estaba caliente?

—...Y el mercado de flores, que también es bastante pintoresco —concluyó el hombre.

Pero el muchacho ya no escuchaba. Desde el mercado de flores un perro venía corriendo hacia ellos. Alain Robert sintió latir fuertemente su corazón antes de comprender por qué. Estirados la cabeza y el cuello, fija la mirada, aquel perro corría a paso ligero. Seguía recto hacia delante, con ciega obstinación. Sin embargo, en semejante encrucijada, tan movida, tan ruidosa, el paso insólito de aquel animal silencioso y apresurado parecía no asombrar más que a Alain Robert. El animal le rozó sin moderar la marcha. Su mundo se reducía a una estela de olor que le huía... Avanzaba con la boca abierta y la lengua colgante. Luego dudó un momento, pero sin detenerse, como un velero que cambia de rumbo. Atravesó la calle oblicuamente sin preocuparse por los carruajes, y uno de los agentes que guardan la entrada del Palacio de Justicia comenzó a observarlo. Alain Robert lo notó, frunció las cejas y apretó los labios; en aquel momento oía muy distintamente latir su corazón: ¿cómo no lo oía el tipo del impermeable...? El perro continuó su carrera por la otra acera, con falsa alegría, como si reconociese el camino. Dio así vuelta a la plaza y volvió a encontrarse en el mismo sitio. Entonces se detuvo, jadeante, y volvió la cabeza a un lado y luego al otro, con el mismo gesto de los moribundos. Y Alain Robert, que no lo había perdido de vista, se dio cuenta de que no llevaba collar...

Desde entonces el muchachito se olvidó de respirar; hizo una gran inspiración ronca que le sacudió todo el cuerpo.

—¿Qué pasa? —preguntó el acompañante, que explicaba con voz clamante en el desierto la fundación del hospital.

—¡Nada! —respondió el niño con voz sorda—. Bueno, ¿y después de San Luis...?

Quería estar tranquilo, y la tranquilidad de los niños existe cuando hablan las personas mayores. Acababa de comprender que aquel perro se había extraviado y que el bueno del animal también acababa de darse cuenta de ello; por eso quería que le dejasen tranquilo.

—Pues bien, después de San Luis...

El animal había vuelto a marchar, pero en sentido opuesto. Era un gran perro de pelo cobrizo con manchas blancas, muy delgado; la pelambre le flotaba en torno al cuerpo, como el ropaje suntuoso de un viejo rey destronado. ¡Una verdadera máquina de correr! «Vamos —supuso el muchacho—, sabrá hacerlo el tiempo necesario.» Pero no. El perro se paró otra vez y Alain Robert vio claramente que le temblaban las patas como si fuera a desmayarse. ¿Se estremecía, o era que el viento le corría por el pelaje? Volvió a andar, y súbitamente atravesó la misma calle casi por el mismo sitio. Esta vez por poco le aplasta un coche; Alain Robert levantó el brazo como para impedirlo desde lejos... El perro retrocedió, con el lomo doblado en movimiento de ola y mostrando una mirada humilde y temerosa. El agente lo señaló con el dedo e hizo una seña a sus dos colegas.

—Oiga —preguntó bruscamente Alain Robert—, ¿qué hacen con los perros perdidos?

—Pero... ¡eso no tiene ninguna relación! —respondió el otro, colocándose sus gafas. (Hablaba de la Santa Capilla.)

—¿Qué les sucede?

—La policía captura los perros vagabundos para llevarlos al depósito.

—¿Y allí los... recogen? —Su voz temblaba de ansiedad.

—Los sacrifican.

—Ah, bien... Pero... ¿a quién? —preguntó después de un momento.

—¿Cómo?

—¿A quién los sacrifican? —Se había dejado coger en el lazo de las grandes palabras.

—Sacrificar quiere decir matar —dijo el hombre. Y parecía dichoso por pertenecer a la clase de personas que dicen «sacrificar» en vez de «matar».

—¡Los matan! —gritó casi Alain Robert—. Pero ¿qué han hecho?

—Es cuestión de orden; los perros vagabundos son peligrosos para el orden...

Éste debía de ser también el parecer de los agentes. Alain Robert los vio agruparse y desplegar sus esclavinas como pájaros nocturnos. Con terrible naturalidad se dirigieron hacia el perro, que con los flancos temblorosos se había parado no lejos de ellos. Veía aproximarse a los hombres azules, los olfateaba, tendía imperceptiblemente el cuello hacia ellos. Su cola se movía; Alain Robert se sintió agobiado por la vergüenza.

Lo que siguió tardó menos tiempo en suceder que lo que se tarda en leerlo. El hombre del impermeable vio echar a correr al muchacho y se quedó cortado en la expresión «encaje de piedra»; sí, correr y cruzar a ciegas la calle, como el perro. Al mismo tiempo que corría, el chiquillo hurgaba en su bolsillo izquierdo —el frasquito de esencia..., baratijas..., una castaña..., ¡no era eso!—; después, en el derecho. Allí encontró un largo bramante, que desenredó. Los agentes habían acabado su maniobra y tenían cercado al animal. Alain Robert penetró en el círculo y —«¡qué importa que me muerda!»— tendió su mano hacia el animal.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué haces aquí? —preguntó con tono jovial, tratando de anudar la cuerda alrededor del cuello, tan delgado; pero sus manos temblaban demasiado—. ¡Se... ha escapado! —explicó.

—¿Ah, sí?

Era un verdadero duelo de hipocresía: los agentes fingían creer que el perro pertenecía realmente a aquel chiquillo de zapatos demasiado ordinarios y de ropa excesivamente larga: un chiquillo patibulario, como el perro. El hombre del impermeable se presentó para estropearlo todo, utilizando justamente las mismas palabras:

—¡Vaya, vaya! ¿Qué haces aquí?

El perro comprendió antes que nadie; con el mismo movimiento de poco antes delante del carruaje, retrocedió, alejándose de los hombres de azul. De dos presas, los guardias escogieron la menos protegida; abandonaron a Alain Robert y corrieron tras el perro.

—¡No, no! —gritó Alain Robert, sepultando sus manos en las mangas de la gabardina—. ¡Van a cogerlo! Es necesario... ¡No sé! Es preciso... ¡Oh, mire!

