Persuasión - Jane Austen - E-Book

Persuasión E-Book

Jane Austen.

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Persuasión sigue la historia de Anne Elliot, una mujer inteligente y sensible que, años atrás, fue persuadida de rechazar al hombre que amaba, el joven Wentworth, debido a su falta de fortuna y posición social. Ahora, ocho años después, el destino los reúne en circunstancias muy distintas. Mientras Anne enfrenta las consecuencias de las decisiones del pasado y las presiones de una familia superficial, Frederick regresa como un hombre exitoso, pero cargado de resentimientos. En este escenario de encuentros y malentendido, Jane Austen despliega con maestría su aguda crítica social y su habilidad para capturar los matices del amor, la pérdida y la esperanza.Con sutil ironía y su conmovedor retrato de una segunda oportunidad en el amor, Persuasión es una de las novelas más maduras y emotivas de Austen

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Persuasión

Persuasión (1818)Jane Austen

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Abril 2025

Imagen de portada: GaRRaPataProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Capítulo ICapítulo IICapítulo IIICapítulo IVCapítulo VCapítulo VICapítulo VIICapítulo VIIICapítulo IXCapítulo XCapítulo XICapítulo XIICapítulo XIIICapítulo XIVCapítulo XVCapítulo XVICapítulo XVIICapítulo XVIIICapítulo XIXCapítulo XXCapítulo XXICapítulo XXIICapítulo XXIIICapítulo XXIV

Capítulo I

El señor de Kellynch Hall, en Somersetshire, sir Walter Elliot, era un hombre que no encontraba placer en la lectura, a menos que se tratara de la Crónica de los barones. Este libro hacía más llevaderas sus horas de ocio y le ofrecía consuelo en momentos de desaliento. Sentía una profunda admiración y reverencia al reflexionar sobre los vestigios de los antiguos privilegios, y cualquier inconveniente de la vida cotidiana se transformaba en compasión y desdén. Así, repasaba con entusiasmo la extensa lista de títulos otorgados en el último siglo y, aunque pocas páginas captaban realmente su atención, siempre leía con renovado interés la que contenía su propia historia. En esa página, el libro permanecía siempre abierto, mostrando las palabras: “Elliot, de Kellynch Hall”.

Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, se casó el 15 de julio de 1784 con Isabel, hija de Jaime Stevenson, hidalgo de South Park, en el condado de Gloucester. Su esposa, fallecida en 1800, le dio cuatro hijos: Isabel, nacida el 1 de junio de 1785; Ana, nacida el 9 de agosto de 1787; un hijo que nació sin vida el 5 de noviembre de 1789; y María, nacida el 20 de noviembre de 1791.

Este era el texto original impreso, pero sir Walter lo había enriquecido añadiendo, para mayor precisión y referencia familiar, una anotación tras la fecha de nacimiento de María: “Casada el 16 de diciembre de 1810 con Carlos, hijo y heredero de Carlos Musgrove, hidalgo de Uppercross, en el condado de Somerset”. También registró cuidadosamente el día y mes en que perdió a su esposa.

A continuación, se relataba la historia y el ascenso de la antigua y honorable familia, siguiendo las fórmulas habituales. Se mencionaba que sus orígenes estaban en Cheshire, donde gozaron de gran prestigio en Dugdale, ocupando el cargo de gobernador, además de haber sido representantes de una ciudad en tres parlamentos consecutivos. También se detallaban las recompensas recibidas por su lealtad y la concesión del título de barón en el primer año del reinado de Carlos II, junto con las menciones de todas las Marías e Isabeles con quienes los Elliot habían contraído matrimonio. En total, la historia ocupaba dos elegantes páginas en formato doceavo y concluía con las armas de la familia y la leyenda: “Residencia solariega, Kellynch Hall, en el condado de Somerset”. Sir Walter, con su propio puño y letra, añadió este epílogo: “Presunto heredero, William Walter Elliot, hidalgo, bisnieto del segundo sir Walter”.

La vanidad era el alfa y omega de la personalidad de sir Walter Elliot; vanidad de su persona y de su posición. Había sido, sin duda, buenmozo en su juventud, y a los cincuenta y cuatro años era todavía un hombre de apariencia atractiva.

Pocas mujeres presumían más de sus encantos que sir Walter de los suyos, y ningún paje de ningún nuevo señor habría estado más orgulloso de lo que él estaba de la posición que ocupaba en la sociedad. El don de la belleza para él sólo era inferior al de un título de nobleza, por lo que se tenía a sí mismo como motivo de sus más calurosos respeto y devoción.

Su buena estampa y linaje eran poderosos argumentos para atraerle el amor. A éstos debió una esposa muy superior a lo que sir Walter podía esperar por sus méritos. Lady Elliot fue una mujer excelente, tierna y sensible, a cuyas conducta y buen juicio debía perdonarse la juvenil flaqueza de haber querido ser lady Elliot, considerando que nunca más precisó de otras indulgencias. Su talante alegre, su suavidad y el disimulo de sus defectos le procuraron la estima auténtica de que disfrutó durante diecisiete años. Y aunque no fue demasiado feliz en este mundo, encontró en el cumplimiento de sus deberes, en sus amigos y en sus hijos razones suficientes para amar la vida y para no abandonarla con indiferencia cuando le llegó la hora. Tres hijas, de dieciséis y catorce años respectivamente las dos mayores, eran un legado que la madre temía dejar; una carga demasiado delicada para confiarla a la autoridad de un padre presumido y estúpido. Lady Elliot tenía, sin embargo, una amiga muy cercana, sensible y meritoria mujer, quien había llegado, movida por el gran cariño que profesaba a lady Elliot, a establecerse cercana a ella en el pueblo de Kellynch. En su discreción y en su bondad puso lady Elliot sus esperanzas de sustentar y mantener los buenos principios y la educación que tanto ansiaba dar a sus hijas.

