Peter Pan y Wendy - J. Matthew Barrie - E-Book

Peter Pan y Wendy E-Book

J. Matthew Barrie

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Beschreibung

El año 1904 se estrenó por primera vez la obra de teatro de J.M Barrie titulada Peter Pan, o el niño que no quería crecer. Cuatro años más tarde la inquietud del público por el destino de Wendy Darling, la protagonista junto con Peter Pan, obligó al autor a incluir un epílogo en la representación. Cuando en 1911 se editó la adaptación a novela, la aventura ya era tanto de él como de ella y la obra merecía, además de su último capítulo, un nuevo título que le hiciera justicia.

Peter Pan y Wendy es la novela original de una obra que recorrió el siglo XX sufriendo transformaciones. Todos conocimos la historia de este niño que volaba y que arrastró a los hijos de la familia Darling a la isla de Nunca Jamás, donde el dominio era de la fantasía y de los piratas liderados por el capitán Garfio. La obra no es infantil, sino para niños, no evita la sangre del combate ni la muerte: le habla a ellos y eso, a más de cien años de su publicación, la hace mágica, inagotable; como el mismo Peter Pan, se niega a crecer.

Traducción de Irene Gimeno Espasa y Nicolás Medina Cabrera

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El año 1904 se estrenó por primera vez la obra de teatro de J.M Barrie titulada Peter Pan, o el niño que no quería crecer. Cuatro años más tarde la inquietud del público por el destino de Wendy Darling, la protagonista junto con Peter Pan, obligó al autor a incluir un epílogo en la representación. Cuando en 1911 se editó la adaptación a novela, la aventura ya era tanto de él como de ella y la obra merecía, además de su último capítulo, un nuevo título que le hiciera justicia.

Peter Pan y Wendy es la novela original de una obra que recorrió el siglo XX sufriendo transformaciones. Todos conocimos la historia de este niño que volaba y que arrastró a los hijos de la familia Darling a la isla de Nunca Jamás, donde el dominio era de la fantasía y de los piratas liderados por el capitán Garfio. La obra no es infantil, sino para niños, no evita la sangre del combate ni la muerte: le habla a ellos y eso, a más de cien años de su publicación, la hace mágica, inagotable; como el mismo Peter Pan, se niega a crecer.

J.M. Barrie

Peter pan y Wendy

Traducción de Irene Gimeno Espasa y Nicolás Medina Cabrera

Índice
Prólogo
Capítulo 1: La llegada de Peter
Capítulo 2: La sombra
Capítulo 3: Vengan conmigo, vengan conmigo!
Capítulo 4: El vuelo
Capítulo 5: La isla hecha realidad
Capítulo 6: La casita
Capítulo 7: El hogar bajo tierra
Capítulo 8: La laguna de las sirenas
Capítulo 9: La pájara de Nunca Jamás
Capítulo 10: El hogar feliz
Capítulo 11: El cuento de Wendy
Capítulo 12: Se llevan a los niños
Capítulo 13: ¿Crees en las hadas?
Capítulo 14: El barco pirata
Capítulo 15: Esta vez, Garfio o yo
Capítulo 16: El regreso a casa
Capítulo 17: Cuando Wendy creció

Prólogo

Por Irene Gimeno Espasa

La historia del travieso Peter Pan, los entrañables niños perdidos y el infeliz capitán Garfio es de notorio dominio popular, sin embargo, muchos de los que evocan a Peter confiesan no haberla leído. La obra original no deja de sorprender: Barrie desborda imaginación en una narración con varias capas de hondura, sugerente, rica, con un discurso valorativo que no se torna moralizante. Se dimensiona la fascinación del autor por el prisma inocente de sus personajes más jóvenes, contrastándolo con la terquedad de los adultos que se muestran casi vulnerados ante la libertad de espíritu del protagonista. El mismo libro es como el mar: en su superficie espejea como literatura infantil, pero bajo sus aguas ondean sombras que solo el adulto podrá discernir.