En el momento en que los agentes iban a alcanzarlo —el animal ya estaba inmóvil, con las orejas gachas, la cola caída y temblorosa—, se le reunió otro perro. Venía del muelle del Reloj: era un perro lobo sin collar, pero también extraviado desde poco antes; con un día o dos por lo menos de vagabundeo en las patas. Enseñó los dientes, aunque sin gruñir ni moderar el paso; los hombres se apartaron y los dos animales se fueron juntos, igualando la marcha, hacia los muelles. «¡Se han salvado! —pensó Alain Robert—. Salvados, estoy seguro... Porque llegó el otro..., porque son dos...»

Salvados porque son dos... Pero el secreto de los perros perdidos, ¿no es también el de los niños abandonados? Alain Robert no sabía que en aquel mismo instante, al lado opuesto de aquella ciudad desconocida, Marco se disponía a reunirse con él. Marco... ¡Pero paciencia! El Destino que conduce uno hacia otro a los niños perdidos, el Destino tiene dos manos: la mano derecha, la más hábil, se llama el Médico; la mano izquierda, la del corazón, el Juez de menores... «Salvados porque son dos...»

El acompañante arrastró a Alain Robert por el brazo.

—Vamos, apresurémonos; nos esperan en Denfert... ¿Qué te ha pasado con ese perro? —añadió casi tímidamente, seguro de antemano de no obtener respuesta.

—Quería cogerlo, salvarlo —dijo con amargura Alain Robert, frunciendo las cejas—. Pero ya lo vio usted...; me temía tanto como a los que intentaban atraparle. No hay derecho...

—¡Sí, no hay derecho! —repitió el hombre con una voz extraña; y soltó de pronto la mano del chiquillo—. ¡Se entrega uno a ellos, se les quiere salvar, se da la vida por ellos y ellos temen y se burlan de uno!... Sí, no hay derecho.

Había hablado con tal calor que el muchacho, sorprendido, le miró: le vio muy sofocado, respirando fuerte y con los ojos brillantes; ojos auténticos tras las gafas. No comprendió del todo por qué fue él mismo quien volvió a coger la mano de aquel tipo y por qué, señalando con la enorme manga una masa de piedra (que era Notre Dame de París), preguntó con voz sumisa y algo temblorosa:

—Y esa iglesia, señor, ¿cuál es?

Capítulo primeroLa tía Papeles

«Voy a mandarte a Denfert», había dicho el director provincial; y el guardián añadió en el mismo instante: «¡Deprisa!, te esperan en Denfert». Alain Robert siempre entendía «el infierno»1. Entró, pues, en el hospital-hospicio de la avenida Denfert-Rochereau con los puños apretados en el fondo de los bolsillos, dispuesto a escaparse a la menor amenaza. Pero el primero de los hombres de blanco le guiñó el ojo, se quitó el cigarrillo de la boca y le dijo: «¡Buenas tardes, chico!». El chiquillo no ignoraba que la apariencia de bondad es el lazo preferido por las personas mayores y sólo le devolvió una mirada fría.

—¿Traéis los papeles? —preguntó el hombre, cuyo cigarrillo había cambiado de lugar.

El individuo del impermeable sacó unas hojas que el empleado examinó y colocó rápidamente en abanico en una sola mano, a la manera de un jugador de cartas. «Bien..., sí..., bien...» No pidió más; le bastaba el juego...

Éste era, pues, el famoso expediente, sin el cual Alain Robert no tendría derecho a la «vida administrativa». Aquel expediente era un compañero inseparable y más importante que él mismo, porque si uno de los dos podía vivir sin el otro, ciertamente ése no era el muchacho. Alain Robert lo seguía con mirada ansiosa según pasaba de mano en mano... Las enfermeras que conducirían al pequeño de servicio en servicio le protegerían como un ala azul; mientras apoyaban la mano izquierda en su hombro, la otra mano sostendría precisamente el «expediente». Y cuando lo apretasen demasiado fuerte, o lo plegasen, o lo retorciesen, el muchacho sufriría.

En un momento llega al primer patio, ante unos veinte rótulos de esmalte: Consulta..., Cirugía..., Pabellón Pasteur..., Nariz, Garganta, Oídos... ¡Alain Robert no tenía ganas de reír! Pero pensó que sería gracioso que la nariz, la garganta y las orejas de las personas escapasen hacia la izquierda siguiendo la flecha y sus ojos hacia la derecha; los «nervios» al fondo, y los «huesos» bajo la bóveda... Pabellón de dudosos, leyó sobre una puerta. «¿Dudosos? Si me llevan ahí, no entro.»

Pero no: pasaron adelante, con el expediente en la mano. No cesaban de cruzar mujeres que llevaban con obstinada torpeza un paquete en el brazo: un bebé; pero Alain Robert no se dio cuenta de lo que era hasta que chilló uno de los paquetes. Con bromas de soldado aquellos hombres de blanco amontonaban fardos de ropa blanca en un coche de caballos. Todo parecía blanco; pero una caja de biberones al pasar en una carretilla bastó para volverlo todo gris, arrugado, áspero. Alain Robert se paró ante el caballo que exhalaba dos chorros de vaho en el aire frío. ¡Era el primer encuentro que le causaba placer aquella mañana! Acarició fuertemente las narices tibias y suaves, tan suaves...

—Grr, «Campesino» —le susurró. Era el nombre del caballo de la granja Deroux.

—¿Qué esperas? —preguntó la enfermera, y agitó la carpeta como una llamada.

Alain Robert se acercó corriendo a su hermano de papel; el caballo volvió la cabeza lentamente para seguir con la mirada a aquel niño cuya mano sabía hablarle.

Pasaron luego por delante de una cocina de ogro, con marmitas inmensas; después, a través de dos patios de recreo. Los muchachos se perseguían gritando; las chicas se paseaban de dos en dos; todos llevaban delantales de cuadritos azules o rojos. Y las ventanas también: cortinas de pequeños cuadros azules o rojos tras de las que se amontonaban caras muy serias o muy sonrientes. Alain Robert frunció las cejas; se sintió espiado por todas partes. «Los mando a la mierda —se dijo con mirada sombría—; me ensucio en ellos, puesto que los mando a la mierda»; y este razonamiento le pareció decisivo.