Dicha amiga y sir Walter no se casaron, no obstante lo que antecede pudiera inducir a pensarlo. Trece años habían transcurrido desde la muerte de la señora Elliot, y una y otro seguían siendo vecinos e íntimos amigos, aunque cada uno, por su lado, viudo.

El hecho de que lady Russell, de muy buena edad y agradable carácter, y en circunstancias ideales para eso, no hubiera querido pensar en segundas nupcias, no tiene por qué explicarse al público, que está tan dispuesto a sentirse irracionalmente descontento cuando una mujer no se vuelve a casar. Sin embargo, que sir Walter continuara viudo merece una aclaración. Ha de saberse, pues, que como buen padre (después de haberse llevado un chasco en uno o dos intentos descabellados) se enorgullecía de permanecer viudo en atención a sus queridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiera hecho en realidad cualquier cosa, aunque no hubiera tenido muchas ocasiones de demostrarlo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido, en la medida de lo posible, todos los derechos y la importancia de su madre; y como era muy guapa y muy parecida a su padre, su influencia resultaba grande y los dos se llevaban muy bien. Sus otras dos hijas gozaban de menor atención. María consiguió una pequeña y artificial importancia al convertirse en la señora de Carlos Musgrove; sin embargo, Ana, quien poseía una finura de espíritu y dulzura de carácter que la habrían colocado en el mejor lugar entre personas de verdadero seso, no era nadie entre su padre y su hermana; sus palabras no pesaban y no se atendían en absoluto sus intereses. Era Ana, y nada más.

Para lady Russell, en cambio, representaba la más querida y la más preciada de las criaturas; era su amiga y su favorita. Lady Russell las quería a todas, pero sólo en Ana veía el vivo retrato de su madre.

Pocos años antes, Ana Elliot había sido una muchacha muy hermosa, pero su frescura se marchitó temprano. Su padre, quien ni siquiera cuando estaba en su apogeo encontraba nada que admirar en ella (pues sus delicadas facciones y sus suaves y oscuros ojos eran totalmente distintos de los de él), menos le encontrará entonces, que estaba delgada y consumida. Nunca abrigó demasiadas esperanzas, y ya no tenía ninguna, de leer su nombre en una página de su libro predilecto. Ponía en Isabel todas sus ilusiones de una alianza de su igual, pues María no había hecho más que relacionarse con una antigua familia rural, muy rica y respetable, a la que llevó todo su honor sin recibir ella ninguno. Isabel era la única que podría protagonizar, algún día, una boda como Dios manda.

Suele ocurrir que una mujer sea más guapa a los veintinueve años que a los veinte. Y, por lo general, si no ha sufrido ninguna enfermedad, ni soportado ningún padecimiento moral, es una época de la vida en que raramente se ha perdido algún encanto. Eso le sucedía a Isabel, quien era aún la misma hermosa señorita Elliot que empezó a ser a los trece años. Podía perdonarse, pues, que sir Walter olvidara la edad de su hija o, en última instancia, creerlo únicamente medio loco por considerarse a sí mismo y a Isabel tan primaverales como siempre, en medio del derrumbe físico de todos sus coetáneos, porque no tenía ojos más que para ver lo viejos que se estaban poniendo todos sus deudos y conocidos. El carácter huraño de Ana, la aspereza de María y los ajados rostros de sus vecinos, unidos al rápido incremento de las patas de gallo en las sienes de lady Russell, lo sumían en el mayor desconsuelo.

Isabel era tan vanidosa como su padre. Durante trece años fue la señora de Kellynch Hall; presidía y dirigía todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Durante trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida vecindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con la finalidad de disfrutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener veintinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería cortejada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tempranos; sin embargo, ahora no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro proyecto de matrimonio que el de su hermana menor la hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había empujado lejos de sí.

Había pasado, además, por un desencanto que le impedía olvidar el libro y la historia de su familia. El presunto heredero, aquel mismo William Walter Elliot, cuyos derechos se hallaban tan generosamente reconocidos por su padre, la había desdeñado.

Sabía, desde muy joven, que en el caso de no tener ningún hermano, William sería el futuro barón, y supuso que se casaría con él, creencia siempre compartida con su padre. No lo conocieron de niño, pero en cuanto murió lady Elliot, sir Walter entabló relación con él, y aunque sus insinuaciones fueron recibidas sin ningún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atribuyendo su indiferencia a la timidez propia de la juventud. En una de sus excursiones primaverales a Londres, y cuando Isabel estaba en todo su esplendor, el joven Elliot se vio forzado a la presentación.

En aquella época era un chico muy joven, recién iniciado en el estudio del derecho; Isabel lo encontró por demás agradable, y todos los planes en favor de él quedaron confirmados. Lo invitaron a Kellynch Hall; se habló de él y se le esperó todo el resto del año, pero él no asistió. En la primavera siguiente volvieron a encontrarlo en la capital; les pareció igualmente simpático y de nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Y otra vez no acudió. Al poco tiempo, supieron que se había casado. En vez de dejar que su sino siguiera la línea que le señalaba la herencia de la casa de Elliot, había comprado su independencia uniéndose a una mujer rica de procedencia inferior a la suya.

Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su protección.

—Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes —observaba.

En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volviera a ocuparse de él, cuanto indigno de eso fue considerado por sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.

A pesar de los años transcurridos, Isabel seguía resentida por ese incidente desdichado. Desde la A hasta la Z, no había barón a quien pudiera mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel estaba de luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiera sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía considerarse como sólo un fugaz contratiempo, hubiera pasado desapercibido. Sin embargo, lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosamente y que despreciaba su abolengo, así como los honores que ésta le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.

Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicarse, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.

Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente, el señor Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió lady Elliot, se observó método, moderación y economía, dentro de lo que los ingresos permitían. Sin embargo, con su muerte, terminó toda prudencia y sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le resultaba posible gastar menos y no podía dejar de hacer aquello a lo que se consideraba como imperiosamente obligado. Por muy reprensible que fuera, sus deudas se abultaban y se hablaba de éstas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital, aludió a su situación y llegó a decirle a Isabel:

—¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocurre algo que pudiéramos suprimir?

Isabel —justo es decirlo—, en sus primeros arrebatos de femenina alarma, se puso a pensar seriamente en qué podrían hacer y terminó por proponer estas dos soluciones: suspender algunas limosnas innecesarias y abstenerse del nuevo mobiliario del salón. A estos expedientes agregó, luego, la peregrina idea de no comprarle a Ana el regalo que acostumbraban llevarle todos los años. No obstante estas medidas, aunque buenas en sí mismas, fueron insuficientes debido a la gran envergadura del mal, cuya totalidad sir Walter se creyó obligado a confesar a Isabel poco después. Isabel no supo proponer nada que fuera verdaderamente eficaz.

Su padre sólo podía disponer de una pequeña parte de sus dominios, y aunque hubiera podido traspasar todos sus campos, nada habría cambiado. Accedería a hipotecar todo lo que pudiera, pero jamás consentiría en vender. No, nunca deshonraría su nombre hasta ese punto. Las posesiones de Kellynch serían transmitidas íntegras y en su totalidad, tal como él las había recibido.

Sus dos confidentes: el señor Shepherd, quien vivía en la ciudad vecina, y lady Russell, fueron llamados a consulta. Tanto el padre como la hija parecían esperar que a uno o a otra se le ocurriría algo para librarlos de sus apuros y reducir su presupuesto sin que esto significara ningún menoscabo de sus gustos o de su ostentación.

Capítulo II

El señor Shepherd, abogado cauto y político, cualesquiera que fueran su concepto de sir Walter y sus proyectos acerca de éste, quiso que lo desagradable le fuera propuesto por otra persona y se negó a dar el menor consejo; se limitó a pedir que le permitieran recomendarles el excelente juicio de lady Russell, pues estaba seguro de que su proverbial buen sentido les sugeriría las medidas más aconsejables, que sabía habrían finalmente de adoptarse.

Lady Russell se preocupó muchísimo por el asunto y les hizo observaciones muy serias. Era mujer de recursos más reflexivos que rápidos y su gran dificultad para indicar una solución en aquel caso provenía de dos principios opuestos. Se mostraba muy íntegra y estricta y tenía un delicado sentido del honor; sin embargo, deseaba no herir los sentimientos de sir Walter y poner a resguardo, al mismo tiempo, la buena fama de la familia; como persona honesta y sensata, su conducta era correcta, rígidas sus nociones del decoro y aristocráticas sus ideas acerca de lo que la alcurnia reclamaba. Era una mujer afable, caritativa y bondadosa, capaz de las más sólidas adhesiones y merecedora por sus modales de que fuera considerada como arquetipo de la buena educación. Era culta, razonable y mesurada; respecto del linaje, abrigaba ciertos prejuicios y otorgaba al rango y al concepto social una significación que llegaba hasta ignorar las debilidades de los que gozaban de tales privilegios. Viuda de un caballero sencillo, rendía justa pleitesía a la dignidad de barón; y aparte las razones de antigua amistad, vecindad solícita y amable hospitalidad, sir Walter tenía para ella, además de la circunstancia de haber sido el marido de su queridísima amiga y de ser el padre de Ana y sus hermanas, el mérito de ser sir Walter, por lo que era acreedor a que se le compadeciera y se le considerara por encima de las dificultades por las que atravesaba.

No tenían más alternativa que moderarse; eso no admitía dudas. Sin embargo, lady Russell ansiaba lograrlo con el menor sacrificio posible por parte de Isabel y de su padre. Trazó planes de economía, hizo detallados y exactísimos cálculos; llegó, incluso, hasta lo que nadie hubiera sospechado: a consultar a Ana, a quien nadie reconocía el derecho de inmiscuirse en el asunto. Consultada Ana e influida lady Russell por ella en alguna medida, el proyecto de restricciones fue ultimado y sometido a la aprobación de sir Walter. Todos los cambios que Ana proponía estaban destinados a hacer prevalecer el honor por encima de la vanidad. Aspiraba a medidas rigurosas, a una modificación radical, a la rápida cancelación de las deudas y a una absoluta indiferencia para todo lo que no fuera justo.