Esta publicación no surge espontáneamente, sino de la necesidad de rescatar la profundidad de un clásico cuyos matices se han diluido en la tradición oral y adaptaciones simplificadas. Asimismo, en ese devenir no poco común de las historias lideradas por personajes infantiles, urge una reivindicación importante: con el paso del tiempo, el título se fue despojando de la protagonista del relato para enfocarse en el universo de Peter, por lo que esta edición supone una oportunidad para retornar a la figura de Wendy, quien fue abriéndose lugar en el mundo.

Mientras Peter y Garfio, secundados por sendos escuadrones, se baten en duelo por la prevalencia de la juventud frente a la amargura del corsario, Wendy se entrega a cuidar el entorno con delicadeza y ejercer un punto de equilibrio. Al revisar este texto, descubrimos en ella a una niña que se permite soñar por última vez antes de abandonarse al hecho de crecer y aceptar su camino con dignidad.

Hoy, quizás más que nunca, nos parece trascendente destacar a los personajes femeninos que han permanecido a la sombra de sus compañeros de reparto; en su caso, nada menos que a la sombra mágica del eterno Peter Pan. A medida que Wendy crece para sacudirse el polvo de hadas del vestido y clavar los pies en la tierra, en el lector va brotando una nostalgia inevitable con el devenir de la aventura: se distancia cada vez más de Nunca Jamás y del único niño que jamás sufrirá el exilio consagrado por la tiranía del tiempo, pues todos, salvo él, seremos niños perdidos.

Capítulo 1: La llegada de Peter

Todos los niños crecen, excepto uno. Pronto se dan cuenta de que crecerán, y esta fue la forma en que Wendy se enteró: un día, mientras jugaba en el jardín con tan solo dos años, arrancó una flor y corrió con ella hacia su madre. Supongo que se veía muy linda en aquel momento, porque la señora Darling le agarró la mano, se la puso en el pecho y exclamó: —¡¿Por qué no puedes quedarte así para siempre?!

Esto es todo lo que intercambiaron sobre el tema, pero desde aquel momento, Wendy supo que tendría que crecer. Uno siempre lo sabe después de los dos años; los dos marcan el principio del fin.

Vivían en el número 14 y, hasta la llegada de Wendy, su madre fue la dueña y señora de ese mundo. Era una mujer hermosa, de carácter soñador y sonrisa dulce y burlona. Su espíritu romántico era como esas pequeñas cajitas del enigmático Oriente, que vienen una dentro de otra; por muchas que descubras, siempre queda una más. Su sonrisa traviesa ofrecía un beso que Wendy no podía conseguir, aunque allí estaba, perfectamente visible en la comisura derecha.

Este fue el modo en que el señor Darling la conquistó: los muchos caballeros que habían sido jóvenes cuando ella era niña descubrieron que estaban enamorados de ella al mismo tiempo, por lo que todos fueron corriendo hasta su casa a pedir la mano. Todos corrieron, salvo el señor Darling, que tomó un taxi y llegó primero. Así la conquistó. Y la conquistó por completo, excepto por aquella cajita que se encontraba más adentro y contenía aquel beso que nadie podía obtener. Él nunca supo de la cajita, y con el paso del tiempo abandonó el empeño de conseguir el beso inalcanzable. Wendy pensaba que Napoleón habría podido conseguirlo, pero yo me lo imagino intentándolo en vano, para luego marcharse enojado y dando un portazo.

El señor Darling solía alardear ante Wendy de que su madre no solo lo amaba, sino que además lo respetaba. Era uno de esos hombres serios, que lo sabe todo sobre el funcionamiento de la bolsa de comercio. La pura verdad es que nadie sabe demasiado al respecto, pero él sabía aparentar que sí, y a menudo comentaba que subían unas acciones y bajaron otras, de un modo que lo hacía respetable ante cualquier mujer.