El expediente y el muchacho, siguiéndose el uno al otro, fueron de blusa blanca en blusa blanca. A Alain lo tallaron, lo pesaron, lo auscultaron, le hicieron toser y repetir treinta y tres, enseñar la garganta y decir «¡aaah!». Le dieron en los tobillos, en las rótulas y en las muñecas con un pequeño martillo. ¡Bueno...! Le palparon los riñones, el vientre, más abajo... ¡Ay...! «¿Te duele aquí...?» Le rascaron el brazo con una pluma de escribir, le pincharon con una aguja larga. «¡No te muevas, esto es lo último...!» Le inyectaron líquido y le extrajeron sangre. Le hicieron orinar en un gran vaso. «¿Viene?» «¡Me parece que no!» Y de pronto: «Sí, viene». «¡Pues detente antes de que el vaso desborde...!»

Esto duró un día entero y en cada servicio había chicos en delantal, con el pelo rapado, sentados en sillas blancas (a veces su calzado ni siquiera tocaba el suelo), y todos a una se volvían hacia el que llegaba con unos ojos tristes y resignados, como bestias de establo. Los que esperaban hacía mucho tiempo se distinguían por su balanceo de oso enjaulado. En el consultorio odontológico se podía ver una fila de mejillas de las que sólo una era roja, como algunas manzanas...

Un día entero, y el chiquillo acabó la jornada mejor examinado, cuidado y vigilado que ningún hijo de millonario... El expediente se había llenado con nuevos certificados, y el carnet sanitario quedaba cubierto de toda clase de escritos y de sellos cuya tinta violeta calaba el papel color de cielo nevado.

En la sección de niños (grupo medio), los compañeros se echaron sobre Alain Robert como los peces sobre un guijarro que toman por miga de pan, y se dispersaron al ver que no les respondía nada. «¿De dónde vienes...?» «¿Por qué te mandaron aquí...?» «¿Hay tipos malos por allá...?» «¿No conociste a Marcelo, un pelirrojo?» ¡Nada, ni una palabra! Duro, frío, ciego y sordo como una tapia, había decidido sumergirse hasta el fondo del agua.

—Es mudo —dijo uno de los niños.

—¿Tú crees? Es italiano...

—Mierda —respondió únicamente a las dos hipótesis.

—Es un grosero, no hay duda —añadió un tercero, que buscaba gresca.

Pero sin apresurarse, Alain Robert se metió en su cama y se volvió del otro lado, hacia uno que dormía.

—Estás en una cárcel —dijo el falso dormido con voz ronca y sin siquiera abrir los ojos—. Pero yo me cago en ella; no me quedaré: ¡soy «temporero»!

Por única réplica, Alain Robert cerró la última puerta que había entre él y todos aquellos rostros vulgares; bajó los párpados. «¿Temporero? —pensaba—. ¡Qué miserable; ni siquiera tiene expediente!»

Durante la clase de la mañana el maestro recibió una nota: «Llaman a Alain Robert de parte del doctor Clérant, del servicio médico-psico-pedagógico». Los muchachos se daban con el codo sonriendo maliciosamente. Uno mayor se contorsionó hasta atraer la atención de Alain Robert, y luego, mirándole a los ojos, se golpeó dos veces la sien con el índice doblado. ¡Mala suerte! A él precisamente es a quien designa el maestro para acompañar a su camarada al despacho del doctor Clérant. «¡Oh!, ¿por qué he de ser yo, señor...?»

—¿Qué es eso del servicio médico? No sé lo que es —dijo Alain Robert, casi rodando por la escalera, con el delantal desplegado.

—¡El médico de locos!

Por orgullo, el chiquillo no preguntó más; tuvo que agarrarse al pasamanos porque no le sostenían las piernas. ¡Oh, cuánto le gustaría ser el compañero, el conserje, aquel enfermo que pasaba con un lápiz en la oreja, cualquiera menos Alain Robert...!

—Es allí —dijo el muchacho, cuando estaban todavía lejos. (Un pequeño pabellón rosado entre construcciones grises: un niño perdido entre una multitud...)

—¿Me acompañas?

Entraron. No olía a éter ni a limón ni a lejía, sino sólo a pintura. Una blusa blanca —¡otra más!— avanzó hacia los muchachos.

—¡Éste es Alain Robert! —dijo enseguida el mayor.

—¿Y tú? —preguntó la señorita Alicia, la ayudante del doctor Clérant.

—¿Acaso me han llamado a mí?

—No. Pero sin embargo podrás decirme tu nombre.

—Eduardo Avon —dijo el otro atropelladamente, con temor.

Se escapó, cerrando de golpe la puerta. La señorita Alicia se encogió de hombros y se volvió hacia el pequeño.

—Oye... Pero ¿por qué me miras así, Alain Robert? ¡Yo no voy a pincharte! Espérame aquí tranquilamente...

Volvió a entrar en el escritorio de puertas vidrieras, donde desde hacía ya un cuarto de hora trataba de desentrañar el secreto del pequeño Alberto, de siete años, de los cuales había pasado seis en un sanatorio a la orilla del mar.

—¿Qué estábamos diciendo, Alberto?... ¡Ah, sí! Cuéntame; seguramente había allá una enfermera que querías mucho.

—...

—¿Cómo era? ¿La vuelves a ver cuando cierras los ojos?

—...

—¿Y aquí, cómo se llama tu enfermera?

—Enfermera Rousseau.

—¿Crees que te quiere mucho la enfermera Rousseau?...

—...

—¿Te gustaría que te quisiera mucho...? —Siempre la cabeza baja, la misma sonrisita—. ¡Estoy segura de que te quiere mucho...! Oye: ¿sabes lo que es una familia...? Pues un papá y una mamá con quienes se vive, que nos dan de comer, que nos besan de noche... ¿Te gustaría estar en familia?

—No.

—¿Adónde quieres ir?

—Aquí.

—¿Quedarte aquí? Mira, Alberto, óyeme: ¿no te gustaría tener una mamá...? Te diría: «Éste es mi niñito Alberto...».

—No.

—Y además tendrías juguetes para ti solo...

—No.

La señorita Alicia le miró un largo rato. Alberto seguía sonriendo con mirada vaga. Se sobresaltó porque acababan de llamar a la puerta. Era una enfermera.

—¿No está aquí el doctor Clérant?

—No. Comisión Pedagógica, en el Ministerio. ¿Para qué?