—Si logramos meterle a tu padre todo esto en la cabeza —decía lady Russell paseando la mirada por su proyecto— habremos conseguido mucho. Si se somete a estas normas, en siete años su situación estará despejada. Ojalá convenzamos a Isabel y a tu padre de que la respetabilidad de la casa de Kellynch Hall quedará incólume a pesar de estas restricciones y de que la verdadera dignidad de sir Walter Elliot no sufrirá ningún daño a los ojos de la gente sensata, por obrar como corresponde a un hombre de principios. Lo que él debe hacer se ha hecho ya o ha debido hacerse en muchas familias de alto rango. Este caso no tiene nada de particular, y es la particularidad lo que a menudo constituye la parte más ingrata de nuestros sufrimientos. Confío en el éxito, pero debemos actuar con serenidad y decisión. Al fin y al cabo, el que contrae una deuda no puede eludir pagarla, y aunque las convicciones de un caballero y jefe de familia como tu padre son muy respetables, más respetable es la condición de hombre honrado.

Éstos eran los principios que Ana quería que su padre acatara, apremiado por sus amigos. Estimaba indispensable acabar con las demandas de los acreedores tan pronto como un discreto sistema de economía lo hiciera posible, en lo cual no veía nada indigno. Había que aceptar este criterio y considerarlo como una obligación. Confiaba mucho en la influencia de lady Russell, y en cuanto al grado severo de propia renunciación que su conciencia le dictaba, creía que sería poco más difícil inducirlos a una reforma completa que a una parcial. Conocía bastante bien a Isabel y a su padre como para saber que sacrificar un par de caballos les sería casi tan doloroso como sacrificar todo el carruaje, y pensaba lo mismo de todas las demás restricciones por demás moderadas que constituían la lista de lady Russell.

La forma en que fueron recibidas las rígidas fórmulas de Ana es lo de menos. El caso es que lady Russell no tuvo ningún éxito. Sus planes eran tan irrealizables como intolerables.

—¿Cómo? ¡Suprimir de golpe y porrazo todas las comodidades de la vida! ¡Viajes, Londres, criados, caballos, comida, limitaciones por todas partes! ¡Dejar de vivir con la decencia que se permiten hasta los caballeros particulares! No, antes abandonar Kellynch Hall de una vez que reducirlo a tan humilde estado.

¡Abandonar Kellynch Hall! La proposición fue en el acto recogida por el señor Shepherd, a cuyos intereses convenía una auténtica moderación del nivel de gastos de sir Walter, y quien estaba absolutamente convencido de que nada podría hacerse sin un cambio de casa. Puesto que la idea había surgido de quien más derecho tenía a sugerirla, confesó sin ambages que él opinaba lo mismo. Sabía muy bien que sir Walter no podría cambiar de modo de vivir en una casa sobre la que pesaban antiguas obligaciones de rango y deberes de hospitalidad. En cualquier otro lugar, sir Walter podría ordenar su vida según su propio criterio y regirse por las normas que la nueva existencia le planteara.

Sir Walter saldría de Kellynch Hall. Después de algunos días de dudas e indecisiones quedó resuelto el gran problema de su nueva residencia y fijaron las primeras líneas generales del cambio que iba a producirse.

Había tres alternativas: Londres, Bath u otra casa de la misma comarca. Ana prefería esta última; toda su ilusión era vivir en una casita de aquella misma vecindad, donde pudiera seguir disfrutando de la compañía de lady Russell, seguir estando cerca de María y seguir teniendo el placer de ver de cuando en cuando los prados y los bosques de Kellynch. Sin embargo, el hado implacable de Ana no habría de complacerla; tenía que imponerle algo que fuera lo más opuesto posible a sus deseos. No le gustaba Bath y creía que no le sentaría, pero en Bath se fijó su domicilio.

En un principio, sir Walter pensó en Londres, pero Londres no inspiraba confianza a Shepherd, y éste se las ingenió para disuadirlo de eso y hacer que se decidiera por Bath. Era aquél un lugar inmejorable para una persona de la clase de sir Walter, y podría sostener allí un rango con menos gastos. Dos ventajas materiales de Bath respecto de Londres hicieron inclinar la balanza: no hallarse más que a quince millas de distancia de Kellynch y dar la coincidencia de que lady Russell pasaba allí buena parte del invierno todos los años. Con gran satisfacción de ella, cuyo primer dictamen al cambiarse el proyecto fue favorable a Bath, sir Walter e Isabel terminaron por aceptar que ni su importancia ni sus placeres disminuirían por ir a establecerse a ese lugar.

Lady Russell se vio obligada a contrariar los deseos de Ana, deseos que conocía muy bien. Habría sido demasiado pedirle a sir Walter descender a ocupar una vivienda más modesta en sus propios dominios. La propia Ana hubiera tenido que soportar mortificaciones mayores de las que suponía. Había que contar, además, con lo que aquello habría humillado a sir Walter; y en cuanto a la aversión de Ana por Bath, no era más que una manía y un error que provenían sobre todo de la circunstancia de haber pasado allí tres años en un colegio después de la muerte de su madre, y de que durante el único invierno que estuvo allí con lady Russell estuvo de muy mal ánimo.

La oposición de sir Walter a mudarse a otra casa de aquellas vecindades estaba fortalecida por una de las más importantes partes del programa que tan bien recibida fuera al principio. No sólo tenía que dejar su casa, sino también verla en manos de otros, prueba de resistencia que temples más fuertes que el de sir Walter habrían sentido excesiva. Kellynch Hall sería desalojado; sin embargo, se guardaba al respecto un secreto hermético; nada debía saberse fuera del círculo de los íntimos.