La señora Darling se casó de blanco. Al principio llevaba las cuentas domésticas perfectamente, casi jubilosa, como si se tratara de un juego, donde no faltaba registrar ni un repollito. Pero, con el paso del tiempo, desaparecieron coliflores enteras y, en lugar de ellas, aparecieron retratos de bebés sin rostro, que ella dibujaba en lugar de sumar el total de la compra. Esos bebés eran fruto de su intuición.

Wendy fue la primera en llegar. La siguieron John y Michael.

Durante una o dos semanas, tras el nacimiento de Wendy, no supieron si podrían criarla. Era una boca más que alimentar. El señor Darling se sentía tremendamente orgulloso de ella, pero era un hombre realista. Se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, le dio la mano y se puso a hacer números, mientras ella lo miraba suplicante; quería correr el riesgo, sin importar lo que pasase. Pero ese no era el estilo de su esposo: él tomaba papel y lápiz, y si ella lo desconcentraba con sus sugerencias, él tenía que comenzar sus cuentas de nuevo.

—No me interrumpas —le rogaba—. Tengo una libra con diecisiete chelines acá y dos libras con dieciséis chelines en la oficina. Puedo suprimir el café de la oficina, digamos unos diez chelines, lo que suma dos libras con nueve chelines y seis libras por el otro lado. Si agregamos tus dieciocho libras y tres chelines, tendríamos treinta y nueve libras con siete chelines… Más los cincuenta de mi chequera se convierten en ochenta y nueve con siete chelines. ¿Quién se está moviendo? Ochenta y nueve con siete, le restamos siete. Silencio, por favor. Y la libra que le prestaste a aquel hombre que vino a la casa… Shhh, un momento. Pongo aquí el decimal y… ¡Listo! Lo conseguí. Dije noventa y nueve con siete, ¿cierto? ¡Sí! Eso es, noventa y nueve con siete. La cuestión es: ¿podemos aguantar con esa cantidad durante este primer año?

—¡Claro que sí, George! —exclamó.

La verdad es que ella solo quería quedarse con Wendy, mientras que él debía ser sensato por los dos.

—No te olvides de las paperas —le recordó en tono casi de amenaza, y prosiguió—: las paperas cuestan una libra, eso escribí acá, pero me atrevo a predecir que será más bien cerca de libra y media. Silencio. El sarampión, una libra y cinco chelines; la rubéola, media libra y medio chelín, es decir, dos… quince… seis… No muevas el dedo. Cof, cof, cof. Digamos quince chelines.

Sus cálculos continuaron, arrojando distintos resultados cada vez. Finalmente, Wendy salió adelante, con las paperas ajustadas a doce con seis chelines y un tratamiento que cubría dos tipos de sarampión.

Cuando nació John, se produjo exactamente el mismo alboroto, y con Michael el presupuesto era incluso más ajustado, pero se quedaron con todos. Poco después se les podía ver a los tres en fila camino al jardín de la señorita Fulsom, bajo el cuidado de su niñera.