—Eugenio Clébert... Estamos muy preocupados.

—¿El pequeño que aulló ayer todo el día?

—Sí. El interno de Medicina dice que tiene...

—¿Una otitis? Es lo que temía el doctor Clérant.

—¡Sin embargo, no hay razón!

—Seguramente; ninguna razón para que un niño de dieciocho meses que separan de su nodriza con las mejores intenciones del mundo atrape una otitis. ¡Sin embargo, es así! Y desde mañana, diarrea persistente. ¡Se vaciará y no podréis evitarlo! Y durante los dos meses siguientes pescará el sarampión, la tos ferina y la viruela, ¡sin ninguna razón! Todo esto tiene un nombre: «reacción de desarrollo», pero los médicos han tardado mucho tiempo en verlo... ¡Pobrecillos todos los Eugenios Clébert!

—¿Y éste? —preguntó la enfermera, señalando al pequeño Alberto—. ¡No me negará usted que fue cuidado admirablemente! Seis años de sano sol de playa; ¡cojea, pero al menos no será inválido!

—Existen otras invalideces quizá más graves. ¡Creo que sería preferible que cojease más y supiese lo que es una madre!

—¡Pero ya que la suya lo abandonó...!

—No puede pasarse sin ella. Y la única razón de nuestro existir es darle una... ¿Volverás a verme, Alberto?

Creyó percibir una luz en aquella mirada superficial, la esperó casi...

—No —dijo Alberto; y se marchó cojeando bajo la protección de la enfermera.

La señorita Alicia lo siguió con la mirada, entornando los ojos; suspiró, y luego hizo entrar al niño de rizos negros, que desde entonces ni movió un solo dedo ni casi parpadeó. ¿En qué pensaba? En nada: esperaba. Como otros mil niños de allí, esperaba...

—Siéntate ahí. Necesito leer tus papeles; mientras tanto vas a dibujar...

—¿Dibujar?

—Sí, aquí tienes cuartillas en blanco y lápices de colores.

—¿Dibujar qué?

—Una casa, por ejemplo.

Alain Robert piensa en los desdichados compañeros que trabajan en clase mientras él... ¡diez, doce, catorce lápices de colores distintos! ¿«Médico de locos»? No, esto no comienza tan mal... ¿Una casa...? ¡Veamos!

Dudó, revolvió todos los lápices, cogió uno verde con el tono imperioso y preciso del dentista que escoge entre todos sus instrumentos el que...

—¡No, este azul primero!

La señorita Alicia, que le observaba de reojo, abrió la carpeta y comenzó a leer.

148.2425-75

L. 140 bis

REPÚBLICA FRANCESA Libertad-Igualdad-Fraternidad ADMINISTRACIÓN GENERAL DE LA BENEFICENCIA PÚBLICA DE PARÍS

Subdirección de P

ROTECCIÓN A LA

I

NFANCIA

del Sena Servicio de Protección a la Infancia A

GENCIA DE

M...

El Director de la Agencia de M... al Sr. Director del Hospital-Hospicio de San Vicente de Paúl

«Tengo el honor de solicitar de usted la readmisión del acogido Alain Robert, cuyo historial adjunto. El niño Alain Robert estuvo desde la edad de dos años en casa de los cónyuges Deroux, que explotan una importante granja en Rossigneux (Cantón de Ouderne). Los Deroux perdieron a su hijo único durante la guerra. Como consecuencia de esta pena decidieron recoger un chico. Tienen respectivamente cincuenta y cuatro y cincuenta y un años. Honrados, trabajadores, ahorradores, estimados en toda la región, los Deroux han tratado siempre a Alain Robert con comprensión y justicia. Nunca me han manifestado su intención de adoptarlo más tarde; pero la situación hubiera evolucionado sin duda en este sentido si el pupilo no hubiera cambiado bruscamente de comportamiento respecto a sus protectores. Alain Robert es de naturaleza apasionada, pero reservada; sonríe pocas veces, no se entrega nunca y me ha sido imposible interrogarlo con fruto. Debemos, pues, atenernos a las declaraciones del señor y la señora Deroux, a las del señor Marie, el maestro, así como a los certificados del doctor Leduc (piezas todas anejas a la presente solicitud). Parece resultar que a partir de abril último Alain Robert cambió repentinamente de actitud hacia los que hacían con él las veces de padres. Se negó a llamarles ‘papá’ y ‘mamá’ como antes y casi no volvió a dirigirles la palabra. ‘Parece que nos está juzgando’, dijo el señor Deroux. ‘¡Y que nos quiere mal!’, añadió su mujer. ‘No se lava, su asistencia a la escuela se hace irregular. Cuando va a clase no se interesa por nada, busca pelea y parece aceptar los castigos sin disgusto’ (observación del señor Marie). No hace caso al toque de campana en la granja, cuya huerta abandona; hace mal los encargos que se le confían, parece perder la noción del tiempo, acumula las mentiras. Los castigos con que el señor Deroux lo amenazaba no hacían efecto; casi parecía buscarlos. Llegó hasta rayar la carrocería de un coche perteneciente a sus protectores, y a romper a propósito sus recuerdos de familia.

»El 27 de agosto, después de una escena bastante violenta los señores Deroux me entregaron a Alain Robert. Se encontrará adjunta la serie de colocaciones que he tratado de buscar para este pupilo, cuya personalidad es a la vez atrayente e irritante. Fueron otros tantos fracasos. En casa de los Laffineur suelta a todos los animales; en casa de los Lamproye desaparece tres días sin explicaciones; en casa de los Arbelin coge adrede todas las manzanas todavía verdes; en casa de los Deraisle comienza la huelga del hambre.

»Intenté a finales de septiembre una última colocación en el Ayuntamiento de Almeville. Se escapó al día siguiente, se apostó en la orilla de la carretera y se puso a parar vehículos. Desgraciadamente para él, el primer automovilista que se detuvo fui yo mismo, en viaje de inspección.

»Tal actitud y tales extravagancias son tanto más graves cuanto más inexplicables. Le han creado al pupilo una reputación detestable en la región, donde ya nadie aceptaría encargarse de Alain Robert. Los señores Deroux, interrogados nuevamente, han declarado, sin embargo, que volverían a tomarlo con ciertas garantías; pero el pupilo es quien se niega rotundamente a esa perspectiva. En estas condiciones...»