Sir Walter no podía soportar la humillación de que se supiera su decisión de abandonar su casa. Una vez, el señor Shepherd pronunció la palabra “anuncio”, pero nunca más se atrevió a repetirla. Sir Walter abominaba de la idea de ofrecer su casa en cualquier forma que fuera y prohibió terminantemente que se insinuara que tenía tal propósito; sólo en el caso de que Kellynch Hall fuera solicitada por algún pretendiente excepcional que aceptara las condiciones de sir Walter, y como un gran favor, consentiría en dejarla.

¡Qué pronto surgen razones para aprobar lo que nos gusta! Lady Russell enseguida tuvo a mano una excelente para alegrarse una enormidad de que sir Walter y su familia se alejaran de la comarca. Isabel había entablado recientemente una amistad que lady Russell deseaba ver interrumpida. Tal amistad era con una hija de Shepherd que acababa de volver a la casa paterna con el engorro de dos pequeños hijos. Era una chica inteligente, quienconocía el arte de agradar o, por lo menos, el de agradar en Kellynch Hall.

Logró inspirar a Isabel tanto cariño que más de una vez se hospedó en su mansión, a pesar de los consejos de precaución y reserva de lady Russell, a quien esa intimidad le parecía del todo fuera de lugar.

Sin embargo, lady Russell tenía escasa influencia sobre Isabel, y más parecía quererla porque quería quererla que porque lo mereciera. Nunca recibió de ella más que atenciones triviales, nada más allá de la observancia de la cortesía. Nunca logró hacerla cambiar de parecer.

Varias veces se empeñó en que llevaran a Ana a sus excursiones a Londres y clamó abiertamente contra la injusticia y el mal efecto de aquellos egoístas arreglos en los que se prescindía de ella. Otras, intentó proporcionar a Isabel las ventajas de su mejor entendimiento y experiencia, pero siempre fue en vano. Isabel quería hacer su regalada voluntad y nunca lo hizo con más decidida oposición a lady Russell que en la cuestión de su encaprichamiento por la señora Clay, apartándose del trato de una hermana tan buena, para entregar su afecto y confianza a una persona que no debió haber sido para ella más que objeto de una cortesía distante.

Lady Russell estimaba que la condición de la señora Clay era muy inferior y que su carácter la convertía en una compañera en extremo peligrosa. De manera que un traslado que alejaba a la señora Clay y ponía alrededor de la señorita Elliot una selección de amistades más adecuadas no podía menos que celebrarse.

Capítulo III

—Permítame observar, sir Walter —dijo el señor Shepherd una mañana en Kellynch Hall, dejando el periódico—, que las actuales circunstancias se inclinan a nuestro favor. Esta paz traerá a tierra a nuestros ricos oficiales de marina. Todos necesitarán alojamiento. No podía presentársenos mejor ocasión, sir Walter, para elegir a unos inquilinos, a unos inquilinos responsables. Se han hecho muchas grandes fortunas durante la guerra. ¡Si tropezáramos con un opulento almirante, sir Walter...!

—Sería un hombre muy afortunado ése, Shepherd —replicó sir Walter—; esto es todo lo que tengo que decir. Bonito botín sería para él Kellynch Hall; mejor dicho, el mejor de todos los botines. No habrá hecho muchos parecidos, ¿no lo cree usted, Shepherd?

Shepherd sabía que se tenía que reír de la agudeza, y se rio; enseguida agregó:

—Quisiera añadir, sir Walter, que en lo que a negocios se refiere, los señores de la Armada son muy tratables. Conozco algo su manera de negociar y no tengo inconveniente en confesar que son muy liberales, lo cual los hace más deseables como inquilinos que cualquier otra clase de gente con quien nos pudiéramos encontrar. Por lo tanto, sir Walter, lo que querría sugerirle es que si algún rumor trasciende su deseo de reserva (algo que debe ser tenida por posible, pues ya sabemos lo difícil que es preservar los actos e intenciones de una parte del mundo del conocimiento y curiosidad de la otra; la importancia tiene sus inconvenientes, y yo, John Shepherd, puedo ocultar cualquier asunto de familia, porque nadie se tomaría la molestia de cuidarse de mí, pero sir Walter Elliot tiene pendientes de él miradas que son muy difíciles de esquivar), yo apostaría, y no me sorprendería nada que a pesar de toda nuestra cautela se llegara a saber la verdad, en cuyo caso querría observar, puesto que sin duda alguna se nos harán proposiciones, que debemos esperarlas de alguno de nuestros enriquecidos jefes de la Armada especialmente digno de ser atendido, y me permito añadir que en cualquier ocasión podría yo llegar aquí en menos de dos horas y evitarle a usted el trabajo de contestar de manera personal.

Sir Walter sólo movió la cabeza. Pero poco después se levantó y, paseándose por el cuarto, dijo, sarcástico:

—Me figuro que habrá pocos señores en la Armada que no se maravillen de encontrarse en una casa como ésta.

—Mirarían a su alrededor, sin duda, y bendecirían su buena suerte —dijo la señora Clay, quien se hallaba presente y a quien su padre había llevado con él debido a que nada le sentaba mejor para su salud que una visita a Kellynch—. Estoy de acuerdo con mi padre en creer que un marino sería un inquilino muy deseable. ¡He conocido a muchos de esa profesión, y además de su generosidad, son tan pulcros y esmerados en todo! Esos valiosos cuadros, sir Walter, si quiere usted dejarlos, estarán perfectamente seguros. ¡Cuidarían con tanto afán de todo lo que hay dentro y fuera de la casa! Los jardines y florestas se conservarían casi en tan buen estado como están ahora. ¡No tema usted, señorita Elliot, que dejen abandonado su precioso jardín de flores!