A la señora Darling le gustaba hacer las cosas como corresponde, y al señor Darling le apasionaba comportarse exactamente igual que sus vecinos, por lo que, como es predecible, contrataron a una niñera. Como eran pobres debido a la cantidad de leche que tomaban los niños, esta niñera no fue sino una perra Terranova de pedigrí llamada Nana, que no había tenido dueño hasta que los Darling la adoptaron. Sin embargo, la perra siempre había pensado que los niños eran algo importante; los Darling habían reparado en ella en los Jardines de Kensington, donde el animal pasaba la mayor parte del tiempo velando por los carritos de los bebés. Las niñeras más despistadas la odiaban, porque las seguía hasta la casa y las delataba ante las mamás. Demostró ser una verdadera joya en su rol: era extremadamente cuidadosa con el baño y actuaba al instante si cualquiera de los retoños a su cargo lloriqueaba. Evidentemente, su casita de perro se encontraba en la habitación de los niños. Tenía un sexto sentido para saber cuándo una tos era preocupante y cuándo era necesario abrigar una garganta. Hasta el día de su muerte siempre creyó en los remedios tradicionales, como las hojas de ruibarbo, y censuraba con sus gestos toda esa palabrería moderna acerca de los gérmenes y demás. Su forma de escoltar a los niños hasta la escuela era toda una lección de buenos modales: caminaba discretamente a su lado cuando se portaban bien y los ponía firmes cuando perdían el decoro. Los días en que John jugaba fútbol, jamás se olvidó de su suéter y, generalmente, portaba un paraguas en el hocico por si comenzaba a llover. Había una sala de espera para las niñeras en el sótano de la escuela de la señorita Fulsom, donde se sentaban todas con gran formalidad, mientras que Nana se tendía en el suelo, pero esa era la única diferencia. Fingían que la ignoraban, como si fuese de un estatus social inferior, a la vez que ella despreciaba sus conversaciones superficiales. Le importunaba que las amigas de la señora Darling entraran en el dormitorio de los niños; antes de que entrasen, Nana le sacaba el suéter a Michael y le ponía un chaleco azul de lana, arreglaba el vestido de Wendy y peinaba rápidamente a John.

No era posible llevar un mejor cuidado de los niños. Aunque el señor Darling sabía esto, a veces le inquietaba pensar en la opinión que tendrían los vecinos. Debía mantener cierta reputación en la ciudad.

Además, Nana lo complicaba en otro sentido: en ocasiones sentía que ella no lo admiraba.

—Sé que te admira enormemente, George —lo tranquilizaba su esposa y luego les decía a los niños que fueran especialmente cariñosos con su papá.

Entonces todos se ponían a bailar alegremente, permitiendo a veces que Liza, la única otra sirviente de la casa, se uniera al festejo. Se veía tan diminuta al bailar con su falda larga y su cofia, pese a haber jurado, al prometerse en matrimonio, que siempre se comportaría como una mujer hecha y derecha. ¡Con que alegría se meneaban sus piernas! La más feliz era la señora Darling, que hacía piruetas tan salvajes que de ella solo se podía ver el beso inalcanzable, y si te lanzabas por él, incluso podrías haberlo conseguido. Nunca hubo una familia tan sencilla y feliz como aquella. Hasta la llegada de Peter Pan.

La primera vez que la señora Darling escuchó hablar de Peter fue mientras ordenaba las mentes de sus hijos. En la noche, después de que los niños se duermen, todas las buenas madres acostumbran a hurgar en las mentes de sus retoños y las reorganizan para el día siguiente, poniendo en su sitio cada una de las vivencias experimentadas a lo largo del día. Si ustedes pudieran mantenerse despiertos (obviamente no pueden), verían cómo su mamá hace lo mismo, y les parecería algo muy interesante. Es como si ella ordenara un cajón. Supongo que verían a sus madres de rodillas, entretenidas con ciertas cosas, preguntándose dónde rayos sus hijos habrán adquirido esto o aquello. Las verían descubriendo cosas dulces y otras no tanto, apretándose aquello contra la mejilla como si se tratara de un gatito, y ocultando rápidamente eso otro. Al despertar en la mañana, la rebeldía y la locura con las que te has ido a acostar están ya almacenadas en lo más profundo de tu mente; en la superficie, bien aireados, se despliegan los más hermosos pensamientos, listos para la acción.