—¡Aquí está mi casa! —dijo Alain Robert, dejando los lápices de colores.

—No he acabado de leer tus papeles...

El muchacho le dirigió una mirada sombría.

—¡Pueden decir lo que quieran —murmuró—, pero yo lo sé mejor.

—¡Seguramente! —dijo con dulzura la señorita Alicia—. Pero es preciso, sin embargo, que yo lea lo que «ellos» dicen, ¿comprendes? De modo que coge otra hoja de papel y dibújame...

—¿Qué?

—Una familia.

—¿Una familia?

Frunció las cejas, recogió la manga demasiado larga que le cubría la mano, sacó la lengua, y... «¡Una familia! ¡Una familia! ¿Te das cuenta...?»

«...En estas condiciones —repitió la señorita Alicia, prosiguiendo la lectura— no me queda otra solución que pedir la urgente readmisión del acogido Alain Robert.

»El Director de la Agencia de M...»

Tres estampillas (un círculo, un cuadrado y un óvalo) sellaban una firma que la señorita Alicia conocía bien. El director de la Agencia de M., con su «Citroën» y una máquina de escribir de treinta años de uso, está encargado de medio millar de niños (siete de los cuales son suyos). Sus domingos y sus vacaciones...

¿Qué domingos? ¿Qué vacaciones? Sus semanas no tienen más que lunes, sus años se cuentan por octubres. Y se le puede telefonear a la oficina todas las noches hasta las nueve... «¡Trabaja usted demasiado! —le dicen el obeso lechero, el carnicero millonario y el innoble tabernero—; sobre todo para una administración que no se lo agradece a usted y para niños ingratos...»

El niño más ingrato, las cejas negras, entreabiertos los labios, está dibujando sin ganas una familia. La señorita Alicia empieza la lectura de los documentos anejos al historial de Alain Robert; declaraciones (con tinta violeta) de los señores Deroux, la relación (en papel escolar) del señor maestro, certificados del médico, indagaciones de la visitadora social, informaciones complementarias recibidas por teléfono, carnet de Sanidad, primer boletín de comportamiento en la sección... ¡Uf...! A través de estas hojas de diversos formatos y colores una docena de adultos rondan en torno del pupilo Alain Robert; pero el secreto de Alain Robert permanece oculto para ellos...

—¿Acabaste la familia? Entonces hazme un hombre; sí, uno que tú quieras o que no quieras, que tú conozcas o que no conozcas, como prefieras.

Alain Robert, tan decidido antes a contestar no, a negarse a todo, vuelve a coger los lápices con gusto: dibujar, como correr o dormir, le alivia, le sosiega, le emancipa. «¿Un hombre? ¡Aquí está...!» Pero la otra no ha terminado aún su lectura. El chiquillo la observa fríamente: aquellos labios que balbucean sin palabras, aquellos ojos que recorren los renglones... «Debe de estar un poco tocada, ¡ya me lo había dicho mi compañero...!»

En efecto, ahora con la cartera cerrada y los dibujos perfectamente ordenados, la señorita Alicia le hace alinear pesas por orden decreciente, devolver moneda, enumerar los meses (¡mierda!, entre octubre y diciembre había uno, sin embargo), definir una mesa, un auto («¡Me toma por cretino!»), la patria (¡Oh!) ¡Otra cosa ahora! Le cuenta una historia absurda: «Un niño vuelve de la escuela y su mamá le dice: No estudies enseguida tus lecciones, tengo una noticia que darte. ¿Qué le va a decir su mamá?».

—¡Yo qué sé!

—¿Qué te parece?

—Que..., que murió su hijo.

—Bien. —¿Por qué «bien»?— Óyeme ahora: voy a decirte frases en las que hay tonterías, tú me dirás cuáles. Si yo digo: «Tengo tres hermanos, Luis, Roger y yo», ¿qué es lo que hay de tonto en eso?

—Usted —responde el muchacho, y piensa: «Está completamente chalada; mi compañero tenía razón».

—Escucha otra cosa: «Acabo de ver entrar en casa de mi vecino a un médico, un notario y un cura. ¿Qué ocurre en casa de mi vecino?».

—Van a jugar una partida —sugirió Alain Robert.

La señorita Alicia se rió mucho. ¿Por qué? Después le presentó un laberinto dibujado del que tenía que buscar la salida. ¡Pero de aquí es sobre todo de donde quisiera salir Alain Robert! Aquella persona mayor que juega con él hace un cuarto de hora abre una caja de cubos, ojea dibujos donde falta la nariz en medio de la cara. («¡Muy bien!») Le enseña figuras inexplicables (una joven que llora al pie de una escalera, un viejo tirando a brazo de un carruaje, un caballo...) y le pide la explicación; ¡todo esto no es normal! Y lo peor es que ella anota todas las tonterías que él dice y las guarda en la carpeta de su expediente. Está a punto de tirar por el aire su expediente. ¡Sin duda alguna, esto no marcha bien!

—Bueno..., ahora vuelve a la Sección, pero vendrás mañana a ver al doctor...

«¡Pobre doctor! —pensó Alain Robert—. ¿Qué dirá cuando vea que su enfermera se volvió loca? A menos que él también...»