—En cuanto a eso —repuso desdeñosamente sir Walter—, aun suponiendo que me decidiera a dejar mi casa, no he pensado en nada que se refiera a los privilegios anexos a ésta. No estoy dispuesto en favor de ningún inquilino en particular. Claro está que se le permitiría entrar al parque, lo cual ya es un honor que ni los oficiales de la Armada, ni ninguna otra clase de hombre están acostumbrados a disfrutar; sin embargo, las restricciones que puedo imponer en el uso de los terrenos de recreo son otra cuestión. No me hago a la idea de que alguien se acerque a mis plantíos y aconsejaría a la señorita Elliot que tomara sus precauciones respecto a su jardín de flores. Me siento muy poco proclive a hacer ninguna concesión extraordinaria a los arrendatarios de Kellynch Hall, se lo aseguro a usted, tanto si son marinos como si son soldados.

Después de una breve pausa, Shepherd se aventuró a decir:

—En todos estos casos hay costumbres establecidas que lo allanan y facilitan todo entre el dueño y el inquilino. Sus intereses, sir Walter, están en muy buenas manos. Puede estar usted tranquilo; me cuidaré muy bien de que ningún nuevo habitante goce de más derechos de los que le correspondan en justicia. Me atrevo a insinuar que sir Walter Elliot no pone en sus propios asuntos ni la mitad del celo que pone Shepherd.

Al llegar a este punto, Ana terció:

—Creo que los marinos, que tanto han hecho por nosotros, tienen los mismos derechos que cualquier otro hombre a las comodidades y los privilegios que todas las casas pueden proporcionar. Debemos permitirles el bienestar por el que tan duramente han trabajado.

—Muy cierto, en efecto. Lo que dice la señorita Ana es muy cierto —apoyó el señor Shepherd.

—¡Ya lo creo! —agregó su hija.

Sin embargo, sir Walter replicó poco después:

—Esa profesión tiene su utilidad, pero lamentaría que cualquier amigo mío perteneciera a ella.

—¡Cómo! —exclamaron todos muy sorprendidos.

—Sí, esa carrera me disgusta por dos motivos; tengo dos poderosos argumentos. El primero es que ofrece oportunidad a gente de humilde cuna a encumbrarse hasta posiciones indebidas y alcanzar honores que nunca habrían soñado sus padres, ni sus abuelos. Y el segundo es que destruye de un modo lamentable la juventud y el vigor de los hombres; un marino se vuelve viejo más pronto que cualquier otro hombre. Lo he observado toda mi vida. Un hombre corre el riesgo en la Marina de que sea insultado por el ascenso de otro a cuyo padre hubiera desdeñado dirigir la palabra el padre del primero, y de convertirse prematuramente en un guiñapo, algo que no sucede en ninguna otra profesión. Un día de la pasada primavera, en la ciudad, estuve en compañía de dos hombres cuyo ejemplo me impresionó tanto que por eso lo digo: lord St. Ives, a cuyo padre hemos conocido todos cuando era un simple pastor rural que no tenía ni pan que llevarse a la boca. Tuve que ceder el paso a lord St. Ives y a un cierto almirante Baldwin, el sujeto peor trazado que puedan ustedes imaginar: con la cara de color caoba, tosca y peluda en extremo, surcada de líneas y de arrugas, con nueve pelos grises a un lado de la cabeza y nada más que una mancha de polvos en la coronilla. “¡Por Dios!, ¿quién es ese vejete?”, pregunté a un amigo mío que estaba allí cerca (sir Basil Morley). “¿Cómo que vejete?”, exclamó sir Basil. “Es el almirante Baldwin. ¿Qué edad cree usted que tiene?”; yo respondí que sesenta o sesenta y dos años. “Cuarenta”, replicó sir Basil, “cuarenta solamente”. Figúrense mi estupor; no olvidaré tan fácilmente al almirante Baldwin. Jamás vi una muestra tan lastimosa de lo que puede hacer el andar viajando por los mares. Me consta que, en mayor o menor grado, a todos los marinos les sucede lo mismo. Siempre andan golpeados, expuestos a todos los climas y a todos los tiempos, hasta que ya no se les puede ni mirar. Es una lástima que no reciban un golpe en la cabeza de una vez antes de llegar a la edad del almirante Baldwin.

—No tanto, sir Walter —exclamó la señora Clay—; eso es demasiado severo. Un poco de compasión para esos pobres hombres. No todos hemos nacido para ser hermosos. Es cierto que el mar no embellece y que los marinos envejecen antes de tiempo; lo he observado a menudo, pierden enseguida su aspecto juvenil. Sin embargo, ¿acaso no sucede lo mismo con muchas otras profesiones, tal vez con la mayoría? Los soldados en servicio activo no acaban mucho mejor; y hasta en las profesiones más tranquilas existe un desgaste y un esfuerzo del pensamiento, cuando no del cuerpo, que raras veces sustraen el aspecto del hombre de los efectos naturales del tiempo. Los afanes del abogado consumido por las preocupaciones de sus pleitos; el médico que se levanta de la cama a cualquier hora y que trabaja, llueva, truene o relampaguee; y hasta el clérigo... —se detuvo un momento para pensar qué podría decir del clérigo— y hasta el clérigo, ya sabe usted, que se ve en la obligación de acudir a viviendas infectas y a exponer su salud y su físico a las injurias de una atmósfera envenenada. En otras palabras, estoy absolutamente convencida de que todas las profesiones son, a la vez, necesarias y honrosas; sólo los pocos que no necesitan ejercer ninguna pueden vivir de un modo regular, en el campo, disponiendo de su tiempo como se les antoja, haciendo lo que les da la gana y morando en sus propiedades, sin el tormento de tener que ganarse el pan. Como digo, esos pocos son los únicos que pueden gozar de los dones de la salud y del buen ver hasta el máximo. No conozco otro tipo de hombres que no pierdan algo de su personalidad al dejar atrás la juventud.