No sé si han visto alguna vez el mapa mental de una persona. En ocasiones, los médicos dibujan mapas de otras partes del cuerpo y resultan muy interesantes, pero verán cómo nunca intentan bosquejar el mapa de la mente de un niño, que no solo es confusa sino que no para de girar. Tiene líneas en zigzag, como los cambios de tu temperatura en un gráfico, que probablemente sean caminos dentro de la isla, porque el país de Nunca Jamás es algo así como una isla; los colores brotan por todos lados, se ven arrecifes de coral y barcos intrépidos surcando el horizonte, además de madrigueras solitarias y gnomos que, en su mayoría, ejercen el oficio de la sastrería. También hay cuevas por las que fluye un río, príncipes con seis hermanos mayores, un refugio que pronto se vendrá abajo y una vieja muy chiquita con nariz ganchuda. Si eso fuera todo, se trataría de un mapa sencillo. Pero después llega el primer día de colegio, la religión, los padres, el lago del parque, las labores de costura, asesinatos, la pena de muerte, verbos que se conjugan en dativo, el día de la torta de chocolate, ponerse unos suspensores, contar hasta noventa y nueve, tres peniques por arrancarte el diente tú mismo; la lista es infinita y muy confusa, sobre todo porque todo cambia constantemente.

No cabe duda de que los países de Nunca Jamás varían bastante entre sí. Por ejemplo, el de John tenía una laguna con flamencos y las aves sobrevolaban el lecho del agua mientras él les disparaba. El de Michael, que aún era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas que lo sobrevolaban. John vivía en un bote volcado sobre la arena; Michael, en una ruca; Wendy, en una casa hecha de hojas hábilmente entretejidas. John no tenía amigos, Michael los tenía por la noche y Wendy tenía como mascota un lobo huérfano. En general, los países de Nunca Jamás guardan un parecido familiar; si los pusiéramos en fila, uno junto a otro, podríamos apreciar que tienen la misma nariz y todo ese tipo de cosas. En estas orillas mágicas, los niños juguetones siempre acaban encallando sus barcos en la arena. Todos hemos pasado por ahí; de hecho, aún podemos escuchar el sonido del oleaje, aunque ya no podamos varar en la arena.

De todas las islas fascinantes, Nunca Jamás es la más compacta y acogedora, no muy grande y desparramada, es decir, con poca distancia entre una aventura y la siguiente. Cuando juegas en ella por el día, con sus sillas y manteles, no resulta en absoluto alarmante, pero unos minutos justo antes de dormir, su aspecto se torna sobrecogedor; esa es la razón por la que existen lamparitas de noche.

En ocasiones, durante los viajes por las mentes de sus hijos, la señora Darling descubría cosas que no podía comprender. De estas, la más sorprendente era la palabra «Peter». No conocía a ningún Peter, y sin embargo, el nombre aparecía aquí y allá en las mentes de John y Michael; en el caso de Wendy, invadía cada rincón. El nombre sobresalía con letras más grandes que todas las demás palabras y al observarlo la señora Darling percibió que tenía un aspecto inusualmente altanero.

—Sí, es un poco altanero —admitió Wendy, lamentándose cuando su madre le preguntó.

—Pero, ¿de quién se trata, mi amor?

—De Peter Pan, mamá.

Al principio, la señora Darling no tenía idea, pero cuando trató rememorar su niñez, recordó a un tal Peter Pan del que se decía que vivía con las hadas. Se contaban historias extravagantes sobre él, como que cuando los niños morían, él recorría parte del camino con ellos para que no tuvieran miedo. Ella había creído en él cuando niña, pero ahora estaba cansada, tenía sentido común, y dudaba seriamente que pudiera existir tal sujeto.

—Además —corrigió a Wendy—, ahora se trataría de un adulto.

—Oh, no, no ha crecido nada —aseguró Wendy convencida—, es de mi mismo porte.

Se refería a que Peter la igualaba en cuerpo y mentalidad; no sabía cómo lo sabía, pero estaba segura de ello.

La señora Darling consultó con su marido, que despreció la idea con ligereza.

—Acuérdate de estas palabras —sentenció—: son tonteras que Nana les ha metido en la cabeza. Es la clase de fantasías que tendría un perro. Déjalo pasar y se olvidarán.

Pero no fue así. Poco después, ese niño rebelde dejó asombrada a la señora Darling.