La Comisión estaba reunida desde hacía hora y media y el doctor Clérant no había pronunciado aún una palabra. Se trataba de un juego muy particular en el que sólo ganan, como en el bridge, los que saben esperar mucho antes de manifestarse. Cuantos más triunfos se tienen en la mano, más veces hay que dejar «pasar»; por eso las comisiones no comienzan en realidad hasta dos horas después de empezar la reunión. Aquella mañana se jugaba una partida entre veinticinco, de los cuales algunos se conocían la puesta y la mayor parte (¡a Dios gracias!) ignoraban las reglas. Alrededor de aquella isla de paño verde se hallaban sentados representantes de cuatro ministerios, de varios gobiernos civiles y de media docena de instituciones. El término «niños» estaba en muchas frases y en todas las bocas, pero casi nunca se empleaba en el mismo sentido. Para unos se trataba de delincuentes; para otros, de retrasados escolares; para algunos eran débiles y enfermos; para otros, obreros en potencia. De este modo, los ministerios de Justicia, de Sanidad, de Educación y de Trabajo querían de buena fe asumir la dirección de aquellos niños, pero no encargarse de ellos por falta de «créditos». ¡Otra palabra que surgía a cada momento! Y cada vez los interventores de los gastos realizados y los representantes del Ministerio de Hacienda aguzaban los oídos. De momento, y al cabo de cerca de dos horas, revisaban el acta de la última sesión. Como en esos folletones cuyo resumen es casi tan largo como el nuevo episodio, la Comisión daba a sus componentes una última ocasión de interesarse en lo que no se había ocupado la semana anterior. Así hacen los malos alumnos, siempre retrasados en una lección... Y los triunfadores de la anterior semana temblaban porque la revisión podía poner sobre aviso a los perdidos acerca de las leyes del juego. ¡Pero no! El ilusionista no hace más que ofuscar a los espectadores continuando sus juegos de manos... Paradójicamente, los únicos, alrededor de aquel césped ovalado, que se apasionaban verdaderamente por la infancia se reconocían en que callaban, tenían los ojos bajos y parecían dormir. Por instinto se habían escalonado a fin de no parecer que formaban clan, pero podían avanzar en haz y de pronto concentrar sus tiros.

El señor Lamy, juez de menores, miró furtivamente su reloj. «Él también espera el mediodía», pensó el doctor. ¡El gran barullo del mediodía, cuando nadie comprende nada de lo que discute y sólo desea fastidiar al vecino sin contradecirle demasiado abiertamente! Cuando el mal humor ocupa el lugar de la razón, y la vehemencia el de la buena fe. La hora en que uno cualquiera, proponiendo cualquier cosa, puede arrastrar a los demás a condición de que haya callado hasta entonces, de que se exprese con claridad y de que tenga un papel en la mano... A mediodía, cuando el estómago comienza a hablar, no es un hombre inteligente o sincero lo que se reclama, sino un hombre «nuevo»... Y lo mismo ocurre seguramente en los consejos de Ministros, en las conferencias internacionales y en todas partes donde se juega el destino del mundo.

El doctor Clérant, impasible, esperaba el mediodía y miraba al juez Lamy, que también impasible, lo esperaba. Observaba con simpatía aquel rostro cuya boca sonreía de continuo y muy raramente la mirada; aquel ojo derecho más cerrado que el otro; aquella cabeza inclinada sobre el hombro y que presentaba dos perfiles diferentes: uno de señor y otro de campesino; aquella negra cabellera en que serpenteaba un solo mechón blanco. ¿Era el rostro surcado de arrugas de un hombre joven, o el semblante notablemente juvenil de un viejo? Una vez más se hacía esta pregunta el doctor Clérant, cuando uno de los charlatanes de antes de mediodía, careciendo ya de argumentos o tratando de aburrir, la tomó con la Beneficencia Pública e hizo constar el celo de su personal, la calidad de los cuidados prodigados a los niños...

—Yo me permitiría —dijo fríamente el doctor, que salía de un silencio tan largo que necesitó aclarar la voz—, me permitiría dar algunos detalles sobre este punto.

El otro calló, creyendo que iba a llevar el agua a su molino; pero el tranquilo río del doctor acarreaba hielo...

—Los servicios de la Beneficencia Pública que nos interesan, y que mejor sería llamar de Protección a la Infancia, tienen a su cargo veintiocho mil niños. Muchos le son entregados en condiciones físicas deplorables. Sin embargo, su estado sanitario es mejor que el de la población infantil normal y la mortalidad es en ellos menos elevada. Evidentemente, el personal no es ajeno a este resultado... Aunque quienes lo utilizan tengan tendencia a exigir de él una abnegación que ellos mismos no tienen, ciertamente, en un trabajo generalmente menos penoso y mejor pagado...

«¿Por qué habrá hablado tan pronto? —se preguntó el juez Lamy—. Era mejor dejar que el otro gozase su falsa ventaja y llegase hasta el final del ridículo. Entonces, con una sola palabra, se desembarazaría de él por completo, mientras que así no está más que herido... ¡Lo atajó demasiado pronto!» Estos pensamientos se producían tras una sonrisa no correspondida. El doctor Clérant había recobrado igualmente su impasibilidad: más alto y más ancho que ninguno de los demás asistentes, con la cara redonda, la nariz redonda y los ojos redondos, las manos juntas, las orejas algo planas y el aspecto falsamente humilde de un emperador romano trasplantado... Pero en este mismo momento aquel gigante tan avisado calculaba fríamente cuántos «votos» le proporcionaría ahora su intervención: «¿Diecisiete...? ¡No! Dieciocho, con el suyo, porque me está agradecido por no haberlo hundido... Más la doble satisfacción de haber hecho callar a un imbécil condecorado proclamando la verdad... ¡Operación ampliamente pagada...! ¡Ahora basta ser el último en hablar!».

La hora avanzaba, el hambre, las disputas y la confusión crecían. Cuando ésta alcanzó el punto crítico, uno de los «moderados» se adelantó y habló casi en voz baja, con un papel en la mano que atraía las miradas.

—¿Qué créditos necesita este proyecto? —le preguntó únicamente uno de los directores de Hacienda.

—Treinta millones aproximadamente —respondió el otro con premura.

El hombre de la Hacienda asintió rápidamente. Esto significaba que hubiera podido pedirse el doble. «¡Qué ingenuo!», pensó Clérant, desolado. Él mismo se levantó poco después. Había urdido una falsa historia con ayuda de algunos hechos verdaderos que presentaba juntos y como si fueran recientes: «Hace dos..., ¡no!, tres días, vi entrar en mi gabinete...». ¡Palabra mágica! Para aquellas gentes de oficina el «gabinete» marcaba la diferencia entre un simple oficio y la carrera del otro. El doctor triunfó fácilmente en un tema para el cual había acumulado en vano informes durante varios meses. Lo había previsto exactamente: el imbécil votó ostentosamente por él... Siguió una discusión entre gentes que entendían de finanzas para saber a qué capítulo del presupuesto se llevaría el gasto. ¡Al oírles parecía que en un caso costaba la mitad y en el otro el doble...! Con una habilidad que la mayor parte tomó por cortesía, el juez Lamy habló el último, cuando los relojes habían pasado ya a los bolsillos, se ponían las manos apoyadas en la mesa y el presidente dulcificaba su mirada circular.

—¿Nadie tiene nada que observar..., señor Lamy?