Parecía que el señor Shepherd, con su afán de inclinar la voluntad de sir Walter hacia un oficial de la Marina, para inquilino, había sido dotado con la facultad de la adivinación, pues la primera solicitud recibida procedió de un tal almirante Croft, a quien conociera poco después en las sesiones de la audiencia de Taunton y que le había mandado avisar por medio de uno de sus corresponsales de Londres. Según las referencias que se apresuró a llevar a Kellynch, el almirante Croft era oriundo de Somersetshire y dueño de una respetable fortuna, y al desear establecerse en tierra, había ido a Taunton para ver algunas de las casas anunciadas, las cuales no fueron de su agrado. Por casualidad se enteró de que Kellynch Hall iba a ser desalojado —pues ya Shepherd había predicho que los asuntos de sir Walter no podrían permanecer en secreto— y, sabiendo que Shepherd tenía que ver con el propietario, se hizo presentar a él con el propósito de requerir datos concretos. En el curso de una grata y prolongada conversación manifestó por el lugar una inclinación todo lo decidida que podía ser en vista de que sólo lo conocía por las descripciones. Por las explícitas noticias de sí mismo que le dio al señor Shepherd podía considerársele como hombre digno de la mayor confianza y de que fuera aceptado como inquilino.

—¿Y quién es ese almirante Croft? —preguntó sir Walter en tono de frío recelo. El señor Shepherd le informó que pertenecía a una familia de caballeros y nombró el lugar de donde eran naturales. Siguió una breve pausa y Ana agregó:

—Es un contralmirante. Estuvo en la batalla de Trafalgar y pasó luego a las Indias Orientales, donde permaneció, según creo, varios años.

—Si es así, doy por descontado —observó sir Walter— que tiene la cara anaranjada como las bocamangas y cuellos de mis libreas.

El señor Shepherd se dio prisa en asegurarle que el almirante Croft era un hombre sano, cordial y de buena presencia; algo bronceado, naturalmente, por los vendavales, pero no demasiado; un perfecto caballero en sus principios y costumbres y nada exigente en lo referente a las condiciones. Lo único que quería era tener una vivienda cómoda lo antes posible; sabía que tendría que pagarse el gusto y no se le ocultaba que una casa lista y amueblada de aquel modo le costaría una buena suma, por lo que no se extrañaría que sir Walter le pidiera más dinero. Preguntó por el propietario y dijo que le gustaría presentarse, desde luego, aunque sin insistir sobre este punto. Agregó que a veces tomaba una escopeta, pero que nunca era para matar. En fin, se trataba de todo un caballero.

El señor Shepherd derrochó elocuencia acerca del particular, señalando todas las circunstancias relativas a la familia del almirante que lo hacían particularmente deseable como inquilino. Era casado, pero no tenía hijos; el estado ideal. El señor Shepherd observaba que una casa nunca está bien cuidada sin una señora; no sabía si el mobiliario corría mayor peligro no habiendo señora que habiendo niños. Una señora sin hijos era la mejor garantía imaginable para la conservación de los muebles. En Taunton vio a la señora Croft con el almirante y estuvo presente mientras ellos trataron del asunto.

—Parece una señora muy bien hablada, fina y discreta —siguió diciendo Shepherd—. Hizo más preguntas acerca de la casa, de las condiciones y de los impuestos que el propio almirante; creo que es más experta que él en los negocios. Y además, sir Walter, descubrí que ni ella ni su marido son extraños en esta comarca, pues sabrá usted que ella es hermana de un caballero que vivió pocos años atrás en Monkford. ¡Ay, caramba!, ¿cómo se llamaba? En este momento no puedo recordar su nombre, a pesar de que hace poco lo he oído. Penélope, querida, ayúdame, ¿recuerdas tú el nombre del señor que vivió en Monkford, el hermano de la señora Croft?

Sin embargo, la señora Clay hablaba tan animadamente con la señorita Elliot, que no oyó la pregunta.

—No tengo idea de a quién puede usted referirse, Shepherd; no recuerdo a ningún caballero residente en Monkford desde los tiempos del viejo gobernador Trent.

—¡Caramba, qué fastidio! A este paso pronto voy a olvidar mi propio nombre. ¡Un nombre con el que estoy tan familiarizado! Conozco al señor como si fueran mis propias manos; lo he visto cientos de veces. Recuerdo que en una ocasión vino a consultarme acerca de un atropello de que le hizo víctima uno de sus vecinos: un labriego que entró a su huerto saltando por la tapia, para robarle unas manzanas y que fue atrapado in fraganti. Luego, contra mi parecer, el hecho fue resuelto por amigables mediadores. ¡Qué cosa más rara!

Se hizo una pausa y Ana apuntó:

—¿Se refiere usted al señor Wentworth?

Shepherd se deshizo en alardes de gratitud.