Los niños gozan las mayores aventuras sin complicarse. Por ejemplo, puede que mencionen, tras una semana de haber ocurrido, que cuando fueron al bosque conocieron a su difunto papá y jugaron con él. Una mañana, Wendy comentó con mucha naturalidad una inquietante revelación. En el suelo del dormitorio de los niños encontraron un rastro de hojas secas; hojas que, con seguridad, no estaban allí cuando los niños se acostaron la noche anterior. La señora Darling quedó perpleja sobre su procedencia cuando Wendy explicó el suceso con una indulgente sonrisa: —¡Debe de tratarse de Peter otra vez!

—¿Qué quieres decir, Wendy?

—Es tan maleducado de su parte no lavarse los pies… —suspiró Wendy. Ella era una niña ordenada.

Explicó de forma muy clara que ella creía que Peter venía a menudo a su habitación por la noche, y se sentaba en el borde de su cama y tocaba la flauta para ella. Por desgracia, ella nunca se despertaba, por lo que no podía decir cómo sabía todo esto. Sencillamente, lo sabía.

—Ay, preciosa, cuántas tonteras dices. Nadie puede entrar a la casa sin llamar a la puerta.

—Creo que entra por la ventana —razonó Wendy.

—Mi amor, tú estás en el tercer piso.

—¿Acaso no había hojas en el alféizar de la ventana, mamá?

Eso era verdad: habían encontrado las hojas muy cerca de la ventana.

La señora Darling no sabía cómo reaccionar; aquel relato parecía tan natural para Wendy, que no podía dejarlo de lado con la idea de que su hija solo soñaba.

—Hija mía —se lamentó la madre—, ¿por qué no me habías contado esto antes?

—Se me olvidó —respondió Wendy sin darle más importancia; tenía prisa por desayunar.

Seguro que lo había soñado.

Pero, por otro lado, estaban las hojas. La señora Darling las examinó detenidamente: se trataba de hojas secas, pero estaba segura de que no procedían de ningún árbol autóctono. Se agachó hasta el piso, examinándolo de cerca a la luz de un candil, en busca de huellas extrañas. Agitó el atizador dentro de la chimenea y golpeteó las paredes. Soltó una cinta desde la ventana hasta el pavimento, comprobando que la caída era de más de diez metros sin siquiera un saliente por donde trepar.

Sin duda, Wendy lo había soñado todo.

Pero no, Wendy no había estado soñando, como lo demostró la noche siguiente: la noche en que comenzaron las extraordinarias aventuras de estos niños.

Durante esa noche, todos los pequeños estaban acostados como de costumbre. Era la noche libre de Nana, y la señora Darling los había bañado y les había cantado hasta que sus hijos, uno a uno, se deslizaron al mundo de los sueños.

Se veían los tres tan tranquilos y cómodos que ella sonrió a sus temores y se sentó a coser junto al fuego.

Cosía una prenda para Michael, que en su cumpleaños comenzaría a vestir de camisa. El fuego caldeaba el ambiente y las tres lamparitas de noche apenas iluminaban, y así al poco rato los utensilios de costura descansaban sobre el regazo de la señora Darling. Su cabeza se inclinó con delicadeza; se había quedado dormida. Qué estampa recreaban los cuatro: Wendy y Michael, por un lado, John por el otro, y la señora Darling junto al fuego. Debió haber existido una cuarta lamparita.

Al dormirse, comenzó a sonar. Soñó que Nunca Jamás se había aproximado demasiado y que un chico desconocido se había escapado de allí. No se alarmó, porque creyó haberlo visto antes en los rostros de muchas mujeres sin hijos. Quizá aparecía también en las caras de algunas madres. Pero en su sueño, el chico había rasgado el velo que esconde a Nunca Jamás y descubrió a Wendy, John y Michael espiando por la rendija.

El sueño en sí mismo era una nimiedad, pero mientras soñaba, la ventana del dormitorio de los niños se abrió bruscamente y un chiquillo aterrizó en el piso. Lo acompañaba una lucecilla extraña, no más grande que un puño, que merodeaba por el dormitorio con energía. Probablemente esa luz despertó a la señora Darling.