El señor Lamy fingió leer un papel con cifras que sabía de memoria: 230 millones de niños insuficientemente alimentados en el mundo; 13 millones de abandonados a través de Europa, y en cuanto a Francia, 2 millones de niños que fueron afectados por la guerra...

Todavía una receta infalible: remontarse a las fuentes, después hacer bajar el curso del tema con la claridad e impetuosidad del torrente, y desembocar al fin bruscamente en el problema del día. (Éste era aquella mañana la creación de un Centro de Observación.) Se acordó en principio, pero escalonando su realización, porque las decisiones precedentes habían devorado ya los créditos. El señor Lamy comprendió entonces por qué el doctor no había hablado el último... «Aún tengo que aprender la táctica de la Comisión», pensó sin abandonar su sonrisa. Se apretaban las manos sin cesar, se ayudaban mutuamente. «¡Le ruego!» «¡Perdón!» «¡Gracias!», al tomar el abrigo. El doctor se despidió del juez con un suspiro y una elevación de cejas.

—¡No, no —le susurró el señor Lamy—, no se perdió el tiempo! Esta sesión nos libra de ir a tirar de quince campanillas...

—Cierto es que se adoptó definitivamente...

—¿Definitivamente? ¡No crea eso tampoco! Para conseguir que los niños no nos sean entregados ya con esposas fueron necesarios, a pesar de la unanimidad de la Comisión, años de paciencia, y firmas, firmas... ¡Hasta la Defensa Nacional intervino en ello!

—¡Ah, si hubiese un Ministerio de la Infancia...!

—Es mucho menos esencial que un Ministerio de Correos, Teléfonos y Telégrafos, créalo.

—Sin embargo, todo llegará, señor juez. ¡Pero no todas las noches son la noche del 4 de agosto! Y para que cada ministerio renuncie a sus privilegios... Es verdad que tiene usted un arma secreta —añadió Clérant—; la sonrisa.

—La sonrisa..., ¡la sonrisa es la flor de la obstinación! Pero el arma de usted es la frialdad.

—¡Profesionalmente!

Bajaban la escalera. El señor Lamy se detuvo en un escalón.

—Hace mucho tiempo que deseaba hablarle de esto, doctor, que deseaba comprender cómo puede atraerse la confianza de sus enfermos con esa frialdad.

—No es frialdad; es objetividad. Llega una mujer a mi consulta, con mirada concentrada, con el rostro devorado por contracciones nerviosas; hostigada por un insecto invisible. ¡No viene a ver a un psiquiatra para que le coja la mano y le dé pildoritas! Al cabo de diez minutos me confiesa que tiene ganas de matar a su marido. Bueno. Si le hablo como confesor: «Eso está mal, muy mal», yo, que no tengo poder para absolverla, ¿qué bien puedo hacerle? Y si le hablo paternalmente, como...

—¡Como un juez de menores! —sugirió el señor Lamy riendo.

—¡Como usted quiera! «¡Bah, eso no es en realidad tan terrible!» Yo, que no tengo poder como usted para declararla inocente, ¿qué bien puedo hacerle? No, la única actitud posible es lo que usted llama frialdad. «¡Ah! ¿Y cuánto tiempo hace que tiene usted ganas de matarlo?» Como si se tratara de un estreñimiento rebelde...

—Yo creía que al menos con los niños...

—Sí, es una gran tentación la de darles golpecitos en las mejillas, hacerse querer del pobre niño a quien sus padres quieren tan poco. Pero ¿para qué sirve tener piedad, enternecerse y enternecer, puesto que hay que adaptar los niños a los padres que tienen, aunque sean detestables? Por consiguiente, un tono uniforme, no juzgar nunca, ponerles frente a frente consigo mismos: ¡no ser más que un espejo! En este momento es cuando su angustia se derrumba y se puede ya comenzar a hablarles...

Al día siguiente por la mañana fue cuando el doctor Clérant «comenzó a hablar» con Alain Robert.

—Vamos, chico, ¿qué es lo que no marcha bien...? Veamos tu expediente... —Lo conocía al detalle—. ¿Fuiste tú el que dibujó esto?

—Sí.

—Explícame algo; tu casa, en medio de un campo inmenso, está cercada de vallas. ¿Por qué?

—¡Porque es así!

—¿Lo ves tú así? Bueno. —Silencio—. Dime: ¿el señor y la señora Deroux eran quisquillosos, maniáticos?

—¡Oh, sí!

—O quizá se volvieron de repente, ¿eh? Tú crees que fue de repente...

—Fue de repente —afirmó Alain Robert.

—¡Qué quieres! Iban haciéndose viejos... Y entonces, ¿no te dejaban hacer lo que querías?

—Nada.

—¡Ni siquiera lavarte ni ir a la escuela...! Está bien. Dime: ¿esto de la izquierda son árboles?

—¡Ya se ve!

—Ya se ve. Y... ¿cuál de los dos eres tú?

Un dedo oscuro, afilado, salió de la manga áspera e iba a señalar uno de los árboles, pero se paró en seco y volvió a entrar en su concha.

—¡Yo no soy un árbol!

—Ya lo sé. Pero si lo fueses, ¿cuál de los dos serías...? Éste, ¿no es verdad?

Alain Robert lamentaba enseguida haber asentido. Sí, de aquellos dos árboles, uno majestuoso, otro abatido, esmirriado, él «es» el último...

—Bien. Veamos el otro dibujo... Es una familia, ¿verdad? Dime, pues: éstos son el padre y la madre que se ponen a comer; pero ¿no hay ninguna persona más?

—Es de suponer.

—¿Qué cuadro es éste, entre los dos, colgado de la pared?

—Un cuadro.

—Ya lo veo —continuó el doctor, siempre apacible—, pero... —Mira la hoja al través—. Usaste el lápiz blanco para borrar...

—¡Aquí no hay goma!

—¿Para borrar qué? ¿Quién había en el cuadro?

—Nadie —dijo el muchacho, apretando los puños.

Los grandes ojos redondos lo notaron.

—Bueno. Pero ¿tú no estás en el cuadro?

—¡No, que estoy aquí!

—Es cierto —dijo bondadosamente el doctor; luego añadió, inclinando de pronto su pecho de atleta hacia la cabeza ensortijada y afrontando aquella mirada sombría—: ¿Cómo se llamaba el chico que los Deroux perdieron en la guerra?