—¡Wentworth! ¡Claro que sí! Al señor Wentworth me es-

taba refiriendo. Tuvo el curato de Monkford, ¿sabe usted, sir Walter?, durante dos o tres años. Vino hacia el año cinco, eso es. Estoy seguro de que lo recuerdan ustedes.

—¿Wentworth? ¡Acabáramos! El párroco de Monkford. Me desorientó usted dándole el tratamiento de caballero. Pensé que hablaba usted de algún propietario. Ese señor Wentworth no era nadie, ya recuerdo. Completamente desconocido, sin ninguna relación con la familia de Strafford. No podemos menos que extrañarnos al ver tan vulgarizados muchos de nuestros nombres más ilustres.

Cuando el señor Shepherd se dio cuenta de que este parentesco de los Croft no impresionaba a sir Walter favorablemente, la dejó de lado y volvió con el mayor celo a insistir en las otras circunstancias más convincentes. La edad, el número y la fortuna de los integrantes de la familia Croft; el alto concepto que tenían de Kellynch Hall y su extremado empeño en arrendarlo; hasta tal punto que no parecía sino que para ellos no había en esta tierra más felicidad que la de llegar a ser inquilinos de sir Walter Elliot, lo cual suponía por cierto un gusto extraordinario, que les hacía acreedores a que sir Walter los considerara dignos de eso.

El arrendamiento se llevó a efecto. No obstante, sir Walter miraba con muy malos ojos a cualquier aspirante a habitar en su casa, y que lo habría considerado infinitamente como beneficiado permitiéndole alquilarla en condiciones leoninas, se vio forzado a consentir en que el señor Shepherd procediera a cerrar el trato, autorizándolo a visitar al almirante Croft, quien aún residía en Taunton, para fijar el día en que verían la casa.

Sir Walter no era muy listo, pero tenía la suficiente experiencia de las cosas para comprender que difícilmente podía presentársele un inquilino menos merecedor en todo lo esencial que el almirante Croft. Su entendimiento no llegaba a más, y su vanidad encontraba cierto halago adicional en la posición del almirante, que era todo lo elevada que se requería, pero no demasiado. “He alquilado mi casa al almirante Croft” era una afirmación altisonante; mucho mejor que decir a cualquier señor X. Un señor X (salvo, quizá, una media docena de nombres de la nación) siempre necesita una explicación. La importancia de un almirante se explica por sí misma y, al mismo tiempo, nunca puede mirar a un barón por encima del hombro. En todo momento, sir Walter Elliot tendría la preeminencia.

Nada podía hacerse sin que lo supiera Isabel; sin embargo, su inclinación a cambiar de lugar iba siendo tan decidida que le encantó que ya estuviera fijado y resuelto con un inquilino a mano, por lo que se guardó muy bien de pronunciar una sola palabra que pudiera suspender el acuerdo.

Se invistió al señor Shepherd de omnímodos poderes y tan pronto como quedó todo listo, Ana, quien había escuchado sin perderse palabra, salió de la habitación en busca del alivio del aire fresco para sus encendidas mejillas; y mientras paseaba por su arboleda favorita, dijo con un dulce suspiro:

—Unos meses más y quizás él se pasee por aquí.

Capítulo IV

Él no era el señor Wentworth, el otrora párroco de Monkford, a pesar de lo que hayan podido dictar las apariencias, sino el capitán Federico Wentworth, hermano del primero, quien fuera ascendido a comandante a raíz de la acción de Santo Domingo. Como no lo destinaron de inmediato, fue a Somersetshire en el verano de 1806, y, muertos sus padres, vivió en Monkford durante medio año. En aquel tiempo era un joven muy apuesto, de inteligencia destacada, ingenioso y brillante. Ana era una muchacha muy bonita, gentil, modesta, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que poseía cada uno por su lado había bastante para que él no debiera esforzarse para conquistarla y para que ella difícilmente pudiera amar a alguien más. Sin embargo, la coincidencia de tan generosas circunstancias había de dar frutos. Poco a poco fueron conociéndose y se enamoraron uno del otro rápida y profundamente. ¿Cuál de los dos vio más perfecciones en el otro?, ¿cuál de los dos fue más feliz: ella, al escuchar su declaración y sus proposiciones, o él, cuando ella las aceptó?

Siguió un periodo de felicidad exquisita, aunque muy breve. No tardaron en surgir los sinsabores. Sir Walter, al enterarse del romance, no dio su consentimiento, ni dijo si lo daría alguna vez; sin embargo, su negativa quedó de manifiesto por su gran asombro, frialdad y su declarada indiferencia respecto de los asuntos de su hija. Consideraba aquella unión degradante; y lady Russell, a pesar de que su orgullo era más templado y más perdonable, la tuvo también por una verdadera desdicha.

¡Ana Elliot, con todos sus títulos de familia, bella e inteligente, malograrse a los diecinueve años; comprometerse en un noviazgo con un joven que no tenía para abonarle a nadie más que a sí mismo, sin más esperanzas de alcanzar alguna distinción que la que proporcionan los azares de una carrera de las más inciertas y sin relaciones que le aseguraran un encumbramiento posterior en aquella profesión! ¡Era un desatino que sólo pensarlo la horrorizaba! ¡Ana Elliot, tan joven, tan inexperta, atarse a un extraño sin posición ni fortuna; mejor dicho, hundirse por su culpa en una situación de extenuante dependencia, angustiosa y devastadora! No debía ser, si la intervención de la amistad y de la autoridad de quien era para ella como una madre y que tenía sus derechos podían evitarlo.