No pudo evitar dar un grito, y entonces vio al chico; de algún modo, supo que se trataba de Peter Pan. Si Wendy, ustedes o yo hubiéramos estado ahí, habríamos visto que se parecía mucho al beso de la señora Darling: era un jovencito adorable, vestido con hojas secas y toda la savia que brota de los árboles. Pero lo más cautivador de su aspecto es que conservaba todos los dientes de leche. Cuando se dio cuenta de que ella era una mujer adulta, empezó a rechinar los dientes hacia ella.

Capítulo 2: La sombra

La señora Darling soltó un grito; como respondiendo a un timbrazo, la puerta se abrió, dejando entrar a Nana, que volvía de su paseo. Gruñó y se lanzó hacia el chico, que salió por la ventana de un salto. La señora Darling volvió a gritar, aunque esta vez angustiada por el chico, creyendo que se había matado, y corrió hacia la calle para buscar su cuerpecito, pero no estaba allí. Alzó la mirada y, en la oscuridad de la noche, solo alcanzó a ver lo que creyó que era una estrella fugaz.

Regresó al dormitorio de sus hijos, donde encontró a Nana con algo en el hocico: era la sombra del chico. En el momento en que este saltó por la ventana, Nana la fue a cerrar; el chico alcanzó a salir, pero su sombra no tuvo tiempo y la ventana se cerró de golpe, separando sombra y dueño.

Pueden estar seguros de que la señora Darling examinó aquella sombra con detenimiento, pero era una sombra bastante común.

Nana tenía claro qué era lo mejor que podían hacer con ella; la colgó por fuera de la ventana, como diciendo: «Seguro que vuelve a recuperarla. Coloquémosla en un lugar donde pueda tomarla fácilmente sin molestar a los niños».

Desafortunadamente, la señora Darling no podía dejarla colgada en la ventana; se parecía tanto a una prenda lavada que rebajaba la dignidad de la casa. Pensó en mostrársela a su marido, pero él estaba calculando el costo de los abrigos para John y Michael, con una toalla mojada alrededor de la cabeza para pensar con claridad, y le pareció mala idea distraerlo. Además, ya sabía cuál sería su opinión: «Todo esto sucede porque tenemos una perra como niñera».

La señora Darling decidió enrollar la sombra y guardarla con cuidado en un cajón hasta que encontrara el momento oportuno de contárselo a su marido. ¡Ay de mí!

Ese momento oportuno llegó a la semana siguiente, en aquel viernes inolvidable. Viernes tenía que ser.

—Debí haber sido especialmente cuidadosa… siendo un viernes —se lamentaba después con frecuencia ante su marido, mientras Nana permanecía a su lado, tomándole la mano.

—No, no —replicaba siempre el señor Darling—, yo tengo la culpa de todo. Yo, George Darling, me declaro culpable. Mea culpa, mea culpa —había recibido una educación clásica.

Así se sentaban noche tras noche, conmemorando ese fatídico viernes, hasta que cada detalle se estampó en sus cerebros y emergió por el otro lado, como las caras de una moneda mal acuñada.

—Ojalá hubiera rechazado la invitación para cenar en el 27 —maldecía la señora Darling.

—Si no hubiera vertido mi medicina en la comida de Nana —se atormentaba el señor Darling.

«Si tan solo hubiera fingido que me gustaba la medicina», expresaban los ojos llorosos de Nana.

—Culpo a mi interés por la vida social, George.

—Yo a mi sentido del humor, querida.

«Mi susceptibilidad ante cualquier tontería, queridos amo y ama».

Entonces alguno de ellos o incluso todos se derrumbaban, mientras Nana pensaba: «Es verdad, es verdad, no deberían tener una perra como niñera». El señor Darling secó muchas veces las lágrimas de Nana.