—And... ¿Cómo quiere usted que lo sepa?

—Ya que lo sabes, ¿por qué no me lo dices?

—Andrés —dijo Alain Robert después de un instante; y bruscamente su agitada mano voló fuera de la manga azul, cogió el tercer dibujo (un hombre cualquiera), lo arrugó y lo tiró al suelo.

Siempre tranquilo, el doctor se inclina, recoge la bola de papel, la despliega y examina el dibujo.

—Éste es el retrato de Andrés —murmura—. Y el cuadro estaba en tu cuarto, ¿verdad...? Y te hablaban siempre de él, ¿eh...? «¡Andrés no hubiera hecho esto...! ¡Ah, si Andrés estuviese aquí...!»

Alain Robert se puso colorado y fingió interesarse por la falleba de la ventana, por los tubos de la calefacción central...

—¡Andrés, Andrés es muy guapo —continuó inocentemente el doctor—, pero a fin de cuentas Andrés ya no estaba allí, mientras que tú eras el hijo de la casa!

El muchacho se enderezó con las cejas alborotadas, la boca entreabierta, temblándole la barbilla. Clérant, que esperaba esto, no se movió.

—¿Eh? —preguntó—, ¿tú no eras el hijo de la casa...? —Silencio—. ¿Te han dicho que no eras su hijo de verdad? —prosiguió lentamente—. ¿Y cuándo fue eso...? Procura recordarlo. ¿Después de un escándalo...? ¿Fue ella la que se incomodó?

—No, fue él.

—Y cuando supiste que no eran tus verdaderos padres, ¿qué efecto te hizo?

—Sentí como un gran vacío —dijo Alain Robert con voz sorda—. Fui a vomitar al establo. Tenía frío. Hubiera querido morirme.

—¿Como Andrés?

—Andrés tuvo suerte.

—¿Te parece? Yo creo que él preferiría estar en tu puesto.

—¡Claro: él tendría padre y madre!

—¡Pero tú los tienes también!

—¡Ah, sí, magníficos!

—¿Qué sabes tú? Les volveremos a hablar. Mira —dijo el doctor con un gesto—, ¡encuentro vuestra historia un poco tonta! Los Deroux están tristes por no tener un hijo, y tú por no tener padres. Había quizás un modo más inteligente de arreglar las cosas que amenazarte con llevarte a la Beneficencia...

—¡Siempre estaban repitiéndomelo!

—¡O de «romper recuerdos de familia»...! Eran retratos de Andrés, ¿no?

—¡Los había por todas partes!

—¿Y esa historia del «coche rayado»?

—¡Bah!, un auto viejo sin motor y sin frenos arrinconado en la granja. Dentro vivían las gallinas...

—¿Y tú qué hiciste?

—Escribí mi nombre —dijo Alain Robert con dureza— en el tablero al lado del volante y en las cuatro puertas. ¡Mi nombre, y qué! ¡Yo también tengo nombre... como todo el mundo!

—Como todo el mundo.

—Todo era suyo, ¿qué podrá importarles aquel trasto viejo?

—Seguramente, pero ya sabes, cuando se es viejo... —Terminó con un gesto—. Dime: ¿estás contento de cómo marchan tus cosas?

—Así, así...

—¿Sueñas por la noche? Esta noche, por ejemplo, ¿soñaste?

—Sí —murmuró Alain Robert.

Su fisonomía cambió de repente, como un cielo de donde se retira el sol, y sus ojos parecían brillar más, como los de un animal enfermo que aún implora socorro, pero ya no lo espera.

—Soñé que era feliz, que tenía mucha suerte —dijo con voz enronquecida.

El viernes por la mañana, sesión de «síntesis»; el doctor Clérant y su gente con las asistentas sociales de Denfert, el celador de la Sección de muchachos y la celadora de la de niñas deciden la orientación de los acogidos examinados aquella semana. ¿Deben encaminarlos a una colocación en familia, o a un empleo retribuido?, ¿hacia un internado de reeducación, a un centro de aprendizaje, a un asilo en caso desesperado? ¿O mantenerlos en tratamiento u observación? Cada uno lleva su cartera, y como todos los viernes, Clérant se lamenta:

—Sería preciso en realidad...

¡La fotografía del niño en cada carpeta, sí! Pero ¿con qué créditos?, ¿qué créditos?, ¿qué créditos?

—Roberta Mounier, la chica que ha intentado tres veces suicidarse...

—¡Oh, a dosis muy prudentes! ¿Cuál es su nivel mental?

—Normal, según «Binet Simon»; inferior, según el «Kohs» y el «Portheus». —Son procedimientos de tests.

—Es un poco indolente, un poco vanidosa; calceta, veinte puntos, y se pone a soñar; lee a Saint-Exupéry, y se cree superior...

—En fin, sería una encantadora «hija de familia» —dijo Clérant—. Sólo que no tiene familia; por tanto, es un despojo de naufragio... ¿Qué le gustaría hacer?

—Cuando se lo pregunté me contestó: «Me hicieron pasar diez veces por la orientación profesional y no encontraron nada. ¿Cómo quiere usted que yo lo sepa?».

Se busca, se propone, se hacen objeciones, se dan vueltas en torno a Roberta Mounier.

—Vuélvanla a pasar a síntesis la semana que viene —cortó el doctor—. De aquí a entonces busquen en la Agencia de París: señorita de compañía de una vieja un poco fantástica, es lo que le convendría. Desgraciadamente...

—Adriana Mourselin se escapó ayer de Aviñón.

—¡Es el mayor servicio que podía hacerles!

—Sí, pero ¡dentro de dos días volverían a mandárnosla! —suspira la asistenta social—. Y está encinta de dos meses; si no la protegemos...

—No quiero saber más de Francine Bolet ni de Colette Alma —dijo la celadora de niñas—; veinticuatro horas más y deshacen mi sección.

—¡Se van el martes! Una con las Hermanas de Argenteuil, la otra al Hogar de Verville.

—Bueno, pero que se les anuncie separadamente, si no se escaparían juntas de aquí a entonces.

—María Stirlene, ya sabéis, la rubia alta que...

—Ya sé. En la situación en que está no se puede pensar más que en «un asilo»; ¡es una lástima...!