—¡Ese demonio! —se enojaba el señor Darling, apoyado por un ladrido de Nana. Sin embargo, la señora Darling nunca reprendió a Peter; había algo en la esquina derecha de su boca que la instaba a no insultarlo.

Se sentaban allí, en la habitación vacía, recordando con cariño cada minucia de aquella noche triste. Había comenzado como siempre, como cientos de otras noches en que Nana preparaba el agua para el baño de Michael, a quien llevaba a la bañera sobre su lomo.

—No quiero acostarme —gritaba el niñito, que aún creía que podía tener la última palabra en ese tema—. No quiero, Nana, no me acostaré, no son ni siquiera las seis. No, Nana, ya no te voy a querer. Te estoy diciendo que no me voy a bañar, ¡y no lo voy a hacer!

En ese momento había entrado la señora Darling, ataviada con su vestido de noche. Se había arreglado temprano porque a Wendy le encantaba verla vestida así, con el collar que George le había regalado. Llevaba en la muñeca la pulsera de Wendy, que le había pedido prestada y que a Wendy le encantaba dejarle.

Los otros dos niños estaban jugando a imitarla a ella y a su papá el día en que nació Wendy, y John decía:

—Me complace informarle, señora Darling, de que ya es usted una madre —usando el tono que perfectamente el señor Darling pudo haber utilizado en aquella ocasión.

Wendy bailaba colmada de felicidad, tal como su madre había danzado ese día.

Entonces nacía John, con el orgullo propio de su padre por haber tenido un varón. Michael regresó del baño pidiendo recrear su propio nacimiento, pero John afirmaba contundentemente que no quería más hijos.

Michael estuvo a punto de romper en llanto:

—¡Nadie me quiere! —dijo, y por supuesto, la dama con el vestido de noche no aguantó verlo así.

—Yo sí —lo confortó—, verdaderamente deseo tener un tercer hijo.

—¿Niño o niña? —preguntó desesperanzado.

—Niño.

Michael se abalanzó a sus brazos. Parecía un detalle tan insignificante que ahora recordaban los tres, pero no lo era, ya que aquella sería la última noche de Michael en la casa.

Seguían recordando.

—En ese momento, entré como un tornado, ¿cierto? —preguntó el señor Darling, con desprecio hacia sí mismo, porque en efecto había irrumpido como un remolino.

Quizá había cierta excusa para su comportamiento. También había estado vistiéndose para la fiesta, y todo había marchado según lo previsto hasta que tuvo que colocarse la corbata. Resulta increíble que así sea, pero este hombre, aunque conocía el funcionamiento de la bolsa de comercio, no conseguía dominar el arte de la corbata. En ocasiones, el accesorio se sometía ante él sin problemas, pero en ciertos momentos hubiera sido mejor para todos que se tragara el orgullo y usase una corbata lista.

Esta era una de esas ocasiones. Llegó ansioso al dormitorio de los niños con una corbata hecha un amasijo en la mano.

—¿Qué sucede, querido?

—¡¿Qué sucede?! —gritó, eran verdaderos gritos—. No puedo anudarme esta corbata —se puso extremadamente sarcástico—. ¡No, en mi cuello, no! Con el poste de la cama, sí… ¡ya la he anudado 20 veces al poste de la cama, pero no puedo hacerlo alrededor del cuello! No, no, no, no, ¡no quiere que la anuden!

Le dio la impresión de que esto no impactaba lo suficiente a la señora Darling. Volvió a la carga:

—Te advierto, mamá, que a menos que esta corbata no termine mansa y bien anudada alrededor de mi cuello, no saldremos a comer esta noche. Y si no voy a comer esta noche, no voy a ir nunca más a la oficina. Y si no voy más a la oficina, tú y yo nos moriremos de hambre, ¡y los niños acabarán en la calle!

La señora Darling mantenía la calma incluso en esos trances.

—Déjame probar a mí, querido —le propuso.